Benemérita Escuela Normal “Manuel Ávila Camacho” Licenciatura en Educación Preescolar 5º Semestre Literatura infantil y creación literaria Lizeth Guadalupe Gutiérrez Pérez
PINOCHO Había una vez… -
¡Un rey! – dirán en seguida mis pequeños lectores.
No, muchachos, se han equivocado. Había una vez un trozo de madera. No se trataba de una madera, lujosa si no de un simple trozo de madera del montón, de esas que en invierno se echaban en las estufas y en las chimeneas para encender el fuego y para caldear las habitaciones.
No sé cómo acaeció, pero el hecho es que un buen día ese trozo de madera fue a parar al taller de un viejo carpintero que tenía por nombre maese Antonio, aunque todos le llamaban maese Cereza a causa de la punta de su nariz, que siempre se hallaba lustrosa y amoratada como una cereza madura. Apenas vio maese Cereza aquel trozo de madera, se puso muy alegre y, frotándose las manos de puro contento, refunfuñó a media voz: –Esta madera ha llegado en el momento oportuno y quiero hacer uso de ella para construir la pata de una mesita. Dicho y hecho. Tomó en seguida su afilada hacha para comenzar a descortezarla y a rebajarla; pero cuando estuvo a punto de darle el primer hachazo, se quedó con el brazo suspendido en el aire, porque sintió una vocecilla extremadamente sutil, que dijo a modo de ruego: –¡No me pegues tan fuerte! ¡Imagínense cómo se quedó el bueno y viejo Cereza! ¡Sus extraviados ojos dieron vuelta a la habitación para ver de dónde podía haber salido aquella vocecilla, y no vio a nadie! ¡Miró bajo el banco, y nada; miró dentro de un armario que siempre estaba cerrado, y nada; miró en el canasto de las virutas de serrín, y nada; abrió asimismo la puerta del taller para echar una ojeada a la calle, y nada! ¿Y entonces...?
–Comprendo –dijo luego riendo y rascándose la peluca–, se ve que yo mismo he imaginado esa curiosa vocecilla. Pongámonos de nuevo a trabajar. Y cogiendo otra vez el hacha, dio un golpe imponente al trozo de madera. –¡Ay! ¡Me has hecho daño! –gritó quejándose la misma vocecilla. Esta vez Cereza se quedó estupefacto. Los ojos se le salían de las órbitas por el miedo, la boca se le abría de par en par, y la lengua le colgaba hasta el mentón, como en el mascarón de una fuente. Apenas recuperó el uso de la palabra, comenzó a decir temblando y balbuciendo de miedo: –Pero ¿de dónde habrá salido esta vocecita que ha dicho ¿«ay»? Y, sin embargo, aquí no se ve un alma. ¿Habrá sido casualmente este trozo de madera el que ha aprendido a llorar y a quejarse como un niño? Yo no lo puedo creer. “Así que el maestro Cereza” regaló el trozo de madera a su amigo Geppeto, que fabricó con él un muñeco maravilloso, que sabía bailar, esgrimir y dar saltos mortales. Ahí precisamente comienzan las aventuras. La casa de Geppeto era una planta baja, el mobiliario no podía ser más sencillo: una mala silla, una mala cama y una mesita maltrecha. En la pared del fondo se veía una chimenea con el fuego encendido; pero el fuego estaba pintado, y junto al fuego había también una olla que hervía alegremente y despedía una nube de humo que parecía de verdad. Apenas entrando en su casa, Geppeto fue a buscar sin perder un instante los útiles de trabajo, poniéndose a tallar y fabricar su muñeco. --¿Qué nombre le pondré? -- preguntándose a sí mismo--. Le llamaré Pinocho. Entonces, comenzó a construirlo, le hizo los ojos, la nariz; cuando estuvo lista, empezó a crecer; y crece que crece convirtiéndose en pocos minutos en una narizota que no se acababa nunca. El pobre Geppeto se esforzaba en recortársela, pero cuando más la acortaba y recortaba, más larga era la impertinente nariz. Después de la nariz hizo la boca. No había terminado de construir la boca cuando de súbito ésta empezó a reírse y a burlarse de él. --¡Para de reír! --dijo Geppeto enfadado; pero fue como si lo hubiese dicho a la pared. --¡Cesa de reír, te repito! --gritó con amenazadora voz. Entonces la boca cesó de reír, pero le sacó toda la lengua.
Geppeto, para no desbaratar su obra, fingió no darse cuenta de ello, y continuó trabajando. Sin haber terminado ya el muñeco comenzaba a decir versos, y dar sus primeros pasos. Geppeto como un gran padre lo enseño a caminar, correr, saltar, a pasear en bici, lo llevó a la escuela en donde aprendió las letras, los números y muchas cosas más pero Pinocho deseaba aprender a nadar. Geppeto tuvo una gran idea, organizar para el fin de semana un día de campo cerca del lago. Pinocho estaba muy feliz porque pasarían buen rato juntos, jugarían, cantarían y andarían en bote. Al llegar al lago, lo primero que quiso hacer Pinocho fue subir a un bote, así que se prepararon para hacerlo. Él estaba muy emocionado: --¡Papá Geppeto!, esto es realmente fantástico, ¿ya viste esos árboles tan grandes? ¡Las nubes! ¡Esa de ahí tiene forma de elefante! ¿La ves? Geppeto solo reía, pues nunca había visto tanta emoción y alegría en él. --¡Papá Geppeto! Dijo Pinocho --Dime Pinocho, ¿qué sucede? --Tú sabes cuánto he deseado aprender a nadar, ¿Crees que sea un buen momento para que me enseñes? Geppeto no sabía cómo decirle que no era el momento indicado. Así que le dijo que no llevaban lo necesario para meterse al agua, pero que otro día no muy lejano volverían. Pinocho no se desanimó, al contrario, comenzó a dar saltos en el bote. Pero, ¿Qué sucedió? El bote comenzó a desequilibrarse, las piernas de ambos comenzaron a temblar, no sabían que hacer, el bote giró y cayeron al agua. Geppeto asustado comenzó a gritar: -- ¡Pinocho! ¡Pinocho! ¿Dónde estás?