Ignacio Ramonet: Dos horas más con Fidel Mayo 2014 Edición N°6
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Las zonas erróneas de las teorías poscoloniales
Los nuevos asesinos de Marx » Págs. 5 y 6
»Edición Honduras-UNAH » Edición 05 Abril 2014
L. 35.00 Mensual - 12 Páginas
La clase media vuelve al campo E
l neo-rural tiene “conciencia social” –es progre– pero la filosofía práctica de sus actos cotidianos es la del self-made man. Se está poblando lindo Mollar Viejo… —me decía Framinia en el patio de su casa, debajo de la parra deshojada donde nos habíamos sentado a conversar mientras esperábamos que su nieto terminara de bajar las naranjas.
Por Julieta Quirós
Págs. 7 y 8
Razones para no Regular la Protesta
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esde los primeros piquetes en el conflicto social de Cutral – Có en plena era menemista, pasando por los cortes de rutas de los medianos productores rurales junto a la Sociedad Rural hasta las movilizaciones opositoras al gobierno de Cristina Kirchner (8N) de años recientes, los más diversos actores sociales y politicos han canalizado sus reclamos por la vía de la protesta social en las últimas tres decadas de democracia, incluso cuando tenían otros canals institucionales y no institucionales disponibles.
Por Lucas Arrimada
Págs. 5
Todos bajo Control
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n todo el planeta, los usuarios ya no se conforman con un solo modo de comunicación sino que reclaman el “cuádruple play” o sea el acceso a Internet, televisión digital teléfono fijo y portátil. Y para satisfacer esa insaciable demanda, se necesitan conexiones (de banda ultraancha de muy alta velocidad) capaces de aportar los enormes caudales de información, expresados en cientos de megabits por segundo.
Por Ignacio Ramonet
Págs. 12
Argelia cambia; el sistema no
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n pocos días, el partido, los servicios de seguridad, el gobierno y el ejército fueron puestos patas arriba.” El Frente de Liberación Nacional (FLN), mayoría en la Asamblea Nacional, se apresuró a designar a un nuevo secretario general. Amar Saadani, en 2007 eyectado de su escaño de presidente del Parlamento por negociados nunca aclarados, fue impuesto por la fuerza a un comité central que no lo quería.
Por Jean-Pierre Sereni
Págs. 10 y 11
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Editorial
Decisiones fundamentales postergadas
¿Hacia dónde va Túnez?
La adopción de una nueva Constitución calmó las aguas en Túnez. Al resolver cuestiones relativas al estatuto de las mujeres, el rol de lo sagrado, la libertad de conciencia, se esperaba que la economía domine el debate. Pero los principales partidos no logran definir una estrategia.
C
Por Serge Halimi*
omo las revueltas árabes no tuvieron un desarrollo feliz en Egipto, Siria ni Libia, Túnez se convirtió, en la región, en el refugio de aquellos que buscan un motivo de esperanza. Ninguna de las aspiraciones sociales que allí dieron origen al levantamiento de diciembre de 2010 fue satisfecha. Pero, luego de una interminable crisis política, y de rozar lo peor con el asesinato de dos diputados de izquierda el año pasado (1), el país acaba de dotarse de una nueva Constitución, aprobada por doscientos diputados sobre doscientos dieciséis, y de un gobierno de unión nacional compuesto por tecnócratas. La tensión cedió un poco, y se vive un cierto estado de gracia. Los adversarios de los islamistas de Ennahda temen que estos penetren el aparato del Estado, echando así las bases de una nueva dictadura. En definitiva, abandonaron el poder tan pacíficamente como lo habían obtenido, cortésmente invitados a “retirarse” por el Fondo Monetario Internacional (FMI), Argelia, los países occidentales (entre ellos Francia), la mayor central sindical, el sector patronal, la izquierda revolucionaria, la centroderecha, la Liga de Derechos Humanos… Sin duda, cedieron a la presión tras comprender que el balance de su gestión era poco prometedor y que la relación de fuerzas internacional era desfavorable al islam político, debilitado en Turquía y expulsado manu militari de la presidencia egipcia. Nuevas elecciones deben llevarse a cabo en Túnez “antes de fines del año 2014”
(artículo 148 de la Constitución). La revolución ya no está en el orden del día. Pero el país puede empezar a creer nuevamente que logrará construir su pequeña felicidad en un mundo árabe donde esa mercancía es muy demandada. Falta de audacia ¿Quiere decir esto que la integración de los islamistas en el sistema político constituyó una apuesta ganadora? Sí, desde el punto de vista de los que prometían que su llegada a la cabeza del Estado no significaría un viaje sin retorno. Pero sí también para sus enemigos, que previeron que una vez en el poder demostrarían su obsesión identitaria y religiosa, sus carencias a nivel económico y social. “Con ellos –sostiene con ironía Hamma Hammami, portavoz del Frente Popular (izquierda)–, estamos antes de Adam Smith y David Ricardo. La economía política de los Hermanos Musulmanes es la renta y el comercio paralelo. No es la producción, no es la creación de riqueza, no es la agricultura, no es la industria, no es la infraestructura, no es la reorganización de la enseñanza en función de objetivos estratégicos-económicos, científicos, tecnológicos.” Su “modelo de desarrollo” –para decirlo en los términos del programa electoral de Ennahda en 2011–, se resume en efecto a menudo a hilvanar fórmulas vacías: “crear nuevos mercados para nuestros bienes y servicios”, “simplificar los procedimientos”, “diversificar las inversiones hacia proyectos más útiles”… Lugares comunes adornados con encantamientos que “hacen revivir los valores virtuosos emanados de la herencia cultural y civilizatoria de la sociedad tunecina y de su identidad árabe e islámica, los cuales
honran el esfuerzo y el trabajo de calidad, estimulan la innovación y la iniciativa” (2). Houcine Jaziri, quien integró los dos últimos gabinetes islamistas, lo admite: “El punto débil de Ennahda es la economía. Estábamos más encerrados en las cuestiones morales. Tenemos en nuestras filas demasiados políticos y pocos economistas. Los demás trabajaron mucho más que nosotros esas cuestiones”. No obstante, aclara: “Afortunadamente, integrar un gobierno nos obligó a reflexionar sobre el tema”. Lo cual nunca es mala idea… Sin embargo, hace tres años que la mayoría de los partidos, no sólo Ennahda, se preocupan por otra cosa. El economista Nidhal Ben Cheikh señala: “El turbulento período político que acabamos de vivir estuvo marcado por la discusión de temas relativamente tabúes en Túnez –la religión, la creencia, lo sagrado, la sexualidad, la homosexualidad, el papel de la mujer. En contrapartida, los fundamentos de nuestra política económica nunca se debatieron, ni mucho menos se cuestionaron. Resultado: las gobernaciones [provincias] que fueron cunas de la revolución, del levantamiento político y social: Kef, Kasserine, Siliana, Tataouine, Kebili, siguen padeciendo una alarmante carencia de tejido productivo local” (3). El principal adversario del partido islamista, Béji Caïd Essebsi, también gobernó Túnez tras la caída del régimen de Zine El Abidine Ben Ali. En vez de sacar partido de su popularidad y del entusiasmo general de los primeros meses (“revolución del jazmín”, etc.) para barrer la política liberal de su predecesor, prefirió rodearse de ministros ortodoxos que prorrogaron el modelo económico anterior,
ensalzado por el FMI (4). Resultado: Caïd Essebsi constata hoy que “en ciertas regiones, desde hace mucho tiempo marginadas porque se dedicó mayor atención a la fachada marítima, las cosas no mejoraron”. En efecto, desde 2011, nadie rompió con la decisión de insertar al país en la división internacional del trabajo ofreciendo a los inversores extranjeros una mano de obra calificada y costos salariales irrisorios. Ahora bien, a falta de un desarrollo autocentrado, promovido por inversiones públicas, alimentado por una demanda local solvente, ese modelo no puede sino perpetuar unas desigualdades regionales flagrantes. Y corre el riesgo de conducir a un florecimiento de la economía informal y el contrabando (devorando de paso los ingresos fiscales), a un retroceso del Estado, en beneficio de las células yihadistas. “Estados Unidos, defensor del neoliberalismo, se permitió nacionalizar los bancos [durante la crisis de 2008], mientras que Túnez, en período revolucionario, se prohíbe a sí mismo gestos revolucionarios”, lamenta Ben Cheikh. Reunirse sucesivamente con Rached Ghannouchi, dirigente de Ennahda, y Caïd Essebsi, fundador y presidente de Nidaa Tounès (Llamada por Túnez), confirma esa falta de audacia programática. A priori, todo opone a los dos veteranos que dominan la política de su país. La secretaría del primero está atestada de fotos que lo muestran con dirigentes o intelectuales islamistas (Tariq Ramadan, el ex presidente egipcio Mohamed Morsi, el primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan, etc.) y con el emir de Qatar. Las oficinas del segundo tienen un motivo único: Habib Bourguiba (5), representado a la vez bajo
Sumario Contenido ¿Hacia dónde va Túnez?
Págs. 2, 3 y 4
Razones para no regular la protesta
Pág. 5
Los nuevos asesinos de Marx
Págs. 6 y 7
La clase media vuelve al campo
Págs. 8 y 9
Argelia cambia; el sistema no
Págs. 10 y 11
Todos bajo control
Págs. 12
Staff Francia Serge HALIMI, Presidente, Director de Publicación Alain GRESH, Director Adjunto Bruno LOMBARD Director Gestión Anne-Cécile ROBERT Responsable de Ediciones Internacionales y Desarrollo Redacción: 1, Avenida Stephen Pichon 75013 PARIS CEDEX Teléfono: 33.1 53-94-96-01 Fax: 33.1 53-94-96-26 Correo electrónico : secretariat@Monde-diplomatique.fr
Honduras Entidad Editora Universidad Nacional Autónoma de Honduras Julieta Castellanos Ruíz Rectora Armando Sarmiento Coordinador de Medios UNAH Gerardo Torres Zelaya Director Honduras Lisa Marie Sheran Diseño y Diagramación Allan McDonald Ilustraciones Blv. Suyapa, Ciudad Universitaria, Edificio Administrativo tercer piso Dirección de Comunicación Interna (DIRCOM) F.M. Tegucigalpa, M.D.C. Teléfono: (504)2232-2110 Correo electrónico: eldiplo@unah.edu.hn
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Editorial
la forma de un busto, de un gran afiche en la pared y de una pequeña foto enmarcada sobre el escritorio. Ahora bien, Bourguiba quiso condenar a muerte a Ghannouchi, quien estimaba entonces que el “combatiente supremo”, fundador del Túnez moderno, había lanzado “la guerra contra el islam y la ‘arabidad’” (6). Las diferencias entre ambos hombres son infinitamente menos marcadas cuando analizamos con ellos los grandes asuntos económicos. Por ejemplo, ¿el pago de la deuda externa, contraída por el régimen de Ben Ali y en parte desviada por los miembros de su clan? “De la deuda, se habla bastante, pero no es catastrófica, puesto que estamos por debajo del 50% –responde Caïd Essebsi–. Otros, como Francia, están en un 85%” (7). De todas formas, aclara de entrada, “un país que se respeta paga sus deudas, sea cual sea su gobierno. Desde la independencia, Túnez nunca dejó de hacerlo”. Son casi las mismas palabras que Ghannouchi nos había dicho la víspera: “Túnez tiene una larga tradición de pagar sus deudas. Nos atendremos a ella.” Una caja explosiva El servicio de la deuda constituye una onerosa carga para un país pobre; está en tercer lugar en el presupuesto –4.200 millones de dinares tunecinos en 2013 (8)–. La Caja General de Compensación (CGC) representa, por su parte, aparece en segundo lugar (5.500 millones de dinares en 2013). Todos desearían aliviar ese peso; nadie sabe realmente cómo hacerlo. Y en relación a este punto, tampoco se distinguen mucho los islamistas y sus adversarios. Su prudencia es comprensible: el tema es explosivo. La CGC, sistema que permite subsidiar los productos alimentarios y la energía, se creó en 1970. Desde entonces, el auge de la cotización mundial del petróleo y de los cereales llevó esos gastos a niveles desmesurados. El FMI reclama incesante-
mente su reducción, a la espera de que se elimine el mecanismo de compensación; los partidos políticos temen la inflación y la revolución si siguen un consejo de ese tipo… Ben Cheikh nos recuerda que, lejos de representar una conquista social, el principal objetivo de la CGC fue dar sostenibilidad política a una estrategia liberal que apuntaba a estimular la industria, procurándole una mano de obra barata. Para atraer
inversionistas, Túnez aceptó que el presupuesto nacional financiara una parte de los gastos de consumo corriente de sus obreros y empleados. En suma, hace más de cuarenta años que, a falta de un buen salario, los hombres y las mujeres que trabajan, por ejemplo, en el sector textil o en industrias mecánicas y eléctricas, pudieron comprar harina o nafta subsidiadas. Y todos los de-
más también… En los restaurantes y los hoteles, las pastas y la sémola que se sirven a los turistas están subsidiadas, el consumo de nafta de los automóviles libios de gran cilindrada está subsidiado, la energía (a menudo importada) que utilizan las cementeras portuguesas y españolas está subsidiada. “Es una carga –admite Ghannouchi–. Hay que encontrar una solución razonable, no por la presión de los organismos internacionales, sino porque el gasto no puede sostenerse en ese nivel.” Caïd Essebsi no dice nada distinto: “Acabamos de alcanzar un punto crítico. Más vale revisar el presupuesto para favorecer otras prioridades”. ¿Pero cómo reafectar los gastos de la CGC hacia inversiones productivas en las regiones del interior, sin perjudicar automáticamente a los tunecinos más desfavorecidos, que el Estado no sabe ayudar de otra manera? Al abordar este tema (porque los presionan a hacerlo…), el sector patronal, los sindicatos, los islamistas, Ni-
daa Tounès, muestran una actitud pasiva. Denuncian abusos sin proponer soluciones. Interrogada sobre la posibilidad de que un gobierno suprima un día la caja, Wided Bouchamaoui, presidenta de la Unión Tunecina de la Industria, del Comercio y de la Artesanía (UTICA) la organización patronal, responde con firmeza: “¡Nunca! Habría un motín en el país. Ninguna fuerza política se atrevería a hacerlo”. Y, por otra parte, aclara de inmediato: “Nosotros no reclamamos eso”. Dos tercios de los subsidios conciernen al combustible. Ahora bien, Houcine Abassi, presidente de la Unión General Tunecina del Trabajo (UGTT), recalca que “la mayoría de los desocupados y de los asalariados no tienen automóvil. Por lo tanto no se benefician con la compensación destinada al combustible. Y un miembro de la clase media con un vehículo cuyo motor es de cuatro a cinco caballos de fuerza, paga la nafta al mismo precio [1,57 dinar el litro] que aquellos que disponen de cuatro o cinco vehículos de lujo para una misma familia”. Faltaría poder diferenciar a unos y otros, en caso de querer, por ejemplo, dejar de subsidiar a la noria de limusinas de multimillonarios que llenan su tanque de nafta… “Eso es responsabilidad del gobierno –responde Abassi–. Nosotros tenemos propuestas, pero somos un sindicato; no somos el Estado, con sus medios, sus expertos, sus oficinas técnicas. El Estado debe definir una estrategia.” El Frente Popular elaboró un proyecto económico detallado. Este abarca la incorporación de funcionarios al ministerio de Finanzas, para luchar contra el fraude y el contrabando, un impuesto del 5% sobre las ga-
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nancias netas de las empresas petroleras, la suspensión del pago del servicio de la deuda externa, a la espera de una auditoría, la corrección del baremo de los impuestos, para favorecer a las personas de bajos ingresos, la supresión del secreto bancario. Pero en relación a la CGC, la audacia es menos perceptible. “Todo el mundo sabe que no hay que tocar la caja de compensación”, admite Hammami. Discretamente, el gobierno empieza a recortar los subsidios, sobre todo para los combustibles. Y todos miran hacia otro lado. Equilibrio precario Es decir: hacia las próximas eleccion es. En el plano político, la suspensión de los enfrentamientos consecutiva a la formación del nuevo gobierno significó que el combate continuaba, pero de otra forma. El actual consenso se apoya en un equilibrio de fuerzas precario. Los esbozos de alianzas venideras anuncian resultados electorales desconocidos. Ghannouchi se apoya argumentalmente en esa incertidumbre y en la inestabilidad regional para convencer a su base, a menudo dubitativa, sobre lo acertado de su estrategia de conciliación. Estimando que el país es “demasiado frágil para albergar
el enfrentamiento entre un gobierno y una oposición”, espera desde ya que el próximo escrutinio desemboque en un “gobierno de coalición con todo el mundo o, de no ser esto posible, con un máximo de partidos, pero también con la sociedad civil, los sindicatos, las asociaciones patronales. Ennahda lo integraría”. Del otro lado, Caïd Essebsi parece estar en posición de fuerza. La formación que dirige es ciertamente heteróclita, mezcla de círculos “benalistas” y de militantes progresistas o sindicalistas (el secretario general de Nidaa Tounès, Taïeb Baccouche, fue secretario general de la UGTT), pero ocupa el centro del tablero político. Por una parte, el partido islamista reclama una unión nacional sin exclusiones. Por otra, el Frente Popular quiere contrarrestar lo que Hammami llama “el peligro despótico de Ennahda”, prolongando su acción común con Nidaa Tounès. ¿Qué decidirá este último? Cuando oímos a Caïd Essebsi detallar minuciosamente su papel en la búsqueda de una “solución consensuada” con Ghannouchi, al mismo tiempo que cubre de elogios al actual gobierno “apoyado por todas las fuerzas políticas”, imaginamos que preferiría que el próximo equipo
ministerial siga siendo tan amplio. ¿Y no echa entonces a los islamistas a la oposición? “Depende de las elecciones –nos responde–. Pero aceptaremos el veredicto de las urnas.” “Tememos que Nidaa Tounès se alíe con Ennahda –admite Abdelmoumen Belaanes, vicesecretario general del Partido de los Trabajadores, miembro del Frente Popular–. Los occidentales consideran que existen dos grandes fuerzas y que la estabilidad exige que se alíen.” Pero el temor que los islamistas suscitan en la izquierda no se aplacó en absoluto. “Desde su fundación, la táctica de Ennahda siempre fue la misma –considera Hammami–. Allí donde hay resistencia, retrocede. Allí donde hay relajamiento, contraataca. Pero el objetivo sigue siendo islamizar, imponer la línea de los Hermanos Musulmanes, a la vez retrógrada, despótica y dictatorial.” La estrategia que él promueve resulta de ese diagnóstico: hay que prolongar la alianza anti-islamista con Nidaa Tounès priorizando la democracia; hay que explicar que la realización de esa prioridad impone medidas de urgencia social; hay que apostar, por último, que todas las fuerzas “democráticas” estén “de acuerdo respecto a la necesidad de aliviar a las masas po-
pulares de las repercusiones de la crisis económica”. Michael Ayari, investigador del International Crisis Group, pregunta: ¿pero qué piensa la base, qué piensan los militantes? ¿Y los de Ennahda, que vieron a su partido dejar el poder sin haber perdido las elecciones? ¿Y los de Nidaa Tounès, cuyo presidente no excluye la posibilidad de gobernar con los islamistas, bajo la mirada encantada del FMI? ¿Y los del Frente Popular, llamados a defender la democracia junto al sector patronal y a ex “benalistas”? Los jefes de los partidos confeccionan sus alianzas, anticipan el reparto de cargos, tranquilizan a sus financistas. De ello resulta un equilibrio político. Es razonable y hasta deseable, en una región convulsionada. ¿Pero cuánto tiempo podrá durar ese equilibrio, si tres años después de la “revolución”, las decisiones económicas y sociales que la desencadenaron siguen postergándose de esa manera? 1. Véase “¿La Revolución en peligro”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, marzo de 2013. 2. “Ennahda Movement Program-
me. For Freedom, Justice and Development in Tunisia”, Túnez, septiembre de 2011. 3. Según Ben Cheikh, Siliana sólo cuenta con seis medianas y grandes empresas mientras que en Manouba, situada a unos cien kilómetros, habría trescientos veintidós. 4. “La política económica llevada a cabo [en Túnez] es sana, y pienso que es un buen ejemplo a seguir para los países emergentes”, estimaba por ejemplo el 18 de noviembre de 2008 Dominique Strauss-Kahn, entonces director general del FMI. 5. Habib Bourguiba (1903-2000), figura central del movimiento por la independencia de Túnez, fue su primer presidente, entre 1957 y 1987. 6. “Rached Ghannouchi : islam, nationalisme et islamisme”, entrevista con François Burgat, Egypte – monde arabe, Nº 10, El Cairo, 1992. 7. La deuda tunecina equivale al 46% del Producto Nacional Bruto en 2013 (93,4% en el caso de Francia). 8. 1 dinar tunecino = 0,46 euros. *Director de Le Monde diplomatique. Traducción: Patricia Minarrieta
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Razones para no regular la protesta
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Por Lucas Arrimada*
esde los primeros piquetes en el conflicto social de Cutral-Có en plena era menemista, pasando por los cortes de rutas de los medianos productores rurales junto a la Sociedad Rural hasta las movilizaciones opositoras al gobierno de Cristina Kirchner (8N) de años recientes, los más diversos actores sociales y políticos han canalizado sus reclamos por la vía de la protesta social en las últimas tres décadas de democracia, incluso cuando tenían otros canales institucionales y no institucionales disponibles. El movimiento de derechos humanos y sus detractores, ahorristas y jubilados, obreros tercerizados y clases medias y altas de los centros urbanos ganaron las calles, ocuparon el espacio público, para expresarse y hacerse escuchar. No todas las protestas tienen la misma entidad, no todas comparten la misma legitimidad ni encuadran en el derecho a la protesta de manera justificada. Pero siempre hay que escuchar a los que protestan. Expresan algo que el sistema no escucha o no sabe traducir a su lenguaje. Las protestas sociales son una muestra de los límites, las inercias e incapacidades del sistema político para dar respuestas a necesidades, reclamos y conflictos dentro de las instituciones democráticas. Es necesario por lo tanto que esos conflictos estén mediados políticamente en el sistema democrático. Burocratizarlos, legalizarlos, judicializarlos y/o criminalizarlos son respuestas institucionales que refuerzan las incapacidades de la democracia para resolver fenómenos políticos y sociales. La protesta como práctica y como derecho incluye diferentes y superpuestas formas de expresión política de un colectivo diverso: los cortes de rutas, las movilizaciones, las huelgas, los cortes de servicio, los cacerolazos, la ocupación de espacios públicos, etc. Para analizar la legitimidad y legalidad de las protestas siempre se debe analizar caso por caso. No obstante, hay muchas razones constitucionales que han construido al derecho a la protesta como una práctica de la cultura democrática. El derecho a la protesta es uno de los pilares fundacionales del constitucionalismo y de la defensa de la democracia. La protesta es una forma de libertad de expresión (Art. 14 y 32 CN), además de una forma de peticionar ante las autoridades (Art. 14 CN), una de las formas del derecho a reunirse, asociarse y actuar en la arena política dentro y fuera de los partidos políticos (Art. 37, 75 inciso 19, CN), conectado a derechos a resistencia y desobediencia civil (Art. 36 CN), una
forma de participación política que proyecta a la democracia más allá del voto y de un sistema institucional que usualmente es incapaz de procesar sus reclamos y se cierra corporativamente (Art. 22 CN). Todas estas facetas se refuerzan con el catálogo de derechos incorporados por los tratados de derechos humanos (Art. 75 inciso 22 y ss, CN) La Constitución tiene pasajes anacrónicos que deben ser reformados, sobre todo cuando dice “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes” (Art. 22 CN). En esas líneas la Constitución parece, a primera vista, consolidar una democracia delegativa, es decir, una democracia representativa cerrada a la participación política. Se establece que la democracia es votar y delegar todo en los representantes; una concepción inaceptable. La democracia va mucho más allá del voto y de los partidos políticos. La práctica política superó al texto de la Constitución y relegó esos pasajes al museo de la república aristocrática junto al “fomentar la inmigración europea” (Art. 25 CN) o al aristocrático y desigualitario requisito de propiedad de “2.000 pesos fuertes” (Art. 55 CN) para ser Senador, Juez Supremo o Presidente. En contraste, la reforma constitucional de 1994, con todos sus defectos, incorporó fundamentos adicionales para dar contornos al derecho a la protesta como una forma de acción política en situaciones de quiebre del Estado de Derecho (Art. 36 CN) y así superar esa concepción obsoleta de democracia, ciudadanía y cultura política. Más allá de los argumentos del derecho, la protesta es una práctica cultural asentada y aceptada, no sólo por los actores políticos sino por la sociedad. Todos los sectores políticos en Argentina han construido una práctica social con el derecho a la protesta. Asimismo, la protesta como forma de libertad de expresión y construcción política social es parte de la cultura política latinoamericana. La cultura política de las posdictaduras, vinculada a los diferentes procesos de justicia transicional y a las luchas por la memoria, la verdad y la justicia frente a la violación de derechos humanos, construyó y consolidó el derecho a la protesta como llave de acceso. Los conflictos sociales, ambientales, gremiales, territoriales y económicos han tenido históricamente como respuesta la persecución judicial y la criminalización. La legislación penal y el poder judicial como herramientas y actores de control social suelen tener un rol conservador, de obstáculo al cambio social. Se criminaliza para censurar. La protesta comunica, denuncia y pone en el foro público información, tensión, problemas. Los costos de criminalizar la protesta son muy variados dependiendo
de los contextos y las comunidades políticas provinciales. La tasa de criminalización tiene como variable la relativa autonomía de los actores judiciales (jueces y fiscales) y políticos y las reacciones institucionales del gobierno nacional. La solidaridad hacia dentro de los movimientos sociales y las minorías activas en los partidos políticos de la más variada orientación resulta fundamental en estos casos. Sostener una práctica social –la protesta como herramienta colectiva– es defenderla en la cultura política inclusiva y transversal (1). Cuando la represión tradicional de los conflictos es costosa públicamente, la estrategia judicial suele ser vista como una vía institucional –aunque igual de violenta por la amenaza de la coerción penal– canalizada por “la justicia” –entiéndase una forma de legitimar estratégicamente al poder judicial–, en el lenguaje opaco del derecho y con supuestos argumentos legales que encubren la persecución política. Se usa la vía de la criminalización como amenaza legal para perseguir a líderes, reprimir el conflicto y debilitar a los movimientos sociales (2). La Corte Suprema de Justicia de la Nación tampoco ha dado respuestas sobre el derecho a la protesta. Se ha preocupado y esforzado en otras áreas de la libertad de expresión como la “publicidad oficial” con claros guiños a las corporaciones mediáticas por sobre otras formas de libertad de expresión vinculadas a los movimientos sociales y a la sociedad civil. La sensibilidad ante las corporaciones políticas y económicas es regla histórica de la Corte Suprema. En esa línea se enmarca la Ley Antiterrorista y la interpretación clásica de la Constitución y del derecho penal respecto de los cortes de rutas en típicos fallos como “Alais” y “Schiffrin” (3). Se instrumentaliza al derecho penal para perseguir líderes, procesarlos y mantenerlos en el limbo kafkiano del proceso judicial rodeados de abogados proyectando amenazas hacia los colectivos movilizados. Judicializar y criminalizar resulta una vía sutilmente violenta de sedar y silenciar el conflicto social. ¿Cómo regular la protesta sin castrar su potencial vitalista, su capacidad espontánea de comunicar rápidamente necesidades y reclamos? ¿No pierden los sectores más débiles su última carta? Cada protesta debe analizarse en su legitimidad y legalidad con una presunción a favor. Puede haber protestas ilegítimas e ilegales y aun así la respuesta penal ser inaceptable e indeseable. Estamos ante el ejercicio de libertad de expresión y derechos políticos vitales para una democracia. Por lo tanto, reglamentar la protesta puede significar restringir una vía excepcional; la única y última carta. En muchos casos sería regular, restringir, el volumen del grito de los que ya tienen una débil voz. En contraste, quienes po-
seen recursos para comprar libertad de expresión en las corporaciones mediáticas lo seguirán haciendo. Las protestas de aquellos que no tienen otras vías ni canales institucionales para comunicarse, que agotaron los recursos, operan como la última opción ante la omisión estatal o la pasividad del sistema político. Ahora bien, si se regula la protesta y se comienzan a solicitar formularios, permisos, días y lugares especiales, etc, se consolida la burocratización y censura administrativa y judicial del derecho a la libertad de expresión de muchos grupos que no tienen ni el conocimiento ni la capacidad para traducir sus pedidos ante la autoridad pública. La protesta como acción comunicativa, como ejercicio de la libertad de expresión, no puede pedir permisos sobre todo cuando están comprometidos sectores marginados y excluidos. El sistema político debe abrir canales de comunicación dialógicos, más ágiles, y capacitar a sus operadores e instituciones para evitar la clásica respuesta represiva en base a la decisión de un juez que ni siquiera visitó el escenario del conflicto. Especialmente, en un contexto como el actual en que la gendarmería se encuentra “combatiendo la inseguridad” en las calles y la policía sigue sin control democrático (4). La violencia institucional recurrente que surge del Estado es producto de una incapacidad para generar esos espacios de negociación y mediación políticos con el conflicto social. Sin duda, no todo conflicto podrá resolverse fácilmente, habrá paralización, nuevas negociaciones, habrá protestas que aunque ilegítimas deberán ser aceptadas. Ante la duda, siempre se debe priorizar el derecho de protesta. Esa es la obligación que nace de la Constitución y de la política democrática. Si se piensa y ejerce a la protesta como una herramienta de comunicación política es necesario preguntarse si su vigencia y poder comunicativo siguen siendo exitosos o si deben ser repensados, cuestionados y reformulados. Habida cuenta de que existe una práctica consolidada y hay argumentos legales para consolidar el derecho político a protestar, los movimientos sociales y políticos pueden discutirla en su seno. No es contradictorio defender el derecho a la protesta a un nivel político y legal, y al mismo tiempo repensar sus éxitos, límites y aristas contraproducentes. Reflexionar sobre una herramienta puede mejorarla y fortalecerla. Sin duda, las protestas sociales en momentos de alta polarización y descontento social generan una fricción política que produce un alto desgaste en el sistema institucional y en los movimientos sociales. Frente a tiempos económicos complejos, el derecho constitucional de protesta debería ser resguardado de la
ola conservadora que pugna por su restricción y/o criminalización sutil. Esas estrategias deben ser repelidas por la práctica histórica y por razones legales. La acción cultural de movilización y protesta consolidada en toda la sociedad, ejercida en contextos de cortes de luz, de protestas salariales, de descontento con medidas económicas o con la inseguridad, las reivindicaciones históricas, la lucha por la memoria, la verdad y la justicia, es la mejor defensa del derecho a la protesta. Es una defensa cultural, de práctica política ascendente. Ejercitar el derecho es alimentar su existencia. Paralelamente, vendrá el momento del fundamento legal, de repeler la persecución judicial con los argumentos que la Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos consolidan. La práctica política, constitucional y democrática de los últimos treinta años debería consolidar al derecho a la protesta como el primer derecho, el derecho político de participar en la protección de todos nuestros derechos y en la expansión de la democracia como forma de vida. 1. Colectivo de Investigación y Acción Jurídica (CIAJ), El derecho a tener derechos. Manual de derechos humanos para organizaciones sociales, El Colectivo, Buenos Aires, 2009, www.editorialelcolectivo.org 2. Informes CORREPI, Boletín Informativo 688-709, Buenos Aires, 2013. Véase http://correpi.lahaine.org/ y especialmente el Informe anual de la situación represiva, noviembre de 2013. 3. Roberto Gargarella, El derecho a la protesta, Editorial Ad-Hoc, Buenos Aires, 2005. 4. Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), Derechos humanos en Argentina: Informe 2013, Siglo XXI, Buenos Aires, 2013, págs. 237 y ss. *Abogado (UBA), Profesor de Derecho e Investigador en “Derecho Constitucional” y “Estudios Críticos del Derecho” en la Facultad de Derecho, UBA. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur La inoperancia del Estado argelino suscita un descontento latente que a veces desemboca en enfrentamientos sangrientos, como los que estallaron en Ghardaia en marzo. En este contexto, la candidatura de Bouteflika en las elecciones presidenciales del 17 de abril, provoca la exasperación de la población. Corrupción, maniobras en la sombra y un Bouteflika debilitado
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Las zonas erróneas de las teorías poscoloniales
Los nuevos asesinos de Marx
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Por Vivek Chibber*
modeladas en Occidente, y estas limitan la reflexión intelectual y las teorías que favorecen la acción política. Al hacer esto, las somete a una forma de eurocentrismo. La teoría poscolonial se propone como fin expurgar esta tara congénita al poner en evidencia su persistencia y sus efectos. De allí la hostilidad a los “grandes relatos” asociados al marxismo y al pensamiento de izquierda. Hay que dar lugar ahora a lo fragmentario, lo marginal, las prácticas y convenciones basadas en la especificidad geográfica o cultural, que se sustraen a los análisis globalizantes. En el presente conviene buscar los medios de la acción política (2) en lo que Dipesh Chakrabarty llama las “heterogeneidades e inconmensurabilidades” de lo regional.
espués de un invierno que parecía eterno, volvió la resistencia mundial contra el capitalismo o, por lo menos, contra su variante neoliberal. Hacía más de cuarenta años que no surgía con tanta fuerza un movimiento de este tipo a escala planetaria. Es verdad que en el curso de las últimas décadas, el mundo supo de revueltas esporádicas, breves episodios de contestación que perturbaron en distintos lugares la inexorable propagación de la ley del mercado; nada comparable, sin embargo, con aquello que conocimos a partir de 2010 en Europa, en Medio Oriente y en el continente americano.
La tradición política nacida de Karl Marx y de Friedrich Engels descansa sobre dos premisas. La primera postula que, a medida que el capitalismo se extiende sobre la superficie terrestre, impone sus obligaciones a quienquiera que cae preso en sus redes. Asia, América Latina, África: cuando se enraíza, los procesos de producción deben seguir un conjunto de reglas, las mismas en todas partes. Aunque las modalidades del desarrollo económico y el ritmo del crecimiento varíen, no dejan de depender por ello de las mismas contingencias, inscriptas en las estructuras políticas del capitalismo.
Pero este resurgimiento demostró también los estragos producidos por el retroceso de los treinta últimos años: los recursos de que disponen los trabajadores nunca fueron tan débiles; las organizaciones de izquierda –sindicatos, partidos políticos– fueron vaciados de su substancia, si no se volvieron cómplices del imperio de la austeridad. Y la debilidad de la izquierda no es únicamente de orden político u organizacional: se confirma asimismo en el plano teórico. Un espectacular aplastamiento intelectual acompañó las derrotas acumuladas abiertamente. No es que las ideas de transformación social hayan abandonado la causa: los intelectuales progresistas o radicales continúan enseñando en muchas universidades, por lo menos en Estados Unidos: pero el sentido mismo de la radicalidad política cambió. Bajo la influencia de las teorías posestructuralistas* (los asteriscos reenvían al glosario), los conceptos básicos de la tradición socialista se volvieron sospechosos y hasta peligrosos. Para no dar sino algunos ejemplos, la idea de que el capitalismo posee una estructura coercitiva real que pesa sobre cada individuo, de que la noción de clase social se origina en relaciones de explotación perfectamente tangibles, o incluso de que al mundo del trabajo le interesa adquirir formas de organización colectivas –un análisis considerado como propio de la izquierda durante dos siglos– es considerado hoy totalmente obsoleto. El repudio del materialismo y de la economía política, que se inició en la escuela posestructuralista, terminó por convertirse en ley dentro de la más reciente de las asociaciones de esta corriente, mejor conocidas hoy en el mundo académico con el nombre de estudios poscoloniales*. En el transcurso de los últimos veinte años, la ofensiva contra
la herencia conceptual de la izquierda cambió de bandera: la tradición filosófica francesa cedió el lugar a una vasta constelación de teóricos no occidentales, provenientes del sudeste asiático, y del “Sur” en general. Entre los más influyentes (o más visibles), se encuentran Gayatri Chakravorty Spivak, Homi Bhabha, Ranajit Guha y el grupo indio de estudios subalternos (subaltern studies*), así como el antropólogo colombiano Arturo Escobar, el sociólogo peruano Aníbal Quijano y el semiólogo argentino Walter Mignolo. El punto en común entre ellos es el rechazo a la tradición de las Luces en su totalidad, condenadas en razón de su universalismo y de su tendencia a proclamar la validez de ciertas categorías independientemente de las culturas y de las especificidades locales. ¿Su blanco preferido? Los marxistas, que sufrirían de una forma avanzada de ceguera intelectual. Para estos últimos, las nociones de clase, de capitalismo y de explotación son válidas en cualquier lugar y en todas
las culturas: parecen tan pertinentes para aprehender las relaciones sociales en la Europa cristiana como en la India hinduista o en el Egipto musulmán. Para los que sostienen la teoría poscolonial, en cambio, estas categorías conducen a un impasse a la vez teórico y práctico. Equivocadas en tanto que grilla de análisis, se mostrarían también improductivas. Al negar la creatividad y la autonomía de los sujetos políticos, los privarían de los recursos intelectuales necesarios para la acción. En suma, el marxismo no haría más que encerrar las particularidades locales en un corsé rígido modelado según el terreno europeo. La teoría poscolonial no pretende solamente criticar la tradición de la Ilustración: apunta, nada menos, que a sustituirla. “El postulado del universalismo constituye uno de los pilares del poder colonial, pues las características “universales” asociadas a la humanidad pertenecen en los hechos a los dominantes”, explica por ejemplo una de las obras más célebres de estudios poscolonia-
les. El universalismo consolidaría la dominación al pretender hacer valer a toda la humanidad los rasgos específicos de Europa. Las culturas no conformes a estas prescripciones se verían condenadas a un estatuto de inferioridad que las ubicaría bajo una tutoría implícita y les impediría gobernarse por ellas mismas. Como lo explican los autores, “el mito de la universalidad revela una estrategia imperialista (…) sobre la base del postulado de que “europeo” significa “universal” (1). Este argumento combina dos puntos de vista que son el meollo del pensamiento poscolonial. El primero, de orden formal, sugiere que el universalismo ignora la heterogeneidad del mundo social y marginaliza las prácticas o las convenciones consideradas “no conformes”. Y marginar es ejercer una dominación. El segundo, que va más al fondo de la cuestión, ve el universalismo como uno de los fundamentos de la hegemonía europea: el mundo de las ideas se organiza en su mayoría en torno a teorías
La segunda premisa da por sentado que el capitalismo, a medida que asienta su lógica y su dominio, provoca, tarde o temprano, una respuesta de los trabajadores. Los innumerables ejemplos de resistencia a su depredación en los cuatro puntos cardinales del mundo, independientemente de las identidades religiosas o culturales, parecen darles la razón, una vez más, a los teóricos alemanes. Por más heterogéneas y considerables que sean las “inconmensurabilidades” regionales, el capitalismo ataca las necesidades fundamentales propias de todos los seres humanos. Las reacciones que desencadena varían pues tan poco como las leyes de su reproducción. Las modalidades de esta resistencia pueden cambiar de un lugar a otro, pero el resorte que la anima se muestra tan universal como la aspiración al bienestar de todo individuo. Los dos postulados de Marx y de Engels sirvieron de base a más de un siglo de análisis y de prácticas revolucionarias. Su condena en bloque por la teoría poscolonial –que no puede tolerar su contenido francamente universalista– tiene fuertes implicaciones. ¿Qué queda, en efecto, de la crítica radical si de su bagaje teórico se suprime el anticapitalismo? ¿Cómo interpretar la crisis que
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sacude al mundo desde 2007? ¿Cómo comprender el sentido de las políticas de austeridad si no tenemos en cuenta la implacable carrera por las ganancias que determina la marcha de la economía? ¿Qué pensar de la resistencia planetaria que hace escuchar los mismos eslóganes en El Cairo, Buenos Aires, Nueva York o Madrid si nos negamos a ver en ello la expresión de intereses universales? ¿Cómo producir un análisis cualquiera del capitalismo repudiando toda categoría universalizante? Teniendo en cuenta la gravedad de lo que está en juego, se podría esperar de los adeptos a los estudios poscoloniales que –por lo menos– dejen de lado los conceptos de capitalismo y de clase social. Que los consideren suficientemente operativos para exonerarlos de la sospecha de eurocentrismo. Pero no sólo estas nociones no les hacen ninguna gracia sino que, para colmo, les parecen ejemplos de la inanidad básica de la teoría marxista. Para Gyan Prakash, por ejemplo, “hacer del capitalismo el fundamento [del análisis histórico] es homogeneizar historias que siguen siendo heterogéneas”. Los marxistas serían incapaces de aprehender las prácticas exteriores a las dinámicas del capitalismo sino bajo la forma de vestigios destinados a desaparecer poco a poco. La idea según la cual las estructuras sociales podrían analizarse basándose en la dinámica económica que reflejan –su modo de producción– sería no sólo errónea sino impregnada de eurocentrismo. En resumen, cómplice con una forma de dominación imperialista. “Como tantas otras ideas europeas, el relato eurocéntrico de la historia como una sucesión de modos de producción constituye el paralelo del imperialismo territorial del siglo XIX”, afirma Prakash (3). Chakrabarty desarrolla el mismo argumento en su influyente obra Provincialiser l’Europe (4). Según él, la tesis de una universalización del mundo a través de la expansión del capitalismo reduce las dinámicas locales a simples variaciones sobre un mismo tema: cada país sólo se define por su grado de conformidad con una abstracción conceptual, de manera que su propia historia jamás existe, salvo como nota al pie de página del gran relato de la experiencia europea. Los marxistas cometerían además el trágico error de eliminar toda contingencia en su análisis de la evolución del mundo. Su fe en la dinámica universal del capital los volvería ciegos a las posibilidades “de discontinuidades, de rupturas y de cambios en el proceso histórico”. Exenta de las vacilaciones inherentes al libre arbitrio que caracteriza a la humanidad, la historia tal como la conciben los marxistas se emparentaría con una línea recta conducente, de manera ineluctable, a un fin determinado. Como consecuencia de ello, la noción de capitalismo sería no sólo inadmisible, sino políticamente peligrosa: privaría a las sociedades no occidentales de la capacidad de construir su propio futuro. Nadie, sin embargo, niega el hecho de que, en el transcurso del último siglo, el capitalismo se propagó por el planeta entero, imbricándose en casi todas las esferas del mundo en otros tiempos colonizados. Echó raíces en nuevas regiones, comenzando por Asia y América Latina, y afectó necesariamente la configuración social e institucional. La lógica de
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acumulación del capital no dejó indemnes ni a las economías locales, ni a los sectores no económicos obligados a acomodarse a esta presión invasora. Pero aunque el propio Chakrabarty admite que el yugo del capital se extendió a todo el planeta, se niega a ver en ello una forma de universalización del mundo. Según él, el capitalismo sería verdaderamente vector de universalización si, y solo si, todas las prácticas sociales se subordinaran a su ley. “Jamás, ninguna forma histórica de capital, aunque fuera de alcance mundial, podría ser universal”, defiende. “Sea mundial o local, ningún tipo de capital podría representar la lógica universal del capital, en la medida en que toda forma históricamente determinada resulta de un compromiso temporario” entre su aspiración hegemónica y la inflexibilidad de las costumbres y de las convenciones locales. En suma, según él, sólo se podría hablar de universalización si el capital hubiera conquistado las relaciones sociales en su totalidad, privándolas de toda forma de autonomía. Es como para creer que los señores capitalistas recorren el globo con un contador Geiger en la mano con la idea de evaluar la compatibilidad de cada práctica social con sus propios intereses. Más verosímil parece otro panorama: los capitalistas intentan extender su dominio y asegurarse el mejor retorno posible de sus inversiones; mientras nada se oponga a ello, poco les importan las convenciones y las costumbres locales. Sólo cuando el entorno constituye un obstáculo a sus objetivos –estimulando, por ejemplo, la indisciplina de los trabajadores, achicando sus mercados, etc.– nace la necesidad de imponer ajustes y, llegado el caso, alterar las costumbres sociales. Fuera de este caso particular, las “diferentes maneras de ser en el mundo”, en una u otra latitud, dejan totalmente indiferentes a los capitalistas. Parece difícil que la globalización no implique una forma de universalización del mundo. Las prácticas que se expanden a todas partes pueden ser descritas legítimamente como capitalistas y, por ello mismo, se han vuelto universales. El capital avanza y somete a una porción cada vez más importante de la población. Haciéndolo, construye un relato que vale para todos, una historia universal, la del capital. Los teóricos del poscolonialismo admiten de la boca para afuera el reino del capitalismo global, aun cuando le niegan su sustancia. Pero lo que los coloca más aún en apuros es el segundo componente del análisis materialista, el relacionado con fenómenos de resistencia. En verdad, admiten sin dificultad, que el capitalismo siembra la rebeldía a medida que se propaga: la celebración de las luchas obreras, campesinas o indígenas constituye incluso una figura obligada de la literatura poscolonial, que parece en este punto estar de acuerdo con el análisis marxista. Pero, mientras que este último concibe la resistencia de los dominados como la expresión de sus intereses de clase, la teoría poscolonial hace caso omiso de las relaciones de fuerzas objetivas y universales deliberadamente. Para esta teoría, cada hecho de resistencia resulta de un fenómeno local, específico de una cultura, de una historia, de un territorio dado –jamás de una necesidad propia del conjunto de la humanidad–. A los ojos de Chakrabarty, unir las
luchas sociales a intereses materialistas significa “asignar [a los trabajadores] una realidad burguesa, puesto que es sólo en el marco de un sistema de racionalidad como ese que la ‘utilidad económica’ de una acción (o de un objeto, de una relación, de una institución, etc.) se impone como razonable” (5). Escobar escribe también: “La teoría posestructuralista nos invita a renunciar a la idea liberal del sujeto en tanto que individuo hermético, autónomo y racional. El sujeto es el producto de discursos y de prácticas históricamente determinadas en un gran número de campos” (6). Cuando el capitalismo provoca oposiciones, estas deben ser comprendidas como la expresión de necesidades circunscritas a un contexto particular. Necesidades forjadas no sólo por la historia y por la geografía, sino también por una cosmología que se sustrae a toda tentativa de inclusión en los relatos universalizantes de la Ilustración. No cabe ninguna duda de que los intereses y los deseos de cada individuo están culturalmente determinados: en este plano, no hay manzana de la discordia entre teóricos poscoloniales y progresistas más tradicionales. Pero, para no dar más que un ejemplo, ninguna cultura en el mundo condiciona a sus sujetos a desinteresarse de su bienestar físico. La satisfacción de algunas necesidades fundamentales –alimento, vivienda, seguridad, etc.– se impone bajo todos los cielos y todas las épocas, pues es necesaria para la reproducción de la cultura. Por lo tanto, se puede afirmar que algunos aspectos de la acción humana escapan a las invenciones de las culturas, si por esto se entiende que no son específicas a tal o cual comunidad. Reflejan una psicología humana no específica de un período o de un lugar, un componente de la naturaleza humana. Esto no significa que nuestra alimentación, nuestros gustos en materia de vestimenta o nuestras preferencias sobre el tipo de vivienda no dependan de un conjunto de rasgos culturales y de contingencias históricas. Los adeptos del culturalismo no se privan de hacer valer, por otra parte, la diversidad de nuestras formas de consumo como una prueba de que nuestras necesidades están culturalmente construidas. Pero tales obviedades no dicen nada de la común aspiración de los hombres a no morir de hambre, de frío o de desesperación. Ahora bien, el capitalismo se nutre, precisamente, de esta preocupación humana por el bienestar, dondequiera que se instala. Como lo observaba Marx, la “siniestra imposición de las relaciones económicas” alcanza para lanzar a los trabajadores a las redes de la explotación. Esto es verdadero independientemente de las culturas y de las ideologías: desde el momento en que ellos poseen una fuerza de trabajo (y nada más), la venden, pues es la única opción de que disponen para acceder a un nivel mínimo de bienestar. Si su entorno cultural los convence de enriquecer a su patrón, están libres de negarse, por supuesto, pero esto significa, como lo demostró Engels, que son libres de morir de hambre (7). Aunque sirve de fundamento para la explotación, este aspecto de la naturaleza humana alimenta también la resistencia. Es la misma imperiosa necesidad material la que precipita la mano de obra a los brazos de los capitalistas y la que la lleva a rebelarse contra los términos
de su sujeción. Pues el afán desmedido de ganancias incita a los empleadores a recortar los costos de producción y por lo tanto a reducir la masa salarial. En los sectores sindicalizados o de mayor plusvalía, la maximización de las ganancias no excede ciertos límites, permitiendo así que los trabajadores se preocupen por su nivel de vida más bien que de la lucha por la supervivencia cotidiana. Pero en lo que se ha dado en llamar el “Sur”, como también en un número creciente de sectores del mundo industrializado, sucede de otra manera. La indigencia de los salarios se combina a menudo con otras formas de optimización de las ganancias: máquinas obsoletas que se trata de rentabilizar hasta su último suspiro, sobrecarga en el trabajo, prolongación de horarios, falta de pago los días de enfermedad, desconocimiento de accidentes, ausencia de jubilación y de derecho de huelga, etc. En la inmensa mayoría de las plataformas donde prospera el capital, la ley de acumulación arruina sistemáticamente la vocación de bienestar de los trabajadores. Cuando estallan movimientos de protesta, con frecuencia es para reclamar el estricto mínimo vital y no más, como si las condiciones de vida decente se hubieran convertido en un lujo inconcebible. La primera fase del proceso, o sea la sumisión al contrato de trabajo, permite al capitalismo fijarse y expandirse en cualquier parte del mundo. La segunda etapa, la resistencia a la explotación, engendra una lucha de clases en todas las zonas sobre las cuales el capitalismo echó el ojo –o, más exactamente, engendra la motivación por la cual luchar: que esta culmine o no en formas de acción colectiva depende de un vasto abanico de factores contingentes–. Sea como fuere, la universalización del capital tiene por corolario la lucha universal de los trabajadores con la perspectiva de asegurarse su subsistencia. Que de un mismo componente deriven estas dos formas de universalismo de la naturaleza humana no significa de ninguna manera que el asunto termine allí. Para la mayoría de los progresistas, entran en juego otros componentes, otras necesidades que superan cómodamente las barreras culturales: por ejemplo, la aspiración a la libertad, o a la creación o, incluso, a la dignidad. La humanidad no es, por cierto, reductible a una necesidad biológica; pero de todos modos hay que admitir la existencia de esta necesidad, aun si parece menos noble que otras, y darle el lugar que merece en los proyectos de transformación social. El hecho de que la cultura intelectual de izquierda desestime esta evidencia no es un signo tranquilizador en cuanto a su estado de salud. Los estudios poscoloniales jugaron un papel fecundo por más de un motivo. Contribuyeron al impulso de la producción literaria en los países del Sur. En la regresión intelectual que marcó las décadas de 1980 y 1990, reavivaron la llama del anticolonialismo y recuperaron el crédito a la crítica del imperialismo. Sus ataques contra cierta arrogancia eurocéntrica no tuvieron sólo efectos indeseados, lejos de ello. Pero la contrapartida es pesada: al mismo tiempo que el capitalismo revitalizado expande con mayor intensidad su fuerza destructiva, en las universidades estadounidenses la teoría de moda consiste en desmantelar
algunos sistemas conceptuales que permiten comprender la crisis y esbozar perspectivas estratégicas. Los popes del poscolonialismo desperdiciaron hectolitros de tinta en combatir molinos de viento que ellos mismos montaron. Y, de paso, alimentaron el resurgimiento del nativismo y del orientalismo. Pues su objetivo no se limita a privilegiar lo local sobre lo universal: su valorización obsesiva de las particularidades culturales, presentadas como el único motor de la acción política, paradójicamente renovó la imaginería exótica y deprimente que las potencias coloniales tenían sobre sus conquistas. A lo largo del siglo XX, los movimientos anticolonialistas estaban de acuerdo en denunciar la opresión en cualquier parte que ella operara, en razón de que atentaba contra las aspiraciones comunes de los seres humanos. Hoy, en nombre del antieurocentrismo, los estudios poscoloniales regurgitan un esencialismo cultural que la izquierda consideraba, con razón, como una base ideológica de la dominación imperial. ¿Qué mejor regalo para ofrecer a los dictadores que avasallan los derechos de sus pueblos que invocar las culturas regionales para desacreditar la idea misma de derechos universales? La renovación de una izquierda internacionalista y democrática seguirá siendo un voto piadoso mientras no se hayan despejado estas representaciones anticuadas, y se hayan reafirmado los dos universalismos que se oponen: nuestra humanidad común y la amenaza capitalista. 1. Bill Ashcroft, Gareth Griffins y Helen Triffin, The Postcolonial Studies Reader, Routledge, Londres, 1995. 2. Dipesh Chakrabarty, Provincialiser l’ Europe. La pensée postcoloniale et la différence historique, ediciones Amsterdam, París, 2009. 3. Gyan Prakash, “Postcolonial criticism and Indian historiography”, Social Text, nº 31-32, Durham (Caroline du Nord), 1992. 4. Dipesh Chakrabarty, Provincialiser l’ Europe, op. cit. 5. Dipesh Chakrabarty, Rethinking Working Class History : Bengal 18901940, Princeton University Press, 1989. El subrayado es del autor. 6. Arturo Escobar, “After nature : steps to an anti-essentialist political ecology”, Current Anthropology, vol. 40, nº 1, Chicago, febrero de 1999. 7. Friedrich Engels, La Situation de la classe ouvrière en Angleterre, Editions Sociales, París, 1960 (1ª ed.: 1844). *Profesor asociado al Departamento de Sociología de la Universidad de Nueva York. Autor de Postcolonial Theory and The Specter of Capital, Verso, Londres, 2013. Una versión de este texto fue publicada en la edición 2014 de la revista Socialist Register (Merlin Press, Monthly Press y Fernwood Publishing, 2013). Traducción: Florencia Giménez Zapiola
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Nueva misión para los desencantados del progreso
La clase media vuelve al campo La crisis de 2001 marcó el inicio de una tendencia que no deja de crecer entre las clases medias urbanas: la huida de la ciudad hacia el campo, conocida con el nombre de neo-ruralismo. Si bien los motivos para esta migración interna son diversos, lo que los une es la búsqueda de una forma de vida distinta, alejada de la modernidad.
E
Por Julieta Quirós* l neo-rural tiene “conciencia social” –es progre– pero la filosofía práctica de sus actos cotidianos es la del self-made man.
Se está poblando lindo Mollar Viejo… —me decía Framinia en el patio de su casa, debajo de la parra deshojada donde nos habíamos sentado a conversar mientras esperábamos que su nieto terminara de bajar las naranjas. Hacía un par de días que Framinia había ido al velorio de su comadre, en el paraje vecino, y en el trayecto –que hizo en remís porque Domingo se había llevado el sulky–, pudo sorprenderse de ver tanta casa nueva. —Lo desconocí al camino… —me dijo con un tono que olía a optimismo; como si esas construcciones fueran señal de progreso, como cuando llega el agua de red (y el aljibe puede quedar “por si las dudas”) o el tendido eléctrico (y las baterías pueden ponerse en venta). Framinia destacó además “lo lindas” que eran las casas que se estaban haciendo. —Todos los que vienen son gente estudiada y platuda –sentenció. Veamos. Los que vienen. Vienen jóvenes, adultos jóvenes, maduros, jubilados; vienen solos, en pareja, divorciados, con hijos, sin hijos, con hijos por venir. No vienen en busca de “mejores condiciones económicas”; no buscan “trabajo”; vienen por un modo de vida distinto, que consiste en desandar el camino de la modernidad: dejar la ciudad para irse al campo, lugar de “mejores oportunidades” ya no estrictamente económicas sino esencialmente vitales. Gente que no quiere progreso –se saturó de sus secuelas o de buscarlo sin éxito– sino regreso. Resistencia al capitalismo En Europa, como suele decirse, esta peculiar modalidad de migración interna es anterior y tiene un nombre: neo-ruralismo. Sus orígenes datan de los años 60 y 70: una forma de resistir al modo de vivir y morir en el corazón del capitalismo, y más recientemente, una salida a la brutal elitización –también en esto Europa es pionera– de sus metrópolis. Podemos decir que Argentina tiene sus propias versiones neo-rurales fundacio-
nales –la migración hippie a El Bolsón de los años 70 y 80, por ejemplo–. Pero claramente es en los últimos quince y sobre todo diez años cuando la “ida al campo” se ensancha cualitativa y cuantitativamente, al punto de poder referirnos a ella como una tendencia o signo de época. La crisis de 2001 operó (también en esto) como punto de inflexión. Nos habituamos a hablar de los que se fueron afuera, pero también estuvieron los que se fueron adentro: durante la última década, “irse al interior” –proceso emparentado pero diferente al fenómeno country iniciado en los 90– pasó a formar parte del horizonte de posibles (si no propio, sí cercano y familiar) de las clases medias urbanas y suburbanas argentinas. Junto al sur patagónico, otros destinos se tornaron prototípicos: Salta y Jujuy, Misiones, provincia de Buenos Aires (las islas de Tigre, por ejemplo), y en el centro del país, los pueblos serranos del interior de Córdoba. Entre estos úl-
timos está el pueblo donde nació Framinia, de quien yo me convertí en nueva vecina hace un par de años, cuando con mi marido y mi hijo dejamos el departamento que alquilábamos en el barrio porteño de Barracas, para dar inicio a nuestro propio desande neo-rural. Naturalmente, de ahí estas páginas. Hombre blanco en busca de un color El paraguas del neo-ruralismo cordobés –y seguramente también el de otros destinos– abriga un auténtico crisol sociocultural. Están los que vinieron en una huida conservadora y conservacionista del sí, para quienes el “es otra calidad de vida…” del interior se condensa en vivencias como “dejar el auto con la llave puesta”, “criar a tus hijos sin miedo”, “poder dormir tranquilo”; es el tipo de migrante que puede precisar el episodio de inseguridad que lo habría decidido a irse. Están los que vinieron en la apuesta por construir una vida simple, conectada con prácticas y valores que el complejo citadino-capitalista nos hizo desconocer. De corte progresista –en
sus versiones liberal, izquierdista, ecologista, anarquista–, esta gente encuentra en las actividades de campo (y de modo general en el desarrollo de todo tipo de home-made) la posibilidad de constituir una economía autosuficiente, libre de consumo y consumismo. Unos y otros suelen combinar faenas campesinas con otras ocupaciones profesionales (vienen profesores, técnicos, licenciados), de oficio (vienen carpinteros, tapiceros, artesanos), o comerciales (los que montan un emprendimiento productivo, una casita de alquiler en temporada, o un puesto estable en las ferias de artesanías). Para el nacido y criado en la región, mientras tanto, las distinciones de ocupación, procedencia o ideología de sus nuevos vecinos son, por así decirlo, secundarias. En la mayoría de los contextos, el nativo agrupa todas las variantes migratorias en una sola identidad: “los de afuera”, “los llegados”. Cuando está entre los suyos, les reserva un mote
jocoso: los de afuera son, básicamente, jipis. La provincia de Córdoba es sede del segundo asentamiento hippie del país después de El Bolsón: la localidad de San Marcos Sierras. Sin embargo, el movimiento al que la denominación jipi –que así escribo precisamente para distinguirla– hace referencia, abarca una corriente cultural, social y generacional mucho más heterogénea y reciente, de la cual el hippie propiamente dicho es una de sus versiones. Podríamos decirlo así: el hippie de los 70-80 es un tipo (de antece-dente y de intensidad) de jipi. El lugareño considera jipis a personas que no se considerarían hippies a sí mismas –siempre hay alguien más hippie que uno–, ni tampoco serían consideradas hippies por quienes sí se reconocen como tales. Además, uno puede ser “medio jipi”, o situacionalmente jipi. El punto sociológicamente crucial es que todos tenemos algo del jipi. Dicho de otro modo, cada uno de nosotros pone su granito de arena para la realización de ese tipo social. En la vida real,
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oposición a la izquierda): era el lado del Estado por oposición al de la Sociedad.
los rasgos que lo caracterizan se presentan distribuidos en fragmentos, dosis y combinaciones variables. Pero se presentan, y aquí –a riesgo de incurrir en un estereotipo improcedente para cualquier antropología académicamente correcta– va un bosquejo.
Ocurre que el migrante viene con esa disposición perfectamente incorporada de imaginar un Estado de contornos precisos –esa línea que separa mi escoba del barrido público–. “Lo que le corresponde” al Estado es una frase que está en su cabeza, e inclusive podemos oírle decir. Nociones que, aplicadas de modo irrestricto, pueden valerle unos cuantos malentendidos. El gobierno comunal organiza un festival de temporada con la idea de recaudar unos pesos; ese día sus empleados y otros vecinos estarán trabajando en la cocina, la cantina, la parrilla, la caja. A todos les gustaría que la Comuna pagara esas jornadas de trabajo (sería señal de desarrollo: un Estado que superó el estadio de la empanada case-ra), pero mientras eso no sucede, ellos están ahí. El nuevo vecino no va al festival: le parece mal que el municipio cobre una entrada. Tampoco arma su puesto el artesano de la Feria: ni siquiera sospecha que el intendente espera contar con la presencia de la Feria como parte de las atracciones del evento. No se le ocurre tal cosa porque está tratando con (su) Estado, y al Estado no se le da: al Estado se le pide, se le demanda –y, lógicamente, de él siempre se sospecha–.
El artesano de un mundo de puro bien. Por definición, el jipi procura construir lo que el poeta Martín Rodríguez llamó “un mundo de puro bien” (1). Guiado por diversos paradigmas espirituales (yoga, budismo, metafísica, alimentación natural, medicinas alternativas, saberes ancestrales), busca desplegar los valores de la conciencia, la luz y la armonía; su misión cotidiana se expresa, por tanto, en una vida cuidada y cuidadosa: el jipi promueve la conducta paciente, la sonrisa y el saludo al prójimo; reprueba y contiene la ira, el grito y la mala palabra. Es poco común verlo practicar la ironía, el sarcasmo o cualquier uso figurado del lenguaje. Valora la libertad corpórea y sensorial; festeja la danza y el abrazo con sus semejantes. Su hexis corporal, sin embargo, evita el gesto sexual: en público no demuestra, ni deja adivinar amor erótico; es raro oír al jipi hablar de sexo, y el humor sexual, demasiado ligado a la cultura machista que combate, queda excluido de su repertorio. El hombre que se hace a sí mismo. La mudanza al campo puede transcurrir con la vehemencia propia de una conversión religiosa: el nuevo yo necesita sacrificar al viejo yo. Y por eso el neo-rural no muestra curiosidad por saber de dónde venimos. Sus antepasados (tanos, polacos, judíos) no le convencen –preferiría tener uno comechingón, por ejemplo–, ergo, evita las genealogías. El jipi no te pregunta de tu historia ni te cuenta de la suya; se siente a gusto hablando de sí mismo en tiempo presente: las técnicas de adobe que usó en cada pared, las propiedades terapéuticas de la hierba de burro que recolectó esa mañana. El neo-rural tiende a prescindir también de aquellos trazos que podrían encuadrarlo en una posición sistémica. “Gente estudiada y platuda”, diagnostica Framinia. “Los jipis se visten así, pero en el fondo están llenos de guita”, nos dijo una vez un paisano a una compañera y a mí; mi compañera se molestó y miró para otro lado, y cuando el hombre se fue, me dijo: —¡Mirá la imagen prejuiciosa que tiene el tipo…! ¡No tiene idea de que vivo con la mitad de guita de la que vive él! Mi compañera no podía ver (al migrante le cuesta ver) que puede vivir con menos plata que el paisano promedio, pero aun así puede pertenecer a una clase social que está por encima de la del paisano promedio. Ese paisano no va a heredar un dos ambientes en Caballito, ni el chalecito en Glew o en Río Cuarto; no tiene esa propiedad en Rosario por la que puede recibir una renta mientras alquila otra a mitad de precio en el interior; tampoco padres de la pequeño burguesía que vayan a regalarle los cimientos para arrancar con la casa, o a bancarle, sin plazo de devolución, los gastos del arreglo del auto. El nativo de familia propietaria puede tener y heredar campo, e incluso irle muy bien, pero no tiene el título de maestro que lo habilita a integrar el plantel de la escuela con sueldo en blanco, obra social y vacaciones; no tiene los saberes para convertir su arrope de algarroba en un producto orgánico a los ojos del turista; no hizo la carrera de diseño que le permitiría confeccionar la etiqueta del frasco, tampoco el curso de artes visuales en el Centro Cultural Rojas con el
“Yo no soy Macri”, decía el intendente, lo que era decir: “Esto no es Buenos Aires”. ¿Y qué es Buenos Aires sino el lugar donde podemos hacer cómodamente del Estado un Otro? Allí la divisoria se fabrica y se subraya cada día. Ocurre que en ciertos lugares de campo (también) el Estado es un lugar más casero: prepara el relleno de sus empanadas y pide prestado los tablones a don Sixto; y es al neorural, militante del home-made, a quien hacerse esta idea-práctica más le cuesta.
que podría darse maña, ni tampoco tiene el amigo diseñador que se la confeccione y se la mande por mail “de onda”.
gía”, profesa– es la del self-made man que no le debe nada a nadie: ni a su pasado, ni a sus padres, ni a su clase.
Para ponerlo en una imagen: la migración neo-rural proviene de una multiplicidad porosa de clases medias –medias chetas, medias plebeyas, medias metropolitanas, suburbanas y provincianas–, pero es decisivamente blanca. Cualquier reunión jipi puede distinguirse a lo lejos: mucho niño rubio junto. El llegado tiende a desconocer o empequeñecer estas variables porque su épica necesita de la figura del individuo. De las tantas zonas de contacto entre el sueño americano y el budismo zen leído por generaciones que asimilaron capitalismo de chiquitas, hay una que reza: “Tuyos son tus méritos, tuyos son tus fracasos; si hacés las cosas bien, te va bien”.
La lucha por el regreso. El migrante promedio vive en una operación de rescate de lo que se perdió o está por perderse. Recupera viejos usos y costumbres, lenguajes de otros tiempos; lo enorgullece ver al puestero bajando a caballo; lo fastidia el rugir impune de las motos de los pibes. Concurre optimista a la peña folklórica: si come carne se permite un choripán; aprovecha la pista para bailarse una chacarera; se retira a dormir cuando el predio explota porque llegó el grupo melódico de Jesús María. El jipi lamenta que el paisano prefiera emplearse en la construcción a continuar con sus actividades de campo; sobre todo lamenta que siga vendiendo tierra. Al paisano, mientras tanto, los miedos del nuevo vecino le resultan desproporcionados: “Un loteo para un complejo de cincuenta cabañas, ¿cuál es el problema?”, se pregunta. Me decía una vez un vecino nacido y criado, antaño recolector de yuyos, hoy un ayudante de albañil:
El neo-rural tiene “conciencia social” –no es facho, es progre, y de hecho apuesta, con su forma de vida, a una transformación propiamente colectiva–, pero la filosofía práctica de sus actos cotidianos “Es una cuestión de ener-
—La otra vuelta escuché al Ernesto decir que estaba preocupado porque en la sierra estaban vendiendo todo… Pero resulta que cuando él compró no estaba preocupado… Todos quieren comprar y ser los últimos en comprar. Qué vivos… Sociedad y Estado El migrante conoce en carne propia el daño irreversible del progreso y vino dispuesto a hacer valer sus derechos para resistirlo. Y el cuidado de ese lugar elegido para vivir es uno de los asuntos que, en la vida ordinaria, lo llevan a hablar con el Estado. “Yo no soy Macri, loco, estoy repodrido de que me traten como si fuera Macri” –se quejaba una vez el intendente del pueblo de Framinia, y traía la comparación y el tono desdeñoso para pronunciar ese apellido porque sabía que Macri era el enemigo político de esa gente, los nuevos vecinos. “¿Por qué siempre piensan que quiero hacer negocios? ¿Por qué me tienen que poner siempre del otro lado?” – volvía a protestar el intendente, y en esa ocasión, como en tantas otras, ese “otro lado” no era solamente la derecha (por
Vino dispuesto a salir de lo que la socióloga Maristella Svampa llamó “ciudadanía del consumo” (2), pero de la ciudadanía a secas no sale ni por casualidad. ••• El nieto de Framinia pudo entregar los dos mil pesos para sacar la moto en cuotas. Es medianoche y la moto viaja a toda velocidad sin casco; el cuarteto se oye cada vez más cerca y ahora está al palo: es la moto que llegó a la puerta del boliche, el boliche moderno de pueblo adonde van los pibes de los pueblos. La chica despliega la pierna comprimida en el pantalón y se echa a andar, el haz rojo del cartel luminoso deja adivinarle los contornos; ella avanza cantando la letra, esa letra que habla de un sexo que no es reproductivo ni tántrico, es sexo puro, puro sexo en el vaso de hielo que se llena mientras las madres le rezan a alguna virgen; y el llegado, descalzo en su jardín, contempla: contempla el cuarto menguante, contempla su huerta y su casa, y el fruto de chañar que lo espera mañana, a la hora cierta de la recolección. 1. Ministerio de Desarrollo Social, DR>, EBook, Buenos Aires, 2012. 2. Desde abajo. La transformación de las identidades sociales, UNGS/Biblos, Buenos Aires, 2000. *Antropóloga, investigadora del CONICET. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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Argelia cambia; el sistema no
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Por Jean-Pierre Sereni*
A fines del verano boreal de 2013 soplaban vientos de pánico en las más altas esferas del poder –confiaba un ministro en actividad en ese momento–.
En pocos días, el partido, los servicios de seguridad, el gobierno y el ejército fueron puestos patas arriba.” El Frente de Liberación Nacional (FLN), mayoría en la Asamblea Nacional, se apresuró a designar a un nuevo secretario general. Amar Saadani, en 2007 eyectado de su escaño de presidente del Parlamento por negociados nunca aclarados, fue impuesto por la fuerza a un comité central que no lo quería. La policía política, que en el Estado Mayor del Ejército lleva el nombre de Departamento de Inteligencia y Seguridad (DRS, por su sigla en francés), vio cómo su jefe, el misterioso e inamovible general Mohamed Mediène, apodado Tufik, era públicamente “desvestido”, lo que en Argelia significa humillado, por Saadani. Con gran repercusión se le retiraron varias de sus atribuciones, como la distribución de la publicidad estatal a los diarios o la manipulación de los partidos, sindicatos y asocia-
A lo largo de los años, el Estado se fue reduciendo a un solo hombre, quien decide todo o casi todo, rebajando a los ministros y responsables de las instituciones de la República al ingrato papel de figurantes intercambiables. “Es difícil convivir con el personaje –confiesa uno de sus ex primeros ministros. Autoritario, puntilloso, suspicaz, es un bonapartista de alma.” ciones, considerados como garantía de la fachada pluralista del régimen. Diez ministros, de los cuales cuatro ejercían funciones soberanas (Defensa, Interior, Justicia y Relaciones Exteriores), fueron despedidos sin preámbulos. Cuando el jefe de Gobierno los recibió, escucharon que se les decía –excepto a uno, reubicado en el Tribunal Constitucional–: “No cuestionamos tus resultados, pero…”. ¿Pero qué? A mediados de agosto, un mes después del retorno del Presidente de la República, Abdelaziz Bouteflika, hospitalizado en París durante tres meses por un accidente cerebrovascular (ACV) que lo dejó muy disminuido, estalló el escándalo en Milán. Un dirigente italiano de la Saipem, una filial del grupo petrolero Ente Nazionale Idrocarburi (ENI), confesó haber pagado cerca de 200 millones de dólares a intermediarios argelinos a cambio de contratos por un total de 11.000
millones de dólares. La enormidad de la suma apenas conmovió a las autoridades de Argel. Su inquietud se centraba en otra parte: por primera vez eran jueces extranjeros –italianos, franceses y estadounidenses– los que informaban de un caso de corrupción. Nada que ver pues con los escándalos que, desde 2009, saltan a los titulares sin que nunca desemboquen en algún tipo de proceso. La justicia argelina aprendió a inclinarse. El presidente de un tribunal del oeste del país confiesa, avergonzado: “En un asunto delicado, cuando anuncio que el tribunal se retira a deliberar, sé que en realidad voy a la antesala a tomar el café junto con mis asesores, a la espera del llamado telefónico que nos dará el veredicto”. El mismo día de su entronización a la cabeza del FLN, el 1º de septiembre de 2013, Saadani se precipitó al despacho del ministro de Justicia, Mohamed
Charfi. Lo conminó a suprimir del expediente el nombre del ex ministro de Energía, Chakib Khelil, considerado cercano a Bouteflika. Le hizo comprender que si se negaba o fracasaba, perdería su puesto. Once días después, Charfi era destituido, junto con nueve de sus colegas… En vísperas de la elección presidencial, la cumbre del poder interpretó el escándalo como un intento de desestabilización, semejante al que afectó en Turquía al primer ministro Recep Tayyip Erdogan. Sus instigadores, que los medios de comunicación del Estado denunciaron pero sin identificarlos, estarían en el exterior (1); ¿pero no tendrían un enlace in situ? Por fuerza el DRS sabía del golpe: se especializó en las investigaciones sobre corrupción y sacó a la luz varios asuntos que comprometían al entorno del jefe de Estado. Uno
de ellos, bautizado “Sonatrach 1”, se relaciona también con el sector petrolero; en otro, se trata de la construcción de la autopista este-oeste, adjudicada en condiciones oscuras a empresas chinas y japonesas. ¡Por lo tanto, había que neutralizar al general Tufik! Said maneja los hilos Promovida como un favor personal a un Buoteflika debilitado, una “banda de los cuatro” (2) se debilitado de eso. En China, en 1976, cuando el presidente Mao Zedong estaba agonizando, su esposa Jiang Qing aprovechó para imponerse a la Nomenclatura Comunista; en Argelia, cuarenta años más tarde, es el hermano menor de Bouteflika, Said, quien desempeña ese papel. Es apoyado por el director de campaña de Bouteflika, Abdelmalek Sellal, el secretario general del FLN, Saadani, y Amar Ghoul, ministro de Transporte y personaje destacado de la esfera de influencia islamista, quien cubrió el escándalo de la autopista este-oeste. En tanto asesor especial de la Presidencia, Said Bouteflika actúa como enlace entre el mundo exterior y su hermano, recluido en una residencia médica de Sidi Fredj, unos veinte kilómetros al oeste de Argel. “Es él quien administra el país, y su único adversario es el DRS. Todo el mundo se baja los pantalones ante él: los ministros, los walis [prefectos], la policía, los
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altos responsables… Dispone de la línea telefónica de la Presidencia, entonces todos le obedecen”, declara un general jubilado, Hocine Benhadid, quien dice hablar en nombre de sus camaradas (3). “Y en el ejército, Gaid Salah está con él. Pero señalo que lo apoya sólo Gaid Salah en tanto individuo, y no el ejército en tanto institución.” En efecto, el jefe del Estado Mayor, Ahmed Gaid Salah, un general de 74 años conocido por su brutalidad y sus ideas limitadas, es el cuarto miembro de la banda, y sin ninguna duda el más poderoso. “En 1992, desde la interrupción del proceso electoral (4), un cónclave de la jerarquía militar debidamente constituido decidía la conducta a adoptar. Por un lado estaba el Estado Mayor, las regiones militares, las grandes unidades, y por el otro los servicios de inteligencia, que cumplían el rol de interfaz con la entidad política. Pero las decisiones se tomaban por consenso”, explica el ex coronel del DRS Mohamed Chefik Mesbah, quien de hecho asegura las relaciones públicas de su antigua “casa”, además de otras menos visibles. Al nombrar a Gaid Salah como viceministro de Defensa en la remodelación ministerial del 11 de septiembre, Bouteflika colocó a un hombre suyo a la cabeza del Soviet de generales que gobernaba al ejército y –en parte– a Argelia. Tres de ellos fueron jubilados en enero de 2014, mientras que un antiguo responsable de la lucha antiterrorista era denunciado ante el tribunal militar de Blida. Los otros se callan. Hasta hoy, no respondieron a la solemne invitación que les hiciera a fines de febrero Mouloud Hamrouche, ex primer ministro “reformador” de 1989 a 1991: “Convoco al Ejército Nacional Popular a salvar a Argelia”. El “sistema” sigue vivo. La “banda de los cuatro” lo sostiene y orquesta la campaña para un cuarto mandato que conduce, por persona interpuesta, el Presidente saliente, en el cargo durante quince años y demasiado debilitado para hacerlo él mismo. A lo largo de los años, el Estado se fue reduciendo a un solo hombre, quien decide todo o casi todo, rebajando a los ministros y responsables de las instituciones de la República al ingrato papel de figurantes intercambiables. “Es difícil convivir con el personaje –confiesa uno de sus ex primeros ministros. Autoritario, puntilloso, suspicaz, es un bonapartista de alma.” Ocultando mal su desprecio por un Parlamento mediocre, surgido del fraude que permitió o al menos alentó, Bouteflika prefiere las resoluciones a las leyes, los nombramientos a las elecciones, las maniobras y la astucia al debate. Modernización, a pesar de todo Es cierto que, hasta hoy, la oposición apenas le causó molestias. Islamistas, nacionalistas y demócratas están divididos en incontables tendencias, camarillas y grupos rivales. También esta vez, cuando se acerca el 17 de abril, fecha del recambio presidencial, primero se oponen entre ellos. ¿Hay que presentarse a la elección, abstenerse o aliarse a la candidatura oficial? Existen todas las posiciones. Los grupos yihadistas, concentrados en algunas regiones montañosas y en el gran Sur, asustan aun más a la población que las autorida-
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des, incluso si asestaron un duro golpe a la principal industria del país cuando, en enero de 2013, atentaron contra un complejo gasístico en Tiguentourine, cerca de la frontera libia. En la oposición emerge un hombre que dirige una campaña digna de ese nombre: Alí Benflis. Ministro de Justicia, había renunciado para protestar contra la apertura de campos de detención (5) en el verano boreal de 1991. Jefe de Gobierno durante el primer mandato de Bouteflika, más tarde se le opuso y se presentó en las elecciones de 2004, donde obtuvo el 6% de los sufragios en uno de los escrutinios más arreglados. Ex decano del Colegio de Abogados, cuenta con apoyo en los medios judiciales, en el FLN –del cual fue secretario general–, y dispone de redes activas en todo el país, incluso entre los Hermanos Musulmanes. Benflis propone iniciar la transición democrática mediante una Conferencia Nacional abierta a todas las tendencias, con el fin de redactar una nueva Constitución, dar independencia a la justicia y más peso al legislador. En un bar de Hussein Dey, cerca de Argel, hablamos con Khaled, un pintor de obra de 37 años que resume a su manera la opinión del hombre de la calle, más escéptico que nunca: “Bouteflika está perimido. El libreto ya fue escrito, la elección no cambiará nada… Aunque Barack Obama fuera electo presidente de Argelia, nada cambiaría…”. Sin embargo, Argelia sí cambia. La autopista de tres carriles que la atraviesa de este a oeste, vigilada por la gendarmería, permite ver un paisaje renovado: en el campo pululan las nuevas construcciones, a menudo sin terminar; las aldeas se convierten en ciudades y la gran explotación acapara las tierras trabajadas con tractores por nuevos empresarios agrícolas. En el este, entre Bordj Bou Arreridj y Sétif, se descubre un conato de industrialización privada: fábricas de ladrillos, de refrescos, canteras, molinos, agroalimentarias, plantas de montaje se suceden a lo largo de la antigua ruta nacional. En Bordj, Condor, un conglomerado familiar que emplea a seis mil quinientos asalariados, fabrica paneles solares, aire-acondicionados, televisores de pantalla plana, teléfonos celulares y tabletas. Estamos lejos de las plantas “ensambladoras”. “La integración se impulsa cuando es económicamente rentable”, explica el director ejecutivo, Abdelmalek Benhamadi. En el otro extremo del país, en Tlemcen (6), una empresa negocia con un grupo europeo la deslocalización en Argelia de una unidad de impresión. Indudablemente, será una primera experiencia. Mano de obra barata (200 euros promedio por 40 horas semanales), crédito bonificado y energía poco onerosa favorecen a los industriales, mucho menos numerosos, sin embargo, que los hombres de negocios que partieron al asalto de los mercados públicos (varios miles de millones de dólares por año), gracias sobre todo a sus relaciones en el seno del poder. En Argel, las dos conquistas recientes de las clases medias, el auto y el aire-acondicionado, son omnipresentes en las calles y sobre las fachadas. Por la mañana, los ejecutivos emplean fácilmente más de una hora en llegar a sus
oficinas, y otro tanto por la tarde para regresar a sus domicilios, a menudo en un complejo perdido en un decorado sin terminar de terrenos baldíos, de rebaños de ovejas y, aquí y allá, asentamientos precarios. Tienen nuevas necesidades que el sector público se revela incapaz de satisfacer. El desarrollo de escuelas privadas y jardines de infantes es espectacular. En el primer piso de inmuebles burgueses del centro de la capital, innumerables carteles prometen una formación exprés de cocinero, o cursos de idiomas. En Dely Ibrahim, en las alturas de Argel, la clínica Al-Azhar (ciento diez camas, trescientos asalariados), construida en 2005, exhibe un relumbrante modernismo. “La seguridad de estar bien atendido es una exigencia que aumenta. Los médicos de los hospitales públicos nos mandan mucha gente”, afirma su director, el doctor Djamal-Eddine Khodja-Bach. Sin duda, no es casualidad: algunos minutos ntes del anuncio de su nueva candidatura, durante un debate en un canal de televisión privado (7), una de esas médicas, la doctora Amir Bouraoui, cabecilla de la primera manifestación anti-Bouteflika, manifestó frente a una diputada favorable al cuarto mandato: “¡Soy ginecóloga en un hospital público, y me indigna ver a mujeres obligadas a compartir una misma cama después de dar a luz, cuando su candidato se hace curar en Val-de-France!”. Argelia evoluciona más rápido que sus dirigentes. 1. El 17 de febrero de 2014, la visita a Túnez del secretario de Estado estadounidense John Kerry, quien por segunda vez en cinco meses evitaba hacer escala en Argel, confirmó las sospechas: es evidente que Washington no desea apoyar la nueva candidatura de Bouteflika. 2. La “banda de los cuatro” es el nombre dado a un grupo de dirigentes chinos –entre ellos Jiang Qing– arrestados el 6 de octubre de 1976, un mes después de la muerte de Mao Zedong. 3. “Tout sur l’Algérie”, 12-02-2014, www.tsa-algerie.com 4. En enero de 1992, el gobierno interrumpió entre las dos vueltas las elecciones legislativas que favorecían al Frente Islámico de Salvación (FIS), desencadenando la guerra civil de la “década negra”. 5. Tras las manifestaciones del FIS, algunos decretos permiten al ejército arrestar y recluir a miles de sus militantes. Los campos del Sur se llenaron aun más después de la interrupción del proceso electoral. 6. Véase “Jours tranquilles en Algérie”, Le Monde diplomatique, febrero de 2010. 7. Echourouk TV, 27-2-14. *Periodista. Traducción: Teresa Garufi
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Megafusiones en la comunicación
Todos bajo control La adicción digital se propaga a una velocidad sin precedentes. Los niveles astronómicos que alcanza la demanda de datos impulsa una ola de megafusiones entre los mastodontes de las telecomunicaciones que amenaza la privacidad de los usuarios.
E
Por Ignacio Ramonet*
n la película Her (1), que acaba de ganar el Oscar al mejor guión original y cuya acción transcurre en un futuro próximo, el personaje principal, Theodore Twombly (Joaquin Phoenix), adquiere un sistema operativo informático que funciona como un asistente total, plegándose intuitivamente a cualquier requisito o demanda del usuario. Theodore lo elige con voz de mujer y mediante su teléfono inteligente se pasa horas conversando con ella hasta acabar perdidamente enamorado. La metáfora de Her es evidente. Subraya nuestra creciente adicción respecto al mundo digital, y nuestra inmersión cada vez más profunda en un universo desmaterializado. Pero si citamos aquí este film no es sólo por su moraleja sino porque sus personajes viven, como lo haremos nosotros mañana, en una atmósfera comunicacional aun más hiperconectada. Con alta densidad de phablets, smartphones, tabletas, videojuegos de última generación, pantallas domésticas gigantes y computadoras dialogantes activadas por voz... La demanda de datos y de videos alcanza efectivamente niveles astronómicos. Porque los usuarios están cada vez más enganchados a las redes sociales. Facebook, por ejemplo, ya tiene más de 1.300 millones de usuarios activos en el mundo; Youtube, unos 1.000 millones;
Twitter, 750 millones; WhatsApp, 450 millones... (2). En todo el planeta, los usuarios ya no se conforman con un solo modo de comunicación sino que reclaman el“cuádruple play” o sea el acceso a Internet, televisión digital, teléfono fijo y portátil. Y para satisfacer esa insaciable demanda, se necesitan conexiones (de banda ultraancha de muy alta velocidad) capaces de aportar los enormes caudales de información, expresados en cientos de megabits por segundo. Pero ahí surge el problema. Desde el punto de vista técnico, las redes ADSL (3) actuales –que nos permiten recibir Internet de banda ancha en nuestros smartphones, hogares u oficinas– ya están casi saturadas... Gigantes de las telecomunicaciones ¿Qué hacer? La única solución es pasar por las rutas del cable, ya sea coaxial o de fibra óptica. Esta tecnología garantiza una óptima calidad en la transmisión de datos y de videos de banda ultraancha, y casi no tiene límites de caudal. Estuvo en boga en los años 80. Pero fue arrinconada porque requiere obras de envergadura de alto coste (hay que cavar y enterrar los cables, y llevarlos hasta la puerta de los edificios). Sólo unos cuantos cableoperadores siguieron apostando por su fiabilidad, y construyeron con paciencia una tupida red de clables. La mayoría de los demás prefirieron la técnica ADSL más barata (basta con instalar una red de antenas) pero, como hemos dicho, ya casi saturada. Por eso, en este momento, el movimiento general de las grandes firmas de telecomunicaciones (y también de los especuladores de los fondos de capital de riesgo) consiste en buscar a toda costa la fusión con los cableoperadores cuyas “viejas” redes de fibra representan, paradójicamente, el futuro de las autopistas de la comunicación.
Este contexto tecnológico y comercial explica la reciente adquisición, en España, de ONO, el mayor operador local de cable, por la firma británica Vodafone (4) a cambio de 7.200 millones de euros. Cuarto operador español, ONO dispone de 1,1 millones de líneas móviles y 1,5 millones de líneas fijas, pero, sobre todo, lo que le da valor es su extensa red de cable que alcanza los 7,2 millones de hogares. El 60% del capital de ONO ya estaba en manos de fondos internacionales de capital de riesgo, por las razones que acabamos de
explicar, que las firmas gigantes de telecomunicaciones desean adquirir, a cualquier precio, a los cableoperadores. En todas partes, los fondos buitre están comprando los operadores de cable independientes con el propósito de cosechar importantes plusvalías al revenderlos a algún comprador industrial. Por ejemplo, en España, los tres operadores de cable regionales –Euskatel, Telecable y R– han sido objeto de adquisiciones especulativas. En 2011, el fondo de capital de riesgo estadounidense The Carlyle Group compró el 85% del operador de cable asturia-
no Telecable. En 2012, el fondo italiano Investindustrial y el estadounidense Trilantic Capital Partners se hicieron con el 48% del operador vasco Euskatel. Y el mes pasado, el fondo británico CVC Capital Partners (5) adquirió el 30% que le faltaba del operador gallego R (6), al que ahora controla en su totalidad. A veces las fusiones se hacen en sentido inverso: el cableoperador es quien adquiere una compañía de telecomunicaciones. Acaba de suceder en Francia, donde la principal firma de
cable, Numericable (5 millones de empresas u hogares conectados), está tratando de comprar, por casi 12.000 millones de euros, al tercer operador francés de telefonía, SFR, propietario de una red de fibra óptica de 57.000 km... Otras veces son dos cableoperadores los que deciden unirse. Está sucediendo en Estados Unidos, donde los dos principales cableoperadores, Comcast y Time Warner Cable (TWC), han decidido unirse (7). Juntos, estos dos titanes tienen más de 30 millones de abonados a quienes procuran servicios de Internet de banda ancha
y de telefonía móvil y fija. Ambas firmas, asociadas, controlan además un tercio de la televisión paga. Su megafusión se haría bajo la forma de una compra de TWC por Comcast por el colosal precio de 45.000 millones de dólares (36.000 millones de euros). Y el resultado será un mastodonte mediático con una cifra de negocios estimada en cerca de 87.000 millones de dólares (67.000 millones de euros). Suma astronómica, como la de los demás gigantes de Internet, en particular si la comparamos con la de algunos grupos mediáticos de prensa escrita. Por ejemplo, la cifra de negocios del grupo PRISA, primer grupo de comunicación español, editor del diario El País y con fuerte presencia en América Latina, es de menos de 3.000 millones de euros (8). La de The New York Times es inferior a 2.000 millones de euros. La del grupo Le Monde no pasa de 380 millones de euros, y la de The Guardian ni siquiera alcanza los 250 millones de euros. Los abusos En términos de potencia financiera, frente a los mastodontes de las telecomunicaciones, la prensa escrita (aun con sus sitios web), pesa poco. Cada vez menos (9). Pero sigue siendo un indispensable factor de alerta y de denuncia. En particular de los abusos que cometen los nuevos gigantes de las telecomunicaciones cuando espían nuestras comunicaciones. Gracias a las revelaciones de Edward Snowden y de Gleen Greenwald, difundidas por el diario británico The Guardian, hemos conocido que la mayoría
de los colosos de Internet fueron –y siguen siendo– cómplices de la National Security Agency (NSA) para la aplicación de su programa ilegal de espionaje masivo de comunicaciones y uso de redes sociales. No somos inocentes. Cual esclavos voluntarios, y aun sabiendo que nos observan, seguimos dopándonos con droga digital. Sin importarnos que cuanto más crece nuestra adicción más entregamos la vigilancia de nuestras vidas a los nuevos amos de las comunicaciones. ¿Vamos a seguir así? ¿Podemos consentir que estemos todos bajo control? 1. Director: Spike Jonze, 2013. 2. Es interesante señalar, en este contexto, la reciente compra, por Facebook, de WhatsApp, “el servicio de mensajería más popular del mundo” (con 450 millones de usuarios), por la monumental suma de 19.000 millones de dólares. 3. ADSL: sigla del inglés Asymmetric Digital Subscriber Line (Línea digital asimétrica de abonado). Es una tecnología de acceso a Internet de banda ancha. 4. En 2011, Vodafone compró el cableoperador británico Cable&Wireless, y en 2012 adquirió el principal cableoperador alemán Kabel Deutschland. 5. CVC Capital Partners ya adquirió, en 2010, la empresa helvética Sunrise, segundo operador de telefonía en Suiza, que posee más de 7.500 km de red de fibra óptica. 6. R Cable y Telecomunicaciones Galicia S.A. ofrece servicios de Internet de banda ancha, televisión, telefonía móvil y fija a cerca de un millón de viviendas y empresas de unas 90 localidades gallegas. 7. Este proyecto de megafusión aún no tiene el visto bueno de la división antitrust del Departamento de Justicia estadounidense. 8. Exactamente de 2.726 millones de euros. PRISA registró, en 2013, una pérdida neta de 649 millones de euros, más del doble que en 2012. 9. Véase Ignacio Ramonet, La explosión del periodismo, Clave Intelectual, Madrid, 2012. *Director de Le Monde diplomatique, edición española. © Le Monde diplomatique, edición española