En la selva

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Ricardo Corduente “Castelfiori”



I Estaba completamente solo y rodeado de miseria, ¿inconsciente, loco?, no podía saberlo. Lo cierto, es que estaba solo y pensaba, una y otra vez, en las malditas circunstancias, que lo habían obligado a verse envuelto en aquella repugnante guerra. Era horrible. La razón se escapaba de su control, como se había escapado el último pajarillo y temía caer en la demencia. Por todas partes el ambiente era desolador. Hombres deshechos desangrándose, sembrados entre los mil árboles de la selva, como frutos maduros esparcidos por el viento, como una macabra cosecha de angustia y desolación. El otoño de la muerte. Hablaba solo, pero sus palabras no tenían sentido ni siquiera para él. Tarareaba una canción, rezaba o sencillamente llamaba a su madre, entre gemidos, implorando algo de ternura, todo, antes que tragarse aquella soledad en compañía de la muerte. No comprendía nada, no sabía qué había ocurrido, qué hacía él, allí, en medio de un campo santo de desconocidos, donde todo exultaba miedo y crueldad, odio y maldad. Pero tan solo unas horas antes, había sido parte activa de todo aquel disparate, solo un par de horas antes había dado muerte al último enemigo... ¿Enemigos? Nunca los tuvo hasta que lo envolvieron en aquella locura. Todo resultaba muy extraño. Todo resultaba. a la vez, muy familiar. - Intenta ordenar tus pensamientos - se repetía – debes aclarar tus ideas... Mientras, intentaba averiguar si le quedaba algún pensamiento, alguna idea coherente, que se escapara de aquella sinrazón. Cualquier día como éste, dos meses atrás, habría estado conversando, tranquilamente, con sus amigos, en un bar, de cualquier tema sin importancia, las carreras, la bolsa o el partido del domingo, habrían tomado sus despreocupados aperitivos, sin otra aspiración, que pasar el tiempo placenteramente, regalarse sin más. Y hoy, tan solo unos pocos minutos antes, había oído gemir a decenas de desconocidos, suplicándole, con palabras que nunca, ninguno de sus amigos, le habría dedicado. Cuánta desolación albergaban aquellos cuerpos sin vida. Era una horrible pesadilla. La más cruel de todas cuantas había vivido. Anochecía y nunca la noche le había parecido tan solitaria y falta de calor. Tenía miedo de dormir. Tenía miedo de no volver a despertar. Su cuerpo estaba helado y sus manos temblorosas, no paraban, ni un momento, de palpar su cuerpo, como buscando alguna prueba de que realmente estaba vivo. Un sudor frío recorría su frente y penetraba en sus ojos, escociendo, como el alcohol en una herida sangrante, mas no estaba seguro de sentir el escozor. A sus pies, como un muerto más, yacía su fusil. Le habían dicho: "Muchacho, no te separes de él. Será tu compañero y tu guardián y a él le deberás, el estar vivo, cuando todo esto haya acabado. Cuídalo como a tu propia madre." Detestaba aquel artefacto y todo cuanto se relacionaba con él. No quería volver a verlo, no quería saber más de su absurda protección, que


había cambiado su miserable vida por docenas de vidas ajenas, como si su posesión le distinguiera del resto. Intentó lanzarlo con todas sus fuerzas lejos de sí, pero su cuerpo débil, tan solo pudo arrojarlo un par de metros más allá, antes de desplomarse, impotente, rendido por el cansancio. Poco a poco, el paisaje se iba sumiendo en la más negra oscuridad. El follaje espeso no dejaba penetrar ni un rayo de luz de luna. A pesar del sueño y el agotamiento que le invadían, no podía tranquilizarse, bien al contrario, se sentía, cada vez, más inquieto. Sus ojos permanecían desorbitadamente abiertos, dominados por el pánico, escudriñando los mil sonidos del silencio que llegaban a su cerebro, sin pasar pos sus oídos. No había grillos que rascaran la noche, ni luciérnagas que la motearan. Todo estaba muerto. Hasta el aire, había dejado de respirar y las estrellas, si es que no habían muerto también, eran invisibles a través de las copas de los árboles. Tenía muchísimo miedo. De pasar a formar parte de todo, de morir con ellos. Lentamente sus párpados fueron cediendo y se sintió, de pronto, arropado por un maravilloso mundo de abstracciones y colorido.


II

Al amanecer, ningún gallo cantó ni piaron las golondrinas y el aire continuaba muerto en su quietud. Ascendió de las profundidades del inconsciente, con la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño. En cierto modo, esperaba sentir las caricias de su madre sobre su sudorosa frente y un acogedor vaso de leche tibia a su lado, pero no fue así. El rocío empapaba sus ropas y aquellos cuerpos, mutilados y sangrientos, seguían a su alrededor, como piedras de un baldío. Lloró de lástima, de desesperación y rabia, como nunca antes lo había hecho, con angustia y desprecio a la vez. Cualquiera sabe por qué se llora en realidad. Y el eco burlón del bosque le devolvía sus lamentos en un angustioso juego de tonalidades. Se sintió desfallecer nuevamente, tal era su impotencia. Estaba seguro de que la locura acabaría por adueñarse de su voluntad. De pronto, un gemido, que no era el suyo, interrumpió, por unos segundos, su egoísmo. Parecía un lamento intermitente. No era el único que había sobrevivido. No pudo reaccionar inmediatamente. El miedo corrió por todo su cuerpo, helándole la sangre. De nuevo, volvió a sentirse recuperado, como la mañana anterior, durante la contienda. Otra vez, el temor a la muerte desconocida le encogía el estómago. "Vienen a por mí", pensó e instintivamente, se lanzó en busca de su fusil. "¡No pueden cogerme!", gritaba para sus adentros. Y al coger el fusil, notó, otra vez, que un escalofrío se metía entre sus huesos. Su situación había cambiado en segundos, pero no, su estado. El miedo, que hace unos minutos, sentía a su soledad, se había convertido, ahora, en pánico por lo desconocido. Cautelosamente, fue levantándose. El gemido provenía de detrás de unos arbustos y no sabía qué podía esperarle del otro lado. Todo adquiría, ahora, un aspecto distinto. Incluso los muertos, parecían moverse a medida que los iba sorteando. A unos metros, tras los arbustos, yacía, bajo un tronco, un hombre con uniforme enemigo. Había quedado aprisionado, tras la explosión de una de las granadas y su agonía, bajo aquel enorme tronco, había llegado a la desesperación. Instintivamente sintió el impulso de correr a ayudarle pero, nuevamente, surgió aquella voz que le golpeaba el cerebro: "Esto es la guerra y el enemigo ha de ser aniquilado. Es su vida o la mía. El perdón puede suponer la muerte...". Tal vez, de haberse encontrado, algunas horas antes, a aquel mismo hombre, que ahora reclamaba su auxilio, hubiera disparado sobre él, sin vacilar. Quizá no debiera ayudarle. "Que se joda...", pero, ¿cómo podían haberle cambiado tanto? ¿Cómo, ante un hombre en peligro, podía sentir la duda de ayudarle o no?


-¡Ayúdame, por favor! - El ruego del hombre herido interrumpió violentamente sus pensamientos. Su cara ofrecía un aspecto lamentable, bajo una costra reseca de sangre, que había manado de una brecha en la cabeza. Sintió que su estómago se contraía y arrojó el fusil con fuerza, esta vez, lo suficientemente lejos, como para no volver a cogerlo. Se acercó al herido y sacando fuerzas de flaqueza, abrazó el tronco del árbol y lo arrastró lejos del cuerpo. Luego, le ofreció su cantimplora, al tiempo que preparaba, con su camisa, una especie de almohadilla, rellena de hojas, donde reclinar la cabeza de su maltrecho compañero y poder limpiar aquella herida, que no parecía muy seria a pesar de su aparatosidad. El enfermo bebió con ansiedad, casi con desesperación, como si nunca hubiera sentido el tacto del agua corriendo por su garganta. Su circunstancial benefactor lo miraba con abobada sonrisa, mientras vendaba su cabeza con un jirón de su propia camisa. Su semblante, entre triste y alegre, recordaba el de un padre que estuviese curando las heridas de su pequeño. - Gracias – dijo, de pronto, el herido -, creo que no hubiera durado mucho tiempo bajo ese árbol. Me has salvado la vida. - No tiene importancia. Supongo que tú hubieras hecho lo mismo. Me llamo Hernando. Hablaba con la cabeza baja. Lo cierto es que no podía sacarse la espina de haber dudado. Se sentía confuso por aquel cúmulo nuevo de emociones, que había comenzado, la tarde anterior, cuando se inició el combate. - Yo soy Danilo. Te agradezco, Hernando, que me hayas perdonado la vida. Yo... Su voz entrecortada se desvaneció en un hilo. No era más que un chiquillo y el susto se veía reflejado en sus ojos. Entre ambos no sumaban cuarenta años y allí estaban, como muñecos de un guiñol equivocado, abandonados a su suerte, como si su corta preparación les hubiera capacitado para poder decidir sobre la vida de los demás. -Dejemos eso - repuso Hernando, al tiempo que le desabrochaba la camisa -, veamos como tienes el cuerpo. Si sientes dolor, grita. No parece que tengas nada roto, pero no intentes incorporarte todavía, has perdido mucha sangre y te desmayarías. Tras pasarle un trapo húmedo por los golpes, se sentó junto al herido y encendió un par de cigarrillos. Ambos permanecieron inmóviles, inhalando el humo, con la mirada perdida, más allá del último árbol, abstraídos en lo más profundo de sus pensamientos. El silencio mortecino proporcionaba una inquietante tranquilidad. Los dos sentían en su interior la ansiedad de la desesperanza, como moscas prisioneras en una tela de araña abandonada, pero su mutua presencia les hacía sentirse algo más abrigados de la desesperanza. De vez en cuando, Hernando empapaba con agua su pañuelo y lo ponía sobre la frente de su compañero herido, que no pudiendo resistirse al


cansancio, yacía medio adormilado. Entonces sus miradas se cruzaban y se escrutaban con cierta nostalgia. - ¿De dónde eres, Danilo? - De San Pedro. - Yo soy de Arenales, a unos cuarenta kilómetros de San Pedro. - El año pasado estuve en las fiestas de Arenales, es un pueblo muy bonito. - Era un pueblo muy bonito, ahora es un montón de escombros. - Lo siento... - No te preocupes, la culpa es de los misiles. Caían por todas partes, de día y de noche, como si lloviera del cielo. No sabías dónde esconderte. Iban desmoronándose las casas, como si estuvieran hechas de adobe. Fue terrible. ¿Cómo está tu zona? - Algo mejor. Al estar en la ladera de la montaña, ésta le hacía de parapeto y la protegía del fuego enemigo... - de pronto, su rostro enrojeció e instintivamente, se llevó la mano a la boca, para continuar con un balbuceo perdona, yo no sé cómo... - No te dé apuro, - tranquilizó Hernando - supongo que somos enemigos. ¿Qué piensas de esta guerra, Danilo? ¿Qué piensa la gente en el otro lado? Volvió a hacerse el silencio. Danilo parecía no haber oído la pregunta. Su mirada se perdía entre las copas de los árboles y su cuerpo estaba considerablemente relajado. - No lo sé... - dijo al cabo de un rato en medio de un profundo suspiro Yo ya no entiendo nada de lo que está pasando... Sus ojos bajaron, hasta encontrarse con los de Hernando, con una expresión hueca y demencial, como si repentinamente, hubiera entrado en trance. Eran los resquicios de una mirada esperanzada y cargada de fe, hasta rozar con el fanatismo, mezclada con la del miedo y el odio. - En un principio, - prosiguió temblorosamente - creí que se trataba de una causa justa. No teníais derecho a pisotear nuestros ideales como lo estabais haciendo. Era necesario ganar, para demostrar por la fuerza lo que no habíamos sido capaces de demostrar con la diplomacia. Yo sentía unos arquetipos prefijados, un ideario desarrollado, a lo largo de toda mi vida, una manera de enfocar las cosas y unas ideas políticas, que había ido adquiriendo, a fuerza de muchos razonamientos y vosotros lo estabais poniendo todo en peligro. Estaba plenamente convencido de ello y, por lo tanto, debía ser autoconsecuente y defender, con la vida si hiciera falta, esas ideas que creía


las más justas para mí y para los míos... - su voz fue cediendo en intensidad a medida que avanzaba en la conversación y su rostro iba perdiendo su aspecto visionario y adquiría un talante sombrío, cargado de angustia - Se trataba de defender la libertad y la vida de mi pueblo. ¡La libertad y la vida... Dios mío... qué locura! ¿Cómo se puede defender la vida de nadie, matando? ¿Cómo ganar la libertad con una guerra? ¡Estoy aterrado! Nunca había visto tanta crueldad y tanta injusticia. Hombres y mujeres aniquilados, niños abandonados a su suerte. Debemos estar locos para haber hecho todo esto... La voz de Danilo se ahogaba en un gemido y comenzó a llorar como un chiquillo. - ¿Qué hemos hecho? - continuó - Mira esos pobres desgraciados. ¿Qué han ganado ellos? Como mucho, una gigantesca fosa colectiva. Los taparán con una anónima lápida y les erigirán un monolito. Serán el soldado desconocido. El soldado desconocido... ¿Merece la pena morir por una idea? ¿Por qué debemos imponerla violentamente? Acaso, hayamos perdido la poca humanidad que nos quedaba. Constantemente nos bombardeaban con las consignas, nos informaban de cada una de vuestras atrocidades y nos pedían venganza. Libertad, justicia, eran palabras que se metían en mi cerebro y se dilataban más y más, hasta neutralizar cualquier otra idea. Libertad y justicia... No pudo proseguir. Un afligido llanto que brotaba directamente de su alma le llenó la garganta y le sumió en un quejido lastimero. Hernando guardó silencio y miró hacia otro lado, para evitarle a su compañero, la vergüenza de exhibir su debilidad. Danilo lloraba sin poder contenerse. - La vida no siempre discurre por los cauces que deseamos. - dijo por fin Hernando - A veces, queriendo arreglar una situación, no logramos más que estropearla aún más. Pero no hemos de sentirnos culpables por ello, ya que nuestra intención ha sido, en todo momento, conseguir el bien. - Su pequeño discurso, además de consolar a su compañero, parecía perseguir, a su vez, confortarle a sí mismo de la congoja que llenaba su estómago - Pero hemos descubierto que estábamos equivocados y ahora, sabemos que una guerra no es la solución. Todos estos infelices han pagado bien caro el que aprendiéramos la lección. De pronto, el crujir de las ramas y el arrastrarse de unas pisadas interrumpieron la conversación. Ambos prestaron atención. - ¡Alguien se acerca! - dijo Danilo incorporándose - Si son de los tuyos, ahí tienes mi pistola. Me apuntas a la cabeza. - Pero... - intentó intervenir Hernando. - Seré tu prisionero - le atajó Danilo - y si son de los míos, tu serás mi prisionero. No hay que olvidar, tan pronto, esta pesadilla.


III

De entre los matorrales, surgió la sombría figura de un soldado, que empuñaba un fusil de repetición. Al verlos, llevó, por instinto, el dedo al gatillo. Era del bando de Danilo, así que, fue éste quien tomó la pistola y habló. - ¡Espera! Todo está bajo control. - ¿Bajo control? - increpó el nuevo. - Si, es mi prisionero - respondió Danilo. - ¡Maldita sea! En esta guerra no hay prisioneros, - dijo el otro, furioso ¿cómo puedes soportar vivo a ese cerdo, estando rodeado de camaradas muertos por él? - Es que, me ha salvado la vida... - Para poder matarte más tarde. Es tu enemigo ¿no te das cuenta? Hay que eliminarlo. Pertenece a una plaga que ha de ser exterminada. Por todos nuestros camaradas muertos. Su peste es una amenaza para la humanidad. Y diciendo esto, el recién llegado propinó a Hernando un culatazo en la boca del estómago, haciendo que sus rodillas se doblasen y cayese al suelo. Le colocó la boca de su subfusil en la sien con mortal intención. - ¡No lo hagas! - gritó Danilo, a la vez que encañonaba con su pistola a su desconocido amigo. - Vamos, muchacho - le dijo éste -, ¿estás loco? No es más que un cerdo invasor. Una ráfaga rompió el silencio de la selva y un eco, enloquecido y quedo, la transportó por el espacio. Hernando se revolvió en el suelo, como una serpiente, recién decapitada, intentando aferrarse con desesperación a la vida que se le escapaba. Otro disparo seco, de Danilo, cortó el aire e hizo encorvarse al intruso, al tiempo, que Danilo se incorporaba, para acercarse a su amigo enemigo, gritando enloquecido como un poseso. - ¡Te dije que no lo hicieras, endemoniado loco! ¡Es un hombre, como tú y como yo! ¡Un hombre! - ¡Es un enemigo, un enemigo! – gritó, el desconocido, encolerizado, intentando no desplomarse - ¡Y tú eres un traidor! ¡Un cochino renegado…! Antes de desplomarse sin vida, su metralleta habló nuevamente. Danilo cayó desplomado, sobre el supuesto amigo, que acababa de asesinarlo. Su cuerpo sin vida cayó sobre su camarada, pero sus manos se tendían


fraternales hacia su moribundo enemigo amigo que, mientras sentía que la vida se le escapaba a él también, pensaba, una y otra vez, en las malditas circunstancias que lo habían obligado a verse envuelto en aquella guerra.

EL FIN



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