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¡¡PUROS CUENTOS??
María Inés Prado Hurel
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Primera edición © María Inés Prado Hurel Febrero 2018, Ediciones Co.incidir Santiago de Chile RPI: A-287161
Edición, diagramación y diseño de portada: María Alicia Pino; Ediciones Co.incidir Imagen de portada e ilustraciones interiores: Bordados de María Inés Prado
Impreso en Chile en talleres DIMACOFI
Todos los derechos reservados Se autoriza, no obstante, la reproducción parcial y no comercial del texto, mencionando título, autor y casa editora.
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María Inés Prado Hurel
¡¡PUROS CUENTOS?? 2018
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A mis hijos, a mis nietas y al Gran Misterio
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PRÓLOGO
Sentarse a escribir un prólogo es difícil, tan difícil como partir una novela. Con el agravante de que si en el texto propio la embarras, queda ahí. En el texto de la persona que te ha honrado con la solicitud, la presión se agrava con la responsabilidad de estar a la altura. Pero en el bordado como en el tejido, todo parte con un primer punto, una lazada, una letra que nos invita a abrir la puerta de la magia. Y eso fue lo que me sucedió con los cuentos de María Inés. Me sorprendió ver que no estaba sola en esto de contar historias en que lo textil fuera una parte primordial y no sólo un “dibujito” que ilustrara el relato. Aquí, el bordado, intuitivo y lúdico, nos adelanta un poco lo que sucederá en la historia, nos da un guiño de lo que se viene. Y vienen las historias. Algunas dolorosamente reconocibles, en que la naturaleza reconstruye y
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sana lo que la pérdida ha quebrado. Otras, en que la sincronía divina parece burlarse de los habitantes terrestres, y no sabemos qué parte es realidad, o verosimilitud, y cual fantasía. Lo bueno es que la mezcla
resulta
y
se
lee
fácilmente,
sin
cuestionárselo. Pero llama la atención que aquí aparece también el abuso, como en tantos relatos femeniles. Una situación de la cual aparentemente recién nos estamos
haciendo
cargo
como
sociedad,
atreviéndonos a hablar, a llamar la atención, atreviéndonos a bordar de rojo furioso, para que se vea, lo que antes zurcíamos tratando que se notara lo menos posible, hasta hacerlo invisible… Me sorprende el bordado, con una realización tan meticulosa como aprendido años ha en las monjas, en contraposición a un diseño vanguardista y no necesariamente figurativo, que lo hace una obra de arte en sí misma. Lo interesante es que es un aporte fundamental al texto y un tipo de ilustración muy
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innovadora que, pese a parecer ancestralmente antigua, es por eso mismo muy rupturista. Las artes textiles y el relato de historias parecen ser la manera que hemos encontrado las mujeres para narrar, desde este especial punto de vista, nuestra particular visión de la vida. Acaso un poco más colaborativa, con el límite entre realidad y fantasía bordado en tonos matizados y de bordes más inciertos, con un degradé de grises en que nada es blanco o negro, como la vida misma. Un punto a destacar es el uso poético del lenguaje. Y así como una hebra de hilo puede ser utilitaria y coser firmemente el botón de la camisa blanca de un gerente, o bordar el ajuar de un recién nacido, las palabras, las mismas palabras cotidianas que pueden estar aburridamente en un memo de la oficina de partes, también pueden dar vida a una historia bien hilada. Y así están las historias en este libro, muy bien hiladas, en un conjunto de cuentos novedosos,
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entretenidos, que, como en un bordado que se respete, tiene a veces una segunda lectura; como el revĂŠs de la trama.
Laura Caballero Canales
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Aislรกndose
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S
e fue aislando de todo y de todos, primero amigos, familia, luego sueños, proyectos, libros. Todo fue quedando
quieto, paralizado, luego el cerebro y los recuerdos… Los músculos, la risa, sólo reflejos lentos, muy lentos y cada día más distanciados, el parpadeo casi inexistente le hacía ver como
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si estuviesen permanentemente abiertos los ojos que se fueron agrandando y más parecía dibujo animado. Dentro de su casa todo era oscuro. Las ventanas fueron quedando cerradas y el sol no se asomaba ni por broma. Se tornó pálido, muy lento, delgado como un poste y demacrado. El entorno en que vivía era hermoso. El parque fue convirtiéndose en un bosque espeso y descuidado, sin embargo seguían creciendo flores y frutos y los pájaros vivían encantados y cantaban mirlos, jilgueros, ruiseñores, tencas, diucas y el rey del tango, el zorzal criollo, y el gorrión francés, melodioso como ningún gorrión nacional jamás lo fue.
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En el bosque las ardillas, los conejos y muchos animales pequeñitos, como los monitos de monte y algún ratón, jamás se metieron dentro de la casa, ni ellos ni los murciélagos quisieron entrar, yo creo que le temían a la soledad, la lejanía y todo atisbo de vida. ¿Cómo sucedió? No lo sé, pero un día salió corriendo este lobo solitario y triste e intentó saltar por la ventana. El sol entró como marea, luego se abrieron puertas y mamparas y la luz se hizo presente en gloria y majestad en toda la casa. Y salían los libros, los recuerdos, a borbotones, tropezándose entre ellos, no pudiendo atajarlos y encontraron llorando a mares a este humano los pájaros, que fueron
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sus doctores y las ardillas que oficiaron de enfermeras. Un chercán pequeñito, intruso y melodioso había logrado colarse a través de una tubería por la que no cabía ni un ratoncillo siquiera. Llegó a la habitación principal haciendo detonar el único botón que haría saltar las barreras de protección de aquella casa. Así como dicen que uno pone el dedo en la llaga, el chercán puso su música en el oído y el leve chiu chiu sonó como llanto de bebé en el tímpano del solitario lobo que salió a trompicones a buscar al pequeño que había perdido cuando se encerró en su casa. Al salir tan de prisa, tan sin sentido, no encontrando al bebé, pero sí a las ardillas enfermeras y a los pájaros doctores quienes
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sanaron sus heridas nuevas y antiguas poco a poco y copo a copo fue haciéndose cargo de su vida y de la vida del bosque. Dicen que cada día por el resto de su vida hizo una obra buena, plantó un árbol, podó una rosa, sacó una espina. Devolvió la mano a la vida y llegó a cantar como los pájaros y volar a veces como las ardillas, aterrizando en el suelo desde la copa de un árbol.
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Una pelota de fĂştbol
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L
o sintió llegar corriendo, como lo hacía cada tarde desde la Navidad.
Le recordaba la vehemencia de su padre, entraba como él, soplado, se mojaba un poco la cara y volvía a servirse un vaso de leche junto a ella, comentándole los goles, los pases, haciéndosele poco su vocabulario para alabar al arquero, al número 7, al centro delantero, términos que escuchaba sin
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comprender mucho, pero contenta de verlo tan entusiasmado. No lo vio esta vez, pero la forma de abrir la puerta, el ruido de sus pisadas, el olorcillo especial a hijo -indicios reconocibles sólo por las madres- la habría hecho jurar que estaba en casa. Por eso no subió siquiera el tono de voz cuando lo llamó. Quería que fuera a dejar, a dos cuadras solamente, el vestido de la señora Rosa. Por fin
lo
había
terminado,
lo
puso
cuidadosamente dentro de la bolsa en que lo enviaría, mientras con los ojos trataba de ubicar los hilvanes del traje de la señora Margarita.
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¡Pablo! - Volvió a llamarlo - Hijo, que se hace tarde, necesito el dinero para ir a matricularte mañana. ¡Qué orgullosa estaba! Con once años había quedado seleccionado en la mejor escuela industrial. Tenía lindas notas el chicuelo y se había sacado el segundo puesto ese
año.
Estudiaba
junto
a
ella,
acompañándola mientras cosía y con ese segundo lugar sentía compensados todos sus desvelos. ¡Cómo estaría orgulloso Juan si supiera! Le habría regalado la pelota de fútbol con que soñaba esa Navidad. Cuando iba precisamente a buscar el género a la casa de la señora Rosa -al encontrar una tienda nueva donde había
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tantas
pelotas-
no
dudó
e
ingresó
preguntando por la más hermosa pelota de fútbol. Al dependiente lo encontró algo distraído, por eso le preguntó por segunda vez el precio. No podía convencerse que fuera tan barata, ¡si era tan linda!... y era justo el dinero que llevaba en su monedero. Antes de que la envolvieran le puso una tarjeta: “Con cariño para Pablo, Feliz Navidad te desea tu papá. Estoy feliz de tener un hijo como tú”. No cabía en sí con su compra. Pero cuando ya se la llevaba, al tomarla en sus manos pensó si sería Juan quien la puso en su camino, pero no, eso le indicaría que Juan había muerto y no quería aceptarlo. No podía ser así, sin una despedida, sin un beso…
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Nunca lo aceptó. Cuando le contaron sus compañeros de su detención en la fábrica y luego lo buscó de un lugar a otro como un peregrino sin saber más de él, siguió manteniendo la esperanza. Había esperado todo ese tiempo su regreso, al comienzo con alegría una vez superada la angustia, luego con nostalgia, casi como se espera la muerte, sabiéndola cierta, pero lejana. -¡Pablo! - volvió a llamar asomándose a la puerta de la cocina, preocupada ya. Y si no fuera porque lo sabía dentro de la casa se habría asustado, más aún con la brusca frenada de un vehículo. Luego hubo carreras y gritos, al parecer habían atropellado a alguien, luego la sirena, la ambulancia, los
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enfermeros bajando de ella, tratando de retener la vida en vano. -¡Pablo!- esta vez gritó y corrió. Un hombre pálido y desencajado no terminaba de bajar de un automóvil de alquiler. Tendió a reconocerlo, pero las vecinas la rodearon. ¡Pablo! ¡Pablo! Musitaba sin llorar, estupefacta aún, mirando al hombre quien por fin bajó, tomó la pelota estrujándola en sus brazos, mientras gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. Tanto
tiempo
con
las
ansias
de
encontrarlos y ninguno de los sufrimientos de su encierro se comparaba con este tormento de ver al niño destrozado, escapándosele la vida a borbotones.
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Subieron ambos a la ambulancia. No los dejaron siquiera mirarlo, acariciarlo o darle un beso. Más adelante dijeron… ¿cuánto más adelante?
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… Él
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R
afael no volvió a llamar, no supimos nunca más de su destino, desapareció
repentinamente,
ni
tal un
como adiós,
llegó, ni
una
despedida. Nos quedó eso sí la sensación de su retorno, con otro nombre tal vez… Haciendo
memoria
y
atando
cabos
llegamos a la conclusión que lo habíamos
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visto antes. Estuvo en nuestras casas, con otro rostro, otra historia personal y otro nombre. Samuel y Rafael son nombres similares: dos chicos diferentes y una sola alma. Samuel desapareció igual -misteriosamenteel día en que murió María Rosa. No volvimos a verlo, pero nos quedó el recuerdo cálido y la sonrisa de agradecimiento de María Rosa. Su grácil figura alivió la soledad en que ésta vivía, Samuel la cuidó los últimos meses, le ayudó a alimentarse, la acompañó en las pocas visitas donde el médico, y en sus cada vez más infrecuentes visitas donde el cura párroco. Éste la fue a ver a menudo en esos meses. Ella nos contó de este muchachito alegre y
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vivaz que la cuidaba con esmero, le contaba historias inverosímiles y la hacía jugar a las cartas en las tardes. Cuando
desapareció
incomprensiblemente,
Samuel, se
tan
tejieron
innumerables historias y hasta la llegada de una de esas sobrinas que nunca faltan y revisó todas sus pertenencias asegurando que no faltaba nada, no se descartó la posibilidad de un robo. Y ahora con Rafael pasó algo similar. Antes que enfermara Sofía, apareció este chicuelo encantador en su casa, le hizo gracia su tan grande entereza para su corta edad; lo hospedó como a un nieto más que como a un hijo y cuando Sofía enfermó la cuidó como nadie lo habría imaginado, con más
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dedicación que una hermana de la caridad y sin faltarle una sonrisa ni una broma. Luego de sus funerales buscamos al pequeño en todas partes todas las amigas de Sofía, que éramos las mismas de María Rosa. Cada cual tenía sus motivaciones para acoger a Rafael, para gratificar al desaparecido Samuel o aliviar un tanto la conciencia. Pero pasaron los días y las semanas y nada… jamás volvimos a saber de él. Tampoco en casa de Sofía faltó nada, ni un botón, ni un anillo, nada. Sus numerosos hijos vinieron del extranjero y ofrecieron sus alhajas a quien ubicara a Rafael cuando supieron que fue el único que cuidó a su madre. Varios dejaron dirección, teléfono y todo tipo de encargos, incluso poderes
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notariales con la intención de adoptarlo, pero en vano. Ya hacen seis meses y no aparece. He tenido intenciones de escribirles a ver si adoptan en su lugar a Ismael. Llegó ayer a mi casa. Encantador el chicuelo, tiene unos ojos vivaces, su andar ligero y suave. Cuando vinieron a visitarme mis amigas me pidieron que no lo albergara, que lo llevara a la iglesia, que pidiera información a la policía, en fin, tantas cosas. Lo que ellas no saben es que al enterarme de mi cáncer pedí y junté fuerzas dentro de mí, llamé en voz alta y muy vehementemente a Samuel y a Rafael para que volvieran… Sonó la puerta tres días después y ahí estaba ese ángel, gnomo o no importa qué -cuidador
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de ancianas, guardián de la alegría- gallardo como un pequeño príncipe.
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…Sólo quedaba
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S
ólo quedaban tres… y habíamos sido tantos, unidos y queriéndonos como si fuésemos hermanos. Los
otros habían seguido cada cual su camino, prometiendo todos dar señales, escribir contando
sus
aventuras,
alegrías
y
sinsabores, sin importar que fuesen no sólo éxitos, los que quedábamos les daríamos
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apoyo… moral y económico si fuese necesario. Pero el orgullo al parecer era más fuerte, ya que después de algún tiempo nos fuimos percatando que las noticias sólo eran de logros, éxito, fama y fortuna… amores… De los que no escribieron nunca… de esos supimos que algunos murieron en su intento, murieron dejándose morir o luchando fieramente. No todos, Pablo, por ejemplo, sigue luchando, pero aún no escribe, lo mantiene el orgullo, pues no logra a pesar de todo, la humildad suficiente para encontrar el éxito o asumir la derrota. Desde aquí comienza uno a ver tan claro… Ojalá esa claridad de pensamiento la tenga yo cuando me toque enfrentarme a la aventura.
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Y esa humildad que encuentro tan necesaria para tener éxito, sea más fuerte que mi propio y grande orgullo. Porque ya veo que eso es lo que me mantiene, no la fortaleza interna que enarbolé al comienzo. Si hubiese sido así, distinto se habría presentado el panorama y mucho tiempo atrás habría tomado el camino de libertad soñado. Pero quizás se va acercando el momento, atisbo por lo menos el cielo azul y de vez en cuando el lucero de la tarde… Y hoy por vez primera oí lo que podría ser la música de las esferas. He mirado, una vez más, mis manos y ya no están iguales: la línea de la vida que tenía tan corta en ambas, en la derecha se ha alargado. No puede ser idea, es tanto el
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tiempo que he tenido para estudiarlas. Si al menos hubiese tenido un libro entre ellas, o una herramienta, aunque a veces vislumbro que tuve en otro plano un cincel y un martillo para moldear y pulir esta piedra tan bruta que he sido. Tuve además todo el tiempo del mundo… un grupo de hermanos y el silencio. Si hago memoria, en un comienzo todo era angustia, un continuo agredirse y agredir y luego casi como milagro y sin darnos cuenta, una comunión, con dios, con dioses y con el Padre Nuestro. ¿Sería eso lo que nos llevó a la aceptación y al amor? Y sin herramientas casi, con las solas manos y Su voluntad tal vez, comenzó el trabajo.
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Tu condena, Pedro, era por 15 años. ¿Y la tuya Andrés, también se redujo a la mitad de seis? La mía, descubrí recién que de eterna o perpetua quedó en cero hoy. Y los veinte años que llevo sufriendo pasaron, no en vano, pero pasaron al fin y de algo más soy libre. Puedo intentar ver con otros ojos, como un recién nacido y echar a andar, a andar, gateando tal vez en los comienzos y quizás, quizás… con cierta suerte, balbucear. Y en el recinto que se cierra de momento, sólo quedan tres… Francisco,
el
más
humilde,
quien
permanecería allí hasta que el más fiero lobo fuese domesticado… ya me has domesticado a mí…
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Cristóbal, me salvaste de la tormenta y de las aguas… fui tu más pesada carga… ¿Y tú? ¿Quién eres tú? En silencio siempre, alerta y transparente como un niño, comprendiendo todo y a todos, alentando con el gesto y la mirada… Sólo quedaban tres... Vosotros, ¿Quiénes sois, que me seguís los pasos? Sólo quedaban tres… … Solo quedaba.
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La confesiรณn
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D
esde lejos divisé a Lucía, buena moza como siempre, con su aire
jovial, me alegró volver a encontrarla. En el momento en que nos abrazamos pasaron dos mujeres jóvenes a nuestro lado, una le decía a la otra “Ven a la casa, allí podemos tomar un trago y conversar tranquilas, yo le doy un Diazepan a los niños y no nos molestarán.” Cuando solté a Lucía, ésta estaba pálida… demudada, la invité a un refresco, en realidad
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necesitaba un estimulante, pero no me atreví a mencionar la palabra café. Nos tomamos uno sin embargo, conversando de mil cosas. Poco a poco se fue dispersando la gente y se fueron apagando nuestras voces. Yo sabía desde la época en
que
trabajábamos juntas que no tenía hijos y que su esposo había fallecido en un accidente, pero si poco o nada hablaba de los demás, con mayor razón no lo hacía de sí misma. Ágil,
simpática,
siempre
dispuesta
a
colaborar, era querida por todos y nunca hasta hoy la había visto triste ni alterada. ¡Por supuesto
que
era
poco
edificante
la
conversación que escuchamos! Pero, ¿Puede llegar a perturbarnos de tal manera la irresponsabilidad de otros?
Si
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nada podemos hacer para corregirlo, si no está en nuestras manos hacerles tomar conciencia, al menos debemos hacer lo único que está en nuestro poder y actuar en consecuencia: Serenarnos y no permitir que nos altere nuestro comportamiento. Al parecer dije en voz alta lo que estaba pensando, porque Lucía se rehízo como tocada por una varita mágica. -
Disculpa,
Regina,
te
debo
una
explicación. No lo creí necesario, se lo hice saber. -
Escúchame, por favor, por algún
motivo especial estuviste a mi lado hoy. Fue un golpe muy fuerte y probablemente sin tu presencia no lo habría resistido. Te debo al menos una explicación.
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Fue más bien una confesión que una explicación. Así lo sigo sintiendo. - Tuve dos hijos de mi matrimonio con Hernán - continuó Lucía - y cuando murió quedé muy mal y por largo tiempo. Muchas veces tomé estupefacientes para lograr dormir y efectivamente eso hacía… días, noches, durante meses los pasé durmiendo. Los niños estuvieron muy botados… un día llegó mi suegra con un abogado… y se los llevaron. Hasta yo me convencí que estarían mejor con ella. Poco a poco el tiempo fue mitigando mi dolor y con ayuda de médicos logré reponerme. En ese tiempo nos conocimos, cuando comencé a trabajar en la Compañía. Pude mantener mi hogar, rehaciendo mi vida,
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amándome, sintiéndome responsable de mí y de los niños, superando el aparente abandono de Hernán. Cuando ya tenía todo listo pedí recuperar la tuición de los niños, a los que veía una vez a la semana -por eso no me oíste hablar nunca de ellos- pero mi suegra se opuso tenazmente a devolvérmelos. Un día logramos ponernos de acuerdo para conversar y fui a su casa esa tarde, los niños dormían. Al comienzo pensé que sería una siesta… pasó mucho rato. Cuando insistí en verlos ella dijo, como al pasar, que no despertarían. Al ir al dormitorio vi en el velador un frasco de Diazepan. Había dopado a los niños para conversar tranquilas según ella… pero siempre quedé con la duda sobre
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sus intenciones y qué habría pasado si no los llevo a la clínica para un lavado estomacal. Después de eso los llevé a casa, amenazándola con denunciarla de intento de homicidio si trataba de quitármelos. No la vi más, a los pocos días supe que intentó suicidarse. Todavía duerme en un hospital. Me pregunté, Regina, qué habría hecho yo si muere mi hijo y me quitan los hijos de mi hijo… … Creo que intentaré verla.
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El transbordador
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E
ra una lancha grande, enorme
para sus pequeños años. La primera
vez le pareció asombroso paseo atravesar el río. Le bullía la sangre y sentía escapársele el corazón. Las mejillas coloraditas como jugosas manzanas y las regordetas manos no soltaban las del aún maravilloso papá, con la certeza de que a su lado nada malo le podría
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suceder. ¡Cómo se quiere y admira a los padres a esa edad! También
la
segunda
travesía
fue
emocionante. Distinta, tan distinta, pero igualmente emocionante. Habían pasado seis meses desde que su padre la dejó en el internado y mató la inocencia. No fue él quien la fue a buscar donde las monjitas. Fue Diego, el mozo de la casa y anocheció mientras esperaban la barcaza. Tendremos que dormir aquí esta noche, Lerita, dijo el muchacho, y el corazón pareció escapársele a la niña. Se sobresaltó y rogó con toda su alma que la balsa apareciera y cuando a los pocos minutos llegó, supo que no habría podido fallar. Años después lo recordaría como un milagro.
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Diego la pasó a ver al internado, lo habían enviado a saber noticias suyas y con una encomienda, pero las monjitas le pidieron que la llevara a casa, estaba muy enferma, grandes llagas purulentas abarcaban su espalda y aunque le curaban y daban medicamentos, no lograban sanarla. No se quejaba ni lloraba Lerie, no oponía resistencia, jugaba incluso como las demás niñas, sólo que en las noches mojaba la almohada y los ojitos se le fueron poniendo rasgados de tanto contener el llanto. Al subir a la barcaza comenzó a llover torrencialmente, y a pesar de la lluvia y de que se le entró el habla, no se acordó del dolor con la alegría de volver a casa. Al llegar al otro lado del río, en una cabaña de
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labriegos le prestaron un chamanto y un sombrero después de hacerle beber un gran tazón de mate con leche para que no se resfriara. Había arreciado la lluvia y cerrado la noche, sólo se abrió un resquicio junto con la puerta del hogar, que se cerró muy luego cuando la hicieron pasar a la cocina sin que nadie le hiciera una caricia. No la reconoció su madre, ni la abuela, tampoco sus hermanos, sólo el perro movió la cola, ladró un poco y dio un brinco de bienvenida. Luego vino la reacción de alegría de los demás, el baño reparador y una sopa caliente. En el baño la madre se percató de las heridas de la piel, de la carne… De la otra herida cruel de ese viaje hacia el internado, del
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abuso de que fue objeto nunca nadie se enteró, ni Lerie siquiera, quien la dejó en el subconsciente, relegada para no derribar la imagen. No había huellas, ni señales, sólo que se borró la sonrisa de Lerie para siempre y llegó a su casa como a un lugar extraño donde ya no pertenecía.
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Reencuentro
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H
abía pasado mucho tiempo y lo
tenía olvidado. Resguardado entre
dos ladrillos de la chimenea que no se utilizaba para no contribuir con la polución ambiental, esperaba el momento preciso para que lo recordara o para hacerse recordar… Sí, después de analizar pienso que no fui yo quien recordara su existencia, él fue quien
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se hizo presente y reapareció en mi vida cuando quiso. ¿Cómo se desprendió el retrato de la abuela, soltó el ladrillo y vino a caer a mis pies? ¿O fue la abuela quien hizo llegar a mi vida un rayito de sol en este año sin primavera? Lo extraño fueron los golpes previos… Tres golpes secos, como si alguien hubiese golpeado desde afuera, por tres días consecutivos. Las tres veces me armé de valor,
me
persigné
por
si
acaso,
asomándome. No había relación en todo caso, los golpes eran en la chimenea que colindaba con el garaje, nadie había en él y estaba cerrado. Nadie había afuera tampoco. La abuela habría dicho que era un ánima o un
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aviso, pero aviso fue que cayera su retrato, soltara el ladrillo aquél después de veinte años en cementado y cayera el cofrecito que me regaló Lewis el último cumpleaños. Después de enterrarlo a él y de llorarlo, llegué a casa, puse junto al anillo su retrato y lo enterré por segunda vez… y no lloré más. Ayer, después de la primera visita al médico desde que la abuela se fue, confirmándome el diagnóstico que yo me hiciera, mencionando unos tres meses de vida, en la soledad, sin pena ni alegría y nadie a quien manifestárselas por último, me senté a leer (y a orar quizás). Me hizo volver la cabeza el ruido que hicieron el retrato y el cofre al caer, anunciando que pronto estaré nuevamente en los brazos de Lewis.
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No había llorado más, pero lloré y lloré.
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Caleidoscopio
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S
oñaba… ¡por fin soñaba!... cada
noche
se
acostaba
llorando,
extrañando el paraíso donde quedaran los otros
componentes
de
la
familia,
preguntándose por qué justo a él lo llevaron al colegio de la ciudad, por qué querían que estudiara si era tan hermoso correr por el campo, cruzar los riachuelos, saltar sobre los troncos que limitaban la huerta, ver los
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trigales meciéndose para reverenciar a las amapolas, ir a pescar aunque fuera un resfriado en lugar de la ansiada trucha, caminar cimbrándose entre las liana que formaban islotes donde salía agua en las huellas que dejaban sus zapatos. Esos zapatos que eran la envidia de los hijos de los inquilinos que descalzos subían los árboles tan rápido que jamás logró alcanzarlos. Ellos seguían libres mientras el pequeño Benjamín estaba prisionero en el severo internado. Los altos y blanqueados muros pesaban como lápidas y al cerrar los ojos desaparecía toda vía de escape, hasta la puerta de los sueños. Y hoy… por fin soñaba. Resultó que ayer después de la última clase se escabulló detrás
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del anciano maestro de herbolaria y muy despacito ingresó en el santuario repleto de frascos y cambuchitos llenos de hierbas encontrando en el mesón largo como el invierno donde trabajaba, un cilindro con un agujerito por el cual se asomó a un universo nuevo,
colorido
como
la
primavera,
prendándose de tal manera que no sintió al maestro, no sintió las horas ni el hambre ni el sueño ni tan siquiera el miedo a la reprimenda que sabía segura si allí lo encontraban… Se hizo pequeño como un grano de sésamo y dentro del tubito sintió que estallaba en colores mientras resbalaba sobre los trocitos de espejo. Como un tobogán se dejó deslizar hasta llegar a la base transparente donde
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configuró arabescos de todas formas y colores. Dormido sobre el taburete lo encontraron a
la
mañana
siguiente,
aferrado
al
caleidoscopio y fue inútil intentar sacarlo de entre sus manos. …¡Por fin soñé...! Repetía en su delirio en la cama del hospital donde por fin abrió los ojos y el verse entrampado entre tubos y cables y muchas otras máquinas cerró sus ojos para que lo creyeran dormido, los cerró más firmemente que sus puños y cuando se apagaron las luces y el silencio de la noche cubrió de paz la sala se sumió nuevamente en el caleidoscopio, suavemente se deslizó en el tobogán de espejos y estalló en colores.
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A la mañana siguiente descubrió la simpática enfermera que el niño no estaba. Avisó a los médicos y guardó en su delantal un caleidoscopio que se llevó a su casa. Al otro día descubrió a su hijo jugando con un amigo nuevo llamado Benjamín. Todos dijeron
que
imaginario.
era
su
nuevo
amiguito
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Flores de Hibisco
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E
n principio mi viaje era a la costa; faltaban 10 minutos para la partida
del bus y aproveché de comprar a la pasada flores de hibiscos que me gustan tanto. Claro que estas eran disecadas, no podría llevarlas y conservarlas frescas en el consabido viaje. Subí con premura y me senté cómoda, me relajé, tomé una de las flores, la observé. Su
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lindo color rojo me fascinó, su forma caprichosa al estar disecada, sus pétalos alargados y sinuosos, su corola con un agujero en el centro donde debió ir el pedúnculo… la introduje en mi boca y la saboreé con deleite… ligeramente agria un tantito dulce y su textura carnosa y firme fueron poco a poco recobrando, mediante mi saliva quizás, la lozanía y frescura que tenían cuando las vi por vez primera en mi natal Jamaica. Hibiscos o flor de Jamaica colgaban cual campanas enormes y coloridas en cada jardín. De pronto me sentí absorbida por una fuerza de atracción incontrolable, por ese círculo faltante al centro de la corola e
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introducida a ese pedúnculo que me llevaba al tallo, a las hojas, a las raíces, sumiéndome en la tierra oscura y fresca, surgiendo niña e ingenua en el jardín de mi infancia. Jugué con la Maribel, con el Pancho, a las casitas, nos
mecimos en los árboles
jamaicanos y mi piel se volvió más blanquita. Fueron el sol y los años que me tostaron todita y hoy, en país extraño, es que me llaman negrita. De pronto fue todo un sueño y volví al bus costero con mi golosina en la boca y un dolor en el pecho. Mi vecino en otro asiento se acomodaba huyendo de la negrita que en su boca tenía un hibisco entero, con corola, hojas y ramas y pistilos en los ojos que colgaban cual
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pestañas y la tierra oscura y muelle que tomaba forma humana. Regué con lagrimitas con poca sal, por ser abundantes, mi flor para que esté fresca y en mi soledad me acompañe. Una niña blanca y rubia con su almita aún limpia se acercó con risa leve, acarició mis flores, dijo que son bonitas, acercando su carita dio un beso en mi cara morena, preguntó de dónde era y al responder ¡jamaiquina!, le entregué una golosina contándole de las flores que embellecen y dan colores a quienes viven lejos de sus hogares.
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Viaje a San Francisco
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E
n el avión se nos brindó toda clase de comodidades haciendo del viaje una
continua fiesta, con el beneplácito de la mayoría de los viajeros que se sentían “reyes y reinas por un día”. A decir verdad, más que vuelo en avión a mí me parecía un vuelo con drogas o una feria de diversiones. Y sin embargo fue un viaje singular, lo había ideado para relajarme,
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necesitaba paz, ese silencio interior que requiere el aprendizaje y que aunque no lo tenía muy claro, cuerpo y mente me decían que era necesario. Quedé sentada junto a un oriental, para mí - lega en asuntos raciales - chino, japonés coreano o tailandés y que me disculpen si tienen discrepancias entre ellos, es lo mismo. Luego supe que era chino, hombre de negocios, agradable, sabio y sereno como buen chino. Iba como yo a San Francisco, me preguntó por qué escogí ese destino, sonriendo ante mi respuesta de que era el Patrono de la Naturaleza, el Protector de los animales. San Francisco hablaba con ellos y yo necesitaba tanto comunicarme con mi parte animal,
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entenderla, captar sus necesidades, acogerla. ¡Tanto había renegado de ella, tanto la había negado que tenía una disociación muy grande y una continua angustia! Mi compañero de viaje comentó que había estado allí muchas veces, ciudad hermosa dijo, de tierra fecunda, de frutos insuperables y apreciados en el mundo entero. Se ofreció para servirme de guía y como su presencia me daba calma y transmitía serenidad, acepté encantada. En un barrio apartado, el más bello quizás, y sobre una especie de suave colina, nos adentramos en una finca, con parques muy cuidados, arroyos, puentecitos, jardines perfumados y añosos árboles. En un jardín interior y alrededor de una laguna, jugaban
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cinco niñas, todas de blanco y en medio de blancos narcisos, sus figuritas distinguidas, sus ojitos rasgados, entre ingenuas y alegres, las hacía parecer recién salidas de un cuadro de Botticelli, aunque no sé si Botticelli pintó alguna vez ángeles chinos o japoneses en sus cuadros. Al salir de la finca nos encontramos con la que supusimos era la madre de las niñas. Muy joven, con traje típico, hermosísima dentro de la serena tristeza que reflejaba su rostro. Nos explicó en su precario inglés y más por señas que por lenguaje hablado el porqué de su preocupación. Había extraviado su pasaporte, lo que significaba mucho más que eso, sin este documento no podría asistir a ninguno de los actos oficiales, a recepción
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alguna en otras embajadas y además era imposible,
dado
el
sistema
conseguir
prontamente otro. La consoló mi amigo con ternura y le aconsejó que siguiera buscándolo con calma. Atardecía cuando nos despedimos, nos pidió que dejáramos cerrada la puerta y al salir dimos con ella en las narices a un hombre, más pobre de espíritu que de oro, que pretendía entrar, dejándonos la incógnita del por qué se le negó de este modo su ingreso a ese paraíso. Se nos hizo de noche en el paseo de regreso, nos encontramos en el barrio chino, con carteles colorinches de un gusto incomprensible para el occidental y en una calle con casitas pequeñas, muy decoradas y
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coloreadas de rojo y oro, más bien cabinas, una al lado de la otra y en las cuales cualquier intento de hacer vida de hogar sería vano. Se habrían visto hermosas quizás en una playa donde luego de bañarse todo el día, de jugar paletas, de correr y trotar, lo único que quieres en la noche es descansar, pero aquí resultaban paradójicas. La ciudad dormía, paz y quietud en el barrio chino y en el suelo tirados, una zapatilla de levantarse y un par de aros dorados estaban entre dos cabinas; luego de tomarlos, mi amigo golpeó la puerta de la cabina de la derecha, un chino viejo, gruñón y adormilado nos respondió que no eran suyos, no cabía duda ¡ni nadie más en la cabina!
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Luego nos iríamos comentando que lo más probable es que su sueño perturbado le restó el descanso necesario después de una dura jornada en un restaurant chino. En la siguiente puerta tuvimos más suerte, una chinita joven y pizpireta respondió feliz que sí, que eran de ella, que en su rabieta, más juego que rabieta en realidad, se las tiró por la cabeza al galán de turno. Y era real su alegría, tanto que cuando le contamos la necesidad de conseguir un pasaporte cedió feliz el suyo colocándolo en un primoroso estuche de terciopelo indicándonos que a ella le sería fácil conseguir otro. De madrugada casi retomamos el camino hacia la finca.
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Segunda visita
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N
os
acogieron
con
calidez,
la
invitación a pasar el día en la finca
comenzaba con el desayuno, nos esperaban la mesa puesta y la armonía habitual, anunciándonos un día renovador. La conversación grata y liviana al comienzo fue haciéndose cada vez más selecta y profunda, había cosas que mi
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instinto me decía que algún día podría -tal vez- llegar a comprender. La frase bíblica “el que tenga ojos para ver y oídos para escuchar” vino a mi recuerdo y ya que me sentía sorda aún, me levanté calladamente tratando de parecer también muda. Caminé disfrutando de lo que estaba a mi alcance -la maravilla de los prados y el rocío que el sol aún no evaporaba- me acerqué a la laguna donde el agua cuna de peces multicolores, lotos y jacintos de agua, estaba llena de burbujas. “Burbujas, Tantas burbujas En mi manantial antes sereno…”
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Así comenzaba un poema que intenté escribir al iniciar mi viaje, tratando de ordenarme llevando al papel la inquietud de mi mente, de traducir en palabras algo tan sin traducción como es el sentir interior. Las ideas, las opiniones, los asuntos externos eran las burbujas que perturbaban la paz de mi manantial. Seguí caminando y adentrándome en senderos algo más intrincados. Me encontré de pronto con el hombre aquel, ese pobre de espíritu al que dimos con la puerta en las narices el primer día que estuvimos en la finca, quien trabajaba con una actitud tan devota y humilde la tierra, que más parecía estar orando.
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Aún así no se molestó con mi interrupción, le recordé la forma en que nos conocimos y sació mi curiosidad contándome que luego de un nuevo intento por entrar y después de explicar sus motivos para llegar allí, le permitieron quedarse a trabajar la tierra. Me invitó a seguirle, llegamos a un sitio donde seguramente y si hurgábamos un poco, encontraríamos a la Bella Durmiente, ya que cien años por lo menos había permitido crecer la maleza en esa forma inextricable. Sin decir una palabra me tendió un azadón y casi como jugando comencé a adentrarme, despacito… despacito… Fui tomando valor y me hice una con la maraña de maleza, mi trenza se soltó. Más tarde alguien me diría que, mirada desde
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afuera, pasaba desapercibida ¡y eso que ni siquiera estaba vestida de verde! Solté el azadón, la maleza alta la fui arrancando de a poco con las manos, luego de descubrir que así salía más fácil, pero más abajo, donde el sol aún no había alcanzado a evaporar la lluvia del día anterior, estaba resbaladiza y suave como el jabón y solamente enredándola entre mis dedos podía arrancarla. Enredándola, enredándola… así fue sucediendo con mi vida, se fueron enredando cosas aparentemente de fácil solución, que se me escapaban y en mi cabeza, como ahora mi cabellera y la maleza, luego de enredarse pudieron recién ser arrancadas limpia y suavemente.
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No me di cuenta del paso del tiempo, cuando llegó la hora de almorzar estaba cansada físicamente, pero por dentro, fresca y alegre, ¡empapada de verde! No indagaron el porqué de mi inapetencia ni de mi silencio, saboreé el resto del día mi comunión con la naturaleza agradeciéndoles desde lo más profundo su respeto a mi descubrimiento.
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AGRADECIMIENTOS A Luis Weinstein, quien me hizo retomar el hilo de la escritura y hacer de este libro algo posible. A Laura Caballero (Laurita) quien donó los marcadores además de prologar el libro. A María Alicia Pino (Malicia), mi editora, quien puso la magia al diseño interior y de portada.
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INDICE
Prólogo
9
Aislándose
13
Una pelota de futbol
19
… Él
27
Sólo quedaba
34
La confesión
41
El transbordador
48
Reencuentro
54
Caleidoscopio
59
Flores de hibisco
65
Viaje a San Francisco
70
Segunda Visita
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SANTIAGO DE CHILE, 2018
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