La amarga anécdota de

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Ricardo Corduente Abad “Castelfiori”



I En menos de cuarenta y ocho horas, han montado la feria. De pronto, han desaparecido los coches aparcados y han ido apareciendo enormes camiones de colores y caravanas de todos los tamaños, que se han ido extendiendo por la explanada, como un ballet meticulosamente organizado. Lo que, hace un par de días, era un páramo, casi yermo, lleno de coches y polvo es ahora un parque de sueños y farolillos, de volantes y sevillanas. Llevo tres días en la calle, deambulando de un lado para otro sin saber qué hacer ni dónde ir, como un perro mascota, abandonado por sus amos la víspera de las vacaciones, viviendo una irrealidad incomprensible, que me zarandea como una borrachera terminal. A veces, me quedo quieto de pronto, intentando descubrir el momento en que la historia ha hecho clac y, como los trenes en un cruce de vías, mi vida ha cambiado erróneamente de rumbo por un carril desconocido, presiento que en dirección a un oscuro túnel sin final. Solo un instante. Apenas veinte minutos y todo voló por los aires, catorce años de mi vida, los catorce más importantes, se fueron a hacer puñetas. En la enorme explanada han ido creciendo, ladrillo a ladrillo, las casetas. Los camiones y los hombres, brotando por todas partes a borbotones, como por arte de magia, apareciendo y desapareciendo y dando paso a otros con idéntica y frenética actividad, trabajando sin cesar, día y noche como enloquecidas hormigas, construyendo su poblado artificial lleno de farolillos y palmas, de paredes encaladas y rejas de forja, de sombrajos de cañizo y cucañas altísimas y norias y tiovivos y castillos de goma y de lunares y abanicos, toros de Osborne y botellas de Tío Pepe con capucha de flamenco y sombrero cordobés de color rojo. Y luego, una mañana como ésta, igual que todas las demás mañanas del año, sin distinción alguna (a pesar de mi dolorosa, por inesperada, experiencia, lo siento así realmente), finalmente, todo se inunda de olores y colores, los golpes y los ruidos se truecan por taconeos de terceras y música de sevillanas y por voceo de vendedores y tomboleros regalando más que nadie y ofreciendo felicidad a cambio de calderilla. Hay momentos de nuestras vidas que deberíamos tener la potestad de poder borrar. Al Todopoderoso se le olvidó dotarnos para rebobinar y corregir o cortar aquellas escenas de nuestra historia privada que, por defecto nuestro o ajeno, desgraciadamente con demasiada frecuencia, nos salen falsas y de manera distinta a como pensamos, dando a menudo, un resultado totalmente opuesto al deseado. Sentado en un húmedo banco, de espaldas a la bahía, veo como la gente, en las casetas del ferial, parece no tener saciedad a la hora de beber y bailar, sucediéndose, hora tras hora, hasta llegar a parecer siempre los mismos. Sumido en una especie de duermevela, que envuelve mis pensamientos como una gelatina espesa, se dónde estoy y quién soy, pero no se qué hago aquí. Quisiera creer que todo es una pesadilla y que, en algún momento, voy a despertar, poniendo fin a esta alucinación. Pero he pasado demasiadas horas con los ojos bien abiertos y permanezco aquí, no se muy bien desde hace cuantas horas, con las ropas empapadas por el rocío o por el sudor, que ya no


distingo una cosa de otra, sin temperatura, pero despierto y vivo en medio de una verbena desconcertante, que me envuelve y me empuja hacia adentro. Y todos los demás pasean su orgullo por el Real, sobre sus engalanados caballos, luciendo vistosos trajes de colores, riendo y cantando y bailando y bebiendo vino en las casetas. Y cantan y ríen y beben vino y bailan y, aunque en la rigidez de sus mentones y en la profundidad de sus arrugas, se lea bien clara su infelicidad, beben y ríen y bailan, como si fuera posible que una tregua benevolente, les haya dispensado de sus martirios particulares por unos días. Y se sienten orgullosos de lo bien que saben vivir bailando, riendo y bebiendo. Una amazona rubia, vestida de corto, me arroja un clavel blanco y lo recojo al vuelo con una semi sonrisa, que refleja que ni yo mismo sé a qué sentimiento pertenece. Yo no tendría que estar aquí, con esta barba de tres días. Yo debería de estar paseando por el albero, luciendo mis dos amores, como otros años y dando envidia al personal por mi tremenda suerte. ¿Dónde está mi suerte? ¿Qué ha pasado con mi felicidad? ¿Cómo es posible que estas cosas se desvanezcan en el aire, como éter que se disipa, a la vez que te deja completamente despojado de contenido? ¿Pero, cómo es posible, Dios, que pueda ocurrirme esto a mi? Ahí, enfrente, todo funciona y los niños, con esa prodigiosa intuición que les da la naturaleza al nacer y que nos roba de mayores, lo saben y se aprovechan de la situación. Corren a sus anchas entre las patas de los caballos, se revuelcan en la tierra rubia y revolotean alrededor de los mayores, consiguiendo con inspiradísima insistencia, juguetes y chucherías a discreción. Tal vez si me levanto y vuelvo a casa aún pueda arreglar algo. ¡Qué más quisiera yo, pobre infeliz! Los pequeños saben actuar, con precisión y agudeza, conocen el momento exacto, en que interrumpir una conversación, para que, sin prestarles la menor atención, alguien ponga en sus manos, aquello que piden, burlando todos los controles. Cuando la feria acabe, acabará su suerte, pero, para entonces, ya habrán conseguido bastante. La soledad me agobia en la garganta y una especie de, creo que, embriaguez, aunque nunca he bebido, se que debe ser algo parecido, me impide ordenar mis pensamientos. El viento sopla de poniente, cálido y tranquilo, como si no quisiera malograr estos días de júbilo. Ese viento me acompaña, mudo y comprensivo, como un perro fiel, arrimado a mi cuerpo. No sé qué hacer. Estoy totalmente descolocado. Veo pasar las horas muertas, contemplando a la gente, intentando buscar, entre ellos, algún jeroglífico mágico, alguna luz milagrosa, que desvele la solución de mis pesares o me despierte de este sueño y me lleve nuevamente a la normalidad. ¿Qué debo hacer? A lo largo de estos tres días, lo he pensado todo, lo he analizado todo, lo he sopesado todo, pero el miedo se atenaza en mis entrañas con cada propuesta nueva y, una vez tras otra, llego a la conclusión de que no hay solución, que ya es demasiado tarde para hallar respuesta a mi pregunta, que no sé muy bien cuál es. Parezco, la verdad, como inmerso en la semi inconsciencia del despertar de un sueño con anestesia, tengo la boca seca, la lengua gorda y la cabeza llena de aire. ¿He de volver y pedirle perdón? ¿Debo seguir aquí sentado hasta morirme de sed viendo la vida pasar ante mi, montada sobre sus odiosas jacas


enjaezadas? ¿Acaso deba bajar a la bahía y abandonar la escena para siempre? Creo que, por muy mal que lo haya hecho, no me merezco esta dureza. Total, solo ha sido por amar demasiado. La mala suerte se ceba en mi, que he preferido acatar siempre sobre mis espaldas los desahogos de los demás, con resignación, como un saco de arena recibe los golpes, sin pronunciar nunca una sola frase de reproche, que he sabido llorar a escondidas, y sufrir en silencio las más duras afrentas sin una mirada de rencor para nadie. Tan solo una vez, una miserable vez, he levantado mi voz contra quien me ha estado humillando durante tanto tiempo, para manifestar, con más miedo que rabia, un pequeño reproche donde, de no haber sido por mi infinito amor, hubiera cabido la más cruda de las venganza.


II Durante cuatro interminables años, he abrigado la esperanza de que todo fuera un desvarío pasajero y que, pasada la euforia de los primeros meses, Margarita volvería a la normalidad, cansada de aquella vida aberrante, en la que, de pronto, sin saber cómo, se había implicado y me había arrastrado con ella. Pero, por el contrario, cada día está más desequilibrada y sus locuras, en lugar de menguar con el tiempo, van adquiriendo carices dramáticos de irrealidad. Sus fantasías han alcanzado cotas insospechables para una persona normal y su criterio de la cordura, siempre presente en sus conversaciones serias, es más propio de la pluma de un escritor surrealista que de la sensatez de una licenciada en veterinaria. Ya no distingue entre realidad e imaginación y, con asombrosa facilidad, mezcla lo uno y lo otro, hace una amalgama incoherente, capaz de volver loco al más sensato, ¿loco?, ¿es posible...? ¡No, me niego a creer que todo haya sido demasiado para mi, que a fuerza de ceder, ante sus caprichos, haya podido contagiarme de sus delirios! Pero, por otra parte, ¿quién, en su sano juicio, habría aguantado tanto tiempo, secundando sus chaladuras e incluso, aumentándolas, con algunas sugerencias, tan fuera de lo común, como sus propios desvaríos? Nadie. Tan sólo un loco. ¿Por qué, entonces, a qué este ramalazo de cordura, esta maldita obsesión por hacerme creer, a mí mismo, que soy normal, que puedo pasear por las calles tranquilamente, como esa gente, que juega en la tómbola, si hay algo dentro de mí, que me dice la verdad a gritos, que no estoy bien, que cuatro años desquician a cualquiera? Cuarenta y cinco minutos de lucidez han destrozado mi vida . Si, cuarenta y cinco minutos de aparente equilibrio, que se esfumaron con el final de la discusión. Porque, cuando crucé el umbral del establo, ya no sabía donde ir, ni por qué debía irme, si mi lugar estaba allí, junto a Margarita, junto a Rita, la única que sabe comprenderme, en todo aquel mundo tan distinto del que, ahora, me maltrata solo y desamparado. Tal vez, volver sea lo mejor. Pedirles perdón, decirles que no comprendo lo que ocurrió la otra noche, la verdad, volver a poner las cosas en su sitio, que al fin y al cabo, es el que han ocupado los últimos meses, confesar, de una vez, que me equivoqué, como siempre me he equivocado, que no comprendo cuál fue la fuerza misteriosa que me empujó a levantar la voz y lanzar, sin más, toda aquella sarta de groserías a Rita, que merecí que me hubiera pateado la cara, cuando le dije que los dos no podíamos seguir viviendo bajo el mismo techo. No comprendo como pude ser tan cruel con ella que, seguramente intuyendo la presencia de mi mujer en la habitación contigua, calló y bajó la cabeza como si en realidad la estuviera halagando, como si todos mis improperios fueran palabras mudas de sonido y, con sus gestos, me quisiera alertar sobre el peligro que estaba corriendo con mi arrebato.


“Así, que eso es lo que piensas, tronó la voz de mando de Margarita en la habitación, como el estampido de una manada enfurecida, ¡pues, lárgate, cerdo!”. Todo el valor, que se había adueñado de mi pobre personalidad de oficinista, se desmoronó de repente. Sabiendo que ya era demasiado tarde para mí, me tiré al suelo, llorando y suplicando, prometiendo, una y mil veces, que no volvería a ocurrir y buscando, a través de mis lágrimas, un gesto indulgente en la mirada de Rita, que continuaba mirando al suelo, llorando en silencio. Pero Margarita ya no me escuchaba. Todas sus atenciones eran, ahora, para Rita. Acariciaba sus largos cabellos, mientras le susurraba a la oreja, que me olvidara, que nunca debieron cometer el error de dejarme vivir con ellas, que estaba loco de remate, como todos los hombres. "Pero ahora ya todo acabó, pobrecita mía, no llores más. Nunca más, volveremos a dejar que nadie se interponga en nuestras vidas. Ningún maldito hombre". ¡Qué infinitamente culpable me sentí al verlas llorar juntas, abrazadas en una sola figura de aflicción, mientras yo me arrastraba hacia la puerta, sabiendo que era inútil volver a suplicar. Ellas no lo saben, pero yo he llorado mucho estos tres días, por las dos, porque, ahora lo sé, amo a Rita, sobre todas las cosas de este mundo y sin embargo, no puedo dejar de sentir algo inexplicable hacia mi mujer, una sensación cálida de recogimiento, sin la que todo lo normal me parece absurdo. Por eso, lloro ahora y he llorado todos estos días y seguiré llorando, hasta que encuentre la forma de reconciliarme con ellas. ¡Dios! La gente me mira. Ellos no saben nada de lo que me pasa, pero intuitivamente, sus gestos cambian, automáticamente, al pasar frente a mí, para, dos pasos más adelante, seguir la feria, puesto que ellos son la feria y yo, tan solo una anécdota desagradable, un sucio harapiento con los ojos enrojecidos y el lamentable aspecto que da una barba de varios días sin afeitar, que no tiene ningún derecho a estropear sus días de júbilo. Por eso pasan y ya no existo. Solo el que vuelve la cabeza, para regocijarse en el sadomasoquista placer de la compasión por el dolor ajeno, descubre que no soy un vagabundo y ve el dolor, pero sabe que, si volviera sobre sus pasos para preguntar, todo perdería su encanto y ya no habría lugar para las conjeturas. Ahora veo tantas cosas claras. No sé si estaré a tiempo de remediar mi ofensa, pero todo esto me ha servido de mucho. ¿Cómo pude decirle, a Rita, algo que no siento ni he sentido jamás? ¡Cuando, la amo más que a mi propia mujer! ¡Oh, Dios, cómo hecho de menos su calor y su incomparable olor a yegua joven! ¿Cómo pude ser tan duro con la que me ofreció su amor, desde el primer encuentro, sin pedir nada a cambio, sin reclamarme, en ningún momento, ni siquiera la atención que merecen los objetos, que noche y día velaba por mí, siempre dispuesta a darme el cariño, que mi propia mujer me negaba. Si no hubiera sido por ella, Margarita me hubiera puesto en la puerta de la calle el primer día, sin más contemplaciones, sin embargo, tuvo que


claudicar y aguantarme allí, para merecer las caricias de nuestra amante, porque Rita me ama, y eso me ha permitido seguir viviendo en mi propia casa. Cuando mi mujer se enfurecía, ella sabía cómo calmarla y, en un acto heroico de sacrificio, la arrastraba hasta la alcoba donde se prestaba a satisfacer sus aberraciones sexuales y luego venía a mi encuentro con los ojos hinchados, sin una mirada recriminatoria, sin el más mínimo reproche. Y todo se lo he pagado con desprecio. He de volver y pedirle perdón, decirles que no me importa ya si me dejan vivir con ellas o no, que solo quiero disculparme, que sigo queriendo a Rita, ahora, más que nunca, que ha sido necesaria toda esta trama absurda, para hacerme dar cuenta. La verdad, es que también echo de menos algunas cosas de Margarita. Por algo, llevamos juntos tanto tiempo. En cierto modo, me gusta cocinar para ella y arreglar sus cosas. Y he de reconocer también, que, algunas veces sentía celos de la propia Rita, de los cuidados que recibía de Margarita, mientras yo me encargaba de los trabajos más pesados, de cómo se miraban la una a la otra con lujuria, de las caricias, que en todo momento le dispensaba, mientras, para mí, todo eran broncas y malos tratos, hasta el punto de que, en un principio, pretendió echarme de mi propia cama y, de no ser por la tristeza que Rita demostró al enterarse, yo hubiera dormido el resto de mi vida en el establo. Pero hay algo indescriptible que me atrae de ambas. Por una parte la dulzura y el calor de la yegua, por otro, la energía y autoridad de mi mujer, sin las cuales mi vida se encontraría vacía. Decididamente volveré, entraré en el establo y hablaré con Rita, besaré sus labios peludos y acariciaré sus largas crines y le pediré que interceda, una vez más, por mí, que nunca más la llamaré potranca percherona, ¿cómo pude?, y que seguiré siendo su amante, eternamente, junto al pesebre, como a ella le gusta. Lo juro.

A d D 9-81 / 8-96

ES EL FIN



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