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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga

Encuentros Literarios - Literární setkání



Letras sobre ruedas Literatura na cestách. Praga 15.10.2013

9 años

Lectura de textos a cargo de: Alejandro Flores Alberto Ortiz Óscar Navarro Anežka Charvátová Luís Badía

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Denisa Škodová Petra Vavroušová Jana Mrkvová Elena Buixaderas Sigfrido Vázquez

Invitada/host: Monika Zgustová Música/hudba: Frederico Rego

Fabio Morábito (Alejandría, Egipto, 1955) ARS POETICA Yo nunca tuve anhelos de motorización, es más, nunca pedí a mis padres un vehículo, hasta la bicicleta me aburría, me limité a mis pies, a mi sentido del cansancio. Nunca he viajado rápido, pero he viajado, mis huesos cambian de dolor cada cien metros y nadie sabe como yo qué es un kilómetro. Luisa Etxenike (San Sebastián, 1957) Crimen perfecto Sobre todo vigila al niño- había dicho Estherno lo sueltes. Pero él había calculado meticulosamente los tiempos, lanzado la pelota azul brillante sobre el seto, justo cuando el coche iniciaba la curva, y soltado al

niño que corrió y desapareció en un instante. Luego el chirrido de la frenada salvadora y M. muerto al volante, definitivamente superado su corazón por los acontecimientos. David Escobar Galindo (El Salvador, 1943) El tren de la noche Suena el tren en la noche —¿llamando a quién, a quiénes?—, el tren abajo, en los cañaverales, como una larga serie de pañuelos llorados; y su llamar se junta al fuego de los perros, sofocando las luces pequeñas y amarillas, llamándonos, llamándonos, porque nosotros, madre, nos iremos en él, con la canasta virgen y la hermanita enferma y un envoltorio de pañales como dormidas mariposas, y el tren no espera, no, no espera nunca, y por eso corremos entre el polvo nocturno como fieles y nítidas luciérnagas...


Ana María Matute (Barcelona, 1925) El tiovivo de Los niños tontos El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro al blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: "Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Sólo da vueltas y vueltas, y no lleva a ninguna parte". Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro, que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos por entre la gente, como el no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. "Qué hermoso es no ir a ninguna parte", pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo. Eduardo Andradas Me dejaste tu sonrisa de coca cola y chicle, en un tren lleno de bocas tristes. Reinaldo Arenas (Oriente, Cuba, 1943 – Nueva York, 1990) Fragmento de Las tortiguaguas de El color del verano La amistad se produjo a primera vista el día en que la primera ministra fue a visitar la fábrica de las guaguas Leyland. La dama quedó

encantada con aquel ejemplar reluciente y potente de ómnibus y mientras le pasaba la mano le masculló una cita amorosa que esa misma noche cumplió disfrazada de obrero del transporte. Aquella noche de amor, las palabras lujuriosas de la primera ministra, su potencial sexual (en realidad la dama de acero descubrió esa noche que su calibre sexual sólo podía acoplarse con una guagua inglesa), despertaron en todos miembros de la noble familia Leyland una militancia lesbiana indestructible y poderosísima. Por eso, al ver aquellos cuerpos desnudos revolcándose en la yerba, la sufrida guagua marca Leyland, convertida trágicamente en ruta 162, sintió que toda su carrocería, sus poleas, sus ruedas y sobre todo motor, se calentaban. La carga erótica que aquellos cuerpos le insuflaron fue tal que salió disparada, no en busca de la estación de policía de Guanabo, donde intentaba conducirla el chófer, sino de otra guagua Leyland con la cual acoplarse al instante. La velocidad a la que ahora marchaba aquella viejísima guagua era realmente insólita (más de doscientas millas por hora), por lo que todos los pasajeros comenzaron a protestar a gritos; pero el chófer, que también gritaba, nada podía hacer. La guagua, borbotando aceite y gasolina rusa, rugía, gemía, bramaba y zumbaba en busca de otra guagua con la cual ensartarse al instante, ajena a las desesperadas maniobras del chófer y a los alaridos de los pasajeros, entre los que se destacaba el socorro en do mayor sostenido emitido por la Superchelo y coreado por las demás pájaras, convertidas súbitamente en meteoros. Al arribar al puente de madera de Bocaciega, Leyland, la desesperada, se tropezó con una vieja ruta 162 que se encaminaba hacia La Habana pujando trabajosamente. Sin mayores preámbulos la Leyland erotizada se lanzó sobre la otra y ambas guaguas comenzaron a frotarse tan violentamente que


los muelles, las gomas, los asientos, los bombillos, todo, se desprendía. El público, aterrorizado, ignorando lo que realmente estaba sucediendo, clamaba porque abriesen las puertas para alejarse de aquella colisión. El chófer hizo numerosos intentos y apretó todas las palancas para que las puertas se abrieran. Pero las dos guaguas ya eran ajenas a todo lo que no fuese su recíproco frotamiento. Vueltas de lado en pleno puente de madera, que crujía, restregaban sus complicadas panzas metálicas con tal furia que pronto las dos tortilleras de hierro se pusieron al rojo vivo. Entonces, en el colmo del paroxismo, un chispazo encendió ambos motores y los depósitos de gasolina. Se oyó un enorme estampido y las dos guaguas abrasadas y abrazadas, formando un solo amasijo candente, se elevaron a gran altura, culminando su rito amoroso en una explosión final. […] Detrás de un estruendo de tambores prematuros, un locutor anunciaba que «un chófer borracho, depravado y contrarrevolucionario había lanzado un ómnibus, que el Partido le había confiado para que lo manejase, contra otro ómnibus también en servicio público, provocando la muerte de trescientos veinticinco compañeros». Los únicos sobrevivientes a esta catástrofe fueron la Duquesa, la Sanjuro, la Supersatánica, la Pitonisa Clandestina, la Triplefea, la Reina, el Superchelo y la Perro Huevero y otras tres locas de atar, quienes viajaban en el exterior de la guagua fueron expelidas por la explosión sin ser antes aniquiladas. Así, ya en el aire, como verdaderos pájaros, alzaron el vuelo, y cayeron, verdad que algo chamuscadas, sobre el Paseo del Malecón, donde carrozas y comparsas comenzaban sus ensayos y finales.

Oliverio Girondo (Buenos Aires, 18911967) Apunte callejero En la terraza de un café hay una familia gris. Pasan unos senos bizcos buscando una sonrisa sobre las mesas. El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana. Pienso en dónde guardaré los quioscos, los faroles, los transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me siento tan lleno que tengo miedo de estallar... Necesitaría dejar algún lastre sobre la vereda... Al llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y de pronto, se arroja entre las ruedas de un tranvía. Justo Navarro (Granada, 1953) Hermana muerte Me aburría la moto y los coches con los faros encendidos y la música y las voces demasiado altas para imponerse sobre los instrumentos modernos, y, cuando se callaba el magnetofón, el rumor mutilado e impúdico de las frases desnudas, sorprendidas en el apagamiento repentino de la música, admiradas de sí mismas: era el momento que aprovechaban, en el mutismo insoportable, para romper vasos y copas y aplastar los cascotes con botas de motorista. El tumulto de los que bailaban en el fondo de la piscina vacía era más divertido: los bailarines giraban, gesticulaban y saltaban con soltura como hábiles buzos en aguas muy claras. Los faroles y las luces de los coches multiplicaban las sombras: las paredes celestes y blancas eran sábanas tensas e iluminadas tras las que se proyectaban las siluetas oscuras de una banda de muchachos sin sueño. ¿De quién era la sombra quieta que se extendía, como una marca fronteriza, hasta la escalerilla metálica? Levanté un brazo y comprobé que era mi sombra.


Entonces vi que las luces rojas y blancas de un avión se aproximaban a la luz roja que resplandecía en la cúspide de la grúa. Si el avión chocara contra la grúa, ¿caerían pedazos ardiendo sobre nuestro jardín? El motorista vestido de cuero revolvía con un trozo de tubería de plomo en el montón de hojarasca podrida: tenía puesta una careta antigás. Bajé al fondo de la piscina. Los bailarines se acercaban a la maleta que había abierto Martín y dejaban sobre las toallas, las billeteras, los cubiertos, los ceniceros, las servilletas robadas una prenda: un pendiente, una cinta, un jersey, una sandalia. La maleta que mi padre arrojara una noche a las aguas corruptas rebosaba ahora con los regalos de los visitantes. Dixon Acosta Medellín (Colombia) Fragmento de Poema sobre dos ruedas en cuatro tiempos DEFINICIÓN La bicicleta es un maravilloso artefacto con dos ruedas, cadena, sillín, manubrio y un motor incansable, casi infinito proporcional a la imaginación y a tanto tiempo libre, libre! del cual dispone –y no sabe- un niño. REFRÁN “Aprender a montar en bicicleta nunca se olvida” dice un conocido refrán. Quizás por todo el miedo acumulado durante la víspera el duro encuentro con el piso en múltiples ocasiones las risas crueles de los vecinos. En mi caso, no lo olvido tal vez porque no conté con la mano adulta que tomara el sillín y corriera a mi lado, mi amigo William -el niño rubio y pecoso-

que vivía en la casa vecina intentó cumplir ese papel. Cuando luego de tantos intentos pude por fin pedalear sin besar la lona del pavimento esperaba, con ansiedad que Laurencio, mi padre-abuelo luciera una amplia sonrisa desde algún punto del firmamento. Jesús Infante (Luis González) (Granada, 1957) Fragmento de Una fosa tapada Un viaje a Córdoba Al llegar a casa, buscó en internet alguna referencia al padre Campos, que según lo que había oído decir, vivía en Córdoba. Encontró varias noticias y un par de entrevistas en los periódicos. En una de ellas se decía también que ahora vivía allí y que daba clases en el instituto Gran Capitán. No era una cosa que pudiera tratarse por teléfono. Se imponía una visita a la ciudad califal. En el AVE se tardaba tres cuartos de hora. Había uno que salía a las diez menos cuarto. Con estar en la estación a las nueve y veinte le bastaba para comprar el billete y, con la mañana por delante, tendría tiempo de hablar con el expadre Campos. Lo que había que hacer primero era librarse de los esbirros de Torres. […] Los esbirros de Torres iban o andando o en coche. Al salir de casa se encasquetó una gorra de visera grande para despistar a las posibles cámaras. Cogió para la plaza de San Pedro por la calle Descalzos, que es peatonal, y en la plaza de San Pedro cogió una de las bicicletas de Sevici y volvió como el rayo por la misma calle Descalzos, la Pila del Pato, la calle Imperial, la calle Lanza, que es peatonal, y el muro de los Navarros hacia la ronda y luego, a pie por José Laguillo hasta Santa Justa. Llegó con el tiempo justo de comprar El País y coger el tren de las nueve cuarenta y cinco. Esperó a que saliera asomado a la puerta del vagón. No reconoció a ninguno de los pasajeros que


llegaron después que él. Por un día, creía haberse librado de los guardias de Torres. Le quedaba la duda de si a partir de mañana le asignaría, además, un ciclista para que le siguiera. […] Durante el viaje, cejó en la lectura de su periódico para aprovechar la impresionante vista del Castillo de Almodóvar, que se alzaba literalmente sobre la vía del AVE (de hecho, ésta atravesaba un túnel bajo la montaña en que se asentaba el mismísimo castillo). Se podía ver el edificio alzándose sobre el camino a la ida y, una vez pasado el túnel, alzándose sobre el pueblo de Almodóvar que, en la primera vista, estaba oculto tras la montaña. Unas vistas siempre impresionantes.[…] Por si acaso Torres, o los otros que no eran de Torres, retomaban su pista a su llegada, a pesar de la gorra que le ocultaba la cara, evitó coger un taxi en la estación de Córdoba y salió hacia el parque que le separaba del centro de la ciudad. Lo cruzó y al otro lado paró un taxi. El taxista ¡cómo no! Tenía puesta la COPE, ¿era obligatorio en el gremio? — Al instituto Gran Capitán, creo que es la calle Arcos de la Frontera. — Eso está en las afueras, ¿cogemos por la Ronda Norte? — Como usted vea. Yo soy de fuera. Miguel Hernández (Alicante, 1910–1942) El tren de los heridos Silencio que naufraga en el silencio de las bocas cerradas de la noche. No cesa de callar ni atravesado. Habla el lenguaje ahogado de los muertos. Silencio. Abre caminos de algodón profundo, amordaza las ruedas, los relojes, detén la voz del mar, de la paloma: emociona la noche de los sueños. Silencio.

El tren lluvioso de la sangre suelta, el frágil tren de los que se desangran, el silencioso, el doloroso, el pálido, el tren callado de los sufrimientos. Silencio. Tren de la palidez mortal que asciende: la palidez reviste las cabezas, el ¡ay! la voz, el corazón la tierra, el corazón de los que malhirieron. Silencio. Van derramando piernas, brazos, ojos, van arrojando por el tren pedazos. Pasan dejando rastros de amargura, otra vía láctea de estelares miembros. Silencio. Ronco tren desmayado, enrojecido: agoniza el carbón, suspira el humo y, maternal la máquina suspira, avanza como un largo desaliento. Silencio. Detenerse quisiera bajo un túnel la larga madre, sollozar tendida. No hay estaciones donde detenerse, si no es el hospital, si no es el pecho. Para vivir, con un pedazo basta: en un rincón de carne cabe un hombre. Un dedo solo, un solo trozo de ala alza el vuelo total de todo un cuerpo. Silencio. Detened ese tren agonizante que nunca acaba de cruzar la noche. Y se queda descalzo hasta el caballo, y enarena los cascos y el aliento.


Gabriel García Márquez (1927, Aracataca, Colombia) Vivir para contarla Aquel día, por un motivo o por otro, partió con una hora y media de retraso. Cuando se puso en marcha, muy despacio y con un chirrido lúgubre, mi madre se persignó, pero enseguida volvió a la realidad. «A este tren le falta aceite en los resortes», dijo. Éramos los únicos pasajeros, tal vez en todo el tren, y hasta ese momento no había nada que me causara un verdadero interés. Me sumergí en el sopor de Luz de agosto, fumando sin tregua, con rápidas miradas ocasionales para reconocer los lugares que íbamos dejando atrás. El tren atravesó con un silbido largo las marismas de la Ciénaga, y se metió a toda velocidad por un trepidante corredor de rocas bermejas, donde el estruendo de los vagones se volvió insoportable. Pero al cabo de unos quince minutos disminuyó la marcha, entró con un resuello sigiloso en la penumbra fresca de las plantaciones, y el tiempo se hizo más denso y no volvió a sentirse la brisa del mar. No tuve que interrumpir la lectura para saber que habíamos entrado en el reino hermético de la zona bananera. El mundo cambió. A lado y lado de la vía férrea se extendían las avenidas simétricas e interminables de las plantaciones, por donde andaban las carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. De pronto, en intempestivos espacios sin sembrar, había campamentos de ladrillos rojos, oficinas con redes de alambre en puertas y ventanas y ventiladores de aspas colgados en el techo, y un hospital solitario en un campo de amapolas. Cada río tenía su pueblo y su puente de hierro por donde el tren pasaba dando alaridos, y las muchachas que se bañaban en las aguas heladas saltaban como sábalos a su paso para turbar a los viajeros con sus tetas instantáneas. En la población de Riofrío subieron varias familias de aruhacos cargados con mochilas repletas de aguacates de la sierra, los más apetitosos del país. Recorrieron el vagón a saltitos en ambos sentidos buscando dónde

sentarse, pero cuando el tren reanudó la marcha sólo quedaban dos mujeres blancas con un niño recién nacido, y un cura joven. El niño no paró de llorar en el resto del viaje. […] El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Raul Quinto (Murcia, 1978) Autobús nocturno El vaho del cristal matiza lo que somos. Al otro lado la ciudad, como las líneas de una mano de niebla. Geometría alucinada. Un mecanismo al que pertenecemos. Mira: si limpio el vaho en la ventana todo ese mundo de certezas se borrará con él, no habrá ya nada al otro lado. Nada. Ni siquiera la sombra de este gesto. Desapareceremos. Y el último fragmento del poema será escrito por nadie. Manuel Gutiérrez Nájera (México 18591895) Fragmento de La novela del tranvía Cuando la tarde se obscurece y los paraguas se abren, como redondas alas de murciélago, lo mejor que el desocupado puede hacer es subir al primer tranvía que encuentre al paso y recorrer las calles, como el anciano Víctor Hugo las recorría, sentado en la imperial de un ómnibus. El movimiento disipa un tanto cuanto la tristeza, y para el observador, nada hay más peregrino ni más curioso que la serie de cuadros vivos que pueden examinarse en un tranvía. [… ]Yo paso las horas agradablemente encajonado en esa miniaturesca arca de Noé, sacando la cabeza


por el ventanillo, no en espera de la paloma que ha de traer un ramo de oliva en el pico, sino para observar el delicioso cuadro que la ciudad presenta en ese instante.[…] Después de examinar ligeramente las torcidas líneas y la cadena de montañas del nuevo mundo por que atravesaba, volví los ojos al interior del vagón. Un viejo de levita color de almendra meditaba apoyado en el puño de su paraguas. No se había rasurado. La barba le crecía "cual ponzoñosa hierba entre arenales". Probablemente no tenía en su casa navajas de afeitar... ni una peseta. Su levita necesitaba aceite de bellotas. Sin embargo, la calvicie de aquella prenda respetable no era prematura,... ¿Quién sería mi vecino? De seguro era casado, y con hijas. ¿Serían bonitas? La existencia de esas desventuradas criaturas me parecía indisputable. Bastaba ver aquella levita calva, por donde habían pasado las cerdas de un cepillo, y aquel hermoso pantalón con su coqueto remiendo en la rodilla, para convencerse de que aquel hombre tenía hijas. Nada más las mujeres, y las mujeres de quince años, saben cepillar de esa manera. Las señoras casadas ya no se cuidan, cuando están en la desgracia, de esas delicadezas y finuras. Incuestionablemente, ese caballero tenía hijas. ¡Pobrecitas! Probablemente le esperaban en la ventana, porque no habían almorzado todavía. Yo saqué mi reloj, y dije para mis adentros: —Son las cuatro de la tarde. ¡Pobrecillas! ¡Va a darles un vahído! Tengo la certidumbre de que son bonitas. El papá es blanco, y si estuviera rasurado no sería tan feote. Además, han de ser buenas muchachas. Este señor tiene toda la facha de un buen hombre. Me da pena que esas chiquillas tengan hambre. No había en la casa nada que empeñar. ¡Como los alquileres han subido tanto! ¡Tal vez no tuvieron con qué pagar la casa y el propietario les embargó los muebles! ¡Mala alma! ¡Si estos propietarios son peores que Caín!... ¡Si yo me casara con alguna de ellas!... Nada; me caso decididamente con una de las hijas de este buen señor. Así las saco de penas y me pongo en orden. ¿Con

cuál me caso?, ¿con la rubia?, ¿con la morena? Será mejor con la rubia... digo, no, con la morena. En fin, ya veremos. ¡Pobrecillas'. ¿Tendrán hambre? En esto, el buen señor se apea del coche y se va. Si no lloviera tanto —continué diciendo en mis adentros— le seguía. Xabier Puchades (Valencia, 1973) Escena de La sensibilidad perdida de los ácaros TAXISTA. Buenas noches. ¿A dónde? (Pausa) ¿Vive allí? ¿Una amiga? Pues vamos. Dicen que es un edificio muy bonito, ¿no? El de su amiga. Muy céntrico, con un enorme parque interior y piscina. Un edificio inteligente de esos... ¿En qué puede pensar un edificio así? Ahí no vive cualquiera, no. Esos sitios son para gente con pasta. Pero le digo una cosa, ¿se la digo? Yo no viviría en un piso de esos. Ni gratis vivía yo ahí, vamos... Yo me gano la vida con el sudor de esta frente. ¿La ve? Este es mi sudor. Con este sudor podría llenar tres piscinas de esas al día, y le aseguro que soy más inteligente que ese edificio (Tose asmáticamente.) Una noche tranquila, ¿verdad? La gente joven, como usted, no se fija ya en estas cosas. Mi hijo nunca se fija y mira que le digo que se fije. (Pausa) Mire, le propongo una cosa... Le propongo un juego. No se ponga nerviosa, es muy sencillo. Como en los concursos de la tele. Sólo tiene que decir sí o no, sólo eso, sí o no. Si acierta, premio. Si no acierta, le aplaudo y otra vez será. La pregunta es la siguiente: ahora puedo girar hacia la izquierda o hacia la derecha, ¿qué calle prefiere? Píenselo bien antes de contestar. Está bien, le daré pistas. Si giro a la derecha llegamos antes: el viaje le resulta más barato, pero la vista es peor. Si elige la derecha: yo pierdo dinero, pero la vista es mejor. Soy el único que realmente se arriesga. ¿Me oye? ¿Lo está pensando? ¿Usted piensa así? Desde que entró no ha quitado los ojos de la ventana... Lo comprendo, de verdad. Es imposible no admirar nuestra ciudad, la construyeron para no dejar de


lo llevo siempre cerrado. Imagínese, mi taxi lleno de moscas... Yo, que no puedo tener la boca cerrada. Seguro que no había subido a uno así, tan limpio. Da gusto subir a vehículos así de limpios, sin una mota de polvo. El polvo es un terrible foco de infección. (Tose) No haga eso en el cristal, es molesto. Antes bromeaba. ¿Le parezco jocoso? Mi mujer dice que lo soy, divertido no, jocoso... ¿Qué pasa ahora? ¡Vaya! Están de obras, pues por aquí no podemos ir, señorita. Iremos por otro sitio, damos un poco más de vuelta pero da lo mismo. No se preocupe, no le pienso cobrar más...

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mirarla. Y me gusta, me gusta mucho que mis clientes disfruten del viaje... Así que disfrute, disfrute... disfrútelo... Pero contésteme: ¿Derecha o izquierda? El semáforo se va a poner en verde... ¿no? Verde. Bueno, da igual, me dejo ganar. Yo soy así, siempre me dejo ganar. Un pedazo de pan a mi lado no es nada, nada... ¿Me oye? ¿Sabe? (Tose asmáticamente). No me mire así, ¿está asustada? Deje el cristal, se romperá las uñas. Soy incapaz de hacer daño a una mosca. Sé perfectamente que usted no es una mosca, pero aunque lo fuera, no le haría nada... En verano sí... El taxi se llena de moscas, y eso que



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