LA MEMORIA DEL AGUA (Valores, usos y representaciones del agua en las ciudades del Sur)
A Mar y Marina en la esperanza del agua
Pedro A. CANTERO Antropólogo. G.I.S.A.P. Universidad de Sevilla
1 TENUE ES LA MARGEN DEL OLVIDO El agua habita la cultura humana, elemento excepcional y cotidiano, por las ideas que sugiere simbolizó el movimiento y la vida. Hoy día nos es tan accesible y habitual que fácilmente olvidamos su importancia y su pasado. ¿Qué puede significar para nuestros ciudadanos la que sale del grifo más allá del confort y de la higiene, qué valor otorgan a lo que trae o a lo que arrastra más allá de la facilidad de tomar, limpiar y evacuar?. El agua «a domicilio» es hoy una realidad tan arraigada que nos es difícil pensar en una aglomeración sin esta comodidad, pero esto no fue la regla de nuestros pueblos y ciudades hasta hace pocas décadas. Es este siglo, y en particular el último cuarto, que ha visto la generalización de su suministro en nuestros hogares, trivializando la relación del hombre con el agua. Hoy día es difícil concebir su compleja dimensión que, lejos de limitarse a sus funciones utilitarias, también jugaba un papel capital en la sociabilidad ciudadana, así como un rol ornamental y simbólico “fundamental”. Las transformaciones de lugares de agua han sido tan radicales que inducen al visitante y al lugareño a la confusión, imaginando formas de vida que nunca fueron y descargando otras en el olvido. La memoria de funciones y valores no ha sobrevivido a dos generaciones: cauces enterrados, cañas obstruidas, manantiales contaminados, pozos cegados, hontanares y albuheras convertidos en vacies, turnos de riego despreciados, fuentes sin otro papel que el del ornato banal -sin otra connotación espacial que la de la rotonda que aligera la vista del automovilista apresurado-. Las representaciones mismas del agua se han desplazado. La memoria del agua es efímera. No pueden despertarla solamente las rehabilitaciones aisladas de fuentes y lavaderos, acequias y presas, norias, molinos y albercas, la mayor parte de las veces reconstrucciones yertas. No son tanto los edificios como los valores por los que existieron. Qué significaron, qué pueden aún significar. El vacío, tanto más que la ruina, manifiesta una presencia dolida, apremia darle sentido, no reconstruir la ausencia. Más vale la desaparición que la refección deshabitada.1
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Toda aglomeración hizo del agua una de sus peculiaridades, los modos de suministro imprimieron formas diferenciadas de las que algunas se convirtieron en la imagen misma de la ciudad. Desde tiempos remotos y con el fin de abastecer a los grandes asentamientos, se ingeniaron sistemas complejos, para los que fueron necesarios artefactos de elaborada técnica. Desde la antigüedad, se construyeron pantanos, ruedas, canales y acueductos de tamaño colosal. Tres sistemas abastecieron la ciudad romana de Mérida, la presa de Cornalbo, la de Proserpina y las captaciones subterráneas del paraje de Las Tomas. Conducciones atrevidas procuraban lo necesario para las necesidades domésticas, así como para alimentar jardines, baños, batanes y otros ingenios necesarios a la industria emeritense. Funcionaron ruedas elevadoras de varios tipos, como aquella de La Albolafia de Córdoba, construida en el siglo XII por el emir Tasufín, cuyo tamaño impresionante (15 metros) hizo que fuera escogida en el siglo XV como emblema de la ciudad. En Serpa, pequeña ciudad del Alentejo, se halla un hermoso ejemplar de triple rueda con rosario de arcaduces. Movida por fuerza animal, levantaba el agua hasta un acueducto que apoyado en la muralla suministraba al palacio de los Melos. Para mí esas solas imágenes encierran a cada una de sus ciudades, cuando las sueño, en ellas las reconduzco, mientras que pocos ingenios actuales esposan la ciudad hasta identificarse con ellos. Ocurre algo parejo en lo que concierne a las construcciones más inmediatas que amueblan sin dar cobijo, hoy nos han desposeído de las fuentes hasta hacerlas inhabitables, nos han arrebatado el agua. Como bien dice Ivan Illich se trata de otra agua, no del H2O, sino “la necesaria para soñar una ciudad como un lugar para morar”. (1989, p.29)
2 POZAS, ALGIBES Y FUENTES En el pasado, de todas las construcciones hidráulicas el pozo, el aljibe y la fuente fueron las más próximas al ciudadano, los dos primeros confundidos en un mismo sentir el agua tranquila, la segunda como triunfo manifiesto del agua viva2 representó a menudo el orgullo de toda una sociedad, organizó su espacio, se erigió en su símbolo. El uso lejos de amainarlo reforzó su valor, uno y otro la conformaban como partes de un ser indivisible. El pozo y la fuente habitaron entre los hombres, elemento fundamental para sus vidas, se los cuidó como a seres entre todos querido; al construir sobre ellos no se perdió de vista su función primera, su carga alegórica, ni su vinculación con la comunidad. En el sur, el aljibe y el pozo representaron la forma más corriente de captación urbana. La mayor parte de ellos fueron privados; medianeros y sencillos en las casas modestas, centrados en el patio y con formas elaboradas, en las casas acomodadas. Protegidos por brocales de piedra, cerámica, hierro o fábrica de ladrillo y argamasa, a veces se les añadía una pileta para que el ganado pudiese abrevar, o un lavadero, cuando no los dos. No sólo permitían que las tareas domésticas fueran más llevaderas, sus alrededores eran lugares de frescor donde macetas y recipientes recreaban el oasis. Existieron pozos y algibes públicos que surtían un barrio y de los que el vecindario cuidaba. Eran, como las fuentes, lugar de reunión y palabreo. Pero fue sobre todo el pozo a quien se le dotó de vida, fue un habitante más de la casa, su estado preocupaba como podía hacerlo el de un ser vivo. Se hablaba de su delgadez o de su gordura, de su vida profunda que el galápago a veces encarnaba. En cierto modo el animal era el garante de la pureza de sus aguas, el guardián de aquellas pro-
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fundidades. En lo hondo se abandonaban objetos, como forma de continuar su existencia entre los hombres. Cercanos y olvidados, allí quedaban medallones, llaves, bolinches, monedas, desencantos... Su omnipresencia le hacía ser cuidado y temido como si se tratase de una criatura ambigua. Todo pozo estaba habitado. Con el fin de alejar a los niños del peligro se les asustaba con seres ocultos, o pequeños monstruos. Pero el temor era de todos compartido, María del Valle (1987), poeta de Chucena, resume en pocos versos la relación de la mujer y el pozo, como en un encantamiento, ese latir de vida y amenaza de muerte, ese saberlo vecino, vivo y ávido: “Alguien lo sembró allí,/ tan vertical y fiero, como hundido mar acorralado,/ donde la muerte fluye y se avecina/ para invitar al fondo. Niños sedientos, manos de todos los galápagos,/ monedas con la inscripción del miedo,/ enajenan el agua. Basta mirar/ para sentir el eco de las sombras, el imán que proponen sus espejos y el vértigo feroz que la mente recorre. Ampárame brocal de tu soberbia. De tu estrecho/ bajar/ definitivo”. Manos negras, garras, o seres ambiguos que inquietaban por su insaciable deseo de atraernos, el pozo no dejaba a nadie indiferente. A la manera de las entrañas dormidas del hogar se hacía tan doméstico que era necesario recordar su acecho... Mirarse en sus adentros era el hondo peligro del que había que librarse, aquel espejo profundo cautivaba hasta el punto de sentirlo como un hechizo irreversible3, atracción que la poeta expresa con veracidad. En cuanto a la fuente, y hasta bien mediado este siglo, jugó en la ciudad una triple función, punto de abastecimiento, lugar de sociabilidad, y ornamento cívico; de las tres tan sólo esta última sigue teniendo ese papel en el urbanismo actual, más como elemento de un decorado teatral lejano que como ánima vecinal ordenadora del espacio. Sevilla ilustra bien este caso. Écija4 sin embargo ha sabido preservar ese aderezo conjugando el adorno y la sociabilidad, aun hoy día, sus fuentes están al alcance de todos, no ya por la necesidad del suministro sino por la inmediatez del goce. Como punto de abastecimiento las fuentes abundaron en los descansaderos de las veredas o a la entrada y salida de los núcleos urbanos, como surtidores de agua para facilitar el viaje. Todas ellas contaban con un elemento para el suministro humano donde afloraban los caños, y de abrevaderos para el ganado. Algunas, cercanas a los núcleos de habitación, solían estar dotadas de un tercer elemento, el lavadero. A menudo las aguas terminaban en una charca, o una alberca, que permitían el riego de alguna huerta, el suministro energético para molinos y manufacturas, sin contar que las hubo adaptadas para servir también de baña al ganado chico, especialmente el de cerda. Era frecuente encontrar en la fuente principal de un pueblo una referencia conmemorativa o una alu-
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sión a lo sagrado (cuando no las dos a la vez). Algunas organizaron el espacio atrayendo hacia ellas la ciudad toda o ajustando desde el inicio la perspectiva urbana. La estructura del conjunto asume comúnmente el buen funcionamiento de los distintos usos. Con la nueva construcción se pretende representar dignamente la comunidad, como dice Lemeunier (1995, p. 14) : “Tan pronto como la comunidad se lo puede permitir, el esquema se complica : la pared de distribución se hace frontispicio, el agua brota por la boca de unas máscaras, el pilar se vuelve columna u obelisco, algún bulbo o estatua remata el conjunto... Y esta decoración transmite un mensaje... Implícita o formalmente, celebra el evergetismo de algún notable, de las autoridades municipales, del gobierno o del régimen”. El edificio reviste entonces una importancia simbólica excepcional, a la bondad de las aguas y a la sociabilidad que genera se une el aspecto monumental y conmemorativo que con la iglesia y la alcaldía son los monumentos de la comunidad que la simbolizan y representan. A menudo, termina viéndose englobada en el casco urbano ordenando el espacio hasta formar una plaza. La idea de plaza asociada a la fuente acaba por ser un tópico de ordenamiento urbanístico, para entonces la fuente ya no es un mero edificio funcional. Durante el Renacimiento, y sobre todo en el Siglo de las Luces, las obras hidráulicas se privilegiaron como uno de los factores de progreso, pero hasta finales del siglo XIX no hubo en los pueblos del antiguo Reino de Sevilla una política municipal que considerara el agua pública como elemento esencial para el desarrollo y la higiene. Si hasta finales del siglo XIX gozar de agua corriente era un bien raro que se limitaba a las casas nobiliarias y grandes conventos, es también tardía la aparición de la fuente en la plaza principal, cuando no estuvo desde el origen de la población. Captar y canalizar el agua hasta el mismo corazón del pueblo se puede considerar una gracia de cabildos ricos e ilustrados o fruto de una conquista. En la provincia de Córdoba, Priego es un caso particularmente significativo por haber hecho de su espacio de agua una fuente inmensa, mezclando estilos de diferentes épocas hasta convertirse en un ejemplo peculiar, pues aúna en un mismo conjunto una fuente santa y saludable, un fontanar utilitario y una rivera suntuaria. Configurada esta última por tres estanques de formas y dimensiones diversas. Además de sus ciento treinta y nueve caños, nos sorprenden las cascadas y las numerosas alegorías que hacen del recinto un breviario mitológico. El caso de Priego no deja de sorprender, como obra pública hecha para el deleite, el ornato, el suministro doméstico y el riego de sus huertas. Verdadera agua soñada que da vida y la evoca en un incesante fluir como una matriz inagotable5.
3 SOCIABILIDAD DE LA FUENTE En la mayor parte de los pueblos y ciudades, pese al posible aguador, el transporte del agua fue tarea de mujer, la faena del agua incumbía a la población femenina humilde, hubo aguadoras en gran número que no sólo abastecían penosamente sus propias casas sino la de los pudientes. Paradójicamente esta faena hizo de la fuente un lugar central de sociabilidad.
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Su profunda ambigüedad permitió reunirse a un público diverso, en una misma área. Si esto ya no es hoy día algo obvio, debemos tener en cuenta que, en una sociedad en la que la separación de géneros se inscribía en el espacio, este lugar facilitaba el encuentro entre hombres y mujeres. Los usos múltiples y bien repartidos hacen de la fuente uno de los elementos urbanos más dinámicos. En los caminos como en los pueblos, en los abrevaderos, así como en las albercas de riego, espacios masculinos por excelencia, se cruzaban gañanes, arrieros, molineros, hortelanos, buhoneros, aguadores, tratantes, (...) lo cual daba lugar a encuentros ordinarios o insólitos, a fricciones, tratos, arreglos o simples saludos e intercambios sobre el estado del ganado, del cielo, o de la tierra. La fuente y los lavaderos sirvieron de ágora a las mujeres, allí se enconaban o solucionaban conflictos, se daba libre curso a la palabra. Ambos se hallaban a menudo dentro de recintos bien marcados, la fuente podía resultar un “salón” con gradas y bancos que permitían el acceso y la espera, en cuanto a los lavaderos, se fueron enriqueciendo con elementos funcionales que facilitaban la estancia y las tareas de lavado. Si en ciertos momentos la faena primaba sobre el resto, había otros en los que ir a la fuente servía de pretexto para encontrarse. La sociabilidad que generaban preocupó a las autoridades hasta el punto de considerarla uno de los posibles focos de desorden: “se trata (...) de defender en torno a la fuente la moral pública que amenaza con perturbar la concurrencia de los dos sexos o, mejor dicho, el espectáculo del trabajo femenino en los transeúntes. Las ordenanzas locales reflejan esta doble preocupación y dedican numerosas disposiciones al mantenimiento de la pureza física de la fuente y de las reglas morales para su frecuentación”. (Lemeunier 1995, p. 13) Esta concurrencia dio a algunas una importancia capital en el ordenamiento urbanístico y, como ya se ha dicho, ocurrió con frecuencia que de hallarse en los arrabales pasaron a encontrarse, con el paso de los años, en el centro de la población y se convirtieran en uno de los mejores ornatos del pueblo. El caso de Galaroza es una muestra de esta evolución. La Fuente de los Doce Caños fue antiguamente un amplio manantial a las afueras del pueblo, bordeado de lanchas, de donde las mujeres sacaban el agua. Con el remanente abrevaba el ganado, se proveían unos lavaderos, se regaba un extenso pago de huertas y se accionaban varios molinos. A finales del XIX se remodela el conjunto procediendo a la construcción de tres espacios bien diferenciados: fuente, abrevadero y lavadero, de los que la fuente adquirió un aspecto privilegiado. Recinto asalonado en forma de lira, con dos amplios bancos y solería de mármol blanco, rematado por un frontón monumental, coronado por dos damas recostadas sobre un blasón romántico. Un escudo borbónico preside el frontispicio y por debajo una lápida recuerda al edil y a la patrona: “Fuente de Ntra. Sra. del Carmen./ Costeada por el pueblo en 1889, siendo/ alcalde D. Rafael Martínez Chaparro”. Pero nadie la llamó con ese nombre, la gente la conoce por sus doce magníficos caños de bronce de los que brota un considerable caudal. Se realzó su perspectiva con una alameda enalteciendo así el edificio. Aquel lugar llamado Los Álamos, se convirtió en pocas décadas en el verdadero núcleo de la población. Allí se cumple, probablemente desde entonces, una fiesta peculiar de exaltación del agua, los Jarritos, que reúne año tras año hombres y mujeres en un combate metafórico y lúdico como celebración de un caudal que no acaban de consentir urbanizado, año tras año se libran al goce del agua, se desnudan en un baño de ordinario imposible. Lo que antes fue un desafío a la moral cristiana hoy sigue siéndolo a las reglas urbanas.6
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4 LA LUCHA POR EL AGUA Galaroza, Priego, Alicún, Pegalajar, Castril, Alcalá de Guadaira, (...) son numerosos los pueblos andaluces que vivieron por y para el agua. El agua les hizo, a ella le deben su cultura, su manera de sentir y pensar la vida, su antigua fortuna, sus formas de creer y de relacionarse, su goce y su trajín. Todos ellos tienen su espacio marcado por la hidráulica, las lievas ajustadas al terreno, presas, saltos, molinos, fábricas y un paisaje de huerta pueden leerse a pesar del abandono. Mas la mayoría han renunciado a ser con el agua. Es también cierto que pocos han conocido el sufrimiento de ver partir para siempre lo que fue su razón de existir, y aún menos los que hicieron de esta ausencia objeto de lucha y esperanza. Pegalajar es en esto ejemplar por no haber perdido ánimo y hacer de la ausencia la conciencia colectiva de un pueblo. La lucha por el acuífero se convirtió en un proceso de aprendizaje, que dinamizó proyectos de rehabitación de un lugar que los técnicos consideraban irremediablemente perdido. Un manantial en la falda de una ladera árida dio lugar a una forma de cultivo heroica, donde el hombre llevó la tierra al agua, creo bancales de tosca, los llenó de tierra, canalizó y distribuyó sabiamente, cultivó y colectó. Con el remanente alimentó almazaras y fábricas, movió molinos, en definitiva creó riqueza entre riscos que sólo servían de refugio. La Fuente de la Reja o Fuente Vieja organiza un espacio complejo. Desde su cabecera una imagen sagrada preside el nacimiento, allí se construyó una ermita que le dio cobijo. Al manantial se descendía por unas gradas, hoy desaparecidas, para sacar lo necesario al uso doméstico. El caudal se acopia en un estanque de regulación, laguna que sobrecoge a quién sube por primera vez. La charca fue lugar de almacenamiento y de deleite. Además de alimentar el sistema, también servía como balneario para lugareños y forasteros, ir a tomar baños fue una de las actividades del estío; alrededor de la charca se faenaba y se gozaba. Hacia abajo las acequias distribuían otras hijuelas para regar la huerta; una de las acequias madre surtía un lavadero, alimentaba una fábrica de jabón, proveía alguna almazara, y servía caudal a varios molinos. Esta perfección de medios, esta ajustada economía del agua creó fecundidad y forjó la cultura de todo un pueblo. Con la sobreexplotación del acuífero en tiempos de sequía, la fuente dejó de manar, la charca se secó, las acequias dejaron de funcionar y el sistema entero quedó como un esqueleto inútil sobre el que varios vertederos de alpechín ya presagiaban un futuro degradado y estéril. A principios de los 90, un movimiento ciudadano hizo de la lucha por el manantial un proyecto colectivo con miras a reanudar tradición y cambió en un proceso de lenta concienciación. El lema: Fuente, Charca y Huerta resumía la “consciencia” de una población que no se resignaba a verse desposeída de su cultura. Hoy rehabilitar no es otra cosa que rehabitar, crear de nuevo un lugar de vida. Fuente, Charca y Huerta, como un todo indisociable. Con el agua recobrada, se concreta un pro-
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yecto global de ecomuseo, que reúna instituciones, habitantes y agentes de la economía local. Su principal misión salvaguardar el acuífero, mostrar como se puede regular su raudal sin agotarlo, devolver al pueblo su razón de existir. Su principal idea, hacer de la fuente el foco que sirva de morada a lo divino y a lo humano, hacer de la charca un lugar de encuentro y recreo, verdadero espejo existencial de la comunidad. Su primer proyecto: crear un elemento central en los antiguos lavaderos que no sólo acoja el caudal y reúna los objetos dispersos de la cultura del agua, sino también ofrezca salas de reunión y trabajo, una mediateca-biblioteca que apiñe documentos relacionados con aquella, un espacio de exposición polivalente,... en definitiva un lugar de acción e investigación solidaria, un lugar para aprender y crear, para pensar, guardar, y tramar. El ecomuseo comprenderá así mismo molinos recobrados y parte de la huerta, donde no sólo pondrán en funcionamiento un sistema de molienda y producción de harina agrobiológica, sino que se cultivarán frutos con los que elaborar productos de calidad. Un sistema inteligente de participación —la creación de pequeños núcleos de producción, escuelas talleres para la restauración y aprendizaje de técnicas artesanas—, empiezan a tomar cuerpo haciendo de esta rehabilitación un ejemplo de como se puede habitar un espacio, de como se pueden crear lugares en un mundo rural para el que sólo se pensó una muerte tranquila.
5 POR LA ENSOÑACIÓN DEL AGUA El agua reaviva mi infancia, la memoria del agua da sentido a lo que fui, la esperanza del agua ampara mi futuro. Entre las muchas cosas recuerdo ir a la fuente de mi pueblo junto a mi abuela, el rumor de los caños la anunciaba sin verla. En los veranos, acompañarle en aquella faena era, más que un juego, la mejor manera de ser niño. A otros les engaitaban los aparejos o los utensilios de labor, a mí, más que los recipientes, me atraía la ceremonia del agua. Aquellos chorros anchos, poderosos y blandos, el mar donde las caballerías abrevaban, el sumidero siempre lleno de avispas, el lodo entre las piedras, los ruidos y el espectáculo de la fuente. De los ruidos recuerdo el del agua cayendo en el pilar y el de su acelerado crecimiento en los cántaros, como un lamento que adivina la huida, el fluido silbar de los gañanes invitando a beber al «ganao», el de los morros de las bestias aflorando el agua, la frágil algarabía de las mujeres, o las breves palabras de galanteo. Aquel espectáculo me ofrecía más variedad que todo lo que por otra parte conocía. El interés que le prestaba no podía comparársele a nada otro. El ser del agua forjó mi aprendizaje, formas y continentes se trascendían. Qué mejor imagen del alma que una botija llena, qué mejor guarida para el pensamiento que la panza de un jarro, qué mejor manera que el cantero, qué mejor susurro que el fluir. En las cosas del agua aprendí lo humano y lo divino. Ya adulto fui desposeído del caudal, ninguna de las ciudades donde me fue dado vivir me permitió el ensueño del agua. Roma me devolvió durante unos meses la familiaridad con las fuentes, aunque, cuando yo la conocí, ya no existieran la pluralidad de funciones que les daban vida. Entre los elementos esenciales de la ciudad barroca las fuentes, más que ningún otro, conseguían
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crear una mayor ilusión de Naturaleza, no ya por la diversidad que introducían sino por la presencia familiar del agua. Su presencia ablanda la dureza de la piedra, deshace los ángulos afilados, habita los rincones, rompe la monotonía del muro. Si Roma me fascinó, como ninguna otra ciudad, no fue tanto por sus monumentos, sino por el constante manar. Y si las grandes fuentes me asombraron fueron las más sencillas, que animaban las plazuelas o que rompían las fachadas ennegrecidas las que me alegraban el ánimo. Desde mi primer viaje a Sevilla, dos cosas me atrajeron: la presencia obsesiva de los naranjos y el decorado de sus fuentes. Fuentes y árboles se ofrecen fuera del tiempo, parecen estar ahí desde siempre. Por un momento creí haber encontrado la ciudad soñada. El primer encuentro fue con la de la rotonda que culmina la avenida de Cádiz, su gran candelabro de forja sobre chorros luminosos me pareció, en aquella noche de mayo, más que una farola, un insecto ufano. Esa misma noche entreví otras fuentes iluminadas, como figuras de escena. En mis primeros viajes ignoré que Sevilla escaseara en fuentes públicas, tanto mis paseos de turista se tramaban entre ellas: El Callejón del Agua, Los jardines de Murillo, el Parque de María Luisa, Puerta Jerez, la Pasarela, Plaza de Cuba... Sólo mucho más tarde me percaté del espejismo. Salvo unas pocas de construcción antigua, como la Pila el Pato, hoy sin agua, o la de la Encarnación, que dicen llegó a manar leche, mistela y aguardiente, no están al alcance del transeúnte, viven lejanas e inaccesibles como en un inmenso decorado virtual. Al venir más detenidamente a la ciudad, fui sabiendo que el agua se encerraba en el interior de ciertos edificios; allí vibraba con peculiar antojo. Disfruté de algunas fuentecillas como se disfrutan los objetos en la intimidad, pero siempre fueron breves aquellos contactos, al amparo de una visita, o de un olvido. Entonces hice míos los pasajes de Ocnos en los que Cernuda evoca su densa presencia, y sin haberlas gozado habitualmente, supe al entreverlas desde una puerta abierta, que allí esperaban como imposibles amantes.
Pero, si exceptúo a Roma, Priego, Écija y alguna que otra villa o pueblo chico, qué otra ciudad me ofrece algo mejor, la ciudad ha perdido su relación con la fuente porque al domesticar el agua ha considerado innecesarias sus otras funciones, ni símbolo mayor, ni lugar de sociabilidad y placer, ni punto de abastecimiento -aunque tan solo sirviera para amainar la sed del paseante-, el agua al entrar en las casas se aleja paradójica e irremediablemente del ciudadano. “El H2O es una creación social de los tiempos modernos, un recurso que es escaso y que requiere un manejo técnico. Es un fluido manipulado que ha perdido la capacidad de reflejar el agua de los sueños. El niño de la ciudad no tiene oportunidades para entrar en contacto con el agua viviente. El agua ya no puede ser observada: solo puede ser imaginada, reflexionando sobre una gota ocasional o un humilde charco”. (Illich, 1989, pp. 125-126)
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Qué miedo profundo quiere alejar el agua del ciudadano en el espacio público, puede que no sean tanto las razones de mantenimiento como la perversión radical que aquella produce, desviste, desnuda, y libera hasta hacernos otra vez silvestres, cuerpos libres, sin ataduras, provoca un desorden de índole antiurbana. El miedo al borbollón caótico, al deseo y a la burla. Nada resiste a la mojadura, todo el artificio se descoyunta. Los cuerpos no pertenecen a la mascara, retoman las formas ocultadas por la ropa. No hay ciudadano desnudo, volvemos a la orilla primigenia del goce y del olvido. No somos ya lo que parecemos, parecemos simplemente lo que somos. Sin embargo, frente al rigor tecnicista que tiende a arrebatarnos el placer gratuito creo necesario hacer vivo aquel lema del 68 francés “sous les pavés la plage”7, como forma metafórica de reincorporar la totalidad compleja del agua para la ciudad y los ciudadanos. Creo necesario reivindicar el derecho de que habite la cultura humana, que siga simbolizando el movimiento y la vida, que pueda procurar alegría y facilitar el encuentro, que sea la fiel compañera del gozo y de la melancolía. Barreduela del Valle, primer día de verano de 1998.
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NOTAS: 1 Siguiendo a Heidegger (1994. p.135) reconozco que“ nuestro pensar está habituado a estimar muy pobremente el ser de la cosa”. La construcción se toma, de ordinario, al pie de la Técnica, sin tener en cuenta lo fundamental: construir implica habitar. Toda construcción debe tener como fin ser habitada, aun no siendo alojamiento, sí debe ser morada. El hombre la ocupa aunque no habite, “si habitar significa únicamente tener alojamiento.” Hago mía la idea del filósofo que concibe el habitar como “el fin que preside el construir” . (Ibídem, p. 128) 2 El agua viva fue el eslabón que unía al hombre con la esencia original y paradójicamente servía para reanudar el lazo con la cultura. Se utilizaba tanto para facilitar el paso de la vida a la muerte, o para integrar al recién nacido al mundo de los hombres, como para cumplir los rituales de purificación que desligaban del estadio anterior y de nuevo vírgenes entrar en los nuevos márgenes del tiempo o del espacio. El agua viva era tan necesaria a la comunidad por su fuerza simbólica como por su valor nutriente. Nos sacaba del limbo y nos disponía al regreso, nos salvaba de la salvajía y nos reconducía una y otra vez a la humanidad. 3 Ese temor innomable, junto a las normas de higiene, han dado al traste con muchos de ellos, cegar el ojo del cíclope fue la manera de sacrificarlo. Saldo que sin mayor imaginación se generalizó al urbanizar. Pero la sima sigue ahí, pozo ciego que guarda nuestra amnesia en la espera de librarnos un día la historia silenciada de numerosos hogares. 4 Écija representa una excepción en el reino de Sevilla, desde el Renacimiento y hasta nuestros días, supo dotar sus plazas con fuentes de bellas proporciones, facilitando el abastecimiento de todos los barrios y multiplicando los lugares de ornato y recreo. Prueba de gobiernos municipales esclarecidos, algo poco común en el resto del territorio sevillano. 5 Qué suerte para sus vecinos habitar con el agua, compartirla en sus quehaceres y en su ocio, disfrutarla como uno de esos lujos preciados, de ordinario disponible para el uso exclusivo de los poderosos. 6 Ni tan siquiera en época de sequía el despilfarro cesó, era la forma de hacer suyo el caudal, de darle un sentido. El juego erótico refuerza esa apropiación fuera de toda norma, aun de las que ordenan habitualmente el deseo. Puede que este jolgorio haya contribuido a dar un peso a la fuente de Doce Caños en la colectividad y que en cierto modo haya originado discusiones edilicias sobre el estado de las otras fuentes del municipio, recuperándose todas ellas hace pocos años al libre uso del vecindario. 7 “Bajo los adoquines la playa”, es algo más que un eslogan: la encarnación metafórica de la ciudad gozada. Cuando se construye la isla de la Cartuja para un evento de seis meses en el más crítico de los momentos de aquella sequía feroz que azotó el Sur durante largos años, entonces sí se pensó en el agua como elemento central de aquella ciudad falsa. Bajo los adoquines debemos idear la playa, horadar las albuheras que se anegaron en muchos lugares para urbanizar a ciegas, descubrir los canales enterrados, abrir las fuentes, reinventar los espacios del agua antes de que los aparcamientos y autovías esterilicen la ciudad. Sólo la utopía nos permitirá la esperanza.
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