El chico de los kayaks Ana Longoni
El chico de los kayaks Ana Longoni
A Ruth y Diego
Primer encuentro
1. Hugo sabe mucho de cepas de uva no porque estudiase para sommelier o participase en catas en alguna bodega sino porque varios veranos seguidos fue a cosechar la vid en las inmediaciones de Colonia. Habla con sencillez y precisión de la vendimia, de las variedades de uva de la zona y del orden en que maduran (chardonnay, moscatel, tannat), del proceso que empieza al dejar los racimos cortados con tijera en los cajones al pie de las parras y sigue con el licuado en las piletas de fermentación, de la diferencia entre un vino rápido y uno añejado. Mientras tomamos una copa de tinto frío, la noche crece en el río y él insiste en encender la velita en la mesa del bar para cuidar los detalles de la escena en la jornada más llena de clichés románticos que me he permitido, desde el atadito de lirios (robados de jardines cercanos cruzando la rambla) que me encontré en mi cartera al salir del agua, luego de remar un buen rato esa mañana, hasta el roce de nuestros botes que se acarician, cuerpos dejados a la deriva mientras miramos el atardecer en medio de la calma chicha que siguió a la tormenta de granizo que casi casi provoca nuestro desencuentro pero no, pasó la tormenta, volvió a aparecer el sol con la caída de la tarde, y allí coincidimos, en la arena adonde Hugo alquila sus kayaks esta temporada.
2. Al principio y hasta bastante entrada la noche Hugo me trata de usted solemne en el piropo. Es una mujer hermosa, me dice, disfruto de su agradable compañía. Hubo un gesto que hice con el cuerpo, mirándolo de costado con el brazo en jarro que lo animó a hablar de arte. Me dijo que un pintor famoso había pintado una vez a una mujer desnuda que le recordaba a mí. La mujer miraba el mar de espaldas, por la ventana Pensé en Dalí, en el retrato temprano de su hermana, que lleva una camisola blanca y deja ver el cuello, los hombros. Hugo no recuerda el nombre del pintor, pero sí muy bien la imagen. Insiste en que esa mujer está completamente desnuda, como yo. La analizaron en una clase de segundo año del Liceo al que llegaba en bicicleta desde un barrio al otro lado de Colonia. Sigue pedaleando hasta el balneario municipal a las diez en punto a disponer sus kayaks sobre la arena. La bici no tiene frenos pero sí cambios. Largas jornadas de playa. Las semillas de su tobillera se han ido hinchando, estallando de tanta agua en lo que va del verano Y queda anudado a su pierna el hilo trenzado con apenas un par de cuentas de cerámica. Hugo me dice que está leyendo un libro, el Manual del Constructor. “Porque no solo alquilo kayaks. También aprendo el oficio de albañilería”. Es como si quisiera prometerme un futuro (más) venturoso.
3. Me dice que mis besos de lengua son especiales. Y yo no pude decirle que nunca nunca nunca me cogieron así. Apenas logré bautizarlo “Hugo el incansable”.
4. Séptimo hijo del matrimonio que empezó cuando un hombre de 47 eligió a una muchacha de 15 (o viceversa), vive con su padre de 89 años que se recuperó de una hemiplejia y aún quiere trabajar con bastón rehaciendo la vereda de la casa, y no deja ir a su hijo menor como esposa celosa. Pero cuando Hugo pasa por la esquina en donde vive su madre detecta sin dudar el olor de sus tortas fritas. Le pregunto por las marcas que voy descubriendo en su cuerpo delgado, un lunar que parece un tatuaje la marca de un clavo en la pierna alguna alergia, quizá por las algas tóxicas del Río de la Plata. La cicatriz de una trompada en el ojo Me descuidé, me dice. ¿Te pegaron por sorpresa? No, estaba peleando y me descuidé.
5. Propuse musicalizar la velada apenas entramos a la casa a oscuras. Pide algo lento, que acompañe bien la ocasión. Pregunté si prefería música brasileña o uruguaya. Elige Jaime Roos. Allí también podíamos encontrarnos. Más tarde, la lista aleatoria del youtube nos llevó a Zitarrosa. Y ese es el sonido de fondo que resuena todavía en mi cuerpo, a lo lejos: “el candombe del olvido/ tal vez si yo le pido/ un recuerdo que devuelva lo perdido”.
6. No me preguntaste mi edad, me dice preocupado, al final de nuestra noche. Preferí no hacerlo. Salvo que seas menor de edad, claro. Por suerte no. Él tuvo el detalle de no preguntar la mía. Entre tantos otros detalles preciosos: detenerse en las ranuras de uñas de los pulgares de mis manos, en la forma de las orejas, en la filigrana que se dibuja en mi cara cuando sonrío, en las palabras que elijo, en los pasos de la comadreja en el techo. ¿Nos volveremos a encontrar?, dice. Yo no contesto. No me gusta mentir. Me quiero llevar un pedacito de vos a mi casa, dice. Yo bromeo con Jack el destripador. Y termino, inevitable, siendo Anita en boca de mi ángel proletario.
Segundo encuentro
1. Me despedí para siempre del chico de los kayaks una madrugada sin dejarle ninguna pista, teléfono o dirección. La travesía de vuelta a casa fue borrosa, lenta por un vendaval. El acto más arrojado de mi vida: apenas tres días después, una mañana soleada, volví a cruzar el río, la frontera, volví a bajar en bici a la playa sin saber si lo encontraría sin saber qué haría si Hugo no estaba allí. Encontré su bici estacionada (con cambios y sin frenos) en un árbol y apoyé la mía entremezclando sus esqueletos metálicos. Lo vi desde lejos, en el mismo lugar. La misma malla roja. Los mismos lentes oscuros. Me detuve a mirarlo un rato, antes de bajar a la playa, y de inmediato –como animal sintiéndose observado- se dio vuelta y me clavó los ojos. A pesar de los lentes y la distancia vi como de la sorpresa, casi estupor, en un tris pasó a la alegría. Bajé por la escalera rota. Salté el último tramo sin peldaños. Ya venía hacia mí con una franca, absoluta sonrisa.
2. A centĂmetros de distancia Hugo me mira y yo a ĂŠl. No hay palabras en ese tiempo infinito en que sus ojos me desvisten, me rozan, me penetran.
3. Esta vez escuchamos a Eduardo Mateo: “Tengo un puñado de recuerdos de arena/ entre los dedos con la arena vas vos”.
4. Los filósofos coinciden en la misma playa. Me saludan, me invitan a almorzar, me rondan por pura curiosidad o consternación o espíritu de clan. Intuyo que soy por un rato el tema de conversación displicente de su sesión de playa. Se me acerca Ch. y emprende un soliloquio sobre el libro que está escribiendo acerca de King Kong. De pronto Hugo me llama enfático a tomar mate. Me siento en medio de una disputa y no es la lucha de clases.
5. Le pregunto si es vegetariano (estoy pensando en qué preparar para nuestra cena de esta noche) Y me responde sin ninguna ironía que sí, con algún corte de carne. No creo que haya escuchado hablar de feminismo pero lava los platos y tiende la cama prolijamente sin ningún aspamento.
6. Hugo empapa las sรกbanas con sudor o con lรกgrimas.
7. Anoto frases camperas de Hugo que quiero recordar: “callados como lorito comiendo higos” (después de que se me ocurrió decir crudamente lo que se venía), “corto como patada de chancho”, ante un primer mate. Sus dos perros, padre e hijo, se llaman igual. Y habla de ellos en singular y diminutivo: mi perrito, cuando son dos perros enormes, cruza de fila y dogo. ¿Y cómo hacés para distinguir a cuál de los dos llamás? Yo llamo Panda y el que está cerca viene, dice. Economía nominalista.
8. El domingo a la mañana me propone ir a la feria en el centro. Son dos cuadras con puestos de comida, quesos, dulces, algunas artesanías y antigüedades. Quiere que elija algún regalo. Me lleva a un puesto que tiene algunos marcos con reproducciones y me muestra el cuadrito de un gaucho. Opto por una piedrita ambarina que cambia de color como sus ojos. Talismán.
9. El prefecto lo citó en el puerto esa mañana para llamarle la atención por alquilar kayaks sin permisos ni papeles. La lista de trámites es infinita. Pero, lo alienta el prefecto, una vez que tenga el brevete usted puede trabajar en la navegación, hay bastante demanda. Le pregunto qué hará con sus kayaks. No creo que siga, dice, era solo por la temporada pero lo que yo quiero es ser constructor, planear la cosa desde cero y levantarla poco a poco. El agua me gusta pero no es lo mío. Ya tengo quien construya mi refugio en alguna playa uruguaya cuando llegue la vejez.
10. Los amigos de Hugo se juntan junto a los kayaks a la sombra debajo del deck del parador. Toman cerveza. todo el día. Mantienen la botella envuelta en bolsas de plástico no sé si para disimularla porque está prohibido o para mantenerla helada rodeada de hielo. Tuve la mala idea de preguntarle qué piensan sus amigos de lo nuestro. Mis amigos no, mis compañeros, aclara él. Pablo me dijo “me alegro” y Juan también. Pero ese otro, el que acababa de llegar y aún no estaba advertido, se rió señalándome “mirá la vieja, se cayó del kayak”. Hugo está ofendido. ¿No ve lo que ve el otro o ve algo que el otro no ve? ¿Qué veo yo, qué no veo?
11. Salimos a caminar por la orilla del río playita tras playita. Hugo me dice que decidió hacerse un tatuaje con mi nombre en letras rojas sobre el pecho. Con letras discretas, aclara, y tinta traída de Buenos Aires, de buena calidad. Los amores terminan y los tatuajes quedan, le digo, En un intento casi maternal de que desista de la idea. Imaginate para la mujer que te ame qué incómodo acariciarte el pecho y encontrarse con mi nombre, le digo. Pero él insiste. Tendrá que amarme con eso, dice. Solo esta madrugada cedió un poquito cuando en mi éxtasis le propuse que en vez del tatuaje le pusiera mi nombre a su hija, cuando llegue.
11. Al alba apenas los pĂĄjaros empiezan a escucharse antes de que aclare Hugo se despierta y me hace de nuevo el amor. Despacito. Sin palabras. Luego se levanta a comenzar el dĂa.
Coda Si me preĂąaste vuelvo.
© Ana Longoni, 2018
Todos los derechos reservados Ley 11.723 Prohibida su reproducción total o parcial. Poemas: Ana Longoni Edición y corrección: Natalia Fortuny Diseño: studionube Agradecimientos: Xxxx xxxxxxxxxx xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx.
Esta publicación se terminó de imprimir en Buenos Aires en el mes de Octubre de 2018. Edición limitada de 50 ejemplares numerados.
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