La semiótica general como “teoría de la mentira” *Texto extraído del libro ‘La cultura como texto’ de Fernando Vásquez Rodríguez
Dice Umberto Eco1, en su Tratado de semiótica general, que “la semiótica se ocupa de cualquier cosa que puede considerarse como signo”. Y agrega: “signo es cualquier cosa que ´pueda considerarse como substituto significante de cualquier cosa”. A partir de esta definición, el mismo autor señala una consecuencia fundamental: “La semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir”. La última observación de Eco me va a permitir desarrollar algunas ideas sobre el papel de los signos en la vida social.
Quisiera empezar con una hipótesis de trabajo: el signo o la función signica (es decir, aquello que consideramos como signo) nace o aparece a partir del salto del hombre de lo inmediato a la mediatez. El signo es de por sí, una relación. Un puente que el hombre establece entre una cosa y un sujeto, o entre la exterioridad y la conciencia. El signo es representación. Así entendidas las
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Umberto Eco (Alessandria, Italia; 5 de enero de 1932) es un escritor y filósofo italiano, experto en semiótica.
cosas, una relación sígnica permite evocar; imaginar; pensar… hacer presente la ausencia. Por los signos nos convertimos en seres de cultura. Aquello que el hombre no podía agarrar, eso otro que no lograba guardar entre sus manos… fuerzas, ritmos, olores, sensaciones… pudieron ser domeñados gracias al mecanismo de los signos. Sobre el de lo inmediato, de lo consumido de una vez, el hombre hizo un alto, estableció un paréntesis sígnico y distanció la acción, el movimiento. Gracias a esa perspectiva, los signos adquirieron el tálate de actores, de “personajes” de una inmensa obra que podemos llamar la socialización.
Al ser una construcción, una elaboración situada en un tiempo y un espacio determinador, los signos son ambiguos, inciertos, complejos, diversos, plurales… Pueden apuntar a un sentido o a otro; a veces afirman pero, al mismo tiempo, pueden ser una clara muestra de negación o renuncia. Los signos no son transparentes. A la par que muestran o evidencian, también ocultan, velan, o disimulan. Cada vez que estamos de frente a una relación sígnica tenemos que preguntarnos cómo es su funcionamiento, cuáles son sus motivaciones y cuáles sus implicaciones. Hay como cierto claroscuro en el ser de los signos. De allí la importancia de la semiótica como una ciencia capaz de “aquilatar” hasta dónde va la sombra y hasta dónde la luz.
Por eso Umberto Eco afirma que una semiótica general se asemeja a una teoría de la mentira. Por supuesto, no se dice con ello, que la semiótica sea una disciplina para aprender a mentir. Más bien, lo que se afirma es que la semiótica es una herramienta potente para construir o deconstruir edificios de significación. Teoría de la mentira es tanto como lucidez suficiente para saber cuándo los signos nos engañan o cuándo señalan la verdad. Desde luego, la verdad es más un acuerdo social que una noción definitiva. Las verdades son provisionales y dependen de los puntos de vista que, por lo demás, están marcados por una serie de intereses, pasiones y poder. Ninguna verdad es inocente, lo sabemos. Cualquier verdad algo resalta pero, en esa misma magnitud, algo cubre. En el fruto de toda gran verdad, anida el gusano de alguna falsedad. Entendámonos mejor. Por ser seres afectables por el tiempo, por tener conciencia histórica, los seres humanos variamos, nos equivocamos, vamos de un lugar a otro, cambiamos de ruta o
dirección… Y lo que en un determinado momento es considerado como verdad, justo más tarde, ya es una mentira. Mentira en cuanto no corresponde al momento o al evento ya vivido; mentira en la medida en que ya no somos los mismos. Al ser el hombre un ser en permanente devenir, los signos que emplea, las relaciones sígnicas que establece, están siempre a medio camino entre la exactitud y el equívoco, entre la sinceridad y el engaño, entre la veracidad y la falacia. Ni qué decir de los signos que, a propósito, usamos para provocar la desconfianza, el rumor, la envidia, los celos, enemistad o el miedo. Ni de esos otros signos que, aún sabiendo de su engaño, insistimos en creerlos o nos esforzamos para darlos por ciertos. Como quien dice, no sólo hay ambigüedad en las relaciones sígnicas que los propios signos establecen, sino en las relaciones que los hombres crean con los signos mismos. De allí la importancia de la semiótica como ejercicio de la sospecha, de la inferencia, de la indagación más allá de lo evidente.
Si se me permite plantearlo de otro modo, vivimos presos entre redes o tejidos de signos.
Debido
a
tal
maraña
de
significaciones, es muy habitual el no saber entender o no poder interpretar el “justo” valor de una relación sígnica. O es la palabra que consideramos ofensiva cuando apenas era una broma; o es el vestuario que, tratando de ser original, se convierte en un signo de consumo masivo. O es el roce accidental que leemos como caricia amorosa; o es el gesto tímido que entendemos como hostilidad. Entre tal barullo de signos, no siempre tenemos la certera puntería para identificarlos o el suficiente tacto para palpar su intensidad. Quizá, en esa falta de “precisión” sobre la significación, en la ausencia de ese “espíritu de fineza” que reclamaba Pascal, radique el potencial o la necesidad de estudiar semiótica.
No quisiera, sin embargo, cerrar estas ideas alrededor de la semiótica general como “teoría de la mentira” con un sabor de pesimismo o escepticismo a ultranza. Si hay algo que ha caracterizado al hombre es su deseo por salir del engaño, de la ilusión. Por aceptar su entorno y aceptarse. En tal propósito, veo una ética que al menos debería servirnos como brújula en este viaje por la cultura: el de procurar no engañarnos, el de no mentirnos a nosotros mismos, el de mantener la suficiente
justicia sobre nuestra conciencia. Y manteniendo tal “cordura interior”, lo otro, el no mentir a los demás, el no engañar a nuestros semejantes, parece apenas un deber elemental. Sin embargo, por trabajar con signos, por trasegar con esa dinamita especial de la significación, no podemos asumir la posición del cándido o el crédulo. Aunque promulguemos una ética, aunque mantengamos izada la bandera de lo verídico, siempre tendremos que habérnoslas con “malhechores y malandrines”, como diría Don Quijote.
No hay que olvidarlo: en los mismos signos que constituyen la tela de Penélope, se hallan inscritos los hechizos de Circe.