· LUCILA RODRÍGUEZ MORENO ·
ADOLECER
· LUCILA RODRÍGUEZ MORENO ·
ADOLECER
_ A mis papĂĄs, motores propulsores de esta historia.
La adolescencia es aquella etapa de la vida en que todo nos parece gris, parece que todo el mundo nos ataca, que el mundo se nos viene sobre nosotros. Es el minuto en que comenzamos a conocernos y enfrentamos duros cambios, que nos llevaran a ser hombres y mujeres fuertes. Es la etapa en que conocemos nuestras fuerzas internas y debemos aprovechar al mรกximo este minuto. Esto nos llevarรก a engrandecernos como seres humanos. GINA MADARIAGA
L O L I TA “El sexo forma parte de la naturaleza y yo me llevo de maravilla con la naturaleza”. MARILYN MONROE
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-1Era el mes de diciembre. Era navidad y también su cumpleaños. No simpatizaba con aquel clima de celebración: no le gustaban los milagros, no se hacía ilusiones y tampoco esperaba regalos. Había dejado de prender velas y de armar el árbol; de cocinar galletitas y de creer que la entrante navidad, tal vez, las cosas cambiarían. A sus veintiún años, lo único que quería era no especular sobre el futuro. Tan solo existir. Existir estaba bien. Retocó sus labios con el labial rojo. Se veía ojerosa y cansada. Por regla, todos los años ocurría lo mismo: la noche anterior no conseguía conciliar el sueño. Un hombre mayor, morocho, barrigón y corpulento, se asomó por la puerta. Con su voz grave y ronca, le preguntó si podía pasar. —Pasá, Otto —le respondió ella y se sentó en la única silla de la habitación. El hombre se le arrimó, se inclinó y la besó en la mejilla. —Feliz cumpleaños —dijo Otto con cariño y le tendió un pequeño obsequio envuelto en papel madera. Ella sintió un nudo en su garganta—. Es para vos. Me hubiese gustado comprarte una torta…—añadió—, pero sabés que no anduvimos muy bien este mes… —Lo sé…—Musitó ella, observando el paquete con cierta desazón—. No sé qué decirte, Otto. Gracias. No era necesario... Él se encogió de hombros. —Te lo merecés, nena. Tomalo como un regalo de parte de tu mamá. Ella cerró los ojos como si se hubiera mareado. Pasó una mano por su frente. —¿Cómo dijiste? —Abrilo—le pidió. Con suma cautela, fue rasgando el papel hasta que se topó con una cajita de añeja madera. En su interior descubrió un collar de perlas. —Tu mamá me lo dejó. Es para vos. Me pidió que lo guardara y te lo diera cuando cumplieras veintiún años… ¿Te ayudo a ponértelo? 104
Ella desvió sus ojos del collar, que temblorosa sostenía entre sus dedos, y los posó en aquel hombre que la quería como un padre. —No lo quiero. No quiero tenerlo. —¡Es un regalo, Victoria! —rezongó Otto. —¡No lo quiero! —Percibió que había enaltecido su tono de voz y resolvió sosegarse—. Otto...hace mucho tiempo que dejé de ser una nena; y no quiero nada que tenga que ver con mi mamá. —Lo dejó tu mamá para vos…Para ella era importante que lo tuvieras algún día, ¡es todo lo que tenía! —Mi mamá era todo lo que yo tenía —le repuso ásperamente, zarandeando el colgante delante de sus ojos como un péndulo—, y ya no la tengo. No quiero nada de ella. —Victoria…—suplicó. —Basta con “Victoria, Victoria, Victoria” —lo interrumpió—. Victoria no existe más, Otto —tragó saliva—. Por favor… dejame sola. Otto se marchó, con una vislumbre aflicción en sus ojos. Abandonada en aquel cuarto, se hizo un ovillo en la silla, abrazándose a sus piernas y con las perlas aún consigo. —Feliz cumpleaños, Victoria —se habló a sí misma—, dondequiera que estés.
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-2“Puta”, repitió incontables veces situada delante de un espejo tan o más alto que ella, como en una especie de ejercicio de auto-convencimiento. Inspiró todo el aire que sus pulmones le permitían y lo libró paulatinamente. Fue difícil para ella crecer y darse cuenta de la realidad. Fue difícil aceptar que su mamá era una puta. Una vendida. Al principio no lo comprendía. Fue difícil, al ser pequeña, preguntar por su papá y que su mamá no pueda darle certezas acerca de quién era, porque ni siquiera ella lo sabía. Lo más cercano que tenía hoy a un padre, era aquel hombre robusto que maneja un prostíbulo. Victoria se había jurado que cavaría sin cesar hasta encontrar la salida de aquel pozo. Amaba a su madre más que a su propia vida, pero no quería seguir sus pasos. Con el correr del tiempo, sus anhelos de progreso y superación se mostraban cada vez más desdibujados. Inaccesibles. En su caso, todo lo que alguna vez deseó no ser, lo era: ahora era como su mamá. Mientras las niñas de su edad jugaban, estudiaban o conocían chicos, ella cuidaba a su enferma madre. Sin estudios secundarios, las probabilidades de una vida mejor terminaron en un tacho. Echó un vistazo al anticuado reloj de pared. Cinco minutos quedaban antes de que se cumpliera la medianoche. Se calzó sus zapatos rojos de taco aguja. Era una vieja casona, ubicada en una pintoresca esquina. En el salón más amplio de aquella casa, había una barra de tragos y gran cantidad de redondas mesas cubiertas con manteles color carmesí, acompañadas por sillones de altos respaldos. Otto se encontraba cercano a la barra, junto con tres chicas más que trabajaban para él. La gente arribaba de a poco al lugar. En su mayoría hombres mayores, cincuentones, tal vez casados y con hijos. —Te dije que si querías podías tomarte la noche libre—le recordó Otto—. Es tu cumpleaños. —¿Lolita tiene coronita? —preguntó socarronamente una de las chicas. Victoria la fulminó con la mirada y, apretando los dientes, objetó: 106
—Y yo te dije miles de veces, Otto, que dejé de cumplir años hace un tiempo. Además...—Se acordó—, dijiste que estábamos algo cortos este mes, ¿no? Otto, resignado, hizo un gesto negativo moviendo su cabeza. —A trabajar, entonces; no perdamos el tiempo. ¡Vamos, vamos, vamos! —Palmeó una a una a sus muchachas. Con cierto tedio, Victoria comenzó a andar por el salón entre las mesas. Cumplir años no era su problema; su problema era que se lo recordaran a cada momento. Hacía cinco años que su madre se había ido, lejos, al paraíso. Y ella tuvo que quedarse en el infierno y con el nombre de Lolita. Vladimir Nabokov era el autor del único libro que había leído en su vida: Lolita. Se lo había regalado su mamá para su cumpleaños número trece. El último regalo que recibiría de ella. Un libro empolvado, viejo y rotoso. La había fascinado; al mismo tiempo, la idea le daba escalofríos: tan pequeña, Lolita, y tan promiscua. Victoria vio cómo un hombre, quizás el más joven de todo el salón, le hacía una seña para que se acercara. Rubio y con su pelo engominado, vestía un traje. —Hola, bombón —dijo sensual y exageradamente—. ¿En qué puedo ayudarte? Se irguió sobre la mesa y se mordió el labio para provocarlo. —Tu nombre. —¿Qué? —se enderezó sin lograr seguirle el tren. Él sonrió. —Te pregunté cuál es tu nombre. Lo observó por un instante, hasta que sus miradas se cruzaron. —Lolita —respondió. Él ensanchó su sonrisa. Buscó algo en su bolsillo; sacó su billetera y ella creyó que era su noche de suerte, pero terminó mostrándole una tarjeta del lugar. —Esto es tuyo, entonces. Victoria se dio cuenta de que era una tarjeta del lugar y notó que su nombre y su celular figuraban en ella. —Esas tarjetas son exclusivas, para clientes regulares. Alguien debe haberla perdido —le explicó y extendió su mano, esperando 107
que él le dejara la tarjeta. Él, haciendo caso omiso a su insinuación, volvió a guardarse la tarjeta. La miró. —Puedo ser el cliente más regular que tenés. ¿Qué te parece si empezamos hoy?
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-3Su mamá había muerto en la soledad de su habitación. Nadie más que Otto y ella le hicieron compañía. Lolita no lloró, no lo hizo; quizás asumió desde un comienzo lo peor. Esa fría noche de invierno, con la gélida mano de la difunta entre las suyas, Lolita solo podía pensar en sexo. Observó al hombre que, recostado al lado del cuerpo, con la cabeza escondida entre los brazos, no podía dejar de llorar. —Otto —lo llamó—. ¿Puedo pedirte un favor? Y él, con sus ojos bañados en lágrimas, levantó la cabeza para poder escucharla. —Lo que quieras, linda. —Quiero que me desvirgues, Otto. —¿Qué? Creo que no te escuche bien... —dijo, sorbiéndose los mocos y sin querer comprender. —Me oíste bien. Sus ojos se encontraron. Otto rió, pero Victoria no lo hizo. —Nena…, me parece que esto te tiene bastante afectada.... Lo que me estás pidiendo es una locura. —Mi mamá murió, Otto. Ahí la tenés... —Señaló en dirección al cadáver de su madre que yacía en la cama—. Me parece que sabés cómo sigue esta historia… —Victoria, por favor te lo pido —le rogó—, vayamos despacio, nena…Tu mamá acaba de morir. —¡Ya está, Otto, ya se murió! —decretó—. Yo soy quien toma las decisiones por mí ahora. Victoria puede decir que sí: si le dolió y no, no le gustó. Mientras Otto la penetraba una y otra vez, mientras trataba de eludir el dolor, imaginaba una sola cosa: recordando la novela que había leído dos años atrás, se sintió Lolita por primera vez. Humbert le alquila una habitación a Charlotte y conoce así a Lolita. Otto le alquila el cuerpo a su madre y la conoce a ella. Charlotte se casa con Humbert. Su madre solo trabaja para Otto y cogen de vez en cuando. Otto no era una persona indecente, pero ella conocía esa mirada: Otto la observaba ansiando en silencio su joven cuerpo. No se sentía atraída por los hombres mayores, aunque los hombres 109
mayores sí se sentían atraídos por ella. Victoria, inocente y no tanto. Una Lolita sin querer serlo.
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-4Se encontraba trabajando, coqueteando con uno de sus tantos clientes, cuando sonó su celular. Una llamada entrante de un número desconocido figuraba en pantalla. Solamente recibía llamadas de clientes importantes. Atendió. “Me gustaría verte”, oyó que le decía la voz al otro lado. El tono juvenil le hizo reparar en quién era, pero decidió hacerse la desentendida. —Perdón, ¿quién habla? A modo de presentación, ya que no había revelado hasta entonces su nombre, él respondió: “Pablo…, el de la tarjeta. Nos conocimos el otro día”. —Ah, sí…, ahora me acuerdo —dijo con desinterés —. ¿En qué te puedo ayudar? —Quiero verte. —Lo lamento, pero tengo la noche cubierta. Será otro día. —¿Otro día?, ¿te parece? —Lolita se sobresaltó cuando sintió la voz a sus espaldas y no a través del celular. Al voltearse, lo vio a unos pies de distancia. Pablo se le acercó—. No me llevo muy bien con las negativas. —Ese no es mi problema. Ahora, si me lo permitís, me gustaría poder hacer mi trabajo. —Te pago el doble —le manifestó cuando ella quiso marcharse por el salón. Lolita arqueó una ceja. —¿Creés que todo lo podés con un par de billetitos? Pablo sonrió plácidamente. —¿Estoy en un putero o vine al lugar equivocado? Acá todo se trata de eso, ¿no? De todos los clientes que había tenido, él se diferenciaba del resto por dos cosas: era el más joven y el más intolerable. Detestaba verlo llegar con sus aires de grandeza; vistiendo traje y usando el pelito engominado; fumando algún que otro habano como si fuera un magnate. Lolita comenzó a desvestirse, se quitó los zapatos de tacón y el corsé. Pablo echó un vistazo a la habitación: pequeña, de un 111
horrible empapelado, con una cama de dos plazas y un colchón duro y de ruidosos resortes. Una sola ventana, un escritorio: y lo que más llamó su atención: un panel de corcho repleto de papeles. —Dale, desvestite que no tengo toda la noche —Él pareció no oírla—Por casualidad, ¿me estás escuchando? —¿Esto es tuyo? —Se dio media vuelta en dirección a ella, con un papel en las manos—. ¿Vos lo hiciste? Lolita lo observó con cierta irritación. Lo que Pablo sostenía, no era más que un tonto dibujo en lápiz. Un bosquejo de sueños rotos. Cuando era pequeña y su mamá estaba enferma, con tanto tiempo libre, dibujaba. Dibujaba mujeres en trajes caros y elegantes; miraba revistas y programas de chimentos admirando a aquellas mujeres hermosas. —¿Es tuyo? —insistió. —Si —expresó secamente. Posó sus ojos de vuelta en el dibujo. —Muy bueno, la verdad... —A Pablo le brillaron los ojos. Sonrió—. Ahora entiendo todo…Es tu habitación, vivís acá. Lolita revoleó sus ojos. —No me pagan para hablar, me pagan para coger. — “No me pagan por hablar, me pagan para coger”. Soy yo quien paga ahora; y si se me ocurre preguntarte algo, espero una respuesta. ¿Estás programada o podés variar un poquito tu speech? Lolita sintió que le estallaba la cabeza. —Np tengo intenciones de hablar de mi vida privada. Si es eso lo que buscás, te voy a pedir que te retires; con tu dinero, no me importa. Pablo la analizó, receloso, un instante. Se aproximó a la cama. —Te contenés, lo noto en tu mirada; estás molesta...Decimelo. Decime lo que estás pensando. Lolita no dijo nada. —¿Es por el dinero? —Lo tiró en la cama—. Ahí está; podés quedarte tranquila, no voy a dejar de pagarte. Quiero una respuesta, eso quiero. Quiero que dejes de jugar a la puta amistosa y respondas a mis preguntas. ¿Cuál es tu nombre? —Lolita. Pablo rió. 112
—Tu verdadero nombre. —Lolita Ostentó un gesto negativo con la cabeza. —Está bien. Como prefieras…, Lolita. Ella apretó sus ojos. No quería hacerlo, sin embargo se sintió tentada por el diablo: —No soporto a la gente que, como vos, cree que todo lo puede con dinero. No soporto a la gente que se cree en un pedestal; que vive en una bola de cristal y que, a pesar de eso, creen que saben más que el resto; mucho más, si son pendejos arrogantes como vos que todo les cae del cielo. Pablo ensanchó su sonrisa y palmeó unas cuantas veces. —¡Bien! Ni yo mismo podría haberme definido así de bien; sin embargo, este pendejo arrogante, como vos decís, al menos cree que sos una persona al mismo tiempo que una puta. No estoy seguro de que vos lo sepas, de hecho. Disfruta de tu dinero...— Agregó, acercándose a la puerta—. Ah, y me llevo esto —dijo, mostrándole su propio bosquejo en papel; se lo guardó en el bolsillo interno del saco y se fue de ahí,
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-5Solía dormir poco o no dormir; solía estar ojerosa y agotada. No lograba descansar bien; tan solo dormía dos o tres horas por día. Despertó esa mañana inquietada por los ruidos provenientes del piso inferior. Apoyada sobre uno de sus costados y tapada hasta el cuello, agudizó el oído. Diferenció únicamente la voz de Otto, quien gritaba. Con un poco de miedo, enfundada en una bata de satén rojo barato, caminó escaleras abajo. Los gritos habían acabado, pero seguía escuchándolo hablar con alguien más. La alteró sentirlo tan nervioso. Otto se jactaba por su pasividad inquebrantable. Del salón principal provenían los ruidos. Desde el umbral de la puerta, asomó con cuidado su despeinada cabeza. —¿Mauricio? —preguntó con extrañeza y sin poder creerlo. —Hola Loli... —sonrió. Lolita se asustó. Lucía terrible: sucio y desarreglado; parecía golpeado. —¿¡Qué te pasó…!? —¡Nos quiere dejar pegados! —vociferó, Otto, alterado. —¡No, negro, no me malentiendas! —¿Qué hiciste? —Lo escrutó, sombría y escéptica. —No hables, pibe. ¡Andate! No quiero que la involucres. —Quiero saber —afirmó ella con severidad. Al morir su madre, la había acorralado la desazón, el temor, la intranquilidad. No se permitía exteriorizarlo, pero muy dentro de ella se sentía fatal y vulnerable. Lloraba día y noche, alejada de cualquiera que pudiese notarlo. En sus comienzos era aún más retraída, le costaba asimilar la realidad; le producían asco y rechazo cada uno de sus actos, y tenía la imperiosa necesidad de perder su identidad. Una noche, al cumplirse un año de la muerte, una de sus compañeras, sin que ella pretendiera su intromisión, la tomó del brazo y la acercó a una mesita. Desparramando un polvo blanco, dijo: “Si no podés dejar de hacerlo, obligate a no pensar”. Su compañera la puso en contacto con un vendedor de drogas y así conoció a Mauricio. Pronto, Lolita y Mauricio entablaron una relación: aspiraban juntos, se distendían y tenían sexo. Con el tiempo, Mauricio 114
también entabló una relación laboral con Otto, consiguiéndole cocaína para ofrecerles a sus clientes. De aquel suceso habían pasado ya cinco años. Hacía varios meses que Mauricio no se aparecía y escuchaba seguido los reproches de Otto por eso. Le sostuvo la mirada un tiempo interminable, hasta que Mauricio habló: —Yo…, yo maté a alguien, Loli… —suspiró desanimado. Ella sintió un nudo en su garganta. Jamás lo pensó capaz de semejante acto. No dijo más. Mauricio se le acercó, la tomó de las manos y Lolita advirtió la congoja en su mirada. —Necesito quedarme acá, por unos días. Nadie puede saber que estoy acá, es imposible. Por favor... Sé que es difícil de entender y no te pido que lo hagas, pero necesito quedarme unos días. Tragó con dificultad y miró a Otto, que negaba sin cesar con un movimiento de su cabeza y cruzado de brazos. Victoria dijo: —Otto, se queda acá. —Nena, no te pongas en terca….Escuchaste lo que dijo. No hagas bobadas. —No tuve opción —acotó él rápidamente. —¡Mentira, pibe, mentira! Todos tenemos opciones en la vida. Uno elige. Elegiste hacer lo que hiciste. Podrías haberlo denunciado. Yo no voy a andar cuidándole el culo a un asesino. El rostro de Mauricio se endureció y la furia denotó en sus oscuros ojos. Lolita lo sostuvo por el brazo, previniendo cualquier arrebato de su parte. —¿Qué estás insinuando, Otto? ¿Yo elegí ser una puta? ¿Mi mamá eligió dedicarse a esto? No todos tenemos opciones en la vida. —No, nena, no quise decir eso… —Basta, se queda acá. Me hago responsable. No voy a discutir más de esto —arrastrando a Mauricio, le dijo: —. Vení, te muestro dónde podés dormir.
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-6Sentada en la barra sin beber nada, sin preocuparse por los demás clientes, bajo las tenues luces de la sala y con una constante música ambiental que sonaba, repetía aquellas palabras, como un conjuro, en un murmullo: “tiene que venir, va a venir”. De piernas cruzadas, bamboleaba su pie frenéticamente mientras que mantenía su vista fija en la entrada. Cerca de la una lo vio llegar. Vestía pantalón negro, mocasines haciendo juego y un suéter color bordó. Lucía más juvenil que de costumbre; quizás era por su pelo, que lo traía sin gomina. Desvió sus ojos sabiendo que se le arrimaría. —Interesante… Ahora sos vos la que me espera a mí; no me hacía tan solicitado —le dijo sentándose a su lado. Lolita no lo miró—. Un Martini, por favor—le dijo al hombre detrás de la barra—. Y para… —Nada —respondió secamente. Pablo río. Ella, ahora sí, clavó sus ojos en él y le fue imposible disimular su desprecio. —¿Qué es lo gracioso —No me hagas caso…—contesto y, a su vez, le pagó al señor por su trago—. Pensé que ustedes tenían un poco más de chispa, al menos por obligación —le sonrió—. No lo tomes a mal, pero con esa cara dudo que consigas muchos clientes. Lolita se paró. —Mejor que vayamos directo al grano… —zanjó ella y dejó la barra. Caminó escaleras arriba con Pablo pisándole los talones. Cuando entraron a la habitación, ella cerró la puerta con llave. Él se percató. —¿Hay necesidad? Ya de por sí, se entiende el significado de una puerta cerrada. —¿Te importa? —Bueno, no diría precisamente que me importa, pero… Lo vio desabotonarse la camisa, a la vez que seguía hablando sin parar, pero estaba lejos de poder captar sus palabras. Lolita no pudo contenerse más y se le fue encima. Le dio un fuerte cachetazo. 116
—¿Qué…? —El rostro de Pablo mutó, apretó su mandíbula y la miró desconcertado—. ¡¿Cuál es tu problema?! —¡Devolvémela! —Lo apuntó amenazadoramente—. No te hagás el pelotudo… Pablo esbozó una media sonrisa. Se fue a sentar al pie de la cama sin dejar de apretar la mano contra su mejilla. —No sé de qué me hablás... —Escuchame una cosita: yo soy ninguna idiota. No te hagas el vivo conmigo, ¿te quedó claro? Devolvémela. —¿Por qué no sos más específica? Los ojos de Lolita se salían de órbita. —¡La foto! ¿Quién te pensás que sos? No sé qué carajo querés, ni qué pretendés conseguir, pero me escuchaste: ¡Quiero mi maldita foto! Él se echó a reír. —¿Tanto escándalo por una foto? ¿Vos me hablás en serio? —¡¿Tanto escándalo?! ¡Es mía! ¡Mía! —Fue hacia él sin dejar de gritar y apuntarlo—. Sé que la tenés vos. —¿Qué te hace inculparme de esa manera, puedo saber? —Rascó su mentón y prendió un cigarrillo. —Andá a fumar a la ventana —le dijo y luego añadió casi triunfal—. ¿Creés que recibo muchas visitas o que algún otro cliente se atreve a tocar mis cosas? — No tenés ninguna prueba que me incrimine, así que me parece que merezco una disculpa. —¡Olvidate! Sé que la tenés vos... —Sentía que poco a poco su pecho se inflaba. Estallaría en un mar de lágrimas y no quería hacerlo—, y si no me la das… —¿Estás por amenazarme? ¡Qué feo eso! Vos no sabés con quién estás tratando…Deberías cuidar un poquito tus modales. —Dejame de joder. ¡Devolvémela! —¿Por qué te importa tanto esa foto? Ella lo observó, desconcertada y furiosa por la pregunta. —No te interesa el porqué. —Está bien. Hablemos hipotéticamente…—Tiró la colilla por la ventana —. Digamos que, hipotéticamente, tengo la foto. Digamos que la tengo y no me interesa dártela. ¿Qué es lo peor que me 117
puede pasar? ¿Irme con un ojo negro y no volver? Denuncio este lugar de porquería por agresión y me busco otro, así de sencillo. ¿Qué ganás vos? ¿Te parece lógico lo que estás haciendo por una foto de mierda? —¿Qué querés de mí? Pablo sonrió. —Vos querés tu foto y yo quiero algo a cambio de eso. Ella bufó. —¿Qué querés? —Hay un evento de caridad al que me veo obligado a asistir. Quiero que me acompañes. Voy a pagarte. Si cumplís, tenés tu foto. Lolita arrugó su ceño. —¿Todo esto para que te acompañe a un evento? —Limitate a las condiciones si tanto la querés. Abotonó su camisa y dejó plata sobre el escritorio. —Pensalo. Mañana me das una respuesta.
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-7Leía en su habitación, recostada en la cama, Lolita por décima vez. Se sentía tan molesta con lo que ayer había acontecido, que por aquel motivo había decidido no salir de su habitación. No era la reina del disimulo y mucho menos deseaba someterse a la preocupación excesiva de Otto y a sus preguntas que nunca acababan. “Toc-toc”, dijeron asomándose por la puerta. Ella, al verlo, sonrió con dulzura. —¿Puedo entrar? Victoria se acomodó en su lugar y dejó el libro en la mesa de noche. —Obvio, pasá. Él ingresó y sacó una caja de cigarrillos. —¿Te molesta? Lolita negó con su cabeza y le señaló el cajón de su escritorio. —Ahí hay un cenicero. Mauricio la estudió con atención mientras fumaba. —¿Estás bien? —le preguntó—. Parecés un poco tensa. —Si…, estoy bien—respondió Lolita sin sonar muy convencida. —Traje algo para levantarte el ánimo —dijo Mauricio. Del bolsillo de su jean, sacó un tubito con cocaína—. ¿Querés? Lolita esbozó una amplia sonrisa. Mauricio le arrojó el tubito; ella armó una línea en la mesa y aspiró. —Lamento que tengas que quedarte en el desván…Otto está un poco inflexible respecto al tema. —Está bien, puedo tolerarlo. En mi casa también me la pasaba encerrado. —Mauricio… ¿me vas a contar lo que pasó? Él refregó sus ojos con una de sus manos. Fue a sentarse a su lado y también se armó una línea y aspiró. Le contó todo, cada detalle. Lolita lo oía. Los ojos de Mauricio eran profundos, brillaban. —¿Qué podía hacer, Loli? Perdí la razón... —Siento mucho lo de tu hermana... Mauricio dirigió sus ojos hacia la ventana, reflexivo. —La extraño…Nunca creí que iba a decir esto alguna vez, pero la extraño. Lo único que odio de todo esto es estar lejos. Saber 119
que me necesita y no poder hacer nada. Lolita sonrió, enternecida por sus palabras. —La querés mucho Él esbozó una media sonrisa ante su afirmación. Se quitó la remera, encendió otro cigarrillo y se acostó al lado de ella, quie estaba sentada abrazada a sus piernas. —Me gustaría sentirlo, el amor... —susurró con tristeza. Mauricio la hizo acostarse. Acarició su mejilla. —Me tenés a mí, Loli, ¿qué más podés pedir? ¿No soy suficiente? Ella rió fuertemente. Mauricio la besó Y con sus manos la tomó por los brazos, atrapándola contra la cama. Lolita lo miró con picardía. —Me tenías abandonada... Arqueó una ceja. —¿Esos son celos? —¿Celos? —rió juguetona—. No sé lo que es eso. Mauricio negó con la cabeza y la penetró. Lolita emitió un grito ahogado de placer que terminó en una extensa exhalación. —¿Te confieso algo? Sos el único hombre que me excita. Lolita siquiera habían logrado entrar en clima, cuando su celular comenzó a sonar incesante. —Dios santo... —resopló. Extendió su brazo para tomarlo y atendió—. ¿Hola? —Mauricio seguía sobre ella. La voz al otro la del teléfono, dijo: “Tengo algo que darte, estoy en tu puerta”. —¿En mi puerta? Colgaron. Empujó a Mauricio hacia un costado y le dijo: “ahora vuelvo”. Se puso su bata y salió al pasillo. Cuando lo hizo, se encontró a Pablo en la puerta de su habitación. Se sobresaltó. “Se me escabulló, nena. Quise impedirle que entrara, pero dijo traerte algo. Si querés, lo saco a las patadas”, alegó Otto al pie de la escalera. Lolita hizo un gesto negativo con su cabeza. —Está bien, Otto, gracias —le dijo ella y volvió a mirar a Pablo—. ¿Qué querés? ¿No te alcanza molestarme dos o tres noches a la semana? —Yo también me alegro de verte...—expresó con ironía. Le en120
tregó un paquete—. Solo vine a dejarte esto para el evento del sábado. A las once del mediodía, puntual, paso por vos. Lolita observó el paquete con incredulidad. —Yo no decidí nada. —Abrí el paquete —le instó. Lolita lo apoyó en el piso y, sin mucho convencimiento, quitó la tapa. Con sus manos temblorosas, sin poder creerlo, atónita ante lo que veía, sacó de ella un vestido. —Es… ¿Mi vestido? —titubeó—. ¿Mi diseño? Pablo sonrió. —Me pareció que era una buena oportunidad para que lucieras algo así —Lolita no encontró palabras que decir—. Pero sin evento no hay vestido, ¿fui claro? El sábado vengo por vos; a las once, no lo olvides. —¿Pasa algo? —Mauricio se asomó y se postró en la puerta. Se miraron. —No pasa nada, él ya se iba... —le respondió Lolita. —No sabía que trabajabas de tarde también.... ¡Qué dedicada! —No es un cliente —lo fulminó con la mirada—, y tampoco te importa quién es. Se dio media vuelta, con el paquete en sus manos, y pasó por al lado de Mauricio perdiéndose en la habitación. Mauricio, que no le quitaba los ojos de encima a Pablo, se le arrimó. Traía el torso desnudo y Pablo lo vio con cierta desaprobación. —Conozco a la gente como vos…—dijo Mauricio—. Más te vale no joderla. Pablo levantó su mentón en un gesto de altiveza. Sonrió y replicó: —Si tanto conocés a la gente como yo, entonces sabés lo que te conviene. Para cuando Mauricio volvió a entrar, Lolita miraba embelesada el vestido y todo lo que había dentro de aquella caja: zapatos, aros y un colgante de diamante. —Todo esto debe haber salido una fortuna… —murmuró Lolita sin poder creerlo. —Todo esto va a costarte caro, Loli… —reprobó Mauricio—. No me gusta este tipo, andá con cuidado. 121
-8Se miró frente al espejo; se miró de un costado, del otro, de espalda y de frente; se miró de cerca, de lejos. No se reconocía. Se había recogido se espesa mata de pelo en un alto rodete. Se veía sofisticada con aquellos aros de diamante. El vestido —su vestido—, diseñado en color rojo, contrastaba con sus oscuros ojos y caía como en una cascada hasta el suelo; el escote, en forma de corazón sin tirantes, ayudaba a relucir el brillante que llevaba en su cuello. Otto le pegó un grito desde el pie de la escalera. Tomó el pequeño bolso de mano, inhaló profundamente y sintió sus cachetes arder: se sentía hermosa pero extraña, como si alguien más se hubiese apoderado de su cuerpo, como si se hubiese sumergido en una ficción lo bastante real. No era más que un personaje. Lolita descendió con cuidado para no tropezar. Pablo, siempre clásico, vestía saco y pantalón negro, camisa blanca y corbata negra. Una amplia sonrisa cruzaba su cara de lado a lado; la miraba victorioso. “Imbécil”, pensó ella. Al acercársele, la asistió para que descendiera los tres últimos escalones. —Muy bien, qué puntual —dijo y la besó sutilmente en la mejilla. Lolita pensó que le hablaba como si tratase de domesticar a un perro. Se despidió de Otto, quien la aduló hasta no verla, y, saliendo de la gran casa, se le paró el corazón cuando advirtió que el Audi color gris que tenía frente a sus narices le pertenecía a Pablo. Una vez dentro del auto, Pablo dijo: —Te ves bien; tan bien que tu condición pasa inadvertida —le regaló una divertida sonrisa. Ella resopló. —Soy una puta, idiota. Podrías haberte buscado alguna que no lo parezca ni lo sea. Pablo movió su cabeza de un lado al otro. —No, no, no... ¡Por favor, qué horror! Eso no está bien..., nada bien… Hay muchas cosas que mejorar en el poco tiempo que tenemos, comenzando por tus modales. Ella entornó sus ojos. 122
—¿Qué tienen de malo mis modales? Chasqueó la lengua, se colocó unos anteojos de sol, giró la llave encendiendo el motor, avanzó y continuó su perorata: —¿Música? —Ella se volvió para ver por la ventana, apartándole la mirada—. Okay…, nada de música. Bien, Lolita, tenemos dos opciones: una es que me digas tu nombre; si no me decís tu verdadero nombre, voy a tener que inventarte uno —La miró, pero ella pareció no inmutarse—. No podemos permitir que te presentes como Lolita, es vulgar. —¿Te dije ya que soy una puta? —solo dijo. —¿Tanto te gusta serlo que me lo repetís cada segundo? Por hoy, tu nombre es Josefina —Retomó. No quiero que hables, no quiero escucharte decir una sola mala palabra. Te presentás, das dos besos, uno en cada mejilla y eso es todo. Si te preguntan algo, calladita, yo respondo por vos; y no quiero que te despegues de mí. Para comer, cubiertos de afuera hacia adentro… ¿Alguna pregunta, Josefina? —No. Idiota. Pablo sonrió y con sarcasmo dijo: —Pan comido para una profesional como vos, ¿no? —¿Terminaste? Me gustaría que cerraras la boca. El lugar al que llegaron tenía aspecto de barrio cerrado: en su ingreso había cámaras, custodia, y dos hombres uniformados chequeaban tus datos personales y tu invitación. A Lolita le impresionó la cantidad de hectáreas que ocupaba tan solo una casa; de seguro tenía pileta, quizás una cancha de golf… —No me dijiste de que se trata este supuesto evento —lo acusó Lolita. —Es un almuerzo benéfico para una fundación de niños con cáncer...—explicó, quitándose los lentes. Ella se paralizó, sintió que su corazón le daba un vuelco, se mareó y creyó que iba a vomitar. Se sostuvo la cabeza. —¿Te pasa algo? —inquirió él un poco preocupado. Hizo un gesto con su mano haciéndole saber que no, pero no logró manar palabra alguna. Pablo descendió, le abrió la puerta y le extendió la mano para ayudarla a bajar. Hizo que lo aferrara 123
por el brazo para caminar juntos. Traspasaron la entrada y cada salón, uno más bello y amplio que el anterior, hasta que llegaron al jardín. Pequeñas mesas de manteles blancos y con centros de mesa hechos a mano se dispusieron por el predio. A lo lejos, había una hermosa fuente redonda adornada por todo tipo de flores. Mucha gente estaba presente, todos elegantemente vestidos; también había algunos mozos de blanco que se paseaban ofreciendo vino y una orquesta tocando en vivo. —¡Pablito! ¡Pablito querido! —chilló una mujer que se acercaba. Vestía un vestido verde oliva y un tocado en su cabeza. Era muy baja en estatura y más bien redonda. —Es quien organiza el evento—le musitó—. Amelia Le Blanc, Íntima de mi familia. —¡Qué alegría! ¡Me alegra que nos honres con tu presencia! —su sonrisa era gigante y sus pómulos sobresalían cuando lo hacía—. Y con tan exquisita compañía...—le sonrió a Lolita. Ella sonrió lo más naturalmente que pudo y se presentó sumergiéndose en aquel mar de mentiras—. ¿Tu padre? —Amelia, Amelia…Sabés que mi padre estaba deseoso de venir, pero es un hombre muy ocupado; para algo estoy yo —Sonrió. —¡Claro, claro! —Movió sus cortos y rechonchos brazos, dándole a entender que conocía el verso—. Dile a tu padre que espero que me lo compense invitándome a cenar. —Pablo asintió—. Si me disculpan, iré a ver a mis otros invitados. Veo que acaba de llegar la señorita Brown, así que…—Asió la mano de Pablo entre las suyas—, siéntanse como en su casa y disfruten su estadía. —Muchas gracias, Amelia—Al tiempo que la veía alejarse, le dijo a Lolita—: Esa mujer es un increíble fastidio; no tolero su agudo tono de voz. —¡Qué hipócrita! Pablo la silenció. —¡Por favor, bajá la voz! Acá todos lo son, no te sorprendas. Todo transcurrió de la misma manera: de un extremo al otro saludando gente, aparentando amabilidad y cortesía, e inventando historias, nombres, anécdotas. Ser adinerado y protocolar le parecía tedioso, pero, a su vez, completamente maravilloso. Si la 124
gente la adulaba de mentira, no atañía porque era la primera vez que la adulaban en su vida. Concluido el almuerzo —De tres platos exquisitamente ricos y desconocidos, del postre y el té—, aprovechó el momento en que Pablo discutía sobre negocios con un hombre mayor, que parecía estar lo bastantemente aburrido como para detenerlo por un buen tiempo, y se escabulló hacia donde la fuente se encontraba. Se asentó al borde de la misma. Por un rato alcanzó a distenderse. Le dolía la mandíbula de tanto sonreír forzosamente. Miró el panorama y una lágrima rondó por su mejilla. Si su madre se hubiese cuidado, quizás seguiría con vida...Quizás, si hubiese hecho un tratamiento, si hubiese podido... Pablo se acercó, luego de buscarla por un buen tiempo y ubicarla aislada en aquel rincón —¿Demasiado aburrido? Te entiendo... Detesto estos eventos. Se colocó a su lado. Lolita, que tenía la cabeza gacha, hizo un gesto negativo. Pablo la escrutó con cuidado. —Estás… ¿llorando? ¡Menos mal que estás llorando acá y no en medio de esa multitud! —Estoy bien… Hubo un incómodo y largo silencio. Pablo, entonces, dijo: —Te pido disculpas si el venir acá te recuerda a tu mamá. Ella abrió sus ojos asombrada. Abrió y cerró su boca tres veces. Le temblaban las manos. —¿Cómo es que…? —balbuceó—. ¿Otto…? No… Pablo carcajeó ligeramente —No, Otto no me dijo nada. —Pero ¿cómo…? —Te voy a contar algo…—Apoyó una mano en su hombro—. Yo no soy nada., tan solo aparento. Como vos, vivo prisionero en una realidad que no me gusta, que me agota —Clavó sus ojos negros en ella—. Sé que tu mamá fue prostituta desde que tenés memoria y murió de cáncer…—Lolita cerró sus ojos, abstrayéndose—. Comprendo que quieras olvidar tus raíces y comerte un cuento diferente, pero no podés. —¿No puedo? —preguntó lentamente, con sus ojos aún cerrados. —Te juro que no lo soporto. Te veo y me cuesta creer que esta 125
es la vida que querés; que querés amoldarte a una realidad que ni siquiera es la tuya. Para mí es difícil, pero vos sos tan libre… —Victoria. Me nombre es Victoria Se miraron por un instante. —Qué lindo nombre… ¡mucho mejor que Lolita! —Le sonrió con ternura—. Tenés talento, Victoria, tu diseño es impecable; clásico, un poco cliché, pero impecable. —¿Por qué haces esto? —¿Hacer qué cosa? —Tratarme así. Él se rió. —Si no puedo ayudarme a mí mismo… —¿Qué soy, un proyecto solidario? —No lo tomes así… ¡por favor, no soy tan malo! —No sé… Gracias, supongo, por tus palabras y por el vestido…, nunca vi algo tan hermoso. —Es tuyo. No pensaste que debías devolvérmelo, ¿o si? —No pensaba hacerlo —le sonrió. —Podés quedarte con todo. Dudo que yo pueda ponérmelo...— Torció su sonrisa —Gracias… —¿Puedo hacerte dos preguntas? —Lolita le respondió que sí—. Ese chico tan… desnudo del otro día, ¿es tu novio? Lolita se paralizó para luego ruborizarse. —No…, somos amigos. Es solo un amigo que no está pasando un buen momento. —Pero te gusta. —¡No! ¡No, no! Lo quiero, si, lo aprecio mucho y la pasamos bien... Digamos que no tengo muchos amigos. —¿No está pasando un buen momento? ¿Puedo ayudar en algo? —No creo… —Podés confiar en mí; tengo recursos, además, para hacerlo si es necesario. Lolita lo meditó por un buen lapso de tiempo. —Mi amigo… hizo algo que le está costando su libertad. No fue su culpa… Me da mucha pena por él, es una excelente persona. Pablo se rascó el mentón y dibujó una sonrisa con sus labios. 126
—Voy a ver qué puedo hacer. —¡Por favor ni una palabra de esto! Si se entera que te conté… —Quedate tranquila, trato con muchas ratas día tras día. Ella prefirió pasar de largo aquella aseveración grotesca, como
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tantas otras que frecuentaba oír nacer de su boca, e indagó: —¿La otra pregunta? —¿Puedo besarte?
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-9Estaba desayunando, si así podía llamársele, junto con Otto y Mauricio. Eran las dos de la tarde. El timbre de la casa sonó. Otto le hizo señas a Mauricio para que se mantuviera atento, en el caso de que debiera salir corriendo a esconderse, y fue hacia la entrada. “¿Qué hacés acá, pibe?”, oyeron a Otto. Lolita se atragantó con un poco de cereal. “Estaba de paso”, respondió una voz. Mauricio frunció su entre ceja y ella tan solo agachó la vista sin dejar de oír. —Esta es mi casa, pibe —dijo Otto inflexible—. No recibimos clientes por la tarde, ya sabés nuestros horarios. Iba a cerrar la puerta, pero se lo impidió. —No vine en calidad de cliente; ahora, si igual necesitás que te pague… —¡Por qué no te vas a refregar tu sucio dinero a otro lado! — gritó. Pablo esbozó una media sonrisa. —¿Por qué no me dejás de molestar, entonces, y la llamás de una buena vez? No tengo todo el día. —¿Pero quién…? —comenzó Otto a farfullar, histérico, pero lo interrumpieron. —Está grandecita ya, y me parece que puede elegir por sí sola si quiere o no quiere recibirme. Lolita, aún en la cocina, alzó su tazón torpemente, lo tiró con prisa en el fregadero y salió disparada al salón, temerosa de que Otto pudiese descontrolarse. Últimamente, se lo notaba por demás sensible. Se quedó postrada a medio camino. Su mirada se cruzó con la de Pablo y Otto se volvió para verla. —Hola…—susurró algo sonrojada. Lo pasado ayer en el evento la tenía aturdida: se juzgaba una forastera dentro de su propio cuerpo y mente. No sabía bien por qué había dejado que la besara, tampoco entendía por qué había pensado en eso toda la noche, pero que estuviese ahí la hizo sentir incómoda. Pablo ensanchó su sonrisa. Detrás de Lolita, apareció Mauricio. Otto perdió el juicio cuando asomó: —¡Flaco, andate para arriba! Mauricio hizo un gesto negativo con la cabeza, sin quitar sus 129
verdes ojos de encima de Pablo. —Ya tuvimos el honor de conocernos…, tranquilo—le dijo a Otto—. ¿No la molestaste lo suficiente ya? Pablo alzó una ceja y, como si no le interesara en absoluto el comentario de Mauricio, se aproximó a Lolita y la besó en la mejilla. Ella se ruborizó aún más. —¿Puedo pedirte que me acompañes a un lugar? Lolita parpadeó un par de veces, incomprensible. —¿A… un lugar? —balbuceó. Él sonrió. —Si estás muy ocupada, será otro día. —¡No! —Saltó al ver que pretendía irse—. ¡No tengo nada que hacer! Pablo le extendió la mano sin dejar de sonreírle. A Mauricio, pasmado, se le cayó la mandíbula. La aferró por el brazo. —¿De verdad pensás irte con este? —le musitó, pero fue lo suficientemente audible como para que Pablo lo atendiera. Lolita irguió sus hombros, restándole importancia y dijo: “No tengo nada que hacer”. Abrazó a Mauricio y, al tiempo que soltaba su brazo, le expresó: “Voy a estar bien”. Salieron juntos. Pablo la hizo subir a su inconfundible Audi gris y le otorgó un enorme ramo de rosas. Ella quedó estupefacta. —¿Son para mí? —Algo así...—le dijo y puso el auto en marcha. Durante todo el viaje, Lolita no supo qué hablar o decir y Pablo tampoco conversó demasiado. De pronto se frenó en una esquina. Ella quiso reconocer algo a la vista, todo le parecía familiar, aunque lo único que distinguía como reconocible eran los infinitos puestos de flores… Hasta que se percató de dónde estaba. Tenía un vago recuerdo del lugar, porque tan solo lo había visitado una vez en su vida. —¡¿Qué hacemos acá?! —le bramó con desesperación. —Sabés lo que hacemos acá. Lolita miró el ramo y después a Pablo, todavía en un éxtasis de frenesí. —¿Me podés explicar cómo mierda sabés todo esto? Pablo golpeó el volante, haciendo que sonara la bocina. Era a 130
primera vez que lo veía enojarse así. —¿Tanto importa cómo sé? ¿No es más importante el gesto a que lo que sepa? —No —le dijo ella—. Resulta que vos sabés todo de mí y yo no sé nada de tu vida. ¿No te parece eso extraño? Movió su cabeza de un lado al otro, pero terminó sonriendo. —¿Qué te gustaría saber? —No sé... Una vez me dijiste que tu papá era una persona importante... Frunció sus labios al oírla. Pablo odiaba que se le hubiese escapado, por más insignificante que fuese, aquella información. No dejó que continuara hablando. —Mi papá es una persona tan pero tan importante, que no me dan ganas de hablar de él. Por favor…—Bajó del auto y se asomó por la puerta ya abierta—. Bajá. Lolita cruzó sus brazos y sus piernas y lo miró con furia. —¡No! —No seas caprichosa, bajá. —¿Quién te dijo a vos que yo tengo ganas de entrar ahí, eh? Lo vio pegar la vuelta en torno al auto para abrir la puerta de su lado. —Si no bajás, te juro que voy a bajarte a la fuerza. No lo hagas más complicado…Después me lo vas a agradecer. Tiró de su brazo. Insistió tanto que ella se dejó tironear, casi a regañadientes. —Imbécil —farfulló—. Sos un completo imbécil... Pablo atrapó sutilmente el rostro de ella entre sus manos y la besó en la frente. Lolita se paralizó. —Victoria…—La obligó a caminar, arrastrándola—. No tengas miedo... Entraron en el cementerio, verde, triste, silencioso. Algunas personas lloraban arrodilladas ante lápidas, depositaban flores o, simplemente, tomaban fotografías como meros espectadores. “¿Por qué alguien querría tomar fotos en un ambiente tan lúgubre?”, se preguntó absorta. A cada paso, menos deseaba permanecer, pero él seguía tirando de ella. La soltó cuando llegaron ante una lápida que rezaba el nombre de su madre. No pudo evitar contener sus lágrimas al instante que lo leyó. Cayó al suelo y las flores que Pablo 131
le había obsequiado cayeron con ella. Él las recogió y las puso a los pies de la lápida. Victoria lloraba con descontrol. Su alma se sacudía desgarrada. Miles y miles de momentos, de frases, de instantes, sucumbieron en su mente. —Mamá…—sollozó—. Mamá…—Acarició la lápida con angustia—. Perdoname… No te olvidé, te juro que no lo hice…— Refregó su nariz—. Pero no puedo visitarte…, no puedo… Pablo se agachó. Puso una mano en su hombro. —Podés. Lo estás haciendo, de hecho. Lolita lo vio, con sus ojos rojos de tanto llorar. Su corazón palpitaba con violencia. —¿Por qué…? Él apretó su hombro, manifestándole su apoyo. —Tu mamá quiere verte feliz, no resistiendo como una castigada. No sos tu mamá, Victoria. Negó una y otra vez sin cesar; luego se abalanzó sobre él, apretándose en torno a su cuello con fuerza. —Por favor…Por favor, te lo ruego, vayámonos de acá. Se enderezó y la ayudó a enderezarse. Emprendió el camino hacia la salida, sin embargo Lolita, sintiéndose paralizada, con las piernas que le temblaban, no creyó poder moverse. —¡Pablo! —lo llamó desde donde estaba. Él se volteó a verla.
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- 10 Caminó sosteniendo su mano. No la soltó, no lo hizo. La sostuvo fuertemente hasta que ella se acomodó en el auto; hasta que cerró la puerta del lado del acompañante, para ir hasta el otro extremo a su sitio como conductor. Lolita se mantenía cabizbaja, con sus ojos clavados en los dedos de los pies. Su alma estaba destrozada. Los recuerdos le habían resquebrajado el alma filosamente, aunque en cierto modo, sentía que sus penas se habían sosegado. Un peso importante de la angustia se había disipado: lo había vomitado todo en la lápida de su madre. Pablo le clavó la vista y ella siquiera lo percibió. —No lo entiendo…—expreso casi inaudiblemente—. No me conocés, no te conozco. Lo único que sé es que te llamás Pablo, si ese es realmente tu nombre... Nunca nadie había hecho algo así por mí… ¿Por qué lo hiciste? Con sutileza la tomó de la barbilla e hizo que girarse la cabeza para verlo. —Las pequeñas cosas nos engrandecen, Victoria. Creés que tenés poco, que no tenés nada, pero, al contrario, Victoria es mucho más que Lolita. Lolita no hace más que ensombrecerte. Yo solo trato de que lo notes. —¿Por qué? Pablo largó una risa. —Pero ¡qué testadura!, nada te viene bien —Pensó un poco al tiempo que prendía un cigarrillo y abría la ventanilla—. Porque soy un pibe que lo tiene todo, que está aburrido y no tiene nada más que hacer. Con algo tengo que entretenerme, ¿no? —Imbécil. —Tenía que hacerte callar de alguna manera —Le ofreció de su cigarrillo y ella se lo rechazó. —No fumo. —No te creo; estoy seguro de que sos una fumadora social. Desconfiás de mí...—Agregó luego de una extensa pitada—. Si no desconfiaras de mí, agradecerías más y preguntarías menos. —¡No te conozco! —alegó a la defensiva. —Yo tampoco te conozco, si vamos al hecho… Tranquilamente 133
podría pensar que sos una puta trepadora. De ella se apoderó, como en un santiamén, una ira que emanó de lo más profundo de su ser y, con aquel impulso, lo abofeteó duramente. Quiso abandonar el vehículo, pero él la agarró por la remera y la tiró hacia dentro. —Pero no lo hago... Segundo cachetazo en lo que va de la semana… ¿No te parece innecesario? —Ella miró hacia otro lado, todavía fastidiada—A lo que iba… No preciso saber cosas básicas como tu nombre o tus antecedentes para darme cuenta de cómo sos. No me importa quién o qué sos. ¿Tan difícil era captar el punto? Ella se cruzó de brazos. —Muy filosófico —apuntó Victoria con sarcasmo. Pablo se encorvó sobre su cuerpo para dar con la guantera y sacó un sobre de madera —Para vos… —¿Otro regalo? No soy un maniquí de vidriera al que adornás, flaco. No… —¿Por qué no dejás de hablar sin sentido y lo abrís? Ella levantó la solapa. Se encontró con su foto y se estremeció de pies a cabeza. Era un plano corto de ella y su madre, con la radiante luz del sol envolviéndolas alguna tarde en algún parque; con sus rostros sonrientes y felices. Volvió a meterla en el sobre, sin querer verla por mucho más tiempo, y tomó lo otro que había dentro. No supo que era hasta que lo leyó: un pasaje de autobús de Buenos Aires a Córdoba. También había unos mil pesos en el sobre. —Para tu amigo...—dijo él—. Lo mejor es que se vaya hasta que las cosas se calmen. Sale mañana a la mañana. Lolita le echó un vistazo, estupefacta, al pasaje. Dudaba que Mauricio quisiera irse tan lejos, pero tenía que hacerlo por el bien todos, y Otto no lo aguantaría por mucho más tiempo. Pablo no la conocía lo suficiente como para hacerle un favor tan grande; aquello la turbó y le costó decidir qué decirle. —Pablo... Gracias, de nuevo —atropellaba las palabras, no podía salir de su ensimismamiento—. No puedo aceptarlo, igualmente... Es demasiado... Fui una tonta al dejarte. 134
Intentó dárselo, pero él no tomó el sobre. Encendió el auto. —¿Qué querés que haga con un pasaje a Córdoba? Si no pretendés ayudarlo, por lo menos date unas vacaciones. Se montó sus Ray Ban y la observó de reojo. Victoria miraba el pasaje, sonriente ante su derrota. Sabía que la plata no era un problema y, después de tratarlo por un tiempo, había comprendido que intentar negársele acerca de lo que fuere era improbable. No iba a aceptarle el pasaje de regreso, y aunque pareciera algo material era mucho más. De un instante al otro, se sonrojó; no era tan impertinente como se hacía notar sino todo lo contrario. Introdujo el pasaje en el sobre junto a las demás cosas y lo apoyó sobre su regazo. Lo miró. Lo miró por un tiempo hasta que él lo notó. Se sostuvieron la mirada por unos segundos. Lolita sentía que le ardía la garganta y se le retorcían las tripas. Pablo se sonrió ante el gesto consternado de Lolita; fue una sonrisa cargada de ternura y ella, en un impulso, lo besó. Precipitadamente, se alejó avergonzada y clavó sus ojos en cualquier cosa que no fuese Pablo. Pablo, por otro lado, acarició la sonrosada mejilla de Victoria con suavidad. Victoria, no sin cierto pavor, tornó a verlo y él, sin desaprovechar aquel santiamén de duda, le devolvió el beso. El viaje de regreso fue categóricamente sosegado. A raíz de aquel beso, Pablo retomó el viaje con la excusa de que se estaba haciendo tarde y de que el “grandote” iba a matarlo si no la regresaba a tiempo. Arribando a la casona, Lolita se atontó ante el panorama que comenzaba a envolverla. Había demasiada gente en la calle; curiosos que paraban, vecinos que se asomaban desde sus puertas. Instantáneamente, se descompuso cuando vio dos patrulleros agolpados al lado de su casa y a Otto en la puerta. Una cinta roja y blanca cubría las inmediaciones sin dejar pasar a nadie. —¡Pará el auto! ¡Paralo! —le gritó histérica, sacudiéndolo. Cuando Pablo desaceleró, se lanzó del auto. Corrió alarmada hacia donde estaba aquel hombre que era lo más parecido a un padre que tenía. Dos hombres de la policía no la dejaron cruzar la valla y ella los insultó sin salir de su histeria. Tanto chilló que, con un Otto más calmado explicándoles, la dejaron pasar. A toda costa intentó ingresar, pero fue Otto quien se lo impidió, sujetándola con fuerza. 135
—¡¿Dónde está?! ¡Decime donde carajo está! —Chillaba histeria y sin poder contener las lágrimas—. ¡Decime que mierda pasó, Otto! ¡Mauricio! —Continuó gritando—. ¡Soltame, Otto! ¡Soltame! En medio de aquel caos, Otto pretendió explicarle: —Nena…, se lo llevaron. Ya es tarde, ya está…Aparecieron con una orden, registraron la casa y… —¡No! ¡No, no, no! Se dobló sobre sí misma, desconsolada, con el llanto a flor de piel. Se ahogaba en sus propias lágrimas. Otto la abrazó; la abrazó conteniéndola, tratando de alejar el dolor, aunque el dolor no se iba. Entonces, como si un torbellino de lucidez surcara su mente, se desprendió de Otto bruscamente y volvió a cruzar la cinta. Pablo estaba recostado sobre su auto, como si estuviese esperándola allí parado o como si tan solo mirara el espectáculo desde la lejanía. Victoria, con el odio impregnado en sus ojos, se arrojó sobre él y lo empujó, y no dejó de aporrearlo contra el auto. —¡Hijo de puta! ¡Sos un hijo de puta! —gritaba incesante. En el soplo que consiguió liberarse de sus golpes, la sostuvo por los brazos. —¡¿Estás loca?! ¡Calmate! —¡¿Qué me calme?! ¡Infeliz! ¡Decime que lo hiciste, dale! —¡¿Estás loca, Victoria?! ¡Estuve toda la tarde con vos! ¡Calmate! ¡Te juro que no hice nada! A pesar de tenerla agarrada, ella luchaba con ímpetu para librarse y arañarle la cara. —¿No hiciste nada? ¡Encima lo jurás! ¡Sos el único que sabía! Él la giró, colocándola contra el auto; en definitiva, en fuerzas era superior. —¡Escuchame! —le vociferó ya exasperado—. ¡Calmate! No hice nada, yo no fui. ¿Por qué no sos más sensata? ¡Te acabo de dar un pasaje y plata, para él! ¿Por qué mierda lo voy a denunciar? ¡Date cuenta que estás enloqueciendo! Lolita, con sus ojos rojos, salientes, y su corazón palpitante, lo miró con inquisición mientras él la sostenía, precavido, por si ella seguía atacándolo. La abordó el llanto cada vez con más vigor. Abatida, lo abrazó buscando su aplacamiento. 136