Adolecer novela

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· LUCILA RODRÍGUEZ MORENO ·

ADOLECER





· LUCILA RODRÍGUEZ MORENO ·

ADOLECER



_ A mis papĂĄs, motores propulsores de esta historia.



La adolescencia es aquella etapa de la vida en que todo nos parece gris, parece que todo el mundo nos ataca, que el mundo se nos viene sobre nosotros. Es el minuto en que comenzamos a conocernos y enfrentamos duros cambios, que nos llevaran a ser hombres y mujeres fuertes. Es la etapa en que conocemos nuestras fuerzas internas y debemos aprovechar al mรกximo este minuto. Esto nos llevarรก a engrandecernos como seres humanos. GINA MADARIAGA



NICOLE El destino de los hombres está hecho de momentos felices, toda la vida los tiene, pero no de épocas felices. FRIEDRICH NIETZSCHE

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-1Observó la hora: cuarenta y cinco minutos de retraso. Su consultorio se hallaba en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, en el octavo piso de un edificio. Era un apartamento de dos ambientes, de pisos de madera y paredes blancas. Una de las habitaciones era utilizada de recepción, amueblada con dos sillones de cuero negro y un revistero; la otra, constaba de un escritorio; de una biblioteca tan grande que cubría toda una pared; de dos sillones enfrentados, y una lámpara que irradiaba una tenue y cálida luz. Laura Herrera pensó que había sido por demás tolerante y que había pasado tiempo suficiente para telefonear, averiguar si se presentaría o si podría utilizar aquel tiempo restante para almorzar. Tomó el teléfono, pero antes de lograr marcar, oyó pasos al otro lado y luego llamaron a la puerta. Su paciente dio dos pasos y se quedó de brazos cruzados, descansando a mitad de la habitación. Herrera la miró con detenimiento: aquella chica se veía desprolija. Tenía la camisa arrugada, la corbata desajustada y una pollera a tablas más corta del largo habitual. Los mocasines habían sido remplazados por unos borcegos; sus piernas eran cubiertas por unas raídas medias negras; su pelo era color rojo fantasía; y sus ojos, de un llamativo azul, estaban enmarcados por un fuerte delineado negro, excesivo y grosero. También tenía un piercing que le colgaba de la nariz como a un toro de exposición. Laura le hizo señas para que se aproximara y se sentara en uno de los sillones. Se la notaba impaciente, como si aquello fuera un trámite aburrido que le urgía acabar. —Me alegra que hayas decidido venir… —Se sentó enfrente de ella—. ¿Hay algo en particular de lo que quieras hablar, Nicole? —Reinó el silencio—. Bien…, parece que no. Contame: ¿vivís con tu familia? Nicole no emitió ni el más leve suspiro. Tampoco dejaba de mirarla; su mirada era penetrante, intensa, y la doctora se dio cuenta de que la analizaba un tanto desconfiada. —Considerando que no va a ser nuestro único encuentro, po13


dríamos aprovecharlo, ¿no te parece? Una hora en silencio es mucho tiempo... Nicole apretó sus brazos aún más contra su cuerpo, frunció los labios y torció el gesto. Largó un extenso resoplido, lo que llevó a Laura a esbozar una sutil sonrisa. Notaba cierta ira reprimida y estaba convencida: con un poco más de dedicación y paciencia, afloraría. Cuando por fin habló, fue despectiva y desdeñosa: —No sé por qué tengo que responder algo que me parece una obviedad. Laura se mostró sorprendida. —¿Eso te parece? Yo no sé nada de vos y quiero conocerte, por eso mi pregunta. ¿Me vas a decir cómo está formada tu familia? Nicole revoleó sus ojos. —Como cualquier otra familia: por personas. Sin molestarse y omitiendo por completo su irónica respuesta, siguió insistiendo, ya que lo importante ahora era hacerla hablar. —¿Tenés algún pasatiempo?, ¿alguna actividad que hagas después de clase? —¿Venir a terapia? —¿Te gusta venir a terapia? —¿A quién le gusta? —A mucha gente le hace bien venir a terapia —La observó morder su labio inferior mientras alzaba las cejas—. Tal vez no sea ese tu caso... ¿A vos qué te hace bien? Nicole se encogió de hombros y dijo no saber. —¿No sabés si algo te hace bien? ¿No hay nada que te guste, que disfrutes? Decime lo primero que se te venga a la cabeza. —Son más las cosas que no me gustan. —¿Por ejemplo…? —la animó. Nicole se distendió un poco y se irguió hacia delante —Odio el concepto del tiempo; los horarios prefijados; la gente que vive contabilizando cada segundo de su vida, no me lo banco. El destino; creer que las cosas pasan porque así tiene que ser, eso es una gilada. Odio los regalos; las frases del estilo “no pierdas la fe” y toda esa onda esperanzadora, me da ganas de vomitar; y nada me parece más superfluo que... 14


Herrera decidió interrumpirla: —Nicole..., a ver: si tuvieses que nombrarme solo una cosa de toda esa extensa lista, que me imagino que es bastante larga… Si tuvieras que decirme solo una cosa, ¿qué sería? Fue rápida, respondió una sola palabra y sonó convencida: Cristina. Laura se acomodó en su sitio, tomó un par de notas y le preguntó quién era Cristina. —Esa no era la pregunta. Me preguntó qué era lo que más me molestaba y eso fue lo que le respondí. —Pero ¿qué hace Cristina para molestarte tanto? —No sé, muchas cosas. —¿Cuáles serían esas muchas cosas? Otra vez resopló y puso sus ojos en blanco. Volvió a clavarle la mirada a su terapeuta. —Existe. Suficiente para que me moleste.

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-2La luz comenzaba a abrirse paso a través de las rendijas de la persiana. Giró sobre su cuerpo, estiró su brazo y apagó el despertador. Con sus ojos entornados, somnolienta, chequeó la hora: seis menos cuarto de la madrugada. Se sentó al borde de la cama, frotó sus ojos mientras bostezaba y se desperezó. Se vistió: se puso su uniforme, sus medias rotas y sus borcegos. Durante años el colegio había redactado inútiles cartas citando a sus padres por su errático comportamiento, pero nada consiguieron a pesar de las múltiples sanciones e intentos por llamar su atención. Se lavó la cara y luego descendió. Una vez en la cocina, abrió la heladera y agarró el cartón de leche para beber del envase. —Nicole Abel —marcó una voz a sus espaldas—. Características: descuidada, poco femenina, mal hablada y con un pésimo sentido del humor; sin embargo, todo lo compensa con esa cola... ¿Estás pensando en acortar más esa pollera? Nicole distinguió, por encima de su hombro, a su hermano sentado en la mesa de la cocina y luciendo el mismo uniforme. No lo había visto u oído bajar. Solo se llevaban año y medio. Se parecían bastante poco: él era alto y le llevaba dos cabezas de estatura; flaco y de ancha espalda. Su pelo era de un tono marrón chocolate y sus ojos de un color verde almendrado; era algo más prolijo que ella y mucho más agraciado. Nicole reconocía que tenía una linda sonrisa, que hacía suspirar a todas las tontas de sus compañeras, pero jamás haría ese hecho de conocimiento público. —Qué desagradable que sos… ¿Por qué no me dejás en paz y te atragantás con esa manzana? —le espetó, cerrando la heladera y señalando la manzana que su hermano sostenía. Mauricio sonrió. —¿Te dije alguna vez lo mucho que me gusta tu frialdad? —No te va a gustar tanto cuando te rompa la nariz —Se sentó a su lado con el cartón de leche—. ¿Dónde está Cristina? —No volvió hasta muy entrada la noche… Lo sé porque yo tampoco lo hice—Le guiñó un ojo—. Creo que estaba algo entonadita, porque tardó en subir las escaleras y se tropezó unas 16


cuantas veces. Probablemente, duerme y no creo que se despierte hasta muy entrada la tarde. Nicole suspiró. Mauricio le dijo: —Dale, nena, ni te gastes… No vale la pena, si sabés cómo es. Inmediatamente, ella se levantó de un salto y abandonó la cocina. Mauricio la siguió, sabiendo que de nada servía intentar hacerla entrar en razón. Subió las escaleras y llamó, golpeando con fuerza, a la puerta más próxima. —¡Cristina! —gritó—. ¡Cristina!, ¡más te vale levantarte de esa cama! Volvió a golpear. —¡Cristina! Escuchó ruidos y esperó impaciente unos segundos. Una mujer se asomó de forma torpe; estaba ojerosa; su pelo rubio, enmarañado y su maquillaje, corrido. —Nicole, ¿qué formas son esas de despertarme? ¿Qué hora es? —balbuceó. —Siete de la mañana —recitó Mauricio, apoyado sobre la baranda de la escalera a unos metros. Cristina le dirigió la mirada y después volvió a posarla sobre Nicole. Su aliento apestaba y destilaba alcohol por cada uno de sus poros. —Es hora de que te levantes de esa cama y te cambies para venir con nosotros al colegio. —¡Dios santo, Nicole! ¿Otra vez? ¿Ahora qué? —Se sujetaba del umbral de la puerta para no caer—. No sé quién me busca o para qué, no me interesa, pero pedí disculpas de mi parte y avisá que estoy enferma. Se había girado sobre sus talones para regresar a la cama y estaba a punto de cerrar la puerta, cuando Nicole lo impidió interponiendo el pie. —Estar ebria no es una enfermedad, Cristina. Y no se trata de mí, se trata de Pía y su obra de teatro. ¿Te acordás que lo hablamos hace una semana? “¿Qué pasa?”, preguntó una voz musical por detrás de ellas. Pía 17


se asomaba desde su dormitorio aún en pijama. Cristina la miró, al igual que Mauricio y Nicole, sin decir una palabra. Pía era la más pequeña; era esbelta; tenía el cabello rubio, corto y de perfectos rizos, y los ojos almendrados como los de Mauricio. —Mi vida... —la llamó, tratando de extender los brazos sin perder el equilibrio. Pía corrió hasta ella. —No voy a poder ir hoy, cielo… —¿Por qué no? ¡Lo prometiste! —chilló. —Lo sé, lo sé... Pero no me siento bien, ¿sí? ¿Podés entender eso? —Sí, Pía —irrumpió Nicole—. A ver si entendés que es una irresponsable, que se la pasó de fiesta toda la noche y se olvidó por completo de tu tonta obra. Las facciones de Cristina se endurecieron. Apuntó amenazadoramente a Nicole. —¿Con qué derecho le metés esas ideas en la cabeza? ¡Te prohíbo que le digas semejante mentira! Nicole se le arrimó tanto que casi se chocaban las cabezas. —¿Semejante mentira?, ¿te parece? Convive día y noche con toda esta porquería. ¿Te pensás que no lo ve?, ¿te pensás que es tonta? ¿Qué diferencia pensás que le va a hacer que yo le diga que sos una alcohólica y que te da lo mismo? ¿Me vas a decir que miento? ¡No seas hipócrita, Cristina! Reconocé que te importa un carajo. Cristina la tomó fuertemente del brazo y sus ojos se salían de órbitas. —¡Me tenés cansada, mocosa! No quiero oír una palabra más saliendo de tu boca, ¿queda claro? Y al ver que Nicole no respondía, la zarandeó con crueldad.

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- 3Laura Herrera volvió a situarse frente a Nicole en su tercer día de terapia. Sabía que residía en la capital; que acudía a un colegio privado que su padre pagaba, y que también era su padre quien pagaba las consultas terapéuticas. Apreció que la joven no solo era una persona cerrada con ella, quien por su profesión trataba de involucrarse en su vida, sino que lo era a rasgos generales. Por lo poco que lograba sonsacarle, parecía no tener amigos, no mantenía ninguna relación amorosa, y hasta hablaba con desprecio cuando de hombres se trataba. —Buenas tardes —la saludó. —¿Qué le intriga hoy? —preguntó Nicole pasando por alto las formalidades—. ¿Si tengo tatuajes?, ¿si me drogo? ¿Qué está esperando que hablemos hoy? Sonrió amablemente. —No esperaba que hablemos de nada en particular, pero, ya que me lo preguntás, me gustaría que me cuentes un poco sobre ese look tan personal tuyo. Nicole se encogió de hombros y frunció el ceño. —No sé qué está esperando que le cuente. —Me pregunto si es una necesidad; si estarás buscando que la gente sepa, vea, que sos diferente. —¡Qué me importa lo que la gente piense de mí! —soltó duramente—. Es algo personal. Lo mío fue necesidad: de nosotros, me refiero a mis hermanos, soy la que más se le parece. —¿A quién, Nicole? —A mi mamá. —¿Querés contarme de la relación entre ustedes? Nicole negó con la cabeza y concluyó: —No vale la pena.

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4 Habían decidido faltar a sus respectivas clases para pasarse aquella hora encerradas en un cubículo del baño. Era un hecho que Nicole Abel tenía más enemigos que amigos, y le importaba tanto como cumplir las estructuradas normas de la institución. Mucha gente solía tomarla como un bicho raro; como una persona desapacible que era capaz de morderte si tratabas de mantener cierto diálogo. Sus profesores no lograban acercársele y hacía mucho tiempo que habían desistido, al igual que los directivos de todo el colegio. Sus compañeros, algunos le tenían pavor; otros, la tomaban para la burla, y el resto la ignoraba tal como hacía ella. Su única amiga, si así podía llamársele, era María —una chica algo varonil y con aspecto de matona—. Estar con María era, en cierta medida, un escape: se distendía y hablaba de banalidades que nada tenían que ver con ella. Charlaban animadamente allí encerradas cuando, de repente, se abrió la puerta del baño. Sintieron ruidos y callaron. Sintieron risitas ahogadas y algún que otro golpe contra la puerta del cubículo próximo. Se regalaron una mirada curiosa la una a la otra, y agudizaron los oídos tratando de distinguir las risitas, o alguna voz, para saber quién había ingresado. Fue en vano. Nicole le dirigió una pícara sonrisa a María y jugaron “piedra, papel o tijera” para ver quién se asomaba a curiosear. María perdió, así que sigilosamente se paró sobre el inodoro, observó por encima de la puerta y, en tiempo record, bajó precipitadamente con los ojos muy abiertos y con cara de haber visto al mismísimo diablo. En un susurro, María dijo “tu hermano”. Nicole se quedó petrificada, con el ceño fruncido, confundida. Resolvió alzarse y asomar la cabeza, pero María la frenó y la bajó de un tirón. —No sé si vas a querer ver eso—explicó. Nicole hizo un gesto con la mano, dándole a entender que no le importaba, y volvió a enderezarse. Una chica se encontraba situada sobre los lavabos de piernas abiertas y la reconoció: era Soledad Aguirre, su compañera de curso. Por delante de ella, se hallaba su repugnante hermano besándole el cuello, tirándole del cabello con una mano mientras que la otra la mantenía ocupaba 20


debajo de la pollera. Se agachó. Sabía cómo era su hermano y ya sospechaba que Soledad era una “come hombres”, pero verlo en vivo y en directo no tenía comparación, le era repugnante. Pensándolo, llegó a la conclusión de que no iba a pasarse ahí todo el día, escuchando sus gemidos de placer ni su agitación constante. María trató de imposibilitárselo, pero ella concluyó abriendo la puerta. Soledad empujó a Mauricio unos centímetros y quedó boquiabierta. Mauricio se giró y en su semblante no se produjo más cambio que una leve sonrisa al notar el disgusto de su hermana. —Veo que no somos los únicos que buscamos un poco de diversión… —dijo—, aunque no sabía que te gustaban las chicas —le echó una fugaz mirada a María. —Si vuelvo a escucharte insinuar que soy lesbiana, te voy a partir el cráneo contra el lavatorio —amenazó María. Mauricio rió. —¿Tu hermana siempre espía así? —recriminó, Soledad, indignada. Él arqueó las cejas y respondió: —No sé…, pero suena excitante. —¡Como si a mí me divirtiera escucharlos gemir como un par de gatos en celo! —se violentó Nicole, para luego pegarle un empujón a su hermano y desaparecer por donde había entrado. —Tu hermano me saca de quicio, ¿cómo lo aguantás? —se quejaba María mientras andaban por los pasillos, pero Nicole prefirió no decir nada; estaba demasiado furiosa como para responder y no entendía el porqué. Tal vez porque era un imbécil e irremediablemente era su hermano, y porque odiaba a la descerebrada con la que se estaba toqueteando. Detestaba la febril actividad sexual de Mauricio; y la detestaba porque ella aún no había tenido oportunidad y nadie jamás se le aproximaba. —¿Qué hacen fuera de clase? —interrumpió una voz. Uno de los preceptores las había interceptado a mitad de camino. Era un ex alumno de su colegio y unos seis años mayor que ellas, de piel tostada y ojos verdes, de semblante serio y autoritario. Nicole no mantenía trato con ningún directivo o per21


sonal del colegio, pero él tenía algo que la fascinaba; algo para ella inexplicable, que le ponía la piel de gallina. Gabriel nunca se hacía problema por el aspecto de Nicole, realmente era algo que le llevaba sin cuidado, y, si bien su trato era inexistente, creía que podrían llevarse bien. Nicole puso en blanco sus ojos. —Estábamos aburridas. —Voy a tener que amonestarlas—dijo y luego le sonrió. Nicole le devolvió la sonrisa. Entrada la tarde, volvió a casa con una nueva amonestación para que sea firmada. Posiblemente, contando la cantidad de amonestaciones que acarreaba por año, tendrían que haberla echado hacía mucho tiempo como había sucedido en sus otros colegios. Estaba convencida de que su papá —a quien no veía desde los siete años de edad y se hallaba a kilómetros de distancia; de quien tampoco recibía un solo llamado por su cumpleaños—, se aseguraba de que eso no sucediera con algún que otro soborno intermediario. Era la única explicación lógica que encontraba. “¡Cristina!”, gritó de mala gana cuando traspasó la puerta frontal. Nadie respondió, pero no era nada extraño: Cristina se pasaba más tiempo fuera que dentro de la casa. Subió las escaleras y fue a golpear la puerta del dormitorio, que para su sorpresa no estaba cerrada con llave. Empujó la puerta un poco y entonces se la topó, desnuda, cubriéndose con una sábana y fumando un cigarrillo. La observó cautelosa y luego el interior de la habitación. “¡Hola corazón!”, saludó con cierta euforia y una amplia sonrisa. —Estuviste tomando... —sacudió la cabeza lentamente—. ¿Qué está pasando acá? —Nada, corazoncito… —dijo Cristina, despreocupada, tomándolo a risa—. Me divertía un rato, nada más… —dio unos pasos torpes hasta donde estaba y trató de abrazarla —¿¡Quién está en casa, Cristina!? —preguntó Nicole con aspereza, al borde de la histeria, mientras se apartaba. Antes de que Cristina balbuceara alguna cosa, la respuesta apareció delante de sus ojos: del baño que se encontraba en aquel pasillo, contiguo a la habitación, salió su preceptor usando solo 22


unos calzoncillos. Nicole se descolocó, se quedó tiesa y no supo qué decir. Gabriel, con una evidente incomodidad, masculló: “Me dijiste que no regresaba hasta más tarde...” Cristina hizo un movimiento con la mano, denotando que la presencia de Nicole le interesaba poco y nada. Terminó riendo mientras se adentraba en la habitación, otorgándole miradas seductoras y haciéndole señas con un dedo para que la siguiera. Nicole se echó a andar apresurada. Solamente deseaba alejarse, perderlos de vista. Subió otro tramo de escaleras, que conducían a una única puerta en la que descansaba un letrero de no molestar. Llamó y aguardó. Volvió a llamar. No lograba borrar la mueca de consternación de su rostro. Mauricio entreabrió y se asomó. Sonaba música de fondo; se preguntó si se encontraba solo, pero la dejó pasar. —¿¡Sabías esto!? —le recriminó frenética. Se sentía como una bomba que acababa de detonar. Su hermano se tiró sobre la cama. Llevaba solo un jean y el torso desnudo. Prendió un porro y respondió: —Algo... —¿¡Y no pensabas decirme nada!? ¿Te parece normal? —Me da igual, no me interesa… —cruzó sus brazos por detrás de la cabeza—. Relajate. Fue. —¿¡Qué me relaje!? —chilló—. ¡Cristina se acuesta con mi preceptor! Mauricio arqueó una ceja y sonrió travieso. —¿Tu preceptor? —¡No, tarado! ¡Sabés a lo que me refiero! ¡Es absurdo! ¿Pía está en casa? Él asintió y ella bufó sulfurada. Se mantuvo un instante absorta sin decir ni hacer nada, con los ojos cerrados, conteniendo la respiración. Después inhaló hondo. Se sentía inquieta. Miró a su hermano. —Necesito uno —le indicó con un movimiento de cabeza que se refería al porro que estaba fumando. Mauricio agarró uno ya armado del cajón de la mesa de noche y se lo tiró. Ella sacó el encendedor —que guardaba en su corpiño a falta 23


de bolsillos—, lo prendió y le dio la espalda. La invadió la furia, el desconsuelo, la incomprensión. ¿Cómo se le había ocurrido…? ¿Qué clase de tonterías se había generado en su cabeza? Podría haber tolerado cualquier cosa, pero ¿justo ella? Terminó de fumar. Dejó los restos en el cenicero que estaba sobre el escritorio. Sintió, de pronto, dos manos apoyarse suavemente en su cintura. La cabeza de su hermano se apoyó sobre su hombro. —¿Estás llorando? —¡No digas estupideces! —Sé que te gusta el tarado del preceptor...—afirmó arrastrando cada una de las palabras, haciendo que se perpetuaran en el tiempo y en la propia cabeza de Nicole. Y de pronto fue un hecho: se le paró el corazón, sintió arder sus cachetes, pero nada dijo—. No te merece—continuó Mauricio—. No sabe lo que se pierde… —¡Por dios, Mauricio! Odio que intenten confortarme, no lo soporto. —Lo sé... —besó la mejilla de Nicole muy despacio y esta se desconcertó, desacostumbrada a recibir demostraciones de afecto por parte de su hermano. Mauricio, con cautela, la obligó a darse la vuelta y con una mano la sostuvo por el mentón para que lo mirase directo a los ojos. —Hoy, en el baño... ¿Qué pensaste? —Que me das asco. La observó con detenimiento un largo momento y en silencio. —Es lo más perverso del mundo...—dijo entonces y se mordió el labio—. Muchas veces trato de no pensarlo…Juro que trato, con todas mis fuerzas, pero…—La tomó por la camisa que traía puesta y la tiró contra sí—, no puedo más, Nicole, te juro que no puedo más… La besó en el cuello y Nicole, alarmada, intentó apartarlo. —¿¡Te volviste loco!? —No seas así…, no puedo evitarlo… ¿Me vas a decir que no querés, ni siquiera un poco? Cuando la mano de Mauricio descendió hasta los botones de su pollera, Nicole lo frenó rápidamente. —Olvidate. ¡Estás demente, Mauricio! —¿Qué se te ocurre hacer al respecto? —le susurró tan próximo 24


a ella que sus labios se rozaban. —¡Dale, Mauricio! Esto no está bien. —Nada está jodidamente bien en esta casa. Nosotros tampoco —sentenció él y la besó.

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-5En terapia a Nicole le gustaba más hablar animadamente sobre temas que poco le concernían, pero de igual manera iban otorgándole cierto perfil a Laura Herrera. Cuando la doctora trataba de adentrarse más profundamente en sus temas personales, se atacaba: hablaba con cierto humor negro o le otorgaba el más tajante silencio. Aquel día la vio ingresar y abatirse en el sillón. La notó más intolerante de lo normal, y sus ojos destellaban un odio tan profundo y tan evidente que la hizo estremecer. —¿Cómo estás hoy, Nicole? —dibujó una amable sonrisa y se sentó en el habitual sillón. Nicole hizo un ademán con la cabeza a modo de saludo. Herrera se tomó unos segundos, que aprovechó para limpiar el vidrio de sus anteojos. —Te noto molesta por algo... ¿Te gustaría hablar de eso? Se encogió de hombros y siguió jugueteando con el piercing que tenía en su lengua. —Bueno... —prosiguió Laura—, sabés que conmigo podés hablar de lo que quieras, ¿sí? Lo que hablemos queda entre vos y yo. Nada sale de este consultorio. Observándola con detenimiento se percató de un detalle que días atrás no había notado. Nicole solía acudir a su entrevista después de clase, pero, como solían retenerla en el colegio, habían tenido que modificar el horario de sus encuentros. Al ser así, Nicole se aparecía con ropa que dejaba un poco más al descubierto su blanca piel. —Te hiciste otro tatuaje... —le dijo, apuntando al que Nicole lucía sobre su pecho izquierdo: una indiscreta y enorme flor azul—. Nunca lo hablamos... ¿Tienen algún significado para vos? Herrera entendió, escuchándola hablar, que muchos de ellos no tenían significado alguno—como la estrella en su muñeca; o el corazón negro y diminuto que lucía en el pliegue de extensión de su mano derecha—, pero al señalar la flor, Nicole le dijo: “Es la flor de nomeolvides” —¿Y por qué se llama así? —preguntó con real curiosidad. 26


—Existe una vieja leyenda acerca de un caballero. Se dice que cabalgaba a orillas del río con su prometida, cuando ella vio unas flores en el agua, quiso tenerlas y le pidió que fuera a buscarlas. El caballero trató de alcanzarlas, sin embargo cayó al río por accidente y su armadura era tan pesada que comenzó a hundirlo. Pero antes de morir ahogado, se las extendió y le pidió que no lo olvide. Laura se quedó perpleja. Al cabo de un momento, le dijo: —Es una historia cargada de romanticismo, ¿no te parece? ¿Te sentís identificada?, ¿pensás que puede haber alguien que lo haya inspirado? —No. Y no me parece nada romántico: las flores, tarde o temprano, siempre se marchitan.

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-6Estaba despierta, aunque con sus ojos cerrados, apoyada sobre uno de sus costados. Su hermano dormía profundamente a su lado, abrazándola con uno de sus brazos. Estiró la mano y de la mesa de luz tomó el paquete de cigarrillos. Encendió uno y miró su alrededor: hacía dos semanas que dormía regularmente allí. Recordando aquella noche, sabía que no era ético, que estaba mal porque era su hermano. Sin embargo, eran tantas las cosas que ella creía que estaban mal, que soportaba a diario, y nada podía hacer al respecto y a nadie le importaba. Ese día terminaron desnudos, acostados en la cama de Mauricio. Él cruzó los brazos por detrás de su cabeza para descansarse, soltó un extenso suspiro y le dijo: “Hacía mucho tiempo que no acababa tan rápido.” Su hermano la había besado; la había tomado de la nuca, apretándola más contra sí. Nicole, con los brazos usándolos de escudo entre su cuerpo y el de él, intentó apartarlo. Mientras más presión hacía sobre el pecho de Mauricio, él con más fuerza la agarraba. Descendió una de sus manos hasta la pollera de ella y Nicole, en un acto reflejo y dejando de lado sus inútiles esfuerzos por alejarlo, fue a detenerlo. Él se sonrió, entre medio de aquel beso, sabiendo que en cuestión de fuerza era superior. La mano de Nicole ahora era detenida por él; su otro brazo seguía atrapado y presionado inútilmente entre ambos cuerpos. “Basta. Dejame, Mauricio”, le había balbuceado; pero con cada imploración, o con cada movimiento desesperado que hacía, parecía intensificar su excitación. Cuando se cansó de los juegos de resistencia, Mauricio la tiró en la cama, cruzó una pierna sobre su cuerpo para acorralarla y solo necesitó un brazo para inmovilizar los de ella. Le tapó la boca. —Cortala, callate. ¿Querés que Cristina nos escuche? Para cuando su hermano acabó estremeciéndose sobre ella, Nicole, que había mantenido sus ojos fijos en el techo todo ese tiempo, se sintió sucia y asqueada. Se puso de pie, tomó su camisa y pollera y se vistió. Poco le importó dejar su ropa interior tirada. —¿Te vas? Ella se giró a verlo, con el espanto revelado en su mirada, para 28


luego salir. Fue hasta el ba帽o, abri贸 la llave y se meti贸 en la ducha, hecha un ovillo, bajo el agua helada. Su hermano la hab铆a desflorado. Su propio hermano. Su misma sangre.

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-7Sentada detrás del escritorio, con la vista fija sobre los sillones, se preguntó si surtiría efecto alguno. Semana tras semana, una y otra vez se las rebuscaba para poder establecer alguna clase de comunicación; pero era como si Nicole, en el tiempo justo, percibiera sus intentos y se resguardara en el silencio. Cuando su reloj marcó las cinco de la tarde, Nicole abrió la puerta y se presentó. Laura se percató de que por primera vez había venido acompañada y de que alguien estaría esperándola en la habitación contigua. Traía un jean gastado y roto; una remera negra, entallada y de un solo hombro, y sus inconfundibles borceguíes. Su pelo rojo, largo y llamativo, lucía revoltoso; su maquillaje, sobrecargado. Nicole se paralizó. Observó el panorama desconfiada y con el ceño fruncido. Después fue a sentarse en el sillón. Frunció también sus labios y se cruzó de piernas y brazos. —Buenas tardes —Sonrió Laura. —¿Qué es todo esto? La doctora siguió en su postura apacible; tomó una caja de Marlboro light, extrajo un cigarrillo y lo prendió. Extendió la caja en dirección a su paciente. Entre los sillones: una mesita y un cenicero. Nicole miró el paquete con detenimiento. —¿Qué quiere? —Me gustaría que nos distendiéramos en nuestros encuentros, que podamos hablar tranquilas y que confíes en mí, Nicole. Podés conversar conmigo sin miedo alguno, como si fuéramos amigas. ¿Estás de acuerdo en intentarlo? —No le prometo nada. —Eso está mejor de lo que esperaba… ¿El colegio?, ¿cómo estuvo tu día hoy? Nicole se encogió de hombros. —No fui. —¿Por qué faltaste? —Me suspendieron, no es novedad... Laura acomodó sus anteojos y escribió algunas notas. 30


—Pude ver que viniste acompañada… —El silencio se apoderó del cuarto—. ¿Con quién viniste? —Con mi hermano —respondió tajante. En esas últimas citas, había podido notar que Nicole mantenía un lazo estrecho con su hermano o eso parecía. No conseguía que conversaran de su familia a menudo. —Vos y tu hermano se llevan bien —asentó. —No. —¿No se llevan bien? —No nos llevamos y punto. —Entonces, ¿por qué está acá con vos? —Nicole apartó la mirada y Herrera se preguntó si no estaría perdiéndose algún detalle importante—. Bien... Me gustaría que me cuentes un poco sobre la relación que mantenés con tu papá —Nicole manifestó no tener relación alguna—. ¿Tampoco se hablan? —Al tiempo que resoplaba, negó con la cabeza—. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste? —Cuando tenía siete años. —¿No sabés nada de él? —Vive en el interior, en Córdoba. Está casado, tiene una familia e hijos; y no me pregunte cuántos hijos, porque no sé y no me importa. Cristina y él no se hablan, al menos eso intentan; si pueden evitar el contacto, mejor para ellos. —¿Cristina es tu mamá? Me dijiste que la última vez que viste a tu papá fue cuando tenías siete años, así que me imagino que convivieron un tiempo... ¿Cómo era la relación entre tus papás? —Mis papás se conocieron cuando eran unos pendejos... Tenían un grupo de amigos en común, empezaron a salir y, al toque, Cristina quedó embarazada. Nació Mauricio, los obligaron a casarse y mi abuelo, el papá de mi mamá, les dejó un apartamento que usaba para alquiler. Cristina dejó el colegio para ocuparse de Mauricio; mi papá lo dejó para poder trabajar. En menos de dos años, nací yo. La relación de mis viejos… ¡qué se yo! Era insostenible, cada vez peor, al punto de no poder disimularlo… Cristina siempre fue una egoísta, mi papá un sexista prepotente y mis abuelos siempre se hicieron los boludos. Unos años después, irónicamente, nació Pía. A los dos años, mi papá nos abandonó para irse lo más lejos que pudo, retomó sus estudios y siguió con 31


su vida. Nos fuimos a vivir con mis abuelos, que murieron cuando yo tenía once años. —Desde los once años vivís solo con tu mamá y tus hermanos, ¿no? ¿Qué pasó al irse tu papá? Ella volvió a resoplar y a encogerse de hombros. —Lo mismo de siempre...Pasábamos las noches solos, sabiendo que Cristina no volvería o volvería tarde. La escuchábamos, a veces muy entrada la noche o ya de madrugada, riendo como una maniática y tirando cosas a su paso. Casi siempre volvía acompañada. —¿Qué edad tiene tu mamá? —Treinta y tres. —¿Trabaja? Nicole alzó sus cejas y profirió una risa. Era la primera vez que la escuchaba reír. —Regularmente sí…, si no la despiden o lo abandona. Subsistimos con lo que nuestros abuelos le dejaron y con el alquiler del departamento donde antes vivíamos. Mi papá no le pasa un centavo. —¿Cómo te sentís al respecto? —¿Respecto a qué? —A tu vida. Negó con la cabeza más violentamente que de costumbre. Apretó la mano que descansaba sobre sus piernas. —Odio mi vida. —¿Cómo se sienten tus hermanos al respecto? —¿Mis hermanos? —lo pensó por un instante y luego sonrió—. Mi hermano es un desinteresado al no le importa nada; desaparece bastante y vive haciendo lo que quiere…Es un egoísta como Cristina y un oportunista como mi papá. Mi hermanita…es chiquita, no entiende y en muchas situaciones queda ajena. —Situémonos…—Reflexionó Laura—. Tu hermano se hace a un costado, tu hermana no lleva noción de la gravedad de las cosas… ¿y vos? —Sobrevivo.

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-8Era sábado y era tarde. Dormía; hasta que le pareció escuchar una serie de ruidos al otro lado de la puerta y la despertó, pero no logró moverla de su sitio: estaba cómoda allí. Golpearon la puerta. —¿Qué? —gruñó Mauricio, retorciéndose a su lado. Volvieron a golpear. —¿¡Qué!? —reafirmó, exasperado, despegando la cabeza de la almohada y subiendo el volumen de su voz. —¿Sabés dónde está tu hermana? —preguntó Cristina. —No, ni idea…—alegó mientras acariciaba la entrepierna de su hermana. Nicole no llevaba un parte de las relaciones sexuales de Mauricio, pero lo había visto aquel día en el baño y podía establecer una comparación: al estar juntos, él se violentaba y algún impulso descontrolado se apoderaba de él. Definitivamente sus conocimientos en aquella área eran escasos, no obstante, recapitulando los eventos acontecidos, acostarse con su hermano no estaba del todo mal. La conocía; no necesitaba explicaciones, no necesitaba hablar. Él la comprendía a la perfección; sabía lo que le gustaba y lo que no; sabía callar; sabía qué decir y cuándo. Aquella habitación se había vuelto una especie de refugio, un escape hormonal ante todos sus problemas. Pero luego el tema la intranquilizaba: la actitud de Mauricio la enloquecía y muchas noches no lograba conciliar el sueño. Tal vez no debía entrometerse ni importarle, pero se entrometía y le importaba. Muchas veces pensaba hasta dónde llegarían, cuál sería el límite; hasta dónde se extendería esa enfermiza compañía que iba más allá del afecto o la fraternidad. —No sé dónde se metió… —farfulló su madre con fastidio—. Llamala. Necesito hablar con los dos. La escucharon descender la escalera. Mauricio cruzó un brazo por encima de Nicole, agarró su celular y se lo colocó a la altura de su oreja. —Hola, hermosa, ¿dónde estás? Necesito un mañanero —se situó sobre ella y dejó el celular donde estaba—. Mamá puede esperar —dijo y le mordió la oreja. 33


Pasada una hora, descendieron la escalera y seguían en pijama. Cristina, entre confundida y recelosa, observó a su hija. —¿Dónde se supone que estabas? —le reprochó. Fue un asombro hallarla lo suficientemente lúcida. Cubierta con una bata y con una taza de café en sus manos, parecía no llevar mucho tiempo despierta. Unas aureolas se dibujaban bajo sus ojos y probablemente esa era su tercera o cuarta taza de café. —No te interesa —le respondió, desplomándose en el sillón junto a su hermano. Se percató, de pronto, de la ausencia de su hermana e inquirió sobre su paradero. —La mandé a casa de una amiga —contestó Cristina. Nicole se tensó. Sintió un calor subiéndole por la garganta; ganas de arrancarse el pelo con furia. Era un comportamiento de lo menos habitual en Cristina el echar a su hermana, el querer hablar con ellos dos a solas, el parecer tan preocupada y atenta. No tenía sentido. Algo andaba mal. Sonidos procedieron de la cocina. Nicole y Mauricio giraron la cabeza en su dirección. —¿Quién está en casa? Cristina no hizo comentarios al respecto. —¿Tengo que preguntártelo de nuevo? Siguió haciendo caso omiso a las preguntas de Nicole. Bebió un largo sorbo de café y miró a sus hijos. —¿Qué pasa? —habló Mauricio, apacible, sabiendo que callaba por no dar con las palabras adecuadas. Al fin y al cabo, Cristina resopló vencida. —Decidimos que Gabriel se mude con nosotros. Nicole abrió sus ojos y su mandíbula cayó unos centímetros. Ahora entendía quién era el causante de los ruidos. Se establecía con cierta regularidad en su casa; pese a no cruzarlo, sabía que se pasaba algunos días de la semana y todo el fin de semana encerrado en el cuarto de Cristina. Solo una vez, una noche, vistiendo una bombacha y una camiseta negra que usaba para dormir, tuvo la incómoda mala suerte de topárselo en la cocina. —Cuando decís “decidimos...” Nicole escuchó, por encima de sus enroscados pensamientos, la voz de su hermano y trató de que acaparara toda su atención. 34


—Imagino que te referís a él. A ustedes. Su mamá volvió a otorgarles un profundo silencio que Mauricio asumió como una afirmación. —Si ya está todo tan definido, no entiendo qué querés… —comenzó a decirle, pero rápidamente se percató—. Ah, claro...—torció su sonrisa, convirtiéndola en una expresión llena de sarcasmo—, esperás que te juguemos de aliados... —al instante que se levantaba, preguntó—. ¿Algo más o eso era todo? Sin darle tiempo a dar un paso, Nicole se interpuso en el camino de Mauricio y lo miró llena de odio. —¿Me tomás el pelo? ¿A dónde te pensás que vas?¿Eso es todo lo que tenés para decir? —Estaba furiosa; se sentía propensa a estallar de ira, se sentía sola. —¿Qué pretendés que haga? —le dijo con serenidad, acariciando su mejilla sin reparar en la presencia de Cristina—. No te pongas escandalosa. Corrió la mano de su hermano con irritación y se aproximó a su mamá. —¿Así que esperás que te hagamos favores? ¿Qué te pensás, Cristina? Yo ya no tengo ocho años. Haceme el favor… Dejá de jodernos a todos. —Estoy tratando que comprendan y acepten que tengo derecho a rehacer mi vida. ¿No lo tengo, acaso? ¿Tu papá no lo hizo? —¡Mi papá vive a kilómetros de Buenos Aires y me importa un carajo lo que haga con su vida! —le gritó histérica—. Desgraciadamente, vivo con vos y me veo involucrada en todas las estupideces que hacés. ¿Qué le vas a decir a Pía?, sabés perfectamente que puede afectarla. ¡Podría ser mi hermano mayor si hubieses sido un poco más promiscua! Si no lo hacés vos, lo hago yo: lo voy a echar a patadas de esta casa. Una palma dio de lleno contra su pómulo izquierdo. Se tocó: lo sentía arder. Cristina la había golpeado por primera vez. —No hacés más que causarme problemas... —dijo sobriamente—. No hay nada que discutir. Se va a quedar. Mauricio se interpuso veloz entre ellas. No podía ver su rostro, pero percibió su gélida voz amenazante. Se le puso la piel de gallina. 35


—Hacé lo que quieras, total ya estamos acostumbrados. Pero la volvés a tocar y te juro, mamá, te juro que la vas a pagar. Acto seguido, tomó a Nicole por el brazo y la arrastró escaleras arriba.

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-9Laura Herrera arrugó su frente. No comprendía que sucedía, no estaba bien, no era ético y le molestaba. Sentada ya en el sillón, esperaba que Nicole llegara a su entrevista. Oyó a alguien entrar, dar unos pasos y aparecerse en su consultorio. Arqueó las cejas cuando, en lugar de su paciente, una persona entró, le extendió la mano y se presentó. Le pareció una broma de mal gusto. Su cita era con Nicole, era ella su paciente y esto no era para nada correcto. No se había molestado en llamar, avisarle o cancelarle la cita si era ese el caso. Trató de mostrarse lo más profesional posible; le sonrió, le extendió la mano y lo invitó a sentarse. —No quiero sonar descortés —comenzó a argumentar—, pero no suelo tratar… —No vengo a atenderme, no se preocupe —la interrumpió Mauricio. Laura frunció el ceño. —¿Tu hermana se retrasó, le pasó algo? —No..., no es nada de eso...Pero, por el momento, lo mejor será que no venga más. Realmente le preocupaba que abandonara la terapia. Miró con detenimiento a Mauricio. —Sinceramente, creo que estábamos llegando a buen puerto y, en mi opinión, no considero que sea realmente bueno que deje de venir. —Ella está de acuerdo. Lamento que tenga que enterarse sobre la hora…A esta altura, probablemente ya conozca a mi hermana: Nicole hubiese desaparecido sin dar señales. A mí me pareció que lo correcto era avisarle. —Te lo agradezco…—dijo todavía incomprensiva y nada conforme—. Si es un problema de dinero —insistió—, podemos… —Ese no es el problema —Se levantó—. Disculpe la pérdida de tiempo. Mauricio le estrechó la mano y luego se perdió por la puerta. A Laura le pareció imposible no alarmarse. Le alarmaba que su paciente dejara de visitarla. Nicole necesitaba de la terapia y no 37


estaba en condiciones de dejarla. Tarde. Ya no importaba.

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- 10 Nicole Abel raramente bebía, aunque sí consumía, de vez en cuando, marihuana, ácido o cocaína, y era irremediablemente adicta al cigarrillo. Esa última semana, su consumo había sido excesivo y nada excluyente. A causa de la música bulliciosa e intolerable, los pisos y paredes del dormitorio de Mauricio retumbaban sin cesar. Recostados sobre el frío suelo, semidesnudos y sudorosos, reían a carcajadas sin ningún sentido. Alguien pegaba fuerte contra la puerta y gritaba, pero el volumen de la música no les permitía darse por aludidos. Para cuando acabó la reproducción, los gritos continuaban: “¡Mauricio! ¡Apaga esa mierda! ¡Abrí la puerta!” Ninguno de los dos se levantó. —¿Qué te pasa, eh? ¿Te pusiste nervioso? ¿Te molesta que haya cerrado la puerta? Nunca antes, en esos dieciocho años, Mauricio había tenido la necesidad de encerrarse. Para Nicole, aquel cambio de actitud era desconcertante, porque su hermano se había mantenido siempre sosegado, inmerso en una aparente despreocupación por mucho tiempo. —Mauricio...—se le dirigió Gabriel con voz calma—, me gustaría que hablemos. Abrí la puerta, por favor. Se miraron. Nicole negó con la cabeza y ambos se echaron a reír. —¡Te dije que abras! —bramó impaciente y autoritario. Otra vez golpeó. Nicole cerró sus ojos, bien apretados; su cabeza le daba vueltas. Mauricio se paró con mucha lentitud y dificultad. Su hermana le dijo algo de forma tan poco audible que tuvo que leerle los labios: “No vayas”. —Me tiene cansado haciendo guardia en la puerta. Voy a ver qué quiere —dijo. Se aproximó con torpes pasos y giró la llave. Sacó medio cuerpo fuera para impedirle el paso o una visión panorámica. Nicole se sentó en el suelo y se agarró la cabeza. Los mareos no acababan. —¿Qué te trae por acá? ¿Hay algo con lo que te pueda ayudar? 39


Gabriel le echó un vistazo: llevaba un pantalón negro y era su única ropa; su piel se notaba brillante y empapada en sudor; sus ojos, completamente inyectados. —¿Qué estás haciendo? Mauricio volteó la cabeza, le sonrió a Nicole y volvió a posar la mirada en Gabriel. —Con todo respeto, no me parece que te incumba. Arrastraba las palabras. Gabriel elevó una ceja. —¿Por qué no le preguntás a tu mamá si me incumbe o no? — Adjudicó a su rostro una mueca de superioridad—. Quiero creer que recordás nuestra pequeña charla del otro día… —¡Cómo olvidarme de tan simpática charla! —le respondió con ironía y forzando una amplia sonrisa—. Igual…, eso no significa que me interese, ¿o sí? Gabriel se rió entre dientes. —Debería empezar a interesarte un poco más. Mauricio lo contempló con una severa expresión en su rostro. —¿Tengo que tomármelo como una amenaza? —Tomátelo como más te guste. No sos idiota, Mauricio… Usá la cabeza —descendió un escalón —. Y dejá de consumir porquerías en esta casa. Desapareció. Mauricio cerró con ímpetu la puerta. —Hijo de puta… —murmuró. Miró a su hermana, que sentada en el piso a modo de indio, con la vista perdida, mordía nerviosa sus uñas. Se preguntó qué estaría pensando. Hacía una semana, Nicole se había enojado con su madre como jamás en su vida. Cristina le había pegado y había sido un golpe cargado de odio e impaciencia. Si Mauricio no la hubiese frenado, se le habría echado encima. La había arrastrado hasta el piso superior para liberarla en el pasillo. Hecha una furia, enardecida, envenenada y desbordada, Nicole sentía que no podía más. Quería arremeter con todo, con lo primero que se cruzara en su camino. Se acercó al cuarto de su madre y le dio una patada a la entrada, luego otra y así continuó. En su último intento se lastimó; no pudo contenerse y chilló de dolor, pero sí consiguió falsear el pestillo de la cerradura. Entró. Cojeaba un poco. Tiró las lámparas de las 40


mesas de luz contra las paredes, rompió un espejo, desarmó la cama y desordenó todo el placard. Rompió algunas prendas, tiró algunas joyas de valor por la ventana y, acto seguido, en medio de aquel caos, se dejó caer exhausta en el suelo. Su hermano le oficiaba de espectador, reposando sobre el umbral. Cuando ella acabó sus destrozos y se venció, él siguió sigiloso en su rincón. Nicole irguió la cabeza, observó en su dirección y Mauricio constató que respiraba profunda y velozmente entre jadeos. Frunció sus labios y torció su gesto. Sabía que quería llorar, pero no lo haría. Nicole jamás lloraba. —¿Cómo podés...? —dijo al fin, Nicole, en un susurro —. ¿Cómo ni te calentás al ver que destroza tu vida? Él alzó las cejas y resopló. —¿Qué esperás que haga? ¿Creés que conseguís otra cosa que no sean problemas con tus pendejadas, con tus provocaciones o ataques de ira? Nicole negó con la cabeza y elevó el tono de voz, hablando con exaltación. —¡No sé, Mauricio! ¿¡Qué sé yo!? ¡Al menos hago algo! Vos no sos capaz de objetar nada. Cada estupidez que a Cristina se le ocurre, la aceptás ¡Todo lo aceptás! ¿Pensás que aceptándolo van a desaparecer tus problemas? Por casualidad, ¿algo te importa? Mauricio se adentró en la habitación, la tomó del brazo haciendo que se parase y la aferró por el rostro. —Me importa, tarada. Me importás vos, me importa Pía…, pero no hay nada que podamos hacer. Dependemos de ella, ¿no te das cuenta? Dependemos de ella te guste o no. —No tiene por qué ser así. —¿No? Bueno, dale, andate, escapate si crees que es la mejor solución. ¿Dejarías sola a Pía? Además, Cristina llamaría a la policía. Me importa tanto como para impedir que hagas una locura. Y no voy a permitir que vuelva a ponerte una mano encima. La abrazó, posó una mano en su nuca y la apretó contra sí. —Tratemos de verle el lado positivo: tal vez, el convivir con alguien, aunque ese alguien sea quien es, le haga sentar cabeza. Tal vez, nuestras vidas cambien para bien. —Las personas no cambian, Mauricio… Si sos una mierda, vas 41


a seguir siendo la misma mierda. Él sonrió. —Te amo. Su reacción, por reglamento, hubiera sido empujar a su hermano al escucharlo, decir algunas palabras denigrantes y desaparecer. Sin embargo, se arrimó más contra su pecho, tratando así de disipar cualquier sentimiento negativo. Tal vez no sería tan malo. Tal vez no. Durante lo que restó del día, trató de asumir una postura diferente y de comprender el punto de vista de Mauricio; de pensar que una relación estable quizás le haría bien —no solo a ella, sino a todos—. Iba a darle una oportunidad. Luego de cenar, Nicole y Mauricio jugaban una partida de truco en la cocina. Nicole encabezaba la competencia, hasta que Gabriel se apareció y se sentó entre ambos. Intentaron eludirlo: mantuvieron los ojos puestos en sus cartas, cantaron truco unas cuantas veces. Pero a Nicole la impacientaba su presencia, se actitud pasiva y su silencio. Sin dirigirle la mirada, soltando las cartas de forma brusca, largó un resoplido. —¿Qué querés? —Me parece necesario que tengamos una pequeña charla y que aclaremos unas cuantas cositas ahora que vamos a vivir juntos… Nicole bufó y se recostó contra el respaldo de su silla. Él la observó. —Hay ciertas cosas que no pueden pasar y tienen que cambiar. —¿A qué vas? —inquirió Mauricio, también soltando sus cartas. —Le comenté a su mamá lo mucho que me preocupa la actitud de uno y de otro —miró a Nicole—, especialmente la tuya. Es inaceptable y su mamá no puede permitir que dos mocosos gobiernen la casa. Por lo pronto, van a dejar de desvelarse y a las doce de la noche cada uno va a estar en su habitación, sin excusas. No más salidas los días de semana, del colegio vendrán a casa; y no más actividades extracurriculares, no hay motivo para derrochar tanto dinero. Si deciden salir los fines de semana, vamos a establecer un horario de llegada y tendrán que darme parte de adónde van y con quién. Lo que encontré en tus cajones, Mauricio…—lo miró horrorizado—. Queda terminantemente 42


prohibido que consumas esas mierdas acá adentro. Mauricio abrió sus ojos con sorpresa. —¿¡Revisaste mi habitación!? —Son dos pendejos desubicados… —alegó con suma tranquilidad—, y me voy a ocupar de mantenerlos vigilados. Van a aprender a comportarse. No traten de pasarse de listos conmigo, porque voy a terminar convenciendo a su mamá de mandarlos a vivir a Córdoba. Ahora… ¿qué es lo que hacen? Dije que nada de desvelarse, así que vayan a dormir. Permaneció de guardia, hasta que logró se dirigieran a sus respectivas habitaciones. —Te lo dije…—Nicole volvió en sí de sus pensamientos. Mauricio fumaba a su lado —. Las personas no cambian. Todo empeora y nunca va a ser al revés. Después de muchas semanas, decidió dormir en su habitación. Se creía algo enferma, la cabeza seguía retumbándole y tenía náuseas. Al dejar el cuarto de su hermano, se topó con Gabriel. Era tarde, pasada la medianoche. Trató de esquivarlo y seguir su camino, pero se le interpuso. —Te esperaba. Ella, incrédula, arrugó la frente. —¿Me estás hablando a mí? —Me parece que fui muy claro el otro día cuando dije que quería a todos acostados después de las doce… De todas las personas de esta casa—dijo—, vos sos la que más me preocupa. Nicole trató de irse, pero la detuvo. —Sos una amenaza impredecible y eso no me gusta—aseveró—. No pienso permitir que un par de mocosos interfieran en mi comodidad o mi trabajo. ¿Quedó claro? —Me quedó claro que sos una basura, sí... ¿Qué mierda querés exactamente? El rió muy por lo bajo. Todos dormían. —Un pacto. —¿Eh? —No me jodas si no querés terminar jodida. —No sé de qué me hablás. 43


—Nicole…—le sonrió con ternura y la tomó de la mano—, hace ya tres años que nos conocemos…Vas a intentar sabotearme, lo sé y no pienso permitirlo. —Tarde o temprano me vas a cansar y voy a hacer tu relación con Cristina de público conocimiento. La voy a hacer sonar tan turbia, van a ser tantos los rumores, que vas a terminar de patitas en la calle. ¿Te gusta la idea? Él la aferró del mentón con una fuerza innecesaria y siguió sonriendo. —No, eso no va a pasar… Vos y tu hermano son dos enfermos. Tu mamá podrá no tener noción de las cosas que pasan, pero yo sí, Nicole. Sé a la perfección que te revolcás con tu hermano en su mugrienta habitación. Ella fijó los ojos en el suelo. Gabriel le levantó la cabeza, sosteniéndola del mentón, obligándola a mirarlo. —Ahora, yo me pregunto… ¿Por qué tú hermano y no alguien más? ¿Te excita que sea tu hermano? Quitó su mano para que pudiera hablar y Nicole, aprovechando la circunstancia, con un movimiento rápido pasó a su lado y trató de seguir su camino. Él fue más veloz y la aferró por el brazo. —¿Dónde se supone que vas? —susurró.

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