· LUCILA RODRÍGUEZ MORENO ·
ADOLECER
· LUCILA RODRÍGUEZ MORENO ·
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_ A mis papĂĄs, motores propulsores de esta historia.
La adolescencia es aquella etapa de la vida en que todo nos parece gris, parece que todo el mundo nos ataca, que el mundo se nos viene sobre nosotros. Es el minuto en que comenzamos a conocernos y enfrentamos duros cambios, que nos llevaran a ser hombres y mujeres fuertes. Es la etapa en que conocemos nuestras fuerzas internas y debemos aprovechar al mรกximo este minuto. Esto nos llevarรก a engrandecernos como seres humanos. GINA MADARIAGA
FELIPE Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia delante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único. AGATHA CHRISTIE
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-1Se desperezó. La espalda comenzaba a dolerle. Se encontraba leyendo Historia Argentina, tomo IX. Dictadura Militar Argentina 1976-1983 desde hacía más de una hora, durante el intervalo entre sus clases curriculares y gimnasia. Felipe, a sus diecisiete años, era serio y reservado; a su vez, un alumno ejemplar. Era responsable, dedicado y cumplía las expectativas de la institución. Su inquebrantable desempeño se debía, sobre todo, a la beca que le había sido concedida. Le gustaba el colegio: era enorme y tenía un gran patio de cemento; las aulas eran espaciosas e iluminadas; los baños siempre estaban limpios; la biblioteca, repleta de libros. Le gustaba vestir uniforme: lo hacía sentir parte de algo. Le gustaba todo, pero, pese a su comodidad, le costaba encajar. Su curso constaba de treinta alumnos, en su mayoría mujeres y todas iguales, pero había alguien que desencajaba tanto como él. La persona en cuestión quebrantaba todas las normas que podía establecer un instituto; era descuidada en apariencia y había algo agresivo en sus maneras. A Felipe le inquietaba. No podían ser más opuestos y quizás era aquella actitud descarada, que sentía tan ajena, lo que tanto lo atraía. Al acabar el entrenamiento, se duchó. Le dolía el cuerpo de la cabeza hasta los pies —el deporte no era su fuerte—. Los vestuarios desembocaban en el patio, que lindaba con la entrada principal y que cruzaba todos los días cuando llegaba y se iba. Al salir, la vio descansando contra una columna, dándole largas pitadas a un cigarrillo. Parecía estar esperando a alguien. Se suponía que no podía fumar en el colegio. —¿Qué mirás? —Escuchó, por encima de sus pensamientos, que le decían. Cabeceó un poco de lado a lado—. ¿Tenés algún problema? Lo tomó desprevenido. La observaba demasiado, pensó. Abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla.
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-2Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando llegó. Estaba empapado en sudor por el ejercicio y el calor. Odiaba el viaje en transporte público, abarrotado de gente, de camino a casa. Cuando abrió la puerta, esta chirrió. Era un lugar no demasiado grande: baño, cocina, dos dormitorios; una sala poco espaciosa, ocupada por una mesa de raída madera y tres sillas, un sillón de cuero desgastado de color marfil y una pequeña televisión. Las paredes tenían la pintura saltada y marcas bien pronunciadas de humedad. Se asomó al comedor y encontró a su papá sentado en el sillón, con la mirada clavada en el televisor y con una cerveza en la mano. Trató de pasar desapercibido e ir directo a su habitación, pero Gustavo le habló: —Te llamaron por teléfono. —¿Quién? —preguntó Felipe, volviendo a asomarse. Gustavo se encogió de hombros y se rió. —¡Qué sé yo! ¿A mí qué me importa? Felipe movió su cabeza hacia un lado y luego hacia el otro en señal de desaprobación. Contempló a su padre. —¿No te parece que sería más productivo, en vez pasarte el día mirando la televisión, que buscaras un trabajo? La insinuación de Felipe lo hizo volcarse la cerveza, que justo se había llevado a la boca. Girando un poco su torso, dejando de mirar en el sentido de la televisión para ver a su hijo; entornando los ojos y apretando los dientes, masculló molesto: “Largate antes de que me levante”. Sin dudarlo un minuto, Felipe desapareció refugiándose en su habitación. Por si acaso, cerró la puerta. Soltó un resoplido, revoleó su mochila y se tiró boca arriba en la cama. Se quedó observando el agrietado techo. Desde que Felipe tenía consciencia, su papá era para él la representación de la insolvencia humana. Mucho antes de comenzar la primaria, mucho antes de obtener la beca, su papá trabajaba. Solía trabajar. Solía tener un negocio de refacción de calzado y le iba muy bien. Poco a poco fue descuidando su trabajo. Su nego48
cio empezó a caer lentamente en la desgracia: la quiebra. En un comienzo trabajaba diez horas diarias, luego fueron siete, luego fueron cuatro, luego dejó de mantener una constancia. Por último, dejó de trabajar. A Felipe le gustaba pensar que el causante de la desidia de su padre era el alcohol y sus efectos: el mal sueño, la falta de concentración, las jaquecas, su incesante irritación. Felipe no tenía hermanos. Eran él y Gustavo, y nadie más. Su tío —el hermano de su papá— era, en gran medida, su sustento económico. Felipe sabía que que su tío lo hacía por él, para ayudarlo, porque conocía a su hermano. Lo que su tío no sabía era que el dinero se desvanecía con rapidez. Gustavo lo hacía cocinar, lo hacía limpiar y le remarcaba, constantemente, que el tiempo que dedicaba a sus estudios no era más que tiempo perdido. Él trataba de hacer oídos sordos, a sabiendas de que el estudio era lo único que le permitiría desprenderse de la agónica vida de Gustavo. Y no era tarea fácil, porque el simple hecho de verlo con un libro era suficiente para enfurecerlo. Felipe no albergaba rencor en su corazón; por el contrario, lo que sentía se asemejaba más a la culpa, a la tristeza, a la compasión. Era una necesidad, sentía el peso de la responsabilidad: quería ayudarlo. Gustavo era su única familia.
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-3Encendieron las luces. Por fin habían acabado de ver La República Perdida II. Su profesora llamó al orden cuando sus compañeros emprendieron su alboroto: —¡Alumnos! —gritó—. ¡Silenció! Esperó hasta que la clase se reacomodara en sus pupitres y no se escuchara murmullo alguno. —Habiendo finalizado el documental, creo que nos encontramos en condiciones de hacer un trabajo práctico…—Sonrió al escucharlos protestar. Llamó a uno de los alumnos que se sentaba en los primeros pupitres y le dio unas hojas para que repartiera—. El señor Olmos les hará entrega de una guía de preguntas que deberán entregar en dos semanas, y también deberán dar una exposición oral. Tendrán los últimos cinco minutos de la clase para formar grupos de trabajo y hacérmelos saber. Recorrió el salón con la mirada hasta dar con Felipe, que se sentaba en el tercer lugar de la fila más próxima a la puerta. —Señor Loera, ¿puedo pedirle un favor? —se le dirigió—. Necesito, si es tan amable, que vaya por la señorita Abel al despacho de preceptores. Me conciernen poco los motivos por los que se pasa más tiempo ahí que en sus clases de Historia, pero dígale de mi parte al preceptor que utilice otros horarios para retenerla. Felipe vaciló en su lugar, hasta que su profesora lo apuró: —¿Qué espera? ¡No tengo todo el día! Se levantó torpemente, salió de la clase y caminó por el angosto pasillo hasta dar con las escaleras. Subiéndolas, la primera puerta era la del despacho, que se ubicaba a unos escasos metros de la dirección. Iba a tocar por tercera vez, cuando abrieron. Traía el pelo atado en una larga cola de caballo y su flequillo le caía sobre la cara. Estaba despeinada, no traía su corbata y los primeros dos botones de la camisa estaban desabrochados. “La profesora…”, pretendió decirle, pero ella se armó paso bruscamente y siguió escaleras abajo. Él la siguió; se apresuró y, cuando logró mantener la menor distancia, extendió su brazo, la agarró por la muñeca y tiró de 50
ella para que frenara. —El aula es para el otro lado —le indicó. Ella lo empujó con su mano libre. Felipe se desconcertó cuando se giró para verlo, con sus labios tensos y sus ojos llenos de desprecio. Dejó de sostenerla. —¿Estás bien? —le preguntó y torció su gesto mientras la analizaba. Nicole frunció el ceño confundida—. Parece… Parece que estuviste llorando. Ella se mostró sorprendida cuando le preguntó por su estado de ánimo, pero inmediatamente sus facciones se endurecieron. —Dejame en paz. —dijo Nicole y giró sobre sí para seguir caminando. —¡Esperá! Tenemos que ir al aula —le repitió. Ella se dio media vuelta y puso los ojos en blanco. —Vos andate a donde quieras. —Le dije a la profesora que te llevaría de regreso. —¿Y? Decile que no me encontraste, que no me viste en el despacho. Estás grande, podés arreglártelas solito. Felipe divisó su silueta desaparecer, doblando a la derecha al concluir el pasillo. No tenía la más remota idea de a dónde podía haber ido. Sopesó sus posibilidades: era horario de clases y ciertos lugares como las aulas o el sector administrativo podían ser descartados. Si se guiaba por el desvío que había tomado, aquel podía conducirlo tanto a la biblioteca como a los baños o al patio. Dudaba que visitara la biblioteca con regularidad y no entraba en su cabeza revisar el baño de mujeres, así que se dirigió al exterior. Escudriñó el terreno entornando sus ojos y a unos metros de distancia la distinguió escondida detrás de una columna. Al acercársele, Nicole pareció no inmutarse con su presencia: retenía su mirada perdida en algún punto fijo y daba profundas pitadas a un cigarrillo. —¿Puedo? —preguntó. Ella no mostró el más mínimo interés en responder y tampoco se dignó a dirigirle la vista. Felipe mordió su labio inferior y, tras un breve lapso de duda, se sentó junto a ella. —¿Me convidás? —Tomó la caja de cigarrillos Marlboro que 51
ella tenía a sus pies. Nicole arqueó una ceja y esbozó una media sonrisa. —¿Vos? ¿Vos fumás? Se burlaba de él. —¿Qué? —preguntó—. ¿Qué es lo gracioso? —Digamos que te hacía…un “chico bien”. Un boludo. Un pendejo traga libros, moralista y totalmente correcto; de esos que no rompen normas y odian cualquier cosa insalubre o irracional. “De algún modo es cierto”, pensó él, entre divertido y fastidiado por su apreciación. —Solo fumo de vez en cuando... —señaló—. ¿Cómo es posible que supongas todo eso? No me conocés; hace casi un año que somos compañeros y jamás hablamos. Nicole lo miró. —Me baso en lo que veo: vivís atento en clase, cargas millones de libros y no hablas más que con la bibliotecaria, supongo. Puedo sacar mis conclusiones. Felipe despegó sus labios para protestar, pero terminó sin hacerlo, era en vano. Contrariamente, sonrió y alegó: —Sos rara. Nicole, de golpe intrigada, no pudo evitar preguntarle qué quería decir. —Tenés...la necesidad de sobrepasar el límite, siempre. A veces me da la sensación de que tu propia rebeldía te desborda, que ya no la podés controlar. No entiendo por qué ese capricho de mostrarte retraída y apática. Tal vez se había ido de boca, tal vez accidentalmente se desubicó, porque Nicole atiesó todo su cuerpo como si se le hubiese parado el corazón. —Si te pensás quedar acá, no hablés; de lo contrario, podés ir buscándote otro rincón —dijo de malas. Felipe reposó su cabeza contra la columna y cerró los ojos. Algo la había enfadado. “¿Qué se supone que hacés, de hecho?”, la oyó decir. Volvió a abrir sus ojos. —No sé. Ella esbozó una burlona sonrisa. 52
—¿Te carcome la conciencia? —Un poco…—Admitió—. Me puede traer muchos problemas. —No más que una amonestación. —Ese ya es un problema —reiteró. —¡Sos un llorón! Felipe rio y dijo: —No entendés…Es por mi beca. Tras un pequeño intervalo de silencio, Nicole prendió su segundo o tercer cigarrillo, volvió a dibujar aquella burlona sonrisa con sus labios y después se echó a reír. Felipe la miró con suma atención: su rostro cobraba vida cuando sonreía y sus ojos brillaban. Se preguntó cuán seguido sonreiría. —Así que…—comenzó a decirle y parecía sumamente divertida—, estás poniendo en riesgo tu beca por mí… ¡Es absurdo! Se sonrojó al ver que no era una pregunta; se lo estaba afirmando. Era cierto: por encontrarse en el patio conversando con ella, todo su esfuerzo y dedicación podían terminar en el tacho de basura. Pero ya estaba: lo hecho, hecho estaba. —No pude resistir la tentación —le dijo al fin. Nicole exhaló todo el humo que retenía en sus pulmones y le clavó los ojos. Tenía los ojos de un azul intenso, aunque su mirada era tan lúgubre que sintió un estremecimiento recorrerle desde la coronilla hasta los pies. —Eso no está bueno —concluyó Nicole. Felipe se acomodó en su lugar y clavó sus ojos en el piso. De algún modo, pensó, lo estaba rechazando. —¿Interrumpo? Un alumno mayor, al que Felipe no conocía, se apareció delante de ellos. —¿Quién es este? —preguntó y señaló a Felipe con un movimiento de cabeza. —No tengo la menor idea —respondió ella. —¿Vamos? —Le extendió la mano y ella la tomó; la levantó del suelo y rodeó su cintura—. Tengo dos horas libres antes del almuerzo. 53
Felipe los vio trasponer el patio y perderse por una de las entradas. Nicole hab铆a olvidado su caja de cigarrillos. Tom贸 uno.
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-4Se echó sobre su cama, boca abajo hundiendo la cabeza contra la almohada. “¿Qué es lo que pasa con vos?”, recapacitó para sí. Hacía tiempo que se esforzaba en sacar buenas notas, en tener un buen comportamiento: para él era importante. A pesar de todo, lo primero que se le ocurría era saltarse las clases y perseguir a una chica con récord delictivo. “Enloquecí”, opinó. Posiblemente, nada tuvieran en común; además, aquella mañana había desaparecido en compañía de un alumno mayor, quien seguramente sería su novio. ¿Por qué le interesaba tanto? Una parte de él, la más sensata, sabía que tenía que apartarse de ella y de los problemas; la otra parte no quería: algo en ella le suscitaba un irremediable interés. Pasó el resto de su tarde leyendo y redactando uno de sus trabajos para Literatura. Todo era silencio y el único sonido era el rasgar del lápiz contra el papel. Estaba íntegramente concentrado cuando abrieron la puerta de su habitación. —¿Qué pensás hacerme de comer? Ya son más de las ocho y me muero de hambre. Levantó la mirada para ver a Gustavo: lucía sucio, sudoroso y desaliñado. Volvió a la lectura de su texto. —¿No podés cocinarte vos o comer algunas sobras? Estoy realmente ocupado. Su padre le arrancó el libro de las manos y comenzó a despedazarlo, arrancándole hoja por hoja. —¿Te creés muy inteligente por andar todo el día leyendo estos textos de porquería? ¡Siempre vas a ser un bueno para nada! — Tiró con fuerza el libro, que dio de lleno en medio del rostro de Felipe—. Mejor que te apures, que me muero de hambre. Felipe lo escuchó maldecir por su existencia. Se tocó el ojo. Le sangraba.
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-5Ese mismo mediodía del día miércoles, se despertó, desayunó, se cambió y consultó su reloj de muñeca: aún le quedaba algo de tiempo. Se adentró en el baño, se situó frente al lavabo y se miró en el espejo. Con la yema de sus dedos, rozó la aureola morada que se le había formado por debajo de su párpado inferior. Se encorvó un poco para abrir uno de los cajones del armario y tomó una base cosmética. Se la esparció sobre el moretón y, al acabar, volvió a mirarse. “No hay manera”, pensó; no lo cubriría lo suficiente. Salió de su casa y caminó hasta la avenida Santa fe para esperar el colectivo. Tardó cuarenta minutos en llegar a su colegio. Distinguió a Nicole reposando contra la entrada principal, acompañada de una chica de otro curso. Cuando se aproximó, ambas cesaron su conversación y lo observaron. Desde aquel día en el que conversaron, Felipe no había vuelto a verla ni cruzado palabra alguna con ella. Se había ausentado por unos días alegando que estaba enfermo, pero la realidad era que no quería aparecerse con aquel golpe tan pronunciado. Mientras María entornaba sus ojos con suma desconfianza, simulando con éxito ser una amenaza, Nicole arqueó una ceja y torció su mueca: se veía bastante canchero si consideraba que dentro de aquel colegio parecía un traga libros aburrido, con su uniforme perfectito y su proceder correcto y desbordante de moral. —¿Siempre te aparecés sin que nadie te llame? —Últimamente, eso parece… —dijo, esbozando una sutil sonrisa. —¿Qué querés? —Bueno…La semana pasada, en la clase de Historia, se formaron grupos para hacer un trabajo y, para mi mala suerte, supongo, tenemos que hacerlo juntos. Nicole lo miró expectante por unos instantes y, pronto, se echó a reír fuertemente. Después dijo: “La verdad es que me importa un carajo”. Felipe se encontró absorto unos minutos; hasta que vio las intenciones que tenía de escabullirse de la situación, entonces la tomó del brazo y la volteó quedando cara a ella. 56
—Mirá: no sé cuál es tu problema y no me interesa si preferís saltarte las clases o acumular amonestaciones, pero yo no puedo permitirme eso. Me esforcé mucho por conseguir esta beca. Por favor, dejá tus actos de sublevación para cuando no me vea involucrado, ¿querés? Solo tenés que hacer un seguimiento del trabajo que haga y aprenderte un par de líneas de memoria, nada más. —Lo voy a pensar—dijo Nicole, sistemáticamente, al momento en que Felipe calló. —¡No tengo tiempo para juegos! ¿Podés, por una vez en tu vida, ser un poco menos egoísta? Necesito que me des una mano. Nicole revoleó sus ojos para, acto seguido, librar un extenso suspiro. Consideró sus posibilidades: verdaderamente era un idiota… ¿Se daba cuenta de que lo único que pretendía era su presencia? Ella no iba, ni pensaba, mover un dedo. Tal vez se tendría que aprender un par de líneas, memorizarlas… ¿Qué podía perder? En el mejor de los casos, quizás se libraba de una materia en las vacaciones. Le hizo señas a María para que se fuera sin ella. Volvió la cabeza. —Está bien, lo voy a hacer. Pero no esperes que trabaje demasiado, busque información o te proporcione demasiadas opiniones al respecto. Yo miro, leo y memorizo. En el momento en que empieces a molestarme, te vas a quedar solito haciendo el trabajo, lo vas a reprobar y si me venís con alguna queja, te rompo la nariz. Felipe sonrió ampliamente a modo de triunfo. —Me parece justo. Tendríamos que empezar hoy. —Me imagino que para eso viniste, ¿no? —¿Dónde…? —frotó su mentón, pensativo—. Podemos ir a algún café o, si querés, puedo ir a tu casa o podés venir hoy a la mía. —No. Ningún lugar público. Felipe frunció el ceño. —¿Tan vergonzoso es que te vean conmigo? —Lo suficiente. Mi casa, olvidate. Emprendió el viaje de regreso, esta vez acompañado por Nicole. Durante el trayecto en colectivo, Nicole no había abierto la boca ni quitado la vista de la ventana. Él no supo qué decirle para abordar una conversación, percibiendo que trabajar juntos no 57
sería una tarea sencilla. Descendieron muy cerca de la avenida Juan B. Justo y caminaron unas cuadras alejándose de la avenida principal. Felipe se paró ante una puerta de madera carcomida por la humedad e introdujo una llave. Nicole entró detrás y él cerró la puerta. Ya en la casa, Felipe desapareció por otra puerta y regresó, al cabo de unos segundos, con un vaso de jugo. Se lo extendió y Nicole bebió un sorbo. —Vamos a mi habitación, ahí vamos a trabajar más tranquilos. Nicole dijo: —Quiero creer que todo esto no es una maniobra un tanto inusual para que me acueste con vos. Podés ir haciéndote la idea de que eso no va a pasar jamás. Felipe alzó sus cejas, sorprendido por la percepción que Nicole llevaba de la situación. De alguna manera no premeditada, lo estaba rechazando por segunda vez. Nicole examinó la habitación desde el umbral: las paredes estaban descuidadas y las maderas del suelo rechinaban al pisar. Poseía una cama individual, una mesa de noche y un escritorio con una vieja computadora. La habitación constaba de una sola ventana, que estaba adornada con unas cortinas marrones de un pésimo mal gusto. Felipe agarró unas carpetas, unos libros de texto, unas hojas impresas que tenía en su escritorio y se sentó en el suelo. Abordó su lectura silencioso y concentrado. Nicole dejó su mochila sobre la cama y se aproximó a la computadora. Pasado un rato, preguntó: “¿Quién es?” Felipe alzó la vista. Observó a Nicole sosteniendo un viejo portarretratos con una foto hecha en blanco y negro de una mujer. —Mi mamá —dijo sin darle importancia. —¿Y dónde está ella ahora? ¿Trabaja? —Está muerta —le respondió, aún compenetrado en lo que estaba leyendo. “Qué suerte tenés”, escuchó que ella decía y apartó los ojos de sus actividades, extrañado. —¿Por qué pensás eso? —No hay nada en lo que piense más cada día de mi vida y no tengo esa suerte —Le sonrió, pero al ver la cara de consternación 58
de Felipe, agregó—. No sé cómo habrá sido tu mamá, pero la mía merece estar más muerta que viva. —Me hubiera gustado tener la oportunidad de juzgarla... — confesó.
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-6A medianoche despertó empapado en frío sudor. Hacía rato que no llevaba un mal sueño. Encendió el velador y recostó su espalda contra la fría pared. Esa misma tarde, Nicole le había hecho pensar en su mamá más de lo comúnmente lo hacía. Tenía cinco años cuando jugaba a escondidas en el armario de su papá. Lo tenía terminantemente prohibido, pero aquello lo volvía aún más tentador. Jugaba con unos soldaditos cuando accidentalmente golpeó una caja, que cayó y se abrió desparramando toda cantidad de papeles. Entre aquellos papeles distinguió una foto en blanco y negro que acaparó toda su atención: reconoció a su papá, más joven, menos barrigón; todavía tenía pelo; lucía sonriente y parecía feliz. A su lado se hallaba una mujer con un vestido blanco; su pelo era largo y rizado; su rostro acogía una dulce sonrisa. Felipe sostuvo la fotografía entre sus manos. Entendió que aquella mujer era su mamá y acarició la foto. La conocía por primera vez en su vida. La puerta del armario se abrió con una brusquedad que lo sobresaltó. Su papá lo agarró con fuerza del brazo y lo empujó fuera del armario. Recogió las cosas, las introdujo en la caja y las colocó fuera de su alcance. Se giró para ver a su hijo y notó cómo seguía sosteniendo la foto entre sus pequeñas manos, como si fuera un tesoro que debía conservar. Le arrebató la fotografía y tiró fuertemente de su pelo, haciéndolo chillar por el dolor. —Jamás vuelvas a hurgar entre mis cosas —dijo furioso. —¿Esa es mami? —preguntó Felipe en un murmullo casi inaudible. —Vos nunca tuviste una —le soltó— ¡Fuera de acá! ¡Fuera! Echándolo de la habitación, cerró la puerta. Felipe, en su insistencia por conservar la fotografía, regresaba todos los días al armario y se las ingeniaba para alcanzarla, y Gustavo no se cansaba de quitársela. Fue su tío, con el que vivían para ese entonces, quien convenció a su papá de que le permitiera quedarse con ella. 60
Evocando el recuerdo sintió un nudo en su garganta. Suspiró, apagó la luz y se acostó otra vez. Apreció como una lágrima descendía por su mejilla.
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-7Frotó sus ojos, le ardían. Había estado hasta altas horas de la noche leyendo sin lograr conciliar el sueño. Tomó el libro que mantenía aún en su regazo y leyó: “…Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el período que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que solo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán los hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado…” Observó en su reloj de muñeca que eran las doce del mediodía. Había quedado con Nicole en terminar el trabajo luego del horario del almuerzo. Decidió, con pereza, abandonar la cama e ir directo a pegarse una ducha de agua helada para despabilarse del todo. Se sentía nervioso, era su último día de trabajo y no habían siquiera llegado a puerto. Faltaba responder más de la mitad del cuestionario, preparar su exposición oral y era indispensable que Nicole viera La república perdida, solo por si acaso. Por otro lado, su nerviosismo era consecuencia del hecho en sí: una vez finalizado el trabajo, pasaría a ser invisible para ella otra vez. Se duchó y se cambió, optando por una remera gris y negra a rayas y un jean desgastado. Se preparó un café y se enroscó nuevamente en su lectura, simplemente para que el tiempo corriera. Era tal su cansancio que se había quedado dormido sin notarlo. Se apresuró a abrir: el timbre sonaba, impaciente, una y otra vez. Nicole estaba a la espera, cruzada de brazos y de mala gana. Vestía una remera blanca estampada con una calavera, un short negro, medias de red y sus típicos borcegos. —Me tendría que haber ido a mi casa sin pensarlo dos veces. ¿Ibas a abrirme la puerta o tenías intenciones de hacerte rogar mucho más? Felipe lo interpretó como un saludo y le sonrió. —¿Lista para ponernos “manos a la obra”? 62
—Si…, como digas…—le respondió sin interés y se dejó caer en el sillón. Felipe se encaminó a su cuarto y volvió con una cinta de video en sus manos. Se paró frente a ella, por delante del televisor y le dijo: —Es importante que la veas, porque en esta película se basa todo nuestro trabajo. —Si el trabajo lo hacés vos, no veo la necesidad de que me coma ese bodrio—decretó. —Es importante—explicó él—. Si la profesora se ensaña en preguntarte, tenés que estar preparada. No vamos a arriesgarnos. —Vos no vas a arriesgarte. —lo fulminó con la mirada y se acomodó, sentándose de piernas y brazos cruzados —Exacto. Se agachó para introducir la cinta en un viejo reproductor de video. Se sentó a su lado. Nicole mantenía la vista fija en el televisor y la película a blanco y negro que proyectaba, pero parecía totalmente ajena. Felipe, quien ya la había visto incansables veces, se dedicaba a echarle rápidas miradas de reojo para que ella no lo notase. Se paralizó al cabo de cuarenta minutos de película al sentir el calor de la melena roja de Nicole en su su hombro. Se había quedado dormida. Pensó que debía despertarla, pero aquella situación era algo tan inalcanzable e irreal en su mente que no se atrevió. Se quedó sosegado unos minutos. Sentía arder sus mejillas, que habían adquirido un color carmín. Con lentitud, rogando que no despertase, acarició la cabeza que yacía sobre él. Podía notar su profunda respiración. Pegó un salto cual gato asustado cuando oyó el ruido de la puerta. Nicole se sacudió en su sitio y profirió un largo bostezo. —¿Dónde…? —Entornó sus ojos, prestó atención a la pequeña pantalla del televisor y notó los títulos correr —. Te dije que era una estupidez hacerme ver esa porquería. No pienso verla de vuelta. Felipe no atendía a sus palabras, sino que se había apoyado sobre el respaldo del sillón y dirigía sus ojos hacia el pasillo. “¡Pibe! Más te vale que me hayas hecho algo de comer”, oyeron. Nicole arrugó la frente y le preguntó en voz baja quién era. Él no 63
contestó. De un salto se postró en el ingreso al comedor. Apareció un hombre corpulento y barrigón, de poco cabello y sudoroso. Traía una raída musculosa y un pack de cervezas debajo de su brazo. Primero examinó cauteloso el panorama y Felipe se hizo a un costado para abrirle camino. Gustavo se encaminó torpe y lento hacia la cocina. Escuchó el ruido de la heladera y el sonido de una lata al abrirse. Felipe se acercó con prudencia. —Papá…—murmuró, y recordó aquella vez cuando era pequeño y le preguntaba si la mujer de la fotografía era su mamá—. Nicole es una compañera del colegio…, estamos haciendo un trabajo de historia… Antes de lograr dar todas las explicaciones posibles, como era habitual, aunque lo tomó de improviso, Gustavo se le aproximó y, con una velocidad que lo superó, sintió cómo una botella de vidrio estrellaba sobre su cabeza. Dolor. Todo se volvió negro. Sus piernas se flexionaron instantáneamente y cayó al suelo. La mitad de la botella que se partió al dar con su cráneo, cayó a su lado haciéndose añicos. La sangre que brotaba de su herida pegoteaba su rostro. Oyó la voz de su padre, encolerizado y fuera de sí: —¡Debería de haberte regalado ni bien naciste! ¡Bueno para nada! ¡Inservible! ¿¡Trabajo!? ¿¡Estudiar!? ¿Tengo cara de tonto? ¡Te doy una casa, un hogar y lo único que hacés es traerme putas! ¡Una vergüenza! ¡Lo único que deberías hacer de tu vida es atender a tu padre, que es el único que te soporta! ¡Ni tu mamá soportó la angustia que le ibas a provocar! Sus ojos, que los mantenía cerrados, los apretó con fuerza. Le dolía la cabeza y las lágrimas querían desbordarse. Lo único que logró pensar fue en Nicole. ¿Habría salido corriendo? No pudo evitar lanzar un grito al momento en que su padre le dio un puntapié en las costillas. Seguía frenético en su ataque de ira. No pararía, lo sabía. Una mano reposó sobre su cabeza. “¡Pare! ¿¡Se volvió loco!? ¡Lo va a matar!” Entre sollozos y compunción, reconoció los gritos de Nicole. Supo que aquella era su mano y, por ilógico que pareciese, se sintió aliviado. Nicole, no sin esfuerzo, arrastró el cuerpo de Felipe hacia el comedor tratando de alejarlo de su padre. Hizo un gran 64
esfuerzo para levantarlo del suelo y, cuando lo consiguió, pasó un brazo de él por detrás de su cuello para acarrearlo. Los pasos de Gustavo se aproximaban. —¡Aléjese! —Escuchó la voz horrorizada y furiosa de Nicole—. ¡Ni se me acerque! Va a tener muchos problemas, se lo aseguro. ¿Qué pasa si vuelvo golpeada a mí casa? Le Juro que lo hago encerrar si me toca un pelo. Felipe, sin saber ya de qué era capaz su papá, se aterrorizó ante las amenazas. Pero se hizo el silencio y Nicole empezó a moverse, llevándolo a rastras hasta la habitación. —¡Hubiera esperado a que me fuera si quería molerlo a golpes, infeliz! —le gritó, tras cerrar y trabar la puerta. A Felipe le costaba respirar, más aún hablar. Le agradeció con voz débil y, al hacerlo, se agarró las costillas como si en un segundo se hubieran partido en pequeños pedazos que flotaban dentro de su cuerpo. Vio a Nicole ir y abrir descaradamente el placard. Ella agarró una remera cualquiera y la rasgó haciéndose con un pedazo; se acercó a Felipe y lo apretó contra la herida de su cabeza. Gimió de dolor. —Te va a doler —le dijo ella—. Es probable que se te hayan incrustado algunos trozos de vidrio en esa herida... Vas a tener que ir al médico —torció su mueca, mostrándose un tanto preocupada—. Por otro lado, si tenés alguna costilla rota, no hay nada que hacer más que reposar. Felipe concibió que, por primera vez, ella le hablaba sin disimulos. Quiso decir alguna cosa, sin embargo Nicole hizo un ademán para que no hablase. —Dejá de querer abrir el pico, te vas a morir del dolor. Un opresivo silencio se apoderó de la habitación. Felipe resolvió usarlos para cerrar sus ojos y tratar de descansar. Ella lo quebró: —Parece que, después de todo, tenemos algo en común. Sus conclusiones le produjeron un escalofrío y abrió los ojos para mirarla. Con demasiada voluntad, le preguntó si a ella también su papá le pegaba. Nicole soltó una corta risita. —Apuesto a que lo haría si viviese en mi casa, el muy hijo de puta…Mi familia es tan disfuncional como la tuya. 65
Felipe clavó su vista en el techo y no pudo evitar que una lágrima se le escapara. Se sintió sumamente abrumado y aturdido cuando Nicole, sutil y dulcemente, la secó con su mano. Quiso incorporarse y ella no lo dejó. —¿Por qué no te fuiste? Él entendió que le preguntaba por qué no había huido de su casa. Volvió a mirarla. —¿Vos lo hiciste? —Yo tengo una hermana chiquita con la misma suerte que yo. No tenés hermanos. Lo meditó para sí un largo rato. —Me necesita... Nicole respondió mordaz: —Sí…, te necesita para darte un buen par de golpes cuando le pinta. Él rió, aunque sabía que la situación no era para nada graciosa. Jamás lo entendería. —Tu papá es un infeliz que descarga sobre vos todas sus frustraciones. Debería morirse por ser tan miserable. —Por favor…—alcanzó a decirle en un susurro. Ella lo miró con extrañeza. —¿Te molesta que diga estas cosas? —Felipe volvió a posar sus ojos en el techo—. No te entiendo… No entiendo por qué te empeñás en defenderlo. —Él…, no sé… Jamás se recuperó de la muerte de mi mamá. —¿Eso le da el derecho, lo exime? Dudo que tu mamá quisiera esto para tu vida. Se sentía muy cansado, física y emocionalmente; sus ojos comenzaban a pesarle. —Tenés que descansar—dijo ella, percatándose—. Mejor me voy. Al querer levantarse, él la tomó del brazo. Nicole le clavó sus ojos y le sostuvo la mirada. —Por favor… —Está bien, me quedo—resopló. Tras eso, agregó a la defensiva: —. Pero que no se te haga costumbre. 66
-8Aquel día, le rogó a Nicole que le hiciera compañía y ella, compadeciéndose, se quedó con él. Se sentía solo. Pasada la medianoche, cuando Gustavo decidió irse a la cama, resolvieron escabullirse hasta la guardia del hospital municipal más cercano. Una vez allí, Nicole se impacientó al cumplir una hora de espera y enfadada se acercó a la ventanilla. —Disculpe, tengo a un chico ahí sentado…—señaló a Felipe—, con aspecto de muerto en vida. Hace una hora que estamos acá. La recepcionista, sin apartar la vista de la computadora, le cantó, como si estuviese programada, que se sentara y esperara su turno Felipe la notó inquieta e imaginó, ya que no se había echado un vistazo en el espejo, que lucía horriblemente mal. Se sentía pésimo. La cabeza le retumbaba y sentía un zumbido constante en los oídos. Su respiración era débil y, al inhalar y exhalar, se retorcía a causa de un agonizante dolor. Para cuando el médico se asomó al vestíbulo y lo llamó, habían pasado dos horas. Nicole lo ayudó a enderezarse y lo acompañó al consultorio. El doctor le extrajo los pedazos de vidrio incrustados en la herida, la desinfecto y realizó una serie de puntadas; en el caso de sus costillas, tal como Nicole había previsto, solo debía reposar. También lo alentó a hacer la denuncia pertinente, aunque fue evidente que no quería detalles o verse involucrado de más en el asunto. Las semanas siguientes vivió en su pequeño cuarto. No sabía qué había sido del trabajo que debía de haber presentado con Nicole y le remordía la conciencia; a su vez, tampoco había vuelto a saber de ella. Ya se sentía mucho mejor, la cabeza no lo molestaba, los oídos no le zumbaban y el dolor de sus costillas era una leve punzada al hacer bruscos movimientos. Revolvió sus cajones en busca de una agenda, de la que sacó un papel en el que contenía la dirección y teléfonos de todos sus compañeros. Concluyó que esperaría a que su padre saliese, alrededor de las cinco como todos los sábados, e iría a visitarla. Fue alrededor de las siete que llamó a la puerta de la familia Abel. 67
—¡Pero qué sorpresa! ¿Qué hace acá el alumno ejemplar? —¿Pre…preceptor Ramírez…? —logró balbucear ante su sorpresa. Gabriel le sonrió. —¿Qué te trae por acá? Dudo que encuentres algún erudito en esta casa. Felipe, quien no lograba salir de su ensimismamiento, tardó unos segundos en formular la respuesta: —Busco a Nicole. —Nicole no está en casa. “No le mientas al pobre flaco”, dijo una voz desde el interior. Felipe divisó, por detrás de Gabriel y descendiendo las escaleras, al chico que aquella vez los había interceptado en el patio del colegio. —¿Ahora tampoco podemos recibir visitas? No te preocupes, es un chico inteligente… Él no te vio acá, ¿no es cierto? Gabriel volvió a posar los ojos en Felipe y él, sin comprender mucho, asintió con la cabeza. Gabriel se fue, dejándolo a la merced de Mauricio. —Así que vos sos el famoso flaco de los trabajos prácticos… ¿Qué querés? —Necesito hablar con tu hermana, justamente por eso mismo. Mauricio dijo: —Subiendo las escaleras, última habitación del pasillo —antes de abrirle camino, agregó en un tono no muy agradable: —. Con mi hermana no se jode, ¿sí? Espero que lo tengas bien presente. Estando en el rellano superior, golpeó a la puerta de la habitación y Nicole abrió de un sopetón. Primero pareció confundida, desorientada al verlo en su casa; segundo, su cara mutó indicando todo su descrédito. —¿Qué mierda hacés acá, nene? —le reprochó, para después entrarlo de un tirón. En la habitación de Nicole había un descomunal desorden. Pocas cosas las mantenía en su lugar, todo terminaba en el suelo. Felipe se sentía apresado por sus paredes llenas de garabatos, escritos y mamarrachos. Decidió sentarse al pie de la cama: había hecho demasiado esfuerzo subiendo las escaleras y ahora el dolor lo atacaba. 68
—Gracias por preguntar cómo me siento —le dijo él. —No te veo tan mal...—se escudó—. ¿Qué haces acá? Felipe le clavó la mirada. —¿Qué hace el preceptor Ramírez en tu casa? —¿Viniste a cuestionarme? Negó con la cabeza, dándose por vencido. —Quería saber sobre el trabajo… —Ah —dijo al instante e hizo un ademán como si no fuera nada muy importante—. Aprobaste. Te sacaste un nueve. Felipe se mostró incrédulo. —¿Diste la exposición sola? Se encogió de hombros y se sentó en el suelo —Supongo que era lo menos que podía hacer por un inválido. Felipe sonrió. —Muchas gracias. —¡Por favor! —Revoleó ella sus ojos—. ¡Dejá de darme las gracias!, me indigesta. Felipe se mantuvo pensativo, con sus ojos perdidos. Sabía que era la mejor elección y tenía la necesidad de contárselo. Ella, de algún modo, podía entenderlo mejor que nadie. —Me voy de casa…, pero tengo miedo. No sé a dónde ir. Nicole se alzó de repente, fue hasta el armario y sacó una cajita pequeña de cartón. Se la entregó sin pensarlo mucho. —No hay demasiado dinero ahí, quizás unos trescientos pesos... Felipe se quedó perplejo, con la caja entre sus manos. Nicole se sentó a su lado y él intentó devolvérsela. —No puedo aceptarlo. —Pero ¡qué imbécil que sos! —le regañó—. Tenés la oportunidad de darle un buen uso, yo no —Empujó la cajita hacia él. —¿Por qué hacés esto? —Qué sé yo... Felipe sonrió, dándole las gracias sin recurrir a las palabras. —¿Cuándo te vas? —El último día de clases... Tengo que buscar un trabajo, no creo que estudie por el momento… Supongo que ya tendré tiempo para eso, ¿no? —Mordió su labio y bajó la vista—. ¿Te voy a volver a ver? 69
Nicole arrugó su frente, quedó boquiabierta, se sonrojó un poco. —Lo dudo mucho. Él asintió como si en el fondo supiera la respuesta. —Me gustaría… —se sinceró. En la vida se le hubiese ocurrido decirle todo aquello, pero ¿qué perdía?, ya estaba arriesgando bastante—. Nunca tuve a alguien con quien compartir mis cosas. Bueno…, con vos no fue del todo intencional, pero por algo pasó. Mucho tiempo llevo atribuyéndome culpas, responsabilizándome... Vos me pegaste un sacudón que me hizo reaccionar. Sos una buena persona, Nicole, no sé por qué te esforzás en aparentar ser todo lo contrario. Nicole sacó un cigarrillo del paquete que tenía en el bolsillo y se lo llevó a la boca. —Hay cosas que no cambian más, Felipe… Por ejemplo: yo y mi mala suerte.
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-9Era una calurosa madrugada de diciembre cuando tomó su mochila y un pequeño bolso de mano. Echó un fugaz vistazo a su lúgubre y vacía habitación. Se le produjo un nudo en su garganta al pensar en el incierto destino que aguardaba por él. “Nada puede ser peor”, se dijo convencido. Depositó una carta sobre la mesa, luego con sigilo se arrimó a la entrada y la abrió con su manojo de llaves. Las sostuvo un rato entre sus manos, sudorosas a causa del nerviosismo y, finalmente, resolvió dejarlas junto al sobre. No las necesitaría, no volvería. Nunca más. Papá: Quiero que sepas que me fui. Para siempre. Por fin tengo el valor para elegir el camino que quiero seguir. Sé que no quiero renegarme, que quiero luchar por ser alguien. Me di cuenta que no debo cargar sobre mis hombros el peso de una mochila que no me pertenece. Podés estar seguro que siento la ausencia de mi mamá tanto como vos la sentís. Necesité una figura materna y, para mi mala suerte, ambas figuras se hicieron ausentes a lo largo de mi vida. Hace poco leí en un libro y hubo una frase que hoy no para de resonar en mi cabeza: “…Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras”. Yo aprendí del sufrimiento o, mejor dicho, aprendí sufriendo. Aprendí que las cosas pasan porque así tienen que pasar, pero que uno puede, sobre los hechos, actuar de maneras diferentes. Estudié sobre la dictadura militar (quizás el hecho más horroroso que hemos vivido en este país) y sentí como si la hubiese experimentado pese a no haber vivido en esa época. Fuiste un represor para mí durante diecisiete años. Me hubiese gustado (así como dice Sábato, que la democracia era la única salvación para la república) tener un hogar más democrático, en donde todos los miembros se traten por igual, opinen libremente y donde la convivencia sea de mutuo acuerdo. Nunca te importó qué quisiera o qué pensara; y yo pensaba que un padre tenía que apoyar a su hijo alentándolo a crecer. Por más que 71
me esforzara en ser el mejor, no iba a conseguirlo. Aunque me odies, aunque cargues sobre mi espalda la muerte de mamรก, quiero que sepas que te amo. Felipe
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- 10 El último día de clases era diferente al resto de los días. Podía sentirse la euforia en cada uno de los alumnos, quienes reunidos en el gran patio a primera hora de la mañana esperaban el discurso de la directora por el final del ciclo lectivo. Felipe se abrió camino entre la muchedumbre, pesadamente, cargando un pequeño bolso de mano y su mochila. Buscaba entre las personas a una chica de prominente melena roja y, para cuando la distinguió no muy lejos de la entrada junto a María, se percató de que ella ya lo miraba. Cuando las alcanzó, Nicole le pidió a María que la dejara hablar a solas con él. Fijó sus ojos en el bolso que Felipe traía —Qué bueno que te hayas decidido... Después de todo, trabajar con vos no fue tan malo. Sus azules ojos dieron con los de Felipe; Felipe se sonrojó y sintió un escalofrío recorriéndole la espalda. ¡Quería decirle tantas cosas! —Nicole…, yo… —No —soltó con aspereza sin dejarlo seguir. Sonó seria y convencida de sus palabras —. ¡No seas estúpido!, no vale la pena. . Felipe hubiese querido objetar algo, pero no lo hizo. Asintió con desgano. Sabía que no había nada que pudiese decir o hacer para cambiar su forma de pensar. Si no supiese que el mayor oponente de Nicole era ella misma, hubiese estado dispuesto a hacerlo. —En fin…—concluyó—, voy a buscar a María. Calculo que no vamos a volver a vernos, así que…—le extendió la mano—, mucha suerte. Felipe sintió un nudo en su estómago. No quería despedirse de ella. Dudó unos instantes, pero en seguida dejó caer su bolso y la mochila y la abrazó fuertemente. —Gracias…—le susurró. Nicole se distanció y le sonrió. Felipe sintió que era la primera sonrisa franca y cariñosa que le ofrecía. El resto del día transcurrió sin mayores precipitaciones. El discurso de su directora había sido interminable y sumamente aburrido. A la hora de izar la bandera y cantar el himno, pensó en lo 73
mucho que le hubiese gustado ser abanderado de haber seguido en el colegio. Sin asombrarse demasiado, su promedio había cerrado con diez o nueve en todas las materias. Ya no importaba. Lo único en lo que podía pensar era qué haría una vez que saliese de allí y por qué Nicole no estaba presente en el aula en esos momentos. Pidió permiso para salir con la excusa de necesitar ir al baño. Se la imaginó en el patio, en aquel rincón detrás del arco de fútbol. Descendió los tres pisos con prisa y, una vez llegó a la puerta que daba al patio, se asomó. Tal como había conjeturado, la distinguió a lo lejos. Se paralizó, cuando se acercó, al oír el incontrolable llanto que profería y el temblor de su cuerpo entero. Se agachó sin más y posó una mano en su hombro para hacerle saber que estaba ahí. —Nicole... ¿Qué te pasa? —¡Andate! —le gruñó furiosa como no la había visto jamás y lo empujó. Felipe perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo. Volvió a arrimársele y, luchando contra la negación de ella, logró tomarla por el rostro. Al hacerlo, no pudo obviar su sorpresa y suma preocupación al notarla golpeada. Su ojo izquierdo estaba hinchado y morado, casi negro. Le sangraba el labio. Parecía que se había mordido y muy fuertemente. —¿Qué te pasó? —seguía sosteniéndola y ella trataba de desviar sus ojos lo más que podía para no cruzar miradas. —¡Déjame en paz, Felipe! ¿¡Por qué carajo no te vas de una buena vez!? —bramó. La notó frenética, devastada y consumida por una situación que la estaba sobrepasando. Las lágrimas emergían una detrás de la otra como si hubiesen estado esperando un largo tiempo por hacerlo. —Por favor…—le musitó—. Nicole, por favor, decirme qué te pasó. —No me jodas. Déjame sola. Una vez la soltó, con una mano acarició suavemente el pómulo de Nicole por debajo del golpe. Nicole cerró sus ojos y extendió atolondradamente su brazo en busca de su paquete de cigarros. 74
Felipe fue más rápido y le alcanzó uno. —¿Me vas a contar? —le preguntó con serenidad. Nicole encendió su cigarrillo y le dio una pitada exageradamente larga. Sus manos le temblaban. Al dejar salir el humo, se echó a reír algo histérica. Felipe se asustó: era evidente que su cabeza era un apelotonamiento de emociones. Se le sentó en frente y la tomó de la mano, alentándola a hablar. —¿Me vas a decir qué te pasó? Nicole negó con la cabeza y otra vez las lágrimas emanaron de sus ojos. —Hacé tu vida, Felipe. Olvídate de mis problemas, de cualquier cosa que me involucre. No lo hagas, no te enrosques... —¡Quiero hacerlo! —le dijo exasperado—. ¡No me pidas que no me interese! Me importa, de verdad. Nicole clavó sus ojos en el suelo. —No sé qué contarte... —¿Quién te hizo esto? —señaló sin poder impedir que se dibujase una mueca de desaprobación en su rostro. Pareció costarle, como si tuviese algo atorado en la garganta. Si no hubiese estado tan cerca, no la hubiera escuchado del todo. Ella dijo: Gabriel. —¿El…El preceptor Ramírez? Ella asintió a su pregunta. —...Es un abusivo hijo de puta. —¿Qué me estás queriendo decir? —Entendiste lo que quise decir —le dijo con rudeza, dándole a entender que no quería ahondar en detalles. —. Ya no sabía qué hacer, ya no confío en nadie… Me encontró dejando un mensaje en uno de los cubículos del baño, contándolo todo, entonces él...—tragó saliva. No podía decirlo—. Él...lo hizo otra vez... —su voz se hundía palabra por palabra—. Otra vez él... Felipe no quería creerlo. A Nicole le costaba horrores decirle alguna cosa y su llanto cobraba más y más fuerza. —Nicole..., tenemos que ir a la policía, tenés que denunciarlo. Fue entonces que oyeron una histérica voz por encima de ellos. Tanto Felipe como Nicole elevaron la vista y se encontraron con un Mauricio completamente fuera de sí. 75
—Decime que no es verdad, por dios… ¡Decime que es una broma! Nicole no pudo más que hundir la cabeza entre sus brazos, avergonzada. Felipe se enderezó y se le acercó. Le dijo: —Por favor, lo menos que necesita ahora es que vengas a gritarle. Mauricio lo escudriñó por un momento y luego, sorpresivamente como una fiera cazando a su presa, tomó a Felipe por la camisa y lo empujó contra la pared más cercana, acorralándolo. Su tono era tembloroso; se sentía furioso, exasperado e invadido: —¿Calmarme?¿Por qué no te borrás de una buena vez? Esto no te incumbe. Felipe le sostuvo la mirada, calmo y sereno. Le respondió: —No —¿No? —No voy a dejarla sola. —¿Te pensás que el querer encamarte a mi hermana te da el derecho a entrometerte en su vida? —lo aferró por el cuello, casi ahogándolo—. No está sola. —¡Basta Mauricio! —Nicole se había enderezado y tiraba de Mauricio para que dejara de sofocar a Felipe—. ¡Basta! Mauricio lo dejó ir con brusquedad y se volteó. Felipe se dejó resbalar por la pared mientras albergaba en sus pulmones todo el aire que podía. Observó a Nicole, inquieto por la situación, por el cúmulo de noticias y sensaciones que su cabeza procesaba. Nicole rompió en un llanto desgarrador; parecía rasgarse con cada grito ahogado. Golpeó una y otra vez a puño cerrado contra el pecho de Mauricio, al tiempo que le exclamaba hipando en palabras desbordantes de dolor: “¡Prometiste que me ibas a cuidar! ¡Lo prometiste!” Hasta que se dejó vencer sobre su pecho. —Ni-Nicole…—tartamudeó—. No…no llores… Mauricio tuvo la sensación de tener todo su cuerpo convulsionado. Posó una mano tras la nuca de su hermana y la apretó contra sí. No podía verla en aquel estado de catarsis. Verla llorar era semejante a empujar la primera pieza de un dominó: acaba derrumbando al resto. 76
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