Prólogo
dios es moralmente serio. Nuestras conciencias lo saben. Pero lo que a nuestras conciencias les cuesta creer es que Dios también es misericordiosamente generoso. Y sin la confianza de que Dios es tanto moralmente serio como misericordiosamente generoso, nuestras conciencias nunca nos dejarán en paz.
En la cruz de Cristo, Dios mostró Su manera moralmente seria de ser misericordiosamente generoso. La Biblia afirma que Dios es tanto «justo [como] el que justifica al que tiene fe en Jesús»
(Rom. 3:26). Dios nunca toma atajos. Jamás trivializa nuestro pecado. Pero por la misericordia de Dios, Jesús llevó por nosotros la vida virtuosa que no vivimos, y Jesús murió la muerte expiatoria que nosotros no podemos morir. Dios sostuvo e impuso todas Sus normas en nuestro sustituto, Jesús.
Entonces, ¿qué hacemos nosotros? Nuestra parte es recibir a Jesús con las manos vacías de la fe. Podemos desafiar la conciencia. Podemos atrevernos a confiar en Jesús. Dios quiere que lo hagamos. En la cruz de Jesús, la conciencia moralmente seria de Dios y Su corazón misericordiosamente generoso se combinaron a la perfección para perdonarnos. Dios se siente bien al perdonar nuestros pecados, lo que significa que nosotros podemos sentirnos
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bien al recibir el perdón. Después, con el corazón en paz, por fin podemos avanzar hacia una nueva vida.
Aun así, a veces nos resulta difícil creer la buena noticia, ¿no? La voz acusadora en nuestro interior susurra: «Claro, puedes creer en el evangelio… hasta cierto punto. Pero ¿y qué me dices de ese pecado que cometiste, de esa traición, esa hipocresía… de tu peor momento? ¡No, a Dios le resultan demasiado repugnantes esos pecados! Quizás bendice a otras personas con paz y gozo, porque no han actuado igual que tú. Pero tu pecado llegó demasiado lejos». Nuestra conciencia despiadada quiere arrastrarnos otra vez a la ansiedad, la culpa y la desesperación. Por eso la Confesión de La Rochelle, de 1559, nos aconseja «decidir ser amado en Jesucristo».1
En este nuevo libro, Doce victorias que Dios logró sobre tu pecado (y tres cosas que nunca hará), nuestro querido amigo, el Dr. Sam Storms, nos ayuda a tomar una decisión sabia. Nos ayuda a escuchar cómo el evangelio habla a nuestros fracasos más profundos. Nos ayuda a encontrar una nueva libertad del corazón. El pastor Storm no es superficial ni tiene mucha labia. Entiende el poder de lo que él llama «una conciencia contaminada». Sabe (y citaré a Sam aquí) cómo estas preguntas aterradoras pueden
carcomernos:
¿Cómo puedo acercarme a Dios y ser recibido por Él y reconciliarme con Él cuando me siento tan sucio e indigno? ¿Cómo puedo estar en paz con Dios cuando mi conciencia me apuñala constantemente con recordatorios de pecado, lujuria, avaricia, ambición, egoísmo e idolatría? ¿Cómo puedo estar seguro de que realmente me disfruta
1 La Confesión Francesa de Fe, Apostles Creed (sitio web), último acceso: 10 de agosto de 2021, https://apostles-creed.org/; énfasis añadido.
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como hijo? ¿Hay esperanza de que algún día pueda sentir el afecto que Dios tiene por mí?
Necesitamos respuestas sólidas, bíblicas y satisfactorias a estas preguntas profundas del corazón. Y ahí es donde Sam nos guía con cuidado y esmero. Lo que nos espera en este libro es una conciencia más rica y plena de las misericordias de Dios que van más profundo que el peor de nuestros pecados. Y a medida que leemos cada una de las doce victorias que Dios logró sobre tu pecado, las capas de nuestra incredulidad empiezan a descascararse, el alivio del evangelio comienza a penetrar, y algo del gozo del mismo Dios puede alegrar nuestro corazón.
¡Gracias, Sam, por servirles a pecadores desesperados como nosotros garantías de la Biblia que son mejores que cualquier cosa que podríamos soñar por nuestra cuenta!
Ahora, ya que estás a punto de empezar el libro de Sam, no puedo resistirme a incluir una cosa más. Permíteme dejarte con una ilustración de la vida real sobre cómo luchar por tu propia paz con el poder del evangelio. Martín Lutero, con su típica actitud desafiante, nos aconsejó bien:
Cuando el diablo nos dice que somos pecadores y que, por lo tanto, estamos condenados, podemos responder: «Como dices que soy un pecador, seré justo y salvo». Entonces, el diablo dirá: «No, serás condenado». Y yo responderé: «No, porque vuelo hacia Cristo, el cual se entregó por mis pecados. Por lo tanto, Satanás, no prevalecerás contra mí cuando intentes aterrorizarme diciéndome cuán grandes son mis pecados e intentes reducirme a pesadumbre, desconfianza, desesperación, odio, desdén y blasfemia. Por el contrario, cuando dices que soy un pecador, me
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das la armadura y las armas contra ti, para que pueda cortarte la garganta con tu propia espada y hollarte bajo mis pies, ya que Cristo murió por los pecadores. Es sobre Sus hombros, y no sobre los míos, donde yacen todos mis pecados. Así que, cuando dices que soy un pecador, no me aterras, sino que me reconfortas inmensamente.2
Con todo, que Dios pueda usar este nuevo libro del pastor Sam Storms para animar nuestro corazón con pensamientos de Jesús lo suficientemente grandes para nuestros mayores reproches.
Ray Ortlund Renewal Ministries Nashville
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2 Martín Lutero, Galatians, ed. Alister McGrath y J. I. Packer (Wheaton, IL: Crossway Books, 1998), 40-41.
Introducción
¿Qué se puede hacer con mi conciencia sucia y contaminada?
la mirada angustiada en el rostro de Marie1 no dejaba dudas de lo que sucedía debajo de la superficie, en su corazón. Después de varias sesiones conmigo, por fin se había abierto. Se estremecía cada vez que le hablaba de lo que el apóstol Pedro llama «gozo inefable» y «lleno de gloria» (1 Ped. 1:8). Todo empeoró cuando le pedí que leyera Filipenses 4:7, y casi ni pudo mascullar las palabras: «Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento».
Le pregunté: «¿Podrías decirme por qué te cuestan tanto el gozo y la paz que todo cristiano debería experimentar? ¿Qué evita que abraces y disfrutes lo que Cristo murió para obtener? ¿Qué te mantiene tan alejada de semejantes bendiciones increíbles que Dios quiere que todos Sus hijos reciban?».
«Mi pecado», fue la respuesta breve pero afilada. «Mi pecado».
«Pero Marie, Jesús murió en tu lugar para sufrir el castigo que tu pecado requería. Y cuando confiaste en Él como Señor
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1 Las personas mencionadas en este libro son reales, pero se han cambiado sus nombres.
y Salvador fuiste perdonada al instante y para siempre. Toda la culpa y la vergüenza de cada pecado que cometiste o que vayas a cometer ya no están».
«Entiendo lo que dices. Por amor de Dios, leo al respecto en mi Biblia casi todos los días. Pero el recuerdo de mi inmoralidad sexual pasada me sigue acosando. Y mi vida ahora mismo es un completo desastre. Pareciera que no puedo librarme de las cadenas que apresan mi corazón. ¿Alguna vez podré sentirme limpia?».
La lucha de Marie les resulta demasiado familiar a muchos de los que leen este libro. Es más, seré claro: hay momentos en los que siento exactamente lo mismo.
Se llama una conciencia contaminada. Hace más de sesenta años que soy cristiano, pero hay veces en las que no amo a mi esposa como debería, o pierdo los estribos o cedo a ciertas tentaciones, y el dolor lacerante de la condenación me llega a lo más profundo del alma. Espero que la frecuencia de mis fracasos disminuya cuanto más tiempo conozco a Jesús y más entiendo la majestad de Su misericordia por mí. Pero todos nosotros, tanto los nuevos creyentes como los santos más experimentados, seremos confrontados habitualmente con la inquietud perturbadora de que tal vez hemos fallado demasiadas veces y hemos empujado a Dios hasta los límites de Su gracia.
Es imposible negar que esa es la razón por la cual muchos hijos de Dios, comprados por sangre y redimidos, siguen viviendo privados del gozo y la paz que son dos de las bendiciones que Cristo garantizó con Su muerte. Sencillamente, no podemos creer que Dios nos ame de verdad. ¿Cómo podría, cuando tenemos un desprecio tan perpetuo por nosotros mismos?
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Ya sabes qué es tu conciencia. 2 Por momentos, parece ser nuestro más grande enemigo, ¡y lo único que quisiéramos es que se calle! Me refiero a esa dimensión espiritual de la imagen de Dios impresa en forma indeleble en nuestra alma, mediante la cual tenemos la capacidad de sentir culpa y convicción de pecado cuando hacemos algo mal, y gozo y alivio cuando hacemos algo bien. Mediante esa faceta o función de nuestra alma, nuestras obras morales (sean buenas o malas) son registradas en forma subjetiva en nuestro interior. Todo el mundo tiene una conciencia, incluso los no cristianos que no han nacido otra vez mediante el Espíritu.
Y todos saben exactamente a qué me refiero cuando hablo de las ocasiones en las que tu conciencia parece sucia. Me refiero a lo que sientes y percibes en lo más profundo de tu ser, mientras estás acostado en tu cama por la noche y reflexionas en lo que pasó en el día: las palabras duras que les dirigiste a tus hijos, la mentira que le dijiste a tu jefe con la esperanza de avanzar, el orgullo que sentiste en tu corazón cuando alguien elogió tus esfuerzos.
Me refiero a lo que sientes y percibes en lo más profundo de tu ser cuando te despiertas por la mañana y te invaden pensamientos lujuriosos y fantasías pecaminosas. «¿De dónde salió eso?», te preguntas en voz alta. «¿Y ahora qué pensará Dios de mí?».
«¿Cómo puedo profesar ser cristiano si mi corazón está plagado de pensamientos tan viles?».
Me refiero a lo que sientes y percibes en lo profundo de tu ser cuando te abres paso por tu día sin reparar siquiera en Dios. Es aterradoramente fácil darlo por sentado, como hacemos con la
2 Para un debate útil sobre lo que quiere decir el Nuevo Testamento al hablar de «conciencia», recomiendo muchísimo la obra de Andrew David Naselli y J. D. Crowley, Conscience: What It Is, How to Train It, and Loving Those Who Differ (Wheaton, IL: Crossway, 2016).
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tierra debajo de nuestros pies, el aire que respiramos y el pestañeo continuo de nuestros ojos. La realidad de que podemos tratar a Dios con semejante indiferencia es profundamente perturbador.
Me refiero a lo que sientes y percibes en lo profundo de tu ser cuando dejaste pasar en silencio esa oportunidad increíble de compartir tu fe y explicarle el evangelio a un amigo, compañero de trabajo o vecino. En el momento, te convenciste de que tenías una excusa legítima para mantener la boca cerrada, pero ahora en lo único que puedes pensar es en la posibilidad de la condenación eterna de esa persona. Te preguntas en silencio: ¿Realmente Dios puede amar a un cobarde como yo? ¿Puede perdonarme? ¿Cómo puedo ganar la clase de valentía y audacia que me permitirán hablar la próxima vez?
Me refiero a lo que sientes y percibes en lo profundo de tu ser cuando reflexionas en tu vida como un todo y ves que es un fracaso tras otro, un sueño destruido tras otro, una relación devastadora tras otra, un pecado tras otro. El enojo que surge en tu corazón te asusta, cuando tan a menudo terminas culpando a Dios por una vida malograda. Si realmente se interesara en mí, ¿por qué todo se ha estropeado? Entonces, empiezas a preguntarte si realmente puedes confiarle a Dios tu vida. Con eso, tu conciencia siente el ardor de haber dudado de Su bondad y competencia.
Me refiero a lo que sientes y percibes en lo profundo de tu ser cuando consideras lo infinitamente santo, puro y justo que es Dios, y lo inmensamente perverso, impuro e injusto que eres tú. Si Dios no se conforma con nada más que una perfección impoluta, ¿qué esperanza puedo tener?
Me refiero a lo que sientes y percibes en lo profundo de tu ser cuando intentas resolver qué puedes hacer para cerrar la brecha entre tú y Dios, qué puedes decir o prometer o compensar para
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que te ame y te acepte. Entonces, ese pensamiento aleatorio vuelve a invadir tu mente: Desiste. Es demasiado tarde. Dios se cansó de ti hace mucho tiempo, así que ahora puedes renunciar también a Él.
Me refiero a lo que sucede en tu corazón cuando por fin te das cuenta de que todas las buenas obras del mundo o las donaciones a organizaciones benéficas, o los días que dediques a servir en el comedor comunitario de la misión de rescate de tu ciudad no te permitirán dar la talla. La sensación de estar absolutamente descalificado para la ciudadanía en el reino de Dios se traga cualquier gozo o confianza que hayas tenido en el pasado.
«Pero, y si…»
Permíteme profundizar un poco más en el problema que quiere abordar este libro. Todos nosotros, en algún momento y hasta cierto punto, luchamos con el temor y la aprensión de que quizás Dios no lidió con nuestro pecado de manera plena y final. Tal como hizo Marie tantas veces, leemos en la Escritura sobre el «gozo» de nuestra salvación y lo hemos probado, un poquito allí y acá. Pero a menudo no podemos deshacernos de esa sensación de condenación que simplemente no se desvanece. Nos acosa y nos provoca, y quiere que creamos que es sencillamente imposible que Dios pueda mirarnos con amor y aprobación.
Algunos reaccionan así porque están acosados por una conciencia demasiado sensible. Hasta el desliz moral más pequeño estruja de tu corazón lo poquito de gozo que tanto te esforzaste por alcanzar. Apenas si puedes escuchar hablar sobre la importancia de la obediencia en la vida cristiana sin llegar a la conclusión de que has fallado miserablemente y estás a punto de ser descartado. Otros fueron criados en hogares extremadamente religiosos y legalistas,
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y la iglesia a la que asistían tan solo empeoró las cosas con su enfoque opresivo, rígido y severo sobre la vida cristiana. Como resultado, he escuchado a personas decir cosas como:
¿Y si empujo a Dios a un rincón con mis repetidos fracasos como cristiano? ¿No terminaré cansándolo de tal manera que arremeterá contra mí en enojo y me descartará para siempre?
O:
Nadie puede ser tan generoso, misericordioso y perdonador, ni siquiera Dios. Su paciencia también debe de tener un límite, ¿no?
O:
Constantemente escucho esta voz en mi cabeza que dice que el perdón es para todos los demás, menos para mí. Después de todo, Dios no es ningún idiota. Seguro conoce los pensamientos que entran a mi cabeza y las palabras que salen de mi boca y las dudas, el enojo y la frustración que enfrento cada día.
Permíteme decirte por qué pensamos así. Permíteme decirte por qué no estás viviendo en la plenitud del gozo y la paz y la satisfacción en tu relación con Dios que deseas tan desesperadamente. Todo se reduce a una cosa, y solo una: tú y yo no hemos creído lo que Dios mismo dice que ha hecho con nuestros pecados. Lo que nos consume es lo que nosotros hemos hecho al pecar. Lo que debería consumirnos es una meditación agradecida en lo que Dios ha hecho con nuestro pecado.
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La mayoría de nosotros fuimos criados para pensar que cualquier cosa que parezca demasiado buena como para ser cierta probablemente lo es. Y nada suena mejor que la libertad de esa angustia que corroe y carcome nuestro corazón cada vez que nos equivocamos. El problema es que nuestro pecado grita con tanta fuerza que a menudo sofoca lo que parece ser apenas una promesa débil de la Escritura de que Dios nos sigue amando. Veremos lo que Dios mismo dice que hizo con nuestro pecado, así como lo que no hace ni jamás hará. Pero antes de empezar, tengamos algo en mente. Todo lo que diré sobre lo que Dios ha hecho con tu pecado se aplica solo a aquellos que se han arrepentido, han corrido a la cruz de Cristo y han puesto toda su esperanza, fe y confianza en quién es Jesucristo y en lo que logró al morir y volver a levantarse de la tumba. Si no conoces a Cristo como tu Salvador, mi esperanza y mi oración es que lo que leas te persuada de que tu única esperanza está en Él. Por ende, mi objetivo es animar y alentar a los cristianos, y traer convicción a los no cristianos.
Una unión eterna y una comunión experimental
Hay algo crucial que debemos abordar antes de seguir avanzando. Algunos hoy en día dicen que Dios solo perdonó tus pecados pasados y los presentes que has confesado, pero que no ha perdonado aquellos pecados que cometerás en algún momento del futuro. Según este argumento, no puede perdonarlos hasta que los reconozcas, los confieses y le pidas perdón. En el otro extremo del espectro teológico, están los que dicen que, como Dios perdonó de una vez y para siempre todos tus pecados, ya nunca tienes que confesarlos, y mucho menos pedir perdón por ellos. Ambas
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perspectivas están equivocadas, mayormente porque no reconocen la distinción entre nuestra unión eterna con Dios y nuestra comu‑ nión experimental con Él. En otras palabras, las dos usan la palabra perdón para referirse a distintas realidades. Permíteme explicar. Cuando me refiero a nuestra unión eterna con Dios, estoy hablando de nuestro estado en relación con nuestro Creador. Estoy hablando de lo que es cierto para todo hijo de Dios nacido de nuevo y que confía en Cristo. Si verdaderamente naciste del Espíritu, te arrepentiste de tus pecados y solo miras a Cristo para tu salvación, lo siguiente es cierto en tu caso:
• Tienes y tendrás eternamente una unión espiritual, amorosa e irrompible con Dios; estás en Él y Él está en ti (Col. 1:2, 27).
• Todos tus pecados fueron perdonados. Es decir que la culpa que generan tus pecados (pasados, presentes y futuros) fue borrada para siempre y en forma definitiva. Por eso Pablo declara que «no hay ahora condenación» para aquellos que están en Cristo Jesús mediante la fe (Rom. 8:1).
• Eres y serás eternamente un hijo adoptado por Dios (Gál. 4:4-7). Esta es tu identidad, la cual define tanto quién eres como lo que te espera del otro lado de la tumba.
• Eres y serás eternamente redimido o rescatado del poder condenador del pecado y la culpa (Ef. 1:7).
• Eres y serás eternamente justificado a los ojos de Dios, lo que quiere decir que, mediante la fe en Cristo, Dios te ha imputado o asignado la justicia de Jesús, y ha declarado que eres perfectamente aceptable a Sus ojos, no por lo que hayas hecho, sino por lo que Cristo hizo al llevar
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una vida sin pecado y sufrir una muerte sustitutiva por ti (Rom. 3:28; 5:1).
• Estás y estarás eternamente en unión espiritual con Jesucristo. O, para usar las palabras del apóstol Pablo, mediante la fe, estás «en Cristo» (Ef. 1:1).
• Estás y estarás eternamente reconciliado con Dios (2 Cor. 5:18-19).
• Estás y estarás eternamente librado o salvado de la ira de Dios. Nunca enfrentarás la amenaza de la ira divina, como Jesús la enfrentó, la soportó y la agotó sobre sí mismo en la cruz (Rom. 5:9).
• Estás y estarás eternamente sentado junto con Cristo en lugares celestiales (Ef. 2:4-7)
A esto me refiero cuando hablo de tu unión eterna con Dios. Es tu posición como hijo salvado, redimido, perdonado, justificado y adoptado por Dios. Es eterna en el sentido de que dura para siempre. Nada puede cambiarla, deshacerla o revertirla. Pero también se trata de realidades no experimentales. En otras palabras, no «sientes» la justificación cuando sucede. Quizás sientas alguna emoción de gozo y gratitud porque fuiste justificado, pero la justificación no es algo que se experimenta en el cuerpo o en las hormonas; ni siquiera en tus emociones y afectos. Nada de lo que suceda en esta vida puede afectar tu unión eterna. Tu obediencia no le suma nada y tu desobediencia no le resta. Es perfecta, completa y final. Pero eso no significa que tu desobediencia no tenga ningún efecto sobre tu relación con Dios. Sé paciente. Ya llegaré ahí.
Nuestra unión eterna con Cristo es lo que Pablo tenía en mente cuando nos recordó que ninguna tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro o espada puede separarnos del
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amor de Dios en Cristo. Esa unión entre el creyente y el Señor Jesús es irrompible e indivisible. Ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ni los poderes, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada puede romper, socavar, disminuir o destruir nuestra unión eterna con Dios mediante la fe en Cristo Jesús (Rom. 8:35-39). Entonces, nuestra unión eterna con Dios es nuestro estrado, nuestra posición, nuestra relación eterna e inalterable con nuestro gran Dios trino.
Pero nuestra comunión experimental es algo distinto. Observa primero el contraste entre las palabras eterno y experimental. La palabra experimental se refiere a lo que nos sucede a nosotros y dentro de nosotros ahora, en el tiempo, a medida que cada día pasa. Experimentamos las bendiciones del Espíritu Santo que habita en nosotros. Sentimos la libertad del perdón. Disfrutamos del gozo de saber que Dios nos ama. Experimentamos la intimidad de caminar en una relación cercana con Cristo cada día. Podemos percibir de manera tangible el poder del Espíritu que opera en nosotros cuando ejercemos los dones espirituales que nos ha dado. Esa es la diferencia entre lo eterno y lo experimental.
A continuación, deberíamos considerar la diferencia entre las palabras unión y comunión. La palabra unión señala a lo que es cierto sobre nosotros en nuestra relación con Dios debido a Su gracia. Estoy unido a Cristo a través de la fe. Siempre estaré en unión con Él. La vida de Cristo es mi vida. Su justicia es mi justicia. No siento ni experimento esta unión, pero sé que es real porque Dios dice que es real.
Pero la palabra comunión se refiere a lo que puedo sentir, percibir, disfrutar y experimentar hoy y cada día. Aunque mi unión con Cristo nunca cambia, mi comunión con Él sí. Por mi pecado, mi unión con Cristo no se ve afectada, pero mi comunión
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indudablemente sufre. Mientras que Dios es y será siempre mi Padre, mi experiencia de esa verdad puede subir y bajar. Un día, tal vez disfruto de Su afecto paternal, pero otro, quizás haya vivido de tal manera que ese disfrute disminuya. Mi condición de hijo no disminuyó. Mi estado como hijo de Dios sigue igual. Pero el pecado impenitente puede socavar mi capacidad de disfrutar y sentir la gloria de ser un hijo de Dios.
Muchos no diferencian estas dos realidades. No captan plenamente la distinción entre lo eterno y lo experimental, y no diferencian cuidadosamente entre lo que es verdad sobre mi unión con Dios y mi comunión con Él. Algunos hacen tanto énfasis en nuestra unión eterna con Dios que piensan que cualquier referencia o énfasis en la dinámica experimental de nuestra relación con Él es contraria a la gracia. O peor aún, raya en legalismo. Según esa forma de pensar, afirmar que «debería» obedecer a Dios, y que si no lo hago y no me arrepiento de mi pecado no «experimentaré» la sensación de gozo y paz que vienen por ser Su hijo, es legalismo. Así no se celebra la gracia.
Esto no es verdad.
Ahora, ¿es posible que las personas vivan como si la desobediencia experimental diaria del cristiano socavara o trastornara su unión eterna? Sí. Sin embargo, esto no es así. Esa es la gloria de la gracia. Pero es igualmente incorrecto pensar que nuestra desobediencia práctica diaria no tiene ningún efecto sobre nuestra capacidad de disfrutar de la presencia y el poder de Dios. Sin duda, lo tiene.
Si puedes mantener en mente con claridad la diferencia entre tu unión eterna con Dios y tu comunión experimental con Él, podrás encontrarle sentido a todo lo demás.
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La condenación que viene con mi pecado y mi culpa ha sido quitada para siempre, porque Cristo la llevó sobre sí. En cuanto a mi unión eterna con Dios, he sido plena y finalmente perdonado de todos mis pecados: pasados, presentes y futuros. No hace falta que nunca más pida perdón por mis pecados en cuanto a mi salvación o a mi unión eterna con Dios, o a mi liberación de la culpa y la ira divina que esta evoca. Pero en lo que se refiere a mi santificación o a mi comunión experimental diaria con Dios, necesito confesar y recibir perdón para que pueda disfrutar, deleitarme y estar plenamente satisfecho con todo lo que Dios ha hecho por mí en Cristo.
Esta distinción explica por qué puedo hablar con tanta confianza de lo que Dios ha hecho con nuestros pecados, y al mismo tiempo animar a los cristianos a confesar humildemente sus pecados y buscar el perdón de Dios y la restauración de la dulce comunión. Los que se han opuesto a la idea de que los creyentes deben seguir confesando su pecado y buscando el perdón lo hacen, en general, porque se concentran en nuestra unión eterna con el Señor. En lo que se refiere a ese aspecto de nuestra relación con Dios, todos los pecados fueron dejados de lado para siempre, perdonados, arrojados al mar y eliminados. Tan solo tenemos que pedirle perdón una vez a Dios por nuestros pecados para ser salvos. En cuanto al establecimiento de esa unión inquebrantable con Dios, Su perdón llega una vez y para siempre. Es singular e irrepetible. Pero cuando estamos hablando de los fracasos diarios y prácticos que perturban y socavan nuestra capacidad de disfrutar de la intimidad con el Señor, la confesión es una tarea diaria, y el perdón siempre está al alcance (ver 1 Jn. 1:8-9).
En las páginas siguientes, verás que este tema sale una y otra vez. Me quiero enfocar principalmente en lo que Dios ha hecho
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con tu pecado para establecer esa unión eterna e irrevocable con Él. Así que, cuando te cruces con afirmaciones que se refieren a la urgencia de confesar nuestros pecados y renovar la comunión percibida con el Padre, puedes estar seguro de que no estoy teniendo un doble discurso. En un caso, estoy considerando nuestro estado como hijos justificados, redimidos y plenamente perdonados de Dios. En el otro, estoy hablando del impacto experimental del pecado impenitente sobre tu capacidad de descansar en tu relación eterna con el Señor y disfrutar de Él a diario.
En resumen: La ruptura frecuente y el daño hecho a nuestra comunión experimental con Dios suele llevarnos a cuestionar la realidad de nuestra unión eterna con Él. Y la garantía firme de que Dios ha lidiado de manera definitiva y eterna con la culpa de nuestro pecado es la que, a su vez, nos da la capacidad a diario para disfrutar de lo que significa ser un hijo de Dios comprado por sangre. Bueno, me estoy adelantando. Comencemos.
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Cómo ayuda Hebreos
a veces, hay verdades profundas escondidas en lugares oscuros y descuidados. Este es sin duda el caso de lo que vemos en Hebreos 9:13-14. Sospecho que muchos de ustedes jamás consideraron demasiado este pasaje, especialmente dado su lugar en un libro del Nuevo Testamento cuyo lenguaje e imágenes parecen tan desconectados de nuestro mundo lleno de tecnología sofisticada. Sin embargo, estoy persuadido de que hay una verdad inmensamente poderosa y práctica en este texto en particular. Es más, en cierto sentido, este pasaje es un estandarte que abarca todo el libro que estás leyendo. Allí, podemos leer:
Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la ceniza de la becerra rociada sobre los que se han contaminado, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará vuestra conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo? (Heb. 9:13-14)
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No se me ocurre una necesidad más apremiante y urgente que la de purificar nuestras conciencias, de manera que podamos amar y servir a Dios y vivir para Él y Su gloria. Entonces, ¿qué haces cuando sientes que tu conciencia está sucia o que tu alma está contaminada?
Lo asombroso es lo siguiente. Por más diferente que sea nuestro mundo actual del mundo del Antiguo Testamento (cuando el tabernáculo seguía en pie y los rituales de la ley mosaica seguían teniendo vigor), el problema más fundamental del corazón humano sigue siendo el mismo. La necesidad más básica de todo hombre y mujer sigue siendo la misma. A pesar de todos nuestros avances tecnológicos, de internet, de nuestra decodificación del código genético y de la existencia de los autos y los desodorantes y la plomería en las casas, la necesidad más básica, fundamental y apremiante de tu corazón y del mío no es distinta de la de aquellos israelitas que vivieron durante la época del Antiguo Testamento, cuando el tabernáculo (y más tarde, el templo) estaba en pie y en pleno funcionamiento.
¿Y cuál es ese problema? Una conciencia sucia. Un espíritu contaminado. Un alma manchada. Un corazón que parece envilecido y díscolo y que a pesar de todos sus esfuerzos no logra volver a Dios.
Me resulta fascinante que, incluso después de pasar una velada estacionado frente al televisor con tu familia, mirando tu computadora, ahogando tus penas en alcohol, leyendo un libro o revisando los resultados de los movimientos en el mercado de valores, sigues forcejeando con una lucha central y buscando la respuesta a una pregunta esencial:
¿Cómo puedo acercarme a Dios y ser recibido por Él y reconciliarme con Él cuando me siento tan sucio e indigno? ¿Cómo puedo estar
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en paz con Dios cuando mi conciencia me apuñala constantemente con recordatorios de pecado, lujuria, avaricia, ambición, egoísmo e idolatría? ¿Cómo puedo estar seguro de que realmente me disfruta como hijo? ¿Hay esperanza de que algún día pueda sentir el afecto que Dios tiene por mí?
Lo que encontramos en Hebreos 9 es la única respuesta, la única solución a ese problema. Lo único que purificará tu conciencia para que puedas disfrutar de Dios y saber que Él disfruta de ti es «la sangre de Cristo» (v. 14). Lo único que podían hacer todas las ofrendas, los sacrificios y los enseres del templo del Antiguo Testamento era limpiar a la persona por fuera, para que pudiera unirse al resto del pueblo de Dios en adoración y oración. Estas ofrendas y sacrificios limpiaban solo sus cuerpos, al quitar la impureza ceremonial y hacerlos aptos para la vida en la comunidad del pueblo de Dios.
Pero sus conciencias nunca quedaban absoluta y definitivamente limpias del poder contaminador de la culpa que resultaba del pecado.
Prácticamente todo lo que estaba asociado con el tabernáculo del Antiguo Testamento y sus enseres, junto con las instrucciones detalladas que gobernaban la ofrenda de «los machos cabríos y de los toros» (v. 13) estaba diseñado para servir como un sermón visual que declaraba la santidad de Dios. La necesidad de un lavado y una limpieza constantes de todo y de todos los que entraran al tabernáculo era un recordatorio continuo de que la santidad de Dios tiene una naturaleza tal que solo el que es perfecto y puro es aceptable para Él.
El tabernáculo y todo lo que había en él también eran recordatorios diarios no solo de la santidad de Dios, sino también de la
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pecaminosidad del hombre. Todo allí gritaba: «¡Mantente lejos! ¡No te acerques! Si te acercas a Dios, ¡morirás!». Por eso, el acceso a la presencia de Dios estaba restringido a solo un hombre, el sumo sacerdote, y solo un día al año, y solamente si llevaba al altar un sacrificio de sangre tanto por él como por el pueblo.
Pero lo más importante de todo era que el tabernáculo y todo lo que había en él señalaban a la venida de la persona y la obra de Jesucristo. Quisiera recordarte que cuando el apóstol Juan describió la encarnación del Hijo de Dios, la entrada a la carne humana y a la vida en este mundo de la segunda persona de la Trinidad, escribió: «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14). ¡Y la palabra traducida «habitó» es más literalmente «hizo su tabernáculo»! ¡Qué misericordia, y qué gracia, y qué perdón, y qué gloria, y qué belleza que el tabernáculo personificado haya venido a nosotros plena y finalmente en la persona de Jesús!
Libres de la esclavitud de la religión
El autor de Hebreos llega a su gloriosa conclusión en 9:14. Aquí, declara que, a diferencia de la sangre de los machos cabríos y los toros, que solo podían proveer una limpieza ceremonial, la sangre de nuestro Salvador limpia nuestras conciencias y trae el perdón final y pleno de los pecados.
¿Y de qué es purificada o limpiada nuestra conciencia? «Obras muertas» (v. 14). Él tiene en mente todo lo que hayamos hecho alguna vez, pensando que redimiría nuestra alma; todo lo que hayamos dicho alguna vez, con la esperanza de que nuestras palabras alejaran la ira de Dios; todo lo que hayamos dado, sacrificado,
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prometido o rechazado, creyendo que traería descanso a nuestra conciencia, nuestro corazón y nuestra mente. Están «muertas» porque no tienen poder para reconciliarnos con Dios. Están «muertas» porque vienen de corazones carentes de vida espiritual. Están «muertas» porque nos dejan con una sensación de desesperanza, como si nadie pudiera librarnos del poder condenador del pecado y la culpa.
Y solo con una conciencia pura, una que ha sido corregida y limpiada por la sangre de Cristo, podemos servir a Dios y amarlo y glorificarlo como Él diseñó originalmente cuando nos creó.
¿Quieres otra palabra en lugar de «obras muertas»? Te daré una: ¡religión! La religión es el intento de motivar a las personas a hacer «buenas obras» sobre la base de sus sentimientos de culpa. ¡El evangelio llama a las personas a hacer «buenas obras» sobre la base del perdón de la culpa!
La religión dice: «Es evidente que te sientes culpable, sucio y contaminado. Así que lo que necesitas hacer es esto: ¡trabaja para Dios! Da más. Ora más. Sirve más. Haz más».
El evangelio dice: «El problema no es que te sientas culpable. ¡El problema es que eres culpable! ¡Así que lo que necesitas hacer es esto: recibe por fe la obra que Dios ya hizo en Cristo a tu favor!». ¿Sigues paralizado por una conciencia sucia? ¿Acaso esa sensación de mancha moral en tu alma te deja con una sensación de desesperación y desesperanza? Hay solo una solución, solo una cosa que puede limpiarte y hacerte pleno: la sangre de Jesucristo derramada en la cruz por pecadores como tú y yo.
Charles Simeon nació en 1759 y murió en 1836. Recordaba bien su conversión a Cristo. Sucedió mientras leía sobre lo que pasaba el día de la expiación, cuando el sumo sacerdote ponía sus manos sobre el macho cabrío expiatorio, lo que simbolizaba la
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transferencia de la culpa del pueblo de Israel a la ofrenda del sacrificio. «En ese momento, pensé —dijo Simeón—: “¿Cómo, puedo transferir toda mi culpa a otro? ¿Acaso Dios proveyó una ofrenda por mí, para que pueda poner mis pecados sobre su cabeza?”.
Entonces, si Dios lo permite, ya no los llevaré sobre mi alma ni un momento más. Así, quise poner mis pecados sobre la sagrada cabeza de Jesús».1
Puedes hacer lo mismo hoy y ser limpiado y liberado de una conciencia sucia para siempre.
De eso se trata este libro. Pero no es algo que llega con facilidad. Y no se debe a que haya alguna deficiencia en lo que Dios proveyó para nosotros en Jesucristo. Se debe a que el pecado nos ha programado para el autocastigo. Nuestra respuesta instintiva e inicial al fracaso personal es exigirnos algo que nunca podría quitar la mancha de la culpa. Todas nuestras promesas y buenas intenciones y fórmulas de autoayuda, así como las muchas maneras en que buscamos infligir dolor, ya sea físico o emocional, no le garantizan a nuestra alma lo que tanto necesita. Ni siquiera la multitud de sacrificios que hacemos, junto con toda clase de privación personal y reglas nuevas que nos imponemos pueden expiar nuestros pecados. Sencillamente, para muchos, la gracia es una píldora demasiado grande para tragar.
A través de los años, Dios me ha mostrado a varias jovencitas que buscaban aliviar su conciencia contaminada cortándose. En un caso, mientras estaba en mi oficina en la iglesia, tuve que quitarle a la fuerza la navaja de la mano para que no se cortara las venas. En otra, una alumna mía del Wheaton College tuvo que
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1 Citado por F. F. Bruce, The Epistle to the Hebrews (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1973), 194n56.
retirarse de la escuela para buscar ayuda seria y hallar libertad de la compulsión de infligirse daño. Hace poco, me regocijé cuando una preciosa jovencita me entregó una caja de cúters, un símbolo para conmemorar ocho años desde la última vez que se había desfigurado la carne en un intento de arreglar las cosas con Dios. No sugiero que yo haya descubierto la motivación subyacente de todos los que luchan con la tentación de dañarse a sí mismos. Es un problema sumamente complejo. Pero te aseguro que, en muchos casos, está la convicción atroz de que la sangre de Jesús en la cruz no fue suficiente para lavar el alma de la persona y librarla de la presencia contaminante del pecado. La mía también es necesaria. O, para otros, parece ser la única manera de silenciar los gritos silenciosos de una conciencia desesperada que anhela ser liberada y perdonada.
Más allá de cuál sea tu mayor lucha con el pecado, nuestra única esperanza es escuchar atentamente lo que la Biblia dice que Dios hizo con nuestro pecado, y someternos a esta verdad por la fe en Jesucristo.
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