Epopeyas de cera

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Lorenzo Emilio Rodríguez Vargas

V-25.754.475 Sección 04 Segundo año de

Estudios Políticos

Epopeyas de cera Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia, dijo el escritor Francis Scott Fitzgerald en una de sus meditaciones. La historia del Nuevo Mundo, tan plagada de gestas hercúleas e historias épicas es una apología trágica. Se propone presentar en esta obra una serie de disertaciones acerca de los procesos independentistas hispanoamericanos que permitan al lector deslastrarse de las obnubilaciones historiográficas nacionalistas que tan fervientemente defendieron a ultranza los historiadores del siglo pasado. El objetivo de este texto es hacer una breve revisión histórico-política del siglo XIX y los años de pugna separatista entre la metrópoli española y sus antiguas colonias. La historia del continente suramericano antes que forjada por héroes fue construida por hombres. Estos, llenos de vicios y virtudes aterrizaron las ideas que germinaban en la América anglosajona y que amanecían en Francia con la caída del Ancien Régime y la llegada de la Revolución francesa. Y, sin embargo, es menester preguntarse: ¿Qué fue realmente la Independencia de América? La respuesta ha eludido a prominentes historiadores de las más laureadas universidades y no es intención del autor presumir que en estas líneas podrá responderse a cabalidad la interrogante. Aun así, la realidad es que el caso sui generis de Hispanoamérica tiene más de luchas palaciegas que de epopeya trascendental. Primeramente, se buscará contextualizar la coyuntura histórica. Para ello habrá de tomarse en cuenta las actuaciones de las potencias en el concierto internacional. Segundo, se detallará el proceso de formación de las juntas legitimistas defensoras de los derechos reales de Fernando VII como respuesta al vaivén político. En tercer lugar, se desarrollarán las tramas políticas y económicas de los sectores privilegiados en su ascenso por el poder. Por último, se aterrizará este panorama en el caso de la Unión Neogranadina. Cabe agregar, que las fuentes documentales de este ensayo son renombradas autoridades en la materia como el caso de David Bushnell, Leslie Bethell, Ivana Frasquet y Rogelio Altez, entre otros.


DEL SIGLO DE LAS LUCES AL SIGLO DE LAS REVOLUCIONES Con respecto a los siglos XVIII y XIX, estos fueron testigos de cambios paradigmáticos de envergadura mundial. A raíz de los rápidos avances científicos, la nueva dinámica económica presente desde el proceso colonial y el florecimiento del racionalismo, el mundo se hizo más grande, pero a la vez mucho más interconectado. En este mundo nuevo basado en el comercio, no solamente las mercancías traspasaban fronteras. Las ideas eran contrabando usual en este intercambio mercantil. En efecto, la Ilustración había desencadenado una serie de eventos que ya no tenían marcha atrás. La pingüe producción intelectual del enciclopedismo francés, los teóricos liberales ingleses y los racionalistas dieron un andamiaje ideológico y doctrinario a las demandas de amplios sectores, especialmente las elites económicas. No obstante, el equilibrio de poder en el Viejo Mundo se desplazaba de forma errática y susceptible a las mareas de los tiempos. Europa había sido el centro del mundo por siglos. Desde la paz de Westfalia en 1648 y la política de congresos entre las potencias, las guerras ya no se libraban en los territorios de las metrópolis, las grandes conflagraciones se resolvían en las periferias de los imperios. Por ende, ocasionó que la política internacional se había convertido en un delicado juego de ajedrez. De ahí que un cambio en el tablero alteraba las actuaciones de las naciones de forma inmediata. En consecuencia, uno de los cambios más radicales del juego político de la época fue la Revolución americana en 1775. En el último cuarto del Siglo de las Luces las influencias ilustradas habían cultivado en los hombres doctos de las colonias norteamericanas la base moral y axiológica para justificar sus demandas y reivindicaciones materiales. Fueron a la guerra por intereses, la sustentaron en ideales. Así pues, los norteamericanos rompieron con los ejes de poder y reconfiguraron no solamente las relaciones entre los Estados europeos, sino que “La


independencia de las Trece Colonias quedó sin duda como precedente del movimiento insurgente para el criollismo” (Chust & Frasquet, 2012, pág. 34). Por su parte, en la cuna del absolutismo monárquico se gestaba otro estallido social mucho más violento y de consecuencias más inmediatas para los déspotas ilustrados. La Revolución Francesa detona en 1789 después de décadas de arraigado cultivo de parte de los eruditos de la época. No obstante, nadie pudo esperar la abrupta transformación de un régimen republicano que pregonaba los más altos ideales de Liberté, Egalité et Fraternité para degenerar en un señorío del terror y la persecución política. “La Revolución de 1789 actuó de disolvente instantáneo, produjo diferentes respuestas a la oportunidad de libertad e igualdad que se presentaba y liberó las tensiones sociales y raciales tanto tiempo reprimidas”. (Lynch, 1991, pág. 38) En otras palabras, fue una válvula de escape necesaria para el desarrollo histórico del pueblo francés. Sin embargo, la anarquía que trajo esta consigo permitió que Napoleón Bonaparte se catapultara como jefe del Directorio en 1799 a través de un Golpe de Estado. La estrategia bonapartista y su expansionismo imperial en los territorios europeos alarmó a las demás monarquías que desesperadas por el genio militar del corso buscaron frenar su avance por el continente. Debido a esto, la monarquía española tuvo que reajustar relaciones con su otrora vecino borbónico. Buscando neutralizar el poderío naval de Gran Bretaña y minar su influencia, la corona española accede a aliarse con Francia. Ahora bien, las guerras napoleónicas fueron el principio del fin para el dominio español en ultramar. “De esta forma, la armada franco-española al mando del almirante francés Villenueve se enfrentaron a la británica en el golfo de Cádiz en la batalla de Trafalgar el 20 de octubre de 1805” (Chust & Frasquet, 2012, pág. 36). Cabe destacar que este enfrentamiento fue una derrota contundente a las flotas continentales, un hecho que debilitó todavía más la precaria situación de la armada real española.


Con esto, no solamente las tácticas cambiarían al célebre bloqueo continental napoleónico, sino que se había sentenciado a España a la decadencia inevitable que venía experimentando desde el inicio de las reformas borbónicas. En particular, Bonaparte había dado la estocada final a un imperio transatlántico agonizante.

LA MONARQUÍA SIN MONARCA En cuanto a América, su posición con respecto a las disputas europeas no podía ser más azarosa y presa de los designios del momento. Se dio el caso recurrente de que “A los americanos no se les consultó acerca de la política exterior española, aunque tuvieron que subvencionarla a través de impuestos crecientes y de la escasez provocada por la guerra” (Lynch, 1991, pág. 9). De hecho, las colonias no gozaban de la posibilidad de representación plena dentro de las estructuras administrativas de gestión imperial por lo que sus demandas raras veces eran escuchadas, condición que a la larga facilitaría la postura separatista. Por otro lado, la Península se hallaba ocupada por las fuerzas francesas que mediante el tratado de Fontainebleu habían obtenido acceso militar a territorio español. Esta desatinada jugada diplomática se convirtió en la eventual proclamación de José Bonaparte I el 6 de junio de manos de su hermano. Con esto, se puso en evidencia la frágil relación de legitimidad e interdependencia que existía entre la corona y sus territorios americanos. Como consecuencia, “La Península se ve sumida en un sinfín de motines, algaradas, levantamientos y rebeliones que tienen a los franceses como objetivo o como justificación para expresar su malestar social” (Chust & Frasquet, 2012). En medio de esta hecatombe se constituyen una serie de juntas gubernativas y soberanas que como depositarias de la legitima autoridad de Fernando VII se adjudicaron facultades de gobierno. Estas constituyen en el septiembre de 1808 una Junta Central con sede en Madrid para hacer frente a la usurpación josefina.


Luego, se arrojaron estas la responsabilidad de enfrentar en los campos de batalla al ejército francés, obteniendo una victoria crucial el 19 de julio en Bailén que otorgó a la Junta Central el suficiente prestigio para hacer valer su voluntad de forma indiscutible. Chust y Frasquet señalan que: La Junta Central tomó la iniciativa en dos cuestiones fundamentales: selló la alianza con Gran Bretaña para la guerra peninsular y el 22 de enero de 1809 proclamó que “los dominios españoles de Indias no eran colonias” sino que formaban parte integrante de la monarquía española lo que supuso la invitación a representantes americanos a formar parte de la misma […] Esto supuso un cambio trascendental, pues el nuevo centro de poder integraba en calidad de igualdad en la representación a los territorios y habitantes peninsulares y americanos. Trascendental porque implicaba la asunción de un principio hasta aquí inédito: América, sus habitantes, sus territorios, dejaban de pertenecer a la Corona, al rey, y pasaban a integrarse en el nuevo centro de poder de la monarquía en la calidad de igualdad de derechos con los otros junteros. (2012, pág. 43)

En este propósito, puede notarse que los hispanoamericanos tenían no solamente un margen de acción más amplio, a su vez, antes fue la propuesta autonomista que la independentista la que surgió como la alternativa a la crisis de legitimidad que asolaba a España. En ese mismo sentido, aun cuando el desarrollo de las juntas fue diametralmente distinto en cada una de las colonias, con el transcurso de la guerra en la madre patria, estas se adaptaron a los tiempos. Se observa claramente que “en 1809 en América no se cuestionó la monarquía, sino que hubo un reforzamiento de esta en general en todos los territorios americanos. Las élites ilustradas aprovecharon esta coyuntura para plantear una serie de antiguas reivindicaciones políticas y económicas” (Chust & Frasquet, 2012, pág. 48). Ciertamente las juntas tenían un marcado carácter revolucionario motivado por las variadas reivindicaciones recibidas a las autoridades locales, que siempre tuvieron un


subyacente conservadurismo es también evidente. El orden se mantenía y el criollismo podría gozar de prerrogativas más benéficas a sus intereses. En cambio “Las juntas criollas de 1810 compartieron con el régimen antinapoleónico español no sólo muchos argumentos que sirvieron para justificar su existencia, sino también una profesión común de lealtad a Fernando VII” (Bushnell, 1991, pág. 85). La genuinidad de esta postura legitimista es un extenso tema debate al que se añade la necesaria observancia de las elites criollas como hombres de negocios y de influencia que no veían lucrativo un gobierno acéfalo. Con la derrota de Ocaña el 19 de noviembre de 1809 los temores se manifestaron y dejaron en claro que la recuperación de la metrópoli era cuando menos, un escenario lejano. Visto que, tal como destacan Chust y Frasquet: […]el escenario del anterior bienio cambió en 1810. Tanto, que empezó a suponer un cambio de estrategia en las fuerzas insurgentes, que interpretaron la nueva coyuntura de derrota del gobierno juntero en la Península como una oportunidad para atacar el sistema colonial y desmembrarse de la monarquía (2012, pág. 49).

Precisando de una vez, en 1810 y con el debilitamiento de las fuerzas españolas ante la resistencia francesa, los albores del proceso separatista comenzaban. Motivados por la salvaguarda de sus ganancias y por la imperiosa necesidad de gobierno, las protonaciones hispanoamericanas deciden separarse de la península.

HOMBRES ANTES QUE HÉROES Ha sido delito recurrente del nacionalismo propio de cada país la tendencia a convertir a hombres ilustres en leyendas. Si bien es cierto que los próceres de las repúblicas latinoamericanas realizaron grandes hazañas, no es por ello menos verídico que la clase social a la que pertenecieron la mayoría de ellos, está lejos de ese romanticismo patriótico. Los criollos como segmento de la pirámide social colonial sostuvieron una pugna perenne con los españoles peninsulares para acaparar los


beneficios de la administración. La sempiterna imagen en el ideario popular de unas elites latinoamericanas comprometidas con la independencia y la revolución, es, ante todo, bastante anacrónica. Las intenciones separatistas fueron las últimas en manifestarse entre los sectores mayoritarios de la casta criolla. “Los criollos eran hombres asustados: temían una guerra de castas promovida por las doctrinas de la Revolución francesa y la violencia contagiosa de SaintDomingue” (Lynch, 1991, pág. 25). Las anchas desigualdades que existían entre las castas coloniales habían estado latentes durante años y con los renovados bríos e ideales igualitarios promovidos por las Revoluciones, el sostenimiento del orden y el statu quo se convirtió en una prioridad. La igualdad solo debía de ser para hombres blancos, propietarios y educados. Los intereses económicos, el mantenimiento del orden social esclavista, el acceso al poder político fueron motivaciones más reales entre los criollos; actuaban con una conciencia de clase definida que buscaba proteger y expandir sus provechos. Así mismo, la Corona Española aun cuando sus políticas monopolistas cercaban la libre empresa y dificultaban el lucro, está siempre fue capaz de proteger las propiedades e inversiones de los grandes terratenientes y empresarios criollos. Sin embargo: Los criollos perdieron la confianza en el gobierno español y empezaron a poner en duda la voluntad de España de defenderlos. Se les planteó el dilema con urgencia, cogidos como estaban entre el gobierno colonial y la masa de la gente. El gobierno hacía poco que había reducido su influencia política mientras las clases populares estaban amenazando su hegemonía social. En estas circunstancias, cuando la monarquía se derrumbó en 1808, los criollos no podían permitir que el vacío político se mantuviera así, y que sus vidas y bienes quedaran sin protección. Tenían que actuar rápidamente para anticiparse a la rebelión popular, convencidos como estaban de que, si ellos no se aprovechaban de la situación, lo harían otros sectores sociales más peligrosos.


Por el contrario de lo que ha sido la opinión popular, fue el vacío de poder evidenciado durante la crisis de 1808 lo que desencadenó el proceso independentista, cuyos comienzos tuvieron un perfil autonomista antes que separatista. De nuevo, se puede constatar que fue la crisis de legitimidad y en última instancia la fragilidad del poder lo que motivó a las elites latinoamericanas a perseguir sus intereses por encima de la autoridad real, que cada día era más débil. Todavía cuando “El pensamiento de la Ilustración formaba parte del conjunto de factores que a la vez eran un impulso, un medio y una justificación de la revolución venidera” (Lynch, 1991) este fue un componente relativamente menor en contraste con la importancia de la acumulación de influencia, prestigio y capital.

EL NORTE DEL SUR: ENTRE SABLES Y PROCLAMAS Por sobre todo, “La América española no podía seguir siendo una colonia si no tenía metrópoli, ni una monarquía si no tenía un rey” (Lynch, 1991, pág. 40). De acuerdo con esto, la ruptura con la sede del poder europeo ocurrió paulatinamente entre el bienio de 1808-1810 en cada uno de los territorios americanos. Para poder ilustrar esto en las costas venezolanas, se tomará la cita de José Gil Fortoul extraída de Plaza (2012, pág. 139) en la que clasifica los períodos acaecidos desde 1810 hasta 1830 de la siguiente forma: “1810-1811: ensayo de autonomía colonial, 1811: independencia y federalismo, 1819-21: régimen militarista y centralista, 1821-25: proyecto cesarista, 1829: tentativa de monarquía constitucional, 1830: compromiso centro-federal”. Ahora bien, una explanación detallada de cada uno de estos intervalos de la historia republicana de la Capitanía General de Venezuela tomaría por sí mismo, una extensión que excede por mucho los fines de esta obra, en atención a ello se sintetizará en lo posible cada uno, señalando los acontecimientos históricos esenciales en contexto para posteriormente dar unas meditaciones finales.


1810-1811: ensayo de autonomía colonial En primer lugar, este período arrastraba un bagaje de sucesos disruptivos que le imprimieron un carácter específico. La elite mantuana se había manejado con suma cautela en la insurrección de José Leonardo Chirino de 1795, el fallido intento revolucionario de Gual y España el 13 de julio 1797, la estéril rebelión de Pírela descubierta el 19 de mayo de 1799 y el célebre fracaso de la invasión de Miranda en 1806 por la Vela de Coro una tarde del 3 de agosto. La prudencia criollista motivada por: el miedo a las masas fue una importante razón para no dejar el mantenimiento del orden en manos de los representantes de un gobierno español debilitado y aparentemente indigno de confianza, que en varias ocasiones ya se había mostrado demasiado inclinado a satisfacer las aspiraciones de los pardos. (Bushnell, 1991, pág. 78)

Dadas las consideraciones anteriores, surge en 1808 la llamada Conspiración de los Mantuanos el 24 de noviembre, que lejos de lo que nombre indica, no fue un proceso subversivo. Esta conspiración fue la convocatoria de la elite venezolana a conformar juntas de gobierno para resguardar la soberanía de Fernando VII en tanto este recuperaba el trono, acción que ya habían llevado a cabo sus homólogas peninsulares. Por otro lado: Las juntas que se conformarán más adelante, como la del 19 de abril de 1810 en Caracas, no reconocerán la autoridad de los representantes de las instituciones monárquicas en América y, al contrario de las anteriores, que estaban en perfecto acuerdo con lo sucedido en España, desconocen abiertamente la autoridad del Consejo de Regencia, cuyo funcionamiento desplazó el de las juntas y significó el retorno del funcionamiento de las instancias propias del régimen monárquico en la península. (Centro Nacional de Historia, 2011, pág. 28)


Ante la anomia y la anarquía que pululaba por la sociedad criolla a causa de la degradación del control español, la historia siguió su curso natural al presenciar una circulación de elites que asumieron los asuntos de gobierno en sus manos ante la inestabilidad política imperante en España. Juró lealtad a Fernando VII, pero desestimó las exigencias del Consejo de Regencia y con esto Venezuela se dividía entre las capitales provinciales de proyectos autonomistas junteros con primacía de Caracas y los bastiones realistas de Coro, Guyana y Maracaibo que mantuvieron lealtad a Cádiz.

1811: independencia y federalismo Según se ha visto, los mantuanos asumieron la regencia de los designios de la nación estrictamente por un accionar utilitarista. Esto se puso de manifiesto en la naturaleza del primer congreso venezolano donde “Sólo los varones adultos que trabajaban por su cuenta, o que tenían propiedades valoradas al menos en 2.000 pesos, tenían derecho a votar; ello excluía automáticamente a la inmensa mayoría” (Bushnell, 1991, pág. 86). Hecha la observación anterior, es pertinente señalar que este período estuvo marcado por los intentos de conciliación fallida entre las demandas sociales de una población ampliamente desigual y por los intereses provinciales que defendía cada región. El 5 de julio de 1811 se declara la independencia de Venezuela y con esta ruptura se proclama una constitución liberal en diciembre del mismo año. Aun cuando Bolívar en sus meditaciones criticó duramente la decisión de decantarse por el federalismo en la Primera República, ciertamente no fue una decisión descabellada. Esto debido a que los departamentos venezolanos tenían “diferencias regionales que realmente existían en la estructura social y económica y en la composición étnica […] de alguna manera hacían que el federalismo no fuera intrínsecamente más artificial que la estructura unitaria” (Bushnell, 1991). No obstante, eran vacuas estas discrepancias cuando se contrastan con las demandas sociales que los padres fundadores debieron cumplir para satisfacer las


demandas de una población al borde de la insurrección. En la formalidad se declararon principios como la igualdad jurídica y se estableció el voto censitario. Este reformismo más de iure que de facto ocasionó que “Las continuas tensiones sociales y raciales contribuyeron a ir ennegreciendo el panorama. […] La clase alta criolla, que gracias a la revolución había adquirido virtualmente el monopolio del poder político, lo usaba para defender sus intereses” (Bushnell, 1991). Entre tanto la tinta corría en Caracas, Monteverde por su parte desembarcaba en las costas de Coro en marzo de 1812 para poner fin a las pretensiones separatistas mantuanas. La providencia lo asistió el 26 de marzo con el devastador territorio de Caracas. Con la moral baja, desorganizados y económicamente débiles, los patriotas empezaron a perder terreno ante la avanzada del capitán canario.

1819-21: régimen militarista y centralista A saber, las tierras venezolanas estaban en guerra. Ya el conflicto había escalado en sus proporciones y aunque: En toda América, las guerras de independencia fueron guerras civiles, entre defensores y oponentes de España, y hubo criollos tanto en un lado como en el otro. En este sentido, las funciones, los intereses y el parentesco se entrevén como más importantes que la dicotomía criollo-peninsular y ésta se considera menos significativa. El argumento es un útil correctivo a la hipérbole, pero no es toda la historia. (Lynch, 1991, pág. 22)

En efecto, la guerra había sustituido a la política como principal mecanismo para la obtención de poder. Adicionalmente, en la guerra no existen adversarios, sino enemigos lo cual oscureció el panorama político y llevo al uso de maniqueísmos discursivos para aglutinar y cohesionar las bases de los ejércitos. Durante el período de la caída de la Primera República hasta el Discurso de Angostura del Libertador, los años que corrieron fueron violentos y marciales. Los axiomas a seguir eran la obediencia y verticalidad del poder como se acostumbra en los cuerpos castrenses. La


Campaña Admirable del caraqueño había renovado los bríos patriotas con sus consecutivas victorias hasta que el 6 de agosto entra triunfalmente en su ciudad. Cabe resaltar que: El 15 de junio en Trujillo, en mitad de la campaña, Bolívar declaró su «guerra a muerte» contra todos los peninsulares que no se adhirieran a la revolución, y por otro lado amnistió a los realistas criollos, incluso aquellos que se habían levantado en armas. Con ello, Bolívar quería polarizar la situación entre españoles y americanos con lo que obligaría a los primeros a sumarse a los insurgentes o a abandonar Venezuela y haría que los segundos se declararan más firmemente a favor de la independencia. (Bushnell, 1991, pág. 91)

Sería injusto tildar de dictador a Bolívar aun cuando la Segunda República fuera una dictadura militar en toda regla. El pretorianismo del venezolano estaba motivado por su firme creencia en que el orden y la autoridad eran lo único que podría mantener el proyecto independentista hasta que este se consolidase en auténticas instituciones liberales. No obstante, Bolívar sería derrotado por Boves y su sistemática política de guerra de guerrillas y saqueos el 15 de junio de 1814 en la batalla de la Puerta. El Urogallo permitiendo los excesos de su ejército recibió de este una lealtad irrestricta que se probó determinante al aplastar los cimientos de la Segunda República. Con esta derrota, es importante asimilar que el contexto insurreccional latinoamericano oscilaba entre “su punto más bajo, mientras que la derrota de Napoleón en Europa anunciaba una contrarrevolución, una de cuyas muchas facetas fue la restauración de un agresivamente reaccionario Fernando VII en el trono español” (Bushnell, 1991, pág. 99). Sin embargo, la causa revolucionaria no se perdió del todo en Venezuela y durante los años siguientes Bolívar persistió en la consolidación de su base militar y el establecimiento de alianzas con los caudillos locales como Páez. El 17 de julio de 1817 los patriotas logran ocupar Angostura y la convierten en su sede de operaciones. Esta adquisición estratégica les abría el Orinoco a los rebeldes y se lo cerraba a los realistas, fortificando la posición criolla.


Por último, el Discurso de Angostura proclamado por Bolívar en 1819 el 15 de febrero durante la alocución de apertura al congreso sería más que elocuente para señalar la línea política que seguiría El Libertador de ahí en adelante. La necesidad de adaptar la theoresis a la praxis hispanoamericana obligaba a los próceres a repensar su orientación intelectual y: Según Bolívar, de ello se extraía la conclusión de que el gobierno apropiado para un lugar como Venezuela, aunque fuera aparentemente republicano, debería ser uno en que los desordenados instintos del pueblo llano estuvieran controlados por la existencia de un sufragio restringido, un ejecutivo poderoso y un senado hereditario; además, existiría un «poder moral», compuesto por ciudadanos eminentes, que se ocuparía de promover la educación y las buenas costumbres. Era un sistema profundamente conservador que resumía los rasgos duraderos del pensamiento político de Bolívar. El mismo discurso contenía una nueva referencia a la abolición de la esclavitud y al efectivo cumplimiento de la prima a los soldados, disposiciones que sugieren que el conservadurismo de Bolívar era flexible y relativamente ilustrado. (Bushnell, 1991, pág. 110)

De igual manera que Hobbes en su momento, Bolívar asediado por las tribulaciones de experiencias pasadas y por los recuerdos de la poliarquía sangrienta que fueron los anteriores intentos republicanos confío en esta ocasión en el oxímoron del orden y libertad, anteponiendo siempre el primero.

1821-25: proyecto cesarista A juicio del autor, este período que se consolida con la victoria de la batalla de Carabobo el 23 de junio de 1821 hasta la progresiva ruptura entre los distintos caudillos provinciales de la Unión Neogranadina debe ser observado partiendo de sus conclusiones para reconstruir los hechos. En ese mismo sentido: Dotar a Colombia de una constitución fue imposible porque el sistema político no lograba articular los niveles formales e informales de representación del


pueblo.[…] La mezcla de estas formas de representación y de legitimación demuestra un momento de transición en el cual los complejos mecanismos del régimen representativo emergen sobre el fondo de costumbres políticas marcadas por la majestad del poder, la fuerza de las instancias corporativas y la afirmación de la autoridad militar en la guerra. (Thibaud, 2012, pág. 193)

Todo lo anterior se retrata en consonancia con la personificación de la política en esos años. La guerra había dejado una cultura de liderazgos mesiánicos y hombres recios que tomaban parte en decisiones, no en deliberaciones. A primera vista, ha de observarse que las ideas, las corrientes y doctrinas dieron sus primeros pasos a través de las instituciones liberales a la formación de partidos primitivos, que antes que rígidos pueden ser fácilmente concebibles como redes interconectadas de intereses que tenían su palestra en la labor parlamentaria. Mientras tanto, era un secreto a voces que los militares estaban en un ascenso acelerado a la cúspide del poder político y económico. Ciertamente, la Unión Neogranadina fue un producto natural de la guerra independentista pues durante la conflagración las fronteras fueron difuminadas para la consecución del ideal libertario que los próceres y sus ejércitos buscaban instaurar en la América. Por otro lado, los órganos legislativos de la Unión se hallaban fragmentados entre el centralismo y conservadurismo personificado en Bolívar, el federalismo defendido a ultranza por Páez y las reformas liberales de Santander. Luego, la preeminencia de los militares y su posición de dominio en la política interna de las nuevas naciones habría de justificarse a sí misma en la debilidad de las instituciones civiles. La crónica de muerte anunciada de la Unión Neogranadina: Fue el paso incompleto del Estado marcial a una república de derecho […] La guerra había sido larga y tan difícil que había forjado hábitos, una concepción absolutista del orden y la seguridad que prosperaba sobre el viejo fondo de las costumbres hispánicas. (Thibaud, 2012, pág. 193)

En consecuencia, la elite ilustrada observaba en sus neófitos ciudadanos unos republicanos paupérrimos que no serían capaces de evitar caer en los excesos que


dieron a la Revolución Francesa ese tinte amargo con el que era recordada por el criollismo.

Aun

cuando

“La

república

fue

destruida

por

su

imposible

constitucionalización, es decir su imposible constitución frente a los múltiples actores que le disputaban la legitimidad” (Thibaud, 2012, pág. 181) no es esta menos merecedora de elogios por haber sabido integrar elementos jurídicos del liberalismo gaditano de la Corte de Cádiz, los aportes de la intelectualidad jurisconsulta norteamericana y los legados democratizadores sempiternos de la Revolución Francesa. Por otra parte, lo que caracterizaría el centralismo y cesarismo de estos años sería la visión la cual “el Libertador pensaba que había que limitar los excesos de la representación democrática y de las facciones al darle al ejecutivo un lugar predominante”. (Thibaud, 2012, pág. 181) La Unión Neogranadina había sido constituida por hombres astros. Bolívar solamente ocupada su posición como Rey Sol cuando consolidaba su poder para mantener el orden y la cohesión.

1829: tentativa de monarquía constitucional Transcurridos años conflictivos que evidenciaron la fragmentación de la Unión, hubo una serie de acontecimientos que desencadenaron lo que finalmente se convirtió en la dictadura de Bolívar y en sus intentos de la aplicación de un ejecutivo vitalicio. Las ignoradas demandas venezolanas se cristalizan en el movimiento separatista de la Cosiata. Entre abril y diciembre de 1826 las fricciones personales entre Santander y Páez, así como las políticas impositivas agraviadas a Venezuela por Nueva Granada detonan el desconocimiento de la autoridad de la Unión y la exigencia de la reforma de la constitución de Cúcuta. Por su parte, la indulgencia que tomó el Libertador con relación a los insurrectos ocasionó la ruptura definitiva con Santander cuando: Decidido a resolver el grave conflicto, el 1 de enero de 1827 Bolívar dictaría un decreto de amnistía para todos los comprometidos con el movimiento


rebelde, que lo ratificaba como presidente de la República de Colombia. Páez acataría sin reservas las medidas y sería nombrado jefe superior civil y militar de Venezuela. (Centro Nacional de Historia, 2011, pág. 109)

Aun así, las demandas fueron escuchadas y el 9 de abril de 1828 se da la convención de Ocaña como un conciliador intento por rescatar a la moribunda república. Fue un intento estéril pues Ocaña fue testigo de intrigas parlamentarias comparables con las confabulaciones palaciegas del absolutismo francés. Ante la vorágine política ocasionada por la inevitable acefalia a raíz de la imposibilidad de un acuerdo entre las facciones en liza: se produjo en Bogotá un levantamiento militar y popular que proclamó a Simón Bolívar como jefe supremo de la República, en desconocimiento de toda resolución emanada de la Convención de Ocaña. El mismo pronunciamiento se propagó por todas las provincias de Colombia, incluso en Venezuela, donde se confiaba en el Libertador, mas no en el gobierno conducido por Francisco de Paula Santander. Ante tal clamor popular, y deseoso de evitar el caos político, Bolívar aceptó la dictadura y gobernó a través de decretos hasta el mes de marzo de 1830. (Centro Nacional de Historia, 2011, pág. 94)

Según se ha citado, puede entreverse que Bolívar fue impuesto como dictador ante la inevitable necesidad de su legitimidad carismática para el sostenimiento del orden. Este no lo aceptó de mal grado, pero esencialmente puede verse un elemento circunstancial. Por otra parte, desde el momento en que asume la dictadura, la Unión había dado sus últimas palabras.

1830: compromiso centro-federal Después de las consideraciones anteriores bastaría decir que luego de años de lucha, las independencias habían sido logradas, pero no la paz. Los conflictos internos, el déficit fiscal y los endeudamientos con las potencias extranjeras, la imperante pobreza


y desigualdad fáctica y formal en la todavía corporativista sociedad criolla eran frutos directos de las gestas heroicas de los próceres. En un pestañeo: Los acontecimientos se desarrollaron de manera muy rápida, en noviembre de 1829 Venezuela anuncia su separación de Colombia, en abril de 1830 Bolívar presenta su renuncia definitiva ante el Congreso Constituyente, el 13 de mayo Quito se separa de Colombia y el 4 de junio Antonio José de Sucre es asesinado en Berruecos. El 22 de septiembre se aprueba la Constitución de la República de Venezuela y José Antonio Páez será su presidente (Centro Nacional de Historia, 2011, pág. 114).

Por último, la muerte del Libertador el 17 de diciembre cerraba cualquier posibilidad de reunificación. La Unión Neogranadina había muerto junto a su artífice.

PERPETUO PRESENTE A juicio del autor, la tradición del continente americano deslastrada de esa “historia oficial[que] identificó las independencias con la guerra contra los españoles, enemigos

extranjeros

y opresores

que

habían sometido a

las naciones

latinoamericanas” (Frasquet, 2015, pág. 66) no es bajo ningún termino menos gloriosa y encomiable. En efecto, son los hombres aquellos que formaron las fronteras que hoy se delinean como las naciones suramericanas. Esos hombres, presos de la necesidad de crear una identidad propia para su país recurrieron a los discursos nacionalistas. Resulta

oportuno

señalar

que

la

construcción

del

Estado-Nación

latinoamericano esta imbuido del realismo mágico típico de las latitudes tropicales donde héroes, villanos, y leyendas se construyen para justificar perennemente conductas nacionales y herencias decimonónicas. La construcción de los superhombres como El Precursor, El Libertador, El Centauro de los Llanos y su despersonalización para encumbrarlos a la apoteosis ha ocasionado una distorsión de la realidad histórica que ha arrastrado a los ciudadanos de América a un desconocimiento sistemático de su pasado y por ende a un extravió de su futuro.


Ante la situación planteada, estas líneas buscaron cubrir desde una perspectiva desapasionada e histórico-política las genuinas dinámicas de poder que se desarrollaron durante el Siglo de las revoluciones. Desde la perspectiva del autor se considera que se pueden extraer ciertas premisas del desarrollo de los acontecimientos revolucionarios que tuvieron pie en 1800. En primer lugar, el panorama político de la época tenía muchos más actores en juego que solamente peninsulares y criollos, estos últimos profundamente conservadores y cautelosos en su actuación, buscando sostener el equilibrio tenue del statu quo. En segundo lugar, la debilidad de la gestión imperialista borbónica, su desacertada política exterior, así como su atraso económico en relación a las demás potencias europeas fueron condiciones sine qua non para que las elites criollas decidieran tomar los asuntos en sus manos, antes por conveniencia política y económica que por convicción revolucionaria. En tercer lugar, una vez alcanzadas las independencias, las clases dirigentes gobernaron para sí mismas. Se pregonaban los más altos ideales republicanos, pero estos estaban imbuidos de motivaciones utilitaristas y censitarias que aspiraban a consolidar su posición antes que responder a la deuda social con las castas inferiores. Se consolidó la idea de ciudadanos de primera, segunda y tercera clase. En cuarto lugar, las conciencias protonacionales y las diferencias regionales habían ahondado profundamente en los habitantes de cada provincia ocasionando diferencias irremediables que ni siquiera un César mantuano pudo conciliar para la ejecución de un proyecto político superior como lo fue la Unión Neogranadina. De los anteriores planteamientos se deduce que las repúblicas aéreas que denunció Bolívar siempre acecharon a los proyectos independentistas antes que por encumbradas ideas ilustradas por motivaciones de clase y personales. A manera de colofón, las historias latinoamericanas en su odisea a la independencia son epopeyas


de cera. Génesis de orgullo nacional, son el pasado de un pueblo convertido en su perpetuo presente.

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