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2n de Batxillerat “Desde la ventana” Míriam Picón i López

“Desde la ventana”

Míriam Picón i López / 2n de Batxillerat LLENGUA CASTELLANA_PROSA_1r PREMI

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Nunca me había sentido tan derrotada como en los últimos tiempos. El confinamiento me cogió con el pie cambiado, debo confesar que esa palabra no formaba parte de mi vocabulario ni la había escuchado en la boca de los más cercanos. Pero la realidad se ha impuesto. Así, ante esta pandemia sobrevenida de un virus desconocido que coarta nuestras libertades y restringe la movilidad a lo más mínimo y distanciado, no queda otra que hacer caso a Charles Darwin en su célebre frase «no es la más fuerte de las especies la que sobrevive, tampoco es la más inteligente la que sobrevive. Es aquella que se adapta mejor al cambio», si queremos perdurar en este nuevo escenario de desconcierto e incertidumbres. Mi madre ya se encargó desde que era muy pequeña a que fuera responsable de mis actos y sus consecuencias. Por lo tanto, ante la dimensión de los contagios y lo letal del bicho extraño, no más por miedo personal, sino pensando en las personas que más quiero, mis padres y mis abuelos, me he adaptado a las nuevas normas por muy intransigentes que sean con mis dieciséis años y mi propia rebeldía. Encerrada en mi pequeña habitación del piso diminuto de mi madre paso las horas, a veces aletargada por el aburrimiento, otras con el estrés de no llegar a tiempo a la siguiente conexión online. Enclaustrada entre estas cuatro paredes, no niego que me rayo tanto de imaginar todo lo perdido, que la angustia acelera mi corazón y sin más, un mar de lágrimas me observa. La distancia que me separa de mis amigos, —¡los echo tanto de menos! —, el verano de playa y piscina con sus noches de fiestas y algún que otro botellón; la comida de los domingos con la abuela y los primos; las caminatas de monte y mochila con los «escoltes»; las noches de chicas y pijamas; el «shopping» de chicas mayores e independientes por Portal de l´Àngel y Paseo de Gràcia; la Navidad de abrazos y familia, del tió y los Reyes Magos; el desenfreno del Carnaval y sus disfraces ingeniosos que retan cualquier imposición; los cumpleaños de apagar velas suspendidos en el calendario… Tantas

234 cosas, tantos detalles pequeños que hacen grandes la existencia que de golpe, de un manotazo, como el humo de un cigarrillo se han perdido, escapado, malgastado, fugado sin saber si volverán a ser, tener, existir, poseer, disfrutar, conservar con nuevos momentos en la memoria.

Cuando la nostalgia y cierta tristeza me ahoga la respiración, abro la ventana de par en par para asomar medio cuerpo y sentir que salgo de esta jaula. El aire me devuelve la velocidad de mis sueños y observo a las pocas personas que transitan con la calma de unos minutos de libertad. Contemplo sus pasos y gestos, mecánicos y ralentizados por la condena de esta pandemia; sus mascarillas de estampados y colores para alegrar estos malos momentos, o las quirúrgicas y las ffp2, insolubles y asépticas expertas en los imposibles y que salvan vidas; sus manos crispadas y descarnadas de no tocar y usar mucho gel hidroalcohólico; el miedo de respirar y toser para ser señalado y estigmatizado sin una PCR a tiempo o un improvisado test de antígenos de rápida absorción. Desde la ventana, intuyo tras las máscaras alguna cara conocida; algunos ojos dubitativos y reaccionarios ante esta situación, hartos de la apatía y la muerte que fluye en el aire. Y siempre observo con la ternura y una lágrima que le quiere saludar a Joan y Pitus, su perro. Él, calculo un anciano de más de ochenta, avejentado por una vida de trabajo duro y sacrificios que le han conformado una vejez de sosiego. Imagino por su boina y su ropa pulcra y sencilla una vida de cuidar vacas y ovejas, el aire libre y puro como amo de su actividad y esfuerzo. Se sostiene en sus dos muletas, que parecen aguantar sus recuerdos además de su mengüe cuerpo. Apenas unos pocos kilos le mantienen con vida, piel ajada y hueso desnudo de lujos y sofisticación. Arrastra los pies a cada paso que se hace eterno al adelantar el pie derecho, mientras el izquierdo piensa en quedarse detrás o pararse para siempre. Aguardo su decisión a la vez que cuento los segundos en tomarla, uno, dos, tres, cuatro… y al décimo, por fin, da un paso más. Su mirada se enfrenta con el suelo para evitar cualquier obstáculo impreciso e imprevisto. Distingo en sus ojos el brillo de la superación y me enseña que todo es posible, si el Covid-19 no puede con él menos aún la acera y el reuma.

Sin embargo, es Pitus el salvador y vencedor de esta historia. Un perro sin marca ni pedigrí; sin títulos de nobleza ni de portada de revista. Un

chucho cualquiera, de mezcla incierta, pero tan certera en sus ojos que chisporrotean bondad y mucho amor. Sus años, en comparación cercanos a los de su amo, sus orejas cabizbajas y su hocico apuntan al sol. Los lunares blancos y negros de su cuerpo se dibujan asimétricos, sin ton ni son. Su cola larga se mueve alegre con el anticipo de esta primavera que quiere abrirse paso para olvidar muertos y virus, contagios y pandemias. Pitus siempre le despeja el paso a su amo, aparta todo impedimento y se espera, gira la cabeza hacia Joan, a sus pies y a sus muletas, y con la paciencia de quien ama y perdona, respeta y admira, escucha y responde. Así es Pitus, un chucho cualquiera que mima los detalles, no cuenta el tiempo y siempre da sin esperar. Vive y sonríe, y le transmite a su amo toda su vitalidad.

Y yo vivo con ellos, libre para soñar, creyendo que en los pequeños detalles están los grandes momentos, y que una pandemia no matará la ilusión de vivir.

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