El delirio de las palabras

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El delirio de las palabras. Ensayo para una poética del comienzo. Book · November 2004

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1 author: Fernando Bárcena Faculty of Education, Spain, Madrid 52 PUBLICATIONS 232 CITATIONS SEE PROFILE

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FERNANDO BÁRCENA

EL DELIRIO DE LAS PALABRAS ENSAYO PARA UNA POÉTICA DEL COMIENZO

Herder, 2004


2

INDICE

Presentación: el delirio de las palabras

4

1.

Poética de la infancia. El tiempo del nacimiento

14

1. Llegar por el nacimiento 2. El tiempo de la infancia 3. El corazón del poeta

19 33 43

Promesa de forma. El aprendizaje del comienzo

48

1. 2. 3. 4.

Del acontecimiento: el devenir por la transformación El delirio del comienzo La risa del pensamiento Lecciones de infancia: una felicidad no disciplinada

51 65 72 80

La atracción del silencio. La respiración de las palabras

88

1. 2. 3. 4.

91 97 102 110

2.

3.

4.

5.

6.

El silencio de las palabras Erótica de la interpretación Hablar una lengua de nadie La franqueza de la palabra y los silencios impuestos

Poética de la mirada. El ojo imposible

117

1. 2. 3. 4.

Un mundo de apariencias: el valor de la superficie ¿Se puede mirar? La mirada cuidadosa Con ojo de niño. Una mirada llena de mundo El pensamiento de los ojos

120 124 128 132

Los gestos del cuerpo. De la profundidad de la piel

135

1. 2. 3. 4.

143 148 150 154

Cuerpo vivido La profundidad de la piel El cuerpo “ex - crito” Los gestos del cuerpo

La pasión de ser

165

1. Estética de la existencia 2. Territorio de la memoria 3. El despertar poético de la infancia

167 179 184


3

Epílogo: delirios

193

Bibliografía

206


4

“Una palabra está naciendo en la boca de un niño: Más atrasada que un murmullo. No tiene historias ni letrasEstá en entre el croar y el arrullo.” Manoel de Barros, Todo lo que no invento es falso.

“Antes de pensar en mi vida, ya era mi vida.” Bernard Nöel, Journal du regard.

“Es preciso que él comprenda inmediatamente esto, este reconocimiento, que él no es un extranjero en el mundo...Simplemente el último en llegar a este lugar que no conoce...pero que nosotros le descubriremos, le explicaremos día a día, incansablemente.” Yves Simon, Le voyager magnifique.


5 Presentación EL DELIRIO DE LAS PALABRAS

La palabra que permanece inviolada en el delirio, por arrollador que sea, de quien teniéndola entra a delirar sin fin. María Zambrano, Claros del bosque.

El comienzo no sabe lo que inicia y su nombre es delirio. Cada vez que iniciamos un nuevo gesto en el mundo -con las palabras y con las acciones- interrumpimos la cadena de los hechos y hacemos que un acontecimiento nuevo introduzca la discontinuidad en la narración del tiempo humano. Eso es lo que nos puede pasar a cada uno, en nuestra irreductible singularidad como existentes entre otros existentes, y eso es lo que le pasa al mundo con cada nuevo recién llegado, con cada nuevo nacimiento. El nacimiento es el acontecimiento por excelencia, un desafío al mundo. Es la metáfora ejemplar de las fundaciones, sean grandes o pequeñas, pues el nacimiento funda un nuevo comienzo. Con el nacimiento la libertad es inicio, el radical comienzo de todo lo que, de hecho, contradice cualquier posible previsión y planificación. El nacimiento: un desafío a la pretensión de fabricar lo humano. Por eso, cada nacimiento, cada inicio y cada recomienzo tienen algo de delirante, o de milagroso. Pues es delirante el paso creativo de la nada a un alguien, un paso que sólo es posible por la mediación erótica del deseo. Nada se puede prever, nadie sabe qué sucederá después: estamos en manos del puro acontecer en el régimen de la acción y de la palabra creadoras. El comienzo, en fin, no sabe lo que inicia: de los hombres cabe esperar lo infinitamente improbable, escribió


6 una vez Hannah Arendt. Este libro es un intento de pensar la palabra educación y la acción en que consiste bajo esta figura del nacimiento como acontecimiento ejemplar que sorprende al mundo y funda lo nuevo como sorpresa. Aquí “acción” no es disciplina que procura efectos objetivables, sino también paciencia y un cierto aprendizaje de la espera: saber esperarse a uno mismo. Y, si de propósitos se trata, no he intentado otra cosa aquí que seguir poniendo en orden, sobre todo para mí mismo, las preocupaciones e inquietudes, no sólo intelectuales, que en los últimos años me han tenido ocupado en pensar la educación como una forma de pasión. Pero este ejercicio de pensamiento que propongo es lo que es, mera tentativa y ensayo: se trata de pensar las travesías de la transformación por el devenir en parte como ejercicio de reflexión política (pues la natalidad, por oposición a la mortalidad, es sin duda la categoría central del pensamiento político) y también como ejercicio de meditación poética (ya que la infancia es, precisamente, el momento anterior a la palabra constituida capaz de abrir nuevos sentidos con una incisión poética en el mundo). Quiero pensar lo humano desde el tiempo del puro acontecer de lo naciente que deviene infancia y con ello tratar de acercarme a un pensar que, en vez de reflexionar sobre el mundo, se abre, con el cuerpo y desde el silencio también, a su descubrimiento sorprendente y a lo que da a pensar. Abrirse a lo que da a pensar es un ejercicio de delirante que compromete una cierta “pasión”: la pasión -riesgo, aventura, sorpresa- de ser. Hacer delirar el pensamiento con el delirio de las palabras nuevas, palabras que ya no se someten obedientemente ni a las gramáticas instauradas ni a las vidas encadenadas. Una desobediencia a lo dado, no por otra razón sino en la medida que impide el tipo de ejercicio en que consiste ser libre. Como escribe Pascal Quignard: “No conozco nada más despreciable que un hombre que no puede escapar del lugar de


7 su nacimiento y desligarse de los lazos que le fueron impuestos por el terror obediente, familiar, social, impersonal y mudo de los primeros años.”1 Lo despreciable está en el cúmulo de imposiciones y dominaciones que impiden a alguien, un ser del mundo, enuncie un gesto propio, una palabra o un nuevo curso de acción que le libere del terror de una permanencia no querida ni deseada. El delirio del que hablo, entonces, se arraiga en un amor a la vida, pues es un delirio respaldado por ella. Este ensayo es, pues, una meditación que se adentra en el laberinto apasionado de querer ser y existir, o lo que es igual: de sentir la vida con la fuerza de los inicios y de los comienzos. Pero esta “pasión” es, además, una suerte de delirio, una locura que tiene que ver con la vida y con las palabras que procuran nombrar lo que nos pasa mientras existimos. Porque si bien cada uno puede intentar describir a su manera la medida de su sufrimiento o de su alegría, lo más frecuente es que las palabras que ya conocemos no basten. Lo poético se introduce entonces como un delirio de la palabra lleno de silencio, como el momento del puro comienzo donde podemos inventar de nuevo una lengua que nombra el acontecimiento. Por eso se trata de un ejercicio de delirio de las palabras; de estas palabras: infancia, comienzo, silencio, mirada, cuerpo, vida o, como reza el subtítulo, la tentativa de una poética del comienzo. Hablo de un “delirio de las palabras” porque es justo en el tiempo de la infancia, donde la vida estalla en su puro acontecer, donde la palabra por conquistar se da siempre en el curso de una locura de la lengua que busca poner nombre a lo que al hombre le acontece: nombrar el miedo de los comienzos, nombrar la forma que deseamos darnos, nombrar callando los silencios que nos pueblan, nombrar con mirada nueva lo que vemos, nombrar el cuerpo que existimos, nombrar, en fin, el arte mismo en que consiste confirmar la vida. Vivir es también procurar estos nombres, o esas

1

Quignard, P. (1998) Vie secrète, París, Gallimard, p. 218.


8 palabras, y al fin guardarlas dentro, para que nos acompañen y nos cuiden como, quizá desde la infancia, siempre hicieron. Palabras que sirven para caminar en lo arduo, para la travesía y el viaje. El comienzo, pese a la muerte, o precisamente por ella. Como escribe el escritor Yves Simon: “Los inicios es que son misteriosos. Precisa, dolorosa, lacerante, la muerte es siempre determinable; es un trazo brutal en el mapa del tiempo y del espacio. Destruye en un instante un conjunto de lazos visibles o invisibles que llevaban a veces años, siglos, entretejidos. Sin embargo, a pesa de y por causa de esto, es la condición necesaria para que una vida continúe, se complejifique, creando órdenes provisionales que retrasan el creciente desorden del mundo: cada agonía de un sistema, por muy cruel que sea, es indispensable para poder establecer nuevas conexiones, más fuertes, más sutiles, diferentes. La muerte fabrica el tiempo.”2 En toda llegada por el nacimiento se supone un viaje previo, y por tanto una preparación, y hay un comienzo, la posibilidad de una mirada nueva y muchas decepciones también, la obligación de un silencio que acalla los ruidos que llevamos dentro y el anuncio de una lengua que se puede pronunciar por boca de nadie bajo el soporte del cuerpo que somos. Y es que la primera palabra deliró el comienzo. “¿Estamos destinados a no ser sino comienzos de verdad?”, escribió René Char.3 Este ensayo, pues, fue posible porque, de algún modo, el registro de una prosa poética permite regresar -otra cosa es la habilidad del autor de estas líneas para lograrloal inicio como experiencia de un cierto des-comienzo. En lo poético, el inicio de lo humano es infancia y el final un nuevo nacimiento. Creo que este ensayo ha sido posible porque es posible el amor, porque es posible una amistad que tiene sus propios nombres y porque es posible el poema, cuyo corazón es el de un niño. Lo que une los diferentes capítulos de este ensayo -aquello que procuran narrar y aquello que dicen2 3

Simon, Y. (1987) O Voyageur Magnifique, París, Grasset. Cito por la edición portuguesa: Simon, Y. (2000) O Viajante Magnífico, Porto, in-libris, p. 25 Char, R. (2002) Furor y misterio, Madrid, Visor, p. 225.


9 son, en cierto modo, diferentes pensamientos sobre eso que llamamos educación. Pero el matiz distintivo no está en los pensamientos mismos sino en las palabras. El delirio son las palabras. “Brota el delirio al parecer sin límites -decía Zambrano-, no sólo del corazón humano, sino de la vida toda.” Brota el delirio con el nacer la vida y con el nacer de la vida, Pero ese delirio, respaldado por la vida y custodio de ella, es a condición de que quien nace o de que quien renace esté despierto “durante el acontecimiento.”4 ¿Por qué hablar de una pasión de ser que nos hace delirar? ¿Y por qué una “poética del comienzo”? Estas dos expresiones ligan, uno junto a otro, dos trayectos todavía no transitados, pero sí perseguidos e imaginados. Estos dos caminos se nombran así: infancia y poema. Hacer delirar la vida en la palabra es, quizá, enloquecerla en su de-letreo. Es decirla de otro modo, alterándola. Y más allá de un mero juego retórico, delirar la palabra -enloquecerla- es extraer de ella el misterio que guarda y que probablemente sólo conocen los niños cuando abandonan su infancia primera en el momento en que comienzan a hablar saliendo de una conciencia dormida. Las palabras guardan sus secretos, un no-saber que sólo alcanzamos cuando las retorcemos, cuando las reinventamos mediante una gracia poética. Este ejercicio nos lleva al corazón de la infancia como experiencia del comienzo. Es el momento creador, experiencia libre, del puro inicio. El acontecimiento de la palabra, su delirio poético, sólo se alcanza en el estado del puro acontecer que es la infancia, en el intervalo entre el mundo y el juguete, como decía Rilke. Este ensayo procurará pensar este momento, esta experiencia, para tratar de captar, como hacen los niños, el genuino momento de la mirada sorprendida ante la contemplación de lo nuevo: “Los niños cumplen ese milagro adorable de seguir siendo niños al tiempo que ven a través de nuestros ojos”, dijo Char.5 Pensar el delirio 4 5

Zambrano, M. (1993) Claros del bosque, Barcelona, Seix Barral, p. 44. Char, R. (2002) Furor y misterio, ob. cit., p. 221.


10 de las palabras es, entonces, mirar una palabra sorprendida de lo que contiene. Para este ejercicio, hay que ensayar un método, que no es un camino recto: prostituir el concepto y sugerirle que se deje seducir por la palabra poética. Hacer que el concepto se haga cuerpo, con carne de poema, y seductor él mismo quede penetrado por esa otra voz. Conducir al concepto más allá de su guarida. El comienzo es delirante y enloquecedor, como la infancia. Como las primeras palabras infantiles, la palabra delirante que a veces podemos pronunciar a menudo es un balbuceo. Nos lleva hacia atrás, a situarnos en el mundo, en lo abierto, y no meramente ante el mundo, como si fuese una realidad que sólo esperase ser descifrada correctamente. Delira la palabra en su in-consciencia. Delira cuando arroja lejos el peso de su costumbre, el hábito de haberse pronunciado como un rito. Delirar en y por las palabras es como un acto de confesión del amor: en él se está, no se explica. La costumbre, el hábito de hablar, no enloquece las palabras. El silencio, en cambio, ese imposible ejercicio que no puede siquiera pronunciarse sin desmentirlo, hace respirar las palabras de otro modo. El silencio hace que las palabras sean un color o un grito, sonido o danza de un cuerpo desnudo que no se avergüenza pero conserva su pudor. La palabra delirante es la palabra extranjera, que custodia un sentido nuevo, dentro de la lengua que nos es excesivamente familiar. La palabra delirante es la palabra nueva que busca nombrar la experiencia ya realizada buscando nuevos sentidos que son capaces de abrir poéticamente la escala de lo real, en vez de quedarse en la recreación de significados, como si el mundo estuviese ya definitivamente interpretado. En este sentido, el delirio del que hablo es un delirio sano, porque se abre, como los niños, al mundo y a la vida en ese tiempo del puro acontecer. Es delirio sano porque no niega la vida sino que la afirma con todas sus contradicciones incluidas, y porque en esa apertura el sujeto piensa no ya sobre el mundo, pretendiendo encerrar su sentido en esquemas conceptuales


11 firmes y rígidos, sino a partir de su relación de experiencia con él. Si la mirada sorprendida de un niño capta el momento asombrado de la misma sorpresa, la palabra delirada y delirante se instala en la locura de su des-costumbre. De ahí que pensar el delirio de las palabras no pueda ser otra cosa que un ensayo donde se busque, sin saber cómo, aprender de nuevo lo que habíamos olvidado, pero creíamos saber. Es una invitación a pensar la lengua como una experiencia innominada, a pensar la lectura como un ejercicio imposible, a suponer la creación como un hábito de la infancia, y a imaginar la ciudad como algo que no podremos construir sin la ayuda de los que se quedan fuera. Es un ejercicio que supone que la vida es el asunto más anormal del mundo: aquello que, tantas veces, la política deja en sus márgenes despreciándolo como resto. Allí donde lo “absoluto” de verdad de rompe, comienza el estallido de la vida como la cosa más simple del mundo, como un grito dormido de un niño que nace. La primera palabra humana es un gemido sin lágrimas. La primera palabra-vida rompe la rigidez de lo real y humaniza a Dios. La palabra delirada es esa locura de hacer que hablen las cosas mudas, que se vuelvan expresión las palabras que refieren objetos sin lenguaje. Es una torsión de la palabra su delirio, una palabra llevada al límite de su despalabra, una palabra capaz de decir lo que creyó inefable. Ese límite último de la palabra, su final, es entonces su principio. Un cierto silencio, un más allá de la comunicación. El poeta acaba expresando aquí lo que no intenta comunicar intencionalmente. La palabra de poeta nos llega, la sentimos, aunque nada signifique sus versos. La palabra delirada es la palabra que desanuda la firme atadura que ligaron los conceptos, como escribió el joven Hoffmansthal. El origen de la palabra -la palabra originaria y sin embargo “tardía”, la que quizá sólo en un final se alcanza- es la palabra poética. Ella jamás se impone. La poesía, como


12 decía Celan, se ex-pone, se ofrece, se arriesga y se entrega a lo que le sale al paso. La palabra poética se ofrece como don, el don de la palabra y la palabra que se da, y eso que ofrece es un “encuentro”. Como dice Cuesta Abad: “Cuando hay una presencia que encontrar, el encuentro puede ser también el término y el inicio, la dirección y el horizonte de una vida, de una obra o de un poema. Pero lo que presenta el poema es la exposición de una presencia nómada y errátil, la orientación que se libra a la inminencia de lo extraño desde un lugar que carece de estancia, desde un tiempo a la deriva, desarraigado e intempestivo”.6 Orientada a un encuentro, a la posibilidad de un encuentro, la palabra como poética y como poesía camina en la dirección de un acontecimiento cuya aparición no podemos prever. Es una exposición arriesgada y sin condiciones a lo que vendrá. Tratar de pensar aquello que nos forma o nos transforma, pensar el acontecimiento en suma, es intentar pensarlo, entonces, desde una poética de la educación o desde una educación como poética. Aquí, las palabras todavía son una relación con el mundo que puede darle coherencia sin negar su extrañeza y su sinsentido. Porque las palabras y la forma en que con ellas nos relacionamos pueden indicarnos qué creemos que es el mundo y nosotros formando parte de él. Como diré con frecuencia en este ensayo, las palabras dan forma a nuestra experiencia humana con el mundo. La experiencia siempre está desnuda de palabras. Aprender a nombrar nuestras experiencias con las palabras justas es un acto poético en el que la palabra es un acontecimiento. ¡Y tantas veces nos confundimos con los nombres que damos a lo que nos pasa! No es raro que existan experiencias para las que nos resulte imposible encontrar las palabras justas: ¿Cómo nombrar la tortura de un hombre, cómo nombrar el dolor indecible, cómo nombrar el placer de ver el nacimiento de nuestros propios hijos, qué decir ante su partida final? Es una experiencia conocida y

6

Cuesta Abad, J. M. (2001) La palabra tardía. Hacia Paul Celan, Madrid, Trotta, p. 11.


13 temible. Existe una grieta que anuncia un abismo tan hondo...Debería poder llenarlo con mis propias palabras; pero no puedo. Casi nunca salen de mí suficientes palabras, así que tengo que agarrarme a las palabras de los demás, a las palabras de los que me precedieron y a las de los que me quieren. Robo esas palabras y las tiro al abismo que temo, y las oigo caer y resonar en sus ecos. Algún día, me digo, llenaré se vacío, pero entonces ¿sabré donde dejé mis propias palabras, si dejé alguna? Estarán sepultadas en el fondo de ese abismo esas palabras primeras, mis primeras palabras, las palabras de mi infancia. Estarán escondidas entre otras palabras, y no se distinguirán de ellas. Lección de humildad. ¿Será mejor decir “amo a ti” que pronunciar un verbo? Miro, ahora, con los ojos de mi memoria, a ese niño que me acompaña y resuenan en mí las palabras de su invención: “sepeaón”, “inamamanonais”, “gotillapo....” Siento cómo nombra lo que en su apertura total no entiende ni puede descifrar. Siento su asombro y resuena otra vez en mí la inocencia del poeta que lleva dentro. En él me reconozco, mientras me muestra cómo puedo dejarle ser. Es una locura ser. Una pasión. Es una locura y un delirio: somos para existir. Para estar ahí y poder decir, al fin, aquello que escribió Camus: “Sí, existe la belleza y existen los humillados. Sean cuales sean las dificultades de la empresa, querría no ser jamás infiel ni a la una ni a los otros.” 7 Las palabras de nuestra invención, las palabras de la infancia, custodian, como vigías de la novedad, la memoria del sentido. Nuestro caminar adulto hizo que ellas se introdujesen demasiadas cosas después, demasiados residuos olvidados que o cotidiano recubrió, como dice Yves Simon. Estas palabras en las que tanto se introdujo después son palabras sencillas: “amor, infancia, mañana, hoy, miedo, vida, universo...” ¿Y si pudiéramos congelar esas palabras, para percibir mejor esos residuos? ¿Y si las 7

Camus, A. (1996) “Retorno a Tipasa”, Obras, vol. 3, Madrid, Alianza, p. 598.


14 congelásemos para conservar el hábito dela infancia en ellas? Pero no podemos...Pues no se pueden retirarlas de l corriente del discurso, del flujo de la lengua que envuelve al mundo.8 *** Este ensayo lo he escrito casi como una íntima necesidad, pero sus palabras han venido poco a poco. Casi podría decir que las palabras que lo componen me han asaltado a la boca, me han estallado en los dedos y han herido mi cuerpo. Lo he escrito como una especie de deuda, como resultado de una promesa, como expresión de una gratitud, por un deseo franco de afirmar la vida. Lo he escrito gracias a las lecturas que he realizado, pero también gracias a las pistas que algunos, los más íntimos, me han regalado, sin ellos siquiera saberlo. Joan-Carles Mèlich y Jorge Larrosa me han dado tanto, en lo personal con su incondicional amistad y en lo intelectual con sus escritos, que casi me dejan en silencio. Sin aliento, pero me alientan. Su amistad también me hizo delirar. Ellos abrieron mi biblioteca, me regalaron a los poetas y siempre sentí que junto a ellos me ensanchaba. Cuando lean este libro, se reconocerán en muchas líneas, aunque discrepen en otras; así es la amistad. Beatriz y Jesús están desde el principio, en un primer verano, podría decir, cuando escucharon la infancia de este ensayo. Para mis amigos de la Facultad, en este último año tan especial por tantos motivos, quiero tener una palabra especial de gratitud: para Teresa, para Carolina, para Fernando, Gonzalo, para David. La escritura, el pensamiento y la enseñanza a su lado es un amable placer. Mi hijo Jaime está tan presente en todo lo que hago, en todo lo que soy y en todo lo que escribo que no puedo más que agradecer su existencia. Él es esa poética de la infancia de la que hablo en mi libro. En él está la pasión de ser. Y a Eugénia...sin ella no hubiese podido escribir ni una línea. Ella es un delirio la vida, la profundidad de un pensamiento 8

En la novela de Yves Simon hay un momento en el que dos hombres conversan sobre las palabras de día y las palabras de noche frente a un canal congelado. Es ahí de donde tomo la idea de las “palabras congeladas”. Simon, Y. (2000) ob. cit.,p. 201.


15 que, pese a todas las dificultades, viaja a lo más profundo para intentar comprender por amor a la vida, la experiencia de un silencio que no incomoda y nos hace expresar más cosas que las mejores palabras, la honda meditación sobre el cuerpo, el sentido del testimonio, la mirada clara que nunca sanciona. A ella dedico este ensayo. Y, por último, para mis dos grupos de alumnos de filosofía de la educación de este curso 20022003, en la facultad donde imparto mis clases, deseo tener también un pensamiento especial. Muchas de las cosas que he escrito en este libro maduraron con ellos, mientras intentaba decirles tantas cosas y mientras trataba de comprender y aprender junto a ellos. Agradezo a Raimund Herder y a Susana Arias la confianza que han puesto en mí y todos sus esfuerzos para haber hecho posible la publicación de este ensayo. En Madrid, junio de 2003.


16 Capítulo 1 POÉTICA DE LA INFANCIA. EL TIEMPO DEL NACIMIENTO

Cada cual recrea el mundo con su propio nacimiento; porque cada cual es el mundo. R. M. Rilke, Diario Florentino. Me siento renacido a cada instante para la completa novedad del mundo F. Pessoa, Poemas inconjuntos.

Frágil, pero incesante, repetida, intransigente, audaz o maldita, la palabra, como la misma existencia, es lo que hace del hombre un ser humano. “¿Dónde se legitima la voz que pasa de mí a ti?, se pregunta V. Ferreira. ¿Qué es una palabra? ¿Qué es lo que está en ella y es vivo? ¿Qué entró en ella y ha de abandonarla?”9 La palabra es lo que ha de conquistarse en la infancia como un devenir hacia. Cada nacimiento constituye la posibilidad de surgimiento de un mundo. Y no hay palabra, como humana, más que de un existente singular, en la singularidad de su presencia, como no hay singularidad más que en un existente abierto, por la misma palabra, a la dimensión más honda de su propia humanidad. La palabra, dice Chirpaz, “testimonia una presencia en la cual no se manifiesta otra cosa que un existente singular. Aquél que toma la palabra es un existente y, como tal, un ser singular”.10 Por el nacimiento somos presencia singular en el mundo. La voz del otro, dirigida a nosotros, a cada uno, parece humanizarnos, y al mismo tiempo puede llegar a expulsarnos del círculo de lo humano cada vez que se impide el nacimiento de las

9 10

Ferreira, V (1994) Invocaça o ao meu corpo, Porto, Bertrand Editora, p. 25. Chirpaz, F. (1989) Parole risquée, París, Klincksieck, p. 10


17 propias palabras. Somos pura presencia capaz de danzar el festival de la vida con sólo tomar la palabra; pero la palabra que “tomamos” nunca será nuestra del todo y nunca podrá decirlo todo: pues hay experiencias que nos dejan en silencio. Dar la palabra al otro, en vez de arrancársela, es un gesto de humanidad que nos afirma en el placer inédito de existir entre los hombres. Pero “dar la palabra” no es un gesto sin consecuencias. Es un esfuerzo que entraña una apertura al mundo, desde lo más íntimo e interno, para acoger las palabras nuevas que están por venir. Dar la palabra no equivale primero a una apropiación y después a un gesto de hospitalidad, sino que es abrir un espacio entre dos donde la palabra se haga fecunda en ese espacio inter-esado. Somos entre las palabras. Dar la palabra es darse en ella para habitar en el modo de ser del lenguaje, de un mundo donde las palabras y las cosas conservan, pese a todo, sus distancias. En la infancia habita, desordenada y sin intención, el murmullo que da vida a las palabras que algún día serán. En la infancia habita la semilla de las palabras por venir, las palabras que serán. Y en ella habita entonces toda la novedad del mundo, la combinación de todas las posibilidades en la inocencia y el devenir. Poética de la infancia es la figura que quiero manejar ahora pare pensar el instante que rompe las aristas rígidas de lo real, de lo fijo y de lo absoluto e inamovible, la figura que ofrece sentido en la intensidad desordenada del sentir, del ver, del escuchar lo que hay sin descifrarlo muy pronto, en el centro mismo de la palabra prometida, de la palabra como promesa. De esta poética de la infancia, que es una

poética de la

promesa, deriva la fuerza de la inocencia, la inocencia de un juicio que no sanciona, de un oír que no clasifica, de una comprensión que no sentencia, de un ver que no mira con intención, de una caricia que no agarra ni pretende poseer aquello que toca. Llegamos por el nacimiento a un tejido de palabras, y entre ellas, parece que vamos siendo.


18 Hay un espléndido fragmento de la novela de Yves Simon Le voyageur magnifique que expresa a la perfección esa poética de la llegada por el nacimiento de la que hablo. En esta novela se narra la historia de dos amantes en París; ella, Miléna, de origen checo, cuyo sueño es un hijo, un hijo real de una “mezcla bizarra” de dos amantes; y él, Adrien, que persigue su propio sueño: captar con su cámara fotográfica el lugar de los comienzos: “Algunos fotografiaban rostros, otros ciudades. Él, los comienzos. Poco le importaba llegar al día siguiente, quince años o un millón de años mas tarde. Los lugares de los comienzos es lo que le atraían.” Pues bien, en este fragmento, extraña mezcla de dimensión poética y descarga épica, el deseo de un hijo conduce a Miléna a un discurso delirante, en todos sus aspectos. Y aunque es un poco largo, merece la pena transcribirlo entero, tanto por su fuerza como por su belleza:

“Los ojos de nuestro hijo te mirarán, Adrien y te desharás en lágrimas sin saber porqué, por nada, por un relámpago que te atravesará el cuerpo y hará estremecer tu alma, serás inundado de luz, de placer, el mundo te parecerá diferente, lleno de miel y de palabras para comprender, de películas para volver a ver, de susurros deliciosos, como florecimientos nocturnos de la boca, como una canción que entra en el corazón, un ritornelo que no se puede olvidar, todo habrá cambiado a tu alrededor porque habrá un ser nuevo en el mundo y él será de ti, de mí, de esta bizarra mezcla de Adrien y Miléna [...] Este hijo no debe aterrorizarte, se parecerá a ti y habrás de acariciarlo, pues ningún aeropuerto podrá llevarte tan lejos como él...Serás conquistado, vencido, te arrollidarás ante él, prosternado, preparado para el crimen, la cobardía, la traición, dispuesto a todas las excomuniones para que ninguno de sus cabellos pueda ser tocado, arrancado, torcido, calcinado...Un ser nuevo, billones de algoritmos inscritos en el vientre del mundo, frente a él, pese a la guerra, lejana, subyacente, larvada. El hijo pese a la guerra. Pese al desorden, el odio, las bombas [...] El hijo pese a todo, Adrien, pese al laceramiento y la violencia, pese a los rostros famélicos de la televisión, pese a los cuerpos desmembrados, la hambruna y las barrigas hinchadas. Una evidencia, un deseo, un milagro del que somos capaces, orgullosos de este desafío a ti, a mí, un hijo que llega para subvertirte a ti, y al mundo... [...] Serás su señor y su esclavo, te hará atravesar la Tierra para que le traigas un juguete que luego despreciará, chupará tus dedos, tus orejas y te mostrarás ante la presencia de mil princesas venidas de la India para elegirte rey de los bosques, de los lagos, de los claros, allí donde los niños juegan con los rayos de un sol...Serás adornado de cuero y acero, vigía de la novedad, a fin de que sea prevenido de lo


19 que la historia trama y de que no pueda romperlo como una ola contra el dique, serás guerrero para enseñarle que nunca deberá encontrarse donde pudría imaginar que pudiese estar...Para ocultárselo a la muerte y que jamás pueda conocer su rostro, su mirada o la forma de su boca.”11

Infancia como desafío, como promesa y como sentido. Para evitar confusiones, diré de entrada que por el término “sentido” habría que entender, como mínimo, lo que en su acepción más llana significa, a saber: “dirección”, “rumbo”. Dirección y rumbo del que los relatos y mitos (muthos) que fundan, como narraciones simbólicas, el tiempo y la historia de la comunidad en la que se vive dan cuenta, ofreciéndonos líneas de dirección y alternativas de tránsito. Además, por “sentido” podríamos entender una especie de “principio de comprensibilidad”, esto es, aquello que organiza y hace coherente un todo. Aquí el sentido es una cualidad de una razón que compromete las disposiciones intelectivas desde el punto de vista del logos. Pero existe una tercera manera de entender el término “sentido”: lo que hace coherente, desde el punto de vista del yo y de la subjetividad de cada uno, una determinada posición, actitud o mirada sobre el mundo, aunque no esté en correspondencia con el significado estipulado desde otras esferas o instancias de objetivación externas al sujeto. Esta posición personal ante el mundo es una manera de situarse y admirar, desde el sistema del eros, en un aquí y en un ahora, a través los “sentidos”: es un modo de ver, un modo de mirar, un modo de saborear, una forma de tocar o sentirse tocado por el mundo. El sentido, llegado por los sentidos, hace de nuestra relación con el mundo una relación carnal, llena de cuerpo y, por ello mismo, profundamente erótica. Desde este punto de vista, “verdad” -en sentido epistemológico- y “sentido” no tienen porqué coincidir. Tanto las ciencias como los mitos, la literatura o la filosofía, así como las construcciones del arte o los textos sagrados, constituyen tentativas por dar cuenta de la pregunta por el origen, la causa , el

11

Simon, Y. (2000) O Viajante Magnífico, Porto, in-libris, pp. 155-156


20 principio, o el fin, preguntas que se refieren a la cuestión del de dónde venimos. Además, está la cuestión del a dónde vamos y, como dice Diana Sperling, en medio de ambas está la cuestión del sentido.12 Sentido sólo comprensible desde las instancias del muthos, del logos y del eros.

Como tiempo original, en sentido histórico y

antropológico, y en sentido simbólico también, el tiempo de la infancia -como comienzo, libertad e inicio- es un tiempo capaz de vivirse como experiencia narrada (el tiempo de los mitos, los relatos y las narraciones), como experiencia del logos y como experiencia del eros. Desde este punto de vista, el imperativo “conócete a ti mismo” constituye, en su anclaje en el sentido, uno de los temas por excelencia del arte de vivir, un auténtico impulso orientado al logro de inventarnos a nosotros mismos. “A esto responde, dice Sloterdijk, el concepto poético de la razón, para el que lo bueno es lo que acepta la singular oportunidad de la vida.”13 O como dijo René Char: Nous n’avons qu’une ressource avec la mort: faire de l’art avant elle. Una poética de la infancia, entonces, no será sino la posibilidad de interrogación por el “sentido”, por esta triple vía, desde el casi imposible ejercicio del recuerdo de nuestra infancia. Se trata de un ejercicio en parte imposible, pues como decía Alejandra Pizarnik comentando los Passages de Michaux14 ni nos es dado conocer a nuestros semejantes ni al niño que fuimos. Fuimos niños, pero lo hemos olvidado, porque hemos perdido la atmósfera interior de nuestra infancia y olvidado su tiempo específico.15 Esas miradas de la infancia, de las que hablaré más tarde, “ricas en no saber”, decía Michaux, nos resultan imposibles desde nuestra vestida alma de conceptos. Recordar aquí la infancia sería tal vez nostalgia sino fuese porque, a veces, existe una espera y una 12 13

14 15

Cfr. Sperling, D. (2001) Del deseo. Tratado erótico-político, Buenos Aires, Biblos, pp. 21-22. Sloterdijk, P. (2001) Eurotaoísmo. Aportaciones a la crítica de la cinética política, Barcelona, Seix Barral, p. 204. Cfr. Michaux, H. (1963) Passages, París, Gallimard. Cfr. Pizarnik, A. (2001) “Pasajes de Michaux”, en Prosa completa, Barcelona, Lumen, p. 210.


21 esperanza, a pesar de todo. En un ensayo dedicado a pensar la “delicada conjunción” entre método, vida y experiencia en María Zambrano, Larrosa comenta muy bien cómo frente al “camino recto” del interés el cálculo y el dominio (la razón científica, lógica e instrumental) existe en Zambrano un “camino recibido”, sinuoso, el camino de la vida y la experiencia en su indigencia y fragilidad constitutiva, un camino cuyo recuerdo es la misma memoria de la infancia en nosotros.

“El camino recibido es el que guarda el recuerdo de nuestro propio nacimiento, porque es el que nos asiste al nacer, preexiste a nuestro despertar, nos da por primera vez el espacio y el tiempo y la luz y la línea del horizonte o, lo que es lo mismo, la distancia que separa, la discontinuidad que escinde, la raya palpitante entre la luz y la sombra, y el impulso hacia lo desconocido.”16 Este camino sinuoso se instala en un método, porque todo método es camino y vía, que es un modo poético de habitar la vida y el mundo. Es un método, dice Zambrano en Claros del bosque, que se “hace cargo de la vida”:

“Sólo el método que se hiciese cargo de esta vida, al fin desamparada de la lógica, incapaz de instalarse como en su medio propio en el reino del logos asequible y disponible, daría resultado. Un método surgido de un Incipit vita nuova total, que despierte y se haga cargo de todas las zonas de la vida. Y todavía más las agazapadas por avasalladas desde siempre o por nacientes. Un método así no puede tampoco pretender la continuidad que a la pretensión del método en cuanto tal pertenece. Y arriesga descender tanto que se quede ahí, en lo profundo, o no descender bastante o no tocar tan siquiera las zonas desde siempre avasalladas, que no necesariamente han de pertenecer a ese mundo de las profundidades abismales, de los ínferos, que pueden, por el contrario, ser del mundo de arriba, de las profundidades donde se da la claridad.”17

Ese Incipit vita nuova en realidad no es otra cosa que un comienzo, y ese comienzo, ese arranque es un inicio alegre y vital, la alegría, dice Zambrano, de un ser oculto que “comienza a respirar y a vivir”, porque ha encontrado el modo de hacerlo.

16

17

Larrosa, J. (1998) “Sobre el camino recibido, o la delicada conjunción entre método, vida y experiencia”, en Revilla, C. (Ed.) Claves de la razón poética. María Zambrano: un pensamiento en el orden del tiempo, Madrid, Trotta, p. 138. Zambrano, M. (1993) Claros del bosque, Barcelona, Seix Barral, p. 15. También: Zambrano, M. (1989) Notas de un método, Madrid, Mondadori, pp. 15 y ss.


22 Ese inicio es, pues, el nacimiento y es infancia. Y sin embargo, no es suficiente con nacer para estar -y ser- en el mundo, pues además hay que comprobarlo, probarlo, experimentarlo y dejarse hacer por él. Pero el mundo es un puro devenir. ¿Quién es capaz de asignarle una finalidad? ¿No será que el mundo más que futuro sólo cabe esperarlo, y que esa espera es un presente abierto a lo porvenir? ¿Y será, quizá, que hacemos ese porvenir esperándolo en un presente discontinuo, demorándonos en ese “camino sinuoso”, desorientándonos a veces como sólo los niños saben hacerlo? Quién sabe. 1. Llegar por el nacimiento

El nacimiento es un despertar, y cada despertar es, como decía María Zambrano, una “reiteración del nacer”.18 La relación entre aquello que nos forma, lo que nos proporciona una forma y un estilo, y el nacimiento, probablemente sólo sea fruto del deseo o de la imaginación. Pero aquello que nos forma, lo que nos da una forma, al con-formarnos, también nos de-forma de alguna manera. Nos expulsa de la infancia. Algunos pensadores han insistido en la fuerza de esta relación entre infancia y formación. Así, para Hannah Arendt es tarea indiscutible de la educación formar hombres capaces, mediante la acción y la palabra, de inaugurar un nuevo comienzo en un mundo que ya estaba antes de su llegada y permanecería tras su partida. Si hay una temática que recorre, como una corriente subterránea, la obra completa de esta pensadora es la de la “natalidad” como experiencia del inicio y de la libertad, o dicho en otros términos, el hecho de que llegamos al mundo a través del nacimiento y que, con cada acción, confirmamos ante los demás el hecho biológico de nuestra condición natal dando vida a lo nuevo.

18

Zambrano, M. (1993) Claros del bosque, ob. cit.: “Se nace, se despierta. El despertar es la reiteración del nacer en el amor preexistente” (p. 22). También: Zambrano, M. (1998) Los sueños y el tiempo, Madrid, Siruela, pp. 55-59.


23 Nacer es llegar. Pero lo que propiamente nace con el nacimiento es nuestro cuerpo. Nacemos como cuerpo y siendo un cuerpo. A ese primer nacimiento tendrá que añadirse después, no sin un cierto dolor pero también con naturalidad, nuestro nacimiento desde las palabras, desde la posibilidad de nombrar y decir el mundo y lo que en él nos pasa. No nace la infancia, sino que esta es la que anuncia la palabra que todavía no es y sin embargo será. No se llega a ningún lugar sino es desde algún otro sitio y gracias a un viaje. Toda llegada, que implica un proceso, unas expectativas, deseos, incertidumbre y miedo, supone también la exigencia de un aprendizaje. Un aprender de nuevo, un aprender lo nuevo y, por tanto, aprender probablemente también una lengua y una mirada distintas. Llegar implica aprender de nuevo a hablar y a mirar. En Arendt, a quien vamos a seguir en algunas de sus intuiciones sobre el nacimiento como semilla del comienzo en este capítulo, el germen de esta “filosofía de la natalidad” se puede rastrear en diversos momentos.

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Dedicaremos este capítulo a

repensar esta temática de la natalidad a partir de una lectura del pensamiento arendtiano, por su importancia para plantear una filosofía de la educación como acontecimiento. 20 En su tesis doctoral, dedicada al análisis del concepto de amor en san Agustín, escribió: “El hecho decisivo definitorio del hombre como ser consciente, como ser que

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20

Algunos estudios interesados en el uso arendtiano del concepto de “natalidad” son: Enegrén, A. (1984) La pensée politique de Hannah Arendt, París, PUF.; Beiner, R. (1984) “Acting, Natality and Citizenship: Hannah Arendt´s Concept of Freedom”, en Pelczynski, Z. y Gray, J. (Eds.) Conceptions of Liberty in Political Philosophy, Londres, The Athlone Press, pp. 349-375; Bellardinelli (1984) “Natalità e Azione in Hannah Arendt (primera parte)”, La Nottola, nº 3, pp. 25-39 y Bellardinelli, S. (1985) “Natalità e Azione in Hannah Arendt (segunda parte)”, La Nottola, nº 4, pp. 43-57; BowenMoore, P.(1989) Hannah Arendt´s Philosophy of Natality, Londres, Macmillan; Masschelein, J. (1990) “L´éducation comme action. A propos de la pluralité et de la naissance”, Orientamenti Pedagogici, 37. Una “teoría de los acontecimientos” es un punto de partida complicado, hasta donde el acontecimiento es aquello que, por principio, se escapa a toda teorización posible, en el sentido moderno-cartesiano, tanto de la palabra “teoría” como de la noción de “experiencia”. Como no puedo en este capítulo abordar esta dificultad como se merece, me limito a señalar el problema y a proponer que una teoría del acontecimiento, como yo lo veo, no puede sino aspirar a tratar de comprender desde dentro de la misma experiencia de lo que acontece lo que desde fuera –un discurso teórico- solo bordearía.


24 recuerda, es el nacimiento o la ‘natalidad’, o sea, el hecho de que hemos entrado al mundo por el nacimiento.”21 Entrar al mundo por el nacimiento, como experiencia de una llegada, como posibilidad de un nuevo comienzo o inicio, es afrontar la trama de la memoria y del recuerdo. Podemos recordar porque hemos tenido infancia, ¿o será que recordamos porque todavía late en nosotros la infantia? El motivo del nacimiento también se encuentra en Los orígenes del totalitarismo, al final del cual podemos leer: “Con cada nuevo nacimiento nace un nuevo comienzo, surge a la existencia potencialmente un nuevo mundo. La estabilidad de las leyes corresponde al constante movimiento de todos los asuntos humanos, un movimiento que nunca puede tener final mientras que los hombres nazcan y mueran”.22 El mundo sigue como potencia de creación mientras los hombres nazcan y mueran, es decir, mientras exista finitud. Como dice Mèlich: “Somos finitos. Desde nuestra finitud ineludible, los seres humanos podemos imaginar mundos alternativos. Es esta una fuerza inmensa de la palabra humana”.23 Pero también esta es la fuerza del nacimiento: porque podemos imaginar otras posibilidades distintas de las existentes, porque podemos escaparnos de la realidad tal y como es, podemos empezar de nuevo, podemos comenzar, nacer o re-nacer. La historia está ligada, incluso en su carácter memorial e inmemorial, a la finitud de lo humano, o lo que es lo mismo, al hecho de nacer y de morir. A la renovación por el nacimiento. En La condición humana la experiencia de la natalidad obtiene, dentro de lo que cabe, un desarrollo más completo, a través del concepto de acción: “El nuevo comienzo inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo sólo porque el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar. Este sentido de iniciativa, un elemento de acción, y por lo tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas. Más aún, ya que la acción es la actividad política por excelencia, la natalidad, y no la mortalidad, puede ser la categoría central del pensamiento político, diferenciado del metafísico”. 24

21 22 23 24

Arendt, H. (2001) El concepto de amor en San Agustín, Madrid, Ediciones Encuentro, p. 78. Arendt, H. (1998) Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1998, p. 565. Mèlich, J-C. (2002) Filosofía de la finitud, Barcelona, Herder, p. 11. Arendt, H. (1993) La condición humana, Barcelona, Paidós, p. 23.


25 Este mínimo rastreo sugiere que el nacimiento es la novedad radical, el milagro del que somos capaces los humanos, una vez que se han retirado los dioses, porque en su presencia lo humano no es posible. Lo humano, de hecho, no se fabrica, sino que nace. No es la ejecución de un plan previo, sino el milagro de un puro inicio. El nacimiento es un acontecimiento; esa es su novedad. Como escribió Franz Rosenzweig: “El individuo surge en el nacimiento; el género, en la generación, o, como ya indica su nombre alemán de Gettung, en la fecundación, en la Begattung. El acto de la fecundación o generación precede al nacimiento y sucede, como acto singular, sin una relación determinada con él como nacimiento singular; por más que, en su esencia universal, está en estrecha referencia a él y va a él dirigido. El nacimiento irrumpe, sin embargo, en su resultado individual, como un pleno milagro, con la avasalladora fuerza de lo imprevisto e imprevisible. Fecundación la había siempre, y, empero, cada nacimiento es algo absolutamente nuevo”.25 Dentro de este marco interpretativo mi propósito será bucear en la noción de natalidad desde una filosofía de la educación que considera la formación bajo la figura de la infancia entendida como tiempo inaugural donde cabe recuperar la importancia de la experiencia para una antropología del comienzo. 26 Una antropología -una ética y una estética incluso- del comienzo compromete un aprendizaje de lo nuevo, que hunde sus raíces en nuestra condición natal, en el hecho de que llegamos al mundo por el nacimiento y en la tesis de que la infancia del hombre es el origen del tiempo y de la historia.27 Frente a la idea moderna de experiencia, según la cual el sujeto experimentado es aquél que no se extraña, aquél cuya experiencia previa le protege del choque de lo nuevo, pensarnos otra vez desde el tiempo original de lo nacido y de la infancia -de lo inefable- es volver a ser capaces de sorprendemos con aquello que, al experimentarlo, hace experiencia en nosotros, dejándonos sin palabras, pero 25 26

27

Rosenzweig, F. (1997) La estrella de la Redención, Salamanca, Sígueme, p. 89. La problematización pedagógica del acontecimiento, bajo la figura de la infancia, se puede encontrar en: Larrosa, J. (1997) “El enigma de la infancia, o lo que va de lo imposible a lo verdadero”, en Larrosa, J. y Pérez de Lara, N. (Comps.) Imágenes del otro, Barcelona, Virus Editorial, pp. 65-66; Larrosa, J. (2001) “Dar la palabra. Notas para una dialógica de la transmisión”, en Larrosa, J. y Skiliar, C. (Eds.) Habitantes de Babel. Políticas y poéticas de la diferencia, Barcelona, Laertes, pp. 411-431. Cfr. Agamben, G (2001) Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.


26 orientándonos en la búsqueda de lo nuevo, cuya extrañeza no llegamos a familiarizar y cuya novedad a desactivar. En este aprendizaje de lo nuevo, la “novedad” está en el modo como decimos el mundo y lo que nos pasa, en la novedad de una mirada que captura, en un ejercicio imposible, el instante mismo de lo que nos sorprende, en la novedad de vernos habitados por un silencio que no es mutismo, en la novedad de una experiencia del cuerpo como lo abierto.28 Y sin embargo, hay una cuestión que inquieta el corazón mismo de esta extraña expresión -el “aprendizaje de lo nuevo”-, porque, en realidad, ¿de verdad se aprende a comenzar? ¿Es posible aprender el inicio? ¿No es más bien cierto que aprendemos a continuar, que aprendemos lo que se puede descomponer analíticamente en sus elementos, pero no aquello que irrumpe de improviso, el instante? No aprendemos a nacer, eso es obvio, pero tampoco aprendemos a morir; y sin embargo el fantasma de Montaigne nos recuerda: filosofar es aprender a morir. Así, el aprendizaje del comienzo acaba por resolverse en un drama, o por decirlo más exactamente, en una singular tragedia, pues así como todo verdadero inicio produce un singular pánico, al mismo tiempo cabe decir: incipere non discitur, no se aprende a comenzar, sino a continuar. Si todo nacimiento es una manera de comenzar, cabría asegurar también que todo renacimiento, en el acto de re-nacer mismo es, en cierto modo, una actualización de lo antiguo bajo un nuevo signo: el de la sorpresa que todo inicio entraña. Se trata, pues, en el comienzo, de actualizar lo antiguo bajo el signo de la novedad. Por eso se renace desde lo ya sido para proyectarse en lo que se anuncia como por-venir. En ese proyectarse, en ese ir hacia delante, se nace, se adviene, y también se busca llegar. Se

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Llegamos al mundo por el nacimiento y, como veremos, esta llegada, en parte dramática, es una pura presencia en lo abierto. “La presencia, como estancia en lo abierto, no se produce sino con el movimiento de la venida al mundo del ser humano, y dondequiera que se inicie este movimiento, lo natal, lo presente y lo abierto adquieren su perfil en un mismo proceso.” Sloterdijk, P. (2001) Eurotaoísmo. ob. cit., pp. 103-104.


27 adviene al sentido. Expresada dentro de este marco, la infancia expresa la idea de un aprendizaje de la finitud, porque la finitud no es lo que está condenado a su término, sino lo que promueve la posibilidad de un inicio. El nacimiento, en tanto que comienzo, indica lo que está por delante y engendra así el tiempo. El aprendizaje de la finitud es el aprendizaje humano del tiempo en toda su extensión. Es el aprendizaje de los recién llegados que se educan poniéndose en contacto tanto con el pasado como con el futuro y con un mundo que ya estaba antes de su llegada. En su esencia, esta educación es conservadora, no por ser reaccionaria, sino porque ha de preservar en cada recién llegado lo nuevo y revolucionario que trae consigo. La tarea de educar es una tarea de mutuo cuidado: el cuidado de los que llegan y el cuidado del mundo.29 Por tanto, la infancia expresa una vivencia del tiempo no totalitaria, convocando un aprendizaje de la finitud, y además es una fractura revolucionaria de la realidad, o sea, una “poéticapolítica”. Este “conservadurismo” al que acabo de aludir, y que Arendt subraya como esencia de la educación, nada tiene que ver con el pensamiento conservador en política. Quizá -como dice Alain Finkielkraut- al sostener esta idea Hannah Arendt tenía miedo. Miedo de que si olvidamos demasiado pronto lo que pasó en Europa durante la Segunda Guerra Mundial se destruya la trama simbólica, la comunidad de sentido que nos liga no sólo a nuestros contemporáneos sino a los que han muerto y a los que vendrán. Miedo, en definitiva, a que se destruya el tiempo humano.30 Lo que ella propone no es ni modelo para el comportamiento ni un ideal de identidad colectiva. Cuando Arendt se puso a redactar Los orígenes del totalitarismo, escrito con “un fondo de incansable optimismo y de incansable desesperación”, como ella misma reconoció, parecía haber 29 30

Ver el libro de Courtine-Denamy, S. (1999) Le souci du monde, París, Vrin. Finkielkraut, A. (2001) La ingratitud. Conversaciones sobre nuestro tiempo, Barcelona, Anagrama, p. 123.


28 aprendido una lección: que el instinto de dominación total del nazismo había conducido a la pretensión de fabricar algo que no existía -un nuevo tipo de hombre caracterizado por su condición superflua- destruyendo de raíz la espontaneidad como expresión del comportamiento y de la acción humana. Eso es lo que se hizo en Auschwitz, eso es lo que también se intentó en Kolyma y eso es lo que se logra en los nuevos escenarios del abandono: en los campos de refugiados que pueblan, como nuevas ciudades, nuestro mundo. Frente a esa pretensión totalitaria -fabricar un nuevo tipo de humanidad sustituyendo la individualidad por una categoría, antes la “especie” o el “miembro del partido”, ahora el “ciudadano competente”- Arendt lo que propone es que pensemos con toda la seriedad del mundo algo tan simple como lo siguiente: “Con cada nuevo nacimiento nace un nuevo comienzo, surge a la existencia potencialmente un nuevo mundo”.31 Por eso, cada final de la Historia contiene también un nuevo comienzo. “Este comienzo es garantizado por cada nuevo nacimiento; este comienzo es, desde luego, cada hombre”.32 O dicho en términos de Giorgio Agamben: “Sólo si no soy siempre y únicamente en acto, sino que soy asignado a una posibilidad y una potencia, sólo si en lo vivido y comprendido por mí están en juego en cada momento la propia vida y la propia comprensión -es decir si hay, en este sentido, pensamiento- una forma de vida puede devenir, en su propia facticidad y coseidad, forma-de-vida, en la que no es nunca posible aislar algo como una nuda vida”.33 Lo verdaderamente revolucionario de la infancia, lo que se expresa como lo nacido o lo que comienza, entraña la idea de que lo que hace del mundo algo habitable para nosotros no es el hecho de que el hombre lo fabrique, sino la posibilidad de amarlo: amor mundi, como decía Hannah Arendt. O, dicho en términos de san Agustín, poder

31 32 33

Arendt, H. (1998) Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, p. 565. Arendt, H. (1998) Los orígenes del totalitarismo, ob. cit., p. 580. Agamben, G. (2001) Medios sin fin. Notas sobre la política, Valencia, Pre-Textos, p. 18.


29 decir, volo, ut sis, “te amo, quiero que seas lo que eres”.34 Esa es la fórmula bajo la cual los padres podemos comenzar a entender lo que significa amar a nuestros hijos, o la fórmula bajo la cual los amantes se aman y la fórmula que el totalitarismo, el de antes y el de ahora, definitivamente desconoce. Meditar sobre la infancia es meditar, entonces, sobre lo que, tal vez, podemos aprender a amar como lo que simplemente es lo que es, es decir: lo otro. La infancia no es lo fabricado, sino el milagro de lo que comienza. En un mundo, el de la modernidad, en el que, como dice Agamben recordando una tesis ya conocida de Walter Benjamin, el hombre es incapaz de traducir en términos de experiencia los acontecimientos de su vida, se puede recuperar la infancia como un espacio para la creación del sentido de la experiencia inicial: lugar y patria de la historia, nacimiento del tiempo humano. En cierto modo, al final, creo que de eso se trata: en todo totalitarismo el significado del mundo queda encerrado en un discurso que, al imponerse, impide recuperar el sentido de la infancia como tiempo original de la creación del primer sentido. La infancia puede, así, ser pensada como el intento de mirar el mundo -en términos de Pessoa35- con un “alma desvestida” de pensamiento (de conceptos que de-limitan lo ilimitado, lo abierto), como un mirar el mundo desnudos de los conceptos y liberados, por fin, de la compulsión a tener que interpretarlo todo con esquemas fijos y pre-dados (a menudo, los esquemas pre-dados son esquemas de pensamiento de-predadores) y quizá también, a tener que comprenderlo absolutamente, sin abrir un espacio a la imaginación. Pensada de este modo, la infancia es voluntad de nacimiento y renovación.

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35

Así se expresa Heidegger en una carta dirigida a Hannah Arendt escrita el 13.V.1925: "¿Sabes qué es lo más difícil que al ser humano le está dado cargar? Para todo lo demás hay caminos, ayuda, límites y comprensión -sólo aquí todo significa: estar en el amor = estar empujado a la existencia más propia. Amo significa volo, ut sis, dice san Agustín en un momento: te amo - quiero que seas lo que eres". Arendt, H/ Heidegger, M. (2000), Correspondencia, 1925-1975, Barcelona, Herder, p. 31. Se trata de un fragmento del poema XXIV del "Guardador de Rebaños", incluido en Poesías completas de Alberto Caeiro, Valencia, Pre-Textos, 2000, p. 115.


30 ¿Por qué dos nociones para expresar una misma realidad, la que alude a la niñez? ¿Por qué "natalidad" e "infancia"? Se me ocurre la siguiente respuesta: la infancia es un estado en el que algo va tomando su propia forma; la natalidad es el momento en el que algo nuevo se inicia. Forma e inicio, por tanto. Ambas cosas tienen relación. Pues todo lo que se inicia, lo que comienza, va tomando su propia forma, o mejor dicho, adopta una forma. Y sin embargo, puede existir una infancia sin natalidad -sin la posibilidad de un inicio o de un comienzo- y una natalidad sin infancia, esto es: un comienzo que nace en la ausencia de toda forma, en una especie de vacío. En la infancia sin natalidad no hay creación; en la natalidad sin infancia no hay aprendizaje ni preparación: lo que nace como comienzo es una abrupta irrupción. En este escenario quiero proponer a la discusión una idea, relacionada con la experiencia totalitaria del tiempo. Todo totalitarismo se basa en una noción del tiempo infinito, de un tiempo que se impone con una extrema duración. El totalitarismo tiene detrás a quienes desean perdurar en su estrategia, en su posición, en su instinto de dominación total. Y los que lo padecen viven sus efectos, en términos de sufrimiento, como lo que dura bajo la sensación de un instante permanente sin posibilidad de percibir, en el horizonte, un término, un final a sus padecimientos. El totalitarismo busca lo infinito, aspira a una cierta eternidad, a una especie de todo: es, por eso, ambicioso. Pero en el arco de lo que se inicia y se termina, de lo que comienza y se acaba, se puede perfilar otra experiencia del tiempo que se aleja del tiempo totalitario e infinito. Es el tiempo finito: la conciencia de un inicio y de un término, pero la convicción de que es posible un constante renacimiento, una cadena de inicios y de comienzos. Esta experiencia del tiempo finito, es una experiencia humana del tiempo basada en la libertad. Entiendo aquí la libertad como poder de creación, como posibilidad de crear


31 otras realidades de las existentes, como esperanza de ruptura de realidades anteriores. Libertad como condición ontológica de la ética y, como creación de otras alternativas y de otras formas, como cualidad de una estética de la vida y de la existencia. La experiencia del tiempo finito es una vivencia de la temporalidad nada totalitaria, porque nada de lo iniciado se llega a percibir como permanentemente duradero, es decir, como eterno e infinito. Lo que se inicia es devenir y acontecimiento: tiempo del acontecer. Más que un eterno retorno (de lo mismo), lo que hay es la posibilidad de un nuevo comienzo, de un nuevo inicio, la creación de algo nuevo y sorprendente basado en lo que es espontáneo, quizá en lo que es inocente, tal vez en lo que es, precisamente, niño. La infancia encarna, me parece, esa idea del tiempo finito, un aprendizaje, en cierto modo, de la finitud. En el terreno de la infancia, la vida no está en otro lugar que en la experiencia libre de la misma vida. Como escribió Rilke en su Diario florentino: "Cada cual recrea el mundo con su propio nacimiento; porque cada cual es el mundo".36 Se trata de una vida que se vive libre mirando el mundo sin sentir la sujeción a un sentido dado de las cosas y del mundo. Por eso la infancia es creación de sentido; la vida adulta solo puede aspirar a re-crear el significado. Precisamente porque ha perdido la infancia, la libertad de lo inocente, la posibilidad de la sorpresa. Claudio Magris, en un brillante comentario de la poética de Rilke, da en la clave al señalar que el “oro de la infancia” consiste precisamente en un uso del lenguaje en el que la vida y el sentido siguen latiendo, es decir, en un empleo del lenguaje desnudo ya de la autoridad adulta, de la cultura organizada. Es aquí donde el lenguaje hace su crisis, una que envía a Rilke en busca de una lengua en la que parecen hablar las cosas mudas.37

36 37

Rilke, R. M. (2000) Diarios de juventud, Valencia, Pre-Textos, p. 36. Magris, C. (1993) “¿Cuándo es el presente? Rilke ante y tras las palabras”, en El anillo de Clarisse, Barcelona, Península, pp. 202 y ss.


32 A estas alturas, infancia y natalidad ya se han juntado, parecen ideas indistinguibles. Pero voy a separarlas para poder dibujar con mayor claridad el perfil de lo poético y de lo político. Para ello, tengo que enunciar una segunda propuesta: la infancia es el estado que busca su forma fracturando la realidad como revolución. Lo que busca su forma convoca la idea de una cierta formación y, por tanto, de un aprendizaje. Este aprendizaje es, como he dicho, creación de sentido que altera los sentidos ya dados: rompe el sentido establecido, agrietándolo. Esta ruptura es una suerte de revolución: el inicio radical de algo. Por tanto, la infancia, como fractura de la realidad y del sentido ya dado sobre ella, es una poética-política. Ni solo poética ni mera política. Es, insisto, fractura de una realidad en la que se crea sentido ("infancia como poética") y en la que algo nuevo comienza ("natalidad como política"). Según esto, la verdadera política es como el acto revolucionario de la infancia: una incisión en el mundo ya interpretado que, al hacer como si no tuviera ya asignado un sentido, lo inventa. La infancia es eso: invención de un mundo en radical libertad, a la luz de las acciones espontáneas, no a la sombra de un mundo de reflejos condicionados. Por eso podemos decir que el ser humano no contribuye al mundo fabricando, sino amando.38 No simplemente re-creándolo, sino inventándolo. Su máxima invención es él mismo. Inventar el mundo es aprender a nombrarlo de nuevo a través de palabras que abren fracturas en él. A través de esas grietas damos un nuevo sentido al mundo. Creo que es la palabra poética el tipo de palabra que conserva el “oro de la infancia” del que hablé antes. Esta palabra poética rompe lo establecido por un lenguaje adulto que se presenta, como el lenguaje del padre, como lenguaje organizado y autorizado. La palabra poética de la que hablo es la palabra que, como dice Juarroz, abre la escala de lo real: “La poesía abre la escala de lo real (espacio, tiempo, espíritu, ser, no ser) y cambia la vida, 38

Collin, F. (2000) “Nacer y tiempo. Agustín en el pensamiento arendtiano”, en Birulés, F. (Comp.) Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Barcelona, Gedisa, p. 84.


33 el lenguaje, la visión o experiencia del mundo, la posibilidad de cada uno, su disponibilidad de creación”.39 Se dice que los niños no tienen memoria y que los jóvenes no recuerdan, sino que tan sólo viven. Y es justamente por esta razón por lo que el tiempo de la infancia es el tiempo desnudo de la experiencia, porque la experiencia está siempre desnuda. Primero viene la experiencia y luego las palabras que encontramos para nombrarla. Si el tiempo de la infancia es un tiempo que se vive pero que aleja de la vida vivida en ese tiempo la memoria, precisamente es, también, el tiempo en el que la experiencia que hacemos será después fuente del deseo de recordar, la fuente de nuestra memoria posterior. Somos, así, lo que recordamos, y olvidarnos de lo que fuimos es ignorar quienes somos. La infancia, pues, es posible, como tiempo de experiencia, porque existe la natalidad, la posibilidad de comenzar, de iniciar algo nuevo, de ir, como decía María Zambrano, de lo imposible a lo verdadero. Y en esa misma medida, el tiempo de la infancia, que es un tiempo destinado a la experiencia y al aprendizaje es, sobre todo, el tiempo de un aprendizaje de la finitud, porque la finitud no es lo que está condenado a su término, sino lo que promueve la posibilidad de un inicio. El tiempo de lo finito es el tiempo del devenir. Es el tiempo de un tiempo inscrito en un decir, no en lo dicho. El tiempo de la finitud es el tiempo referido a las cosas que se dicen y a las palabras que se pronuncian y que nunca son, en su decir y en su hacer, siempre las mismas. Se trata, entonces, de un tiempo provisional, de un tiempo en el que las cosas no duran para siempre justo porque podemos hacer o decir otras nuevas cosas. Todo nacimiento es una especie de “caída en lo inquietante”40, porque si nacer es

39 40

Juarroz, R. (2000) Poesía y Realidad, Valencia, Pre-textos, p. 17. En otro sentido, complementario al mío, Mèlich señala cómo la finitud humana se expresa mediante palabras (experiencia, olvido, memoria, testimonio, deseo, etc.) que tratan de nombrar, aunque sea precariamente, la entraña misma de la finitud como permanente presencia inquietante. Cfr. Mèlich, J.C. (2002) Filosofía de la finitud, ob. cit., p. 17. Como dice Sloterdijk: “El nacimiento físico del ser humano es todo lo contrario de una venida al mundo, es un abandono de todo lo ‘conocido’, una


34 entrar de lleno en la posibilidad de hacer una experiencia con el mundo, esa experiencia entraña siempre un cierto riesgo, un cierto peligro, una cierta inquietud.41 La máxima presencia inquietante es, en este sentido, el ser humano nacido, al que no le es suficiente nacer para venir al mundo: además debe aprender a conducir su vida mediante el arte de inventarse a sí mismo. Primero, supone una salida al exterior, una salida del refugio cálido de lo maternal, y además supone una entrada en lo incierto, porque el mundo no es algo dado sino algo que debe descubrirse, experimentarse, probarse. Por fin, todo nacimiento llega demasiado pronto: salimos al mundo demasiado desvalidos, demasiado confusos y desorientados. Pero precisamente porque el mundo no está dado al humano de una vez por todas, porque debe com-probarse, el mundo es una promesa, o un conjunto de promesas cuyo cumplimiento nadie puede garantizar.42 Necesitamos promesas cuyo cumplimiento nadie puede garantizar, y las mismas nos dan esa seguridad en un mundo inseguro e inquietante. En este sentido, como veremos, por ser nacidos, y porque no basta con nacer para venir al mundo, porque el mundo hay que comprobarlo y experimentarlo, como seres humanos lo que nos caracteriza es el hecho de que hemos de aprender a “conducir” nuestra vida.43 La promesa es una pequeña señal de seguridad que ponemos en el horizonte del porvenir, porque el futuro es incierto y es fácil vivirlo con incertidumbre y angustia. Así como la comprensión permite una especie de reconciliación con el pasado, las

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caída hacia lo inquietante, una indefensión en una situación insegura.” Sloterdijk, P. (2001) Eurotaoísmo, ob. cit., p. 122. Toda experiencia es prueba, ensayo y peligro, y por tanto inquietud, porque nos mantiene en movimiento: “Esto –prueba, ensayo- es lo que significó primero el vocablo latino periculum, de donde viene por disimulación nuestro peligro. Nótese de paso que el radical per de periculum es el mismo que anima la palabra experimentar, experiencia, experto, perito. No tengo ahora lugar para hacer ver, por rigorosa vía etimológica, que el sentido originario del vocablo ‘experiencias’ es haber pasado peligros” Ortega y Gasset, J. (1997) “El hombre y la gente”, Obras Completas, tomo 7, p. 188, Madrid, Alianza Editorial. “Lo inquietante de la llegada al mundo radica en la fragilidad de las promesas humanas.” Sloterdijk, P. (2001) Eurotaoísmo, ob. cit., p. 124. “La vida está siempre condicionada a las promesas. Por lo tanto, los seres humanos no son seres vivientes, sino seres que conducen vida, y ésta es la causa de una fragilidad específicamente humana: la conducción de su vida depende del cumplimiento de promesas poco aptas para ser cumplidas.” Sloterdijk, P. (2001) Eurotaoísmo, ob. cit., p. 126.


35 promesas dan seguridad para el futuro. Pero dada nuestra finitud, la palabra que promete nunca es una promesa definitiva e infinita. Nunca es para siempre. Queremos que así sea muchas veces; lo deseamos; pero como somos en devenir, nunca podemos garantizar la fidelidad a nuestras promesas. Toda promesa es frágil, pero esa fragilidad suya nos vuelve humanos. Con respecto al nacimiento, cada nuevo ser es una promesa que se le hace al mundo: una promesa de renovación del mundo mismo. Una promesa de conformación, de renovación y de reforma del mundo. Cada nacido es una promesa de forma y, al mismo tiempo, una promesa de fracaso. Cada nacimiento es, entonces, una promesa de libertad y de inquietud. Nietzsche decía: “Criar un animal que tenga la facultad de prometer...¿no es una tarea paradójica la que se ha impuesto la naturaleza respecto a los hombres? ¿No es éste el verdadero problema del ser humano?”44 Pero acaso esta tarea, esta responsabilidad, nos vuelva excesivamente previsibles. El hombre de promesas firmes, de voluntad firme e inequívoca, el hombre que una vez que promete ya sabe de antemano, antes de que la experiencia le roce, cómo serán las cosas, cómo ha de suceder los acontecimientos. Pero estar en el mundo es tener que abrirse a la sorpresa de la experiencia y de los acontecimientos, es no saber lo que sucederá, y tener que aprender de lo que nos acontezca. Arendt pensaba la humanidad como “generatividad” hecha de comienzos, de nuevos nacimientos, y al hacerlo así introdujo en el espacio del pensamiento político, como dice Collin, “una dimensión de verticalidad diacrónica que es un reconocimiento de lo imprevisible y de lo indominable, que concierne paradójicamente tanto al pasado como al porvenir.”45 Pensada así la humanidad, a cada uno el mundo le es dado como un regalo, es decir, como un don: de generación en generación lo que se transmite no es el mundo, sino un mundo, un mundo sometido a las transformaciones propias de las 44 45

Nietzsche, F. Genealogía de la moral, II, 1. Collin, F. (1999) L’Homme est-il devenu superflu? París, Odile Jacob., p. 212.


36 inicativas de los recién llegados a él. En este sentido, la temática del nacimiento conjuga dos dimensiones específicas: la del regalo o don, lo que se transmite y con lo que se transmite (con un cuerpo, con una lengua, en un lugar, en una época) y la de la libertad. Entre ambas, la relación es de tensión más que de resolución. Por eso, lo que se nos da puede o no ser aceptado. Y por eso toda herencia, en el fondo, nos es legada sin ningún testamento, pero sí desde un cierto pacto que es promesa.

2. El tiempo de la infancia

Con cada nuevo nacimiento viene al mundo la posibilidad de un nuevo comienzo, virtualmente un nuevo mundo, decía Arendt.46 Y no se trata sólo de que el hombre sea capaz de iniciativas originales, o más o menos llamativas, a través de las cuales introduce lo nuevo en el mundo. La cuestión parece ser más radical: el hombre no es sólo poder de comienzo, capacidad de comenzar, sino el origen mismo. Quizá por ello se dice que todo nacimiento es divino, o que todo nacimiento es un milagro que parece salvar al mundo de su ruina natural; y, como decía Hölderlin, “el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores de camaleón del adulto”. A muchos lectores y críticos de la obra de Arendt, esta insistencia en la novedad y la natalidad parece sorprenderles. ¿Cómo justificar el recurso a una noción que tiene su asiento en un fenómeno natural y biológico como es el nacimiento para explicar la naturaleza de la vida de la polis, que es un fenómeno humano que va más allá de naturaleza? ¿Cómo explicar la advertencia de Arendt de que ni la natalidad ni la mortalidad son elementos meramente naturales, sino que se sitúan en el espacio del 46

Con cada nuevo nace un nuevo comienzo, surge a la existencia potencialmente un nuevo mundo. La estabilidad de las leyes corresponde al constante movimiento de todos los asuntos humanos, un movimiento que nunca puede tener final mientras los hombres nazcan y mueran.” Arendt, H. (1998) Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, p. 565.


37 sentido, hechos tanto del lenguaje como del cuerpo? Quizá un principio de respuesta a estos interrogantes lo podamos encontrar en aquello que escribía Rahel Varnhagen, cuya vida biografió la propia Arendt: “Mi vida comenzó antes de mi nacimiento”.47 Y es que un niño, un infante, es llamado, nombrado, narrado antes de su aparición en el mundo, antes de su mismo nacer fáctico. La infancia es anticipada antes del nacimiento. El tema de la natalidad es, pues, central en el pensamiento arendtiano, y su “anacronía” no es tanto retrospectiva como prospectiva. Aunque pueda aparecer a los ojos del lector de Arendt como una reliquia del pensamiento tradicional, lo cierto es que anuncia la necesidad de un avance, el punto mismo que anuncia la salida de una situación de impasse en la política moderna. Se explica este rechazo a la idea de la natalidad en un mundo, el nuestro, en el que las ideologías no se interesan tanto por el milagro del ser como por la voluntad de dominio, teórico y práctico, del desarrollo de la humanidad y aún de la misma vida. Esta necesidad de dominar la vida encuentra en los campos de exterminio nazis su realización más completa: el hecho de haber nacido (judío) era razón suficiente para proceder a su exterminio. Lo que este crimen, por el mero hecho de haber nacido, invita a pensar es en algo elemental, pero de enorme importancia: que el nacimiento es lo originario, y por tanto no debe cuestionarse. Quien se ve obligado a tener que justificar su nacimiento transforma su vida en algo superfluo. La vida humana, qua humana, no es un porqué, una razón, sino un “sin por qué”, un don. Programada o no, cada nacimiento es un hiato en la cadena, un inicio, un comienzo, un momento de pura libertad.48 A la luz de la polis griega, tal y como Arendt la presenta probablemente idealizándola, la natalidad se descompone en dos secuencias “sexuadas”. Una secuencia 47 48

Arendt, H. (2000) Rahel Varnhagen. Vida de una mujer judía, Barcelona, Lumen. Cfr. Collin, F. (1999) L’Homme est-il devenu superflu?, ob. cit., p. 189.


38 natural -la simple reproducción de la vida (zoê) y una secuencia poiético-práxica y simbólica (bios). Mientras la primera secuencia es asumida por las mujeres en la esfera del hogar, la segunda emerge en el espacio público del ágora masculino. Ahora bien, Arendt insiste en que el milagro que salva al mundo de la ruina normal natural es la natalidad, en la cual se enraíza ontológicamente la facultad de actuar, la acción. Así, el hecho de la natalidad no es solamente un momento de la naturaleza, sino lo que interrumpe el proceso natural, entendido como proceso que tiende a su ruina y deterioro. Por ello, la natalidad deviene una categoría política por excelencia. Aquí la natalidad no es sólo “reproducción de la vida” sino “interrupción del proceso vital”. Al superar y al alejarnos de lo natural, nos cargamos de historia y somos capaces de ser algo personal: “¿Qué es el hombre sin su historia? Un producto de la naturaleza, nada personal”, decía Rahel Varnhagen. Y Arendt complementa: “El hombre que se encomienda sólo a la naturaleza perece por inexperiencia, por incapacidad de comprender algo más que a sí mismo.”49 Es interesante observar que mientras la natalidad quede encerrada en la esfera de la reproducción de la vida de ella podemos asegurar su fecundidad, pero todavía no su novedad radical. Al menos cabe preguntarse si la noción de fecundidad es ambigua: ¿incluye solamente una idea de continuidad, de perpetuación, o además predica una noción de novedad? La vida es movimiento, y el movimiento puede entenderse como dynamis o como energia, es decir, como algo que contiene en sí una fuerza generadora de inicios y comienzos. F. Collin sugiere que la aportación de Arendt en su explicación del concepto de vida consiste en ver en la fecundidad no solamente continuidad de lo anterior -una plusvalía- sino un comienzo o nuevo inicio. Esto hace que la natalidad sea

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Arendt, H. (2000) Rahel Varnhagen. Vida de una mujer judía, ob. cit., p. 23


39 el pasaje y el punto de articulación entre la vida biológica y la vida biográfica, entre lo privado y lo público, entre el trabajo, la labor y la acción. Como heredera de la fenomenología, la cuestión de la natalidad puede entenderse, entonces, como la posibilidad de “nacer a uno mismo”: se trata de la cuestión de “ser alguien”, de ser un “quién”. Pero no hay nacimiento que no sea tributario de un nacer de otro. El nacimiento se inscribe en la pluralidad de la que es constitutiva y en la cual introduce un elemento de heterogeneidad. Nacer a uno mismo es reactivar el momento del nacimiento. Y es frente al recién nacido, el nacido como ese otro, que uno puede entender el anuncio de su propio nacimiento, pues ningún nacido es contemporáneo a su propio nacer. El otro, como nacido o recién nacido, revela en mí y me hace recordar mi propio nacimiento. Así, la novedad del nacimiento no es ser una creación ex nihilo, pues el nacimiento es una donación, o mejor dicho: lo dado del don. Así, frente al nacimiento biológico, está el nacimiento simbólico, el cual confirma al primero, lo ratifica existencialmente como vivencia y experiencia de lo nuevo. El ser humano tiene el privilegio de un nacimiento en dos tiempos: el del biológico y el del biográfico, siendo este último la “segunda oportunidad” que todo el mundo merece. Estamos hablando, entonces, de un auténtico re-nacimiento, que es tanto una ratificación de mi nacer fáctico y una esperanza de aprender lo nuevo. Anne Michaels ha sabido expresar, en su hermosa novela Piezas en fuga, bellamente esta experiencia del segundo nacimiento: “Nadie nace una sola vez. Si tenemos suerte, volvemos a la superficie en brazos de alguien; o podemos no tenerla, despertar cuando el largo rabo del terror te roce el interior del cráneo”.50 Con el nacimiento, pues, el recién llegado toma una iniciativa y rompe la continuidad del tiempo. Nacer es estar en proceso de llegar a ser, en proceso de un

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Michaels, A. (1997) Piezas en fuga, Madrid, Alfaguara, p.13.


40 devenir en el que el nacido articula su identidad -del nacimiento a la muerte- en una cadena de inicios, o sea, de acciones y novedades. En suma, es capaz de acción. Lo que Arendt señala es una idea muy simple, que podemos formular como advertencia: no hay que habitar tanto en lo realizado como en el principio de la realización, no en el término, sino en lo que da comienzo a todo origen. Por eso Arendt insistía que aunque hemos de morir, hemos venido a este mundo a iniciar algo nuevo, y a propósito de la educación señaló: “La esencia de la educación es la natalidad, el hecho de que en el mundo hayan nacido seres humanos”.51 Este punto es importante. Para Heidegger, el ser humano es el “ser-para-lamuerte” y el mundo sólo adviene con el despliegue del ser; para Arendt, en cambio, se trata del “ser-para-el-nacimiento”. Ella habla, en términos que recuerdan a Rilke, de innovar el mundo con cada nacimiento. Por eso, con el nacimiento el recién llegado toma una iniciativa y rompe la continuidad del tiempo. Nacer es estar en proceso de llegar a ser, en proceso de un devenir en el que el nacido articula su identidad en una cadena de inicios, de acciones y novedades. Es capaz de acción y por tanto se muestra ante los otros: hay una presencia más allá de las palabras. El nacimiento sitúa la vida, pues, no en el “ya-no” de la muerte, sino en el “aún-no” de lo recién nacido, de lo que se inicia. El nacimiento no marca, entonces, un simple arché (literalmente, un “comienzo”), sino un principium, es decir: principio y comienzo. Así, lo que salva al acto del origen de su propia arbitrariedad es que lleva consigo su propio principio, o, para ser más precisos, que origen y principio, principium y principio, no sólo son términos relacionados, sino que son coetáneos.52 Por eso mismo, pensar la natalidad,

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Arendt, H. (1996) “La crisis en la educación”, en Entre el pasado y el futuro, Barcelona, Península, p. 186. Como dice Steiner: “El concepto de ‘principio’ contiene etimológica y conceptualmente el de inicio. La ‘forma del inicio’ es un principio (...) El ser que toma conciencia de sí mismo ist das Aufangende, ‘es el proceso de comenzar’”, o dicho hegelianamente: “pura presencia”. Steiner, G. (2001) Gramáticas de la creación, Madrid, Siruela, p. 123.


41 como principio o como comienzo, es algo así como volver a las fuentes, pensarnos desde la memoria de nuestra condición natal. Pensar educativamente la natalidad es, así, apostar por un progreso extraño, que en parte camina hacia atrás pero por ello mismo prepara lo por-venir, ya que lo “naciente” (Aufangende) es inseparable de un marchar “hacia delante” (Fortgang). Lo naciente: aquello que todavía no es nada y ha de devenir algo; una nada por así decir “impura”, porque contiene la posibilidad de un algo, de lo que puede crearse. Y esta creación implica tanto el inicio como pura libertad como, también, la posibilidad de lo no nacido. Entre ambas se encuentra el momento de la experiencia como apertura al mundo. En el nacer, por tanto, llegamos, y en esta llegada nos presentamos ante los demás. Esta presencia es un movimiento, un ir hacia delante: es la experiencia humana par excellence, lo que nos marca como seres pre-dispuestos a despertar, a aparecer, a producir, a empezar. Y eso implica tanto ruptura -iniciar de nuevo tras lo que se ha roto- como camino a lo por-venir. Todo nacimiento es, así, un re-nacimiento, como dijimos. Y por expresar la experiencia de nuestra presencia ante los otros, indica también la posibilidad de un nacimiento no finalizado del todo, no completado. Nos abrimos al mundo y nos mantenemos, por así decir, en una permanente zona de llegada, como externos al mundo, en el punto antropológico del comienzo.53 De hecho, se puede renacer a partir de las propias cenizas. Sólo si hay cenizas hay renacimiento, sólo si hay dolor existe un parto. En el arco delimitado por el "aún-no" y el "ya-no", la vida dada por el nacimiento es interrogación y va más allá del mundo natural. El nacimiento constituye ese tipo de acontecimiento que reclama de quienes ya estaban en el mundo antes de la llegada de los nuevos la facultad de acogerlos e introducirlos en

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“Presencia es un movimiento en el sentido de un drama de advenimiento, engendramiento y entrada, dice Sloterdijk. La experiencia de la presencia es una de las cualidades de la existencia humana, porque los humanos son seres de advenimiento y entrada par excellence: predispuestos a despertar, aparecer, producir y empezar”. Sloterdijk, P. (2001) Eurotaoísmo, ob.cit, p. 102.


42 el mundo. Por eso, escribe Arendt: “La educación es el punto en el que decidimos si amamos al mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable.” 54 Antes de haber nacido, todo ser humano es nombrado, es llamado de algún modo. Es llamado como se llaman o se mandan venir las palabras con las que nombramos el mundo. Antes de cada nacimiento biológico, el nacido es esperado, imaginado, y en esa espera, es ya sobrevenido. El principio del cambio se encuentra en el nacimiento, entendido como lo originario. Más que lo fundado, es lo que funda. No es sólo "poder de comienzo", sino el comienzo mismo, y en ese sentido tiene algo de milagroso: el milagro que "salva" al mundo de la ruina que le es natural. Es en este sentido que la vida humana, como nacida, es "incuestionable". El recién nacido no puede tener una vida que precise ser justificada ante otro. La pregunta que al recién nacido, como al recién llegado, se le formula no es ¿qué haces tú aquí?, o ¿por qué has venido?, sino esta otra: ¿quién eres tú? Aquí se contiene tanto una teoría de la identidad como una cuestión política. Una teoría de la identidad, en primer lugar. O lo que es igual, una meditación sobre los que son un “quién” y un “alguien”. El portador de identidad es el portador de iniciativas y de sentido, el que no cabe reducir, sin alterarlo, a una definición substancial, a un qué. Como portador de iniciativas y de un quién, el nacido comienza su andadura a partir de un fondo dado, a partir de una relación anterior que supera y ante la cual mantiene una relación de discontinuidad. Impensable sin sus padres, el hijo, como nacido, les trasciende sin negarlos ni ser atrapado en ellos. Entre el padre y el hijo, como entre el educador y el educando o el maestro y el discípulo, se da una relación que se funda en la discontinuidad del quién. Como dice Claudio Magris, 54

Arendt, H. (1996) “La crisis en la educación”, ob. cit., p. 208.


43 profesan una fe distinta. Pero también una cuestión política. Porque la natalidad es, en el fondo, la categoría política por excelencia: el nacido, como recién llegado, es el ser que se convierte en un “tener que ser” siempre incierto cuya actuación en el mundo sólo se garantiza como acción espontánea ante los otros que ven y son vistos, es decir, en condiciones de pluralidad y visibilidad. Como comenta Arendt en La condición humana la expresión del totalitarismo es el asesinado de los recién nacidos y su rostro el de Herodes. Cada nacimiento es una novedad, sí, pero recuerda al mismo tiempo a los que no pudieron continuar. Casi parece pedir un Kaddish por el hijo no nacido. Así lo hace Kertész al considerar su propia existencia como la posibilidad del ser del (inexistente) hijo y al considerar la no-existencia del hijo -su imposible nacimientocomo liquidación necesaria y radical de su propia existencia.55 La historia comienza con lo que nace, no con lo que termina. La violencia no engendra historia, sino el surgimiento del mal, y por eso hay que sospechar de todas las legitimaciones de un sacrificio en el altar de la historia, como dice Collin: “El crimen desnuda el mundo, extingue la palabra. Incluso la muerte, inscrita en el centro de toda existencia, queda callada”.56 Matar lo nacido es matar el tiempo y asesinar la palabra que puede pronunciarse, como palabra nueva que nombra de nuevo el mundo ya existido. El nacimiento, entonces es, como dijimos, superación de un proceso natural, interrupción y superación de lo que decae. Nacer es tiempo. Es necesitar disponer de tiempo. Tiempo que contar para poder vivir, tiempo que vivir, para poder contar. Nacer es tener que vivir una vida relatada. Nacer a una vida no es sólo biología, sino biografía. Es emergencia ante la presencia de los otros con la propia presencia con rostro: “Sed sólo vuestro rostro, dice 55 56

Ver, Kertész, I. (2001) Kaddish por el hijo no nacido, Barcelona, Barcelona, El Acantilado, p. 88. Collin, F. “Nacer y tiempo. Agustín en el pensamiento arendtiano”, en Birulés, F. (comp.) Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Barcelona, Gedisa, p. 92.


44 Agamben. Id al umbral. No sigáis siendo los sujetos de vuestras facultades o propiedades, no permanezcáis por debajo de ellas, sino id con ellas, en ellas, más allá de ellas”.57 En el nacer se confirma la fecunda fertilidad de unas vidas anteriores, pero convoca también la fertilidad de una biografía o vida narrable en el porvenir. Es continuidad de una vida y su ruptura, una revolución en la vida y en el mundo ya constituido. Continuidad y novedad, y por eso es alteridad. En el nacimiento, el nacido altera a la madre, y al mismo tiempo el nacido es señal de donación. La prueba de la maternidad, entonces, es la presencia real del recién nacido, al que la mujer delega su ser. Pero lejos de completarla, acaso la altera y la vuelve vulnerable, como el otro que, irrumpiendo en el yo, nos mira pidiendo solicitud y se retira silencioso si no se la concedemos. Esta prueba de la alteridad del recién nacido, vincula a una madre con su hijo por un lazo excepcional: pues no se trata de un deseo por un objeto o por un sujeto, sino de un amor por el otro.58 El nacimiento, la natalidad como metáfora expresiva de lo que llega, tiene una ética particular: la ética del don. Lo que se da no vuelve al donante, sino que continua, prosigue su propio camino.59 Es lo que se da después de haber sido acogido en el propio seno; es lo que emerge tras el acogimiento, un acogimiento que implica una ruptura y una cierta deconstrucción del que acoge lo nuevo por-venir. Es lo que abre un espacio para que el otro pueda nacer. Esta ética es, entonces, una ética de la pérdida del tiempo propio en el tiempo del otro. En el nacer, por tanto, hay trasgresión de lo ya dado y su continuidad, pero no simple reproducción de lo ya habido. Por eso lo nuevo o la novedad del nacimiento no es una creación ex nihilo, sino una donación fértil, es decir: lo que se da. 57 58 59

Agamben, G .(2001) “El rostro”, en Medios sin fin, Valencia, Pre-Textos, p. 86. Kristeva, J. (1999) Le génie féminin, I. Hannah Arendt,París, Fayard, p. 83. Escribe Derrida que el don, lo que se da, es lo que interrumpe la economía, lo que ya no da lugar al intercambio: "Si hay don, lo dado del don (...) no debe volver al donante". Derrida, J. (1995) Dar (el) tiempo, Barcelona, Paidós, p.17.


45 Todo nacimiento es un inicio y un comienzo. De acuerdo con esto, entender la fenomenología de la política arendtiana es central para comprender las claves de su filosofía educativa. La política se basa, en primer lugar, en este hecho de la pluralidad de los hombres: mientras que puede decirse que Dios ha creado al Hombre, los “hombres” son un producto humano, terrenal. En segundo término, la política se ocupa de las relaciones entre los hombres: un espacio interesado, un espacio de relación, de acción y de discurso entre los hombres. La política surge en este “entre” y se establece o debe configurarse como relación. Por último, es en ese espacio en el que surge, y tiene pleno sentido, la libertad humana como capacidad radical de hacer algo nuevo, de actuar con relación a los demás en un espacio plural de aparición60. Como dice en otro lugar: “La libertad es la causa de que los hombres vivan juntos en una organización política. Sin ella, la vida política como tal no tendría sentido”61 . De acuerdo con este análisis, no puede resultar extraño que los análisis que Arendt dedicó a la “acción” y a la capacidad de iniciar y comenzar encuentren un adecuado complemento en sus estudios sobre el fenómeno totalitario, ya que el totalitarismo es esa horrible novedad que rompe el tiempo -la idea de la historia como continuidad- y que en su vocación de dominación total impide, en su misma raíz, un nuevo comienzo en el hombre. El totalitarismo es, en suma, un monumental atentado contra la libertad humana, la cual es un atributo esencialmente político, y no meramente una característica de la voluntad. La libertad es libertad entre los hombres, libertad cuyo sentido sólo se alcanza, como acabamos de destacar, en ese espacio interesado que es la esfera pública de aparición y de pluralidad. Entre el nacimiento y la muerte, la vida se puede desplegar como una narrativa,

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Cfr. Arendt, H (1997) Fragmento I. ¿Qué es la política?, en ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, pp. 15-57. Arendt, H. (1996) “¿Qué es la libertad?”, en Entre el pasado y el futuro, ob. cit., p. 158.


46 como una historia que merece ser recordada como algo extraordinario, como una cadena de acontecimientos en los que podemos iniciar algo nuevo. Y entre nuestra entrada en el mundo por el nacimiento y el “ya no” de la muerte, la vida, vivida como un relato en el que las cosas que nos pasan podemos recordarlas reimaginándolas, contándolas y volviendo a contarlas como un cuento, la vida tiene como fuente de sí misma el deseo. Porque sabemos que moriremos, deseamos; porque sabemos que podemos re-nacer, iniciar algo nuevo, comenzar, deseamos también. Como seres de llegada y como seres nacidos, nuestro aprender hunde sus raíces en la experiencia de una aventura: la aventura de tener que conducir la vida. Esta conducción depende de las promesas que nos hacen y las que podemos formular por nosotros mismos; promesas que dan pequeñas señales de seguridad en el incierto futuro, pero promesas, también, que sabemos, por experiencia, a las que no es fácil dar cumplimiento. Vivimos en la utopía de la promesa y bajo el signo de la decepción, o sea, en el signo del aprender, porque todo aprender parte de un momento inicial de decepción.

3. El corazón del poeta

Deseo retomar ahora la discusión anterior en un plano diferente, con la ayuda de Rilke. Hablemos de la infancia como poética, es decir, como creación de sentido. Si hay un tema central en la poesía de Rilke es la infancia.62 Rilke subraya sobre todo su desamparo y autenticidad existencial. Del “corazón de la infancia” surge, renovada, la tarea del poeta. Es interesante capturar el tono rilkeano al referirse a la infancia. En su poema “Infancia” se expresa de este modo: Va el largo tiempo y miedo de la escuela 62

En lo que sigue me he basado en el excelente ensayo: Castro, F. (1993) El texto íntimo. Rilke, Kafka, Pessoa, Madrid, Tecnos, pp. 15-57.


47 con su esperar, con sólo sordas cosas. Oh soledad, oh duro pasar el tiempo... Fuera las calles brillan y resuenan y saltan surtidores en las plazas y en los parques se ensancha tanto el mundo... y pasar por aquello, con este trajecito, tan diferente de cómo otros iban... Oh tiempo de asomarse, oh gastar el tiempo, oh soledad. Y mirar, a lo lejos, todo aquello; hombres, mujeres: hombres y mujeres y niños, tan distintos, de colores; y allí una casa, y un perro, a veces, y el miedo tan callado cambiando a confianza... Oh pena sin sentido, oh sueño, oh espanto, oh qué profundidad sin asideros. Y así jugar: pelota y corro y aro en un parque que, suave, palidece, y a veces tropezar con los mayores, ciego y salvaje ala perseguido jugando, pero en la tarde, en calma, con pasitos tiesos, volver a casa, bien sujetos. Oh comprensión cada vez más huidiza, oh miedo, oh pesadumbre. Y horas y horas, junto al estanque gris arrodillarse, con un velerillo; olvidarlo, porque otros parecidos, más bonitos, navegan por el círculo; y tener que pensar en la pequeña y pálida casa que, en el estanque hundida, aparecía... Oh infancia, oh fugitiva semejanza, ¿A dónde fue, a dónde?63

Rilke contempla la infancia como lo ausente, como lo ya sido. El poeta indaga a partir de preguntas, de interrogaciones y de exclamaciones frecuentes que evocan un cierto pesar y una cierta pesadumbre: nostalgia de lo perdido y pensado como infancia: “Sería bueno meditar mucho, para / expresar algo de lo así perdido /, de aquellas largas tardes de la infancia / que así nunca volvieron... ¿y por qué?”64

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Poema perteneciente a El libro de las imágenes y recogido en: Cañete, B. (1984) Rilke, Madrid, Júcar, pp. 144-147. Rilke, R.M. (1998) "Infancia", en Nuevos poemas, I, Madrid, Hiperión, p. 109.


48 El poeta, desasistido y en brazos de la soledad y del dolor -dos situaciones muy conocidas por el propio Rilke- se vive a sí mismo atrapado por la indigencia y como sostenido por el abrazo de lo que se encuentra olvidado y perdido en el abismo de la memoria: el recuerdo mismo del tiempo de la vida en su plena intensidad.

Aún nos acordamos...quizás en una lluvia, Pero ya no sabemos lo que eso significa; Nunca más estuvo la vida tan llena De encuentros, de volverse a ver, de seguir avanzando Como entonces, cuando no nos sucedía más Que lo que sucede a una cosa y a un animal: Vivíamos entonces lo suyo como humano Y nos llenábamos hasta el borde de figuras.

La infancia surge, entonces, como lo dormido en la memoria, lo oculto. Y la tarea poética, al tratar de evocarla de nuevo, resurge como nacimiento de lo ausente. El poeta, desamparado, contempla la infancia como posibilidad de un renacer, de un resurgir a partir de la conciencia de una distancia: la que va del poeta en su situación actual a la evocación del yo de la niñez libre y espontánea. En Los apuntes de Malte Laurids Brigge, la escritura surge como algo que lucha contra el miedo, como narración que procura, ante la vivencia despersonalizante de una ciudad en la que uno ya no se reconoce, el logro de una muerte propia. Aquí, encontramos la pregunta inquieta cuyo corazón es la infancia: “¿Qué vida es esta? Sin casa, sin objetos heredados, sin perros. ¡Si al menos tuviera recuerdos! Pero ¿quién los tiene? Si la infancia estuviese aquí: pero está como enterrada”.65 No hay nada; nada nos sostiene; el recuerdo se ha evaporado. Por eso el poeta tiene como misión dar forma a esa nada. Su aprendizaje es la formación de la conciencia de ese vacío: el resultado es un aprendizaje del ver, del contemplar, del mirar. Un aprendizaje al hilo de la escritura del ser propio del poeta que se experimenta. 65

Rilke, R. M. (1996) Los apuntes de Malte Laurids Brigge, Madrid, Alianza, p. 16.


49 Comentando estas ideas, Fernando Castro dice en El texto íntimo: “La poesía es esa capacidad de nombrar que da espacio a acontecimientos que suceden en ese instante irrepetible”.66 Al comienzo de sus Elegías de Duino, Rilke dice que "no nos sentimos a gusto, ni seguros, en este mundo interpretado".67 Cabe pensar que ese mundo es el mundo al que la infancia se enfrenta. Nuestro mundo de adultos está ya interpretado, y vivimos con la compulsión a la simbolización perpetua. Hemos dejado de mirar, como los niños, el mundo en su esplendor y belleza. Hemos huido de la tentación de la inocencia. No somos de contemplar el mismo árbol cada mañana de nuevo. Hay un poema de Alberto Caeiro, un heterónimo de Pessoa, que expresa muy bien esta idea:

Lo esencial es saber ver, Saber ver sin estar pensando, Saber ver cuando se ve, Y no pensar cuando se ve Ni ver cuando se piensa.68

"¡Tristes de nosotros -se lamenta el Guardador de rebaños- que llevamos el alma vestida!". Sí: ese mundo interpretado viste nuestra adulta alma, y la encadena a una conciencia cuya única posibilidad es re-crear el significado, pero no inventar de nuevo el mundo. Estamos condenados a no renacer. En su correspondencia con Benvenuta, podemos leer: “Antaño lo vivíamos todo puesto que éramos menores de edad, creo que vivíamos el pavor en su totalidad sin saber que era pavor, la alegría en su totalidad sin intuir que existía una alegría demasiado rica para nuestros corazones (...) y tal vez experimentábamos el amor total”.69

66 67 68 69

Castro, F. (1993) El texto íntimo, ob. cit., p. 18. Rilke, R.M. (1999) Elegías de Duino, Madrid, Hiperión, p. 15. Pessoa, F. (2000) Poesías completas de Alberto Caeiro, Valencia, Pre-Textos, p. 115. Rilke, R.M. (1989) Cartas a Benvenuta, Barcelona, Grijalbo, p. 77.


50 El olvido de ese vivir todo, la experiencia de una totalidad intensa parece la condición de quien habita un mundo interpretado. Un mundo cuyo sentido original ya no podemos crear...salvo que se de una condición, una muy simple y elemental. Como decía Borges recordando un pensamiento del obispo Berkeley, el sabor de la manzana no está ni en la boca que la muerde ni en la carnosidad de la manzana, sino en el encuentro entre ambas. Y es que un beso necesita dos labios, el amor erótico dos cuerpos y sus silencios extasiados. Y la creación de la lectura un libro y el lector apropiado. Por eso, el mundo se inventa de nuevo cuando, con mirada de niño y lenguaje quizá torpe, miramos el mundo como por primera vez hincándole nuestra imaginación en su corazón dormido. El tiempo de la infancia, para el poeta, es entonces el tiempo ya ido, el tiempo fugitivo, aquél por el que sólo cabe preguntar, como hace Rilke, “¿A dónde fue?” Mirar ese tiempo es contemplar un abismo en penumbra que convoca la nostalgia. Contrasta con ese tiempo de la infancia fugitiva la contemplación de los objetos de la infancia en la que esta queda capturada y extrañamente perdurable. ¿Está verdaderamente la infancia en el “alma de las muñecas”? “El tiempo congelado de la muñeca –comenta Fernando Castro- inicia a la soledad y a la intransitividad del deseo”.70 La muñeca o el osito, el juguete acariciado y conversado de la infancia, ya no pueden comunicar sino su propio silencio, nos transmiten una ausencia. Han perdido su voz, su palabra ya no es audible, sus besos y caricias ya no se sienten. Es, sí, el recuerdo de un afecto, la memoria de un deseo, la imagen de una pasión, pero es tiempo fugitivo que transmite mudo ese afecto, ese deseo, esa pasión, esa intensidad de vida.

70

Castro, F. (1993) El texto íntimo, ob. cit., p. 25.


51

Capítulo 2 PROMESA DE FORMA. EL APRENDIZAJE DEL COMIENZO

Los niños tienen capacidad de renovar la existencia y para ellos es una práctica múltiple que nunca pierden. Walter Benjamin, Ich packe meine Bibliothek aus. No se trata de buscar los orígenes, perdidos o borrados, sino de tomar las cosas allí donde nacen, en el medio, hender las cosas, hender las palabras. No buscar lo eterno, aunque se trate de la eternidad del tiempo, sino la formación de lo nuevo, la emergencia. Gilles Deleuze, Conversaciones.

Llegar al mundo por el nacimiento -ser por la infancia- es una invitación al aprendizaje del comienzo. Todo comienzo tiene algo fascinante, y a la vez trágico; produce un cierto miedo, una cierta angustia. Pero hay comienzos que constituyen un acontecimiento. De hecho, el comienzo, antropológica y filosóficamente hablando, puede ser pensado como un acontecimiento de iniciación. En una ocasión, Gilles Deleuze dijo que “el concepto debe decir el acontecimiento, no la esencia”71. Decir el acontecimiento es nombrar lo que ocurre como pliegue de lo real, como desgarro o discontinuidad. Es pensar lo inesperado. Decir, nombrar, pensar el acontecimiento es ensayar el nombre, en un sentido muy amplio, de una irrupción, de una grieta o fractura en lo real. Hay, por lo menos, dos caminos para perfilar fenomenológicamente, o cartografiar, por así decir, el acontecimiento. Por una parte, es acontecimiento aquello 71

Deleuze, G (1999) Conversaciones, Valencia, Pre-Textos, p.44.


52 que habiendo sucedido presenta todavía una cierta actualidad en el presente y “nos da a pensar” o requiere un aprendizaje de lo nuevo. Por otro lado, un acontecimiento es lo que pasa “aquí” y “ahora”, lo que irrumpe por sorpresa y de modo brutal, de modo no previsto. Es lo que se hace presente, es lo que emerge y desgarra el presente introduciendo una cierta discontinuidad temporal (en el tiempo de la historia vivida) y un nuevo registro, tanto en el orden del pensar como de la experiencia. Lo que da a aprender un acontecimiento está en el orden del aprendizaje de lo nuevo, del aprendizaje del comienzo, del aprendizaje de lo serio. Pensar la educación bajo esa figura del acontecimiento -y pensarla, sobre todo, a la luz del acontecimiento de la infancia, de la natalidad como experiencia de lo naciente- sugiere que el mismo saber de la educación se pueda pensar como discurso que produce en alguien (llamémosle de momento sujeto de la educación) aquellos acontecimientos de que el mismo saber parece hablar. Todo saber sobre educación, todo discurso pedagógico, se propone en cierto modo normativo. Pero la normatividad de ese saber sobre educación no radica, sin embargo, en dirigir al sujeto en cuestión a un punto que el mismo discurso prescribe como estado ideal de hechos o como normalización de conductas, sino en favorecer condiciones de posibilidad para que pueda darse forma a sí mismo en una experiencia de trans-formación. De inmediato, aquí hay que introducir matices. Mientras lo que ocurra forme parte todavía de lo posible controlable, no habrá acontecimiento fuerte. Un acontecimiento, en sentido fuerte es, como ha sugerido Derrida, una exposición “sin condiciones” a lo que viene y a quien viene; a lo por venir. En nuestro caso, a lo por venir como experiencia de transformación en el escenario educativo. El puro acontecer singular de lo que, no sólo ocurre, sino que me ocurre -de lo que me sobreviene y de lo que me llega de improviso- implica una


53 irrupción que hace estallar todo horizonte previo de expectativas. Es lo que fractura todo orden, programa u organización performativa. En este sentido, el acontecimiento fuerte rompe el significado de la concepción del saber (educativo) como discurso “performativo” capaz de producir los acontecimientos de que habla conceptualmente. El acontecimiento sólo puede tener lugar allí -en un cierto “aquí” del sujeto- donde no se deja domesticar por ninguna convención: “Allí donde hay performativo, un acontecimiento digno de ese nombre no puede ocurrir”.72 Lo que significa que el acontecimiento únicamente se da en el orden de lo imposible, no en el orden de lo que se espera que ocurra, sino en el orden “virtual” de lo inesperado.73 Esta noción de acontecimiento fuerte está fundada en una cierta manera de entender al aprendiz. Este “sujeto de la educación” es, de hecho, un sujeto de la experiencia: quien se expone a ella abiertamente -incondicionalmente- y a ella se somete. Lo que caracteriza a la experiencia es su poder de transformación. Por ella nos creamos-inventamos a nosotros mismos, por ella comenzamos de nuevo, por ella nos damos forma.74 Es ella la que hace que no podamos mantenernos siempre siendo los mismos o siendo lo Mismo. Es la que nos empuja a ser “de otro modo”, más allá de toda esencia predeterminada o fijada de antemano. Por ella somos en devenir, como empujados por la voluntad de cambiarnos a nosotros mismos. Por eso, la transformación cobra pleno sentido en la diferencia: como no somos idénticos a nosotros mismos, podemos transformarnos y existe la modificabilidad, la posibilidad de un devenir en lo diferente. La educabilidad, aquí, es un atributo de la experiencia y de la 72 73

74

Derrida, J (2002) Universidad sin condición, Madrid, Trotta, p. 72. Conviene aclarar que lo “virtual” se opone no a lo “real”, sino a lo “actual”. Con todo, lo virtual no es posible, ya que en cuanto tal lo “posible” no posee realidad. Lo virtual, no carece absolutamente de realidad. De hecho, a través de un proceso de “actualización”, lo virtual se realiza por el sujeto singular. Como lo virtual, el acontecimiento, entonces, es lo que, sin saber cuándo, puede ocurrir como posibilidad siempre presente. Pero en la medida que el sujeto realiza diversas actualizaciones prácticas, ejercicios, actividades sobre sí-, en la medida en que se dispone, se prepara para la aparición súbita del acontecimiento. Éste no se puede predecir, pero sí nos podemos preparar (nuestra atención) para recibirlo. Ver, Schmid, W (2002) En busca de un nuevo arte de vivir, Valencia, Pre-Textos, pp.215 y sgs.


54 posibilidad de la diferencia. La posibilidad de un saber -en nuestro caso de la educación- capaz de producir en otro la experiencia de valor de que habla implica más que una mera producción de hechos controlables y pre-vistos con anterioridad a su aparición. Aunque hay aquí una dificultad, que es específicamente moderna, para pensar el discurso de la educación en estos términos. Como dice Agamben: “En la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizás sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo”.75 En sentido nietzscheano, podríamos decir, entonces, que para recuperar la posibilidad de un “hacer experiencia” habría entonces que tratar de pensar la educación, como figura del acontecimiento, en el marco de una inocencia del devenir. “Inocencia” (Unschluld), que alude a la privación o falta de culpa, y en sentido amplio a la carencia de cualquier tipo de regla y limitación, de intencionalidad programáticamente establecida. Y “devenir” (Werden), que remite a lo que nunca está fijo, sino siempre en movimiento, aquello que no tiene una sustancia ni una esencia, es decir, lo que es un continuo fluir y acontecer.76 Como un acontecimiento es lo que, en su desgarro, surge en su plena actualidad con sentido y valor, aunque sean un sentido y valor nuevos, tratar de entenderlo es procurar cartografiarlo.

1. Del acontecimiento: el devenir por la transformación

El acontecimiento es un estadillo de sentido, algo no programable, una irrupción imprevista: el comienzo de una nueva narrativa, de una nueva comprensión, de una nueva relación erótica y pasional con el mundo. Así que la cuestión es, ¿cómo afirmar la existencia de un saber que enuncia la producción de lo imprevisto e incontrolable, de 75 76

Agamben, G (2001) Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, p.7 Herrero Senés, J. (2002) La inocencia del devenir. La vida como obra de arte en Friedrich Nietzsche y Oscar Wilde, Madrid, Biblioteca Nueva, p. 43.


55 lo por venir? No pretendo en este capítulo resolver esta cuestión en todos sus extremos, sino sugerir que la educación, pensada bajo la figura del acontecimiento, es una experiencia de “natalidad educativa”77. Lo que está en movimiento como devenir es, precisamente, la posibilidad siempre abierta de un nuevo comienzo. Todo ello requiere, por un lado, un pensamiento que se conforme a partir de esa experiencia siempre “virtual” y, por otro, términos que le sean apropiados. Por así decir, como acontecimiento la experiencia de la educación es la vieja novedad del re-comienzo que es todo comienzo, inicio o natalidad. En todo acontecimiento nos pasan cosas, llegamos a sentir que algo nos transforma. Algo nuevo nos pasa como existentes. Y pensar la educación como acontecimiento requiere términos y descripciones que le sean apropiados. Sostendré que en educación necesitamos, sobre todo, términos y descripciones sensibles capaces de dar cuenta de lo que nos pasa cuando aprendemos como experiencia existencial... Una descripción sensible es una cartografía del devenir por la transformación. Precisamos, no tanto de conceptos “lógicos” que describan realidades pre-existentes, como de “descripciones cartográficas” que den cuenta de situaciones existencialmente relevantes para un sujeto singular. Hay que preguntarse por el modo como acogemos lo que nos pasa. ¿Cómo encajamos los acontecimientos y cuál es su poder de transformación en nosotros? Por ejemplo, preguntémonos en otra clave: ¿Qué nos pasa cuando en verdad comprendemos algo? Pensar la formación como un acontecimiento en estos términos remite a una situación original en la que nos con-formamos o nos trans-formamos o simplemente nos damos forma por el impacto de aquello que nos pasa. Y eso que nos acontece no es meramente el resultado de la ejecución de un plan previo sino el milagro de un puro 77

Esta expresión la tomo de Fernando Gil Cantero, quien me la sugirió sagazmente, con esa habilidad tan característica suya de traducir pedagógicamente intuiciones y sugerencias filosóficas.


56 inicio. Se puede plantear entonces la relación entre “educación” y “creación” porque en todo acontecimiento asistimos en primera persona a una experiencia original de creación, literalmente, a un nuevo comienzo. Experiencia sobre la cual cabe sospechar una cierta imposibilidad, tanto ontológica como pedagógica: los comienzos ¿se acabaron?, los inicios ¿se aprenden? Gilles Deleuze decía que el problema del pensamiento contemporáneo consiste en que, en nombre de la modernidad, se ha producido un retorno a las abstracciones, bloqueándose con ello la capacidad de llevar a cabo análisis en términos de movimiento. Como pensador, la característica del filósofo no es el ser un sujeto reflexivo, sino más bien un sujeto creador; es importante, decía, retirarle el derecho a "reflexionar sobre" -como si el filósofo estuviera destinado a mirar las cosas siempre por encima del mundo aunque siempre desde la posición privilegiada de la seguridad de un yo ensimismado y protegido ante lo otro. Más bien, Deleuze pensaba que hay que construir conceptos capaces de movimiento intelectual.78 Es difícil sustraerse a esta lógica de la reflexión, que mira desde arriba y camina hacia atrás, buscando los orígenes, a ese estilo de pensar el mundo desde la posición asegurada de un yo, por así decir, divino. Como sujeto creador, el pensador busca lo que no sabe dónde ni cómo encontrar con exactitud -exacteness is a fake, decía A. N. Whitehead-, lo que explora ensayando mil maneras, tentativa y creadoramente. Pero el sujeto creador no vive, sin embargo, esclavo de lo creado, en tanto producto acabado o como final de la cadena de lo fabricado, sino siempre en el principio de lo que se crea. Lo creado, como lo nacido, pese a ser el resultado de un acto fértil de fecundación, a la postre siempre es nuevo, nunca, en su repetición, lo mismo. La fecundación siempre ha existido siendo lo mismo, lo nacido siempre es nuevo. Pensar las cosas del mundo desde

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Cfr. Deleuze, G. (1999) Conversaciones, ob. cit., p.193.


57 esa lógica que mira desde arriba es pensar el mundo desde el afuera de la existencia humana (contingente, finita y siempre plural en su expresión. Pensar las cosas del mundo desde su adentro es, por el contrario, amarlas antes de haberlas conocido -como al hijo al que se ama antes de conocer su rostro-, es colocarse en una posición que piensa lo que acontece -los acontecimientos que resquebrajan nuestras categorías y conceptos más firmes- de forma no defensiva; es pensar el acontecimiento adentrándose en él. Lo más evidente de la noción de “acontecimiento” es su carácter imprevisible; carece de una naturaleza, por así decir, prometeica: no se puede prever antes de que suceda. Prometeo, el audaz y previsor, el que se adelanta, no nos sirve como modelo para dibujar el perfil del acontecimiento. Pro-meteo, el que comprende de antemano, el que prevé. Quizá su hermano, Epimeteo sea más adecuado: el que comprende todo después de que las cosas han ocurrido. Quizá el que comprende demasiado tarde, o tal vez el que comprende, el que aprende, después de haber padecido la experiencia.79 El acontecimiento es una determinada experiencia de la vivencia del tiempo. Preguntémonos entonces: ¿qué tiempo es el tiempo del puro acontecer? Al formularse esta cuestión, J. Larrosa señala que ese tiempo no es el tiempo crónico, es decir, el tiempo de Cronos –“el tiempo según el antes y el después, el tiempo dotado de una dirección y de un sentido, el tiempo irreversible representado por la línea que va de atrás hacia delante”.80 Más bien se trata de un tiempo a-crónico, el cual remite a la figura de aión (derivado de aieí, “siempre”, de la misma raíz que da el latín aeternus). El tiempo aquí referido es un tiempo-todo, un niño que juega, donde el juego expresa, precisamente, lo que todo juego contiene: la ocasión, el estado de excepción, el acontecimiento imprevisto, el instante original, en definitiva, lo que irrumpe por 79

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Cfr. Vernant, J-P (2000) El universo, los dioses, los hombres. El relato de los mitos griegos, Barcelona, Anagrama, p. 73. Larrosa, J. (2001) La liberación de la libertad, Caracas, Cátedra de Estudios Avanzados, p. 68.


58 sorpresa y resquebraja la continuidad del tiempo: “Aión o el niño o el juego es, entonces, una figura de la interrupción, de la discontinuidad, pero también de la decisión, y también del final, y también del origen”.81 El acontecimiento es, pues, una irrupción imprevista en un estado de cosas que mantenía un decurso continuo y un transcurrir habitual. Es una fractura, una quiebra, una herida en el tiempo. Es lo discontinuo e im-previsto, lo que nos sorprende. Aquello que se experimenta como acontecimiento es, muchas veces, lo que tal vez ya sabíamos que iba a suceder. Por ejemplo, el nacimiento de un hijo. Como dato, como punto de información, el nacimiento de un hijo es un hecho que sucederá: es lo consabido. No obstante, su acaecimiento es un acontecimiento porque es un impacto en el orden de nuestra experiencia como hombres. Ela nacimiento de un hijo opera una transformación en el sujeto. El impacto está, pues, en la relación que nosotros establecemos con ese hecho -el nacimiento- o lo que el mismo hace en nosotros. La experiencia que se hace transforma el hecho en acontecimiento significativo. El acontecimiento, aquí, toma la forma de una relación de concernimiento personal.82 Nos proporciona un registro nuevo. Lo sorprendente de todo acontecimiento está en esa toma de conciencia particular, el de la natalidad y la renovación. “Darse cuenta es descubrir sin moverse del sitio la vieja novedad, vieja por su contenido material o gramático, pero completamente renovada por nuestra manera de percibirla”.83 La experiencia consiste en tomar conciencia de lo que ya sabíamos en un registro diferente, en el registro de lo serio. En la toma de conciencia del acontecimiento sabemos hasta qué punto nos concierne lo que nos pasa. La toma de conciencia de un acontecimiento es un aprendizaje de lo serio, no meramente otro aprendizaje, sino un aprendizaje-otro. Nos tomamos “en serio” el asunto de que se trate, sea la muerte o la 81 82 83

Larrosa, J. (2001) La liberación de la libertad, ob. cit., p. 69 Cfr. Jankélévitch, V. (2002) La muerte, Valencia, Pre-Textos, pp.25 y sigs. Jankélévitch, V. (1989) La aventura, el aburrimiento, lo serio, Madrid, Taurus, pp. 161.


59 vida. Tomarse “en serio” algo es no tomarlo a la ligera. Tomarse en serio a alguien, y esto es básico en educación, es tomar conciencia de su densidad existencial. Es acogerlo como acontecimiento en uno, como otro en mí que me da a pensar. Tomar conocimiento de algo, más allá del hecho del mero estar informado de ello, de tomar noticia de algo, es descubrirlo de otro modo, o quizá mejor, de un modo-otro. Por eso, como dice Jankélévitch los tres aspectos esenciales del aprendizaje del acontecimiento son su efectividad, su inminencia y su carácter de concernimiento personal. Todo acontecimiento es algo que tiene lugar -es efectivo- y que de hecho ocurre en un aquí, en un ahora y a un quién. Pero como el verdadero acontecimiento ocurre de repente, como llega sin avisar, ese aprendizaje de la seriedad se da en su inminencia, esto es, en el instante en que ocurre; ni antes ni después. La forma del acontecimiento es la forma del instante, y por eso no admite copias ni reproducciones. Es lo singular puro. Y en su carácter repentino, al acontecimiento fuerte únicamente cabe esperarlo pasivamente, es decir, recibirlo, abrirse a él, incondicionalmente. Como sorpresa, el acontecimiento resulta ser, por tanto, lo inconcebible, lo que situado más allá del concepto y del conocimiento en su formato lógico tradicional, mantiene una relación de alteridad con el conocimiento teórico. Puede decirse que el acontecimiento se da en la exterioridad del conocimiento, que se sitúa en su vector excéntrico, en sus márgenes. Abordar el acontecimiento como la exterioridad del conocimiento, equivale, negativamente, a una desepistemologización del problema de la verdad y, positivamente, a una afirmación o constatación de que la verdad se dice de muchas maneras y según una variedad de sentidos. Una excesiva epistemologización de la verdad no garantiza, como dice Miguel Morey, actuar a favor de los itinerarios de la lucidez. En su carácter imprevisto, la introducción contemporánea del acontecimiento en el seno de la filosofía es la inserción de lo que da a pensar en el pensamiento


60 mismo. Se trata de un desafío que nos invita a un nuevo ejercicio del pensar: como si la realidad no fuera otra cosa que un conjunto de acontecimientos dispuestos a darnos que pensar, y por tanto la realidad fuera fuente y origen de una nueva manera de entender la lucidez, más allá de cualquier orden preestablecido del ser y de las cosas. El acontecimiento es lo singular puro y “a la pregunta de si es posible pensar el acontecimiento, se responderá: ¿es posible pensar otra cosa como no sea el acontecimiento? Y aun: ¿es posible hacer del pensar otra cosa como no sea un acontecimiento? De todos es sabido que no se piensa cuando se quiere, sino cuando ocurre eso llamado pensar”.84 El acontecimiento, siendo lo que da a pensar, tiene simultáneamente la forma del verdadero pensar. Pensar el acontecimiento es, ni más ni menos, pensar lo que nos da a pensar, porque el pensamiento tiene que pensar lo que le con-forma, y se forma tanto con lo que piensa como con lo que le fuerza, le violenta y le provoca.85 Pensar de este modo es pensar abriéndose uno al mundo, pensar dejando afectarme por lo que me pasa. Pensar el “acontecimiento”, entonces, es el “ensayo” de un imposible, hasta el punto en el que un acontecimiento es, filosóficamente hablando, lo “conceptualmente” im-pensable. Lo que toma la forma del acontecimiento es lo inenarrable, lo indecible. Desde este punto de vista, no hay “teorización” posible de lo impensable. En sentido estricto, no sirve intentar pensar “sobre” el acontecimiento. El acontecimiento es un choque, un impacto que nos aturde. Sólo cabe pensarlo como esa modalidad de pensamiento que se activa después de la primera conmoción. El acontecimiento hay, pues, que vivirlo bajo el registro de la experiencia, es decir, en rigor, hay que sentirlo: en el orden de los acontecimientos nos constituimos como sujetos que tomamos conciencia de vernos afectados por lo que sentimos y por lo que nos pasa. Esto justifica

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Morey, M. (1989) El orden de los acontecimientos. Sobre el saber narrativo, Barcelona, Península, p. 22. Cfr. Foucault, M y Deleuze, G. (1999) Teatrum Philosophicum, Barcelona, Anagrama, p. 23. Una buena exposición del concepto de “acontecimiento” en la obra de Deleuze se puede encontrar en: Dias, S. (1995) Lógica do acontecimento. Deleuze e a Filosofia, Porto, Eds. Afrontamento.


61 la necesidad de términos y descripciones sensibles de que hablaba antes. Decía Rilke que “No hay nada menos apropiado para aproximarse a una obra de arte que las palabras de la crítica: de ellas se derivan siempre malentendidos más o menos desafortunados. Las cosas no son tan comprensibles ni tan formulables como se nos quiere hacer creer casi siempre; la mayor parte de los acontecimientos son indecibles, se desarrollan en un ámbito donde nunca ha penetrado la palabra. Y lo máximamente indecible son las obras de arte, existencias llenas de misterio cuya vida, en contraste con la nuestra, tan efímera, perdura”.86 Hay una suerte de indecibilidad en el acontecimiento, justificado por su misma resistencia a ser nombrado mediante los conceptos tradicionales de la lógica y de crítica. Donde el concepto todavía no puede penetrar es, justamente, el espacio en que hacemos la experiencia, porque primero viene la experiencia y luego la palabra que la nombra. El acontecimiento es el lugar de la desnuda experiencia. Y “como saben todos los niños el mundo de la experiencia (como el bosque de Alicia) es innominado, y vagamos por él en un estado de perplejidad, la cabeza llena de balbuceos de conocimiento e intuición”.87 El verdadero acontecimiento, como la auténtica experiencia, se deja nombrar y pensar de otro modo, de una forma que no es estrictamente ni exclusivamente conceptual, esto es, por unas palabras y por un pensamiento de un orden distinto, quizá de una palabra poética. Este orden poético nos proporciona una gramática y una semántica nueva. Dicho con G. Steiner, se trata de una organización articulada de la percepción, la reflexión y la experiencia, la estructura nerviosa misma de la conciencia humana cuando es capaz de comunicarse consigo misma y con otros.88 Es una “gramática de la creación”, una gramática de lo erótico, del “intelecto formador” y de la psique bajo la forma del eros. Pensar la educación en estos términos es pensar tres dimensiones esenciales de la

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Rilke, R. M. (1996) Cartas a un joven poeta, Barcelona, Obelisco, p.19. Manguel, A. (2001) En el bosque del espejo. Ensayos sobre las palabras y el mundo, Madrid, Alianza, pp. 26-27. Cfr. Steiner, G. (2001) Gramáticas de la creación, Madrid, Siruela, p. 15.


62 experiencia educativa. Un acontecimiento, que por su propia naturaleza es una irrupción de lo imprevisto y extraordinario es, por un lado, lo que da a pensar; no aquello acerca o sobre lo cual pensamos, sino lo que nos da la oportunidad de pensar lo acontecido con un pensamiento nuevo, con nuevas categorías y con un nuevo lenguaje. En segundo lugar, todo acontecimiento es lo que nos permite hacer una experiencia. Un acontecimiento no es aquello sobre lo cual experimentamos, sino justo eso otro que hace experiencia en nosotros, porque es algo que nos pasa y no nos deja igual que antes.89 Por último, un acontecimiento es lo que rompe la continuidad del tiempo de la historia y del tiempo personal de lo vivido. De acuerdo con esta caracterización, abordar el análisis de la educación como figura del acontecimiento significa repensar lo que, desde el punto de vista del mundo de la vida, configura la experiencia humana del aprender. Como aquello que nos da a pensar, la educación es la experiencia del aprendizaje de lo nuevo, de lo inédito, de lo extraño. Como aquello a través de lo cual hace experiencia en nosotros, la educación es la experiencia del aprendizaje del padecer, de la pasión y del dolor.90 Y, finalmente, por ser lo que rompe la continuidad del tiempo, la educación es la experiencia del aprendizaje de la decepción y de un cierto desencanto. Aquí es importante la introducción del concepto de "descripción sensible". Resumidamente diré que remite al acto de comprensión de una situación, evento o acontecimiento en el que el ejercicio de la actividad mental no depende tanto del 89

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Hay que matizar aquí algo importante. Al hablar de la “experiencia” como algo que se hace, y que no simplemente se tiene, nos referimos al sentido “tradicional” de la experiencia, el que todavía Montaigne defiende en sus Ensayos, y no al sentido moderno de la experiencia, es decir: aquello en lo que uno no se adentra sino después de tener sus certezas. Nuestro defensa de la experiencia, por tanto, remite a la fórmula de Esquilo del aprender del padecer, fórmula que indica que nos hacemos sabios a través del daño, tras “sufrir” las experiencias, y que sólo en la decepción llegamos a conocer adecuadamente las cosas y aprendemos los límites de lo humano, su condición finita, las barreras que nos separan de lo divino. Ver: Gadamer, H-G. (1991) Verdad y método, Salamanca, Sígueme, pp. 432-433. Cfr. Bárcena, F. (2002) “El aprendizaje del dolor. Notas para una simbólica del sufrimiento después de Auschwitz”, en Educación, ética y ciudadanía, Madrid, UNED, y Bárcena, F. (2001) La esfinge muda, Barcelona, Anthropos.


63 establecimiento de conceptos lógicos como de sentimientos, emociones, estados de ánimo y ponderaciones o valoraciones afectivas. La actividad mental dirigida por una racionalidad calculadora, instrumental, tecnológica, o gobernada por la argumentación estrictamente lógica es, desde luego, una modalidad humana de ejercicio de la inteligencia. Pero en el contexto de lo que denomino "descripción sensible" la actividad de la mente funciona de un modo radicalmente diferente. Para comprender lógicamente algo, el sujeto no tiene porqué sentir nada. Para describir, explicar o comprender sensiblemente una situación lo esencial es, justamente, el nivel emocional y los sentimientos. Creo que, dada la naturaleza de la relación pedagógica, el modo apropiado de pensamiento es el que propongo. La implicación afectiva con la situación es esencial, aunque también el distanciamiento cognitivo, que permite una reelaboración conceptual de mayor abstracción que la que permite una cercanía afectiva con la situación. Una actividad mental de esta índole permite al sujeto generar términos y conceptos de su propia naturaleza -es decir, sensibles- con la ayuda de los cuales es capaz de entender la situación pedagógica como un acontecimiento y como experiencia existencialmente relevante. Ahora bien, hasta donde un ejercicio de comprensión de un acontecimiento repare en los aspectos íntimos y cualitativos de la misma, una "descripción sensible" será también un tipo de "descripción densa" o una forma de "conocimiento local" interpretativo, pero sólo por su modo de proceder y por los aspectos que cubre. Una descripción sensible depende de todo un complejo aparato cognitivo-emocional del sujeto, y recojo esta noción de un relevante estudio de Avishai Margalit sobre la sociedad decente, publicado en el año 1996 por la Harvard University Press, al final del cual el autor señala lo siguiente: “Los conceptos empleados en este libro implican un riesgo, habida cuenta que proceden de la retórica presuntamente sublime que tanto se emplea en el discurso


64 político y moral. La función de estímulo que ejercen conceptos tales como honor y humillación puede hacer que las discusiones sobre la sociedad decente se conviertan en graves dosis de aire caliente; es decir, en discusiones que nada tienen que ver con la verdad y sí con la creación de una atmósfera cálida y edificante. Otro peligro es que la discusión se embarre en un viscoso cenagal admonitorio, en una forma de discurso que no es necesariamente indiferente a la verdad, pero que no tiene interés alguno en argumentar ni en hacer distinciones. Pese a todo, creo en la posibilidad de una forma de discurso inteligente sin ser teórica, muy lejos de los farragosos sermones o de la mera calidez ambiental. Los conceptos sobre los que se fundamenta mi trabajo sobre la sociedad decente, como respeto, humillación, y otros, son conceptos que requieren un análisis que va más allá de su significado habitual. Necesitan, además, una descripción sensible (...) En mi opinión, para comprender lógicamente un concepto no es necesario que sintamos nada”91. Según el anterior razonamiento una expresión del tipo de la fórmula del Hamlet de Shakespeare "ser o no ser" puede ser abordada como una “tautología lógica”, pero si lo que queremos es tratarla como manifestación de una cuestión existencialmente relevante para alguien -es decir, para un quién, para un existente-, entonces para comprenderla resultan vitales captar las emociones y los estados de ánimos asociados con el "o" de la expresión pronunciada por el príncipe de Dinamarca. Otro ejemplo que se puede traer aquí a colación es el de la enfermedad. La expresión "estar enfermo" puede es susceptible de una explicación lógica, como un hecho más o menos objetivable que le ocurre a un sujeto cuando su salud empeora por causas que el saber médico puede establecer con claridad y objetividad. Pero podemos también abordar el análisis de esta expresión como un acontecimiento que le acaece a alguien y que, además, sufre psíquica y existencialmente por su estado de enfermedad y el deterioro de su salud. Este análisis requiere una "descripción sensible" de la enfermedad como "acontecimiento", y no simplemente una explicación lógica en tanto que "hecho" que puede objetivarse. En disciplinas pedagógicas tales como "educación para la salud", este tipo de descripciones sensibles son del todo necesarias, pues es gracias a ellas que los sujetos pueden llegar a captar el valor educativo de lo que significa cuidar de la propia salud o ser sensible al 91

Margalit, A. (1997) La sociedad decente, Barcelona, Paidós, pp.221-222.


65 sufrimiento del otro en caso de enfermedad. Para adentrarse en el terreno de la descripción sensible de un acontecimiento se hacen necesarias determinadas disposiciones, como ser capaz de ver la realidad desde lo extraño o desde el otro. La expresión "descripción sensible en educación" remite, entonces, a un marco de análisis en el que la educación es pensada como "acontecimiento", en los términos descritos, y no sólo como objeto de conocimiento teórico, susceptible de ser comprendido de acuerdo a términos lógicos. Pensada de este modo, lo que ocurre en el seno de una relación pedagógica se presta más a una descripción sensible, mediante los términos que le son apropiados, que mediante descripciones lógicas o explicaciones cuasi-causales. Pensar la educación como un "acontecimiento" no implica, de todos modos, desacreditar otras formas de pensar el fenómeno educativo. Pero lo cierto es que se puede elaborar un discurso pedagógicamente inteligente sin necesidad de ser un discurso teórico, al modo en que modernamente el concepto de teoría se ha definido según los criterios de verificabilidad de las proposiciones y refutabilidad mediante prueba o experimento y aplicación predictiva. ¿Hasta qué punto puede la educación ser pensada como un acontecimiento? ¿Qué contribuciones hace esta noción al pensamiento pedagógico? A través de los discursos pedagógicos que elaboramos podemos hacer que las

cosas

que

experimentamos

educadores

y

educandos

sean

cuestiones

existencialmente centrales o no. La comprensión lógica no basta para alcanzar el plano de lo existencialmente relevante para el individuo, porque los conceptos en las ciencias humanas deben dar cuenta no de esencias sino de acontecimientos. Introducir términos sensibles en educación es renovar el vocabulario pedagógico, con el fin de enriquecerlo. La comprensión adecuada de esos términos sensibles podemos pensar en términos tales como: humillación, respecto, hospitalidad, acogimiento, natalidad educativa, tacto pedagógico, silencio, testimonio, etc.- no


66 requiere tanto el establecimiento de hipótesis como determinado tipo de cartografías, las cuales tienen en consideración los aspectos emotivos más que los elementos lógicos de los acontecimientos educativos. Es decir, tiene en cuenta el enlace subjetivo entre el sujeto y el mundo, entre las palabras y las cosas, como fuente de experiencia vivida en primera persona. La introducción de esa categoría de términos sensibles permite la elaboración de un discurso inteligente en educación sin necesidad de que, al mismo tiempo, pase por la criba de lo teórico, en el sentido moderno de la palabra “teoría”, cuyo propósito es descubrir, en su aplicación a la ciencia pedagógica, las características invariables del comportamiento y del aprendizaje humano. En definitiva, se trata de la teoría que cumple con dos rasgos centrales: verificabilidad y refutabilidad por medio del experimento y la aplicación predictiva. En educación, como en el arte y en la poética, no caben experimentos decisivos ni deducciones verificables o refutables que supongan conclusiones predecibles en el sentido en que sí es posible para la teoría científica. En educación lo que se ofrece a la mente del educador no son más que singularidades, o como dice George Steiner en otro contexto, una "fenomenalidad contingente" que requiere la aplicación del juicio práctico y la elaboración del sentido. La educación es una experiencia de sentido, y se sitúa en el mismo orden que el discurso estético y, en general, del artístico, en su más amplia acepción. Se puede decir que la investigación pedagógica sigue un modelo diferente al de otras ciencias, al centrarse en la comprensión de significados de las experiencias y expresión humanas por medio de la descripción y la interpretación. Por eso resulta inevitable que la investigación en ciencias humanas, y particularmente en pedagogía, estudien también lo subjetivo, en lugar de analizar únicamente los comportamientos y las conductas externas del sujeto.


67 La introducción de la noción de "descripción/comprensión sensible" en educación es importante, además, porque, como se puede inferir de lo anterior, permite reelaborar la condición de sujeto en la relación educativa. Si un acontecimiento, en su carácter singular y único, es lo que da a pensar, lo que permite hacer experiencia y lo que rompe la continuidad de la experiencia del tiempo vivido, entonces hay que definir la condición de "sujeto" en educación como aquél que es agente productor de yoes pero también como aquél que, al mismo tiempo, tiene conciencia de ser objeto afectado "sujetado"- por lo que le acontece, por lo que siente o por lo que padece. El hombre es, al mismo tiempo, agente y paciente, el que padece y se siente afectado por lo que le ocurre. Para que la experiencia de la vivencia de acontecimientos educativos tenga algún valor y significado, es necesario desarrollar la capacidad de ser sujeto de este modo. Esto es importante porque en el contexto de la experiencia de los acontecimientos educativos existe una relación del sujeto de la educación entre lo próximo y lo distante, entre lo vivido como cercano y conocido y lo lejano y percibido como extraño. ¿Cómo familiarizar lo extraño sin desactivar su novedad, punto en el que reside gran parte de su fertilidad pedagógica? En otro sentido, la experiencia de lo que podemos captar como acontecimiento existencialmente relevante tiene relación con otro concepto interesante: la noción de mirada pedagógica. ¿Hasta qué punto la comprensión sensible o los términos sensibles en educación permiten mirar los fenómenos educativos como acontecimientos existencialmente relevantes para la persona? ¿En qué consiste ese tipo de mirada o percepción pedagógica del otro? Creo que esta mirada es un tipo de actividad mental, emotiva o sensible, una en la que el perceptor mira al otro como humano, o lo que es lo mismo, como un sujeto que expresa algo, no solo que dice algo, sino que dice de algo: que se expresa y significa dando sentido al mundo. Es comprender que el otro tiene


68 conciencia de sí mismo y de sus actuaciones, que posee sentimientos, lo que significa que tiene la posibilidad de estar afectado por ellos, de que los padece en el momento en que un objeto o situación los provoca. Se trata de intentar ver, por ejemplo a través del arte, de la imaginación y de una mirada distinta, lo que nos resulta ya invisible aunque lo tengamos delante. El ojo, aquí, es la fuente de lo que podemos llegar a saber, la fuente del sentido de lo que ocurrió y no hemos vivido. Esta mirada que aun podemos tener ha de vincularse a un cierto silencio que permite una escucha. Como dijo Foucault: “La mirada se cumplirá en su verdad propia y tendrá acceso a la verdad de las cosas, si se posa en silencio sobre ella; si todo calla alrededor de lo que ve”.92 Aprender a ver lo que vemos es mirarlo de otro modo.

2. El delirio del comienzo

Como figura del acontecimiento, la educación tiene una cierta memoria del comienzo. Y en el comienzo hay una cierta experiencia del origen. Se comienza siempre desde algún lugar. Pero ¿podemos regresar a un punto de partida absolutamente inicial a partir del cual lo que seguiría pudiese construirse conforme a una serie de razones o una evolución individual o histórica? El absoluto comienzo es imposible. Nunca se empieza en el comienzo puro. Hemos dicho que lo que comienza nace siempre como “ruptura” de una realidad anterior. Por eso el comienzo que expresa un nacimiento es siempre revolucionario: no fortalece la continuidad de lo que le preexiste, sino su ruptura y, con ello, su discontinuidad. El nacimiento surge con la fuerza del puro inicio, en el que hay tanto creación y deseo como infancia. “Hay algo que conviene aprender del mundo infantil: si 92

Foucault , M. (1999) El nacimiento de la clínica. Arqueología de la mirada médica, Madrid, Siglo XXI Editores., p.155.


69 la renovación que impone a los objetos supone establecer nuevas relaciones entre ellos, esa nueva sintaxis quizá tenga la forma del juego que la razón adulta olvida.”93 En realidad, todo comienzo es nuevo por ser un acontecimiento, una irrupción de la novedad no prevista. Y es precisamente eso en lo que consiste lo poético: lo que rompe con la realidad, lo que resquebraja la densidad de lo real, lo que agrieta una realidad por donde se cuela el sentido. Hablo de sentido, no de significado, porque me parece claro que un poema tiene “sentido” -puede llegar a sentirse- aunque no signifiquen nada sus versos. Uno puede apreciar y sentir el poema aunque no lo entienda. Por eso, creo que sólo poéticamente podemos pensar el comienzo, el inicio, lo originario de lo que nace. La primera palabra deliró el comienzo. La relación entre el comienzo -lo que se inicia- y lo poético es importante en un cierto sentido. Parece que refuerza la idea de que toda creación es, en último término, un “acto de habla”: crear algo es decirlo, nombrarlo.94 Y, sobre todo, llegar al mundo, o sea, nacer, es la paradoja de encontrarse y distanciarse de la palabra. Crear es decir y nombrar, por eso la gramática del acto creador es un acto de amor, un acto erótico. En tanto que ya aprendió a hablar, el adulto no puede aprender la lengua de nuevo, si sigue siendo adulto. Sólo porque una vez fue niño, decimos que el adulto aprende la lengua que habla. Pero cada vez que retorna a esa su originaria vocación -cada vez que retorna a su infancia- puede el adulto crear y mirar en lo nuevo, como por primera vez. El infante que nos habita es la fuerza del comienzo. El espacio de la creación es el dominio del eros. Crear, es decir, inventar (invenire): lo que debe ser encontrado, lo que debe ser descubierto, y también, lo que vendrá. Crear es un hacer, un acto de poiesis que hace que las cosas existan antes 93

94

Vázquez, M. E. (1996) Ciudad de la memoria. Infancia de Walter Benjamin, valencia, Novatores, p. 104. “En el nombre el hombre se liga a la infancia, se ancla para siempre en una hendidura que trasciende más allá de todo destino específico y de toda vocación genética”. Agamben, G. (1989) Idea de la prosa, Barcelona, Península, p. 79.


70 incluso de que su ser se materialice: surgen las cosas en la creación cuando son nombradas. Pero, entonces, crear es hacer presente lo que no existe: es una pura presencia. El acto de la creación es la experiencia de esperar la llegada de lo nombrado. Hay aquí un doble movimiento: hacia atrás y hacia delante. Hacia adelante, en el sentido de que en la creación se busca encontrar lo que no está, lo que, en la imaginación y en el deseo, se encuentra en un lugar de nadie. Y hacia atrás, porque pensar el acto creador es pensar el comienzo, lo que significa volver a las fuentes, progresar hacia atrás, regresar al inicio. En todo origen siempre hay un aspecto arbitrario, que es consustancial al acto creador y a la especificidad del acontecimiento. Comenzar de nuevo, de cero, si es ello posible, a menudo se percibe por los otros como algo arbitrario y sin fundamento “racional”, carente de antecedentes. Y es así; tiene que ser así.

“Pertenece a la naturaleza misma de todo origen -escribió Arendt- llevar aparejada una dosis de total arbitrariedad. No sólo no está integrado en una cadena causa-efecto, una cadena en la que cada efecto se convierte en la causa de acontecimientos futuros, sino que, además, el origen carece, por así decirlo, de toda base de sustentación; es como si no procediese de ninguna parte, ni en el espacio ni en el tiempo. Durante un momento, el momento del origen, es como si lo que produce hubiera abolido la secuencia de la temporalidad, o como si los actores hubieran salido del orden temporal y de su continuidad.”95 La poesía de Manoel de Barros nos proporciona aquí las resonancias que necesitamos para una experiencia poética del comienzo como creación, como infancia, como un cierto delirio del inicio y pura arbitrariedad:

En el descomienzo era el verbo. Sólo después fue que vino el delirio del verbo. El delirio del verbo del verbo estaba en el comienzo, allí donde el niño dice: Yo escucho el color de los pájaros. El niño no sabe que el verbo escuchar no funciona para color, sino para sonido. Entonces si el niño cambia la función del verbo, delira. 95

Arendt, H. (1989) Sobre la revolución, Madrid, Alianza, pp.212-213.


71 ¿Y qué? En poesía que es voz de poeta, que es la voz de hacer nacimientosEl verbo tiene coger delirio.96

¿Podemos entender, entonces, la “creación” como el esfuerzo por arrancar las cosas de su indeterminación, del vacío donde habitan antes del nombre? La Kabalah señala que para permitir la creación, Dios tuvo que autoconcentrarse, reducirse, casi anularse. Se trata de un acto mediante el cual lo Absoluto se contrae abriendo un espacio dentro de sí para que habite lo otro. El libro de los libros, la Torah, es para los judíos el exilio mismo de Dios. Es la escritura donde se desparrama y se distribuye, donde se hace letra para ser nombrado. En esta autoretracción y autoexilio, Dios no es y no está, sino que más bien se despliega, se desliza. Leído en otra clave, podríamos decir: mientras estemos asegurados en una identidad fija e inmutable, no creamos. Sólo si nos agrietamos, si quebramos la rigidez de nuestro yo podremos crear la vida como algo humano, es decir, como arte. Y es que la existencia, como vida humana singular de un existente, es lo que se cuela por las grietas abiertas de nosotros mismos. La vida se inscribe en una grieta, en una fractura de la realidad y de lo absoluto. El deseo de crear, entonces, proviene no de la fijeza y de la firmeza, sino de la voluntad de devenir otro. Es el deseo de lo exiliado, de un deslizamiento, de un desparramarse la escritura de la vida (biografía).97 Ya lo dijimos: la infancia habita en el corazón de poeta, sea que se perciba como tiempo al que miramos con nostalgia o como esperanza. Podemos imaginar una infancia ideal que habita en nosotros, porque aquello que hay de más creativo en nosotros es infancia, precisamente, o está allí desde entonces. Es lo que permanece vivo desde

96 97

Barros, M. de (2002) Todo lo que no invento es falso (Antología), Málaga, Maremoto. Sperling, D. (2001) Del deseo. Tratado erótico-político, Buenos Ares, Biblos, p. 23.


72 siempre, desde ese tiempo primordial. Infancia es, como vimos en el capítulo anterior, el nombre de la promesa: es una promesa de forma, la promesa de la formación de lo nuevo. “En realidad, todo nacimiento es también una promesa que se hace al mundo.”98 La infancia es, entonces, intrínsecamente creativa, ontológicamente creadora, pues es lo que nos hace crecer como humanos. Recordar y revivir nuestra infancia, permanecer en su fantasma, en su sombra como expresión de su ausencia, pero también de su vestigio, es vivir plenamente en lo original, en la fuerza de lo que se crea. Por y en la infancia, por y en su acontecer, estamos, como seres, hechos para existir. Somos, no por la fijeza de una supuesta identidad, sino por la posibilidad de una transformación, de un devenir. Aquí es Pessoa, un corazón de nadie y de todos, alguien que expresa a la perfección la no-identidad de poeta, quien nos lo dice en O guardador de Rebanhos en esos conocidísimos versos:

Y él tan humano que es divino es esta mi cotidiana vida de poeta, y porque él siempre va conmigo es por lo que yo soy poeta siempre, y por lo que mi mínima mirada me llena de sensación, y el más pequeño sonido, sea de lo que fuese, parece hablar conmigo.99 Es algo extraño crear. Creamos cuando decimos lo que no es. Eso que es nombrado, todavía no es presencia, pero tiene que devenir algo. Es una nada impura. Lo creado es lo que en la imaginación y en el deseo busca encontrar su ser, su presencia, lo que busca llegar. Por tanto no es una nada pura, sino una nada, un espacio, un silencio del que tiene que surgir algo. En la música esto es muy claro: la música es silencio interrumpido. El momento creador es inicio -un momento de pura libertad-,

98

99

Sloterdijk, P. (2001) Eurotaoísmo. Aportaciones a la crítica de la cinética política, Barcelona, Seix Barral, p. 124. Pessoa, F. (2001) Poesías completas de Alberto Caeiro, Valencia, Pre-Textos, p. 75.


73 pero también la posibilidad de un no-ser, de lo no nacido. La condición de ese momento creador es, en último término, la experiencia, o lo que es lo mismo, esa apertura sin la cual no es posible hacer experiencia con el mundo. La cuestión es: ¿dónde se encuentra ese lugar apropiado para hacer experiencia? Ese lugar es la infancia, el momento anterior a la palabra lograda (infans). En lo inefable de la infancia -en su poéticaencontramos es lugar de la experiencia, el nacimiento del tiempo, el espacio de la creación de sentido que agrieta lo dado. Estar en lo abierto es la consecuencia directa del hecho de nuestra condición natal: somos seres de advenimiento. Recordar nuestra condición natal, es subrayar algo bien simple, pero importante: nacemos, luego llegamos; nacemos, luego nos presentamos. Y esa nuestra presencia en el mundo, nuestra visibilidad, es, precisamente, un estar en lo abierto, un estar dispuestos a crear cultura a partir de lo natural de nuestro nacimiento. Lo que me pregunto ahora es: ¿Qué lugar es ese que corresponde a una estancia en lo abierto, en la apertura, en la posibilidad de crear a partir de lo dado como lo natural? El poeta Rainer Maria Rilke lo expresó a la perfección en sus Elegías de Duino:

¡Ay, horas de la niñez, cuando detrás de las figuras había algo más que un pasado tan sólo, y el futuro ante nosotros no existía! Cierto, nosotros crecíamos y a veces teníamos la urgencia de llegar pronto a ser mayores, en parte por amor a quienes ya no tenían nada, sino el hecho de serlo. Y, sin embargo, en nuestro solitario caminar sentíamos el goce de lo duradero y nos quedábamos ahí, en el intervalo entre mundo y juguete, en un lugar que desde los comienzos se fundó para el puro acontecer.100 El lugar de la creación es un espacio intermedio, un “inter-valo”, un espacio entre dos -entre el mundo y el juguete, dice Rilke-, un espacio que es un tiempo de vida, aquél que desde el comienzo se fundó en el puro acontecer, en la permanente sorpresa. 100

Rilke, R.M. (1999) Elegías de Duino, Madrid, Hiperión, p. 49


74 En ese espacio-tiempo entre una cosa y otra, como en otro momento dice Rilke, “Con plenos ojos ve la criatura lo abierto”. Esos ojos de niño recuerdan la mirada y el lenguaje que Zaratustra pretendía tener. Volveremos en otro capítulo a esta mirada cargada de infancia, a esta mirada sorprendida. Pero de momento, recordemos por un instante las “tres transformaciones del espíritu” de Así habló Zaratustra: cómo el espíritu se transforma en camello, el camello en león y el león en niño. Nietzsche dice al final de este texto tan conocido y tantas veces citado:

“Pero decidme, hermanos míos, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el león rapaz tiene que convertirse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. Sí, hermanos míos, para el juego del crear se precisa un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo su mundo.”101

Cada nuevo comienzo, para el juego de crear, necesitamos ese “santo decir sí”, esa apertura y esa inocencia de niño. Es como si el propio Zaratustra no tuviese ni la mirada ni la palabra adulta -y lo adulto está emparentado con lo adulterado- como si no tuviese una palabra previa que le garantice lo consabido, que le garantice certezas. Su decir es un decir balbuciente, como las primeras palabras del niño, un decir las cosas que recrea, casi inventa, su sentido. Por eso su decir y su mirar es un decir y un mirar sorprendido, una mirada sorprendida que trata de capturar el instante de la sorpresa. La mirada infantil es una mirada sorprendida que mira la sorpresa, el instante de lo que irrumpe en su irse yendo.102

3. La risa del pensamiento

101 102

Nietzsche, F. (1989) Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, p. 55 Cfr. Barrios, M. (2001) Narrar el abismo. Ensayos sobre Nietzsche, Hölderlin y la disolución del clasicismo, Valencia, Pre-Textos, pp. 32-33.


75 George Steiner ha escrito: No nos quedan más comienzos.103 De esta manera tan intempestiva comienza el último libro de este ensayista y crítico literario. La frase es demoledora: “No nos quedan más comienzos”. El Incipit, el “inicio”, el “puro comienzo”, ya no es posible. Podemos completar esta cita con una segunda, que pertenece al ensayo de Vladimir Jankélévitch La muerte. Dice así: Incipere

non

discitur, “no se aprende a comenzar”.104 No nos quedan más comienzos; pero aún cuando el comienzo fuera posible, el drama está servido: no se aprende a comenzar. Las dos afirmaciones -se trata de dos sentencias trágicas para la existencia humana, que siempre es un “estar expuesto”- nos ponen de inmediato en una relación difícil con eso que estamos acostumbrados a nombrar como “educación”. Plantearé este drama en forma de preguntas. Si no nos quedan más comienzos, ¿acaso no queda anulada entonces la posibilidad misma del educar, hasta donde la educación sea, precisamente, el arte de comenzar, de iniciar algo nuevo, de crear, por tanto, y de nacer? Y si no se aprende a comenzar, entonces ¿acaso no queda irremediablemente abandonada a la desesperanza la posibilidad del aprender? Si se dice: “sólo se aprende a continuar, no a comenzar”, ¿qué se afirma? ¿Se trata, acaso, de la imposibilidad misma de crear, de la incapacidad misma para la creatividad, para lo que es original y originario? ¿Puede, en suma, aprenderse la creatividad, si por creatividad hay que entender, en parte, algo relacionado con lo que se crea como inicio y como comienzo? En filosofía, no menos que en poética o en teología, el comienzo de la historia es también la historia del comienzo. ¿Dónde comienza la historia? Justo en su incipit, en lo incipiente, en aquello que nace con la fuerza de lo que se inicia y que en su mismo comenzar anuncia un tiempo futuro como porvenir, como lo que vendrá. De aquello que 103 104

Cfr. Steiner, G. (2001) Gramáticas de la creación, Madrid, Siruela, p. 11 Cfr. Jankélévitch, V. (2002) La muerte, ob. cit. p.258.


76 vendrá -lo que vendrá, lo por-venir- se ignora su final. Pero decir “no nos quedan más comienzos”, ¿acaso no es sintomático de un tiempo de radical crisis? Se trata de un tiempo cuya sensación y cuyo pulso anuncia su final y una cierta fascinación por el ocaso. La máxima expresión del comienzo, de lo incipiente, es lo recién nacido, la infancia: justo ese momento inicial que denota el nacimiento del tiempo y de la historia. La frase “no nos quedan más comienzos” es el anuncio del tiempo otoñal, el tiempo del decaimiento, quizá de ese tiempo del desfallecer. Se trata, entonces, de una afirmación en la que nos sostenemos solamente en el tiempo de la decadencia, que aguijonea nuestra conciencia con la enojosa sensación de la decrepitud y de la mortalidad. Como si el vivir, ni más ni menos, no fuese otra cosa que un ir muriéndose, un avanzar hacia el término que se atisba como un ocaso, un tiempo que es un constante alejamiento del momento original, donde la memoria de la infancia, como recuerdo del inicio, ya no es posible. Que no nos queden más comienzos, pues, viene a significar un cierto cansancio espiritual, un cansancio que nos presiona trasmitiéndonos la sensación de que, quizá, hemos llegado demasiado tarde, con la función empezada. Si no nos quedan más comienzos, eso sólo puede significar que, aunque permanezcamos hasta el final, en el fondo nada entenderemos de la historia que nos cuentan. Perderse el comienzo es no entender la historia. Pero hay una forma de entender la frase “no nos quedan más comienzos” que tiene un cierto sentido. Por ejemplo: no nos quedan más comienzos porque, como antes traté de sugerir, hemos quizá perdido la memoria del origen, del tiempo inicial, del tiempo de la infancia. Es en ese tiempo, en ese momento anterior a la palabra lograda, en ese tiempo donde se abre el sentido o se crea, el lugar donde todos los comienzos son posibles. Hay comienzo cuando existe la memoria de la infancia del hombre, o lo que es lo mismo, cuando el sujeto recuerda que puede decir el mundo con


77 una palabra-otra que es palabra poética, un lenguaje de nadie y por tanto de cualquiera capaz de situarse en la zona de llegada, en el lugar de la experiencia y la apertura: “Lo inefable es, en realidad, infancia. La experiencia es el mysterion que todo hombre instituye por el hecho de tener una infancia.”

105

Podemos hacer que estas ideas

resuenen de otro modo a través de un poema de Andrés Sánchez Robayna, que dice así:

Todo comienzo es ilusorio. Todo comienzo es sólo un enlazarse del principio y del fin en la cadena del tiempo, en el instante del que creíamos ver el nacimiento y el nacimiento es sólo un acto de lo incesantemente renacido -es decir, estas líneas semejan un comienzo pero el comienzo surge a cada instante, como la lluvia que esta tarde vi caer sobre el mar y esta tarde es tan solo una tarde del tiempo que renace en un eterno recomienzo y la lluvia y la tarde se han hundido en el tiempo en el que ruedan siempre las nubes agolpadas sobre los mármoles celestes y la línea inicial es un comienzo y la línea final será un comienzo.106 Hay que notar dos cosas. Primero: que este poema es el poema que da comienzo al libro. El poema es el inicio, y este poema es sobre el comienzo. La segunda cosa es esta: tras el primer verso “Todo comienzo es ilusorio” hay un punto. En el resto no hay paradas, no hay más puntuaciones. Se trata, pues, de un poema encadenado a sus palabras, un poema sucesivo, continuo, un poema nacido de un encadenamiento de palabras sin paradas, sin pausas, palabras que quitan el aliento. Y es que todo nacimiento, ¿será que nos quita el aliento, nos deja sin respiración ver lo que nace? Pero hay que fijarse en lo que el poeta viene a decir: en realidad, el comienzo es ilusorio; lo que existe es un seguir, un continuar, un enlazarse en la cadena. Todo 105 106

Agamben, G. (2001) Infancia e historia, ob. cit., p. 71 Sánchez Robayna, A. (2002) El libro, tras la duna, Valencia, Pre-Textos.


78 comienzo, todo nacimiento no es sino un renacimiento infinito, la posibilidad de una transformación permanente en la cadena de lo finito, de lo que nace y de lo que muere. Entre el todavía no de lo casi incipiente y el ya no de la muerte, lo que hay es un nacimiento encadenado. ¿Será, entonces, que no se aprende a comenzar?, como dice Jankélévitch? ¿Será que el comienzo, como aquello que remite al acto creador, está en el seguir, en el continuar, en el no decaer de la fatiga? Si en la creación, como experiencia, hay comienzo e inicio, ese acto no puede aprenderse porque es un acto simple e indivisible: “Se aprenden los movimientos que se pueden descomponer en elementos distintos u obtener secuencia a secuencia”107. Pero, ¿cómo aprender el acontecimiento, lo que irrumpe como radical comienzo? No parece que podamos aprender el instante, el “acontecimiento inminente”, aquello que nos concierne de un modo personalísimo. Y si no se aprende a comenzar, hay que seguir buscando, hay que proseguir en lo otro y siendo otro. Se aprende a continuar, y uno se perfecciona día a día en la continuación de movimientos encadenados. El comienzo, comienza por sí mismo, desde sí mismo, como el amor, siendo al mismo tiempo comienzo y fin: la línea final y la línea inicial son un comienzo. No obstante, para que ese proseguir no se detenga y se cristalice en una forma rutinaria y mecánica donde ya no hay posibilidad de nuevos deslizamientos, es necesario que en la continuidad se abran espacios para la experiencia de lo nuevo: hay que abrirse a la experiencia de lo nuevo abriendo grietas en el tedio de lo que parece ser siempre lo mismo. En esta apertura, nos topamos de pronto con lo sorprendente: en realidad, aunque no se aprende a comenzar uno se prepara de algún modo para el renacimiento, porque se puede aprender lo que ya se sabe. ¿Por qué será que se puede aprender lo que ya se sabe, se puede buscar lo que ya se tenía o se puede hacer

107

Jankélévitch, V. (2002) La muerte, ob. cit., pp.257-258


79 experiencia de lo que no hemos vivido? Quizá una respuesta sea que no es suficiente con estar conceptualmente informados del hecho de nuestra muerte previsible, del hecho de nuestro amor, del hecho de haber nacido. Sabemos que podemos amar, que hemos nacido, que hemos de morir. Pero todavía nos falta algo más; nos falta aprender lo que ya sabíamos: tomarnos en serio el nacer, el amar, el morir. Podemos aprender lo que ya sabíamos -como dijimos- porque podemos aprender, desde el registro de lo serio, lo que significa nacer, amar o morir. Después de todo, porque es posible hacer y deshacer, crear y volver a crear, y crear a partir de lo destruido, podemos decir que la vida, perpetuamente moribunda, al mismo tiempo está en un perpetuo deslizarse hacia el nacimiento. El comienzo, entonces, o surge en cada instante, o no será nunca. Por eso todo comienzo es una posibilidad que ya estaba anunciada, avisada, esperada en lo profundo; y es ahí, en lo profundo, donde tenemos que remitirnos para encontrar el niño que somos, la infancia que todavía no habla. Como decía Wilde: “Cuando uno entra en contacto con su alma se vuelve como un niño”. Hasta aquí he dicho: no se aprende a comenzar, pero podemos aprender en otro registro lo que ya sabíamos. Pero es que también puede ser que, en ciertas circunstancias, la tragedia del comienzo consista precisamente en algo que es sumamente creador y revolucionario; en el hecho de que alguien nos diga: “No quiero iniciar el discurso con mis palabras sino que quiero encadenarme a las palabras que ya fueron”. Hay algo hermoso aquí; hay algo noble y sincero, incluso valiente, eso que M. Foucault decía en ese primer discurso, en esa primera lección en el Collége de France: “Mas que tomar la palabra, habría preferido verme envuelto por ella y transportando más allá de todo posible inicio. Me habría gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señales quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más


80 bien una pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su posible desaparición”108 Foucault quería encadenar su palabra a “una voz sin nombre” -la referencia aquí a Beckett es evidente-, pero ese encadenamiento de su palabra a la memoria de lo ya dicho esconde una experiencia de arte muy particular: la experiencia del arte de un callar, de un silencio creador, un silencio en cuya alma se puede encontrar, incluso, la palabra transgresora y la risa del pensamiento. Recordemos lo que decía Nietzsche en El nacimiento de la tragedia: “¡Vosotros deberíais aprender antes el consuelo del arte intramundano! –Vosotros deberíais aprender a reír, mis jóvenes amigos”. Quiero hablar ahora de ese silencio -que está muy unido al arte de dar forma a la propia vida, a una cierta estética de la existencia, a un arte de vivir el devenir- y de ese aprendizaje de la risa, que está también ligado a otra forma de entender el comienzo creador en el pensamiento: la alegría de pensar mientras se sigue viviendo. Tenemos que distinguir varias clases de silencios. Por ejemplo, pensemos el silencio indecible y el silencio inefable. Lo “indecible” -aquello que no se puede decir o nombrar- como lo “inefable” -aquello que no se puede hablar- está rodeado de un silencio, pero en cada caso es distinto. El silencio indecible sólo inspira temor y angustia: se trata de un silencio que es mutismo, es un silencio sombrío, un callar sordo; es el silencio de Dios, el silencio de la muerte, el silencio del sujeto atrapado en su radical mutismo. Pero en lo inefable, el silencio preludia otra cosa; se trata del silencio anterior a la palabra, al verbo. Este silencio es un espacio de preparación para la creación de la palabra. Es el silencio que anuncia lo que se crea. Es, pues un silencio creador: una preparación de otra cosa que vendrá después. Es el estado que crea las condiciones para que algo posterior se presente en su máxima plenitud. Este silencio es, por ejemplo, el 108

Foucault, M. (2000) El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, pp. 11-12.


81 silencio del amor, que no es indecible en absoluto, sino más bien incomunicable: es más ancho y más rico que cualquier palabra. Es paradójico: nos puede volver tan callados como locuaces. El silencio es el estado de quietud que nos protege de la precipitación, y de él procede toda posibilidad de forma. Por eso, el discurso del silencio es un originario callar, fuente, entonces, de creación. Sólo en el silencio podemos crear; pero se trata de un silencio justo. Como veremos en el próximo capítulo, en el vacío de la palabra se halla la plenitud del sentido. Allí se encuentran todas las posibilidades, tanto el decir posible como el insoportable mutismo, un callar sordo. Y es que se puede hacer silencio en medio del ruido, se puede caminar plácidamente entre el ruido y la prisa. Este silencio nos pone en situación de una relación particular entre la verdad y el sujeto que en su apertura al mundo pretende hacer experiencia creadora en él. Digo que es una “relación particular”, porque no se trata ya de pensar en una verdad como si fuese una realidad preestablecida, preexistente, la realidad de un mundo pre-dado que está ahí dispuesto a ser descubierto mediante un pensar lógico-proposicional cuyo cultivo es arduo, duro, disciplinado. El joven Hugo von Hofmannsthal, antes de abandonar definitivamente la poesía lírica, escribió algo que es aquí interesante citar:

Esta es la lección de la vida, la primera y la última y la más profunda, que nos liberemos de la condena que anudaron los conceptos.109

La lección de la vida es, para el joven poeta, liberarse de las ataduras que los conceptos anudan. Porque son esas ataduras lo que hacen que nuestro pensamiento sea triste. La lección de la vida, ¿no será entonces crear a partir de lo creado, recuperar las voces abandonadas, las palabras que abandonaron, y así se abandonaron a ellas mismas, 109

Hofmannsthal, H. Von (2002) Poesía lírica, seguida de la “Carta de Lord Chandos”, Barcelona, Igitur, p. 220.


82 las ataduras de los conceptos? Cuando el joven Hofmannsthal escribe en 1902 su famosa Carta de Lord Chandos, un breve escrito en el que el joven Chandos anuncia su deseo de abandonar la literatura -es decir, su necesidad de abandonarse al silencioporque ha perdido totalmente la facultad de reflexionar y de hablar sobre no importa qué cosa de forma coherente, parece sugerirnos que hay momentos en los que hemos de ir a la búsqueda de otro lenguaje, de otro modo de decir lo que vemos y lo que sentimos. La carta termina de este modo: “La lengua, en la que tal vez me estaría dado no sólo escribir, sino también pensar, no es el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de la que todavía no conozco ni una sola palabra, una lengua en la que me hablan las cosas mudas”110 Quizá esa lengua, cuya gramática es desconocida, no sea otra que una lengua de nadie, una lengua por-venir. Pero estamos acostumbrados a pensar en la verdad como aquello que es posible descubrir a través de un pensamiento difícil, y por tanto a través de un pensamiento que debe someterse a las ligaduras de los conceptos firmes. En este discurso de la verdad, el sujeto no tiene que hacer nada en sí mismo, no tiene que trabajar sobre sí en absoluto para hacer su descubrimiento. Hay que trabajar los conceptos, pero no sobre el sujeto con el fin de encontrar nuevas palabras, adentrándose en la gramática de una lengua por-venir. La experiencia, en este discurso sobre la verdad, no juega ningún papel en la tristeza de ese pensar. Es por la risa por lo que podemos romper la densa realidad. Es gracias a una cierta alegría del pensamiento por lo que el sujeto puede crearse a sí mismo inventando nuevas maneras de decir, nuevas maneras de nombrar, creando nuevos afectos, nuevos sentimientos y percepciones, renovar su manera de mirar el mundo. Es por esa risa del pensamiento por lo que, en realidad, podemos pensar a carcajadas, iluminar el 110

Hofmannsthal, H. Von (2002) Poesía lírica, seguida de la “Carta de Lord Chandos”, ob. cit., p. 262.


83 pensamiento con destellos de luz y adentrarnos en la aventura de un aprendizaje del comienzo. Contemplemos cómo se fractura un rostro, cómo varía su forma, cómo se distorsionan los gestos de un rostro que ríe. La risa hace que la rigidez del sujeto se deshaga. Hace que el sujeto se abra a otras posibilidades, que logre nuevos descubrimientos, que realice nuevas experiencias. Como la poesía, la risa es una fractura en lo denso, una herida en la realidad por la que se cuelan las carcajadas del sentido. Tal vez, entonces, tengamos que considerar que sólo si estamos dispuestos a la experiencia del silencio creador y partirnos de risa mientras pensamos -quizá mientras nos reímos de nosotros mismos- logremos hacer lo que sólo los niños saben hacer a la perfección: tomarnos el trabajo a risa mientras jugamos con toda la seriedad del mundo.

4. Lecciones de infancia: una felicidad no disciplinada

Los humanos estamos instalados en el tiempo, por eso nuestra condición es finita. Pero también vivimos en el espacio: somos del espacio. Porque somos cuerpo, habitamos y existen el espacio y el tiempo. Cada espacio puede estar atravesado de tiempo, de tiempos distintos cuya vivencia confieren a cada uno de aquellos una habitabilidad moral y existencial específica.111 Y los espacios, a diferencia de los territorios, no tienen fronteras: son lo abierto. Desde este punto de vista, no es deseable, aunque fuese posible, plantear la educación al margen de estas coordenadas: el tiempo (vivido) y el espacio (habitado), un cierto “ahora” y un determinado “aquí” o “dónde”. Esto vuelve difícil, pero al mismo tiempo atractiva, la reflexión sobre la educación. He tratado de plantear la inquietud por la educación a la luz de un tiempo porvenir, entendiendo por tal lo que nos obliga a una apertura -y a una espera- sin condiciones -o “incondicional”- a lo que pueda llegarnos, a lo que pueda pasarnos, a lo 111

Una reflexión sobre el espacio y la exterioridad puede encontrarse en: Pardo, J. L. (1992) Las formas de la exterioridad, Valencia, Pre-Textos.


84 que pueda acontecernos. Lo que pueda pasarnos o acontecernos es lo inesperado. Lo que sobrepasa todas nuestras anticipaciones y planificaciones, lo “inaccesible; es lo repentino, lo discontinuo, lo no que ni previsto, ni planificado ni anticipado, sorprende y requiere una mirada y un ver sorprendidos, una mirada capaz de captar el instante mismo de la sorpresa, como hacen los niños. Es lo que golpea, lo que aturde, lo que conmueve.112 Pero es necesario aquí, como dice Larrosa, ensayar una distinción, que se basa en el uso de las palabras más que en la lógica de los conceptos, entre futuro y porvenir. Lo mejor es citarle: “Mientras que el futuro se conquista, el porvenir se abre. Mientras que el futuro nombra la relación con el tiempo de un sujeto activo definido por su saber, por su poder y por su voluntad, un sujeto que sabe lo que quiere y que puede convertirlo en real, un sujeto que quiere mantenerse en el tiempo, el porvenir nombra la relación con el tiempo de un sujeto receptivo, no tanto pasivo como paciente y pasional, de un sujeto que se constituye desde la ignorancia, la impotencia y el abandono, desde un sujeto, en fin, que asume su propia finitud, su propia mortalidad.”113 Se trata de la relación con un tiempo que requiere abrirse a lo que llegue, relación que entraña una ética, y una estética, de la abdicación, de un cierto abandono, de una receptividad y de un estado de espera. Esperar, demorar el tiempo en la vivencia del puro acontecer que es infancia. Inevitablemente, entonces, no podríamos conformarnos con pensar la educación en los términos de un saber acabado o de una ciencia, sino en los términos de una experiencia del hombre, o de las condiciones de posibilidad para poder hacer una experiencia con el mundo Poder hablar y decir la educación como un acontecimiento de la experiencia. Pero como toda experiencia siempre viene desnuda de nombres y palabras, de nuevo aquí nos encontramos con que el tiempo más adecuado para hacer experiencia es el tiempo de la infancia y, en el adulto, un modo de ser y estar

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Cfr. Chrétien, J-L. (2002) Lo inolvidable y lo inesperado, Salamanca, Sígueme, p. 126. Larrosa, J. (2001) “Dar la palabra. Notas para una dialógica de la transmisión”, en Larrosa, J. y Skiliar, C. (Eds.). Habitantes de Babel. Políticas y poéticas de la diferencia, Barceona, Laertes, p. 419.


85 que le recuerda su propia infancia como momento creador y creativo. ¿Qué lecciones nos da la infancia, cuál es su aprendizaje específico? Lo primero es redefinir nuestra relación adulta con la infancia; intentar un esfuerzo de imaginación para que nuestros ideales de trabajo, como educadores, nuestros valores y conductas, como adultos, no se interpongan, ni bloqueen, ni impidan aproximarnos, ver, la infancia tal y como es. En el campo de la actual ciudad checa de Terezín, el trabajo de recuperación por el arte llevado a cabo por Friedericke Dicker (Viena, 1989-Auschwitz, 1944), más conocida como “Friedl”, con una infancia en completo abandono constituye toda una lección de apertura a esas lecciones de la infancia. En una ocasión, escribió: “Si deseamos encontrar placer y provecho mirando dibujos infantiles, debemos primero reducir al silencio nuestros deseos y exigencias en materia de forma y contenido, y atender, abiertos, a lo que nos presentan.”114 Estas exigencias, decía Friedl, provienen de falsas ideas sobre la infancia y de lo que son capaces de comunicar. Pues la infancia no es, decía, un mero estado inacabado del que el estado adulto sería su finalidad propia y acabada. No se trata de ver la infancia como preparación para nada, como medio, pues entonces lo que haríamos no pasaría de ser sino una infancia construida e inventada como mecánica para justificar nuestro saber pedagógico y nuestras acciones educativas. Ver la infancia como tiempo instrumental para una finalidad que está más allá de ella es verla como fase carente de sentido por sí misma, es dejar de verla como una cierta praxis. El trabajo llevado a cabo por Friedl, como el de otros muchos en Theresienstadt, respondía, como ha escrito Milan Kundera, a “una manera de mantener plenamente desplegado el abanico de los sentimientos, de las ideas, de las sensaciones, para que la vida no fuera reducida a la sola dimensión del

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Dickers-Brandeis, F. (2000) “Dessins d’enfants”, en Makarova, E. (Resp.) Friedl Dickers-Brandeis, París, Somogy Éditions D’Art, p. 115.


86 horror.”115 No reducir la vida a la sola dimensión del horror a través del arte, precisamente. Y esa es una lección, sin duda. Una lección de resistencia y de amor a la vida, a persistir en ella: “Destinados a la deshumanización por minuciosos fanáticos, los judíos de Terezin mantuvieron viva, en la locura del arte, la comprensión del mundo humano.”116 Hay un fragmento de Dirección única de Benjamin en el que, no sin ironía, se aborda la perplejidad de los pedagogos y los psicólogos a la hora de fabricar objetos para niños, como si con ello quisieran fabricarlos al mismo tiempo a ellos: “Resulta necio devanarse pedantemente los sesos sobre la fabricación de objetos -material ilustrativo, juguetes o libros- destinados a los niños. Desde la Ilustración, ésta viene siendo una de las especulaciones más mohosas de los pedagogos.”117 Se trata de pensar la infancia en su propio tiempo, desde un tiempo con derecho propio como tiempo de infancia, con sus propias y específicas características. Y quizá tratar de evitar pensar la infancia, pedagógicamente, como un tiempo provisional, como un tiempo que debe tender cuanto antes a abandonar su propio estado, como un no-tiempo o un tiempo vacío de sentido.118 Hay una infancia atrapada por determinada pedagogía y una infancia tal y como es, una infancia reducida a un saber y una disciplina y una infancia que posee su propia mirada y su propia sabiduría, porque “la precisa mirada de los niños se muestra ocupada en todo aquello de lo que la adulta preocupación se inhibe.”119

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Kundera, M. (1998) “Tel fut leur pari”, en Zeitoun, S. y Foucher, D. (Dirs.) Le Masque de la barbarie. Le guetto de Theresienstadt 1941-1945, Centro de Historia de la Resistencia y de la Deportación, p. 7. Finkielkraut, A. (2002) Una voz viene de la otra orilla, Barcelona, Paidós, pp. 96-97. Benjamin, W. (1987) Dirección única, Madrid, Alfaguara, p. 25. Cfr. Greive Veiga, C. y Mendes de Faria, L. (1999) Infancia no sótano, Belo Horizonte, Autentica, p.17. Infancia es, como tiempo vivido, lo que ya fue y no siempre podemos recordar, pero, en cierto sentido, como señala Georges Perec, no exclusivamente nostalgia: “Pero la infancia no es nostalgia, terror, paraíso perdido ni Toisón de Oro, sino quizás horizonte, punto de partida, coordenadas a partir de las cuales podrían hallar sentido los ejes de mi vida”. Perec, G. (2003) W, o el recuerdo de la infancia, Barcelona, El Aleph Editores, pp. 24-25. Vázquez, M. E. (1996) Ciudad de la memoria. Infancia de Walter Benjamin, Valencia, Novatores, p. 102.


87 Infancia es una promesa de forma. Su tiempo, naciente, es una figura, decía Zambrano, que brota sin figura ni aviso: como no tiene figura de nada es imagen. Octavio Paz, en el volumen IV de sus obras completas, dedica un estudio al Arte de México en el que podemos leer algo que también se ajusta bastante a lo que deseo decir con esa idea del arte de la creación de sí: “La vida es voluntad de forma. La muerte, en su expresión más visible e inmediata, es disgregación de la forma. La niñez y la juventud son promesas de la forma; la vejez es la ruina de la forma física; la muerte, la caída en lo informe. Por esto, una de las manifestaciones más antiguas y simples de la voluntad de vida es el arte”120 Por la educación la sociedad busca, lo sabemos, la formación de la persona, o lo que es lo mismo: construir una máscara. Desde el ángulo de esa “promesa de forma”, la educación queda justificada en sus propósitos y en su tarea, en su disciplina, en su saber y en sus conceptos. Pensamos que con la educación cumplimos nuestras promesas: dar forma a lo informe-natural de la infancia. Y es inevitable aquí un cierto combate, una cierta lucha interior en el hombre, como observaba Ernesto Sábato en el prólogo a la edición argentina del Ferdydurke de Gombrowicz. La lucha entre dos tendencias: la que busca la Forma y la que la rechaza. “La realidad no se deja encerrar totalmente en la Forma, el hombre es de tal modo caótico que necesita continuamente definirse en una forma, pero esa forma es siempre excedida por su caos. No hay pensamiento ni forma que pueda abarcar la existencia entera.”121 El héroe de la novela de Gombrowicz se ve sometido a un proceso artificial, por la pedagogía, de infantilización, en función del cual no actúa, ni quiere por lo que le es natural, sino por lo que le es impuesto desde el exterior, en aras de la cultura y la vida

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Paz, O. (2002) “Los privilegios de la vista, II. Arte de México”, en Obras Completas, IV, Barcelona, Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores, p. 495, 2001. Gombrowicz, W. (2001) Ferdydurke, Barcelona, Seix Barral, p. 10


88 social.122 Este proceso se caracteriza, entre otras cosas, por la incapacidad para pensar por sí mismo y para tener ideales propios. Pero Gombrowicz llama también “Inmadurez” (la que nos es natural como hombres) a una especie de potencia dionisíaca que, como fuerza inferior, presiona hasta romper la máscara, la Forma (infantilizada y banalizadora) que las convenciones sociales nos obligan a adoptar para estar normalizados. Esa fuerza inferior, e interior, ese impulso alegre y vital, esa Inmadurez no es otra cosa que la vida tal y como se expresa en su propio arte: un arte de existencia. Toda formación, al conformarnos, nos proporciona una figura, pero una figura no es un cuerpo, sino, a lo sumo, un elemento integrante de una masa. Y una masa no expresa un cuerpo, sino un conjunto de cadáveres. La forma bien delimitada es, pues, un cadáver, es sinónimo de muerte. La paradoja está en que, al mismo tiempo que con su figura cadavérica, la forma que acabamos adoptando nos es necesaria para vivir con los otros: “¿Qué nos queda entonces por hacer?”, se pregunta Gombrowicz. Podemos tomar distancia frente a la forma, reconocer que no seremos auténticos y que todo lo que nos define no proviene directamente de nosotros sino que es producto del choque entre nuestro yo y la realidad exterior. Gombrowicz hace de este distanciamiento de la forma que adoptamos -o sea: de lo que acaba deformando nuestro ser natural- una forma de compensación, una especie de cura o terapia encaminada a que la cultura se nos vuelva menos cargante.123 La educación dice: ¡sé alguien!, ¡construye tu futuro! Pero el héroe de Gombrowicz se lamenta: “Yo era -¡ay de mí!- un adolescente, y la adolescencia era mi única institución cultural. Doblemente atrapado y limitado: una vez por mi pasado infantil del que no podía olvidarme; otra vez por el concepto infantil que otros tenían de

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“La cultura -escribe Argullol- se construye como defensa frente a la naturaleza no humana; casi se podría decir que la cultura se construye en contra de la naturaleza.” Argullol, R. (2000) Aventura. Una filosofía nómada, Barcelona, Plaza & Janés, p. 120. Gombrowicz, W. (2001) Ferdydurke, ob. cit., p. 19.


89 mí, esa caricatura de mí mismo que ellos guardaban en sus almas.”124 Así que, atrapado entre la memoria de la infancia y la imagen que los otros se hacen de él, este héroe acaba descubriendo que no tenía que ser ni maduro ni inmaduro, “sino así como soy..., que debía manifestarme y expresarme en mi forma propia y soberbiamente soberana, sin tener en cuenta nada que no fuera mi propia realidad interna. ¡Ah, crear la forma propia! ¡Expresar tanto lo que ya está en mí claro y maduro, como lo que todavía está turbio, fermentado! ¡Que mi forma nazca de mí, que no me sea hecha por nadie!”125 La infancia es la patria original del hombre a través de la experiencia.126 Y recordarla es reconocer que lo que somos proviene de ese tiempo dotado de su propio sentido; es reconocer que ese tiempo lo es por derecho propio: el tiempo de la creación de sí, a través de la acción espontánea y de una palabra que es otra voz, la palabra poética. Frente al deseo, tan pedagógico, de construir o fabricar la infancia, está el reconocimiento de que “la sabiduría infantil es saber tan concreto como singular es su mirada”, según dice Manuel E. Vázquez en su comentario de Walter Benjamin.127 Esa sabiduría y esa mirada infantil está más atenta que la mirada adulta a la renovación y la creación. Creación más que uso, renovación antes que imitación o copia. La infancia renueva, y esta renovación parece dotar de sentido al sin sentido mismo: “Como si de una secreta correlación se tratase, al igual que sólo la desesperanza concede la esperanza, también del sin sentido adulto surge un sentido infantil tan sorprendente como gratuito”.128 O lo que es lo mismo: así como de la combinación de objetos no fabricados ex profeso para la infancia los niños crean otro mundo posible, del residuo “sin sentido” y no-infantil que es el adulto cabe extraer la infancia como fuente de sentido. Esta es la dimensión adánica de la infancia del hombre: su capacidad de 124 125 126 127 128

Gombrowicz, W. (2001) Ferdydurke, ob. cit., p. 36. Gombrowicz, W. (2001) Ferdydurke, ob. cit., p. 37. Cfr. Agamben, G. (2001) Infancia e historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, p. 66. Vázquez, M. E. (1996) Ciudad de la memoria. Infancia de Walter Benjamin, ob. cit., p. 101. Vázquez, M. E. (1996) Ciudad de la memoria. Infancia de Walter Benjamin, ob. cit., p. 102.


90 renovar la existencia des-hecha, de la existencia como un aparente resto. Esta parece ser la gran lección de la infancia: aprender una felicidad no disciplinada, aprender nuevas relaciones entre las cosas y entre los objetos del mundo, aprender a jugar con la razón, o entender el mecanismo de la razón como juego. Aprender a vincular lo lúdico con la lucidez. Las lecciones de la infancia las podemos aprender si aprendemos a estar en el tiempo del puro acontecer cuando sabemos abrirnos a los acontecimientos. Y vivir los acontecimientos es vivir en una hendidura, en una grieta: “Nada queda por detrás del pasado ni de la infancia; ahí radica su carácter ejemplar: el origen de un inicio cuyo comienzo entrega un futuro capaz de llevar más allá de sí a la actual circunstancia.”129 Estas lecciones de la infancia son lecciones de un extranjero, necesarias lecciones de un exiliado.130 Desde lo más hondo y mitológico de su propia memoria, infancia es el extranjero Moisés y el exiliado Edipo. Y Moisés, de mosé que significa “niño”, es el egipcio fundador de la religión judía. Vemos aquí a lo recién nacido, lo acabado de nacer, como viniendo de otro sitio, del extranjero, con la novedad que toda infancia trae y fundando lo nuevo. Como si para fundar lo nuevo, o sea, para comenzar, fuese necesario primer ser extranjero o estar “fuera de lugar”, como si no pudiese comenzarse sino en un sitio-otro. Toda una paradoja: la infancia, patria del hombre es, al mismo tiempo, metáfora del exilio, del expatriado, del extranjero.

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Vázquez, M. E. (1996) Ciudad de la memoria. Infancia de Walter Benjamin, ob. cit., p. 106. Ver, Gómez Mango, E. (1999) “L’Enfant, c’est l’étranger”, en La Place de Mères, París, Gallimard, pp. 57-76.


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Capítulo 3 LA ATRACCIÓN DEL SILENCIO. LA RESPIRACIÓN DE LAS PALABRAS

Educados en el silencio, la tranquilidad y la austeridad, de repente se nos arroja al mundo; cien mil olas nos envuelven, todo nos seduce, muchas cosas nos atraen, otras muchas nos enojan, y hora en hora titubea un ligero sentimiento de inquietud; sentimos y lo que sentimos lo enjuaga la abigarrada confusión del mundo. W. Goethe ¿Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio? C. Lispector, Uma aprendizagem ou o livro dos prazeres.

Estar en la infancia es ir en busca de la palabra y, en cierta manera, no haberla conquistado todavía. Es estar sin palabras, en el tiempo anterior a la palabra conquistada. Podríamos pensar que la educación es, precisamente, en su deseo de darnos una forma, de dotarnos de alguna figura, una práctica que se nos lleva al abandono de la infancia. Probablemente es así y sea, en cierto modo, inevitable. Pero si estar en estado de infans es estar “sin palabra”, entonces eso solo puede significar que en la infancia existe el silencio. Se puede plantear, entonces, la relación entre la palabra y el silencio, así como las formas en que por los silencios impuestos pretendemos que no existan más palabras que las “autorizadas”, o las formas por las cuales nuestras propias palabras nacen, inevitablemente, de una semántica de silencio que las nutre y las vuelven más fecundas. El silencio es importante, pero si asumiéramos la experiencia del silencio como identidad firme, no habría tampoco pensamiento, ni filosofía. El filósofo


92 lee y habla, conversa. Está en relación con el mundo, con los otros y consigo mismo, como lo hizo Sócrates cada vez que preguntaba a sus conciudadanos: ¿Te ocupas de ti mismo? Esta (pre)ocupación por uno mismo es un modo de cuidar la verdad, pero no la verdad como algo dado por sentado e inamovible, sino como lo que podemos descubrir creando las condiciones necesarias para verla. Estas condiciones tienen que ver con las transformaciones que podemos hacer en nosotros. Precisamente existe la educación porque existe esa posibilidad de transformación, es decir, porque el sujeto no es una sustancia, sino una forma, una promesa de forma siempre nueva. El filósofo lee, y la infancia, se dice, es también un tiempo de lectura. La lectura nos proporciona una visión del mundo a través de la imaginación. La lectura nos transforma en direcciones que no podemos controlar. Es una experiencia y una aventura. Es un riesgo. Parte de lo que nos empuja a amar el mundo es consecuencia de la buena fortuna en la elección de nuestras compañías, tanto entre los hombres, entre los libros que leemos, entre las cosas con que adornamos nuestro entorno, entre las ideas con que nos nutrimos. Y es, desde luego, una suerte poder elegir los libros que leemos, así como también a los amigos con quienes también leemos, aunque a veces la amistad es una sorpresa que asalta cuando menos se lo espera uno. Todos tenemos nuestros amigos y nuestras compañías. Yo tengo mis amigos. O quizá, mis amigos me tienen a mí. Me eligieron. Sé que gracias a uno de ellos he podido escribir este capítulo del libro, que de hecho nace de un texto anterior, como si de un texto encadenado a su historia se tratase.131 Entre otras cosas, este amigo mío me ha mostrado una cierta idea de la experiencia de la lectura. He aprendido mucho de cómo leía él y de aquello acerca de lo cual leía. Que yo le reconozca lo que ha hecho 131

Fue gracias a Jorge Larrosa que este texto fue posible, porque él hizo viable mi primer viaje a Brasil, donde dicté la conferencia de la que estas líneas son una versión revisada (Congreso de Lectura de Brasil, Campinas (Campinas, Brasil, julio de 2001).


93 por mí, quizá no le importa a nadie más que a nosotros. Pero cada vez pienso más que está bien que los demás sepan que ese sentimiento existe en uno, que es un sentimiento importante para la propia intimidad y cómo se constituye nuestro yo. Los otros no tienen porqué sentir lo que uno siente. Pero a mi sí me gusta que se lo imaginen. Que se imaginen lo que, de hecho, ellos mismos, quizá experimenten por sus propios amigos. Esta última frase es un buen comienzo, aunque no sea la mejor frase del mundo: imaginar lo que sentimos. Aunque resulta extraña. ¿Acaso no basta con sentirlo? ¿Para qué imaginar lo que ya se siente, lo que ya se tiene, lo que ya se experimenta? Parece un ejercicio inútil, un sobreañadido a lo que ya se hace o se vive. Imaginar lo que sentimos. Lo que esta breve frase contiene tiene algo que ver con la lectura, y con lo que, al menos yo, pienso acerca de ella. El filósofo Wittgenstein escribió en algún lugar que “para filosofar, hay que descender hasta el caos primitivo y sentirse en él como en casa”. Esta breve cita fue recogida por el ensayista y crítico literario George Steiner en su libro Presencias reales. Esta obra de Steiner habla del encuentro con el arte: con la pintura, con la música, con la literatura. A lo largo de su libro, Steiner se pregunta qué ocurre de especial en cada uno de esos encuentros. Cuando leí por primera vez su libro, y leí la cita de Wittgenstein, recuerdo haberme preguntado qué hacía una cita como esa en un libro como el de Steiner. Después lo entendí, al menos eso creo. Para filosofar, como para entender lo que leemos, lo que vemos, lo que escuchamos, necesitamos disponernos para un encuentro directo con cada una de esas formas (libros, cuadros, sinfonías). Se trata de un encuentro directo, primario, absolutamente personal y, desde luego, arriesgado. No podemos predecir lo que nos ocurrirá después de esos encuentros y no podremos verificar objetivamente si lo que hemos entendido es lo que había que entender: ¿Quién nos garantiza la verdad de un significado estético?


94 Lo que voy a decir sobre la lectura tiene que ver, de alguna manera, con el descenso al caos primitivo, con un viaje hacia el desorden, allí donde la vida fluye salvaje, caótica e intempestiva. Allí donde la distinción entre lo bello y lo horrible deja de ser, en ocasiones, una distinción conceptualmente necesaria. Allí, en definitiva, donde el lector y donde el espectador tienen que abrirse, definitivamente, a todo lo que pueda pasarles. Si alguien me preguntase ahora qué es lo que voy a defender, lo resumiría en tres ideas. Defenderé que el hombre es un animal que habla y que cuenta historias, pero que junto a lo que dice con sus palabras transmite también lo que le resulta imposible decir: el silencio o el vacío del que nace la palabra que pronuncia o que escribe en la blancura del papel que otro lee. Así que toda lectura es también la lectura de un silencio, de los espacios en blanco que separan las palabras. Defenderé también que el encuentro con los libros y con los textos, con las formas culturales, artísticas y estéticas, no necesitan pasar previamente por un arte de la interpretación establecida que se somete a unas reglas y a unos códigos o principios de procedimiento. Porque lo que necesitamos, sobre todo, es una erótica del arte: necesitamos aprender a ver más, a sentir más, a oír más. Diré que mi idea de la lectura tiene más relación con una poética del leer que con una política de la lectura, donde el leer es una espacio de abandono o un lugar de excepción donde quedamos automarginados de la vida desordenada. Y defenderé que el fin de la lectura es su epílogo (after-word), es decir, la posibilidad de ir después de las palabras y más allá de ellas. Diré que el fin de la lectura es que la lectura acabe y se reinicie de nuevo, para que miremos con otros ojos a quien tenemos al lado. Trataré de decir que el fin de la lectura es que la lectura se vuelva, en definitiva, imposible.


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1. El silencio de las palabras

Mis primeras palabras se van a referir a la imaginación. Antes he mencionado la palabra “imaginar”. Creo que es importante imaginar. Imaginar es fingir, es simular, es hacer como si... Es dar por real lo irreal, forjar realidad un sentimiento, tal vez una cualidad que no se tiene. El fingimiento es una simulación, es un aparentar. También es un juego. El juego del escondite: esconder lo que se tiene para que no se vea: insisto, disimularlo, disfrazarse, ¿acaso mentir? En este caso, imaginar lo que el otro siente sería fingirlo en uno, traer para sí lo otro, mentir un sentimiento, mentir una pasión, mentir un amor, mentir unos celos. Mentirse a sí mismo, y por eso disfrazarse del otro o de lo otro. Imaginar es una ficción, y como tal es un disfraz, y por tanto es hacerse pasar por lo que no se es. Imaginar es jugar. Al leer, hacemos cosas como esas: imaginamos, fingimos, nos disfrazamos. Entonces, la cuestión es: ¿Acaso estamos para bromas y disfraces? ¿Qué nos mueve a ocultarnos bajo el disfraz de lo que no sentimos? ¿Por qué soñar? ¿No nos basta con la realidad? ¿Es acaso imaginar una pausa de lo real? Uno podría responder muchas cosas a estas preguntas. Pero recuerdo ahora un texto del primer volumen de El hombre sin atributos de Robert Musil -que se había doctorado en psicología experimental- y que viene muy bien citar ahora: "Hemos conquistado la realidad y perdido el sueño. Ya nadie se tiende bajo un árbol a contemplar el cielo a través de los dedos del pie, sino que todo el mundo trabaja; (...) No es necesario dar muchas vueltas a esto; hoy día aparece evidente a la mayor parte de los hombres que la matemática se ha mezclado como un demonio a todas las facetas de la vida".132

132

Musil, R. (2001) El hombre sin atributo, 1, Barcelona, Seix, Barral, pp.42-43.


96 Me pregunto si hay que imaginar para reaprender el sueño, para educar la mirada y aprender a ver el acontecimiento y la experiencia que los hechos y los datos pretenden ocultar. Los escritores, dice Cees Nooteboom, se inventan una realidad en la que no es necesario que ellos mismos vivan, pero sobre la que sí ejercen un cierto poder. A lo mejor se trata de eso: de que a través de la escritura (de ficción) nos inventamos una realidad sobre la que ejercemos un poder y así suponemos que eliminamos el poder de la contingencia que nos angustia. Pero, en el fondo, realidad y ficción van mucho más unidas de lo que, incluso, imaginamos, aunque resulte paradójico decirlo. Lo que es, es a la vez realidad y posibilidad. Y en tanto que posible, lo que inventamos -como lo que fingimos- es también realidad. Y la lectura es un acto que tiene que ver con el fingimiento: parece suspender el tiempo de lo real trasladándonos a otros espacios y a la vivencia de otra modalidad de tiempo. La lectura de un libro nos enfrenta a las palabras, que parecen seguras e imborrables. Pero ¿qué nos transmiten esas palabras? En principio, parece que nos transmiten un cierto decir: Las palabras transmiten lo que ellas dicen. Y sin embargo hay una “crisis” permanente de la palabra que no es fácil resolver. No me refiero sólo a la crisis enunciada por G. Steiner, cuando dice que vivimos en una "era del epílogo" (afterword) o de la "post-palabra" (after-word), una en la que se ha roto el pacto que unía la palabra y el mundo nombrado por ella. Me refiero a otra cosa, quizá relacionada en parte con esto. Las palabras de los libros nos transmiten un decir y al mismo tiempo la “crisis” permanente de la palabra nos transmite un decir imposible, la expresión de una imposibilidad, de un lenguaje mudo. En la literatura, la escritura nos transmite palabras que describen una realidad inventada -por tanto inexistente, por tanto


97 imposible- y a la vez nos cuenta algo acerca de la invención de una realidad: de algo que, en tanto que invención posible, es realidad también. Toda crisis de la palabra -en sí misma nacida para decir, para darse a luz y expresarse, para ser comunicada- es de esta forma una tragedia, pues nacida para decir, no comunica lo que quiere, lo que pretende. Parece nacida de su propia ausencia. Como nacida de un vacío, la palabra es lo que se da: el don de la palabra o la palabra dada, la palabra como promesa. Y lo que comunica entonces –el decir imposible- es su silencio, el punto del cual emerge, su nada. La palabra escrita en el libro o la palabra verbal pretenden, con la ayuda de la intencionalidad del sujeto del discurso, transmitir lo que pretenden pero, ¿cómo transmitir con justicia la vitalidad y la forma del silencio?133 ¿De dónde surge esta necesidad del silencio? La saturación de la palabra, en un contexto social en el que el imperativo de la comunicación se sostiene en el “deber de la palabra”, conduce a la necesidad del silencio. Pero al mismo tiempo la legitimidad de éste queda cuestionado bajo ese mismo imperativo: “La ideología de la comunicación asimila el silencio vacío, a un abismo en el discurso, y no comprende que, en ocasiones, la palabra es la laguna silencio”134. El enemigo del homo comunicans no es, en este contexto, el ruido, sino el silencio, con todo lo que ello implica en términos de intimidad, distanciamiento, interioridad, contemplación, etc. El silencio es el enemigo de la palabra incesante; aunque se trata de una palabra que no reconoce como componente suyo su propia crisis, su imposibilidad radical de comunicarlo todo, es decir, el silencio del que toda palabra emerge en el fondo. Repleto de palabras, el libro contiene lo que comunica, lo que cabe interpretar o cuyo significado recrear a partir de su primer sentido y su silencio. Aquí el encuentro 133

134

La pregunta se la formuló George Steiner en Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona, Geisha, 1986. Le Breton, D. (2001) El silencio, Madrid, Sequitur, p. 2


98 con la palabra y con el libro no es sólo un encuentro basado en la interpretación, sino una suerte de erótica. Porque la erótica en el lenguaje es algo así como la suspensión de la comunicación como fin natural de la palabra. En lo erótico, busca la palabra ser escuchada, ser vista, ser tocada. Busca comunicar lo incomunicable: que el lector vea, que mire, que escuche, que toque lo que hay y sienta entonces la vida. Esa vida que no se puede encerrar en los libros pero de la que, al final, algunos libros parecen hablar. Entiendo, entonces, que la crisis de la palabra es el punto de su maduración: exactamente, el silencio del que nace, la ausencia en la que palpita, lo imposible de donde emerge hacia su afuera. La palabra surge de su misma contradicción y de su misma imposibilidad: es la palabra imposible que convoca una imposible lectura. Pues ¿cómo leer el silencio, cómo hablar del silencio, cómo escuchar la ausencia de la palabra? Suele decirse que nada puede pensarse allí donde nada pude hacerse ya. Por eso, también se dice, la muerte es impensable. Lo pensable es lo decible, y por tanto aquello sobre lo cual podemos intervenir para modificarlo. Lo indecible es lo impensable. Pero lo indecible no es la infancia. La lectura viene asociada a menudo al tiempo primordial de la infancia, al tiempo de las primeras lecturas. Si dejamos de leer a los niños, si dejamos de contarles historias y abandonamos definitivamente el intento de narrarles el mundo, les dejamos sin la magia de la narración: los enterramos en vida, les emparedamos en el vacío. Como dice Steiner, si el niño se queda vacío de textos sufrirá una muerte prematura del corazón y de la imaginación. Pero esta muerte también es la del adulto que un día ese mismo niño será. Jamás podrá recuperar su infancia. Ese tiempo de la infancia es el tiempo originario, el tiempo en el que se intentaba, sin conciencia adulta, construir un mundo a base de crear de nuevo cada sentido de un mundo ya interpretado. Un mundo -el de la infancia- construido al margen del mundo


99 ya creado e interpretado. Una posibilidad de mundo. Otro mundo posible. Pienso ahora en ese mundo, y me pregunto -para responder a la pregunta sobre la posibilidad de escuchar el silencio- cómo serán los silencios adultos –mis propios silencios, por ejemplo- pensados desde ese tiempo fugitivo de la infancia. Para pensar ese silencio mío trato de escuchar el silencio de un niño, el de mi propio hijo, por ejemplo: su silencio lleno de voces y ruidos, diminutas, con un lenguaje desarreglado, fuera de todo discurso. Le veo hablar, ¿pero le escucho de verdad?, ¿Le oigo o más bien escucho la forma cómo él debería comunicarme sus palabras? Escucho mi orden, escucho mi lenguaje, escucho sus palabras corregidas en mi mente. Eso es lo que escucho. Escucho mi intención puesta en él, pero no le siento a él: todavía no me he hundido en sus desarreglos. Me falta todo un viaje para llegar a su morada. Miro a mi hijo jugar, en un silencio lleno de voces, dobles voces, la suya y la de sus muñecos vomitadas por el altavoz de su propia boca. Le miro y entonces percibo su soledad y su silencio, elegidos por él, y me veo tratando de sacarle de la casa que se ha construido para sí mismo. ¿Qué hacer? Otra vez se me ha colado ese maldito “debo...” Quizá tenga que evocar otros momentos de silencio, muy personales, para tratar de entender cómo será el silencio de los niños: por ejemplo el silencio de una infancia rota; por ejemplo, el silencio de un niño que no sabe expresar su dolor intenso, sus miedos, su terror, su falta de seguridad en el mundo. El silencio de un niño que no sabe cómo decir, pero te dice: “Mira, tengo miedo del mundo, por eso me he fabricado uno para mí, donde me encuentro seguro”. Resumo algunas ideas principales. Hay crisis de la palabra cuando la palabra no puede comunicar todo lo que pretende, o cuando el fin del lenguaje no es sólo la comunicación, o cuando esta se puede suspender sin destruir la esencia del lenguaje y de la palabra. Y hay crisis de la palabra cuando, al leer, re-crear el significado o


100 interpretar no basta, cuando una hermenéutica no basta o cuando hay que detener la compulsión a interpretarlo todo. Por último, hay crisis de la palabra, y esta crisis es la condición misma de la palabra, cuando ésta, al ser pronunciada, nos transmite también lo que calla, el silencio del que parte, su imposible decir.

2. Erótica de la interpretación

Quiero proponer ahora una forma de relación lectora basada en una erótica de la interpretación. Hay muchas clases de lectores o de relaciones de lectura. Hay, por ejemplo, un tipo de lector ilustrado que, educado en el precepto kantiano de atreverse a usar la propia razón de modo independiente, parece leer los textos en ausencia de los prejuicios legados por la tradición. Su lectura es una primera lectura, una actividad sustentada en el presente, pero no en el pasado ni en lo se ha venido diciendo sobre los libros que lee. Pero tenemos también un tipo de lector hermeneuta; alguien que reconoce la autoridad de los textos legados por la tradición y uno que se ha educado en un cierto sentido de lo algunos llaman lo clásico. Su lectura se inscribe dentro de una amplia tradición de lecturas bien hechas y, en cierto modo, infrecuentes. Este lector parece aceptar el hecho de que, en realidad, somos nosotros los que pertenecemos a la historia.135 La tesis aquí es: no hay lectura posible de un texto si no hay apertura plena al texto, a lo que el texto nos puede decir, pero ésta parece depender de un cúmulo de interpretaciones previas, que son la condición de una posible nueva interpretación del 135

Gadamer expresó esta idea del siguiente modo:“Mucho antes de que nosotros nos comprendamos a nosotros mismos en la reflexión, nos estamos comprendiendo ya de una manera autoevidente en la familia, la sociedad y el estado en que vivimos. La lente de la subjetividad es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en la corriente de la vida histórica. Por eso los prejuicios de un individuo son, mucho más que sus juicios, la realidad histórica de su ser”.Gadamer, H-G. (1991) Verdad y método, Salamanca, Sígueme, p. 344.


101 sentido del texto. El que quiere comprender un texto, tiene que estar dispuesto a dejarse decir algo por él. El lector hermeneuta, por tanto, lee bajo la doble premisa de que debe abrirse al texto en su plenitud y de que su lectura es un acto articulado en una previa comprensión del mundo y de sí mismo. Es un lector que ha leído más veces y que sabe que ese texto que lee no es un texto que se ha leído por primera vez. Además, reconoce en el texto una cierta “eminencia”. 136 En tanto que estos textos sean interlocutores capaces de hablarnos y ponernos en cuestión, seguirán dotados de esa eminencia. Como dice G. Steiner:

“Un ‘clásico’ de la literatura, de la música, de las artes, de la filosofía es para mí una forma significante que nos ‘lee’. Es ella quien nos lee, más de lo que nosotros la leemos, escuchamos o percibimos. No existe nada de paradójico, y mucho menos de místico, en esta definición. El clásico nos interroga cada vez que lo abordamos. Desafía nuestros recursos de conciencia e intelecto, de mente y de cuerpo (...) El clásico nos preguntará: ¿has comprendido?, ¿has re-imaginado con seriedad?, ¿estás preparado para abordar las cuestiones, las potencialidades del ser transformado y enriquecido que he planteado?”.137

Esta hermenéutica tradicional hace de la actividad de la lectura un ejercicio, en el fondo controlable. Ahí, la lectura se abre a lo que llamaré disciplina de la lectura. Se trata de un ejercicio de control y de orden sobre la actividad del leer que vuelve su experiencia en acontecimiento controlado, es decir, en un experimento. El acontecimiento de la lectura queda reducido a una acción planificada. No nos encontramos ya con la expresión de una acción espontánea, en al que el lector renuncia a poner en práctica las reglas de una disciplina de la interpretación, sino con una conducta normalizada que tiende a producir determinados efectos con la capacidad de riesgo desactivada. 136

137

“Lo que se ha destacado a diferencia de los tiempos cambiantes y sus efímeros gustos (...) Es una conciencia de lo permanente, de lo imperecedero, de un significado independiente de toda circunstancia temporal, la que nos induce a llamar ‘clásico’ a algo; una especie de presente intemporal que significa simultaneidad con cualquier presente”. Gadamer, H-G. (1991) Verdad y método, ob. cit., p. 357 Steiner, G. (1998) Errata. El examen de una vida, Madrid, Siruela, p. 32


102 En este régimen “político” de la lectura, la actividad del leer se constituye en espacio de excepción, marginado del dinamismo caótico y espontáneo de la vida, y en el lugar donde el lector queda protegido a la espera de la ayuda que una lectura disciplinada pueda proporcionarle. Como espacio de excepción y marginalidad, la lectura, entonces, le da la espalda a la vida, o lo que es lo mismo: la lectura no queda respaldada por la vida, sino contrapuesta a su influjo. El discurso moralista en educación reivindica estas figuras como espacios apropiados para la definición del estatuto de la lectura: un paréntesis de la vida, un refugio construido a espaldas de la existencia, un sustituto de una vida cara a cara con el mundo. Acaso habría aquí que pensar en lo que Oscar Wilde decía: “No existe eso que se llama un libro moral o inmoral. Los libros están bien escritos, o mal escritos. Eso es todo?”138 Estoy hablando, en definitiva, de un tipo de relación con el arte, con lo que es el resultado de un ejercicio de arte, que busca ante todo la seguridad en vez del riesgo que supone ponerse en cuestión y problematizarse. En este caso, la lectura se convierte en un espacio en el que el lector está a salvo de la experiencia, de lo que le puede dar a pensar. La exigencia de una lectura basada en la necesidad de interpretar la obra de arte parece basarse en el hecho de que la distancia que nos separa del pasado se ha ido llenando cada vez de más teoría, como si fuese imposible relacionarse con el arte sin mediaciones de crítica interpretativa constituida y establecida. Esta fue la intuición que movió a escribir en el año 1964 a Susan Sontag un ensayo que tituló “Contra la interpretación”, donde advertía que ya no podemos recuperar aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse o cuando no era necesario preguntarse qué decía la obra de arte pues se sabía (o se creía saber) que algo decía. Su

138

Wilde, O. (2001) El cuadro de Dorian Gray, Madrid, Cátedra, p. 81.


103 tesis es que el abuso de la idea del contenido en la obra de arte comporta un proyecto de interpretación, siempre inacabado, sostenido por la idea de que existe algo así como un contenido en la obra de arte.139 Su crítica es que, a través de la interpretación establecida como canónica, lo que en realidad hacemos es alterar la pureza original del texto. El lector-intérprete excava el texto más allá de sí mismo, hasta encontrar un “subtexto” que le resulte verdadero. En esta labor la interpretación empobrece el texto, porque reduce el mundo a un mundo de significados que responden a unos códigos ya establecidos y ordenados según un discurso coherente. El intérprete convierte el mundo en este mundo convergente con lo ya interpretado: “Al reducir la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte. La interpretación hace manejable y maleable el arte”.140 Hacemos que el arte pierda su condición salvaje e intempestiva. Buscamos, entonces, en el texto, recrear los significados que le preexisten, perdiendo así la dimensión de una poética del leer, donde el sentido se inventa en cada lectura y en cada lector. Esa forma moderna de comprender el arte contrasta con esas otras expresiones en las que se busca restablecer la magia de la palabra al incorporar a la escritura sus silencios. Se trata de hacer que el texto coloque juntos la palabra y sus silencios con el propósito de recuperar nuestros sentidos. No se trata de una hermenéutica, sino que lo que necesitamos es una erótica del arte: “Debemos aprender a ver más, a oír, más, a sentir, más”.141 Pero si el libro nos trae junto a un decir posible la imposibilidad de escuchar el silencio de donde emergen las palabras que contiene, entonces de lo que se trata es de otra cosa. Se trata, quizá, de hacer del comentario del arte y del libro una experiencia en la que el trato con las obras, así como el trato con nuestra propia experiencia de vida, 139

140 141

El ensayo que cito está incluido en: Sontag, S. (1996) Contra la interpretación, Madrid, Alfaguara, p. 27. Por interpretación, Sontag entiende “ un acto consciente de la mente que ilustra un cierto código, unas ciertas ‘reglas’ de interpretación” (p. 28). Sontag, S. (1996) Contra la interpretación, ob. cit., p. 31. Sontag, S. (1996) Contra la interpretación, ob. cit., p. 39.


104 fuese más, y no menos, real: mostrar cómo es o que es, y no sólo mostrar qué significa. En definitiva, se trata de recuperar la magia de la blancura de la página, de no perderle el respecto a esa blancura inmensa que es como un desierto. Se trata de recuperar el desierto del libro. El lugar, como decía E. Jabès, en el que se supone que todo es posible a través de una palabra que, aparentemente dominada, al fin no es más que el lugar de su propio fracaso:

“Esta blancura, este silencio, son nuestro espejo más puro. La palabra a la que interrogamos nos interroga a su vez. Somos, de repente, el desgarro del libro, su esperanza y su desamparo, descuartizado por nuestras contradicciones, por nuestra imposibilidad de ser”.142

Precisamente la no aceptación de los silencios del libro nos lleva a comentarlo, a interpretarlo, a llenar sus silencios con nuestros comentarios. Al final, lo que queda comentado es el libro en sus palabras, pero no en sus silencios, en sus vacíos, en sus ausencias. Y sin embargo, cuando intentamos este ejercicio, cuando nos embarcamos en la labor de ir a las palabras que están más allá de las palabras, entonces lo que hacemos en violentar el texto: literalmente, lo violentamos al obligarle a desvelar sus secretos. ¿Estamos, pues, condenados a no interpretar el texto que leemos? Desde la tradición judía de la relación con el libro se ha dicho que "el único criterio de una interpretación es su fecundidad. Todo aquello que da que pensar honra a quien lo ofrece...".143 No se condena la interpretación, sino aquella interpretación que arranca del principio de que el sentido ya está dado y no puede revisarse. Si la interpretación ha de ser fecunda, entonces nuestra relación con el libro ha de ser tal que admita la pluralidad de sentidos, incluso la posibilidad de fracturar el sentido memorial que el libro pretende transmitir. 142 143

Jabès, E. (2000) Del desierto al libro. Entrevista con Marcel Cohen, Madrid, Trotta, p. 128. Ouaknin, M-A. (1999) El libro quemado, Barcelona, Riopiedras, p. 19.


105 En esta relación lo que aprendemos es una erótica del arte, como la denomina Sontag en su ensayo. Y esta erótica implica suspender la comunicación como fin natural del lenguaje y de las palabras que comunica el texto. Supone el increíble esfuerzo de escuchar el silencio disponiéndose uno a percibir la tensión del encuentro con el momento justo. El momento justo es el instante callado en el que escuchamos el silencio de la montaña cuya mágica poesía nos atraviesa. El momento justo es el instante en que captamos la suma fragilidad de la palabra del otro cuando le escuchamos, en lo que dice y en lo que omite. El momento justo es el reconocimiento de que necesitamos también hacer un silencio profundo, pero inquieto, antes del inicio de la lectura y del trato con lo otro, porque la cruz del comenzar es siempre síntoma de la dificultad de la empresa de leer. El momento justo es el instante en el que se nos muestra lo indecible, lo secreto de la palabra, el misterio de la escritura. El momento justo es, justamente, ese momento en que, desnudos, nos presentamos con nuestro corazón ante la Nada y solos nos dejamos golpear por el silencio. El silencio: “la profunda noche secreta del mundo”, como escribió Clarice Lispector.

3. Hablar una lengua de nadie

En un ciclo de conferencias sobre arte poética dictadas en Estados Unidos, Jorge Luis Borges decía que la lectura se parecía al sabor de una manzana.144 El sabor no se encuentra en la manzana ni en la boca que muerde, sino en un encuentro entre ambas. No hay sabor sin boca dispuesta a morder y sin manzana disponible para ser mordida. A los besos les pasa igual: necesitan dos labios capaces de encontrarse en su trayectoria.. Y lo mismo le pasa a la lectura; hace falta el libro y el lector apropiado: en ese

144

Borges, J.L. (2001) Arte poética, Barcelona, Crítica, pp. 17-18.


106 encuentro estalla la lectura, y en ese encuentro renace de nuevo el mundo, renace el escritor que escribió el libro y se inventa la lectura de nuevo.145 Quiero seguirle la pista a esa idea del “encuentro” para pensar ahora acerca de la lectura y de la palabra y de lo que ambas nos aportan o pueden ofrecer como humano.146 La idea de un “encuentro” posible entre dos tiempos (el de la escritura y el de la lectura) es una buena pista para repensar la idea de lo que significa leer en un contexto en el que maestros y discípulos se reúnen. Porque lo que acontece entre un maestro y su alumno o, más generalmente, entre un adulto y un joven que se reúnen con un propósito más o menos educativo es, ni más ni menos, una relación cara a cara que puede ser para el más joven, pero también pare el menos joven, algo humanamente apasionante. Y aquí lo de menos es que haya o no libros. Si los hay, y son los mejores, pues bien. Pero puede haber otra clase de textos. Lo que en cualquier caso puede llegar a darse es un encuentro lector, una relación de lectura entre ambos mediada por alguna clase de texto, sea un libro, un poema, una obra de arte o una buena película. Tiene que haber un encuentro o momento justo, un cara a cara, una cierta transmisión que no vaya condicionada por la idea de que lo natural es que cuando se leen buenos libros logramos perfeccionar en nosotros la idea general de la condición humana. Esto no significa que tras ese encuentro uno se quede como estaba. A veces ocurre, y yo pienso que es bueno que ocurra, que tras esa relación cara a cara mediada 145

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Como dice Jenaro Talens: “No hay objeto cultural sin alguien que lo consuma. Un poema no existe sin un lector; una canción, sin un auditorio; un film o una obra de teatro, sin un espectador. Ello es lo que nos obliga a insertarnos en la historia de las formas y estilos, y de su evolución”. Talens, J. (2000) El sujeto vacío, Madrid, Cátedra, p. 13. No quiero sostener que más lectura y, sobre todo, una lectura mejor tiene como fin natural arreglar los problemas de la humanidad. No defiendo una posición humanista al estilo clásico. Más bien lo que deseo decir es que el fin de la lectura es que el lector deje de leer y mire a quien tiene al lado. En todo caso, de defender algo, lo que defiendo es la necesidad de seguir leyendo, no para reivindicar un concepto caduco de humanismo, fundado, como en el caso de la idea del progreso moderno, en una suerte de mito monoteísta, sino para ser capaces de seguir narrando muchas historias. Creo que la lectura nos ayuda a entender en qué consiste vivir en un “mundo narrado” repleto de múltiples historias y mitos, nos ayuda, en definitiva, a salir de la red monomítica de la que habla Marquard. Marquard, O. (2000) “Elogio del politeísmo. Sobre monomiticidad y polimiticidad”, en Adiós a los principios, ob. cit., pp. 99-123.


107 por una transmisión textual, el lector o el joven, el alumno o el discípulo no son la misma persona: algo ha cambiado en ellos como consecuencia de lo que les ha ocurrido. ¿A qué lugar puede aspirar a llegar el que escribe libros o poemas, el que pinta cuadros o esculpe, el que compone música o dirige buenas películas u obras de teatro? A una pregunta de este tipo ha respondido Anne Michaels algo acerca de lo cual estoy de acuerdo: “Por una parte escribo para aprender a vivir mejor, para ser una persona mejor. El otro motivo es más sentimental: una parte de mí espera que el lector detenga la lectura y dirija su cabeza hacia aquellos que ama, y los contemple con una mirada nueva.” Este segundo motivo es un deseo personal muy sentimental que es difícil saber cómo trasladarlo a los otros, cómo generalizarlo. Lo cierto es: el fin de la lectura es que al final la lectura se haga imposible, que definitivamente se anule o desaparezca. El fin de la lectura es quizá dejar de leer y empezar a vivir de otro modo. Quiero tratar de comparar ambos encuentros y tiempos: el del lector y su libro y el del maestro y su alumno. Se me ocurre preguntar si el lector y el autor del libro, como el maestro y el alumno, tienen, por así decir, que profesar una fe común en algo. Claudio Magris147 rescata un comentario rabínico de un Midrash, que contaba Isaac Deutscher, biógrafo de Troski y de Stalin, según el cual Rabbi Meir, ortodoxo judío, paseando un sábado con su maestro hereje Akher, y discutiendo acerca de cuestiones religiosas, llegaron al límite del camino que durante los sábados tiene prohibido el judío piadoso franquear. Enfrascado en la disputa, el alumno está a punto de cruzar el límite cuando su maestro le detiene diciéndole que volviera atrás, porque ese era su límite y no debía ir más allá para seguirle.

147

Magris, C. (2001) “Maestros y alumnos”, en Utopía y desencanto, Barcelona, Anagrama, pp. 39-42.


108 Reflexionado sobre esta historia dice Magris que maestro y alumno no profesan una misma fe sobre los problemas esenciales. Porque el maestro no le transmite al segundo tanto una verdad teológica o filosófica sino el ejemplo vivo de cómo se busca. Le enseña, por ejemplo, la claridad de pensamiento, la pasión por la verdad, que siempre es un comienzo en vez de una llegada, y el respeto a los demás. Y es maestro, dice Magris, porque incluso no renunciando o negando sus propias convicciones, no busca imponérselas a su alumno. No busca formar en el alumno una copia de él o que piense lo que él piensa o cómo él lo hace, sino, quizá, que piense por sí mismo. El maestro es, entonces, el “gran hereje” que exhorta a su discípulo a observar el sábado en el que sin embargo él mismo no cree. El maestro: o el gran hereje, el que no empuja a los demás hacia caminos que éstos no serán capaces de recorrer: “Maestro es quien no ha programado serlo. Quien, por el contrario, se las da de pequeño Sócrates es fácilmente patético; dejará de serlo cuando se dé cuenta de que no podrá ser jamás Sócrates, sino, todo lo más, uno de sus interlocutores que al final se sienten refutados, pero enriquecidos”148. El gran hereje y su alumno profesan una fe distinta, pero son capaces de conversar. Practican una conversación que se inició antes que ellos naciesen. Sus voces plurales y distintas se dejan oír en una conversación que sigue dentro de ellos una vez que se han separado y dejan de estar juntos. El maestro da una palabra que el alumno toma, no para devolvérsela, como si le perteneciese a aquél, sino para estirarla y transformarla más allá de sus posibilidades, hasta que pueda situarse superando el límite que ninguna otra letra del alfabeto puede sobrepasar. Pero eso lo puede hacer el alumno a solas y por sí mismo. Propiamente, el maestro no invita a otra cosa que no sea la

148

Magris, C. (2001) “Maestros y alumnos”, ob. cit., p. 42.


109 posibilidad de ser el que se es como comienzo, como inicio, como novedad que crea el mundo de nuevo. Así, aprender no es un ejercicio narcisista en el que el alumno se recrea con su imagen reflejada en el texto en el que se ocupa. Se trata de comprender más y mejor, quizá algo más profundamente en que consiste vivir y morir. Y aprender aquí es como leer: no es encontrarse uno más hermoso, dice Finkielkraut, sino comprender mejor la vida y la muerte149. Al leer, el lector se encuentra con el libro escrito, muchas veces, por quien ya no está, por una ausencia que renace y nos visita en el encuentro que es la lectura. En la lectura nos encontramos con nuestra condición de mortales: tenemos un tiempo finito en el que todo se comienza y se termina, pero en cuyo arco se puede renacer de nuevo y comenzar otra vez. Confirmamos nuestra mortalidad y el hecho de que somos herederos, aunque nuestra herencia nos haya sido legada sin ningún testamento, como decía René Char. Es la herencia cuya ley se encuentra en las tablas no escritas de los dioses, las mismas que Antígona observó en contra de la ley del gobernante, y a riesgo de su propia vida. Somos herederos, y eso significa que no nos relacionamos sólo con nuestros contemporáneos, sino con los que ya no están. Nos relacionamos con los ausentes y, más allá de nuestro presente, podemos pensar en los que vendrán, en los no nacidos. Así, la lectura es “una pasión ceremoniosa, un protocolo íntimo, un encuentro laico puesto que los libros destronan, en ese acto de leer, al Libro”150. El lector ensimismado en la lectura cubre su rostro con otro ser y se vuelve irreconocible para los que le observan: se transforma. Ya no está allí, presente al observador: ha formado sociedad, en su lectura, con los poetas, si entre sus manos sostiene al fantasma de Homero.

149 150

Finkielkraut, A. (2001) La ingratitud, Barcelona, Anagrama, p. 154. Finkielkraut, A. (2001) La ingratitud, ob. cit., p. 155.


110 El lector, que está y no está, siente después, si en la lectura ha sido capaz de abrirse sin defenderse a sí mismo contra el libro que sostiene, que no es el mismo. Por que hay libros cuya alteridad duele en la misma medida que tambalean todas nuestras certezas y nuestros saberes ya adquiridos, todas nuestras seguridades. Nos abren al abismo. En esa lectura abrimos las puertas de nuestra casa a una horda de rebeldes que todo lo revuelven, como decía Virginia Wolf. El lector que lee, como dice Rilke151, con el “rostro alterado”, puede en algún momento tratar de alcanzar lo imposible: comunicarse con el silencio de la palabra. Pero alcanzar lo imposible es una especie de milagro. Ese ir hacia lo imposible -hablar y escuchar el silencio- es el punto donde todo parece comenzar: alcanzar lo inimaginable y renacer a partir de ese vacío en busca de otra cosa. Lograr lo imposible es quedarse impasible y admirado ante el milagro del propio renacimiento: verse a sí mismo nacer. Una lectura imposible es, pues, una leer renacido, es la lectura que se crea a sí misma, o lo que es lo mismo: la lectura que no se fabrica o la que sigue unas normas o unas reglas fijas previamente dadas. Esa lectura imposible no consiste en lo que al leer se fabrica, sino que se trata más bien de un leer en el que el lector se inventa a partir de un encuentro que requiere tanto de un libro como de un lector en un momento apropiado. En ese encuentro, el lector renace y siente directamente el mundo que lee. Como decía Pessoa: “Y todo lo que se siente directamente trae palabras nuevas”. Entonces el leer no es una técnica ni tampoco sólo una hermenéutica, un ejercicio en el que el lector debe dominar la tarea de la interpretación del texto. Se trata de una experiencia erótica. En este sentido, las críticas que hoy se escuchan acerca del bajo nivel de lectura de los jóvenes resultan superficiales y poco interesantes en la medida en que la lectura sí se practica: pero como técnica, no como experiencia. 151

Aludo al poema “El lector”, de Rilke. Ver: Rilke, R.M. (1999) Nuevos Poemas, II, Madrid, Hiperión, p. 229


111 En su novela Hallucinanting Foucault, Patricia Duncker hace decir a Paul Michel, alter ego de Michel Foucault, a su joven amante: “Yo pido a los hombres lo mismo que pido a los textos de ficción, petit: que sean abiertos, que contengan en sí la posibilidad de ser y de cambiar a todos aquellos que encuentren en su camino. Sólo así se establecerá la dinámica necesaria entre el escritor y el lector. Y dejará de ser importante distinguir entre lo bello y lo horrible”.152 La lectura es la posibilidad del cambio, que depende de una apertura al mundo y de una práctica casi imposible del silencio: porque estar solo la mayor parte del día significa que podemos estar en disposición de escuchar ritmos diferentes que no determinan las otras personas. La lectura imposible que escucha el ritmo de las palabras nacidas del silencio, al mismo tiempo que nos distancia del dolor del mundo que a veces podemos llegar a sentir, nos ayuda a crear formas a partir de la memoria y del deseo. Antes decía que el lector puede formar sociedad de amistad con los muertos a los que lee. Eso es cierto. Pero sobre todo es cierto que el lector no tiene más remedio que formar sociedad con los que ya están, aunque no se encuentren cerca de él espacialmente. De lo que se trata, al percibirnos como herederos, al saber que el mundo ya estaba ahí antes de nuestra llegada y que seguirá tras nuestra partida a otro lugar, es que podemos llegar a aceptar el hecho de que los muertos pueden discutir nuestra palabra -y por eso los leemos- lo mismo que los que nos rodean y todavía nos acompañan. Leemos para aprender a ser mortales y finitos: para vivir y para morir. Y también para renacer. Leemos y con ese simple acto nos ponemos en contacto con todos los que nos precedieron, para tal vez reconocer una deuda: “La deuda: lo que se debe a ellos, célebres o desconocidos, que nos han precedido, que, de una u otra manera, han enriquecido nuestros días desviándonos de un trance difícil, que han encontrado espacios de inteligencia que podemos seguir ofreciéndonos la ilusión de creer que nos parecemos a ellos. Es a ellos a los que se 152

Duncker, P. (1998) A sombra de Foucault, Lisboa, Gradiva, p. 96.


112 debe mirar, testamentarios mudos, mártires o vividores, aquellos que han empujado su vida ante las exigencias de un azar imprevisto y han resistido ante la entropía impasible, una panoplia de saber-vivir y de saber-morir, resistentes al malestar cotidiano que, en fin, pese a todas las guerras del cuerpo y el espíritu, han permitido que se respire mejor, aliviando el peso de vivir.”153 Instalados en el reconocimiento de esta deuda, todo renacimiento y recomienzo es posible, y es humano. Y también es bastante probable que podamos parirnos del todo si aceptamos proseguir, confiados en esa deuda y esa promesa, una conversación, una en la que muchas voces participan. Frente a quienes creen que la expresión humana se hace de un solo modo, Michael Oakeshott defendió hace mucho una idea bastante sencilla y modesta. Yo estoy de acuerdo con lo que dice:

“Como seres humanos civilizados, no somos los herederos de una investigación acerca de nosotros mismos y el mundo, ni de un cuerpo de información acumulada, sino de una conversación, iniciada en los bosques primitivos y extendida y vuelta más articulada en el curso de los siglos. Es una conversación que se desenvuelve en público y dentro de cada uno de nosotros (...) propiamente hablando, la educación es una iniciación en la habilidad y la participación en esta conversación en la que aprendemos a reconocer las voces, a distinguir las ocasiones apropiadas para la expresión, y donde adquirimos los hábitos intelectuales y morales apropiados para la conversación”.154 Algunas de estas voces tienen una tendencia innata a la violencia y al barbarismo. Otras no, pero también se pueden pervertir. Algunas de estas voces son más conversables que otras. Y hay algunas que saben combinar muy bien la tensión entre la seriedad y el espíritu de juego. Oakeshott lo dice muy bien: “Como ocurre con los niños, que son grandes conversadores, el espíritu de juego es serio y la seriedad es al final sólo juego”.155 Si en los últimos siglos la conversación de la humanidad se ha vuelto insulsa y aburrida, quizá por haber perdido de vista esta tensión, entonces a lo mejor lo que hay que hacer es considerar que hay otras voces recuperables y 153 154

155

Simon, Y. (2003) Le manufactures des rêves, París, Grasset, p. 253. Oakeshott, M. (2000) “La voz de la poesía en la conversación de la humanidad”, en El racionalismo en la política y otros ensayos, México. F.C.E., p. 499. Oakeshott, M. (2000) “La voz de la poesía en la conversación de la humanidad”, en El racionalismo en la política y otros ensayos, ob. cit., p. 451.


113 francamente conversables para que semejante conversación nos vuelva a atrapar y nos inquiete. Una de esas voces es la del poeta. La voz de la poesía no nos dice cómo tenemos que vivir, por eso es conversable y es libre. Es, su presencia, como una visita inesperada: “La poesía es una especie de holgazanería, un sueño dentro del sueño de la vida, una flor silvestre plantada en medio de nuestro trigo”.156 Es la otra voz, que decía Octavio Paz. Como bien sabía el poeta Paul Celan, la poesía da testimonio de lo inexpresable conceptualmente, y su forma expresiva es la de una lengua de nadie. El ejemplo más característico de ello es el de aquellos que, como el propio Celan, intentan hablar de una experiencia límite tan espantosa que su propia escritura y relatos se constituyen en lo que Blanchot denominó, precisamente, “escritura del desastre”. Y es que, como dijo Primo Levi, él mismo superviviente de Auschwitz, la palabra construida en el seno de la cultura de lo humano es incapaz de dar cuenta de la experiencia donde esa misma cultura resulta radicalmente abolida. Una lectura instalada en la mirada poética es, entonces, la del lector que sabe que las palabras esconden mucho más de lo que dicen, porque esas palabras no se corresponden con la voz de su autor y dueño. Si el verdadero testigo, el que ha tocado fondo en una experiencia límite de tipo concentracionario, es el que ya no está -el ausente- el testimonio del superviviente es un testimonio parcial y su relato la ocasión para una lectura en el fondo imposible. Sólo si el testigo ha sabido captar el momento justo, lo poético de la situación vivida, permitirá el relato una poética de la lectura, una dimensión en la que las palabras que transcriben la experiencia límite acierten a expresar lo inexpresable, el imposible decir, la palabra secreta de los verdaderos testigos, los que ya no están. Así que el lenguaje apropiado para dar cuenta del silencio 156

Oakeshott, M. (2000) “La voz de la poesía en la conversación de la humanidad”, en El racionalismo en la política y otros ensayos, ob. cit., p. 493.


114 escondido en lo inexpresable, es justamente un “lenguaje de nadie”, ya que ni la lengua del que sobrevivió puede expresar lo que hubiese dicho el ausente ni las palabras de éste están entre nosotros. El “lenguaje de nadie” es, por tanto, no una lengua inexistente, sino una “lengua-otra”, una “palabra-otra”, es lo exterior, la radical alteridad ingobernable de todo decir: es, una vez más, la palabra poética.

4. La franqueza de la palabra y los silencios impuestos

Quiero terminar este capítulo dedicando unas líneas a la relación entre palabra y silencio en el marco de los encuentros pedagógicos, en los cuales verdad del discurso y veracidad del sujeto no siempre coinciden.157 La relación pedagógica es una relación entre sujetos sometida al principio de alteridad, una relación basada en la palabra donde lo que se dice importa tanto como lo que se calla, omite o se silencia. En esta relación existe transmisión y recepción de discursos que aspiran a ser verdaderos. Pero, además, existe una relación previa entre los sujetos de dicha relación y la verdad a la que aspiran sus respectivos discursos. Podría plantearse esta relación entre sujeto, discurso y verdad como un impulso que busca una cierta veracidad en el marco de una relación tan asimétrica como es la relación pedagógica. Se trata de un impulso instalado, como dice Foucault, en el coraje de la verdad.158 Señalaba Foucault que la ascesis tiene como función principal establecer un lazo de unión entre la verdad y el sujeto lo más sólido posible, de modo que se permita el acceso a un discurso verdadero para mantenerlo bajo el propio control, de modo que pueda hacerse uso de él en caso de necesidad y siempre que se precise. Si la mathesis es 157

158

Sigo aquí básicamente a Foucault, M. (2001) L’Herméneutique du Sujet, Cours au Collège de France, 1981-1982, París, Gallimard, Lecciones del 10 de marzo de 1982, pp. 355 y sigs. Cfr. Gros, F. (2002) “La parrhêsia chez Foucault (1982-1984)”, en Gross, F. (coor.) Foucault. Le courage de la vérité, París, PUF, pp. 155-166.


115 el “saber del mundo”, la ascesis el “saber del sujeto”. Se trata de una suerte de saber espiritual (una modalidad de “saber de experiencia”), por así decir. No se trata de un saber teórico ni filosófico, sino de toda una búsqueda, de un conjunto de prácticas y ejercicios a través de los cuales el sujeto realiza sobre sí mismo las transformaciones necesarias para acceder a la verdad. Para acceder a la verdad se necesita hacer algo sobre uno mismo (una transformación). Pero se trata de la verdad no como aquello prefijado que existe ya con independencia de lo que haga el sujeto sobre sí mismo, sino de la verdad que sólo podemos alcanzar tras las transformaciones que son necesarias realizar sobre nosotros mismos. A través de tales prácticas y ejercicios el sujeto hace sobre sí las “modificaciones” y las “ascesis” imprescindibles que le permiten transformarse para poder acceder a la veracidad de la verdad. Así pues, la “ascesis” es menos una renuncia de sí mismo que una forma de lograr, de explorar, de indagar algo por uno mismo, en libertad. No resta, sino que enriquece, y sirve como preparación para un futuro incierto, para poder resistir a lo que venga. En eso consiste la formación “atlética” del sabio: es un atleta de lo que va a ocurrir, no es un enemigo de sí mismo. No se toma a sí mismo como enemigo o como contrario, sino que es un luchador que se forma y se prepara mediante el logos y los verdaderos discursos (veredicta dicta). Desde este punto de vista, la ascesis tiene como misión constituir al sujeto en sujeto de verdad. Pero, entonces, aquí se plantean todo un conjunto de cuestiones relacionadas con los problemas éticos de la comunicación y transmisión de los discursos verdaderos, esto es, el problema de la comunicación entre quienes pueden recibirlos y utilizarlos como equipamiento de sus vidas. Estamos planteando toda una problemática de ética pedagógica a través de la transmisión de la palabra y a través del maestro y del educador como mediador del deseo por la transformación. En este sentido, como sugiere Foucault, sólo si planteamos las cosas desde el punto de vista del maestro -aquél que


116 debe pronunciar las palabras verdaderas- nos encontramos con el problema del decir: qué decir, cómo decirlo, según qué reglas, técnicas, procedimientos y principios éticos. Pero mientras se mantenga que es el maestro el que tiene la palabra, el que toma la palabra, entonces no se planteará la técnica y la ética del discurso verdadero desde la perspectiva del discípulo, porque lo que a este se le impone es la escucha y, por tanto, un cierto silencio: “Un determinado tipo de silencio organizado que obedecía a un cierto número de reglas prácticas que implicaban también un cierto número de llamadas de atención, es decir, una técnica y una ética del silencio, de la escucha, de la lectura y de la escritura que constituyen toda una serie de ejercicios de subjetivación del discurso verdadero.”159 En el corazón de esta cuestión nos encontramos con el concepto de parrhêsia, término que se refiere a la cualidad moral, actitud, éthos y al procedimiento técnico indispensable para transmitir el discurso verdadero a quien tiene necesidad de él para constituirse en sujeto de verdad respecto de sí mismo. Para que el discípulo pueda recibir el discurso verdadero del maestro en las condiciones apropiadas, es necesario que se le transmita este discurso bajo la forma de la parrhêsia.160 Se trata tanto de “decirlo todo” como, sobre todo, de la libertad, de la apertura, y de la franqueza que hace que se diga lo que hay que decir, cómo se quiere decir, cuándo se quiere decir y bajo la forma que se considera apropiada. Es una libertad de habla, por tanto una palabra libre o una libertad de palabra, y un hablar franco, sin trabas ni constricciones impuestas que condenan al silencio, a la amputación o al recorte de la intencionalidad de la palabra. La parrhêsia transmite la verdad de un modo directo, franco, veraz. Se trata no tanto del contenido de la verdad como de las reglas de prudencia y habilidad

159

160

Foucault, M. (2001) L’Herméneutique du Sujet, ob. cit. p. 358. Parrhêsia, significa un franc parler, es decir: un hablar franco, decirlo todo, decir la verdad. Ver: Schmid, W. (2002) En busca de un nuevo arte de vivir, Valencia, Pre-Textos, pp. 58 y sigs.


117 que permiten transmitirla con franqueza, sin mentiras ni adornos o enmascaramientos. Es un hablar, por tanto, abierto enteramente al otro y a su receptividad. Al abrirnos al otro, señalaba Foucault, (se) ejerce sobre él sin duda una influencia, pero esta apertura proviene de su generosidad, no se plantea ningún interés respecto a su propio bienestar. Esta palabra franca no sólo es un componente esencial del “arte de uno mismo”, sino también una característica central del éthos político. Se trata entonces de un ejercicio a la vez que ético de connotación política. En esta relación basada en la palabra y en la transmisión de discursos verdaderos entre maestros y discípulos, el maestro abre a los otros la verdad de sí mismo y responde a la receptividad del otro con un discurso verdadero y franco. Para ello es necesario que la presencia del que habla se perciba en lo que dice. Es necesario que la verdad de lo que dice pueda deducirse a partir de su conducta y de la forma en la que realmente se vive: decir lo que se piensa, pensar lo que se dice, hacer que el lenguaje se corresponda con la conducta. Lo que aquí encontramos es una promesa de verdad, un compromiso ético con la verdad que hace que el sujeto de la enunciación (del discurso) coincida con el sujeto de la conducta. El maestro se atiene a todo aquello a lo que se ha comprometido, lo que implica que el discípulo lo escuche en sus discursos. Este modo de hablar y de transmitir discursos verdaderos se libera de las restricciones institucionales que hacen que sobre la palabra y los discursos pesen ciertos silencios impuestos, un cierto orden discursivo en el que siempre hay palabras autorizadas y palabras desacreditadas. Se trata, pues, de restablecer el pacto original entre el sujeto de la enunciación y el sujeto de la conducta, el contrato original entre la palabra, el sujeto y el mundo. Estas ideas son esenciales para la pedagogía. Y Foucault lo dice de un modo explícito.


118 Si la pedagogía es la transmisión de una verdad cuya función es la capacitación de un sujeto, la psicagogía se ocupa no tanto de la transmisión de la verdad en sí misma considerada sino de su transmisión con el objeto de que el sujeto modifique su propio ser. La relación psicagógica, por así llamarla, lo que hace es custodiar las metamorfosis del sujeto, y el educador es un custodio de la metamorfosis. En este contexto, quien tiene que someterse a las reglas de la parrhêsia no es el discípulo, sino sobre todo el maestro, que es el que pronuncia el discurso que aspira a ser verdadero. Las obligaciones éticas con respecto a la verdad del discurso, con respecto a la franqueza de la palabra y la transparencia recaen sobre el maestro. Cuidar de sí, cuando la verdad deja de tener que ver con la veracidad, la franqueza y la libertad de las palabras, y por tanto con las transformaciones en uno, equivale, en parte tener que verse a uno mismo como enemigo, como alguien sobre el cual se debe ejercer una violencia permanente. En esta mutación desde la psicagogía filosófica greco-romana a la psicagogía posterior a ese mundo, el discípulo debe tener un hablar franco, es decir, debe decirlo todo, sin ocultar nada, debe decir la verdad de sí mismo, aunque no quiera, porque sólo así será capaz de transformarse a sí mismo. Pero debe decirlo todo para que el maestro pueda llegar a saber, de lo que dice, qué es lo que debe callar en el futuro, qué es lo condenable y lo que no lo es. Hay al mismo tiempo en este proceder una exigencia de transparencia, que permite la vigilancia pedagógica, y una imposición del silencio, una política del silencio pedagógico, la imposición de un silencio no elegido por el propio sujeto de la educación como sujeto de la experiencia. Resumiendo, entonces: cuando la verdad deja de ser algo que es consecuencia de una transformación personal que implica un cuidado de sí, donde el sujeto no se concibe a sí mismo como su propio enemigo, sino como una fuente de riqueza, encontramos que se rompe el pacto ético entre el sujeto y la veracidad de su discurso. Puede entonces


119 haber disociación entre habla y conducta, se puede creer estar “en posesión de la verdad” (porque la verdad, cartesianamente hablando, pertenece a la cogito) y haber pactado con la barbarie, por ejemplo. Hay una desvinculación entre lo privado y lo público, de forma tal que lo que se expresa a otros en nada tiene por qué corresponderse con la verdad de uno mismo. Por otra parte, cuando la ética de la verdad deja de ser un compromiso que obliga al sujeto de la enunciación del discurso verdadero (el maestro), y pasa a ser una obligación del discípulo, el receptor de ese discurso, entonces asistimos al nacimiento de dos instituciones: la vigilancia pedagógica (obligación de decirlo todo, de ser transparente al otro) y la política del silencio (decirlo todo para aceptar que hay cosas que no deben ser dichas nunca más, que deben olvidarse, palabras que hay que condenar). Si el silencio es una especie de apogeo de la resistencia a comunicar, o a comunicarse161, también puede ser una imposición que condena al otro al mutismo, es decir, que impide la comunicación, la toma libre de la palabra y el deseo de un hablar franco y veraz, sin tapujos. En esta última modalidad nos encontramos con lo que David Le Breton llama “políticas del silencio”: “El silencio puede manifestar una oposición si se impone deliberadamente para transmitir un rechazo, una resistencia frente a alguien o contra una situación. Pero esta opción de callarse se desvanece cuando la sociedad queda sometida y reducida al silencio: vigilancia de la población, prisión, exilio, cuarentenas...formas todas, en definitiva, de condenar la palabra a su mínima expresión, a la soledad.”162

161 162

Cfr. Sontag, S. (2002) “La estética del silencio”, en Estilos radicales, Madrid, Suma de Letras, p. 18. Le Breton, D. (2001) El silencio, ob. cit., p. 9. Actualmente, quien mejor está trabajando en los últimos años esta expresión es Eugénia Vilela.


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Capítulo 4 POÉTICA DE LA MIRADA. EL OJO IMPOSIBLE

Los niños cumplen ese milagro adorable de seguir siendo niños al tiempo que ven a través de nuestros ojos. R. Char, Hojas de Hipnos. Somos idólatras de la significación precisa y de la referencia: se nos ha inculcado el deseo de saber y no el placer de ver. B. Noel, Journal du regard.

Antes que la filosofía, la que primero interroga a las cosas, al mundo, es la mirada: “Los ojos son los ejemplos orgánicos de la filosofía, su enigma estriba en que no sólo pueden ver, sino que también son capaces de ver al ver.”163 Entre lo que ocurre y puede ser visto y mirado, y las palabras que quieren decir lo percibido, a veces existe un abismo. Se establece un “silencio” incómodo. Cuando lo que vemos no se puede mirar, apenas se puede decir y nos deja mudos, sólo contamos con el arte, con la imaginación y con el deseo de una mirada distinta capaz de hacernos ver en nuestro presente lo que nos resulta del todo invisible. El ojo, aquí, es la fuente de lo que podemos llegar a saber, la fuente del sentido de lo que ocurrió y no hemos vivido. Esta mirada que todavía podemos tener, o a la que aspiramos, ha de vincularse a un cierto silencio que permite una escucha atenta. “La mirada -escribió Foucault en El nacimiento de la clínica- se

163

Sloterdijk, P. (2003) Crítica de la razón cínica, Madrid, Siruela, p. 233.


121 cumplirá en su verdad propia y tendrá acceso a la verdad de las cosas, si se posa en silencio sobre ella; si todo calla alrededor de lo que ve.”164 El acto de ver puede ser una actividad patética o una actividad poética. Cada vez que nos mostramos, deseamos ser vistos y confirmados plenamente en nuestra presencia ante los demás. Pero hay miradas que nos reducen, que nos someten y que nos inmovilizan. Es como si de ese ejercicio de ser mirados y vistos resultase una imperfecta apropiación de nosotros mismos, de nuestro ser. Como si no diésemos la talla. En este mirar, el ojo que nos mira no implica gloria, sino vergüenza. Pero hay modos de ver a los demás en los que la visión, en vez de avergonzar, deja ser al otro en lo que es. Es una mirada que se desliza en el silencio. Quiero sugerir que esa mirada necesita que la memoria excesiva calle en su ruido para permitir el silencio y la escucha de una mirada poética. Esta mirada es, creo, una forma de mirada infantil, esto es, inocente, en su sentido más nitzscheano. Hablo de “inocencia”, pero no de “pureza”, al menos no de ese estado casi demoníaco de delirio por la pureza que, para lograrla, somete al objeto a una violencia infinita, o lo destila, como en el caso del agua, sucesivas veces para eliminar sus impurezas. En este sentido, la pureza es algo contra natura: lo que resulta de violentar la naturaleza, que nos viene como nos viene. Recordemos los casos de esta no tan rara posesión demoníaca: purificación religiosa, depuración política, limpieza étnica. El resultado de estos procesos que buscan la “pureza” se llama destrucción y muerte. Pero la inocencia es algo distinto. Como dice Michel Tournier: “Inocente lo es el animal, el niño y el débil mental. Ellos son ajenos al mal.”165 Cada vez que, como adultos, anhelamos ese estado de inocencia, lo que hacemos es fijarnos como ideal un estado de infancia preservada en nosotros: “La inocencia es amor espontáneo al ser, un sí a la 164 165

Foucault, M. (1999) El nacimiento de la clínica, México, Siglo XXI, p.155. Tournier, M. (2001) El espejo de las ideas, Barcelona, El Acantilado, p. 154.


122 vida, la aceptación sonriente de los alimentos celestiales y terrestres, ignorancia de la alternativa infernal pureza-impureza.”166: una rara mezcla de simplicidad animal y transparencia divina. De nuevo aquí el recurso a lo poético es casi la única vía para una recuperación de la infancia en nosotros, tanto en la mente como en el ojo. Hay una especie de mirada crepuscular, por tanto inicial, una mirada que trata de ser matinal, que procura o desea instalarse en el reconocimiento explícito de la belleza del mundo.167 Se trata de una mirada que, recuperando esa belleza, aceptándola e instalándose en ella, parece “matizar” en parte la angustia existencial que proviene del acecho de la nada. Pero se trata de una mirada que no niega en absoluto la muerte. Más bien la anticipa con el objeto de amar más la vida y degustar esa belleza del mundo. Esa mirada y esa vida instalada en esa mirada -tan difícil de todos modos- experimenta la vida “muriendo” desde un carpe diem. En esa vida vamos sabiendo que tras cada aparente final existe la posibilidad de un recomienzo, la posibilidad de una experiencia de natalidad. Esta experiencia compromete la mirada, porque “es cierto que el mundo es lo que vemos y, sin embargo, tenemos que aprender a verlo”168, decía Merleau-Ponty. Aprender a ver: posesionarnos de esa visión, decir lo que es ver y lo que es nosotros viendo, y “hacer, por lo tanto, como si no supiéramos nada, como si tuviéramos que aprenderlo todo.”169 Aprender a ver, por tanto, y entender que mirar es despertar al mundo del que somos parte.

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Tournier, M. (2001) El espejo de las ideas, ob. cit., p. 154. Pero el logro de ese estado de infancia que siempre pasa por la forma como miramos al mundo- es, cada vez más, un “improbable milagro”, porque es ya casi imposible retirar del ojo toda la “violencia técnica” que nos inunda, que orienta al ojo en una dirección nada infantil sobre el mundo: “El gran drama del ojo es que no puede comunicar sino muy débilmente un lenguaje de mirada a mirada”, dice Ferrer, C. (2000) Mal de ojo. Crítica dela violencia técnica, Barcelona, Octaedro, p. 103. Es la mirada que José Luis Gómez Toré encuentra en la poética de Francisco Brines. Ver su excelente ensayo: Gómez Toré, J.L. (2002) La mirada elegíaca. El espacio y la memoria en la poesía de Francisco Brines, Valencia, Pre-Textos, pp.13-25. Merleau-Ponty, M. (1966) Lo visible y lo invisible, Barcelona, Seix Barral, p. 20 Merleau-Ponty, M. (1966) Lo visible y lo invisible, ob. cit., p. 20


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1. Un mundo de apariencias: el valor de la superficie

Conocemos la exposición que hace Platón en el libro XI de La República sobre los tres niveles de la realidad. El primer nivel está constituido por las formas ideales (arquetipos), cuya plenitud es incuestionable. El segundo nivel está centrado en los objetos visibles (fenómenos), que no son otra cosa que el reflejo de las formas ideales. Y, por último, las imágenes, dentro de las cuales las “artes miméticas” ocupan un lugar destacado, y que toman como modelo una realidad que no es sino “copia” de otra realidad más genuina. Para Platón, el arte “imita” las imágenes, y éstas se encuentran alejadas del auténtico ser. De este modo, el artista parece “fingir” -mentir, disimular- la realidad, y con tales disimulaciones puede engañar a los hombres. El artista, en la versión platónica, es un imitador de imágenes, no entiende nada del Ser, sólo conoce y se mueve en el mundo de las apariencias: se desliza en la superficie. Según Platón el verdadero artista debería “trascender” ese mundo de apariencias para llegar a descubrir la idea que se esconde tras ellas y tras los reflejos del mundo. Más con su condena del valor imitativo de las artes, se desliza un desprecio de la visibilidad, bajo la sospecha de que la visión se limita al terreno de lo que aparece y de lo que se muestra. Si la mímesis no puede dar cuenta de la “verdad ideal”, tampoco puede ser considerada como una forma de conocimiento genuino del mundo, tesis que, como se sabe, contrasta con la de Aristóteles, para quien la mímesis reflejaba una tendencia natural del individuo hacia la imitación del mundo: “La mímesis -dice Ángel Quintana-, como proceso de aprendizaje en la infancia, designa un conocimiento característico del ser humano ubicado en la esfera de lo sensible. La mímesis refleja cómo el ser humano ha decidido construir y habitar su propio mundo.”170

170

Quintana, A. (2003) Fábulas de lo visible, Barcelona, El Acantilado, p. 47.


124 Todo aprendizaje humano, la raíz de su capacidad de aprender por la experiencia, comienza por la visión, con la mirada. Es un aprendizaje de la mirada comprometido en un mundo de apariencias donde ser y aparecer coinciden. Es ahí donde comienza a formarse un punto de vista sobre el mundo, una colocación del hombre, como ser entre otros seres que ven y son vistos, que aparecen, desde un punto de vista que es mi punto de vista, el parecer de ese individuo concreto que cada uno somos. En La vida del espíritu Hannah Arendt desarrolla esta idea del valor de la superficie frente a las tesis platónicas que, muy resumidamente, acabo de exponer. Todas las cosas que abarca el mundo donde nacen los seres humanos comparten el rasgo común de que aparecen, es decir, de que son visibles. Arendt es fiel aquí a MerleauPonty. Y esto significa que pueden ser vistas, oídas, tocadas, olidas, percibidas por seres humanos con órganos apropiados para ello. El mundo al que llegamos por el nacimiento tiene una naturaleza fenoménica. Y esto supone que las cosas no simplemente están ahí, sino que aparecen, es decir, se nos muestran y tienen significado para la percepción porque son un cuerpo, como nosotros. Tienen significado para la mirada y para los sentidos. “En este mundo al que llegamos, procedentes de ningún lugar, y del que partimos con idéntico destino, Ser y Aparecer coinciden.”171 Nada ni nadie en este mundo posee, entonces, una existencia, como actor, que no suponga un espectador. Porque nada de lo que es existe en singular desde el momento en que aparece: lo que es está destinado, por el mero hecho de existir como cuerpo, a ser visto y percibido por alguien. Estar vivo es vivir y existir en un mundo que ya estaba antes de la llegada y que seguirá tras la partida. Es lo que permanece entre la ausencia primera y la última desaparición: “Estar vivo significa estar movido por una necesidad de mostrarse que en cada uno se corresponde con su capacidad para aparecer. Los seres

171

Arendt, H. (2002) La vida del espíritu, Barcelona, Paidós, p. 43.


125 vivos hacen su aparición como actores en un escenario preparado para ellos.”172 El mundo, donde actores y espectadores se reúnen, es un escenario teatral donde se realiza el acontecimiento del drama humano. Pero aparecer significa también parecerle algo a alguien, “parecer” que cambia según el punto de vista de cada uno. “Todo objeto que aparece adquiere, en virtud de su propia condición para aparecer, una suerte de disfraz que puede, pero no tiene por qué, ocultarlo o desfigurarlo.”173 Porque aparecemos con una forma, y somos esa forma, forma que nunca es del todo permanente e invariable, podemos transformarnos. Por el hecho de aparecer y desaparecer, por el hecho de llegar y de partir, somos del mundo, y no sólo estamos en él. Y porque estamos destinados a ser vistos, oídos, tocados, olidos y percibidos, el mayor drama consiste en que nada de testimonio de nuestra presencia en el mundo, en el juego del mundo. En la medida que al pensamiento verdadero y más elevado, al filosófico, se le asigne la capacidad de ver lo invisible, es decir, lo que se esconde tras las apariencias, y en la medida que la auténtica verdad de las cosas siempre sea una Idea que se esconde tras las apariencias, pensar ya no significará una actividad que se ejerce mientras se sigue viviendo en un mundo visto, olido, tocado, es decir, en un mundo visible. Y la filosofía no será lo que nos enseñe a ver mejor justamente lo que vemos, es decir, lo que tenemos delante por el mero hecho de mostrársenos como cuerpo. Este valor conferido a lo que se esconde tras las apariencias, esta idea de que la auténtica realidad es lo más inapreciable del mundo, es decir, lo que no se ve, la Idea, es la misma perspectiva según la cual la causa ostenta mayor rango de verdad y realidad que el efecto: una de las más antiguas y tercas falacias metafísicas. Como decía Merleau-Ponty: “La filosofía no es un léxico, no le interesan las ‘significaciones de las palabras’, no busca un sustituto 172 173

Arendt, H. (2002) La vida del espíritu, ob. cit., p. 45. Arendt, H. (2002) La vida del espíritu, ob. cit., p. 46.


126 verbal del mundo que vemos (...) Lo que quiere es que se expresen las cosas misma desde el fondo de su silencio.”174 Del análisis de Arendt se sigue que todo el proceso vital existe en función de las apariencias y del valor que puede darse a la superficie: “Desde el momento en que vivimos en un mundo que aparece, ¿no resulta más acertado que lo relevante y significativo se sitúe precisamente en la superficie?”175 Porque ello es así podemos decir que todos los muertos y desaparecidos, ocultados, escondidos buscan salir de las sombras. Todo lo que puede ver desea ser visto, todo lo que puede oír emite sonidos para ser escuchado, todo lo que puede tocar se muestra y se expone para ser tocado. Porque todo lo que está vivo, todo lo que existe, siente una necesidad propia de aparecer, de introducirse en el mundo y exhibirse como individuo. Somos del mundo de las apariencias y por eso somos vistos y vemos; y por ello nos expresamos, y lo que expresamos es ni más ni menos que a nosotros mismos desplegándonos, extendiéndonos en el mundo como prolongación de lo que somos: porque no terminamos en nuestra propia piel, sino en la piel del mundo. Berger expresa esta misma idea así: “Poco después de poder ver somos conscientes de que también nosotros podemos ser vistos. El ojo del otro se combina con nuestro ojo para dar plena credibilidad al hecho de que formamos parte del mundo visible.”176 La mirada es, como decía Agustín de Hipona, desde el punto de vista de la experiencia del tiempo, una visión del “presente del presente”. El tiempo es pasado, presente y futuro. Pero cada coordenada del tiempo tiene su actualidad o su “presente”. Así, el presente del pasado es la memoria, el presente del futuro la espera y el presente del presente la visión y la mirada como atención y como cuidado. Constatamos el presente atendiéndolo, es decir, viéndolo con cuidado, atentamente. Quizá se trate de 174 175 176

Merleau-Ponty, M. (1966) Lo visible y lo invisible, ob. cit., p. 20. Arendt, H. (2002) La vida del espíritu, ob. cit., p. 51. Berger, J. (2000) Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili, p. 15.


127 una especie de vigilancia considerada. Según esto, una “ética de la mirada” sería una atención cuidadosa del presente como lo actual, como lo que es y existe, como lo que se muestra, se expresa y se exhibe. Mirar es una forma de cuidar del presente, una manera de prestar atención y de poner bajo guarda lo que hay nos preocupa, pero por ello mismo toda mirada atenta siempre entraña un posible peligro: el de la vigilancia excesiva. Se trata del peligro de agrandar nuestro ojo para que, de modo panóptico, todo lo vea y todo lo vigile.

2. ¿Se puede mirar? La mirada cuidadosa

Francisco de Goya tituló uno de sus grabados así: “No se puede mirar”. Que algo “no se pueda mirar” puede significar varias cosas. Por ejemplo, que lo contemplado sea tan horrible que la mirada, para protegerse, escape de cualquier tipo de contemplación de lo horrible. En ese caso, puesto que ese mirar es inadecuado, o tal vez insoportable, optamos por narrar. Si no se puede mirar, entonces lo único que nos queda es el ejercicio del testimonio, los relatos, las crónicas, las historias vividas en las situaciones extremas. En su ensayo Sobre la fotografía, Susan Sontag decía, a propósito de las imágenes del mundo que capturan las cámaras fotográficas, que si bien la fotografía implica que sabemos algo acerca del mundo cuando aceptamos lo que las fotografías nos muestran, la verdadera comprensión empieza cuando no se acepta el mundo por su apariencia, porque la comprensión está arraigada en la capacidad de decir no: “Solamente lo narrativo puede permitirnos comprender”.177 A pesar de todo, existe una mirada que, cuidando de lo que ve, al mismo tiempo que mira también narra y ofrece un testimonio. Se trata de una mirada que es, a la vez, original, sorprendida y poética. Esta “mirada

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Sontag, S. (1996) Sobre la fotografía, Barcelona, Edhasa, p. 33.


128 original” supone una visión que, por decirlo con Merleau-Ponty, ve siempre desde alguna parte pero sin encerrarse del todo en su perspectiva: “Ver es entrar en un universo de seres que se muestran, y no se mostrarían si no pudiesen ocultarse unos detrás de los demás o detrás de mí. En otros términos, mirar un objeto, es venir a habitarlo”.178 Al ver el mundo lo habitamos y entonces las cosas se constituyen en moradas abiertas a mi mirada. Definir la mirada no es posible; porque una definición delimitaría lo que, en el caso de la mirada, es lo ilimitado, lo abierto. Todo mirar requiere una “presencia”: algo que puede verse. Pero toda presencia tiene dos caras: lo visible y lo que no se ve, lo escondido, su cara sombreada. Y es esta cara oculta, lo escondido, lo que tiene un poder de atracción sobre la mirada. La ausencia, lo ausente tiene más poder que lo presente. Esa ausencia tiene que ver tanto con lo que fue y ya no está como con lo que “estando” se oculta a la mirada, lo que no se deja ver. Aquí, lo ausente a la vista, pero presente como entidad, es lo que fascina, y como dice Starobinsky “estar fascinado es el colmo de la distracción. Es estar prodigiosamente poco atento al mundo tal y como es.”179 Es evidente que toda imagen encarna un modo de ver determinado, un punto de vista un “parecer”, como decíamos antes. Incluso las fotografías, ya que nunca son un mero registro mecánico. De algún modo, pues, las fotografías buscan evocar la apariencia de algo ausente, buscan ofrecer un testimonio de lo que ya no está. Hay una relación entre las imágenes capturadas por la fotografía y el tiempo, pues somos conscientes de que con el transcurrir del tiempo nos llenamos de pasado y tendemos a registrar lo vivido para coleccionar, por así decir, la memoria. Toda fotografía aísla apariencias instantáneas y al proceder de este modo destruye la idea de la atemporalidad de las imágenes. La cámara, dice Berger, muestra que el concepto de tiempo es inseparable de 178 179

Merleau-Ponty, M. (1997) Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península, p. 88. Starobisky, J. (2002) El ojo vivo, Valladolid, Cuatro Ediciones, p. 10.


129 la experiencia visual, pues lo que vemos depende del lugar en el que nos situamos al mirar, Lo que vemos es relativo a nuestra posición en el tiempo y en el espacio: “La invención de la cámara cambió el modo de ver de los hombres. Lo visible llegó a significar algo muy distinto para ellos.”180 Pero al mismo tiempo, las fotografías son víctimas de una particular retórica, sobre todo las fotografías de una guerra. Como dice Sontag, ellas reiteran, simplifican, agitan, crean la ilusión de una conciencia del dolor.181 Mirar es guardar. En francés garder. Una visión orientada, cuya raíz designa no tanto el acto de ver como la espera y la consideración. Con un prefijo, re(-garder), parece asociarse a una visión dirigida hacia algún punto, y también “volver a tomar bajo guardia o custodia.”182 Mirar es, entonces, tener cuidado, guardar, tener miramientos con lo que se ve: cuidar lo que se ve y protegerlo. En este sentido original, mirar es cuidar lo que se ve, poner cuidado con lo que se mira y con la intención que se pone en el ojo que mira.183 La raíz germánica del verbo “guardar”, proveniente de warten (to ward, en inglés) no está tan lejos, dice Jean Clair de lo que en francés desemboca en el verbo “curar” (guérir): proteger, garantizar. En efecto, la palabra francesa mire, para designar al médico, indica aquel que mira atentamente (de mirare), todo lo cual atestigua el parentesco entre el arte de pintar, el arte de mirar y el arte de cuidar.

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¿Será mirar acoger lo que se ve tal y como es, sin modificaciones? ¿Será la ética de la mirada un decir la verdad de lo contemplado con unos ojos que protegen, que saben cuidar la dignidad de lo visto? 180 181 182

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Berger, J. (2000) Modos de ver, ob. cit., p. 25. Cfr. Sontag, S. (2003) Regarding the pain of others, Nueva York, Farrar, p. 6. Starobisky, J. (2002) El ojo vivo, ob. cit., p. 10. “El acto de la mirada no se agota en el momento: lleva consigo un impulso perseverante, una reanudación obstinada, como si estuviera animado por la esperanza de acrecentar su descubrimiento o reconquistar lo que se le está escapando” (Ibid, pp. 1011). María Zambrano hablaba de una “mirada remota”, una mirada sin intención, sin juicio y sin voluntad sancionadora, algo así como una mirada cargada de infancia: “La mirada que todo lo nacido ha de recibir al nacer y por la cual el naciente forma parte del universo.” Zambrano, M. (1993) Claros del bosque, Barcelona, Seix Barral, p. 133. Clair, J. (1999) Elogio de lo visible, Barcelona, Seix Barral, pp. 89-90. Ver también: Elkins, J. (2002) “El final de la teoría de la mirada”, Débats, nº 79, pp. 77-89.


130 Hay miradas que se protegen de lo que ven, y miradas que, tomando bajo custodia lo que contemplan, parecen caer en aquello en lo que se abandonan. Es una mirada derramada. Una mirada que parece olvidarse de un yo instalado en el ojo que mira y que se deja sorprender por lo otro; es una mirada que deja caer los ojos hasta sumergirse profundamente en aquello que ve y trata de contemplar. Es una mirada que cae y que se deposita, en una especie de abandono, en aquello contempla. Y lo contemplado parece acoger, en su apertura, todo nuestro mirar. Como dice Bernard Noël, si poner algo en palabras consiste en proyectar el mundo sobre su intimidad, colocar en imágenes entraña algo así como una proyección de la propia intimidad en el mundo. Aquí, la mirada es un espacio de comunicación; hace del espacio un elemento de la comunicación; su materia.185 Pero ninguna mirada se agota en el momento de ver, señala Starobinsky; parece llevar en sí un impulso perseverante, una reanudación obstinada, porque lo escondido fascina.186 Es una mirada impaciente que abre todo un espacio al deseo de ver más y de ver más cosas de lo que a primera vista se percibe. “El espacio visible es a la vez testimonio de mi poder para descubrir y de mi impotencia para alcanzar.”187 La vista llega antes que las palabras. Primero miramos, luego decimos y nombramos. Por eso, por la vista establecemos nuestro lugar en el mundo, y es un lazo vivo entre la persona y el mundo, entre el yo y los otros.

188

Como existentes, nos

expresamos con nuestra aparición en el mundo. El parecer revela una “esencia” verdadera. “Amar, morir, es ser presa de una mirada, y a veces de la misma mirada. El

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Noël, B. (1988) Journal du regard, París, POL, p. 11. “El acto de la mirada no se agota en el momento: lleva consigo un impulso perseverante, una reanudación obstinada, como si estuviera animado por la esperanza de acrecentar su descubrimiento o reconquistar lo que se le está escapando” Starobinsky, J. (2001) El ojo vivo, ob. cit., pp. 10-11. Starobinsky, J. (2001) El ojo vivo, ob. cit., p. 12. “La vista llega antes que las palabras. El niño mira y ve antes de hablar. Pero esto es cierto también en otro sentido. La vista es la que establece nuestro lugar en el mundo circundante; explicamos ese mundo con palabras, pero las palabras nunca pueden anular el hecho de que estamos rodeados por él.” Berger, J. (2000) Modos de ver, ob. cit., p. 13.


131 ser que sufre por la fascinación amorosa se siente invadido por una impalpable ponzoña.”189 Aunque explicamos el mundo con palabras, las palabras nunca pueden anular el hecho esencial de que estamos rodeados de mundo: mundo que podemos ver y otros que, al mismo tiempo que podemos verlos, nos miran.190 Mirar es, desde luego, un acto voluntario e intencional. Cuando miramos, parece que lo que vemos queda a nuestro alcance, aunque no necesariamente al alcance de nuestro brazo. Nos situamos en una relación a distancia con lo que vemos. Todo lo que nuestra mirada registra y capta nos pone en contacto con el mundo. Y así cuando coleccionamos fotografías en realidad coleccionamos el mundo.191 Con todo, quizá hay que saber mirar lo que vemos para sentir que nuestra mirada es acogida. Se ha dicho que mientras la ciencia nos enseña a ver lo que no vemos, la filosofía nos enseña a mirar todo lo que hay, precisamente lo que vemos. Pero aprender a ver lo que vemos es mirarlo de otro modo, no con la mirada necesariamente fría de la ciencia, sino con una mirada a la vez temerosa, curiosa y apasionada del comienzo. Esa mirada que se sumerge profundamente en lo que se dispone a ser visto, es una mirada original. Es una mirada cargada de infancia.

3. Con ojo de niño. Una mirada llena de mundo

La mirada cargada de infancia es la mirada de niño que abre los ojos a lo que hay. Se dispone ese mirar a lo que se ofrece a nuestros ojos, y se llena de mundo como por primera vez en ausencia de una palabra previa que signifique ese mirar. Es una mirada original, entonces, porque contempla lo que hay desde un tiempo-acontecimiento que es su incipit, su comienzo. El único decir que es posible tras esa primera mirada es un

189 190 191

Starobinsky, J. (2001) El ojo vivo, ob. cit., p. 27. Berger, J. (2000) Modos de ver, ob. cit., p.13. Sontag, S. (1996) Sobre la fotografía, ob. cit., p. 13.


132 decir balbuciente, un decir que deletrea lo visto. Unos versos de un poema de Roberto Juarroz vienen muy bien aquí:

Abrir los ojos es como empezar a cerrarlos. Parece que se abandonara una visión que era más luz que la luz, más claridad que luz, más levedad abierta. Pero algo no se resigna a la pérdida y los ojos conservan por un tiempo el reflejo de ver, la costumbre del origen, el no peso esencial, la ingravidez que les correspondía. Y por un leve lapso mirarán como si vieran.192 Lo “imposible” de esta mirada tiene que ver con la pérdida definitiva de la infancia en nosotros, tal y como Alejandra Pizarnik dice en su comentario de un texto de Henri Michaux: “No es dado al hombre conocer a sus semejantes. Tampoco, el conocimiento del niño que fue: fue niño pero lo olvidó, ha olvidado por completo la atmósfera interior de su infancia. Se trata, pues, de una pérdida de la memoria del tiempo de la infancia.”193 Ese tiempo tiene su propia mirada, que Michaux describe así: “Miradas de la infancia, tan particulares, ricas en no saber; ricas de extensión, de desierto, grandes por ignorancia, como un río que fluye (...), miradas todavía no atadas, densas de todo aquello que se les escapa, plenas de lo todavía indescifrable. Miradas del extranjero...”194 El recurso a esta mirada infantil, a una mirada cargada de infancia, no es ni retórica ni accidental. Estamos acostumbrados a ver lo que hay sabiendo de antemano qué es y qué significa lo que vemos. Sabemos de la existencia de los muertos por la violencia por la reiteración de las imágenes, pero no sabemos el sentido de su 192 193

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Juarroz, R. (2002) Undécima poesía vertical, Valencia, Pre-Textos, p.20. Pizarnik, A. (2002) Prosa completa, Barcelona, Lumen, p. 210. Le agradezco a Jorge Larrosa haberme sugerido la lectura de este texto que desconocía. Citado por Pizarnik, A. (2000) Prosa completa, ob. cit., p. 210


133 ausencia. Esa mirada nuestra, mirada adulta, es una mirada que pone sus ojos en la necesidad de interpretar lo que vemos. Pero a ese mirar le falta algo. Le falta la experiencia de la mirada inédita capaz de apreciar lo nuevo y lo inédito del caso, su singularidad como acontecimiento. Podemos recordar aquí la mirada que perseguía Zaratustra: la mirada del niño que, avisado de que está a punto de recibir un regalo, entreabre y entrecierra los ojos como si al mismo tiempo quisiera y no quisiera ver lo que se le va a dar. Ese mirar entreabierto mira, por así decir, no el objeto, sino el instante del regalo, mira y ve la sorpresa, el devenir inocente de la sorpresa. Es una mirada sorprendida que captura, en un instante, la sorpresa misma.195 Alberto Giacometti decía en una entrevista que le resultaba desesperantemente imposible reflejar la apariencia de lo que veía. La sensación de fracaso a la hora de copiar la realidad que tenía delante se convirtió para él en algo positivo, pues ya no se trataba sólo de copiar la realidad, sino de intentar comprender por qué fallaba en su intento. La incapacidad para experimentar ese “sentimiento de fracaso”, decía Giacometti, se debía a la tendencia a tomar la realidad como “pretexto”. A fuerza de mirar la “semejanza” entre lo que pintaba o esculpía y sus objetos dejaba de reconocer de ver- a la gente. Este matiz es importante: ver y mirar. El que ve no tiene el mismo horizonte que el que mira: el que mira elige, el que ve no, simplemente se sumerge en lo que contempla. El que mira toma en consideración no

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Sigo aquí el bello comentario de: Barrios, M. (2001) Narrar el abismo, Valencia, Pre-Textos, pp.3233. No puedo evitar decir aquí que me preocupa que se confunda una mirada sorprendida ante el instante de lo nuevo con su trivialización en la avidez de lo nuevo por lo nuevo. Pero también me preocupa que esta distinción se aproveche estratégicamente para poner en duda, sin más, la validez de esa mirada capaz todavía de fascinarse y dejarse asombrar por lo que irrumpe como acontecimiento. Así, Arteta señala al respecto de esa trivialización del asombro que “asombrarse viene a ser solazarse por medio de la novedad, un modo de divertirse pascaliano siempre a la caza de lo nunca visto. En resumidas cuentas, en lugar de perseguir eidos, reposamos en los eidola.” Arteta, A. (2002) La virtud en la mirada. Ensayo sobre la admiración moral, Valencia, Pre-Textos, p. 35. Y precisamente que se pretenda atribuir a la mirada algún tipo de virtud, o que se le exija, expresa muy bien lo incómodo que nos resulta un ojo que no esté educado, o lo que es lo mismo, la necesidad que tenemos de trabajar la mirada, formarla, disciplinarla, dotarle de esa segunda naturaleza que es la pretendida virtud.


134 sólo la imagen que capta, sino también la imagen que ofrece. Ver es un acto que incide en lo esencial, mientras la mirada es una percepción que hace de nosotros uno de los lados del mundo. Y como dice Pascal Dibie: “Mi mirada, para no ver sólo un mundo rectilíneo y estratificado, ha tenido que adquirir amplitud, abrirse en un ángulo mayor, oscilar, agudizarse y ajustarse a la medida de nuestro mundo, en suma, ha tenido que inventarse unos ojos nuevos.”196 Una mirada que no sólo mira, sino que desea ver, necesita inventarse unos ojos nuevos, necesita ver con una mirada inédita que rescate de las sombras la esencia oculta de las apariencias. “Nadie sabe escribir”, anotó Lyotard. “Cada uno, incluso el más ‘grande’, escribe para atrapar por y en el texto lo que no sabe escribir”. Podíamos decir lo mismo a propósito de la mirada que trata de capturar, sorprendida y aturdida, el instante de lo horrendo. Hay una miseria profunda en el escritor, parecida a la miseria de una mirada incapaz de captar lo que ve. Semejante a una “frontera”, en la mirada, como en la escritura, la decepción del que ve circunscribe y delimita el espacio de su visión. Podemos así imaginar al escritor perseguido por el espectro de su propia infancia, de una infancia que es al mismo simultáneamente un tiempo que fue y la expresión característica del momento inicial de la experiencia: allí donde el tiempo es el destino del hablante, del futuro escritor. Imaginamos a ese escritor perseguido por el fantasma de su infancia como perseguido por el tiempo que expresa la fuerza del comienzo. Y podemos desear también, al querer capturar lo que no se deja atrapar por nuestra mirada intencional, acceder a esa visión infantil, a esa mirada original e inédita que, instalada en el tiempo del puro acontecer, sólo cae, se sumerge, se derrama. Tal vez esa mirada inédita, ese mirar que ve con ojos nuevos sumergiéndose en lo que se ofrece para ser visto, no sea

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Dibie, P. (1999) La pasión de la mirada, ob. cit., p. 22.


135 otra cosa que una mirada que no elige lo que ve, sino una mirada infantil y sorprendida, una mirada al fin matinal. No obstante, de algún modo “todo comienzo es ilusorio”, como dice un verso de Andrés Sánchez Robayna. Pretender una mirada cargada de la fuerza del inicio y del comienzo, una mirada que no simplemente se sitúe ante el mundo o ante lo que ve sino que se instale con la inconsciencia de la inocencia en el mundo, en lo abierto, como diría Rilke, es pretender una mirada que, vuelta al tiempo de la infancia, nos hace ver con ojos llenos de una cierta melancolía.

3.

El pensamiento de los ojos

Rafael Argullol escribe que la verdadera ruptura ontológica se produce en el instante en que el hombre se formula preguntas sin respuesta. El impulso por conocer es el mismo impulso por salir del enigma, un impulso que viene asociado al deseo de ver con claridad, al deseo frenético por salir de un “laberinto invisible”. Y sin embargo, “no hay caminos tangibles sino intangibles y sus señales no son visibles, sino invisibles.”197 Por eso lo más cercano a la experiencia humana del conocimiento es la tentativa, el ensayo: moverse por intentos, como si no viésemos claro del todo. Probablemente el enigma que nos acucia sea el de la identidad, enigma asociado al oráculo “conócete a ti mismo”, conocimiento que venía asociado, como ya mostró Foucault, a toda una actividad orientada a aprender a ocuparse y cuidar de uno mismo. Pero como todo enigma, el de la identidad, el conocimiento y la ocupación de uno mismo es un misterio, palabra que procede de musteion, que significa “cerrar los ojos”. Lo que significa: nos conocemos y aprendemos a ocuparnos de nosotros mismos, paradójicamente, como Edipo, con los ojos cerrados, es decir, después de habernos

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Argullol, R. (2000) Aventura. Una filosofía nómada, Barcelona, Plaza & Janés, p. 21.


136 arrancado los ojos; es el sabio que cierra los ojos el que finalmente ve, pero esta visión, como dice Argullol, conlleva un extrañamiento continuo:

“La lección de la Esfinge es la afirmación de una identidad que conlleva nuestro primer acceso al conocimiento. Nuestros ‘porqués’ infantiles nos permiten construir una imagen de quiénes somos. La educación que recibimos de nuestros padres y de los sistemas pedagógicos y culturales nos llevan en todos los casos a afirmar nuestra identidad. Y probablemente sea al llegar a la cima de esta afirmación cuando debamos estar en condiciones de destruir, lo que en el caso del mito de Edipo queda simbolizado en el acto de arrancarse los ojos.”198 Se trata, entonces, de volvernos extraños para nosotros mismos para vernos y mirarnos mejor. Se trata de cerrar los ojos, de volvernos problemáticos y reconocer nuestro misterio, para, con los ojos cerrados, mirarnos de otro modo. Mirarnos de otro modo sabiendo que delante de mí está lo visible, lo que se nos muestra, y que detrás de mí se encuentra lo invisible. “Más allá de lo visible, la muerte. El ojo -dice Nöel- está orientado, absolutamente.”199 Esta mirada orientada es inevitable, porque mirar es un espacio de revelación tal que toda forma aparece ante los ojos tal y como y como es. Y sin embargo, nada es tal cual se nos figura: porque el ojo contiene la vista y contiene la mirada. La mirada está en los ojos, y los ojos en la cabeza. La mirada y los ojos no sólo ven lo visible, sino que piensan.200 Hay un pensamiento de los ojos, ojos que crean una visión del mundo desde una mentalidad que nos es propia, desde un punto de vista sobre en el mundo, desde una situación concreta y específica. Vemos desde algún lugar, como pensamos desde algún lugar. Si pensamos y viésemos desde todos los lugares, entonces, en realidad, de nada valdría ver ni pensar.201 Con todo, lo visible es una mansión del sentido: contiene el mundo y la vista. Si todo lo que se muestra tiene dos lados (lo que vemos y lo escondido), lo mismo le ocurre al espacio: “El espacio es doble: visible e invisible. En lo visible, el mundo se 198 199 200

201

Argullol, R. (2000) Aventura. Una filosofía nómada, ob. cit., p. 35. Noël, B. (1988) Journal du regard, ob. cit., p. 17. Virginia Wolf se refería también a esta idea en: Wolf, V. (1999) Tres guineas, Barcelona Lumen, pp. 19-20. “Ver, ¿no es siempre ver desde alguna parte?”. Merleau-Ponty, M. (1997) Fenomenología de la percepción, ob. cit., p. 87.


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nos muestra; en lo invisible, lo recreamos en el pensamiento. El espacio es doble, pero único.”202 Así, entre la presencia y exhibición de lo que se nos muestra y el saber y la mentalidad en la que estamos, la mirada se desgarra, y de ese desgarro, de esa fractura, es de donde nace el pensamiento. Pensar surge de una grieta abierta entre lo que vemos y lo que sabemos, pues ni lo que vemos es todo lo que se muestra ni lo que sabemos es todo lo que el objeto es. Mirar, hemos dicho, es guardar lo que se ve y cuidarlo, atenderlo. Esta atención es una forma de tacto. Mirar bien es hacerlo con tacto. Y es que el tacto trabaja también con la mirada. En los escenarios educativos, ese mirar cuidadoso es importante: “A través de los ojos, el adulto y el niño se conocen de inmediato el uno al otro. Cuando la cara y la voz se contradicen mutuamente, los niños creen antes a los ojos que a la boca.”203 Es decir: las palabras mienten más que la mirada.

202 203

Noël, B. (1988) Journal du regard, ob. cit., p. 117. Van Manen, M. (1998) El tacto en la enseñanza, Barcelona, Paidós, p. 186.


138 Capítulo 5 LOS GESTOS DEL CUERPO LA PROFUNDIDAD DE LA PIEL.

Nada más que el cuerpo revela al cuerpo. O. Wilde, Frases y filosofías para uso de la juventud. Ce qu’il y a de plus profond, c’est la peau. Paul Valery, L’Idée fixe. Los dedos tienen memoria para leer el braille familiar de otra piel. El cuerpo tiene memoria: los hijos que hacemos, lugares en que nos herimos, el colador de nuestros esqueletos bajo la tierra gruesa. Ninguna palabra tiene tanto sentido como una vida. Solamente el cuerpo pronuncia perfectamente el nombre de otro. A. Michaels, Palabras para el cuerpo.

Parece que tanto los discursos pedagógicos que se construyen, como las palabras que se transmiten en las instituciones de formación, se dirigen a la “inmaterialidad” de una mente a dirigir, o a un espíritu que hay que formar, pasando por encima de los cuerpos, aunque lo que primero se vea sean esos cuerpos en pleno crecimiento y permanente transformación. La primera demanda que suele dirigirse al aprendiz, en determinadas épocas de su escolarización, tiene que ver con el silencio y la quietud, como si un silencio no elegido y la pasividad de los cuerpos sin gestos fuesen sinónimos de un mayor interés por el estudio y el aprendizaje. Nuestra cultura, que nos inunda de “signos”, parece que no nos “educa” en lo que Peter Sloterdijk llama “conocimiento fisonómico”. Pues si el lenguaje hablado tiene algo que decirnos, las cosas mismas parecen hablar también a quien sabe todavía usar las facultares sensoriales arraigadas en su cuerpo. El precio que hemos pagado por la voluntad “ilustrada” de “objetividad” es,


139 al parecer, el silencio de lo fisiognómico, el mutismo del cuerpo y la pérdida de la proximidad.204 No obstante, es cierto que asistimos hoy a una verdadera invasión del “culto al cuerpo”. Parece que se pretendiese “hacer hablar al cuerpo” o descubrir un “discurso sobre el cuerpo”, es decir, encontrar una “lengua propia del cuerpo” al servicio de la cual estaría cualquier terapia y cualquier forma otra de lenguaje: teatral, literaria o simplemente comunitaria. Y en la misma medida que aumenta la sensibilización hacia los problemas del cuerpo, existe la sensación de un retorno a conceptos caducos y esquemas de pensamiento ya sobreasados; como si nuestros esquemas cognitivos no fuesen capaces de responder a las realidades actuales del cuerpo y a sus demandas; o como si hubiese una “distancia insalvable” entre nuestros esquemas conceptuales y las realidades donde pretenden aplicarse.205 Al mismo tiempo, existe la sensación e que el cuerpo puede llegar a convertirse en un “significante despótico”, como dice José Gil, capaz e resolver todos los problemas, desde la decadencia de la cultura occidental hasta los más mínimos conflictos de los individuos.206 No hay duda de que siendo la condición humana eminentemente corporal y temporal, y la verdadera medida de nosotros mismos parece comenzar el día en que constatamos ambas evidencias. Vivimos corporalmente el tiempo, y nuestra biografía es, también, la de una experiencia corporal. Vivimos temporal y narrativamente nuestro cuerpo. Así, cada elección y cada decisión posee una densidad carnal indiscutible -que se apoya en nuestra estructura biológica, pero que la supera al mismo tiempo-, y están apoyadas por nuestro propio cuerpo. Dependemos de una manera íntima del cuerpo para actuar, para percibir, para escuchar, para ver el mundo y decidir en la vida. En cada uno de los gestos corporales, se apoya la vida entera, de modo que los gestos de mi 204 205 206

Cfr. Sloterdijk, P. (2003) Crítica de la razón cínica, Madrid, Siruela, pp. 225-226. Cfr. Vilela, E. (1998) Do corpo equivoco, Braga, Ángelus Novus, pp. 9-10. Cfr. Gil, J. (1995) “Corpo”, en Enciclopedia Einaudi, vol. III, Turín, Einaudi, p. 202.


140 existencia se corresponden con los gestos de mi cuerpo. Por eso, aceptar el propio cuerpo, sentirse en él como en la propia casa, es aceptar la propia existencia como algo carnal y la primera condición del equilibrio. Podría decirse, incluso, que una ética verdaderamente humana requiere que el hombre pueda servirse de su propio cuerpo, no para reducirlo ni castigarlo, sino para poder intervenir en el mundo como un existente que entra en el mundo por el nacimiento, o lo que es lo mismo, por el vientre de una mujer. El cuerpo es el ahora del pasaje en el tiempo y abertura, y en él la vida que se da al sujeto busca algún rostro.207 Por eso el cuerpo humano se puede afrontar como “tiempo de deseo.”208 Nacemos siendo cuerpo. Y nuestra existencia -pura exposición en el mundo- es, sin duda, a lo largo del tiempo, cuerpo vivido. La vida expuesta concierne al cuerpo. Pero nuestros cuerpos, hoy, están más o menos escondidos, parece que no circulan sino en su disfraz, no en su desnudez. Sí circulan como carne, o como piel, y parecen esconderse en los cementerios, los hospitales, en las fábricas y centros de trabajo y educación. Cuerpos muertos, cuerpos enfermos y dolientes, cuerpos de trabajo o cuerpos pedagógicos. Pero esos cuerpos “escondidos” encierran, no obstante, una realidad más honda: son espacios de existencia. “El cuerpo da lugar a la existencia.”209, escribe J-L. Nancy. Los cuerpos son lugares de existencia, territorios de la memoria, de la desesperación y del deseo, o de su anhelo; pero esos lugares son, en realidad, bien singulares, pues reivindicándose como algo propio, como tierra propia, los cuerpos, en realidad, por ser vividos y existidos, son un espacio-tiempo en lo abierto. De nuevo

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208 209

Ver, Simmel, G. (1998) “La significación estética del rostro”, en El individuo y la libertad, Barcelona, Península, pp. 187-192. Cfr. Vasse, D. (1997) Le temps du désir. Essay sur le corps et la parole, París, Seuil, pp. 10-11. Nancy, J-L. (2003) Corpus, Madrid, Arena Libros, p. 15.


141 Nancy es exacto: “Los cuerpos son lugares de existencia, y no hay existencia sin lugar, sin ahí, sin un ‘aquí’, ‘he aquí’, para el éste.”210 En su exposición a lo abierto, el cuerpo es el lugar donde ocurre el acontecimiento del existir. Es el lugar que se abre a lo que da lugar en él, para el acontecimiento: gozar, sufrir, nacer, morir, pensar, reír...El cuerpo es un acontecimiento de la existencia, la materialización misma del ek-sistir, de la pura exposición. Es, pues, punto de partida y de llegada en la trama del tiempo vivido. El protagonista de El nombre de la Tierra, de Vergílio Ferreira, un anciano recluido en una residencia, medita sobre el tiempo vivido, sobre su cuerpo incompleto, sobre su desaparecida esposa. Es un anciano al que le falta una pierna, y sus reflexiones constituyen toda una poética del cuerpo y una historia del hombre en su carnadura, porque “la historia del hombre es la de la relación con su cuerpo.” En esa poética, cada parte del cuerpo recuerda lo vivido, lo acontecido, pero se necesita todo el cuerpo para mostrar su importancia. Así, el anciano medita mientras escribe una larga carta a Mónica, ya desaparecida: “Estoy desnudo y sin ningún motivo para sentir vergüenza de estar desnudo, que es lo único que ahora me podría vestir. Y tenía el muñón de la pierna para testificarlo, porque mi cuerpo no estaba entero para testificar la importancia de sí mismo.”211 El cuerpo testimonia de sí mismo, es testigo de lo que le pasa, y por eso expresa, en sus gestos y señas, lo vivido. Sus gestos es su lenguaje, la forma en que expresa los acontecimientos que en él impactan. Pero ese lenguaje es poético. Hay dos textos, que quiero traer ahora aquí, que pueden proporcionarnos pistas para el tipo de exploración y escrutinio del cuerpo que quiero intentar (escribir el cuerpo como acontecimiento de la existencia). El primero pertenece a Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, y el segundo de Michel Onfray. El de Barthes es 210 211

Nancy, J-L. (2003) Corpus, ob. cit., p. 15. Ferreira, V. (2003) En nombre de la Tierra, Barcelona, El Acantilado, p. 35.


142 un fragmento en el que un enamorado conversa, como declarándose de nuevo, en un galanteo con su amada:

“El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo.”212

Aquí, el lenguaje parece gozar tocándose a sí mismo, como haciendo estallar en la actividad discursiva una especie de “yo te deseo”. El lenguaje y las palabras quedan, literalmente, incorporadas, es decir, se hacen cuerpo y carne. El lenguaje es una inmensa caricia envolvente del otro, algo que requiere la ayuda del cuerpo, de la carne y de lo que el cuerpo siente o padece. Pero hablar, y escribir, del cuerpo y de su lenguaje es tener que recordarlo también, hacer memoria de él. Es un ejercicio imposible en el que, tal vez poéticamente, intentamos de nuevo sentir nuestro cuerpo en ese primer cuerpo en el que ya estuvimos. Como si pudiésemos decir: en el comienzo era el cuerpo, y sólo después vino la palabra. Porque el infante vino después de haber nacido su cuerpo. Como si pudiésemos sentir este arranque, al inicio de una Teoría del cuerpo enamorado, y decir, por ejemplo, lo siguiente:

“En el principio se oyen los murmullos del líquido amniótico. En esos momentos mi pequeño cuerpo está nadando en aguas tibias, moviéndose con la lentitud propia de un alma impulsada por alientos muy leves. La carne gira lentamente en el elemento acuático como un planeta que evoluciona en un cosmos lejano, casi inmóvil, o como una medusa flácida en la oscuridad de los fondos submarinos, casi hierática. Sólo se ve turbada por la marca que traza en mis órganos el flujo de energías vitales. En el confinamiento de este universo salado, como pez de los orígenes o virtud marina encarnada, obedezco enteramente a los afectos, pulsiones, emociones y otros instintos de mi madre. Su sangre, su aliento, su ritmo obligan a mi sangre, a mi ritmo, a mi aliento. Evidencia de Perogrullo: todos los cuerpos, masculinos y femeninos, proceden de esta inmersión primitiva en el vientre de mujer.”213

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Barthes, R. (1999) Fragmentos de un discurso amoroso, Madrid, Siglo XXI editores, p. 82. Onfray, M. (2002) Teoría del cuerpo enamorado, p. 25.


143 Estos textos nos hablan de la (en)carnadura de las palabras y del cuerpo como inicio, como punto de partida, como dato fundamental de nuestro nacimiento. En ambos, el cuerpo tiene voz propia: la que le da el enamorado y el que lo recuerda como “ese primer cuerpo que habita en otro cuerpo”. Hay una vivencia directa del cuerpo, que necesariamente pasa por la mediación simbólica de la palabra. Pero el lenguaje mismo necesita del cuerpo, si no se esfuma, se silencia, como dice Sontag: “El lenguaje se deteriora cuando está desvinculado del cuerpo. Se convierte en algo falso, endeble, superficial.”214 El modo propio que tiene el cuerpo de expresar lo que le pasa -su lenguajesupone prestar atención tanto a un decir-otro los acontecimientos que en él impactan, como a las formas de resistencia que del propio cuerpo emanan frente a todas las políticas y disciplinas que lo tratan de silenciar. En el primer caso, nos enfrentamos a una poética del cuerpo, y en el segundo a una política del cuerpo. Hay una política del cuerpo y de la carne, todo un conjunto de instrumentos, modos y disciplinas encaminados a la administración y gestión de los cuerpos. Como decía Foucault, en toda sociedad el cuerpo es susceptible de quedar “prendido” en el interior de poderes que le imponen coacciones y obligaciones mediante un amplio abanico de disciplinas encaminadas a volver los cuerpos dóciles. “El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que lo explora, lo desarticula y lo recompone (...) la disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos ‘dóciles.’”215 Cuerpos que se valoran, política y económicamente, por su funcionalidad y su utilidad. Cuando Foucault se quejaba de la inexistencia, en Occidente, de un arte erótico, quería señalar su asombro ante el hecho de que estábamos mucho más preocupados por un saber del cuerpo, que de una experiencia del cuerpo. Por eso sugirió la necesidad de hacer una 214 215

Sontag, S. (2002) “La estética del silencio”, en Estilos radicales, Madrid, Suma de Letras, p. 39. Foucault, M. (1996) Vigilar y castigar, Madrid, Siglo XXI Editores, pp. 141-142.


144 historia del cuerpo y de la sexualidad más que desde los ideales morales y de las prohibiciones éticas, desde los mecanismos de poder. Así, escribe que lo que resulta más curioso es que “esta valoración política y económica del cuerpo va acompañada de una devaluación moral cada vez más acentuada.”216 Desde este prisma, el cuerpo como tal no vale nada, es lo que hay que cubrir, algo de lo que hay que avergonzarse, algo, finalmente, que hay que “educar”. En este orden de las políticas del cuerpo, tan estrechamente vinculadas a determinadas demandas provenientes del decir social, el cuerpo parece “inventarse” en el registro de lo que se fabrica, no en el desorden natural de lo que nace. Porque el “creador”, como en alguna ocasión sugirió Ramón Gaya, sabe que lo social “no ha sido nacido, sino inventado, inventado por el hombre; pero toda invención es una realidad postiza, superpuesta, es decir, sin origen natural. El invento es una mentira que ha llegado a hacerse corpórea, incluso real, pero no logra nunca hacerse verdad. Se trata, pues, de algo más artificioso, mecánico.”217 Hablar de una “política del cuerpo” es tener que referirse, por tanto, al cuerpo como un objeto susceptible de dominación, control o fabricación; un territorio de experimentación, sea a través de prácticas de régimen disciplinario que el sujeto se impone a sí mismo o que provienen del exterior. En todo caso, aquí el cuerpo parece configurarse tanto social como cultural y políticamente como espacio de representación ligado estrechamente a los mecanismos de producción de significación. Entonces, el cuerpo se establece como uno de los regímenes de “verdad” que sobre él quedan impuestos. El cuerpo del individuo en el escenario social se fabrica, así, en estrecha relación a tales “discursos de verdad” que sobre él pesan. En su “poética”, el cuerpo se expresa, como “acontecimiento de la existencia”, en sus gestos pues los gestos son los que transforman los hechos en acontecimientos. Y es 216 217

Foucault, M. (1999) “La escena de la filosofía”, en Obras Esenciales, III, Barcelona, Paidós, p. 166. Gaya, R. (1999) “El silencio del arte”, en Obra Completa, tomo I, Valencia, Pre-Textos, pp. 82-83.


145 que hay una brecha entre el decir social y el decir poético. Si en el “decir social” normalizamos la conducta, el habla y los modos de expresión, en el “decir poético” transgredimos. Como ha dicho Octavio Paz, lo poético es la otra voz. “Su voz es otra porque es la voz de las pasiones y las visiones; es de otro mundo y es de este mundo, es antigua y es de hoy mismo, antigüedad sin fechas.”218 Allí donde el lenguaje no es ya sólo comunicación, sino que toma en cuenta que hay cosas que se muestran porque no pueden decirse, la otra voz de lo poético adquiere su protagonismo. La voz de esta palabra poética es, por supuesto, siempre una voz singular, una voz-otra que muestra lo que quizá no tiene modo de decir desde un cuerpo que, como lugar de la existencia, se presenta entonces como un yo en conflicto y en lucha. Este lenguaje poético del cuerpo resulta central para poder entender que el cuerpo es el lugar que “da lugar” a los acontecimientos de la existencia. A través de la palabra (en la literatura de ficción y de autoficción), a través de la imagen (en el cine y la fotografía), a través del movimiento (en la danza o en la escenificación teatral) asistimos a un momento poético del cuerpo como a una vía para que el cuerpo testimonie de sí en una situación extrema, sea en estado de enfermedad y dolor o en situación de máxima placer y éxtasis.219 Desde la perspectiva de una “poética del cuerpo”, el cuerpo no es visto ya como mero registro de una realidad o de un significado que le preexiste; más bien, en sí mismo es creación de sentido, no recreación de significados ya asignados, invención de una realidad propia. En una poética del cuerpo, el significante “cuerpo” es lo que es, la materia prima que se expresa en sus propios gestos. Pero estos gestos no son la voz primera de un sujeto racional fijo e inmutable, ni la voz segunda de quien interpreta desde el exterior lo que el gesto parece querer decir, sino que se trata de la otra voz de

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Paz, O. (1999) “La otra voz. Poesía y fin de siglo”, en La casa de la presencia. Poesía e historia, Obras Completas,I, Barcelona, Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores, p. 698. Cfr. Vilela, E. (2000) “Cuerpos escritos de dolor”, Revista Complutense de Educación, vol, 11, nº 2, p. 89.


146 lo poético. Decir algo sobre esta voz y este lenguaje implica, antes que nada, una cierta deconstrucción, no una radical negación, de la simbólica tradicionalmente asignada al cuerpo como objeto de conocimiento.

1. Cuerpo vivido Es frecuente decir que el cuerpo es una “construcción simbólica”, o en la terminología de E. Cassirer, una forma simbólica. Una “forma simbólica” en una forma de recepción, organización y objetivación de lo diverso en el plano de la experiencia. El acceso al conocimiento de lo real se hace, según esto, de modo indirecto y mediato, a través de las diversas formas simbólicas que nos son transmitidas. Nuestra relación con el mundo pasa por esas “transmisiones simbólicas”, específicas de cada cultura. Galimberti señala en Les raisons du corps que

“nuestro cuerpo establece con el mundo una relación simbólica que las demarcaciones y las inscripciones de los códigos aun no han destruido; más allá de las distinciones de la razón, nuestro cuerpo, en efecto, es invitado constantemente por el mundo a instaurar con las cosas lazos subterráneos y mudos, pero no por ello menos vivos, que le permiten, en un mundo anónimo, habitar su mundo.”220

Desde este punto de vista, el cuerpo es presencia en el mundo, y no un mero artefacto o instrumento objetivable. Con ello se quiere decir que el cuerpo, al expresarse simbólicamente, es corporeidad. El cuerpo nos permite instalarnos como actores en el mundo, en la cultura y en la historia, y a lo largo del trayecto biográfico del individuo, el cuerpo se expresa simbólicamente y significa.221 Pero también, en tanto forma simbólica, el cuerpo es asumido como objeto epistémico privilegiado de la modernidad. Como forma simbólica, el cuerpo es una forma de recepción, organización y 220 Galimberti, U. (1998) Raisons du corps, París, Grasset-Mollat, p.312. 221 “La corporeidad es cada uno de los diferentes significados que adopta el cuerpo humano, no sólo en cada cultura concreta, sino también en todos los momentos del trayecto biográfico”. Duch, Ll. y Mèlich, J-C. (2003) Escenaris de la corporeïtat, Barcelona, Biblioteca Serra D’or, p. 25.


147 objetivación de la diversidad dada a la experiencia. El significante “cuerpo” se construye como una ficción culturalmente viva en la medida en que se enmarca como sujeto social. Como dice E. Vilela: “Constituyéndose como fenómeno cultural y social, y reducto de creación y recepción de la producción de sentido, el cuerpo inserta al hombre en el campo simbólico, es decir, en el interior de un espacio de relación.”222 Como construcción simbólica, el cuerpo es un lugar plural, un lugar de intersección y cruce de significaciones sociales, culturales y científicas. Y sin embargo, como soporte de intercambios y de correspondencias simbólicas entre diferentes códigos, el cuerpo no dice nada, no significa nada, porque habla exclusivamente el lenguaje de los otros códigos que en él se inscriben.223 Hablan los discursos que se efectúan sobre el cuerpo, pero no el cuerpo mismo. Esto supone un desplazamiento entre el decir sobre el cuerpo y lo que el cuerpo dice por sí mismo. Siguiendo a Vilela creo que, aquí, es útil distinguir entre el cuerpo como objeto de conocimiento (anatómico, orgánico, social, etc.) o cuerpo epistémico y el cuerpo existido o vivido (como angustia, muerte, nacimiento, olvido, placer, etc.), esto es, el cuerpo como acontecimiento de la existencia. Sin negar la evidencia del cuerpo como construcción simbólica, en el espacio del conocimiento y en la trama social y cultural, hay que hablar también del cuerpo como fuente de experiencia, como cuerpo existido o como acontecimiento. En su complejidad profunda, el cuerpo es un cuerpo atravesado de ambivalencia, es, en la acertada expresión de Vilela, un “cuerpo equívoco”: “En cuanto entidad existencial, el cuerpo congrega en sí la finitud de lo humano (...) El cuerpo existido es trágico. Y por eso mismo, recorre un espacio de violencia, pues la violencia interna de la tragedia representa un medio de sustracción al poder de la razón.”224 222

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Vilela, E. (2000) “Cuerpos escritos de dolor”, Revista Complutense de Educación, vol. 11, nº 2, p. 85. Ver además: Vilela, E. (1998) Do corpo equivoco, Braga, Ángelus Novus; Magalhaes, R. (1999) “Das máquinas desejantes ao in-possível da paixao: notas sobre o corpo”, en Paixoes e singularidades, Braga, Ángelus Novus, pp. 97-122. Cfr. Gil, J. (1995) “Corpo”, Enciclopedia Einaudi, vol. III, Turín, p. 1101. Vilela, E. (1998) Do corpo equivoco, pp. 128-129.


148

Foucault advirtió en una entrevista con M. Fontana que había que evitar hacer con el concepto de “acontecimiento” lo que el estructuralismo hizo con el concepto de “estructura”: evitar colocarlo en un plano -el del suceso- y aprender a considerar que existe toda una gama de acontecimientos diferentes que no tienen ni la misma importancia ni la misma capacidad para producir efectos.225 Como ocurre en el escenario de un teatro, los acontecimientos son acontecimientos narrados por los personajes de un drama. Tomando como modelo provisional el drama teatral, pero sin abusar de la analogía, podemos decir que las distinciones entre lo real y la ilusión o entre la verdad y la mentira que los filósofos consideran importantes no resultan distinciones necesarias en ese otro contexto. En otra entrevista226 se insiste en la idea de que en el teatro las representaciones dramáticas constituyen un “campo de batalla”, un espacio de lucha, o de resistencia o incluso de silencio. El escenario teatral, cuya narración de acontecimientos tiene su propio tempus, remite, además, a la idea del espacio: se trata de un espacio escénico. Pues bien, creo que el cuerpo puede ser explorado en estos términos precisamente: un campo de batalla, un escenario dramático donde lo importante no es saber qué es lo que pasa, sino que es lo que nos pasa debido a ese pasar.227 De todo esto podría derivarse que mientras la verdad sea concebida como Idea, la oposición entre lo ideal y lo sensible, la mente y el cuerpo, seguirá siendo una oposición entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal.228 Todos los valores lógicos y morales nacen, de hecho, de esta oposición que la metafísica tradicional creó y la

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Cfr. Foucault, M. (1999) “Verdad y poder”, en Obras Esenciales, vol. II, Barcelona, Paidós, p. 45 Cfr. Foucault, M. (1999) “La escena de la filosofía”, en Obras Esenciales, vol. II, Barcelona, Paidós, p. 151. “Un escenario humano es un espacio y un tiempo en constante transformación, en régimen secuencial, ‘con argumento’. Es impensable, e improbable, un escenario estático, ‘substancial’, sin acción”. Duch, Ll. y Mèlich, J-C. (2003) Escenaris de la corporeïtat, ob. cit., p. 21. Galimberti, U. (1998) Raisons du corps, p.10.


149 ciencia moderna ha conservado, mostrando así sus profundas raíces metafísicas, cuyo código supo expresar Nietzsche al decir: “La creencia fundamental de los metafísicos es la idea de la oposición de los valores”. En relación al cuerpo, lo humano se ha ido configurando a través de una dualidad conflictiva, y muchas veces agresiva: somos el epifenómeno de una carnalidad que nos constituye pero en la que no queremos diluirnos. Mientras para la tradición que va desde Platón hasta el cristianismo, pasando por el agnosticismo, el cuerpo es la cárcel que nos imposibilita la plena espiritualidad, para el cartesianismo la mente es el piloto del cuerpo pensado como máquina. En ambos casos: ¿Será que el cuerpo no es sino un estorbo para el verdadero conocimiento? ¿Hasta qué punto la cultura occidental no está anclada en la premisa de que el cuerpo no es sino el lugar de la negación y del sacrificio, un despojo retorcido, mera sangre y ocasión para el suplicio?229 En este sentido, y del mismo modo que puede ofrecerse un análisis, en clave antropológica y sociológica, de la modernidad tomando como hilo conductor el cuerpo230, podría intentarse una reflexión sobre la educación a partir de la idea del cuerpo como espacio y experiencia de sentido. Y como tan experiencia de sentido, el cuerpo, vivido y trágico, es lo todavía no conquistado.231 El cuerpo no se limita a sufrir su previo destino de caducidad, sino que es un espacio potencial de aprendizaje y novedad, del nacimiento a la muerte, algo que todavía podemos imaginar, como 229

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Como dice Michel Onfray: “El platonismo muestra teóricamente el cruel olvido del cuerpo, el desprecio de la carne, la celebración de la Afrodita celeste, la aversión por la Afrodita vulgar, la grandeza del alma y la pequeñez de las envolturas carnales; luego se abren prácticamente en nuestra civilización occidental, inspiradas por estos preceptos idealistas, extrañas y venenosas flores del mal: el matrimonio burgués, el adulterio que lo acompaña siempre como contrapunto, la neurosis familiar y familiarista, la mentira y la hipocresía, el disfraz y el engaño”. Onfray, M. (2002) Teoría del cuerpo enamorado, Valencia, Pre-Textos, p. 69. Por ejemplo, puede consultarse: Le Breton, D. (1990) Anthropologie du corps et modernité. París, P.U.F.; Le Breton, D. (1992). Des visages. Essay d'anthropologie. París, Métailié; Le Breton, D. (1999). Antropología del dolor. Barcelona, Seix Barral; Le Breton, D. (2000). Passions du risque. París, Métailié; Breton, D. Le (2002) Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corporelles, París, Métailié. Le Breton, D. (2002) Sociología del cuerpo, Buenos Aires, Nueva Visión; De Certeau, M. (1990) L’invention du quotidien, 1. Arts de faire, París, Gallimard. Ver: Buzzatti, G. y Salvo, A. (2001) El cuerpo-palabra de las mujeres, Madrid, Cátedra, p. 11.


150 también lo podemos recordar e inventar. Aquí, de nuevo la literatura nos ofrece sus recursos. Volvamos a citar la novela de Ferreira: “O inventaba tu cuerpo, me gustaría contártelo. Inventaba su eternidad, tu cuerpo salía entero a la superficie, se hacía perfectamente visible. No quedabas tú a un lado y tu cuerpo al otro. Era la alegría, la vida entera estaba allí.”232 El cuerpo no es, entonces, substancia; el cuerpo, a falta de un mejor modo de nombrarlo, es sujeto: el sujeto de un existente, porque la substancia no tiene extensión ninguna y el cuerpo sí: “Todo el asunto está ahí: un cuerpo corresponde a la extensión. Un cuerpo corresponde a la exposición. No sólo que un cuerpo es expuesto, sino que un cuerpo consiste en exponerse. Un cuerpo es ser expuesto. Y para ser extenso, hace falta ser extenso, tal vez no en el sentido de la ‘res extensa’ de Descartes.”233 El cuerpo es extenso y exposición, pero no se confunde con la masa. También se exponen masas de cuerpos, pero esta masa no es sino cadáver, una concentración de cadáveres: ahí donde hay una masa de cuerpo hay un montón de cadáveres. Por eso, si el cuerpo no es masa y no está cerrado sobre sí, entonces está fuera de sí, es el ser fuera de sí. El cuerpo es su forma: siempre que hay un cuerpo hay forma, siempre que hay cadáver, una figura. Y como forma, el cuerpo es un ser en relación con otro cuerpo, travesía de cuerpo a cuerpo.234 Porque el cuerpo siente y es sentido: “La idea del cuerpo es la idea, la visión y la forma a la vez, de una superficie o de una extensión, en tanto que esa superficie o esta extensión no es simplemente exterior a la idea, sino en tanto que esta extensión es visible o sensible por sí misma y como forma de sí.”235

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Ferreira, V. (2003) En nombre de la Tierra, ob. cit., p. 51. Nancy, J-L. (2003) Corpus, ob. cit., p. 95. Cfr. Rella, F. (2000) Ai confini del corpo, Milán, Feltrinelli, pp. 15 y sigs. Nancy, J-L. (2003) Corpus, ob. cit., p. 103.


151 2. La profundidad de la piel

El cuerpo es lo extenso y, como decía Paul Valery, “lo más profundo es la piel”. La cita es sorprendente; sugiere que la profundidad está en aquello que no se suele ver a primera vista -lo que no aparece de un modo inmediato a la mirada. Montaigne, quizá sorprendido, se preguntaba: “¿Por qué se le ocurrió a Popea ocultar las bellezas de su rostro, sino para hacerlas más caras a sus amantes?”. Como antes decía, hay una extrañeza, una rareza, en el cuerpo: es lo visto y lo no visto del todo, visible e invisible a la vez. El cuerpo es extensión, espacio, y profundidad, tiempo vivido. En lo que concierne al cuerpo y a su poética, lo exterior en su belleza es lo más profundo: la profundidad está en la superficie, porque el cuerpo, en su exposición, consiste en ser visible. En El cuadro de Dorian Gray, Oscar Wilde hace decir a Lord Harry las siguientes palabras al joven y bello protagonista algo que tiene que ver con esto:

“La gente dice a veces que la Belleza sólo es superficial. Puede que sea así. Pero al menos no es tan superficial como Pensar. Para mí, la Belleza es la maravilla de las maravillas. Sólo la gente superficial no juzga por las apariencias. El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible...”236 Lo escondido fascina: “Hay, en la disimulación y en la ausencia, una fuerza extraña que obliga al espíritu a volverse hacia lo inaccesible y a sacrificar cuanto posee para conquistarlo”.237 Y es que lo escondido es el otro lado de la de la presencia. La cara que no vemos de las cosas -el cuerpo que se oculta tras sus máscaras y lo hace resonar- nos fascina hasta el colmo de la seducción. Por un momento, la mirada inquieta que trata de ver más de lo que se le ofrece, parece un acto peligroso. Es una mirada impaciente que, seducida por lo que no ve, pero que el intelecto imagina, va en busca de lo desconocido, como guiada por un no-saber. Argulloll tiene un texto muy interesante

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Wilde, O. (2001) El cuadro de Dorian Gray, Madrid, Cátedra, p.112. Starobinsky, J. (2002) El ojo vivo, Valladolid, cuatro.ediciones, p. 9.


152 que narra la memoria de su iniciación al arte pictórico desde una primera mirada infantil hasta una mirada más adulta y más dirigida intencionalmente a lo que quiere contemplar. Ante una reproducción de Las tres Gracias, de Boticelli, escribe Argulloll:

“Es verdad que las Gracias aportaron a mi iniciación erótica la importancia del velo sobre la anatomía de la mujer, pero también en este aspecto el juego entre el leve vestido y la desnudez, entre lo velado y lo revelado tenía un componente superior que iba más allá de los vínculos del pecado. Quizá entonces empecé a saber que la desnudez demasiado explícita, aunque excelente para las lecciones de anatomía, era siempre inferior a la desnudez velada y que era ésta, en efecto, fuera en pigmento, en mármol o en carne, la que nos introducía al carácter celeste de la sexualidad y a la vertiente divina de la mujer: pues el velo, o el gesto o la palabra que actúa como velo, descubriendo y ocultando, son la casi intangible frontera que separa, pero también une, el ámbito de las ilusiones terrestres y el mundo perfecto de los dioses. La belleza de una mujer revelándose, desnudándose, es la única guía infalible para traspasar tal frontera.”238 El cuerpo seduce. En Vie Secrète, Pascal Quignard239 comenta que la palabra “seducción” deriva de un antiguo verbo latino -seducere- que quiere decir “conducir aparte”, “retirarse fuera del mundo”. Aquí, seducir es lo contrario que desposarse: es separar, ir o llevar a otro lugar (secreto, escondido, oculto). Se-ducere es separar a una mujer del domus, llevarla aparte, a lo separado y a lo secreto. Llevar o conducir a lo secreto, a ese “aparte” que es lo escondido es, de algún modo, la condición humana de todo pensamiento: el pensamiento implica lo secreto, lo escondido, lo que se oculta; es una especie de retirada. El pensamiento del cuerpo es lo mismo: pensar su lenguaje, el modo como se expresa, en el movimiento y en el arte de la danza. Seducción, entonces, es llevar aparte, de un mundo a otro, de un portavoz a otro, de una palabra a otras palabras. El seducido “desea”, y el sujeto seducido es un sujeto deseante, medio animal y medio hombre, desde el origen de los tiempos. Basta una letra, apenas una simple letra para transformar la educación -educere- en seducción -seducere. Las palabras 238

239

Argulloll, R. (2001) Una educación sensorial. Historia del desnudo femenino en la pintura, Madrid, F.C.E.-Casa de América, p. 44. Quignard, P. (1998) Vie secrète, París, Gallimard, p. 219.


153 tienen una tremenda fuerza. Detengámonos aquí: pensar la educación como seducción, ¿no supondrá tener que ser capaz de abandonar en algún momento el lugar del propio nacimiento, desprenderse de los lazos que nos fueron impuestos en el terror obediente, familiar, social, impersonal y mudo de los primeros años, también en el cuerpo? ¿Será poner el cuerpo en movimiento? Nuestra tradición cultural nos ha educado en una dirección distinta. Nos han enseñado que lo más profundo es, justamente, lo que no se ve: el alma, la mente, el espíritu, y que el cuerpo es, justamente, una carga, algo que tenemos que soportar, nos guste o no, y que haríamos bien el olvidar, o en negar, o en disciplinar, o incluso en educar. Se nos ha enseñado que lo correcto, lo más racional y lo científico, es aprender a ver lo que está oculto, y lo que está oculto siempre es un problema y los problemas siempre tienen solución. Pero no se nos ha enseñado a aprender a ver lo que tenemos delante, por ejemplo nuestro cuerpo. En pedagogía, por ejemplo, lo normal es hablar del cuerpo como un “objeto educando”; es aquello que hay que orientar y educar: “Un hombre que no compone no puede esperar más que injurias. Pero la otra alternativa es simple: la reeducación política. El alma precisa, en el cuerpo preciso, en la lengua precisa.”240

3. El cuerpo “ex - crito”

Parece que entre el hombre y su cuerpo se da una especie de juego: en él se experimenta -se ofrece como una posibilidad para jugar- y con él el hombre se la juega de algún modo. Como una especie de representación de sí mismo, el cuerpo deviene también una afirmación personal, y evidencia una estética de la presencia.241

240 241

Quignard, P. (1998) Vie secrète, p. 227. Breton, D. Le (2002) Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corporelles, ob. cit., p. 22.


154 El recurso al tatuaje, por ejemplo, y a otras marcas corporales, que lo delimitan como lugar de afirmación y territorio infranqueable, muestra la ambigüedad de la relación que hoy puede tenerse con el propio cuerpo en el escenario social: fuente de placer en el proceso de autoafirmación y, al mismo tiempo, una toma de distancia con respecto al contexto social. Es como si el cuerpo fuese vivido con un sentimiento de insuficiencia que se traduciría en un deseo permanente de romper los propios límites del cuerpo.

“Los ‘cuerpos escritos’ -dice Jean-Luc Nancy- heridos, grabados, tatuados, cicatrizados, son cuerpos preciosos, preservados, reservados como códigos de los que son gloriosos engramas: pero, en fin, no es el cuerpo moderno, no es el cuerpo que hemos dejado, ahí, ante nosotros, y que viene a nosotros, desnudo, solamente desnudo, y ante todo excrito de toda escritura.”242

Isadora Duncan le respondió una vez a una mujer que le preguntó por qué bailaba siempre con los pies desnudos lo siguiente: “Madame, yo creo en la religión de la belleza del pie humano”. Así iniciaba una conferencia pronunciada en Berlín en 1903, en la que decía eso otro:

“Sólo los movimientos del cuerpo desnudo pueden ser perfectamente naturales. El Hombre, llegado al fin de la civilización, tendrá que volver a la desnudez, no a la desnudez inconsciente del salvaje, sino a la desnudez consciente y reconocida del Hombre maduro, cuyo cuerpo será una expresión armónica de su ser espiritual. Y los movimientos de este hombre serán naturales y hermosos como aquellos de los animales libres.”243

Frente a la escritura del cuerpo, su excripción, colocarlo fuera del texto como el más específico movimiento de su texto un texto abandonado, dejado a su límite. Para algunos, las marcas corporales de los jóvenes, lejos de ser solamente un efecto de la moda, constituyen un desafío social y encarnan nuevas formas de seducción que se

242 243

Nancy, J-L. (2000) Corpus, París, Métailié, p.13. Duncan, I. (2003) El arte de la danza y otros escritos, Madrid, Akal, p. 56.


155 erigen en fenómeno cultural. Es como si el cuerpo legado por el nacimiento, y las señales naturales de crecimiento y maduración del cuerpo ya no bastasen, o dicho de otro modo, como si al cuerpo legado por el nacimiento hubiese que añadírsele un cuerpo-otro que uno mismo se fabrica, como un cierto lugar de resistencia y de autoapropiación: “Las modificaciones corporales -dice David Le Breton- afirman una singularidad individual en el anonimato democrático de nuestras sociedades.”244 Pero hay algo paradójico en todo esto. Los cuerpos marcados se ofrecen a la mirada social en su máxima visibilidad. Aquí los cuerpos hablan, pero no por sí mismos, sino en su decoración, en su delimitación como territorios marcados por fronteras. Hablan no los cuerpos, sino lo que en ellos se pone, lo que en ellos se pinta, lo que en ellos se inscribe, a veces con cortes e incisiones dolorosas. El cuerpo deviene objeto manipulable para hacer con él un cierto arte. Pero en este proceso, también asistimos a una cierta depuración de la palabra hablada, a una concentración en el lenguaje de los ojos. En su novela Body Art, el escritor norteamericano Don Delillo expresa muy bien esta idea, a través de una de las representaciones corporales de su protagonista Lauren Hartke:

“El último de sus cuerpos, el hombre desnudo, aparece desprovisto de un lenguaje y una cultura reconocibles. Se mueve de una manera peculiar, como si estuviera en un cuarto oscuro sólo que más lenta y más gestualmente. Quiere decirnos algo. Podemos oír intermitentemente su voz grabada, y Hartke sincroniza las palabras con sus labios.”245

Los cuerpos se hacen visibles, máximamente presentes y, al mismo tiempo, se ocultan tras sus marcas, incisiones y escrituras. El cuerpo se hace presente pero no es visto del todo, y sin embargo, en este aparecer ante todos los demás, el cuerpo así decorado le hace tener al sujeto la sensación de que es él, en la medida en que su cuerpo 244

245

Breton, D. Le (2002) Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corporelles, p. 22. También: Breton, D. L. (2003) La peau et la trace. Sur les blessures de soi, paría, Métailié. Delillo, D. (2002) Body Art, Barcelona, Circe, p. 121.


156 puede verse máximamente, como poniendo por testigo de su presencia a todo el universo social. El cuerpo se vuelve la prótesis del yo: la existencia necesita darse cuerpo, encarnarse e incorporarse, de forma visible y evidente ante todos los demás. Lo cual no extraña, pues, como decía Simmel, la experiencia de la ciudad moderna es eminentemente visual. Podemos hablar de cuerpo, pretender saber de él y construir un saber sobre el cuerpo y sin embargo dejarlo en silencio. Y podría parecer que, para eliminar ese silencio, tendríamos que reiniciar un gesto de entrada del cuerpo en la eminencia de la palabra y del concepto: volver a decir el cuerpo de modo que, con la pretensión de dominarlo en lo real, sintiésemos la necesidad de reducirlo primero en el campo del lenguaje, controlando así su libre circulación en el discurso mismo:

“Poblado de silencios -dice A. Gabilondo-, oculto en una proliferación de discursos, inaprensible, omnipresente, el cuerpo está siendo paulatinamente alejado, reducido, mediante todo tipo de procedimientos. Entre ellos, el más evidente, el de dar por supuesto lo que es y el de referirnos a él con una familiaridad y una confianza de convivencia, como si viviéramos con él, compañía más o menos insidiosa o agradable.”246

Ese deseo de decir el cuerpo adentrándolo en el discurso ha tenido, a menudo, como supo ver Foucault247 a propósito del sexo, un efecto de explosión controlada. Bajo un modo ruidoso de decirlo, el cuerpo permanece callado y mudo. Al resistirse a ese silencio, busca sus propios modos de decir lo que le pasa. Mediante una rigurosa depuración del vocabulario autorizado, hemos pasado del antiguo mutismo acerca cuerpo a un control de los enunciados del cuerpo: toda una política del cuerpo que, en su aplicación a contextos pedagógicos, habría sustituido el aprendizaje del cuerpo, como espacio de experiencia y de sentido, por la necesidad de presentarnos un “cuerpo

246 247

Gabilondo, A. (1999) Menos que palabras, Madrid, Alianza, p. 34. Cfr. Foucault, M. (1995) La voluntad de saber, Historia de la sexualidad, vol.1, Madrid, Siglo XXI Editores, p. 25.


157 educando”. Así, en nuestra tentativa de volver a

rescatar el cuerpo en un orden

discursivo determinado, hemos conseguido el efecto de hablar del cuerpo sin dejarlo expresarse por sí mismo. El saber racional sobre el cuerpo del hombre, con sus discursos ordenados, sus lenguajes precisos y vocabulario autorizado, surge de una mirada que parece pretender acercar las palabras y las cosas. Esa mirada “al fin matinal”, por decirlo con la acertada expresión de Foucault, es la mirada fundadora del cuerpo de un individuo en su calidad irreductible. Ese mirar busca que el cuerpo se ofrezca como cosa, en su pura objetividad, como un lugar de apropiación, como aquello que podemos capturar, disciplinar, educar, registrar u observar, encerrándolo en unos conceptos que seguimos destinando a decir la esencia de la cosa, pero no los acontecimientos. En esa mirada, parece que la intención es volver el cuerpo al fin adulto, un cuerpo que ha abandonado definitivamente su infancia. Frente a ese mirar, ¿es posible todavía una recreación del cuerpo en sus gestos, en la escritura, en un modo otro de hablar, de leer y de moverse? ¿Qué se puede aprender todavía del cuerpo, como lo todavía no conquistado o lo imposible por dominar, observando con atención al cuerpo que sufre cuando está enfermo, cuando se duele, cuando grita de placer o parece enloquecerse cuando se comunica en la danza? ¿No regresa el cuerpo entonces como un espacio de experiencia?

4. Los gestos del cuerpo

En los casos en los que al progresivo deterioro del cuerpo se une un decaimiento existencial, psíquico y moral del sujeto, el cuerpo es un espacio quizá sólo pensable en los términos de un acontecimiento, y no meramente en su facticidad biológica. Desde este punto de vista, el concepto “cuerpo”, en tanto espacio en el que ocurre algo, no dice esencia alguna, sino lo que en él acontece, lo que al cuerpo que


158 somos le (o nos) pasa. El cuerpo reacciona a lo que le viene de fuera y en él impacta a través de sus gestos, emitiendo signos peculiares en los que se expresa y por los cuales habla su propio lenguaje. El cuerpo actúa en sus gestos. Y en esos gestos, por así decir, se gesta el sujeto-cuerpo. En los gestos no sólo decimos, sino que en ellos nacemos, nos gestamos, en los gestos del cuerpo somos en relación. En suma: los gestos del cuerpo componen su lenguaje, su modo de decir y expresar lo que nos pasa. El modo de habitar el mundo es, entonces, a través de los gestos de nuestro propio cuerpo. Somos pura presencia en el mundo en, por y a través del cuerpo que habitamos y nos habita. Como mundo habitable, el cuerpo es un espacio, una extensión. Me pregunto: ¿Será un “lugar”, un “territorio” o un “sin-lugar”? En lo “sin-lugar”, dice A. Gabilondo, nada tiene lugar.248 Contenido dentro del espacio, el “lugar” otorga la posibilidad de una ocupación, de un anclaje: ocupa, de hecho, un punto dentro del espacio. El lugar es una posibilidad de afincarse en un punto, de arraigarse, de echar raíces. El lugar es una oportunidad de apropiación. Si el lugar se habita mediante apropiación, el sin- lugar se habita poéticamente, porque ese “sin” del sin- lugar no alude al no-lugar, a la ausencia de lugar, sino a un ejercicio o tarea: la de borrar la palabra “lugar” como posibilidad de apropiación. El “sin-lugar” es entonces errancia y aprendizaje: aprender primero a habitar; y como decía Heidegger, el habitar de los mortales es poético. El cuerpo es, entonces, espacio de aprendizaje, espacio habitable poéticamente, pero que también podemos intentar dominar -disciplinar- políticamente. Interesa ahora pensar lo primero: hacemos poéticamente obra en el propio cuerpo, pero no para domesticarlo, ni para conquistarlo definitivamente, no para doblegarlo o disciplinarlo ni someterlo, sino para liberarlo, para dejarlo ser y hacer obra de arte en él. Como

248

Cfr. Gabilondo, A. (1999) Menos que palabras, p. 82


159 espacio, el cuerpo es el sin-lugar del que no tendríamos que apropiarnos ni marcarlo con fronteras. Es, más bien, el espacio de experiencia donde hacer mundo. Hacemos obra de arte en el cuerpo transformándolo en mundo, haciendo mundo en él. Y hacemos mundo en él, pudiendo decir “yo soy mi cuerpo”. Dice Gabilondo: “El sin lugar no halla en el mundo su lugar, sino que lo encuentra y pierde a la par en la tierra, de nuevo, habitada poéticamente.” Como espacio “sin lugar”, el cuerpo propicia la comunicación con lo otro, propicia el devenir y el deslizamiento. Deviene, entonces, el cuerpo relación con otros y con lo otro. Vivir el cuerpo como un sin lugar -es decir, como espacio, y no como territorio o como lugar- es hacerlo resonar como una expresión poética. Es el cuerpo lo inacabado y lo no todavía conquistado: un cuerpo, por así decir, no destinado a fabricarse, en el orden de lo real, sino a crearse, en el orden imposible del acontecimiento. El cuerpo es un acontecimiento que acaece, que tiene lugar efectivamente, en la comprensión de la máxima presencia de lo incomprensible.249 Frente a una posible despersonalización del cuerpo, o ante una declarada renuncia a una apertura ante las dimensiones inéditas que el cuerpo nos muestra -por ejemplo en la enfermedad y en el dolor- la literatura, tanto la de ficción como la de autoficción, nos muestra sus posibilidades de sentido poético. Leamos, por ejemplo, algunos fragmentos de la novela-diario de Hervé Guibert Al amigo que no me salvará la vida. Se trata aquí de una novela sobre la historia de la propia enfermedad contraída -el Sida- por el propio Guibert, un informe descarnado lleno de afirmaciones terribles, de preguntas humanas desesperadas, de inquietudes de un ser humano que sabe a ciencia cierta cual será su final, pero que supo traducir en palabras la experiencia de su propio dolor:

249

Cfr. Gabilondo, A. (1999) Menos que palabras, pp. 40-41.


160 "Me preocupaba menos, dice Guibert, conservar una mirada humana que adquirir una mirada demasiado humana, como la de los prisioneros de Nuit et brouillard, el documental sobre los campos de concentración".250 Guibert escribe su autoficción desde el campo de batalla de su cuerpo en pleno proceso de transformación destructora por el Sida que padece. Él no escribe tras haber pasado por su infierno, sino que escribe y elabora lo que le acontece desde el propio infierno, desde las sensaciones que percibe. Al hacerlo así, no recurre a una memoria ficcionalizada sino a una memoria inmediata. Una extrañeza le somete: hay un otro-enmi. Guibert es un extraño para sí mismo, y no se reconoce: tiene que aprender las dimensiones nuevas que su cuerpo y la vivencia de su nueva identidad en transformación le ofrecen. Tiene que objetivar lo que le sucede con palabras, a veces, duras, pero no por ello menos humanas:

"Hoy, día en que comienzo este libro, el 26 de diciembre de 1988, en Roma, adonde he venido solo contra viento y marea, huyendo de ese puñado de amigos que, inquietos por mi salud moral, han intentado convencerme de no hacerlo, hoy, día festivo en que todo está cerrado y en que cada transeúnte es un extranjero, en Roma, lugar donde compruebo definitivamente que no amo a los seres humanos, y donde, dispuesto a todo para huir de ellos como de la peste, no sé con quien ni donde comer (...) yo que acabo de descubrir que no amo a los seres humanos, no, decididamente no les amo, les odio más bien, lo cual lo explicaría todo, ese odio tenaz que he sentido desde siempre...Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en este momento puedo soportar."251

En El protocolo compasivo, Guibert hace ver cómo toda la sensación de existir y estar vivo le es recordada en las escasas ocasiones en que consigue eficazmente, pese a su extrema debilidad, estimularse sexualmente. Como si la ausencia de placer, del placer puramente físico y carnal, fuese de hecho sinónimo de una muerte en vida:

“Me tiro todo el día dormitando en un sillón del que me cuesta gran esfuerzo alzarme, ya no aspira sino al sueño, me dejaba caer sobre la cama, pues ya no 250 251

Guibert, H. (1998) Al amigo que no me salvó la vida, Barcelona, Tusquets, p.14. Guibert, H. (1998) Al amigo que no me salvó la vida, p. 2.


161 puedo meterme en ella o salir de ella con el esfuerzo de mis músculos, o me agarro los muslos con las manos para hacer de palanca o me echo de costado para acabar sentado tras haber dejado caer las piernas, el cuerpo era la única cosa voluptuosa ahora que la deglución me da un dolor horrible y cada bocado se ha vuelto una tortura y un tormento y resulta que, desde hace tres días, el simple hecho de estar acostado en la cama me causa dolor, porque ya no puedo darme la vuelta, tengo los brazos demasiado débiles, las piernas demasiado débiles, tengo la impresión de que son trompas, de que soy un elefante amarrado, de que el edredón me aplasta y de que mis miembros son de acero, hasta el reposo se ha vuelto una pesadilla y ya no tengo otra experiencia vital que esa pesadilla, ya no follo, ya no tengo la menos idea sexual, ya no me masturbo, la última vez que volví a intentarlo no me bastaba con una mano, tuve que poner las dos, hacía semanas y semanas que no me había corrido y me asombró la abundancia seminal que devolvía de pronto a mi cuerpo un impulso juvenil.”252

La misma extrañeza la encontramos ahora en la protagonista de la novela El último cuerpo de Úrsula, de Patricia de Souza. La novela cuenta la historia de una mujer joven que padece una parálisis que le hace vivir el dolor de su cuerpo como una humillación y un desprecio, una herida profunda a su propio cuerpo que le obliga a tener que aprender de nuevo de él, bajo una nueva condición que antes de la parálisis le era desconocida, y a humillar a todos los otros cuerpos, los de sus amantes. Escrita en primera persona, casi en forma de un diario personal, la protagonista del relato medita al comienzo de la novela en estos términos:

“Hasta el día en que sufrí mi primera parálisis, mi vida era un conglomerado de hechos más o menos con sentido y armonía. Entendía la contradicción, y hasta el dolor, como parte de esa confrontación entre el mundo y lo que soy en el tiempo y en cada una de esas partículas que lo componen; pero cuando ocurrió el accidente, comprendí algo que estaba más allá de todas las ideas que podía haber aprendido o hasta inventado; comprendí que existía únicamente como carne, materia, moléculas condenadas a transformarse en partículas que ignorarían la sutileza de mis sentimientos; comprendí que dentro de mí estaba la muerte, y así conocí el odio que nace de esa frustración. Cuando ocurrió el accidente, entendí lo esencial: que el final comienza por la ausencia de placer.”253

252 253

Guibert, H. (1992) El protocolo compasivo, Barcelona, Tusquets, pp. 10-11. De Souza, P. (2000) El último cuerpo de Úrsula, Barcelona, Seix Barral, p. 9.


162 El aprendizaje del cuerpo también se ofrece como acontecimiento en el momento más intenso del abrazo amoroso, donde el amante abraza un fantasma. La magia del amor erótico consiste en eso: hacer que el cuerpo del amante se transforme en una sensación intensísima y, al mismo tiempo que real, etéreo y evaporado, sutil. Una atmósfera que lo cubre todo y es apenas perceptible con el cuerpo, siendo el cuerpo quien la provoca. En el momento del amor encarnado, incorporado, el cuerpo tiene su poética y su erótica. Su testimonio poético (un cuerpo que expresa su sentir con sus gestos, con la melodía de sus movimientos y el sonido de sus lamentos) nos revela un mundo-otro dentro de este mundo: “Los sentidos, sin perder sus poderes, se convierten en servidores de la imaginación y nos hacen oír lo inaudito y ver lo imperceptible”, dice Octavio Paz en La llama doble.254 Tanto en el sueño como en el abrazo erótico, abrazamos fantasmas. Porque en la cúspide de ese abrazo que roza la muerte, el cuerpo amado se evapora transformándose en “una cascada de sensaciones que, a la vez, se disipan”. En el abrazo erótico -carnal y deseante- el amor, mezcla de carne y deseo de lo que no se ve, es más exigente que cualquiera de nuestros instintos. El deseo es un deseo-otro y el tiempo es un tiempootro, siempre secreto, oculto, nocturno: “Al principio -podemos leer en la novela El sabor de un hombre- nuestro tiempo era la noche, la oscuridad, la conciencia dormida acurrucada al borde del precipicio, el instante en que nos sumergíamos el uno en el otro y en que el abismo se desvanecía por completo. Nuestros cuerpos funcionaban igual que dos máquinas perfectas para producir placer. El placer, luego el sueño. Como la muerte.”255 Esta transformación de la carne en sensaciones dispersas, hace que los amantes pierdan la noción de su propio cuerpo y también la idea del tiempo. Se adentran en una 254 255

Paz, O. (1997) La llama doble, Barcelona, Galaxia Gutemberg, p. 11. Drakulic, S. (2001) El sabor de un hombre, Barcelona, Anagrama, pp. 72-73.


163 región nueva, extraña, en el espacio del misterio erótico. Ahí, los amantes se preguntan ¿Quién eres tú? Es una pregunta sin respuesta: “Los sentidos son y no son de este mundo. Por ellos, la poesía traza un puente entre el ver y el creer. Por ese puente, la imaginación cobra cuerpo y los cuerpos se vuelven imágenes.”256 En lo erótico atisbamos una poética corporal, del mismo modo que en la poesía una erótica verbal. La carne y las palabras se unen y se separan de un modo extraño y magistral. El erotismo es pura metáfora: sexualidad transfigurada. Es la imaginación quien mueve tanto al acto erótico que al poético. La incapacidad para ese amor lo mismo que para lo poético encuentra una misma causa: la ausencia de imaginación y fantasía, que es la habilidad esencial del arte como posibilidad de una forma-otra. De nuevo Octavio Paz, ahora en El mono gramático expresa esta extraña relación entre cuerpo y palabra. Si el sentido aparece más allá de la escritura, como si fuese un punto de llegada, el cuerpo se revela como una totalidad, igualmente a la vista e intocable: “El cuerpo es siempre un más allá del cuerpo”. Al tocar el cuerpo, el cuerpo se rompe en sus sensaciones, se expresa en sus gestos se torna palabra en sus gemidos. El cuerpo, en la caricia, se fractura y se evapora, se transforma y se descuartiza, rompe su unidad simbólica y se hace signo.

“El cuerpo que abrazamos es un río de metamorfosis, una continua división, un fluir de visiones, cuerpo descuartizado cuyos pedazos se esparcen, se diseminan, se congregan en una intensidad de relámpago blanco; el cuerpo es el lugar de la desaparición del cuerpo (...) Todo cuerpo es un lenguaje que, en el momento de su plenitud, se desvanece; todo lenguaje, al alcanzar el estado de incandescencia, se revela como un cuerpo ininteligibe. La palabra es una desencarnación del mundo en busca de su sentido; y una encarnación: abolición del sentido, regreso al cuerpo. La poesía es corporal: reverso de los nombres”257

256 257

Paz, O. (1997) La llama doble, Barcelona, p. 11. Paz, O. (1998 El mono gramático, Barcelona, Galaxia Gutember, p. 115.


164 El cuerpo se expresa en sus gestos. El cuerpo responde a lo que le pasa a través de las señales que emite. Responde ante el dolor y ante la intensidad del abrazo erótico mostrándose como un cuerpo todavía no conquistado, como un cuerpo imposible, como un cuerpo, diríamos, por venir. Es un cuerpo inalcanzable, quizá sólo imaginable por medio del arte y de la estética. ¿Que queda de la existencia del hombre tras su paso por el mundo sino ese rastro anónimo que son sus gestos? “¿Qué es un gesto; el gesto pintado en un cuadro?” -se pregunta J.L. Pardo. El gesto es, decimos, el efecto, en la carne o en el cuerpo, de un acontecimiento exterior, la inscripción de una fuerza que, en el gesto, deviene sentido. El gesto expresa, pues, el acontecimiento (...) todo gesto es un cuadro, que lo expresa todo.”258 Aquí, el gesto no es un mero adorno, un mero elemento decorativo. Porque no estamos “fuera” de los gestos que emitimos, somos los gestos, las gesticulaciones, que nos conforman. Cada gesto está atravesado de vida. El cuerpo se ejercita, se ensaya, en la exterioridad de su hacer, en la expresión exterior, mediante gestos, de lo que le acontece. Cuanto más pierde una época, una colectividad, o un individuo la desenvoltura de sus gestos, más indescifrable parece la vida. Varrón en De lingua latina inscribió el gesto en la esfera de la “acción”, pero distinguiéndolo tanto del “actuar” (agere) como del “hacer” (facere).259 En el gesto, propiamente, ni actuamos ni producimos, sino que asumimos y soportamos, y en este sentido los gestos abren al hombre a la esfera del éthos como espacio propiamente humano. Todavía más, el gesto es lo que transforma un mero “hecho” en “acontecimiento”. Y su valor es puramente medial: es la misma exhibición de una medialidad, el hacer visible un medio como tal y en tanto que tal (por ejemplo, cada movimiento del cuerpo en la danza). En los gestos nos abrimos a la dimensión ética, y ahí, el gesto se muestra como comunicación de la experiencia misma de la 258 259

Pardo, J. L. (1992) Las formas de la exterioridad, Valencia, Pre-Textos, p. 263. De lingua latina, VI, VIII, 77.


165 comunicabilidad. Con Wittgenstein, cabe decir que el gesto es un mostrar lo que no puede ser dicho: es el propio modo de expresión del cuerpo como acontecimiento de la existencia.260 El cuerpo se ejercita, se ensaya, en la exterioridad de su hacer, en la expresión exterior, mediante gestos, de lo que le acontece. W. Schmid, en un ensayo que dedica a la “estética de la existencia” en M. Foucault, señala que “dado que el arte y la vida se encuentran en la huella de sus gestos, en el arte de la performance el gesto se convierte en una obra de arte elaborada conscientemente”.261 Un texto de J. Pardo expresa esta misma idea: “Veo un rostro estremecido por el miedo, un cuerpo contorsionado por el dolor, una espalda curvada por el peso, una cabeza agachada por la vergüenza: todo ello son síntesis estéticas (cada gesto sintetiza o expresa el mundo entero condensado en los pliegues de la piel) de la expresividad.”262 Los gestos, entonces, son, como la escritura, una inscripción en la existencia, y la carne participa de ella. “Se hace necesario recrear el cuerpo en un gesto tanto de insurrección como de supervivencia, recrear el cuerpo en la escritura, en un cierto hablar, leer o comer ya inevitables”.263 Los gestos del cuerpo -su lenguaje- quieren decir algo, o decir de algo, o decir de sí, pero yo, que veo ese cuerpo expresarse en sus gestos, ¿acierto a saber lo que veo, lo que en realidad quiere decir? Indica un modo de ser, es decir, lo que un individuo ha escrito en su cuerpo. Como espacio sin-lugar, entonces, el cuerpo está repleto de gestos, del trabajo de la gracia y de la erótica, principalmente. Como ocurre con las épocas históricas, los “primeros gestos” siempre son el anuncio de algo nuevo, son un comienzo. En el cuerpo, los gestos que emite, al expresar acontecimientos, constituyen un cierto momento inicial, un anuncio de algo 260

261 262 263

Agamben, G. (2001) “Notas sobre el gesto”, en Medios sin fin. Notas sobre al política, Valencia, PreTextos, pp. 47-56. Schmid, W. (2002) En busca de un nuevo arte de vivir, Valencia, Pre-Textos, p. 301. Pardo, J. L. (1992) Las formas de la exterioridad, p. 267. Gabilondo, A. (1999) Menos que palabras, p. 39.


166 que vendrá. Así, entender el gesto en su sentido corporal implica concebir un acto de la existencia, un acto que está sujeto a una determinada singularidad. Citaré de nuevo a Schmid: “De algún modo, la ética de los gestos implica una reapropiación del gesto a través del propio individuo quien, atento a la posibilidad de esta autoconfiguración, comprende el trabajo de la gesticulación como una tecnología del yo y como un ejercicio de sí mismo. Los individuos tienen que inventar de nuevo el arte de la gesticulación”.264 Este arte de la gesticulación tiene “su gracia”, una gracia que es opuesta tanto a una ética del deber como a una acción obligatoria de la razón. Su moral es antivictoriana. Esa gracia es expresión de un cierto cuidado de sí, una forma de autogobierno. Y la danza, precisamente la danza, expresa con evidencia el arte de la gracia y de los gestos del cuerpo: el baile es la escritura del cuerpo, por medio de la cual el sujeto se inscribe en una superficie y en un espacio abierto. En el baile, en la danza, en el movimiento de los cuerpos, encuentra la praxis de la libertad su metáfora más apropiada. Por el baile, los cuerpos escriben y describen en el espacio la plena exterioridad, y nos muestran hasta qué punto los humanos sólo somos plenamente tales cuando jugamos. Por el gesto, por el trabajo de la gracia, por el juego, la erótica y la danza, parece que nuestro ser se incorpora: somos por el cuerpo. Somos por el cuerpo significa aquí la necesidad de trato con los otros cuerpos, necesidad de compañía, de tacto y abrazo. “Ahora, vamos, ahora que vamos a morir”, dice Gabilondo. Pero ya que vamos a morir, y porque, con todo, no hemos venido a este mundo solo a morir, sino a iniciar algo nuevo, y porque todo comenzó con el nacimiento de nuestro cuerpo, aparición necesaria en el mundo como carne antes de la llegada de nuestra infancia, entonces, mientras llega

264

Schmid, W. (2002) En busca de un nuevo arte de vivir, p. 303.


167 un posible final, teniendo en cuenta que el cuerpo también es el resultado de impulsos y deseos, sólo cabe recrear el propio cuerpo como obra de arte, incorporarse al mundo artísticamente.


168

Capítulo 6 LA PASIÓN DE SER

Todo es mío y nada me pertenece, nada pertenece a la memoria, todo es mío mientras lo contemplo. W. Szymborska, Paisaje con grano de arena. Antes de pensar en mi vida, ya era mi vida. Bernard Nöel, Journal du regard

La infancia es vivencia de un tiempo sin memoria. O mejor dicho, es el tiempo vivido sin un anclaje en la memoria, precisamente para que el recuerdo sea posible en el tiempo adulto del después de. La infancia, “patria” del hombre, en realidad es lo que funda memoria, no lo fundado por ésta. Pero es el lugar únicamente recuperable por una memoria transformada en ficción, o sea, una memoria sabe que puede recuperarla, más que literalmente, literariamente. La literalidad, al pie de la letra, al fin y al cabo es mera copia, por muy perfecta que sea y muy buena letra que se tenga; la literatura es fingimiento, pero necesario: un modo de vivir otro, una voluntad de ver que tras las cosas tal y como son está la promesa de cómo podrían ser de otra forma. Únicamente por la literatura tendremos una “infancia recuperada”265; o como decía Bataille: “La literatura es la infancia al fin recuperada.” El resto de una vida, desde luego, puede trazar su perfil entre la necesidad de olvidar una infancia, cuyos opacos recuerdos pesan demasiado para sobrellevar la vida presente, o la insistente búsqueda de la verdad escondida tras las huellas de una

265

Cfr. Savater, F. (1995) La infancia recuperada, Madrid, Taurus. Además, Cabo, F. (2001) Infancia y modernidad literaria, Madrid, Biblioteca Nueva.


169 infancia, como le ocurre al narrador proustiano, que se mira con una cierta rememoración placentera; incluso en los casos en que ese recuerdo regocijante de un tiempo pasado no se corresponda, como casi nunca ocurre, con el modo como verdaderamente se experimentó cuando era presente. Pero si llegamos al mundo por el nacimiento, y nuestro tiempo, como tiempo humano, es narración y relato, toda transmisión de experiencias a otros implica la compleja dinámica de una cierta memoria y del deseo. Somos, de una forma que casi resulta imposible explicar, todas las historias y relatos que hemos leído, que nos han contado, los acontecimientos que hemos vivido. Aunque de una forma inconsciente, y desde luego no en todos los momentos de nuestra vida con plena lucidez, afrontamos lo que nos pasa y tratamos de resolver nuestros problemas casi como si fueran géneros literarios; de este modo, a veces somos capaces de afrontar eso que nos pasa como comedias, como tragedias, en definitiva, como personajes de los dramas en los que nos hacemos o nos deshacemos. Es en este sentido en que nuestra vida es, simultáneamente, muchas vidas u otras vidas. Vidas narradas o narrables, con indudables elementos de ficción; vidas no del todo despreciables para la literatura. W. Szymborska escribió en su poema “Un relato empezado” que “para el nacimiento de un niño / el mundo nunca está preparado.” Cada nacimiento es un impacto en el mundo que ya estaba ahí. Es una fractura en la piel del mundo. Y del nacimiento a la muerte, la vida de cada ser humano es una cadena de posibilidades abierta a la experiencia de lo nuevo. La experiencia de la vida, la conciencia plena de existir y poder confirmar a cada instante lo que somos, nos acerca o nos aleja del aprendizaje de lo nuevo. Pensar la vida en su radical apertura -abrirnos hacia dentro de nosotros o hacia fuera- es pensarla como una experiencia a veces desgarrada, en ocasiones exaltada, como el conjunto de experiencias que nos elevan más allá de


170 nosotros mismos y nuestras posibilidades o como experiencias que nos conmueven hasta el paroxismo. Del nacimiento a la muerte, cada vida -concreta, singular, contingente y personalísima- es una posibilidad de apertura, de entrega y de recepción de lo extraño. De recepción de lo extraño y de los acontecimientos que hacen de cada uno, no sólo un actor capaz de gestionar sus acciones, sino un paciente espectador que recibe lo que le sobreviene y le transforma. Porque somos el que hace y el que sufre -el que padece- y nos formamos tanto por lo que hacemos surgir de nuestras acciones como el resultado de lo que nos acaece. Nuestra entrada en el mundo por el nacimiento es irrupción, en cierto modo violenta, pues “en él pasamos a ser expulsados hacia la luz.” Somos “expulsados”, lo cual expresa inquietud y aventura, pero lo somos hacia la “luz”, lo que introduce una dimensión de “tranquilidad”.266 En todo caso, esa entrada en el mundo es una entrada en la existencia (un acceso, pues, a la inquietud, al riesgo y a las exposiciones), y una toma de contacto entre nuestra piel (pues nacemos como cuerpo) y la piel del mundo. Ahí se establece toda una dinámica erótica y pasional. Aquí lo erótico es, a la vez, locura, delirio, posibilidad, poder, motor e impulso de conocimiento. El placer de existir, entonces, es una tensión erótica que nos pone en contacto con ese mundo al cual accedemos por el nacimiento y al que somos expulsados por el acto de nacer. Ese placer de existir es un placer anclado en el eros -una de las dimensiones del sentido, como vimos- al cual deberíamos reconocerle una capacidad cognoscitiva y una vía de acceso a una especie de logos erótico que es una sabiduría del placer de la existencia: “El saber viene determinado por la posibilidad de comprender el mundo a través del otro cuerpo, o de acceder al diálogo con el mundo a través de él. La realización, si no plena, sí muy

266

Argullol, R. (2000) Aventura. Una filosofía nómada, Barcelona, Plaza & Janés, p. 125.


171 avanzada de lo erótico sería la posibilidad de sentir ese cuerpo del mundo en el contacto con el otro cuerpo.”267

1. Estética de la existencia

En este ensayo he intentado una reflexión sobre la vida experimentada y sobre la vida marcada por la experiencia del mundo al que llegamos por el nacimiento. Se trata del mundo que percibimos como extensión de nuestra propia piel, y también el que descubrimos en nuestro interior cada vez que nos atrevemos a mirar, ensimismados y atentos, la subjetividad que nos constituye. Escuchamos las voces de un mundo que repite constantemente la necesidad de abrir las fronteras y la importancia de sentirnos en cualquier parte como en nuestra propia casa. Pero, ¿se puede confirmar la vida y aprobar la existencia, a pesar de carecer de justificaciones racionales que permitan mostrar que existir es un placer? ¿Cómo regocijarnos de la existencia? Si es posible confirmar la existencia, a pesar de que siempre el placer de vivir puede ser contradicho, entonces no hay más remedio que hacerlo desde una apertura al dolor de los otros, mirando el mundo con la mirada herida de las vidas rotas, de las vidas que nuestro propio mundo, a pesar de su belleza, ha tornado superfluas. Ser fiel a la belleza y a los humillados, decía Camus, y guardar esa doble memoria. Saberse llegado al mundo por el nacimiento, lo que significa que aunque hemos de morir hemos venido a este mundo a comenzar algo nuevo, porque no nos dotamos de una identidad inmutable y fija para siempre, sino que creamos condiciones en las que podemos ser de otro modo; y saber,

267

Argullol, R. (2000) Aventura, ob. cit., p. 130.


172 también, que entre la vida y la muerte lo que podemos hacer es inventarnos a nosotros mismos, conducir nuestra vida y hacer arte de la existencia.268 Este arte no ignora la presencia del abandono, del dolor, del silencio en múltiples escenarios que forman parte de lo que sentimos como nuestro mundo. Encontramos ese dolor en nuestra tierra antropológica de nacimiento como especie -en África- un continente abandonado a la miseria y a la guerra, al sufrimiento, el hambre y la enfermedad. Un continente cuya riqueza hemos expoliado, cuyas gentes hemos maltratado, cuyas guerras hemos fomentado y ante cuyo dolor nos sentimos ahora impotentes para hacer casi nada. Y lo encontramos en otros muchos escenarios, espacios totales sin tiempo en el que miles de seres humanos están condenados a la pasividad, a una espera instalada en un instante agotador sin esperanza para que la ayuda llegue. La reflexión sobre las experiencias modernas que resultan desgarradoras de nuestra historia y nuestro tiempo violentan nuestro pensar, forzándonos a revisar todas nuestras categorías tradiciones de pensamiento, juicio y reflexión moral (y crean, por ello, unas condiciones estrictamente contemporáneas para el pensamiento). Este ensayo, sin embargo, no ha pretendido pensar en la vida, marcada por la experiencia, como una vida sin continuidad en el deseo de instalarse en ella y, por tanto, sin la posibilidad de una renovación, a través del placer de existir. A través del placer del amor -el amor que se profesan los amantes, el amor que se profesa a los hijos, el amor que se profesa a los discípulos-, a través del descubrimiento de la maravilla de la

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De alguna manera, este “arte de la existencia”, que vincula un impulso ético a una pasión estética, hace buena la definición de la vida como el conjunto de fuerzas que, sin negarla, resisten a la muerte. Sobre las posibilidades de una filosofía como estética de la existencia, ver: Hadot, P. (2001) La philosophie comme manière de vivre, París, Albin Michel. Un intento de actualización de la ética filosófica griega, en relación a la conducción del arte de la vida, se puede encontrar en: Nussbaum, M. (2003) La terapia del deseo. Teoría y práctica en la ética elenistica, Barcelona, Paidós. Una versión hedonista de este punto de vista, que une la afirmación de la vida con la capacidad de resistir a todo lo que la anula se puede encontrar en Michel Onfray. Ver: Onfray, M. (2002) Cinismos.Retrato de los filósofos llamados perros, Barcelona, Paidós; (1997) Politique du rebelde. Traité de la réssistance et d’insoumission, París, Grasset: y (1993) La sculpture de soi. La morale esthétique, París, Grasset.


173 amistad, a través del placer que supone la experiencia de leer la escritura de los más sabios. En cada uno de estos placeres, los hombres nos alegramos de la existencia porque tenemos la oportunidad de activar el deseo de un nuevo comienzo, y porque asistimos al milagro de un nuevo nacimiento: en cada amor, en cada amistad, en cada lectura, podemos encontrar la oportunidad de un nuevo inicio, de una radical novedad, encontramos, en fin, la oportunidad, única, insustituible, pensada para nosotros, de poder decir: amo la existencia porque el mundo está ahí, hermoso, bello, y yo, junto a otros, formo parte de él. La humanidad está hecha de los que fueron y no pudieron continuar, de los que son y de los que vendrán. La humanidad es más extensa que una idea, más grande que una especie, más noble que una raza, más generosa que una ideología. Por eso la humanidad está hecha de tiempo y para que madure, crezca y se forme nuestra propia humanidad, precisamos de tiempo, del duro deseo de durar. Requerimos el tiempo de la memoria, que hace de nuestro pensar un pensamiento agradecido, precisamos del por venir, que nos hace abrirnos y pretender lo imposible e inesperado, precisamos de un presente dichoso, que nos permite aprobar la existencia. Esta aprobación de la vida está ligada a una cierta experiencia de lo alegre. Decía Clément Rosset que el estatuto de la “alegría” posee un cierto carácter totalitario: parece estar en el registro del “todo o nada”. El regocijo de la persona alegre no es concreto, sino genérico. Nada en particular es la causa de la alegría, porque la alegría es un estado que lo cubre todo. Por eso la alegría es un desbordarse. Cualquier elemento que provoque un estado de alegría pronto se ve desbordado hasta conducir a una “afirmación de carácter jubiloso de la existencia en general.”269 Se opera entonces una aprobación “incondicional” hacia cualquier forma de existencia. No resulta extraño que a la persona que vive ese estado expansivo de alegría le resulte difícil concretar un solo

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Rosset, C. (2000) La fuerza mayor, Madrid, Acuarela Libros, p. 11.


174 motivo que la cause. Por eso la alegría expansiva es, en cierto modo, inefable: habría tantas cosas que decir que el sujeto alegre, como el enamorado, se queda sin palabras. Y sobre todo, en ese estado de dicha puede dar la impresión de que nos hacemos fuertes frente a cualquier objeción que la cuestione. Es relativamente fácil que de ahí resulte una cierta incapacidad para mirar el otro lado. Por eso, el alegre es persistente y casi contumaz. En la alegría se aprueba la existencia de tal modo y de tal forma que, en rigor, no se puede decir ni explicar. Sólo puede mostrarse: “Todo intento por expresarla se disuelve en un balbuceo más o menos inaudible e ininteligible.”270 La alegría es, pues, una hipótesis imposible de expresar: “Perdida entre lo demasiado y lo demasiado poco que decir, la aprobación de la vida permanecerá siempre indecible.”271 Rosset señala que el apoyo a la alegría es necesario tanto para el ejercicio de la vida como para el conocimiento de la realidad, y no niega su carácter paradójico, pues no parecen compatibles la aprobación del placer de existir y las evidencias de tanto dolor y sufrimiento en el mundo. Pero precisamente ahí está el asunto: la aprobación de la vida no es sino el resultado de un contraste, es decir, un claroscuro, y nunca un estado final de perfección sin fisuras ni grietas. Así como la compasión es posible por que hay una diferencia entre quien sufre y quien no sufre, el placer y la alegría de la existencia es posible porque nuestra vida posee un componente indiscutiblemente trágico y la vida es drama. Por eso la vida se siente: antes de pensar en la vida, ya éramos vida. Por eso resulta, en parte, cruel afirmar el placer de vivir, por el contraste que produce en quienes sufren; ahí, quizá solo quepa aprender a ser frágiles con el que sufre; y por eso mismo, la alegría está al margen de la lógica y las justificaciones racionales; le pasa lo mismo que a las religiones, que mueren cuando se pretende descubrir que son “verdaderas”, como decía Wilde. Y por eso la alegría es la condición 270 271

Rosset, C. (2000) La fuerza mayor, ob. cit, p. 13. Rosset, C. (2000) La fuerza mayor, ob. cit., p. 13.


175 básica para llevar a cabo una vida, en su contraste, en su lucidez y en su delirio, bajo la forma del arte. Por eso la alegría es una fuerza mayor. Decía Oscar Wilde que el vicio supremo es la limitación del espíritu: la incapacidad -la negativa radical, deliberada- para comprender, para entender las cosas y a las personas. ¿Qué guía este deseo de comprensión, cuando existe, más allá de los límites de la humana capacidad para pensar? En el De profundis, lo que guía el deseo de comprender es la autoconfrontación del dolor y del sufrimiento, en el sujeto, a través del amor: la permanencia de la llama del amor en el propio corazón, la lucha contra el resentimiento y el odio. El amor, del que se dice que todo lo perdona, nos hace olvidar de un modo extraño. El amor nos hace olvidar desde un ejercicio ejemplar de la memoria. Nos hace recordar sin ira, impidiéndonos un regreso resentido al origen de nosotros mismos, allí donde nos afincamos en una identidad firme, y vuelve intensas nuestras experiencias. El amor nos hace ver el mundo en su totalidad y con imaginación nos permite ir más allá de nosotros mismos. Nos descentra, pero esa nuestra locura no impide ligarnos a distancia a nosotros mismos; nos ligamos desde la otredad, porque el amor es deseo del otro. Así, la única alternativa para dar sentido al sin-sentido del dolor, ¿no es acaso el amor cuya vitalidad reside en la fantasía y la imaginación? Una figura que expresa muy bien este amor de sí y este amor mundi lo podemos encontrar en lo que Foucault llamaba estética de la existencia.272 Trataré de ponerla en relación con lo que ya hemos visto acerca de la infancia como promesa de forma. La casa que nos es más propia se edifica en los cimientos de la infancia. Esta “infancia”, como “patria del hombre” es el comienzo, es decir, un cierto “archivo” que guarda nuestra memoria. El “archivo”, del griego arkhé, es tanto “comienzo” como “mandato”, o lo que es lo mismo: allí donde las cosas tienen un comienzo y el lugar 272

Cfr. Foucault, M. (2001) “Une esthétique de l’existence”, en Dits et écrits, II, París, Gallimard, pp. 1549-1554. Sobre esto ver, Schmid, W (2002) En busca de un nuevo arte de vivir, Valencia, PreTextos.


176 donde dioses y hombres mandan, el lugar donde se ejerce la autoridad.273 Como patria del hombre, como lugar de los comienzos, podemos pensar ese lugar como archivo de infancia. Recordarla es difícil, pero en todo caso es un trabajo de exhumación y de rescate de lo que quedó olvidado, algo necesario para seguir escribiéndonos. O dicho de otro modo: como “comienzo”, la infancia es recuperada en su literaiedad, porque ese comienzo, ya lo hemos visto, es un reaprendizaje de la invención y de la creación; es lo que proporciona a la vida su dimensión de escritura (biografía). Pero en su dimensión de “mandato”, lo que se impone es “orden”, es decir, una orden, algo que debe ser de algún modo cumplido: cumplirlo al pie de la letra. Aquí lo que hay es literalidad. En ese trabajo de recuperación de la infancia parece que nos relacionamos de un modo otro con la verdad. Como le ocurre al narrador de En busca del tiempo perdido, esa verdad no está en el pasado, sino en el porvenir. Y es que existe una forma de entender la relación entre el sujeto y la verdad, una en la que nos damos una forma propia desde el recuerdo de la infancia como tierra del comienzo y del inicio, como diciendo aquello que en las más penosas condiciones escribió Oscar Wilde: “Sólo en entender quién soy he hallado consuelo.”274 En De profundis, Wilde, que había vivido para el placer y las cosas bellas, se enfrenta al dolor, en lo hondo, y escribe: “Rechazar nuestras experiencias significa detener nuestro desarrollo. Negar nuestras experiencias es poner una mentira en labios de nuestra propia vida. Equivale a una negación del Alma.”275 En el Arte, orientado ya al individuo y a darse forma, y no solamente a los objetos, es posible que lo externo sea expresivo de lo interno, se hace posible que la Forma revele. Encontramos nuestra forma de mil maneras. Por ejemplo, pensemos en el africano deportado en el antro del barco negrero. En ese barco y en ese espacio “heterotópico”, 273 274 275

Cfr. Derrida, J. (1997) Mal de archivo, Madrid, Trotta, p. 9. Wilde, O. (1999) De profundis, Barcelona, Muchnik, p. 111 Wilde, O. (1999) De profundis, ob. cit., p. 111


177 en ese no-lugar, el africano pierde su lengua: con frecuencia, tanto en el barco como en las plantaciones jamás convivían personas que hablaban la misma lengua. Había un despojamiento de la lengua propia y de cualquier elemento propio de la vida cotidiana. Por eso al africano deportado se le arrebata la posibilidad de mantener sus propios legados. Y sin embargo, como en otros casos de inhumanidad extrema, con el único recurso de los poderes de su memoria, a partir de las huellas y de los rastros de lo que era en su propio mundo, crea un lenguaje nuevo y formas artísticas universales, como la música de jazz. Aquí hay verdadera creación, un verdadero darse forma, a partir de lo que Edouard Glissant denomina pensamiento del rastro, “el trémulo aliento de la novedad permanente”.276 El ejemplo de Glissant es tan acertado para tratar de atisbar lo que todavía puede hacerse con la lengua y con la vida, incluso en las situaciones más extremas, como lo es el final del texto de Foucault “Des espaces autres”. El texto es aquí tan pertinente, y habla tanto por sí mismo, que sólo cabe dejarle hablar sin necesidad de otros comentarios que tapen su propia voz:

“Burdeles y colonias son dos tipos extremos de heterotopías, y si imaginamos que al fin y al cabo el barco es un pedazo flotante de espacio, un lugar sin lugar, que vive por sí mismo, que está cerrado sobre sí y entregado al mismo tiempo al infinito del mar y que, de puerto en puerto, de juerga en juerga, de burdel en burdel, va a las colonias a buscar lo más preciado que ellas guardan en sus jardines, se comprenderá porqué el barco ha sido para nuestra civilización, desde el sigo XVI hasta nuestros días, ala vez no sólo, por supuesto, el mayor instrumento de desarrollo económico (...), sino la mayor reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por excelencia. En las civilizaciones in barcos los sueños se secan, en ellas el espionaje reemplaza a la aventura y la policía a los corsarios.”277

Un pensar como éste lo que busca es, entonces, imaginar lo no dicho. En ese arte, que es una especie de estética de la existencia, en ese arte de encontrar la propia forma a través de mil variaciones, el sujeto va del silencio a un pensar que ya no es 276 277

Glissant, E. ( 2002) Introducción a una poética de lo diverso, Barcelona, Ediciones del Bronce. Foucault, M. (1999) “Espacios diferentes”, Obras Esenciales, vol. 3, Barcelona, Paidós, p. 441.


178 tristeza, sino danza y risa, porque la risa hace pedazos la unidad absoluta y el carácter incondicional del pensamiento. En ese arte, la vida se rige por su aprobación alegre, una afirmación que deriva su fuerza de la tentativa de inventarse uno en cada instante. Y es que, como dice Deleuze, “a su manera, el arte dice lo mismo que los niños. Se compone de trayectos y de devenires, con los que hace mapas, extensivos e intensivos. Siempre hay una trayectoria en la obra de arte”.278 En Nietzsche encontramos ya una formulación desepistemologizada de la idea de “verdad” de sumo interés aquí. La verdad no es algo que esté ahí, que pueda encontrarse o descubrirse, sino algo que debe ser creado y que da nombre a un proceso indeterminado. Como ejercicio de creación, la verdad es una práctica del arte, del arte de darse forma a sí mismo, de hacer experiencia en un devenir que puede explicarse sin necesidad de recurrir a intenciones finales. Lo único imprescindible: dar estilo al propio carácter es un arte grande y raro.279 Aquí subyace una crítica a la educación como práctica que se resuelve en la exigencia de tener que comunicar una fe definida acerca de la naturaleza humana. Se trata de una crítica a aquél modo de pensar la educación que primero inventa una fe y después pide la verdad. Como creación en uno, como existente, la verdad es el resultado de una espera:

“En verdad, también yo he aprendido a esperar -exhaustivamente-, pero sólo a esperarme a mí. Y sobre todo aprendí a tenerme en pie y a caminar y a correr y a saltar y a trepar y a bailar. Esta, sin embargo, es mi doctrina: quien quiera aprender un día a volar tiene que aprender primero a tenerse en pie y a caminar y a correr y a trepar y a bailar; ¡no se aprende a volar volando!280

Foucault nunca pretendió en su filosofía otra cosa que pensar en un sujeto como un quién capaz de constituirse a sí mismo con la ayuda de unas prácticas y unas técnicas del yo al margen de los imperativos sociales normalizadores. No se trata de un sujeto 278 279 280

Deleuze, G. (1996) Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama, p. 95. Nietzsche, F. (2000) El gay saber, Madrid, Austral, 290, p. 240. Nietzsche, F. (1998) Así habló Zaratustra Madrid, Alianza, p.272.


179 instalado en una identidad firme o prefijada, sino de un yo múltiple cuya coherencia reside en un “estilo de la existencia”, que se justifica en el principio de que la libertad, como creación de sí, es la condición ontológica de la ética, de modo que toda ética, todo éthos, se traduce en una estética de la existencia: una ética de la exposición. Se trata, por tanto, de pensar la existencia como arte, orientada y guiada por un pensamiento-artista, decía Deleuze.281 Lo que a Foucault le interesaba no era recuperar unas categorías éticas o filosóficas universales, ni tampoco pensar al hombre como una sustancia o una identidad fija. Más bien estaba interesado en pensar la ética como éthos, o sea: pensar cómo el sujeto, en sus circunstancias particulares, es capaz de gestionar su vida dentro de una trama de relaciones de poder que pueden derivar en relaciones estratégicas de dominación. Toda forma es un compuesto de relaciones de fuerza. Foucault insiste en que no nos formamos en el juego de los símbolos, sino en prácticas reales e históricamente analizables. Existe una tecnología de la autoconstitución, que atraviesa los sistemas simbólicos, a la vez que se sirve de ellos.282 Lo que hacemos es resistir, o aprender a resistir, escapar a relaciones de dominación y de fuerzas que nos constriñen, orientar y encauzar de nuevo la vida. Haciendo arte de vida “doblamos” las relaciones de dominación. El arte de la existencia es un “pliegue” de la realidad que se impone como dominación. No se trata, por tanto, de determinar de una vez por todas y para siempre la forma esencial del hombre, sino de acometer un trabajo sobre uno mismo, acometer la tarea de aprender a cuidar de sí mismo, de constituirnos como sujetos. De este modo se entiende que cuando actuamos autónomamente no lo hacemos porque seamos libres, en sentido abstracto, sino porque hacemos experiencia con un mundo que nos da a pensar. El arte 281 282

Cfr. Deleuze, G. (1999) Conversaciones, Valencia, Pre-Textos, p. 156. Cfr. Foucault, M. (1999) “Verdad y poder”, en Obras Esenciales, vol. II, Barcelona, Paidós, p. 45.


180 de la vida, como estética de la existencia, surge como una lucha, como un combate o resistencia frente a lo intolerable e insoportable. Es esta resistencia frente a lo inaceptable lo que da sentido a la ética, lo que justificaría los derechos humanos, lo que hacemos, incluso, cuando escribimos nuestro dolor. Esta estética de la existencia es, al mismo tiempo, una ética que resalta el aspecto estético del diseño de uno mismo, pero no con el propósito de una afirmación del arte por el arte. “La constitución de los modos de existencia o de estilos de vida no es exclusivamente estética sino que es, en los términos de Foucault, ética.”283 Se trata de volver a pensar la vida del sujeto, y al sujeto mismo, con las metáforas de “novelista de sí mismo”, “poeta de sí mismo” o “escultor de sí mismo”, pero a la luz de la concepción de Nietzsche de la vida como arte de sí misma. Si no existe ninguna esencia del hombre a la que poder remitirnos como guía, entonces se abre la posibilidad de una transformación permanente del sujeto: un devenir otro. Uno de los pilares del cuidado ético con uno mismo, en la antigüedad, consistía en el arte de decir la verdad con franqueza. La práctica de decir la verdad francamente era parte del arte de una estética de la existencia, de una vida que al no renunciar a la verdad como veracidad se conformaba como belleza. La ética del cuidado de sí está ligada, sobre todo, a cierto modo de conocimiento y formación del saber. El saber y el conocimiento se convierten en instrumentos del arte de vivir en la verdad y en la belleza. El saber está ligado, entonces, a un cierto éthos. Se trata de un saber vinculado a la transformación del éthos. Sólo mediante esta transformación de sí es posible dar forma a la vida como arte y entonces nos volvemos capaces de ver la verdad como veracidad de la vida. Este saber influye en la forma de comportamiento, por eso es un saber productor de conducta (éthos). Se trata de un saber estético, porque da forma y

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Deleuze, G. (1999) Conversaciones, ob. cit., p. 163.


181 transforma la actitud y la conducta de sí. De modo que en última instancia ética y estética son la misma cosa. Para esta forma estética del saber de la vida lo importante es un articular modo de ver, una cierta manera de mirar el mundo y la relación del individuo con el mundo. El cuidado estético de sí se vincula a una mirada que se resiste al modo dominante de ver. Se trata de una mirada resistente, una mirada que ejercita una capacidad más aguda de atención y que se instala en un pensamiento no pasivo, sino inquieto y móvil. Una mirada que se deja herir por lo que pasa y que nos se protege frente a lo otro. Por ser un pensamiento móvil, nunca se instala plácidamente en las evidencias ni en las convenciones o las aparentes certezas. Se trata de mirar, de prestar atención y de percibir una cierta manera de sentir, instalada en una sensibilidad no sentimentalista: dejarse impactar por lo intolerable, por lo insoportable. Está claro que este saber ayuda a mirar el mundo de otro modo, pero también ayuda a elegir, a que el sujeto se decida según criterios de verdad y de belleza. Es un modo de subjetivación. Formando la subjetividad, elegimos un modo de existencia, con independencia de las presiones que ejercen las convenciones sociales. Lo que se elige es lo que verdaderamente importa en la vida para ese individuo. Pero esa elección no se hace sobre la base de un saber seguro: en realidad el sujeto no sabe a ciencia cierta dónde quiere llegar. Cuando ya se sabe previamente adónde se quiere llegar, falta la dimensión de la experiencia. Hay, pues, una dimensión estética del sentido. El sujeto aquí es un sujeto pasional, un sujeto al que le pasan cosas a partir de las cuales crea su existencia estéticamente y vive su vida como un Arte. La experiencia del dolor, como la del placer y la alegría, nos muestra de una forma evidente que, como humanos, nos constituimos como sujetos de pasión. Pasión y acción se contraponen: lo pasivo es lo negativo de lo activo. Como sujetos de pasión, lo que nos transforma es el padecer, o dicho de otro


182 modo, la pasividad específica que soporta y acoge lo que nos pasa; sea dolor o alegría, amor o desamor. El saber que obtenemos de este soportar lo que acaece en nosotros es un saber qué forma, tonalidad y textura adopta la vida en casos como estos, donde lo que nos pasa nos hace expresar, en un grito, en un gemido, con un gesto imperceptible, lo que somos, precisamente ahí, lo mismo en el placer y en la alegría, como en el dolor más intenso. El sujeto de la pasión se hace, entonces, a base de constantes mezclas entre intencionalidad y contrariedad, de modo que lo que va constituyéndonos narrativamente no es tanto lo que hacemos como lo que nos acontece y nos constituye en sujetos pasivos que recibimos lo que no hemos elegido. En este sentido, la belleza humana reside en gran parte en nuestra fragilidad y vulnerabilidad. Si en el dolor, como en otro sentido en la alegría, hay incomunicación e indecibilidad, una especie de dejarse llevar sin resistencia, en el sufrir lo que hay todavía es pasión, mejor aún, poder de pasión, una cierta capacidad de elaborar el sentido de lo que nos acontece, una cierta energía y dinamismo. En rigor, “sufrimos” tanto la pasión de lo que nos hace mal como la pasión de lo que vivimos como un bien. Como sujetos de pasión, la ética humana es, entonces, una patética.

2. Territorio de la memoria

Como hay un arte de vida, existe también un arte de la memoria. La memoria permite situarnos de nuevo en la filiación del tiempo. No existimos más que en el tiempo, que es el que nos coloca en relación tanto a nuestros antepasados como a nuestros descendientes. Y sin embargo, en una época como la nuestra, que tiene una vivencia más intensa del instante que de lo duradero, la universalización de la memoria es más un ejercicio de “compensación” que una instalación viva en la experiencia del tiempo. Pero el uso de la memoria no se confunde con la conmemoración ritual ni


183 siquiera con el ejercicio intencional del recuerdo. Bensoussan se ha referido, en este sentido, a una “religión civil de la memoria”, a un hablar incesante del recuerdo, en relación con acontecimientos dramáticos del pasado siglo, que no parece decir lo esencial de los mismos, y cuya enseñanza se caracteriza por un exceso de moralismo. Si este tipo de acontecimientos -dos guerras mundiales, campos de trabajo y de exterminio- constituyen una fractura que desgarra la historia y remueve nuestras categorías habituales de pensamiento, también ha de remover las figuras clásicas de la cultura tal y como nos las ha mostrado el humanismo en vigor en el mundo escolar. La historia de estos dramas merece una memoria política, más que moral, porque plantea cuestiones que se refieren a la entraña misma del sujeto político. Una memoria basada en la mera emotividad es, al final, inútil; es una memoria vana.284 Hay que reconocer, no obstante, las dificultades que las democracias tienen para aceptar en su seno el legado heredado de las memorias.285 De algún modo, la democracia tiende a rechazar una mirada frontal de los crímenes más atroces, al derivar su legitimidad del principio de ciudadanía, que no puede ser más que “bueno” en la estética democrática vigente. Y sin embargo, el trabajo de la memoria, que es también un cierto trabajo de duelo, requiere una actividad dinámica de consentimiento o de reconciliación con la pérdida de lo irreparable, que es un preámbulo obligado para otras cosas: la comprensión profunda de lo sucedido, tal vez el acto gratuito de un cierto perdón. Sin este trabajo de duelo de la memoria, ¿cómo evitar la amnesia y el olvido? ¿Cómo superar el resentimiento, si es que se puede? Sin un cierto olvido, elemento imprescindible del trabajo del recuerdo y de su ética ¿cómo superar el riesgo de

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Cfr. G. Benssousan (1998) Auschwitz en héritage? D’un bon usage de la mémoire, ob. cit., pp. 55 y ss. Cfr. M. T. de la Garza (2002) Política de la memoria, Barcelona, Anthropos; E. Jelin (2002) Los trabajos de la memoria, México, Siglo XXI Editores; Academia Universal de las Culturas (2002) ¿Por qué recordar? , Barcelona, Granica.


184 narcisismo de la condición de “víctima”, tan peligroso para ella como para su futuro y la continuidad de su existencia?286 Es preciso, entonces, perfilar el sentido de la memoria y cómo hacer un buen uso de las facultades del recuerdo. Como ya he explicado en otro lugar287, Tzvetan Todorov se ha referido a una memoria ejemplar288, diferente de una "memoria literal", que es aquella en la que el recuerdo queda retenido en su absoluta literalidad y permanece por ello intransitivo y sin posibilidad de conducir más allá de sí mismo. La "memoria ejemplar", sin negar la singularidad del suceso desde el punto de vista subjetivoexistencial, lo recupera como una manifestación entre otras de una categoría más general, sirviendo como modelo o ejemplo para comprender situaciones nuevas e incluso diferentes.289 Ya sea individual o colectiva, la memoria significa la presencia activa del pasado en el presente en función de un futuro deseado o de un horizonte de expectativas proyectado.290 Pero la memoria no es todo el pasado: lo que pervive en nosotros del pasado también se articula y alimenta de nuestras preocupaciones actuales y directas. Desligar la memoria del pasado de ese necesario vínculo con el interés por lo actual es dañar tanto al pasado como al presente. Desde este punto de vista, la memoria no es sólo capacidad para el recuerdo, sino instalación viva en el tiempo. La memoria es, sobre todo, vivencia del tiempo bajo la dimensión de la experiencia. El tiempo histórico es un

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Cfr. D. Sibony (1998) Violence, París, Seuil, p. 189. Me he ocupado de este tema en: Bárcena, F. (2001) La esfinge muda. El aprendizaje del dolor después de Auschwitz, Barcelona, Anthropos, pp. 56-82. Todorov, T. (2000) Los abusos de la memoria, Barcelona, Paidós, pp. 29 y sigs. Como dice Norman G. Finkelstein: “Para que realmente podamos aprender del holocausto nazi, es necesario reducir su dimensión física y aumentar su dimensión moral (...) Ya va siendo hora de que abramos nuestros corazones al sufrimiento del resto de la humanidad. Ésta fue la lección principal que me enseñó mi madre (superviviente del gueto de Varsovia). Ni una sola vez le oí decir: ‘No comparéis?”. N. G. Finkelstein (2002) La industria del holocausto, Madrid, Siglo XXI Editores, pp. 12-13. Cfr. E. Conan y H. Rousso (1994) Vichy, un passé qui ne passe pas, París, Fayard; Huyssen, A. (2002) En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, México, F.C.E; R. Koselleck (1993) Futuro pasado, Barcelona, Paidós.


185 tiempo no lineal, es un tiempo discontinuo, porque la historia la hacemos los hombres. Hay una presencia de la subjetividad en la historia, porque la historia es experiencia vivida del tiempo o no es nada en absoluto. Por eso, el presente contiene el pasado como forma de experiencia ya realizada. La memoria es, así, un “pasado presente” cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser entonces recordados. La memoria es, pues, una forma de hacer experiencia en el presente, y no meramente recuerdo incongruente con el juicio selectivo del olvido. Los sujetos nos orientamos, o desorientamos, entonces, haciendo o volviendo “actual” el pasado en nuestro presente mediante procesos vivos de significación, re-significación y sentido, de modo que podemos hablar tanto de unos “futuros pasados” como de “futuros perdidos” o de “pasados que no pasan”, que todavía nos urgen y nos solicitan. Quizá, como dice A. Huyssen, estamos sufriendo un”excedente de memoria” y hemos de poder discernir entre los pasados utilizables de los pasados descartables.291 Queda claro entonces que es necesario “trabajar” las memorias, significarlas, resignificarlas, dotarlas de sentido. Una forma de hacerlo es introduciendo, como componente necesario del “trabajo del duelo”, la capacidad de olvido, porque una memoria que no selecciona, que no olvida ciertas cosas, es una memoria atascada que imposibilita los nuevos inicios, los recomienzos, en suma, los nacimientos. Por eso, de lo que se trata es, no de olvidar los crímenes pasados, sino de aprender a vivir en el presente con los conflictos de la historia. Esta última idea es clave para entender una “pedagogía de la memoria”. La esencia de la educación es la “natalidad”, el hecho de que este mundo se renueva por la llegada de los nuevos. En y por el nacimiento hay educación y renovación del mundo. Desde este punto de vista, el nacimiento es una nueva narrativa que muestra a las

291

A. Huyssen (2002) En busca del futuro perdido. ob. cit., p.40


186 antiguas como su preanuncio. Todo lo que nos pasó, todo lo vivido, el relato en que consistimos o hemos venido consistiendo hasta ese momento-acontecimiento en que consiste nuestra nueva natalidad cobra sentido, un nuevo sentido, a la luz de ese momento simbólico del renacer. Así, por el nacimiento, de algún modo, nos volvemos “otros” -de ahí la asociación entre nacimiento y buena nueva, vínculo bien destacado por Arendt-, y esta transformación afecta al pasado también. El pasado se ve transformado, no en sus hechos, sino en su sentido. Por el nacimiento, como recomienzo, el pasado se torna otro en su sentido, porque entonces el pasado no es sólo lo que al recordarlo repetimos, sino lo que redefine nuestro horizonte futuro de expectativas. Transmitir el pasado no es, pues, el aprendizaje de una repetición, sino el aprendizaje de lo diferente-nuevo y de ciertas decepciones también, que son fuente de nuevos aprendizajes. Es el sujeto el que otorga sentido al pasado a través de la memoria. En el fondo, no es el pasado el que enseña al futuro, sino al contrario: es el por venir, como anhelo, como deseo, como esperanza, como horizonte de expectativas, como anuncio de un recomienzo o ulterior experiencia de natalidad el que enseña el sentido del pasado. Así, esta “pedagogía de la memoria” lo que hace, lo hace “en memoria” de un pasado que es pre-anuncio narrativo que crea o no crea las condiciones de un futuro recomienzo o nacimiento. En este sentido, el deber de la memoria no existe como tal, ni para un sujeto ni para una comunidad, en tanto que precepto categórico, sino en todo caso como un descubrimiento de la subjetividad del sujeto. Lo que “se debe” no es el recuerdo con un sentido prefijado, sino la posibilidad misma de la memoria como experiencia. Lo que se “debe” es su libre ejercicio, no la compulsión a la repetición de un recuerdo, que las


187 nuevas generaciones han de vivir, quiéranlo o no, como parte de una identidad que es destino de una comunidad. Se puede plantear la cuestión de la memoria en clave ética: “¿Existe acaso algo así como una ética de la memoria? (...) ¿Estamos obligados a recordar a personas y a acontecimientos del pasado? Si es así, ¿qué tipo de obligación es ésta? ¿Pueden acaso el recuerdo y el olvido ser objeto de alabanza o de reproche moral?”292 Margalit se ha referido a una “ética del recuerdo” no como manejo de nuestro comportamiento frente a personas con las que tenemos una relación por el exclusivo hecho de que son nuestros semejantes (relaciones sueltas), sino como un modo de atender nuestras relaciones con aquellos que no son cercanos. La ética, aquí, gestiona, por así decir, nuestras relaciones estrechas, en sentido literal, inter-esadas. El recuerdo, como momento constitutivo del “interés”, y no de la “indiferencia”, pertenece a la ética. De este modo, como categoría del “deber”, la memoria es un aspecto ético no un deber de la humanidad, porque el recuerdo no es un criterio para determinar la identidad de una persona, ya que “persona” designa una representación general. Para la identidad de la personalidad, en cambio, el recuerdo sí es decisivo, pero entendiendo por esta noción una forma antropológica, no una categoría metafísica. Lo que parece claro, entonces, es que la importancia de un

acontecimiento

depende de la medida en que establecemos con él una relación personal. Por ello, podemos compartir no sólo el recuerdo en sí, sino los modos de su transmisión.293 Hasta dónde el deber de recordar se proponga a un sujeto o a una comunidad de forma normativa, habrá que interrogarse, y esa pregunta es importante pedagógicamente, en qué sentido pensamos su normatividad. Quizá no se trata de pensar la normatividad de la memoria en sentido “ideal” -conducir al sujeto a una situación ideal- sino de 292 293

A. Margalit (2002) Ética del recuerdo, Barcelona, Herder, p. 15. Cfr. A. Maragalit (2002) Ética del recuerdo, ob. cit., p. 37.


188 contribuir a una mejora en sí del sujeto, de sus condiciones o de la comunidad. Eso es lo que interesa a una pedagogía de la memoria, ética y ejemplarmente constituida.

3. El despertar poético de la infancia

Cuando la vida se siente rígida, se fractura a través del sentido, por invención estética de la existencia, o por una memoria que, sin renunciar al olvido, ofrece un nuevo sentido al presente vivido y también por el recuerdo de nuestra infancia. ¿Qué realidad fractura la infancia? ¿Qué nuevo sentido crea? Voy a tratar de responder estas preguntas a partir de Hermann Broch. En su obra Los inocentes

294

, que constituye un

violento ataque a la sociedad alemana anterior al nazismo, inserta Broch tres largas series de poemas -respectivamente: "Voces (1913)", "Voces (1923)" y "Voces (1933)"-, algunos de cuyos fragmentos insertaré al hilo de mi discurso. Cada serie de poemas comienza con la misma pregunta -"¿Por qué tienes que hacer poesía?"- a la que se va dando cada vez una respuesta distinta, pero complementaria. Así, la primera serie comienza de este modo: Mil novecientos trece. ¿Por qué tienes que hacer poesía? Para descubrir otra vez mi juventud? En la serie siguiente la respuesta a esta pregunta es: Para informar de todas nuestras negligencias. En la última serie, la cuestión se resuelve de este modo: Tierra de Promisión de la despedida ¡Oh, presentimiento de profundos abismos! Las tres respuestas parecen sugerir que se trata de escribir poesía para reencontrarse con el tiempo pasado, cuya inocencia hemos perdido; escribir poesía para dar cuenta de nuestras negligencias presentes y de nuestra falta de responsabilidad; por último, escribir poesía para denunciar y avisar de la ruina que se avecina en un futuro inminente. La palabra poética, esa otra voz de la que hablaba Octavio Paz es, aquí 294

Todos los poemas que citaré en esta sección se encuentran en: Broch, H. (1995) Los inocentes, Barcelona, Lumen.


189 también, la palabra que nos reconcilia con un pasado perdido y recordado con nostalgia en los momentos más duros, es la palabra crítica que nos dice lo que está mal ahora y es, por último, la palabra que advierte de lo terrible, de lo tremendo. Las tres voces de Broch nos hablan del tiempo en toda su extensión: del pasado, del presente, del futuro. Esa primera palabra poética que invita a la descripción de la juventud, es una voz infantil que advierte al padre adulto del duro camino que se le impone. Es una palabra inocente que simplemente no entiende el sentido de un caminar enfermizo hacia un lugar de sombras llamado "progreso":

Un padre y un hijo siguen juntos su camino desde hace muchos años: estoy muy cansado dice el hijo de pronto, ¿a dónde nos lleva todo esto? Desde el comienzo todo es cada vez más sombrío, nos amenazan tempestades y a nuestro alrededor anuncian su peligro fantasmas, multitudes y demonios. El padre contesta: El progreso avanza hacia el más hermoso de los caminos, y ¡quién se atreve a turbarlo! Tú lo entorpeces con tus dudas y con tu mirada cobarde, Cierra ya los ojos y avanza con fe ciega

Esta voz dirige su mirada hacia le pasado, los años de formación y aprendizaje. Pero se trata de una voz de juventud sin embargo crítica y advertidora, una voz que exige atención al adulto, al padre, a los maestros y educadores, para que estén atentos al sentido del camino que trazan y al cual encaminan a los aprendices. Es una voz "inocente", pero no se trata de esa "inocencia burguesa" de la que habla Broch en su colección de relatos. Esta última inocencia es una inocencia que se autopercibe como no culpable de lo que sucede -el dolor que provoca en las personas habitar una sociedad construida de modo tal que les desorienta y perturba- y que está satisfecha de sí misma por su "indiferencia política", aunque nos es consciente de su "indiferencia ética" frente al mal. La voz de la juventud, advertidora y crítica, denuncia ya que "cabalgamos en sombras", que "nuestro progreso no es más una huella", y que "el suelo se hunde bajo


190 nuestros pies y nos arrastra". Pero la respuesta adulta, "inocente", sin sentimiento de culpa y política y éticamente indiferente, replica: "El progreso conduce a un mundo sin fronteras, tú en cambio lo conduces con fantasmas". En el poema de Broch, el padre sigue hacia delante en su camino, aunque mira melancólico hacia abajo musitando, al ver que su hijo ha decidido no proseguir: "Un polvo reaccionario cubre a mi hijo". La segunda palabra poética es una voz que presta atención a un cambio, a una transformación de lo humano en lo inhumano revestido de cultura:

Y cuando los hombres volvieron de la guerra, cuyos campos de batalla habían sido un vacío ululante, encontraron lo mismo en sus casas: el vacío de la técnica ululaba igual que los cañones, y el dolor humano se tenía que refugiar, como en los campos de batalla, en los rincones de los espacios vacíos, circundado por aquella ronquera que produce el miedo, rodeado sin compasión por la nada más brutal. Entonces les pareció a los hombres que todavía continuaban muriendo, y preguntaron lo que preguntan todos los moribundos: ¿Por qué, con qué fin hemos malgastado nuestra vida? ¿Qué nos ha conducido a este vacío? ¿Qué nos ha entregado a la nada? ¿Es ésta en verdad la determinación del hombre? ¿Es ésta su suerte? ¿Es que verdaderamente nuestra vida no puede tener otro sentido sino este sin-sentido?

En esta segunda voz, dirigida al presente, se incide en la pérdida de convicciones profundas sobre el hombre, y denuncia las convicciones huecas y el vacío altruismo. Pero también insiste en la necesidad de formular las preguntas por el valor y por el sentido, las preguntas radicales que las mentes ciegas para la comprensión son incapaces de plantearse, porque suponen que el progreso, por serlo, es de por sí ya bueno: el progreso como fin de la condición humana, su punto máximo de realización y plenitud.


191 La tercera palabra poética es una voz profética, una palabra que cae ya irremisiblemente en la cuenta de que "nunca seremos buenos" en una época superficial y vacía de contenidos, y es una invitación a pensar en las víctimas, las actuales y las futuras:

No nos engañemos, nunca seremos buenos: arrastrados de borrachera en borrachera, vamos hacia la tortura y la sangre. (...) Nuestro progreso tiene mucho que agradecer a la juiciosa guillotina; la silla eléctrica, que tortura sin hablar, sirve para idéntico fin. (...) Descúbrete y piensa en las víctimas. (...) No alabes ni premies nunca a la muerte, no premies la muerte que los hombres se infligen unos a otros, no alabes lo indigno. Ten, en cambio, valor para decir mierda cuando alguien excite a los hombres a matar a su prójimo. (...) El mal vuelve siempre su rostro hacia el mal: ¿quién consuma el sacrificio humano espectral? Un espectro. Está ahí en la habitación, algo prohibido está ahí, que silba para sus adentros, ¡es el espectro del espíritu burgués habituado al orden! Ha aprendido a leer y a escribir, usa cepillo de dientes, va al médico cuando está enfermo honra a veces padre y madre, en general se ocupa de sí mismo, y sigue siendo sin embargo un espectro. (...) ¡Oh, haced que yo nunca olvide! Por eso tú, que aún vives, debes descubrirte y pensar en las víctimas, sin olvidarte de aquellas que lo serán en el futuro. La carnicería humana no ha terminado aún: ¡sean malditos los campos de concentración de todo el orbe terrestre!


192 En esta serie de poemas se advierte de un modo claro aquello de lo que hablaba Octavio Paz: que el poema es la casa de la presencia. Es la morada donde habita el testimonio, aquello que no se puede decir pero sí mostrar. La poesía, decía Octavio Paz, es conocimiento, salvación, poder, abandono. Como actividad capaz de cambiar el mundo, la palabra poética es revolucionaria por naturaleza, y como ejercicio del espíritu, actividad intrínsecamente liberadora: más que una forma literaria, el poema es el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre295. En este encuentro entre lo humano y lo poético, la poesía es algo así como un arte de lo imposible, una constante persecución del otro lado de las cosas, de la dimensión oculta de lo real y lo aparente. Porque lo posible es sólo una provincia de lo imposible. La palabra poética, como escribió J. A. Valente, se percibe no en la mediación del sentido, sino en la inmediatez de su fulgurante aparición: “El poema o la piedra, el don de lo imposible.” Por eso, más tarde o más temprano, la poesía tiene que ir al encuentro con la muerte. Nuestras escuelas e instituciones educativas están repletas de palabras adultas, palabras como deben ser las palabras que están destinadas a ilustrar, a llenar y formar las personas con los entramados de la cultura mientras se abandona la infancia. Estas palabras, o esa palabra -la palabra pedagógica- se dirige a un auditorio del que se espera que abandone la infancia cuanto antes. Porque en eso consiste la formación: dar forma adulta a la informal infancia. La educación es, aquí, un abandono de la infancia. Pero al mismo tiempo, todos aspiramos a que la educación cumpla con el propósito de que quienes se ilustran en nuestras escuelas sean capaces de pensar por sí mismos, que sean capaces, en suma, de un pensar propio e independiente, y que lo hagan con la ayuda de profesores y educadores que también saben pensar por sí mismos. 295

Paz, O. (1999) "El arco y la lira", en La casa de la presencia. Poesía e historia, Obras Completas, I, Barcelona, Galaxia Gutenberg, pp. 41-43.


193 Este pensar independiente, evidentemente, supone un abandono de la infancia, un abandono cada vez más deliberado del estado de infancia y de tutela ajena, una conquista de la libertad y de la autonomía. ¿Qué lugar ocuparía aquí lo poético como dimensión de la palabra pedagógica, entendida como palabra culturalmente adulta, si lo poético es creación de sentido, una invención específica del tiempo de la infancia? Así como lo erótico suspende el fin natural de la reproducción en la relación sexual, la poesía a una comunicación-otra entre los hablantes. Busca lo poético comunicar de otro modo lo que el talante de lo poético precisa. Y este otro modo de comunicación enuncia sin decir lo que al final acaba mostrando, de modo que el silencio se constituye en una dimensión imprescindible de la experiencia del lenguaje. Podría decirse que el poeta le ofrece al educador una voz y una mirada distinta. El juego de lo poético es, en el fondo, sorprendente. Al mismo tiempo “desencarna” el mundo y confiere un “cuerpo” a la mirada que el sujeto posa sobre la realidad. Simultáneamente, asistimos a una materialización de la palabra en la voz poética y a una desmaterialización de la lengua. En su más elevada expresión, la voz poética hace que el hombre se convierta en niño. Lo poético, entonces, reclama del individuo todos sus sentidos. Hay una elaboración del sentido a través de los “sentidos” del propio cuerpo, del cuerpo entendido, en su material singularidad y concreción, como expresión y como palabra. Porque el cuerpo es el punto de conexión entre el yo y el mundo. Desencarnando el mundo, la poesía nos acerca al sentido, y segregando al cuerpo, lo poético de-construye los sentidos establecidos como únicos para poder crear e inventar el mundo. De este modo, lo poético necesita el cuerpo y al mismo tiempo lo supera. Ya que el poeta puede ir más allá del cuerpo, de un cuerpo, necesita partir siempre de alguno. La poesía, como pensaba Octavio Paz, es corporal.


194 En este sentido, una poética de la educación da origen a un discurso distinto que busca mostrar sin decir a través de otros registros diferentes de los que dominan en la razón científica y tecnológica. Desde su núcleo, el corazón del poeta escucha el silencio del mundo, y más que significar lo poético nos hace ser y existir. Eso que llamamos “mundo” está formado, desde luego, por todas las voces y todos los matices de una lengua. Aunque hablemos una sola lengua, en realidad cada palabra que pronunciamos la pronunciamos “en presencia de” todas las lenguas del mundo. Pero esas lenguas y esas palabras tienen su infancia, o sea, su estado inicial de silencio. Escuchar el silencio del mundo es escuchar el inicio de cada palabra, su propia génesis, verla formarse. Además, la dimensión poética ofrece una relación peculiar con el tiempo. Pues el pasado nunca es algo definitivamente pasado definitivamente cancelado, y el futuro es lo que siempre cabe esperar: lo porvenir. La memoria poética hace presente lo pasado instalándolo bellamente en el ahora y en el aquí. Se presenta ese pasado, en el recuerdo poético, como instancia apeladora¸ esto es, como vocación de sentido(s). Pero el poeta no puede desprenderse del todo, en relación con el pasado, de una cierta nostalgia. De modo que desde la experiencia poética, el presente se vive con perplejidad, desde una tensión que desplaza al yo poético entre el pasado y el porvenir. Ese yo poético nunca es una identidad fija ni sustancial, mera mismidad inamovible. Es, más bien, un inmenso vacío, pero al mismo tiempo una identidad múltiple repleta de personajes. Muchas vidas viven la vida del poeta. Por eso es frecuente que el poeta viva siempre instalado en la inseguridad y en la insatisfacción, en la provisionalidad. Nada colma su ansiedad, salvo la misma experiencia poética, ya que el pasado nunca está cumplido del todo y porque el porvenir siempre está por llegar, y cuando llega es apenas un instante. Por eso toda poética es crítica del presente, exploración del pasado e inquietud por el porvenir. El poeta se pregunta por el mundo desde el corazón mismo de donde todas las preguntas


195 son originarias y originales. La pregunta poética tiene, así, su propio tempus. Y no es otro que el tiempo de lo que es infantia, el momento anterior a la conquista de la palabra, el momento que es tanto promesa de forma, o de muchas formas, como promesa de palabras que habrán de llegar. Ese momento es un momento cargado de silencios. Una poética de la educación ve unidos tanto un impulso poético, lírico o épico o trágico, como un impulso ético por el otro en una relación de profunda alteridad. La relación poética es, pues, una relación en cierto modo delirante. Bajo su registro, la educación queda experimentada desde el otro lado del concepto. En lo poético, el otro es un acontecimiento delirante del yo: lo que llama, reclama, altera o pone en cuestión. El otro es una inquietud, y por eso mueve, moviliza, dinamiza. Uno no queda impasible ante el acontecimiento que es el otro. Aquí quedan comprometidas tanto la memoria como una suerte de actividad comprensiva, un arte de desciframiento de signos. En lo poético, el aprendizaje es memoria del tiempo, pero también desciframiento de señales y de signos, una forma de prestar atención a los detalles. En lo poético, se aprende abriéndose uno a lo que da a pensar, a lo que da a sentir, a lo que da a mirar.


196

Epílogo DELIRIOS

Hoy toco el agua como quien se acaricia la infancia. Juan Cruz, Territorio de la memoria.

En algún momento de este ensayo escribí que la primera palabra deliró el comienzo. Este capítulo final está compuesto de últimas palabras; últimas pero también primeras. Están “al final”, pero muchas de ellas fueron escritas “al principio”, en un inicio cuyo momento definitivamente se perdió en lo oscuro de mi memoria. Fueron escritas por muchas razones, por motivos tan distintos como una lectura ocasional, un encuentro con los amigos, un instante de amor delirante, una mirada de mi hijo; por tantas cosas. Fueron, en realidad, mas que palabras, situaciones, instantes, momentos que desencadenaron un cierto delirio, el fruto de una lectura, de un modo de leer, de una forma de ver, de una cierta manera de dejarme ser o dejar ser a alguien. Hay palabras delirantes porque quien las pronuncia o quien las escribe deliró antes. Ese delirio puede ser, o bien un temor a la vida, un rencor antiguo que busca la cumbre de una venganza, o bien el resultado de una lucha agónica que apuesta por la vida, pese a todo o pese a alguien, o a pesar de nadie, por uno mismo. En todo caso, esos delirios que forman una manera de decir con las palabras lo que vemos o lo que sentimos son el resultado de una manera de leer que nunca termina de aprenderse. En este último capítulo, formado por primeras palabras, quiero testimoniar lo que fue en algún momento, lo que quedó pensado, la inquietud que me recorrió, la experiencia que imaginé hacer, la mirada que fue imposible, las palabras torpes, en definitiva, que


197 buscaban lo que se ignoraba, lo que quizá todavía se ignora. Son un testimonio de todo eso y de la amistad, aquello que aprendí de mis amigos, de la gente que me quiere, un testimonio también del amor, un testimonio de la infancia, cuyo nombre ahora sólo conozco yo. Estos son algunos de esos delirios. 1. La memoria rueda en el pasado, nos empuja hacia atrás, en el recuerdo, ensanchando las heridas, hurgando en las cicatrices, y no siempre de modo voluntario. Este es su poder: un signo, una señal, nos trae a la memoria el recuerdo de lo doloroso, la huella que dejó una experiencia, la cicatriz que fracturó nuestro sentido del tiempo situándonos -como un “Él” neutro- en medio de un antes y un después, en tierra de nadie, hablando la extraña lengua de una lengua sin nombre. 2. La identidad, saberse a sí mismo, el sabor de uno mismo. El sabor que “sabe” y de degusta. Fruta en la boca. Mordedura. ¿Recordar quiénes somos? ¿Memoria del padre? Su resurrección en el recuerdo, la obligación de no olvidar. 3. El privilegio de la mirada. Nuestro primer acercamiento a la realidad y al mundo es a través de los ojos. Primero nos movemos, luego miramos, después hablamos, decimos lo que tocamos y tratamos de atrapar lo que vemos. El primer saber proviene de la vista -el saber del ojo- a través de la cual observamos lo “otro” que no somos, tomamos contacto con la alteridad, pero sin transformarnos en esa otredad. El saber del ojo conoce lo otro, y así podemos recordar, porque hemos visto. Memoria del ojo, privilegio anamnético de la mirada. En este privilegio de la vista, saber es ver y ver es saber, tomar conciencia de haber conocido por los ojos. Ver es un sentir primero. Es un saber que siente y que sabe, y porque sintió y supo, sigue saboreando y recuerda lo que conoció como imagen. Se trata de un saber anamnético de tipo platónico (memoria griega) que nos permite aprender y recordar pero sólo en la medida en que antes


198 habíamos visto y quizá porque unos y otros hablamos la misma lengua, la misma y única lengua. 4. El privilegio del oído. Se ha dicho que después de Auschwitz y los totalitarismos de nada sirve poder recordar compartiendo la misma lengua. El “genio” de Europa del que Husserl habló no nos puede salvar, porque en los campos se arruinó al experiencia del lenguaje en su plural manifestación. Ese tiempo del después de nos remite a otra tarea: reinventar la lengua en su pluralidad, reinstaurar las voces en su desorden, aprender a hablar en presencia de todas las lenguas del mundo, como dice Edouard Glissant. No nos basta recordar lo que una vez pudimos ver. Hay que recordar lo que, sin verlo, escuchamos, es decir, lo que oímos pero no vimos ni vivimos. Imaginación auditiva, privilegio de la escucha. El que escucha siempre escucha un relato, una narración para luego recordar lo que oyó decir. Ese saber del oído es un saber que, ahora sí, nos permite transformarnos en lo otro que no somos, en lo otro que no está, en la alteridad negada y ya ausente. Ahora ya no es preciso compartir la misma lengua; lo que se exige es inventarla de nuevo como experiencia humana donde el silencio tiene tanto peso, o más, que la exigencia de comunicación y la obligación de los acuerdos. Grecia, con todo, nos enseña una lección a través de una rotunda decepción: con la muerte de Sócrates aprendimos que la lengua como persuasión tampoco sirve para convencer de la inocencia del inocente. 5. Quien recuerda se sabe las palabras del poeta. Se las sabe de memoria, palabras inquietas, rebeldes, palabras que salen del fondo oscuro, donde el poeta bebe menudo, hundido, en las aguas del olvido. El olvido. El poeta existe sólo en función de sus palabras, palabras nacidas de un recuerdo, a punto de ser olvido, diluido, trascendido.


199 6. Todos tenemos un nombre. Decía Homero que todos tenemos un nombre, que sería inhumano nacer y nos tener un nombre. Los dioses, en las tradiciones religiosas, carecen de un nombre que pueda decirse plenamente, pero tienen nombre innominado. Sus nombres son signos impronunciables. Como el dios de los judíos: cuatro consonantes sin vocal. Del nombre del dios judío se puede hacer un concierto (Ouaknin). Pero cada ser humano puede pronunciarlo decidiendo por su cuenta las vocales que insertará entre las cuatro consonantes. Dios se deja decir por cada uno. ¿Por qué, entonces, se nos obligó a decir el nombre de Dios de una única manera? 7. Una vida que puede morirse o solo sobrevivirse. Vida que puede narrarse, componerse en una historia, traducirse en un relato. En la modernidad, las vidas son expuestas a un ojo escrutador que las vigila. Ver a través de la vida del otro. Es vida transparente, una vida sin secretos, sin posibilidad ya de resguardarse ante los ojos impúdicos que ya no se conmueven ante lo escondido, sino que lo asaltan groseramente. Una vida sin secretos es una vida a la que le falta intimidad y profundidad. Vidas horizontales. 8. Todo comienzo es un inicio, es un “sí”. Es, por ello, un cierto olvido. El comienzo es olvido: el olvido contenido en la edad del niño, en la vida de la infancia. Olvido como inocencia, olvido de lo que pesa, olvido de lo que arremete. Un eterno comienzo. 9. ¿Qué es el silencio? Un pensar sin palabras. Lo que muestra sin decir. Está el silencio del que deliberadamente calla, por no encontrar nada que decir (o que contar, o porque ya no cuenta, en su conciencia de ser un resto), o por no saber nada. Pero también hay otro silencio. El silencio como escucha de sí, la escucha del corazón, y el silencio que acalla la propia voz para dejar que la voz del otro se haga oír y resuene.


200 10. Gramática de la libertad. Busco refugio en el silencio, acallo las voces familiares que me distraen en la escritura. Hago de mi vida un escrito, un texto siempre inacabado, permanentemente escrito, dejando que muchas manos escriban en mí con su alfabeto. Alfabeto libre: gramática de la libertad. Todas las lenguas componiendo un texto que puede leerse a la vez en todos los idiomas, traducirse simultáneamente en cada mente, entenderse privadamente por cada lector. Lectura privada de mente, lectura de una mente privada, Es el texto diverso y plural, un texto lleno de misterio, abierto a una comprensión múltiple. 11. Somos lo que éramos. Y lo que éramos fue un inicio, un comienzo, lo que hoy -el futuro de entonces- contemplamos ahora como fecundación. Pero eso cada nacido es un recuerdo de todos los muertos. El recién nacido es posible porque hubo lo pasado, una forma de vida pasada. Los que fueron ya no están sino como memoria. Recordarlos en cada nacimiento es hacer que no mueran del todo. Nuestros antepasados velan por nosotros y nos protegen. Nos enseñan que somos historia, que seguimos narrándonos para ser. 12. Me sirvo de las palabras de los otros para encontrar mi propia voz, mi forma singular de decir el mundo. 13. Hay un contrato inicial entre la palabra y el mundo en cuya firma no participamos (G. Steiner). Nos viene dado. Y cada vez que intentamos renegociar ese contrato o nos condenamos al silencio del autista o al silencio de la barbarie. Pero siempre queda la posibilidad de la poesía, a través de la cual mundo y palabra quedan aliados en una voz-otra, en un sentido nuevo, un sentido que rompe lo real como solo los niños saben hacerlo, porque no saben que el mundo está ya interpretado, y al ignorarlo, parece que nunca se cansan de inventar nombres.


201 14. Hay veces que vivimos desactivando la extrañeza de lo extraño, lo inédito de lo extranjero. Una forma de mirar en otra dirección: a lo mismo. 15. Y ahora, de repente, el recuerdo de un dolor antiguo posa su negra mano en mi vientre. 16. A veces, en los sueños resplandecemos de belleza. Soñados por otros nos transformamos en estrellas de luz. 17. J. ha soñado en poema: “Anoche soñé que el sol soleaba”, me dijo mientras me miraba. 18. Cada vez que me acerco al dolor de los otros rompo las ataduras que me hacen esclavo del mío y me libero. Rompo el pacto de silencio que me enmudece, y acabo entendiendo el misterio del despertar de lo que nace: un grito que nace. 19. Hay una sabiduría en el placer y una sabiduría en el dolor. El saber del placer: lo erótico. La sabiduría del dolor: el conocimiento de la muerte. El saber del dolor es el conocimiento íntimo de la existencia en el límite último de todas las cosas. Allí donde en la muerte nos volvemos niños. 20. Como por amor me enseñaron: en el dolor el hombre se inclina ante su sombra, plegándose sobre sí mismo, como si se imaginase “reflexivo”. Se mira en lo nocturno y comunica, perplejo, su silencio. 21. Renacer. ¿Nacer de nuevo? ¿Nacer a lo nuevo? Una fractura del yo tradicional, una ruptura de lo conocido. Recordar de nuevo la inocencia primera. Blanquear el texto de la propia vida. Borrar todas las letras: empezar a escribir otra vez. 22. La poesía es un don: lo que se da, lo que se ofrece, la palabra que llena un vacío que ninguna otra podría llenar. 23. La vida se cuela entre las grietas de la rigidez y de lo absoluto. Una fractura que rompe lo duro de lo real, una herida de Dios. Cada vez que herimos la totalidad, es


202 posible de nuevo el nacimiento del hombre. El hombre es una lágrima de Dios, letra esparcida en la dura piedra. 24. En el comienzo se contiene el inicio de la creación junto al nacimiento de lo que se crea. 25. Ahora sé que la pureza es una extraña mezcla de materia líquida. Dos cuerpos mojados que en su mayor intensidad parecen evaporarse, huir. Hay una pureza cruel, ordenada, muerta, y otra que se dibuja en el desorden y en el capricho, una pureza que carece de plan y que crea la forma caprichosa que la vida diseña. 26. ¿Cómo nombrar lo que a la palabra antecede? La experiencia no se dice, se hace. 27. Una delicada firmeza me ha mostrado lo que he de aprender por mí mismo: que no se trata de imponerme una idea perfecta de mí, sino de sentir la vida en su sentido imperfecto, pero vida al fin. Lo que nos pasa, sólo con el sentido interno se puede aprender a mirar y entender. No es una significación lógica, dónde todas las paradojas quedan resueltas, sino una cuestión de sentido. ¿Cómo resuena en mí la existencia y qué condiciones hacen posible la vida, esa que es mía y que nadie puede vivir en mi lugar? Es fácil caer en la tentación de la culpa, que es una forma de parálisis por autocompasión. Pero hay que aprender a mirar las cosas desde dentro. Siempre postergamos la pregunta por el deseo, pregunta en el fondo mucho menos egoísta de lo que pensamos. ¿Se puede?, ¿Se debe?, ¿Se desea? La opresión obnubila el juicio y deteriora nuestra lucidez. Es fácil equivocarse, pero mucho más difícil integrar los propios errores como un ser simplemente humano. Cuestión de elección: aspirar a ser un ser humano, imperfecto, discontinuo, contradictorio, pero vivo, o bien vivir de acuerdo a una idea lógica y siempre perfecta de lo que debe ser el Hombre.


203 28. Para acercarnos a una mínima comprensión del final del Tractatus de Wittgenstein hay que aceptar un supuesto de partida: que la vida y el Mundo tienen un sentido, es decir, que es posible predicar sentido en ambos, y que éste se encuentra fuera y no dentro del Mundo, porque si estuviese en su interior Mundo y sentido coincidirían, de modo que la pregunta por el sentido del Mundo sería una pregunta irrelevante. Pero entonces, el sentido del Mundo es algo que no se puede decir propiamente, no lo podemos representar mediante proposiciones lógicas y discursivas, justamente por encontrarse fuera del espacio de lo representable. Sólo se puede mostrar, pero no decir. Y en la medida en que la ética se refiere al sentido de la vida y del Mundo, no es posible un discurso sobre la ética. Sólo es posible como estética, que es una forma no discursiva y no verbal de representación del sentido. Así, el gesto estético es una forma no verbal y no discursiva que muestra el sentido, siempre indecible, de la vida y del Mundo. Pero todo este edificio depende de algo tan vulnerable y frágil como la cuestión del sentido, noción totalmente indefinible, esto es, ilimitada e ilimitable, y por ello ambiguo. Un escándalo de la razón científica, para cuyo orden sólo tienen sentido las cadenas de significaciones lógicas, lo que para ella es la Verdad, como lo coincidente con el sentido: sólo tiene sentido lo que tiene significado. Afortunadamente, verdad y sentido no tienen porqué coincidir y ser la misma cosa. Si coincidiesen o tuviesen que hacerlo, la vida sería para muchos un verdadero infierno, además de una mentira. Dos males en uno. 29. La vida se despliega entre el nacimiento y la muerte. El nacimiento es lo pasado, y permanecerá siempre como el acontecimiento que ya tuvo lugar, y la muerte lo porvenir que queremos alejar lo más posible de nosotros. Pro ambas forman el tiempo humano. Girando hacia el nacimiento, la vida está cerrada, pero mirando de frente, de


204 cara a la muerte, la vida tiene una puerta de salida. Parece abierta. Por eso la vida está entreabierta, dice Jankélévitch: es una aventura. 30. La ley eterna de las cosas se cumple en el puro devenir del ser, como una estar siendo inconcluso. Sólo está la inocencia del devenir. Pensar lo trágico es darse cuenta de que esta ley me concierne. Pensar trágicamente: pensar lo roto y lo herido, pensar desde lo que desgarra y verse obligado a seguir pensado; verse llamado y ligado por la voz ya ausente, presente como memoria, de los muertos. Proseguir el camino que ellos no anduvieron. O pensar el devenir, lo que nos llega o lo que se transmite. Es pensar lo inocente sin mediaciones: pensar las fracturas, pensar las grietas, pensar lo que se desliza como rotura de lo liso en la incisión del mismo pensar. Pensar lo que se rompe y lo que rompe. Es un pensar preguntando y quizá no respondiendo. 31. Hay preguntas que transmiten un pensamiento y palabras que se ensayan en su escribirse. Las palabras de este final con delirios son así: palabras-fragmentos, palabras que se ensayan y que recuerdan algo en su escritura rota y torpe. Un ensayo sobre las palabras. No las que se pueden decir, sino las que, casi mudas, procuran una expresión. Las que como la vida en nacimiento buscan salir a la luz, aunque sea gritando. 32. En su mismo comienzo, la vida es sonora, y grita. El silencio no habita el acto de nacer. 33. ¿Dónde está la serenidad que necesitamos para dar tiempo a nuestro propio nacimiento? ¿O acaso no es posible? Todavía la memoria intranquila de lo vivido impide la calma y no deja tratar de ser lo otro que se anhela. Pero guardo en mí la esperanza de lo que es vida, de lo que me llega, genial, como brisa fresca. Palabras tímidas pero implacables que, al recorrerme, me hacen avanzar sin perder la alegría, sin desorientarme nunca, haciendo que me sienta seguro en mi búsqueda aunque me


205 reconozca frágil. Mi aventura hace comunidad con mis amigos, se vuelve fuerte en el amor de una mujer, y centra mi atención en una infancia duradera. Hay tiempo en mí. Hay demasiadas palabras bellas, antas que sólo puede silenciarlas, atesorarlas y agradecerlas. No son mías. Son un regalo de vida. 34. Una mirada original sobre la crisis de la educación. La mirada original, la que ve el mundo como por primera vez, como si nunca antes nadir lo hubiese mirado, cuando un acontecimiento desgarrador silencia los conceptos antiguos y vuelve inservibles todas nuestras categorías y juicios. Esa mirada coloca el ojo en aquel que comienza a mirar lo que le rodea, sitúa la mirada en el lugar justo después del nacimiento. Es la mirada que crea sentido, es la que inventa, una mirada llena de lo abierto. 35. Susan Sontag escribió que más que una hermenéutica necesitamos una erótica del arte. Necesitamos, decía, aprender a ver más, a oír más, a sentir más, en vez de limitarnos a interpretar lo que hay. Profundizar y envolvernos en el sentido-sentimiento de las cosas que son y nacen con el empuje y ala fuerza de la vida naciente. Como los niños, se trata de ponernos en contacto con todo (con tacto) y sentir la expresión poética de la danza de la vida, para aprender a dejar ser a lo que existe. 36. Se silencia una vida cuando se impide la expresión espontánea de lo que contiene. Se silencia una vida cuando se impide el nuevo comienzo de lo que es capaz a través de acciones y palabras nuevas. Se silencia a una vida cuando se sustituye la espontaneidad por la conducta y el comportamiento normalizado. 37. ¿Cómo pensar la muerte, que es indecible? ¿Cómo pensar el dolor, del que no podemos hablar pero que nos hace gritar? Parece que es el grito lo que liga la vida y la muerte. Con un grito nacemos. Rompemos el silencio del crecimiento interior porque nuestro primer crecimiento se da en el espacio-otro de un cuerpo-otro-, mediante


206 un grito que no es todavía palabra, apenas es voz. En ese instante, nos mostramos al mundo, tranquilizando al ser que nos proporcionó nuestra primera casa. Y con otro grito, más o menos grito, más o menos audible, morimos, como conducidos sin palabras al último silencio. Venimos del silencio y al silencio vamos. Antes de la vida y después de la vida estamos instalados en el silencio. El silencio es nuestra condición y nuestro hábitat. Venimos del agua y del silencio, y entre ambos silencios el silencio anterior al grito de la vida y el silencio posterior al último suspiro- nuestra condición es, quizá, el aprendizaje de una palabra imposible y fracasada, que se rinde dócil ante el sufrimiento y la muerte. Y sin embargo, ¡de qué poco sirven las palabras cuando queremos decir lo que se escapa a la lengua! El dolor nos vuelve a enmudecer, nos empuja de nuevo a otros gritos y nos condena, al final, a un silencio-otro: el del mutismo; el rotundo fracaso del lenguaje. La educación, que está todavía basada en la presencia de una cara a cara, en un encuentro entre dos rostros y dos cuerpos, y en la carne de las palabras, ¿qué puede decirnos acerca de estos silencios-otros, de estos gritos-otros, de estos dolores que nos enmudecen? Y si la dicha, o lo que vagamente llamamos felicidad, es el horizonte que pretendemos dibujar como tensión de la experiencia educativa, ¿porqué hablar del dolor y de las posibilidades de un aprendizaje a partir de su íntima y silenciosa experiencia? ¿Qué forma el dolor? ¿Cuál es su figura? ¿Lo primero es la palabra dolor? En realidad, al hablar del dolor -aquello que nos deja sin palabras, aquello que nos convierte en un cuerpo, en carne, y que nos hace decir con gritos lo que no podemos mostrar de otro modo- al hablar del dolor, digo, lo primero es el miedo. Primero viene el miedo, que te vuelve dócil y obediente; sumiso. Porque el miedo paraliza. Luego es el anuncio del dolor; el dolor que se avisa, el dolor anunciado. Y entonces crece más el miedo, hasta transformarse en un terror indescriptible, que te hace llorar, que te hace gemir, que te empuja a ser de nuevo un niño aterrorizado. Por fin, el


207 dolor salvaje, que empieza poco a poco, pero que crece y crece y sube y se extiende y lo recorre todo. Te hace sentir todo cuerpo como mera carne. Eres todo cuerpo. Todo tu yo es cuerpo, es carne herida, carne desgarrada, carne ensangrentada, golpeada. Un saco, un objeto....Tu cuerpo eres tú y tú eres un cuerpo desordenado, un cuerpo que no obedece, un cuerpo en manos de otro cuerpo que hace de él lo que quiere a voluntad. Al final, te dejas llevar. No sientes nada. Has entrado ene el jardín de la apatía. Nada importa. No importa ya lo que hagan con un cuerpo que no sientes como propio. Entras en el jardín apático del silencio total. Tu cuerpo autista calla, no se expresa, es “eso”, una figura, un amasijo informe que no te informa de nada. Sólo mucho después, muchísimo después, con el grito que te anuncia el despertar de una conciencia adormecida por golpes brutales, vuelve el dolor de otro modo. El dolor regresa como recuerdo de la humillación, de las vejaciones, del rebajamiento forzado de tu humanidad encarnada. El dolor regresa como recuerdo, en forma de pesadillas. Una noche, y otra, y otra, y otra más, todas las noches... El tiempo se ha transformado en una noche infinita, en un instante eterno e indiferenciado. Todo es noche. Y empiezas a tener terror a esa noche total, terror a dormir, a quedar vencido por el sueño, a que regresen los fantasmas. Es entonces cuando entiendes, si lo haces, que es preciso olvidar. Que la venganza no sirve de nada. Hay que olvidar el olor de la muerte, el color de la sangre, las marcas de la piel torturada, ese olor maldito que se te pega por fuera y por dentro y que el agua no quita. Olvidar para que el tiempo haga el resto; olvidar o quizá desear la muerte o tener la esperanza de que una mano-otra, una mano que acaricia y que ya no es garra, ni desgarra tu cuerpo, una mano llena de amor, para que acercándote a ti te recuerde que eres un ser digno de ser amado por fin. Porque tu cuerpo también puede producir placer, ser el punto de encuentro erótico con otro cuerpo.


208 38. Recuerdo mis propios silencios. Por ejemplo, el silencio que escucho cuando mi padre se va mientras se muere. He encontrado también el silencio en la sonrisa tranquila y emocionada de mis amigos mientras les hablaba. El silencio de sus ojos bañados de transparencia líquida, el silencio de unos brazos rodeándome y de un leve gemido tranquilo, de una mirada quieta que me hablaban diciéndome: estamos aquí, contigo, en ti. Y el silencio armonioso de un cuerpo meciéndose en el espacio de mi propio cuerpo, de una mirada extasiada, eternamente penetrada por mi propia mirada de amante inundado de felicidad sin límites. He encontrado el silencio de vida de unos labios entregados a su esmerada erótica labor, silenciosa ella misma, preparando el cántico final de un coro de dos voces. El silencio de unos cabellos recorriendo como dulces manos de infinitos frágiles dedos que no se demoran, y sin embargo detienen el tiempo, la vertical completa de mi espalda expectante, convertida en una tierra fértil y mojada de un amor inédito, dulcemente extraño. Y me recorre, también, el silencio bellísimo y desconsolado de una mirada, una mirada herida que me trae el dolor del mundo. Tu mirada. Tu mirada de niña, con infancia robada; tu mirada de madre, sin tiempo para amar; tu mirada de anciano, el perfil de tu mirada, la boca esbozando el dibujo de tu llanto; tu mirada de mujer amante perdida en la noche oscura de un tiempo sin retorno, tu mirada acogedora del amado moribundo. 39. Saber-se-alegre. Como si después de haber sufrido mucho, tras creer que toda esperanza era vana, más infernal pretenderla que el mismo infierno del dolor y el vaciamiento, tras haber conocido el irresistible hedor de la infelicidad, de la amargura y de la carencia de todo, de repente, en el recuerdo de nuestra infancia, el anuncio de las primeras luces de una nueva mañana nos despierta sorprendidos y todo parece como recién nacido, la esperanza algo alcanzable, y el saber, ahora inocente, abandona su antigua pesadez. Nuestro pensar, abandonando su cotidiana tristeza, se torna de repente


209 alegre. Danza el festival de la vida y todo indica que el regocijo de la fuerza regresa confortando nuestra cansada alma.


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