BARREDUELA DEL PUÑAL
Melanio Mantecón echó la mano hacia adelante para prender el humo de la paella, metió la nariz entre los dedos y la palma, olió profundamente y supo que al arroz sólo le quedaban tres minutos de cocción. -Id mojando ya el saco. No le importaba tanto su oficio de pintor como aquel rito culinario. La inspiración viene a rachas: "no la puedes tener todos los días a las cinco de la tarde" decía Cagancho. Aunque intentemos evitarlo, Píndaro vuelve siempre. Como los líricos griegos del siglo V a. J. C., Melanio Mantecón había optado por el afanés; la belleza invisible le importaba más que lo inmediato, a pesar de que su arte pictórico se reducía al phanerón, Tangencialmente, como un pespunte guadiana, se amalgamaban los sofistas y los presocráticos. Esos ritos de la paella respondían mejor a la "armonía interior". Ya Pitágoras había dicho que las cosas participan de los números. Y es la exactitud, no el ojo, la que le da al arroz el punto. Melanio Mantecón pasaría a los diccionarios como maestro del paisaje pero estaba seguro de que la memoria popular lo recordaría más humanamente por sus glorias de paellero. No le importaba la fama artística, absurdamente potenciada por su padre con aquella historia estúpida de los frescos de la ermita: -Mire usted bien hacia arriba, al angelito pelirrojo. Lo pintó mi hijo Melanio, cuando reparó los frescos de esa bóveda, No se había casado todavía, fue el año quince. Y ahora, conozca usted a su hija, que nació mucho después, y vea que su padre la había pintado ahí, antes de que ella naciera. Le digo a usted que mi nieta tiene la misma cara, el mismo pelo, la expresión pareja a la de ese angelito que está usted contemplando. Eso es el arte, amigo mío. Para Melanio Mantecón, su padre nada entendía. El arte es lo casual, y la artesanía es lo armónico. Sólo un buen artesano logra evitar la tentación de Antígona, que confundía la belleza con la ética. Allí estaba aquel arroz para demostrarlo, amainando a la hora exacta sus burbujas. Como en el perol dominguero de los cordobeses, la maestría del ritual supera el pronto del Mito; los círculos del Kronos cunden más que el Kairós. Siempre va el calendario, en esta tierra, por encima del acontecimiento. Una vieja sabiduría de tapeo calculado, el vino justo y a su hora bajo el emparrado, los sarmientos dirigidos según los hierros de sostén, los arriates de geráneos en paralelo, el agua exacta por el canalillo que cruzaba la mesa de mármol donde llenaban el vaso, mientras comían, y se lavaban los dedos manchados por la fruta. -Un andaluz de los antiguos. Así osaba calificarse, sin razonarlo mucho; tal vez, por distraer, mientras le mezclaba al jerez seco unas gotitas de Málaga para amodorrar a los curiosos, que, alrededor del fuego, se contagiaban mutuamente las impaciencias del estómago. Todavía quedaba un
rato hasta que se asentara el arroz en la paellera, colocada sobre un yute bien mojado, mucha conversación por medio. El alajeño que vendía las gaseosas, comentó: -Pues mi mujer hace esas mismas cosas que usted y sin embargo nunca le da bien el punto. No tiene ojo para... Melanio Mantecón dejó caer la espumadera. Sintió en la cara el frío seco de la mañana de noviembre. Mandó a un niño a por agua. Miró hacia el fondo del precipicio, donde el caserío de Alájar se tendía como un lagarto tejuno y blanquecino. Sacó la pipa de berezo blanco y maniobró con el tabaco. Descansaba en menudencias. Las llamas parpadearon con el vientecillo, levitando en el rescoldo. Melanio Mantecón estuvo por un momento persuadido de la presencia viva de Felipe II ahí en lo alto, cuando visitó a Arias Montano, y vio Su Majestad Real la mesa con el canalillo de agua exactamente igual a la que el pintor se había hecho en su casa de Galaroza, exactamente la que describían los papeles del polígrafo, según contaba el cura. Unos, pinos paragüeros se agarraban tercamente a los rebordes de la peña, como meciendo el vértigo o ansiándolo. Oscilaban, como siempre, según los mismos vientos, agarrotadas las raíces, fijas sobre la cueva de los celtas. Hundida en las entrañas, abría su boca hacia Levante mostrando, como una encía, la piedra sacrificial, donde los celtas ofrecían víctimas desgraciadas, apenas el primer rayo de sol recién nacido estremecía los filos de la hoja del puñal sagrado. Apartaron el arroz y lo dejaron reposarse sobre el saco húmedo. Íntimamente, el pintor acababa de decidirse a levantarse cualquier día más temprano, y a venirse a la peña para pintar algún retazo de paisaje que todavía dudaba. Tanta belleza distinta y confundida, hacía difícil la elección, porque desconcentraba. Quizás alguna mañana, con la salida del sol, la belleza se clavaría sobre lo concreto, como el puñal del sacrificio. Llevaba más de cuatro años con un cuadro sin terminar, el buen Melanio, a la espera de una luz que, en ciertas tardes de octubre, se adormilaba sobre el polvo acumulado en las piezas que le servían de modelo. Él sabía que esa luz retornaba cíclicamente en cada otoño, pero necesitaba el tamiz de ciertas nubes. Esperaba cazurramente en el aguardo, seguro de que entraría como una perdiz. Era un azar seguro, el cálculo de lo imprevisto retornarte. Había prohibido a su mujer que limpiara el polvo a esos cacharros que le servían de modelo. Cierta, la luz vendría. También podría venir, en el momento exacto, la selección del paisaje que pintaría de la peña, y que ya tenía vendido a un choricero de Cumbres. Cortó una rosa y se la llevó a la Virgen de los Ángeles, a pesar de ser ateo; así lo hacía todas las tardes en Galaroza, por darle gusto a su mujer, que era devota del Carmen; y éste era, según él, su rito más libertario. Realmente, no podía menos que admirarle a la Iglesia su obsesión de calendarios. Y es que a él le iba más lo griego que lo judío; tal vez, a causa del miedo. Apenas acabaran de almorzar, tendrían que volverse a Galaroza, temiéndole al matón. Eran los tiempos de final de siglo, cuando se licenciaron los de Cuba. Nadie supo las medallas que se trajo Avelio Pérez, si es que las ganó en algún intento heroico de taponar la derrota; pero presumió con suficiencia apenas pisó el pueblo. Tras algún golpe de efecto, lo gestos, las miradas, empezó a manejar caprichosamente al vecindario, sin que nadie osara hacerle resistencia aunque llegara a la taberna y se dirigieran a alguno de los presentes, y tú, vete a la cama, sin que se supiera porqué a ése; que a mí se me ha antojado y basta, te acordarás si no; y el señalado obedecía.
Hasta las fuerzas vivas se encogieron: no te preocupes, lo que quieras, siendo un héroe, para qué vais a meteros en jaleo con tipos como éste, cuestión de hacerse a ello por bien de paz... Melanio Mantecón tuvo que retratarlo, y no a disgusto, porque, en el fondo, le serenaba el que la historia se repitiera; y además, se le iba haciendo el cuerpo a aquel nuevo cielo de cada noche un tío a su casa a la hora justa. Todas las tardes, posaba el matón con seis medallas sobre el uniforme desempolvando la mirada. El pintor lo observaba con una especie de desprecio reverencial y agradecido. En realidad, el matón respetaba a Melanio, y no trató de amedrentarlo como a los demás. Si le obligó a que le hiciera una de sus famosas paellas, se lo pidió por favor. Quedó en que vol vería después de la vendimia del Condado, con la caída de septiembre. Melanio Mantecón se lo tropezó una mañana en el camino de Jabugo, cuando volvía de la fiestas de San Miguel. -Mañana te espero para ver sí avanzo en tu retrato. No me faltes, porque, en ciertos días de octubre si se da cierta luz, tengo que dedicarme a acabar mi bodegón. Y fue precisamente una tarde de nubes esponjada y esa claridad precisa sobre el polvo acumulado en los cacharros, cuando el Matón se presentó en el estudio sin excusarse por no haber venido hasta entonces, a pesar de las promesas. No entendió nada de lo del brillo mate sobre el jarrón polvoriento y el pergamino enrollado con una cinta de rosa desvaído y el bastidor del bordado y el cestillo y todo lo que componía un conjunto para naturaleza muerta encima de una mesa, que llevaba esperando una extrañísima luz de octubre desde hacía algunos años. Dio un manotazo a los cachivaches del modelo, tiró las flores de papel, quebró la damajuana verde, arrambló con el paño y lo sacudió en la ventana. Salió sin despedirse, pero volvió enseguida, al notar que habían cerrado la puerta. Aporreó el postigo con los blandos de la mano, dio una patada a las hojas de la puerta, hizo saltar astillas grises y descuajaringó la tranca. Dentro ya de la casa, descolgó un cuadro y se lo metió por la cabeza a la suegra del pintor, dejándole en el pescuezo el marco, recolgando como un torques. Melanio Mantecón se olió instintivamente la mano, como cuando averiguaba el punto de la paella. Apenas anochecía, se marchó a la taberna. Porque era pequeñajo de estatura, apoyó las dos manos sobre el mostrador y solicitó un café de maquinilla. Le dio coba al medio vaso de café, aguardando; pero, al ver que se enfriaba, lo apuró, y pidió una copa de aguardiente. Sonó el toque de ánimas en la campana gorda de Jabugo, lo que indicaba que habría lluvia. Desde los celtas, se había cumplido el rito de que la humedad acortara las distancias del sonido; que parecía que los pueblos se juntaban. Jabugo estaba arriba; pero, ante la inminencia de las lluvias, se echaba monte abajo misteriosamente, se acercaba a una Galaroza desvanecida con mimo sobre el valle húmedo por donde corría la rivera, y que, vista desde los cerros, parecía un diablo hundido en el forraje o una mariposa enajenada en el recuerdo del jefecillo moro que vino a desposarse. Un presentimiento de la humedad, hacía que el seco y frío Jabugo se acogiera al calor de lo hondo o a la querencia de aquellos doce caños de la fuente galaroceña, que corrían desde siglos por la misma calle y las mismas lievas, regaban los mismos densos huertos, y se despeñaban torrenteramente antes de desmadejarse entre los chopos, camino del Guadiana, basta la mar, que, a decir de Melanio Mantecón, devolvería las mismas aguas al socavón calizo en otras lluvias, el rito, el cielo, el rumor de los doce caños gordos de la fuente, como en aquella hora, cuando la gente empezaba a retirarse porque se hacía más oscuro, y sólo quedaban en la taberna tres arrieros de Navahermosa cerrando un trato para el bornizo del descorche. Según mi padre, dormitaba el tabernero cuando arribó el matón. Fíjate bien que la
taberna está por aquel entonces iluminada con un quinqué de petróleo o con un carburo, tú los has conocido todavía. Uno de los piconeros vuelve de orinar y se queda en la puerta del excusado. Exactamente ahí, donde está ese aparador, porque ha cambiado mucho esto. El tabernero es uno del Repilado, casado con una de la aldea. Está nervioso por cerrar, pero se espera. Sin que el matón le diga nada, llena una copa de coñac y se la sirve. Melanio Mantecón intenta hablar con los arrieros. Creo que uno de ellos era el abuelo de ese electricista de Santa Ana que pretende a la del guarnicionero; el mismo, ya te he dicho. Pues está hablando en ese momento con Melanio, cuando el matón va y se dirige al pintor, que estaba con las manos -¿comprendes lo que te digo? sobre el mostrador, como si fuera un zagal, él es bajito y enclencle, como toda su familia, no sé si sabes que los llamaban "los Pequenos", así, sin eñe, con ene, los Pequenos, lo malo es que ya no conocéis los motes de la gente, porque todo ha cambiado, como lo de los álamos del Carmen, que un día los cortaron para poner los cochecitos locos en las fiestas y ahora ya nadie se acuerda de lo hermosos que quedaban, como los del Cenagal o la morera, que dicen que si se estaban pudriendo, véte tú a ver, ahora te digo lo del matón. Pues va y se cuadra con ese aire de perdonavidas, y le dice a Melanio que tú, sí, tú, que te vayas a tu casa ahora mismito. Házte una idea de la taberna. Está en ese sitio, donde tú estás ahora, el Melanio, y parece que se ha achantado, cuando saca un cuchillo de la faja, y sin decir palabra se va para el matón muy lentamente, así, mírame tú ahora, despacito, estos cuatro o cinco pasos, pero muy lento, hasta que ve que el otro duda. El Melanio avanza un poco más, y el matón que se va hacia la puerta, y el Melanio detrás de él, hasta que salen a la calle. El matón se echa a correr hacia su casa y llega raspajeando a su calle, que no tenía salida entonces, era una barreduela, como las llaman, luego abrieron una salida cuando lo de las particiones de Pepe Elías, porque tiraron una casa, no sé, el caso es que entonces la calle no tenía salida; y el matón corre que te corre, hasta que llega a la puerta de su casa, saca una llave de hierro de esas antiguas grandes, abre y se mete en el zaguán corriendo, echa la tranca, por fin. Y el Melanio que llega basta el umbral como un loco y le clava el puñal, o lo que fuera, en toda la puerta. Allí se quedará clavado toda la noche, porque el matón no lo va a quitar, que se encerrará varios días sin salir. Después se irá al campo unos meses o no se supo adónde, volverá para las pascuas y no hablará con ninguno, se acostará temprano todas las noches... Un día tropezará en la calle con el párroco, y lo de siempre: pero hombre qué estás haciendo y vuelve que está olvidado por nuestra parte, tú te confiesas y ya está. Acabará de mayordomo de la Virgen, convidando a todo el mundo, el año que le tocó. Ya sería el pueblo distinto a partir de aquella noche, gracias al Melanio que fue quien se lo contó a mi padre, cuando mi padre era todavía un zagal, en el asilo de Aracena; allí acabó el pobrecito del pintor por culpa de la bebida. Y decía mi padre que, mientras se lo contaba, una monja le cortaba los callos de los pies con una navaja de afeitar o con una cuchilla, no recuerdo bien, hasta que le hizo sangre, y el pobrecillo ni chistaba. Nosotros buscamos un día la casa y dimos con ella, por la puerta, que, a pesar de las manos de pintura que le dan cada año para las fiestas, todavía conserva la señal del tajo que le dio el Melanio con el puñal, cuando lo hincó con esa rabia que te digo, y acabó de una vez por todas con los miedos y las provocaciones de cada noche. Luego, a esa calle la llamaron «del Puñal», aun que con tanto politiquerío yo le he conocido varios nombres, que no eran de este censo; o sea, que aquí todo se cambia a gusto del que manda, siempre anda amaneciendo algo, como cuando sale el so. Que ese era el nombre
verdadero de la calle cuando no tenía salida, calle del Levante, hasta que ocurrió lo del puñal. Pero tú ya sabes lo de la manía de este país, que nunca moja el saco para que amainen los hervores y pueda el arroz reposarse. (A la memoria de mi primo Vázquez)