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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga

Encuentros Literarios - Literární setkání



Virgilio Piñera (Cárdenas, Cuba 1912- La Habana, 1979) Poeta, narrador y dramaturgo cubano considerado uno de los autores más originales e independientes de la literatura de la isla, a veces catalogado como integrante de la "literatura del absurdo". Su vida estuvo marcada por numerosos viajes, sobre todo a Buenos Aires, donde vivió una larga temporada, entre 1946 y 1958. En una primera etapa colaboró en publicaciones cubanas como la revista Orígenes, en cuyo entorno figuraron escritores como J. Lezama Lima y C. Vitier. Como poeta se forjó un merecido reconocimiento con obras como Las furias (1941), La isla en peso (1943), y La vida entera (1968), el libro que resume y antologa los temas constantes de su obra. Entre sus libros de relatos sobresalen Cuentos fríos (1956), Un fogonazo (1967) y Muecas para escribientes (1968), y entre sus obras de teatro Electra Carrigó (1941), El filántropo (1960) y, sobre todo, Dos viejos pánicos, que obtuvo el premio Casa de las Américas en 1968.


Vida de Flora Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado. Ponte la flor. Espérame, que vamos juntos de viaje. Tú tenías grandes pies. ¡Qué tristeza en el aire! ¿Quién se mordía la cola? ¿Quién cantaba ese aire? Tú tenías grandes pies, mi amiga en seco parada. Una gran luz te brotaba. De los pies, digo, te brotaba, y sin que nadie lo supiera te fue sorbiendo la nada. Un gran ruido se sentía en tu cuarto. ¿A Flora qué le pasa? Nada, que sus grandes pies ocupan todo el espacio. Sí, tú tenías, tenías la imponderable amargura de un zapato. Ibas y venías entre dos calientes planchas: Flora, mucho cuidado, que tus pies son muy grandes, y la peletería te contrata para exhibir sus hormas gigantes. Flora, cuántas veces recorrías el barrio pidiendo un poco de aceite y el brillo de la luna te encantaba. De pronto subían tus dos monstruos a la cama, tus monstruos horrorizados por una cucaracha. Flora, tus medias rojas cuelgan como lenguas de ahorcados. ¿En qué pies poner estas huérfanas? ¿Adónde tus últimos zapatos? Oye, Flora: tus pies no caben en el río que te ha de conducir a la nada, al país en que no hay grandes pies ni pequeñas manos ni ahorcados. Tú querías que tocaran el tambor para que las aves bajaran, las aves cantando entre tus dedos mientras el tambor repicaba. Un aire feroz ondulando por la rigidez de tus plantas, todo eso que tú pensabas cuando la plancha te doblegaba. Flora, te voy a acompañar hasta tu última morada. Tú tenías grandes pies y un tacón jorobado. Guillermo Cabrera Infante (Cuba, 1929 Londres, 2005) Fragmento de Tres tristes tigres Virgilio Piñera Tarde de los asesinos Traducción de Anežka Charvátová

Creo a pie juntillas que nadie sabe para quien trabaja. Este niño, Mornard (aquí entre nos, puedo decirle que su verdadero, nombre es Santiago Mercader y es cubano y lo cuento porque sé que todo ésto es plátano para

sinsonte) vino de México a matar de ex profeso al escritor ruso León D. Trotsky, mientras le mostraba sus escritos para que el maestro los leyera y criticara. Trotsky nunca supo que trabajaba como un escritor fantasma para Staline. Mornard nunca supo que Trotsky trabajaba como una hormiguita para la literatura. Staline nunca supo que Trotsky y Mornard trabajaban como (perdón) negros para la historia.


Cuando Mornard llegó a tierras aztecas la noche estaba como boca de lobo y sus intenciones eran tan negras como esa noche, buena para arrastrar muertos. El asesino no era, como pasa con los epígonos, un original. Él tiene sus antecedentes históricos, claro y la historia de este valle de lágrimas está llena de violencia. Por eso odio tanto a los historiadores, porque detesto con toda la fuerza de mi alma lo violento. Que parece ser la fuerza motriz de este pequeño mundo en que vivimos. Aunque hay violencias y violencias. Por ejemplo es cierto que la aristocracia francesa estaba en decadencia cuando la exterminaron la Revolución y Dantón, Marat y compañía. Pero poco antes tuvo lo que se llama su esplendor dorado, son age d'or. Esta es una época que yo me sé del pe al pa, pues no he dejado de leer ni una solita de las memorias que se escribieron por esa época y antes y después y ... bueno para no cansarlos con una erudición que detesto como detesto todos los peritos, etcétera, me sé toditos esos chismes de la Aristocratie. Aristocracia que, dicho sea de paso, estaba bien podrida, con el Palais de Versailles que había que abandonar cada seis meses y venir al Louvre, porque escaleras y pasillos y salones estaban hecho un asco, con las heces y las excretas de nobles y aristócratas. Lo mismo pasaba seis meses después con el Louvre. ¿Ustedes sabían que Luis XIV en vez de sacarle una muela el dentista real de aquellos tiempos le llevó un pedazo así de este tamaño del hueso del velo del paladar y el pobre hombre cogió una infección tan grande pero tan grande que tenía una halitosis que no había quien se acercara al Rey Sol por temor a una insolación nasal? Cosas así. Pero esto no justifica jamás de la vida el quiproquó de la guillotina, porque cortarle la cabeza al prójimo no es el mejor modo de curar el mal aliento. Bueno, volviendo a nuestros carneros... expiatorios. Este muchacho, Mornard, vino a matar al señor Trotsky, que estaba escribiendo sus memorias --con un estilo, en honor a la verdad, que era mucho mejor que el de Staline, Zhdanoff, y los otros. No me extrañaría que lo mandaran a matar por envidia, que crece

como verdolaga en el mundillo literario. Sino ¿por qué quiere Antón Arrufat escribir un libro-pistola? Pues para matarme a mí, literariamente hablando, claro está. ¡Pero hay Piñera para rato! Este es el problema de todos los maestros con sus discípulos y epígonos, seguidores, etc. y L. D. Trotsky nunca debió enseñar a escribir a esa gente. El magisterio sobre todo en literatura) no paga. Y aquí llegamos al «punto neurálgico» del problema. Presumo que cuando Trotsky se decidió a escribir su drama -porque, para decirlo de una vez por todas y sin que me quede nada por dentro, no otra cosa que dramas históricos son las memorias de los hombres que hacen o han hecho o harán la historia. Un drama, repito para decirlo otra vez, acerca del antagonismo maestrodiscípulos, fue puesto a elegir entre un tratamiento realista, uno realista socialista, uno épico y uno simbólico. Eligió este último. ¿Y por qué eligió el simbólico? -podrían preguntarse aquellos inclinados a hacer preguntas o algunos inclinados hacia el tratamiento realista o el épico o el realista socialista, o inclinados sobre la baranda de la vida, peligrosamente-como quien dice. Pues lo eligió por gustarle más el simbólico, y lo eligió por así decir animal e instintivamente, como elegimos carne asada en vez de pescado al horno por gustarnos más la carne asada. De manera, que, para decirlo popularmente, Trotsky pidió carne asada. Ahora bien, ¿presupone la elección de la carne asada o de lo simbólico la mixtificación y la mitificación y la mixtimitificación (o la mitimixtificación) del antagonismo maestrodiscípulos, que ya hemos demostrado que es el equivalente, por así decirlo, del antagonismo carne-asada-pescado-al-horno? En todo caso presupondría la mixtificación y mitificación y mitimixtificación o mixtimitificación del antagonismo pescado al horno-carne asada, o sea dicho de otro modo, antagonismo discípulos-maestro o mitificación y mixtificación y mixtimitificación o mitimixtificación de los causantes de este antagonismo o combate del pescado al horno y la carne asada. O para


decirlo pedantemente, la ictiosarcomaquia. Hecha puchero, como aquel que dice. Sólo eso. […] Isla Aunque estoy a punto de renacer, no lo proclamaré a los cuatro vientos ni me sentiré un elegido: sólo me tocó en suerte, y lo acepto porque no está en mi mano negarme, y sería por otra parte una [descortesía que un hombre distinguido jamás haría. Se me ha anunciado que mañana, a las siete y seis minutos de la tarde, me convertiré en una isla, isla como suelen ser las islas. Mis piernas se irán haciendo tierra y mar, y poco a poco, igual que un andante [chopiniano, empezarán a salirme árboles en los brazos, rosas en los ojos y arena en el pecho. En la boca las palabras morirán para que el viento a su deseo pueda ulular. Después, tendido como suelen hacer las islas, miraré fijamente al horizonte, veré salir el sol. la luna, y lejos ya de la inquietud, diré muy bajito: ¿así que era verdad?

En el insomnio El hombre se acuesta temprano. No puede conciliar el sueño. Da vueltas, como es lógico, en la cama. Se enreda entre las sábanas. Enciende un cigarrillo. Lee un poco. Vuelve a apagar la luz. Pero no puede dormir. A las tres de la madrugada se levanta. Despierta al amigo de al lado y le confía que no puede dormir. Le pide consejo. El amigo le aconseja que haga un pequeño paseo a fin de cansarse un poco. Que en seguida tome una taza de tilo y que apague la luz. Hace todo esto pero no logra dormir. Se vuelve a levantar. Esta vez acude al médico. Como siempre sucede, el médico habla mucho pero el hombre no se duerme. A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido. El insomnio es una cosa muy persistente.

La isla en peso (fragmento) La maldita circunstancia del agua por todas partes me obliga a sentarme en la mesa del café. Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer hubiera podido dormir a pierna suelta. Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para nadar doce personas morían en un cuarto por compresión. Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones me acostumbro al hedor del puerto me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba, noche tras noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces. Una taza de café no puede alejar mi idea fija, en otro tiempo yo vivía adánicamente. ¿Qué trajo la metamorfosis? [...]


Todo un pueblo puede morir de luz como morir de peste. Al mediodía el monte se puebla de hamacas invisibles, y echados, los hombres semejan hojas a la deriva sobre aguas metálicas. En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre más querido, ni levantar una mano para acariciar un seno; en esta hora del cáncer un extranjero llegado de playas remotas preguntaría inútilmente qué proyectos tenemos o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en esta isla. Nadie lo escucharía: las palmas de las manos vueltas hacia arriba, los oídos obturados por el tapón de la somnolencia, los poros tapiados con la cera de un fastidio elegante y de la mortal deglución de las glorias pasadas. ¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes el trueno cuyo estampido raje, de arriba a abajo, el tímpano de los durmientes? ¿Qué concha paleolítica reventaría con su bronco cuerno el tímpano de los durmientes? Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los hombres-túneles. ¡Pueblo mío, tan joven, no sabes ordenar! ¡Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes relatar! Como la luz o la infancia aún no tienes un rostro. [...] No queremos potencias celestiales sino potencias terrestres, que la tierra nos ampare, que nos ampare el deseo, felizmente no llevamos el cielo en la masa de la sangre, sólo sentimos su realidad física por la comunicación de la lluvia al golpear nuestras cabezas. Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad, un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios: un velorio, un guateque, una mano, un crimen, revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua, haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus riñones, un pueblo desciende resuelto en enormes postas de abono, sintiendo cómo el agua lo rodea por todas partes, más abajo, más abajo, y el mar picando en sus espaldas; un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de partir, aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando animales, siempre más abajo, hasta saber el peso de su isla; el peso de una isla en el amor de un pueblo. Natación He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogando de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos.

No voy a negar que nadar en seco tiene algo de agónico. A primera vista se pensaría en los estertores de la muerte. Sin embargo, eso tiene de distinto con ella: que al par que se agoniza uno está bien vivo, bien alerta, escuchando la música que entra por la ventana y mirando el gusano que se arrastra por el suelo. Al principio mis amigos censuraron esta decisión. Se hurtaban a mis miradas y


sollozaban en los rincones. Felizmente, ya pasó la crisis. Ahora saben que me siento cómodo nadando en seco. De vez en cuando hundo mis manos en las lozas de mármol y les entrego un pececillo que atrapo en las profundidades submarinas. Dos viejos pánicos Fragmento del Acto primero

(Ambos llegan a la cama. Tota se sienta. Adopta una postura de gran dama. Tabo se arrodilla, destapa la botella y llena la copa de agua , le añade unos polvos blancos que están en un sobrecito. Coge la copa y mira fijamente a Tota) TABO: (Le alarga a Tota la copa) Mi amor, bebe este nepente. Te hará olvidar a Paco. TOTA: (Dramática y grotesca, se lleva la mano al corazón) Paco, ese nombre me desgarra el corazón. TABO: Cuando tomes este nepente borrarás a Paco del libro de tu vida. TOTA: Primero toma tú, déjame la mitad. También tú debes borrar a Paco de tu vida. TABO: Tota, yo nunca tuve nada con Paco. No hubiera podido… TOTA: (Imperativa) Yo sé que no hubieras podido, pero debes tomar el nepente para que nunca más pronuncies su nombre. Bebe. TABO: ¿Lo tomo? TOTA: Tómalo. Verás que Paco se te quita de la cabeza. Después yo tomo la otra mitad de nepente y también Paco se me quita de la cabeza. TABO: (Toma la mitad de la copa) ¡Sabe a rayos! TOTA: Sí, a rayos, pero después, el Nirvana. TABO: (Le alarga la copa a Tota) Bebe. TOTA: (Con la copa en la mano, la expone a la luz mirándola atentamente) Pensar que en este líquido maravilloso está el olvido de Paco. Paco, me has destrozado el corazón. (Pausa) Paco, amor mío, ¿Vendrás hoy? Tota te espera siempre, siempre… (Pausa) ¿Te acuerdas de lo que pasó la noche en que navegábamos por el Danubio? Paco, me juraste amor eterno. ¿Y aquel beso Paco? Aquel beso tuyo fue como una perla fabulosa sobre mis labios, Paco, Paco, te voy a olvidar para siempre, para siempre, para siempre… (Lanza una carcajada. Entretanto Tabo se ha echado en la cama y ha

cruzado sus manos sobre el pecho) Conque querías asesinarme, chulo de mierda. Pero Tota es más viva que tú. (Se acerca y lo escupe) Nepente no, cicuta querías darme, pero con Tota no hay quién pueda. (Le da una patada) ¡Que te coman los gusanos! (Registra en la cartera, saca un pañuelo negro y lo extiende sobre la cara y la cabeza de Tabo) Y óyelo bien: no te voy a preguntar nada. Te vas a quedar con las ganas. Ahí te irás pudriendo, viejo cabrón.[…] (Pausa. Camina hacia el proscenio) Ya lo maté (Como si alguien le hablara al oído) ¿Qué, Paco, qué? ¿Que si está bien muerto? (Como si agarrara a Paco, por un brazo) Ven. (Empieza a caminar hacia la cama donde está Tabo) Ven, cerciórate. (Llega a la cama, le quita el pañuelo a Tabo) Míralo bien; envenenado con veneno. Cayó redondo. Anda, Paco, tócalo; está más frío que un cubito de hielo. (Hace como si oyera a Paco) Sí, mi amor, nos iremos de aquí para siempre. […] (se vuelve hacia Tabo) Tabo… (Pausa. Un poco más alto) Tabo… viejo, ¿está bueno, no? No te hagas más el muerto. (Pausa) Tabo… (Gritando) Tabo…¿Tabo, te has olvidado que cuando yo te digo Tabo por segunda vez, tienes que levantarte? (Pausa) ¿Tabo, me estás oyendo? Tabo, se me está acabando la paciencia y voy a entrarte a patadas… Vamos Tabo […] ¡Ajá! ¿Conque persistes en hacerte el muerto? ¿Qué te traes Tabo, qué te traes? Mira que voy a darte una paliza de padre y señor mío. ¡Ah, ya sé…! Las cosquillas.[…] (Se agacha y le hace cosquillas en la barriga. Tabo no se mueve) ¡Como si le hiciera cosquillas a un muerto! (Pausa, moviendo la cabeza) No, no puede ser, no está muerto, imposible, cuándo se ha visto que un purgante de soda mate a alguien. (Vuelve a hacerle cosquillas, lo zarandea, le vuelve a pegar en la cara, le da dos patadas) ¡Mi madre! ¿Qué te pasa? Tabo, Tabo, ¿me oyes? Cabrón, hijo de mala madre, ¿me oyes? ¿Pero se habrá muerto de verdad? No, no puede ser, él no puede hacerme esto.[…] Tabo, ¿qué voy a hacer sola en esta casa? Vuelve, vuelve en ti, si vuelves te voy a dejar un día entero recortando figuras de jóvenes y te ayudaré a quemarlas. (Corre hacia su cama. Se sienta) ¿Y ahora qué? ¿Es verdad que Tabo se acabó? (Mira la cama de Tabo) ¡Mierda, eres un mierda! Tabo, ¿me oyes?


Eres un mierda. TABO: ¿Qué estás diciendo, Tota? TOTA: Que eres un mierda. (Pausa, se para rápidamente) Tabo… ¡No puede ser! ¿Hablaste? Pero, Tabo, tú estás muerto de verdad. (Pausa, va a la cama de Tabo, pero sin acercarse mucho) ¿Tabo, tú hablaste? (Tabo permanece mudo) ¡Carajo! ¿Pero es que estoy oyendo voces como esa Juana de Arco? (Vuelve a mirar a Tabo) ¡Qué imbécil soy! Está más muerto que un muerto y yo creyendo que habló. TABO: ¿Quién está muerto, Tota? TOTA: (Corre y se echa junto a Tabo) Ahora si es verdad, cabrón, me las vas a pagar todas juntas. Conque haciéndote el muerto. (Lo zarandea violentamente). TABO: (Se para lentamente) Vamos, Tota, no es para tanto, además quise proporcionarte una emoción. Pensé… TOTA: (Lo interrumpe) ¿Una emoción? ¿De qué me hablas? ¿Emoción? Niñito, ¿con qué se come eso? TABO: (Se acerca a Tota y le coge las manos) Tota, pensé… […] TOTA: (Lo amenaza con el puño) Tabo, te he dicho que vengas. Tú no eres mi Tabo; eres solo el marido viejo de una vieja. Ya hace mucho rato que se acabó eso de tú eres mi Tabo y yo soy tu Tota. ¿O es que no te miras? Anda mírate, coge el espejo y mírate. Por eso le tienes odio a la gente joven… TABO:(Camina hacia la cama donde está Tota) Tú también, Tota, tú también… TOTA: (Lo coge por una mano y le pone en la otra las tijeras) ¿Yo…? ¿Odio yo? No me hagas reír. A mí la juventud me enternece. Además, nunca miro para atrás. Lo pasado, pasado. Ahora lo único que me interesa es el presente. (Se pasa las manos por todo el cuerpo. Ríe grotescamente, agarra a Tabo por un brazo y lo aproxima a su cara) Mira. (Mientras habla se va tocando la cara) Mira, por aquí arrugas, y por aquí más arrugas, y por aquí patas de gallina, y por aquí bolsas, y por aquí cráteres, y por aquí zanjas. (Vuelve a reír) Y por aquí (Se toca los senos) me llegan a la barriga, y las manos, ¡mírame las manos! No puedo más con la

artritis. (Pausa) Y tú estás peor que yo. Todos mis achaques, y encima de eso, tu próstata… […] TABO: Eres implacable. TOTA: Y ahora muérete de nuevo, vamos rápido, muérete, tenemos poco tiempo. (Tabo va a su cama, y adopta la misma posición. Va a la cama de Tabo) Tabo, Tabo… TABO: (Se levanta, le apunta a Tota con el dedo índice) ¡Pum! Unas cuantas cervezas Traducción de Petr Zavadil

Veinte años atrás tuvieron lugar estos hechos: Una tarde muy calurosa se presentó en casa de Far un hombre de aspecto distinguido, frisando en la cincuentena, hermosos cabellos, vistiendo ropa muy buena, con un cigarrillo en la mano, aire distraído, manos cuidadas. Si no un gran señor, al menos con pretensiones de codearse con la aristocracia. Saludo dental. Abrigo y guantes dejo sobre la mesa. Avanzó unos pasos para acariciar el gato de Far. Tosió ligeramente. Miró de soslayo (manera de indicar a Far que le brindara asiento). Sentado al fin, compuso, sin ponerlo de manifiesto, la raya del pantalón. En seguida entró en materia. —Quiero matar a una familia completa — dijo, marcando la frase, aunque con tacto y entonación lo bastante velados como para no asustar a Far. Tras una pausa volvió a decir: —Quiero matar a una familia completa. Far acabó por encontrar muy familiar la expresión. Siguiendo un sencillo proceso mental dijo con su propia boca: —...matar a una familia completa. Hizo una pausa. Después: —¿Por qué? —Venganza — contesto el señor—. En el último baile del Casino mi hija fue sacada a bailar una vez menos que la hija del dueño de la cervecería Azut. Ellos son diez, incluidos padre y madre. Todos llenos de vida, de ilusiones, de cerveza. Nosotros, quiero decir mi familia, somos once, llenos también de vida, de ilusiones, de cerveza. Bueno, quiero matar a todos los Azut. Pero no quiero ser el autor material.


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Levantó una mano como si fuese a ser interrumpido y dijo un tanto acalorado: —¡Sólo el autor intelectual! En esto se escuchó una voz de mujer. —¿Quién anda por ahí? —preguntó el señor. —Es mi mujer —contesto Far—. Mujer, ven, tenemos una visita. Bella mujer entra. Far hace las presentaciones de rigor: —Mud, el señor quiere matar a una familia completa. —...a una familia completa —repite Mud—. Ya lo sabía; estaba detrás de la cortina. —Había pensado envenenarlos con gas —dice el señor—. Puedo pagar para que, durante la noche, rompan las cañerías del gas. Pero sería muy simplista. Quiero algo más elaborado. ¿Qué se les ocurre, amigos? Far dijo que una centena de hachazos no estaría del todo mal. Mud prefirió ahorcamiento en masa, en descampado, todos desnudos, violación de las mujeres, castración de los hombres. Se sirvió café. Charla animadísima. Los esquemas de crimen se sucedían vertiginosamente. También se habló de honorarios. ¡No faltaba más! Asesinos espléndidamente pagados. Discreción y hasta impunidad. —¿Impunidad? —dijeron a una Far y Mud. —¿Y cómo lograrla? —Ustedes ejecutan, yo me declaro autor del hecho —respondió el señor. Brindis, apretones de mano. Ya en la calle el señor, Mud le grita desde su ventana: —¡Señor, señor, ha olvidado sus guantes! El crimen, de lo mas horrible. Far ordenó la construcción de una botella de vidrio de proporciones colosales. De color blanco. Dos metros de altura, tres de diámetro. Cristal a prueba de balas y de todo. La botella, sobre un tablado cerrado al fondo por cortinajes negros. Música de fondo, infaltable. A la derecha de la botella, todo lo que el gusto más refinado puede exigir en un five o 'clock tea. A la izquierda, equipo de filmar listo para eternizar a la familia Azut. Aire delicioso circula. Frente a la botella uno de esos sillones de lona usados por los directores de cine. Sentado en

el sillón el señor. Entrada de Far y de Mud. Familia del cervecero Azut ominosamente maniatada. A una señal, la botella se abre cual un hemisferio. Familia Azut debe entrar en la botella. Patalean un tanto, pero presión de Far los somete. No sin dignidad —hay que reconocerlo— se instalan en la botella. Mud, trepada en una torrecilla, aprieta válvula. Botella empieza a llenarse. —De cerveza —explica al lector el señor. Y se come un gateau exquisito. —¡Cámara! —añade con la boca llena. Far hace funcionar la cámara. Tensión. Adentro de la botella, como es de suponer, Familia Azut se entrega al memento mori. Agonía: muy larga. La madre rehúsa encaramarse sobre los hombros del industrial, su esposo. En cambio, las hijas, más modernas, se suben sobre sus hermanos, pero éstos, mucho mas modernos, se suben sobre sus hermanas. Tiempo: dos horas, y la cerveza habrá hecho su obra. Según se dijo al principio, veinte años después de este "asesinato en cerveza" nos encontramos a Far y a Mud fabulosamente enriquecidos, viviendo respetable existencia en patria lejana de patria del crimen. Ahora es de noche. Far y Mud ofrecen comida principesca. Entre los invitados, mancebo bellísimo modales afinados, pleno ya de vicios encantadores. Le acompaña venerable anciano que, aunque al borde de la tumba, se mantiene dignamente en pie (con el pie que resbala pero que no se deja ir con vileza). Ríen o sonríen. Bellas damas, gasas en cantidades abrumadoras, Dios mío, ¡cuánta gasa! Desnudas bailarinas pasando a ojo la flota de fraques, pavos reales, pavos rellenos. ¡Qué prevista la vida en ciertos salones! Entrar y salir, descorchar, a borbotones, el champaña o el cianuro. ¡Caballero, es usted único! El encanto de un vals, Salón - pisoteado - por zapatos - de -lamé - de - oro - manchados - de coñac... Puerta de honor. Salida. Divinos automóviles parten, pegados a tierra, con pañuelos de encaje. Pocos curiosos. Es muy tarde. Costumbres sencillas no permiten trasnochar. El aire es una divinidad. Pocas risas, las suficientes como para no pensar en un ataúd.


Puerta de honor al fin se cierra. Luces son extinguidas por servidumbre. Quedan sólo —usando de náutico lenguaje— las de posición. Far y Mud, contentos, contentos. Ya se disponen a salvar gran salón camino de sus camas cuando en lisa pared de estuco blanco aparece pantalla de proyección. En centro salón, anciano y mancebo sentados al igual que en cine. Hacen senas a Far y Mud ocupar sillas a su lado. Far y Mud consienten (consienten porque grandes señores consienten siempre, obedecen nunca). Perfecto, Anciano al borde tumba exclama: —¡Proyección! Ruido peculiar. Pantalla deja ver en seguida elegantes letras negras: "Muerte familia Azut". Crimen veinte años atrás pasa por pantalla. Mancebo ríe a más y mejor. Anciano aclara a Far y a Mud que mancebo único sobreviviente familia Azut. Por entonces niño de tres meses, educado por anciano, que mete en su linda cabecita divertido film inundación mortal padres y hermanos. Mancebo gran sentido del humor viendo madre acurrucada al fondo de botella, padre humillado pegado paredes botella, y hermanitos y hermanitas, modernos, muy modernos... Carcajada estentórea ante padres perdiendo todo menos el honor. Anciano dice: —Yo, autor intelectual. Ellos —señala a Far y a Mud— autores materiales. —Fart y Mud sorprendidos y disgustados: suceso ocurrido veinte años atrás nada tiene que ver con actual modo de vida. Rápido olvido, no mentar soga casa ahorcado. Elegancia, mucha elegancia. Por supuesto, reconocen que film es delicioso, refrescante. Cine hace prodigios. Les gustaría tener copia film. Siempre habrá noches de hastío en vida fastuosa. Aire circula divinamente. Bostezo, ustedes saben... Día entero preparativos soirée. Noche aún más agotadora. Bostezos, sueño, mucho sueño, sueño reparador, sueño profundo. Mancebo, entre bostezos, ríe siempre comicidad padres y hermanos en botella cerveza. Sueño. Arriba, lechos esperan visitantes. A la izquierda. Escalera caracol. Allí valet espera. Sueño, bostezos. Tropiezan subiendo. Mañana será otro día.

Bueno, digamos Bueno, digamos que hemos vivido, no ciertamente -aunque sería elegantecomo los griegos de la polis radiante, sino parecidos a estatuas kriselefantinas, y con un asomo de esteatopigia. Hemos vivido en una isla, quizá no como quisimos, pero como pudimos. Aun así derribamos algunos templos, y levantamos otros que tal vez perduren o sean a su tiempo derribados. Hemos escrito infatigablemente, soñado lo suficiente para penetrar la realidad. Alzamos diques contra la idolatría y lo crepuscular. Hemos rendido culto al sol y, algo aún más esplendoroso, luchamos para ser esplendentes. Ahora, callados por un rato, oímos ciudades deshechas en polvo, arder en pavesas insignes manuscritos, y el lento, cotidiano gotear del odio. Mas, es sólo una pausa en nuestro devenir. Pronto nos pondremos a conversar. No encima de las ruinas, sino del recuerdo, porque fíjate: son ingrávidos y nosotros ahora empezamos. Naturalmente en 1930 Como un pájaro ciego que vuela en la luminosidad de la imagen mecido por la noche del poeta, una cualquiera entre tantas insondables, vi a Casal arañar un cuerpo liso, bruñido. Arañándolo con tal vehemencia que sus uñas se rompían, y a mi pregunta ansiosa respondió que adentro estaba el poema.

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El cubo

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Cuando Juan cumplió dieciocho años y se graduó de enfermero, una señora obtuvo para él una plaza en el Hospital Municipal. Con este acto, quiso la señora darle importancia a la vida de Juan, y al mismo tiempo, engrandecer la suya propia con algo edificante. Pero esta misma vida, sin ninguna importancia, resultó también muy extraña: Juan hizo sus primeras armas como enfermero en el cuerpo de su benefactora. La dama, con sus virtudes, murió aplastada al pasar bajo un balcón ruinoso. Juan llenó ese día su primer cubo de algodones ensangrentados. Consideró horrible la muerte de su benefactora, y no menos horrible la casualidad que le ponía sus despojos por delante. Pensó renunciar a su puesto, que le pareció un receptáculo de vidas aplastadas, y era tanta su necesidad y tanto su deseo de defender la vida (no olviden, por favor, que no tiene ninguna importancia), que se vio obligado a llenar un segundo cubo. Así, desde ese momento, organizó sus cubos ensangrentados. De vez en cuando iba al cine o a la playa, se compraba un par de zapatos nuevos o se acostaba con su mujer, pero sentía que resultaban como accidentes: el fundamento de su existencia era el cubo. A los treinta años seguía desempeñándose como enfermero en la sala de accidentados del Hospital Municipal. Entre tanto, crecía y se transformaba la ciudad. Fueron demolidas viejas casas y otras nuevas y altísimas fueron edificadas. Visitó la ciudad el famoso ayunador Burko y debutó en el teatro de la ópera la celebérrima cantatriz Olga Nolo. Juan, día a día, cumplía con sus funciones. Cosa singular: ni Olga Nolo, ni antes tampoco Burko pudieron evitar que el cubo fuera llenado. Como a todos, le llegó a Juan la jubilación. Recibió la suya un día después de cumplir sus sesenta años -término prescrito por la ley para dejarlo todo de la mano, incluso el cubo. Ese mismo día, el notabilísimo patinador Niro comenzó su actuación en el Palacio del Hielo.

Patinaba sobre la helada pista con el inmenso coraje de tener el trasero al descubierto. Aunque un patinador con el trasero al descubierto es un acontecimiento importante (vista la poca importancia que tienen las vidas), Juan no pudo verlo. Cuando salía del Hospital con su jubilación en el bolsillo y dispuesto a asistir a la actuación de un patinador tan original, se detuvo y contempló largo rato la fachada del Hospital, lamió las paredes con la mirada, y acto seguido, al cruzar la calle, se tiró bajo las ruedas de un camión que pasaba. Al fin estaba en la sala de accidentados. Iba a morir y oyó murmullos sin importancia. Hizo señas al médico de turno y expresó su última voluntad. El médico abrió tamaños ojos, tendió la vista buscando y se agachó. Descubrió el cubo debajo de la mesa de curaciones. Se lo puso a Juan en los brazos. Con maestría consumada, Juan empezó, sin ninguna importancia, a meter en el cubo los algodones ensangrentados. Bastaba su desasosiego para darse cuenta de que su única aspiración, en los poco minutos que le quedaban, era llenar el enorme cubo hasta los bordes. La gran puta (fragmento) Cuando en 1937 mi familia llegó a La Habana –uno de los tantos éxodos a que estábamos [acostumbrados– mi padre –como tenía por costumbre sanguínea– se dio de galletas y se puso a echar carajos. Llegaron exactamente a las diez de la mañana de un día de agosto mojado con vinagre; antes de ir a esperar el Santiago-Habana tomé un jugo de papaya en Lagunas y Galiano, y como el deber se impone al deseo perdí a un negro que me hacía señas con la mano. Por esa época yo tenía veinticinco años y toda la vida resumida en la mirada; años mal llevados porque el hambre no paga: "Virgilio --me decía Oscar Zaldívar-no te alimentas lo suficiente. Hay que comer [carne..." De vez en cuando me llevaba a La Genovesa


en la esquina atormentada de Virtudes y Prado, donde Panchita, una italiana operativa, le decía doctor a Oscar y a mí no me decía nada. Las calles eran vahídos y las aceras desmayos: En la cabeza los versos y en el estomago cranque. […] Era La Habana con tranvías y con soldados de kaki amarillo, haciendo el fin de mes con los pesos de los homosexuales; entre los cuales, en cierta manera, me cuento, es decir, en mi humilde escala: no osaría ponerme a la altura de La Marquesa Eulalia, del Pájaro [Verde, de Jarroncito Chino, de la Pulga Lírica y del [Marqués de Pinar del Río, y aunque una noche, en el Don [Quijote, bailé sobre una mesa disfrazado de maja, mi alarde palidece ante la magnificencia del Pájaro Verde dejándose degollar en el baño. Según se mire eran tiempos heroicos, tiempos que fueran cantados por guitarras alcoholizadas, palabras tremendas que eran pronunciadas con el filo de un cuchillo, mientras allá, en Marte y Belona, los bailadores realizaban la confusa gesta del danzón ensangrentado. […] Mi amiga, la Muerta Viva, una puta francesa que recaló en Sagua allá por el veinticuatro compraba todos los días el periódico para ver si en la Crónica Roja aparecía muerto el cabrón, decía ella, que la dejó plantada en [Sagua. Pero como la vida manda, seguía abriendo las [piernas sin sentimentalismo de ninguna clase. Yo, que mi destino de poeta me impidió la putería soñaba persistentemente con abrir las mías: cuando el hambre aprieta, sueños monstruosos se perfilaban en cada esquina, monedas del [tamaño de una casa me caían encima, y todo terminaba en una frita deglutida al compás de “Bigote de gato es un gran sujeto...” […]

Estos son los monumentos que nunca [veremos en nuestras plazas, amorfa, sí, amorfa cantidad de donde extraigo el canto, en cualquier [parte, bajando por Carlos III que entonces tenía [bancos, escuálido, tembloroso, con mi amorosa [Habana siguiéndome los pasos como perro dócil entre años caídos retumbando como [cañones dejando la peseta en casa de la barajera para saber ¿para saber? si mañana entraré en la papa... Un pelado en el Mercado Único, un guarapo en el Mercado del Polvorín, siempre avanzando, en brecha mortal, buscando la completa como se busca un [verso, ¡oh inacabables calles, oh aceras perfumadas con orine! ¡Oh hacendados con pañuelos impregnados de Guerlain, que nunca me pusieron casa! Solo en mi accesoria haciendo mis versitos veía pasar La Habana como un río de sangre: y como una puta más del barrio de Colón los contaba de madrugada como si [fueran pesos. Aire frío Fragmento del Acto segundo

ANGEL: (Entra seguido de un viejo gordo) ¡Ana, mira quién está aquí! (A Luz Marina) ¿Dónde está tu madre? LUZ MARINA: Viene enseguida. (Mirando al gordo) Papá, preséntalo, ¿no? ÁNGEL: Luz Marina, este es don Benigno, el de la casa de efectos sanitarios. LUZ MARINA: Ya, ya me acuerdo; pero es que usted ha engordado tanto… ANA: (Volviendo del cuarto con el vestido en la mano) Lo menos veinticinco. (A ÁNGEL) ¿Dónde te lo encontraste? ÁNGEL: En la Terminal de trenes. Él me reconoció. Lo invité a almorzar. Ha venido a la Habana para patentar un invento. LUZ MARINA: (Mirando a Ana) ¿Cómo están

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sus hijas, don Benigno? DON BENIGNO: Se casaron las tres, y la hija de la mayor, de Sofía, ¿te acuerdas?, pues ya se casó y tiene un hijo. ANA: Así que usted ya es bisabuelo. LUZ MARINA: Y todavía inventa… es asombroso. (Pausa) ¿Y puede saberse qué clase de invento, don Benigno? DON BENIGNO: Pues un nuevo modelo de inodoro. Ya saben que me he ocupado toda la vida de los artefactos sanitarios. ÁNGEL: Voy a ser su representante en la Habana y Pinar del Río. […] ÁNGEL:(A Ana) Ana, trae café. Don Benigno quiere explicarme su invento. ANA: (Mirando a LUZ MARINA) No ha venido el muchacho de la bodega. El café que tengo es de por la mañana. DON BENIGNO: Para el cafetero cualquier café sirve. Hasta frío lo tomo yo. Tráigalo, Ana. (Ana va hacia la cocina). LUZ MARINA: (A DON BENIGNO) ¿Siempre viven en Camagüey? DON BENIGNO: (Sacando unos papeles del bolsillo) Bueno, Dora, mi mujer, yo, y Sofía vivimos en Camagüey. El resto de la familia vive en Ciego de Ávila. ÁNGEL: ¿Esos papeles se refieren al invento? DON BENIGNO: ¡Claro! Pero antes de enseñárselos déjenme explicarle en qué consiste mi invento. ANA: (Entrando con dos tazas de café) El inodoro de esta casa es de cadena. DON BENIGNO: En esos inodoros me baso para mi invento. LUZ MARINA: ¿Van a volver las cadenas? DON BENIGNO: Por supuesto que no volverían las cadenas. Todo eso es muy anticuado. (Pausa) Yo me refiero a la altura.

ÁNGEL: ¿A la altura? No entiendo. DON BENIGNO: Es muy fácil de entender. Usted sabe, Ángel, que los inodoros antiguos son más altos que los modernos. La tendencia en los fabricantes de inodoros es que cada vez sean más bajos. Un día los van a fabricar tan bajitos que uno se verá forzado a sentarse casi en el suelo con las piernas esparrancadas. LUZ MARINA: (Conteniendo la risa) Don Benigno, pero yo no veo que la altura de los inodoros modernos impida en nada que… DON BENIGNO: Impide, hijita, impide… No es lo mismo realizar la función natural normalmente sentado que colocarse a una altura anormal. ANA: Todo eso es muy complicado. DON BENIGNO: (Se levanta, mira en derredor) ¿No tienen una silla? LUZ MARINA: ¿Una silla? DON BENIGNO: Les haré una demostración práctica.[…] (Coge la silla y la pone en el centro de la escena). ÁNGEL: Dígame, don Benigno: a propósito de gente gorda, ¿no estima usted que la abertura de la taza debe variar de acuerdo con la corpulencia o la delgadez de los consumidores? DON BENIGNO: En mi invento están previstos todos esos extremos. A su debido tiempo hablaremos de ello. (Pausa) Por ahora, atengámonos a la demostración práctica. Vean sobre el terreno la comodidad que supone una altura adecuada. (Se sienta en la silla) No he realizado el menor esfuerzo; por otra parte están ustedes comprobando que me encuentro cómodamente instalado; lo mismo me sentiría en la mesa, en la oficina, en un tren… [...]

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