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ÁREAS NATURALES PROTEGIDAS
En 2017, estando a la cabeza del sector ambiental en el estado de Quintana Roo un controversial exdirector regional de la CONANP, surgió la propuesta de establecer un Área Natural Protegida sobre la Laguna de Bacalar. Las comunidades no habían terminado de respirar por el cansancio que implicó pelear contra la tríada y la opinión pública manipulada por la tríada cuando ya tenían una ANP a punto de ser montada sobre la Laguna. Esta propuesta fue promovida unilateralmente por Luisa Falcón, otra vez, del Instituto de Ecología de la UNAM, como ella misma lo estableció en una entrevista periodística, dado que ya había fracasado en su intentona de liderar la propuesta de sitio Ramsar entre 2011 y 2014. Esta propuesta era aún más ambiciosa que la del sito de Ramsar, que era ambiciosa de por sí. La ambición de las propuestas de colocar territorio bajo el esquema de área natural protegida, propuestas que comenzaron en 5,893 hectáreas como sitio Ramsar, para 2017 se habían convertido en 219,000 hectáreas en ANP, con territorios comunitarios y privados, incluidos.
Lodger Brenner, en su artículo de 2010, “Gobernanza ambiental, actores sociales y conflictos en las Áreas Naturales Protegidas mexicanas” ejemplificaba la forma en la que las comunidades y actores locales no son considerados como actores capaces de decidir, analizado desde lo que sucedió con el establecimiento y administración de la Reserva de la Biósfera de Sian Ka’an, pero aplicable a todas las demás ANP mexicanas. En su investigación los actores de la tríada consideran que la solución de un problema socio–ambiental, como la gestión eficaz de una Reserva de la Biosfera, es responsabilidad exclusiva y preponderante de uno o varios actores particulares – miembros de alguno de sus grupos-, los cuales deben lograr ciertos objetivos, apoyándose en una gama de recursos de poder político, económico, social y moral a su alcance. Para ellos "el resto de la sociedad" es considerado como un conjunto de actores influenciables, sin capacidad ni legitimidad para evaluar la naturaleza o la severidad de los problemas ambientales; y mucho menos para resolverlos, lo cual no sólo
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merma la legitimidad de las ANP mexicanas, sino que también afecta su eficiencia.
Si se habla del turismo como eje rector para crear ANP bastará con leer los documentos coordinados o escritos por Gustavo Marín Guardado (2012 y 2015) para percatarse que el turismo como eje rector del establecimiento de un ANP ha comprobado ser perjudicial para las comunidades locales porque la revaloración de la tierra y los recursos naturales que quedan dentro de las ANP tiene desde luego importantes repercusiones económicas, sociales y ecológicas en la vida de las comunidades involucra-das, ya que estos espacios se vuelven objeto de codicia por parte de los grandes capitales y los gobiernos. En sus investigaciones expone como en las últimas décadas, en países en vías de desarrollo, grandes extensiones de territorio que antes pertenecieron a comunidades indígenas, sociedades campesinas o grupos de pescadores, han pasado a ser propiedad de inversionistas, empresas comerciales, o bien, han pasado a ser espacios administra-dos por organizaciones internacionales o dependencias del gobierno. Lo cual en gran parte tiene que ver con la puesta en marcha de políticas y programas de desarrollo, turísticos y de conservación ambiental, a través de los cuales organizaciones mundiales, instituciones de estado y particulares logran tener el control de estos territorios. No soy la única que se dio cuenta de esto ¿ven? Zizumbo-Villarreal, en 2012, exponen que la creación de Áreas Naturales Protegidas en México es resultado del proceso de refuncionalización de las zonas rurales, a partir del cual se busca terminar con la producción campesina de alimentos, para dar paso a actividades económicas que aparentemen-te usan como principio la sustentabilidad, con la que se pinta de verde el capitalismo y se justifica el proceso de despojo de recursos y expulsión de pobladores rurales originales, argumentando que se les restringe el uso tradicional en pro de la conservación del territorio y los recursos naturales para luego poder pasarlo a manos de inversionistas con grandes capitales. Las Áreas Naturales Protegidas (ANP) han sido desde hace décadas la solución más cómoda y conveniente para los que abanderan la sustentabilidad forzada y tendenciosa hacia lo ecológico, sin considerar ni respetar los otros dos pilares de la sustentabilidad, lo social y lo económico para las comunidades que restringen. Porque los beneficios sociales y
económicos se reservan para los proponentes, promotores y las instancias que se quedan con la administración de las áreas, lo que les resulta un excelente negocio. Peor aún, para proponer una ANP las instituciones se alían con las ONG ambientalistas, los centros de investigación y las instituciones de educación, y hacen oídos sordos a los habitantes y a los usuarios tradicionales cuyo patrimonio queda cercenado. En México, las ANP están localizadas en territorios donde coexisten poblaciones humanas desde hace generaciones, donde existe patrimonio histórico, biocultural y económico de los pobladores históricos, pero se plantean, proponen y decretan como si fueran espacios deshabitados. En su investigación Robles-Zavala, lo describe claramente recalcando que las áreas protegidas no son una entidad aislada, establecida en un vacío, sino al contrario, están incluidas en un entorno ambiental, socio-económico, político e institucional y comunitario. Desde el inicio de la explosión del proteccionismo ambiental y las reservas, algunos investigadores de ciencias sociales comenzaron a observar que existía una combinación de factores que explicaban el aumento de la “preocupación mundial por los espacios silvestres” que surgían de preocupaciones éticas por la pérdida de ecosistemas naturales y de biodiversidad, pero que también estaban incentivados por la creciente disponibilidad de fondos internacionales para la conservación y la posibilidad de generar rentas por actividades que aprovechaban los espacios protegidos, como el turismo en las áreas protegidas. Otros incentivos para establecer ANP fue el transformarlas en armas políticas para las élites dominantes o como un canal para obtener ayuda financiera externa.
Con la creación de una estructura internacional con muchos millones de dólares en estímulos, y estudios como el valor económico de los servicios ambientales de los humedales – en dólares internacionales, se volvió real el riesgo de introducir voluntaria o involuntariamente incentivos perversos, en virtud de los cuales se crearon proyectos, instrumentos o políticas para apa-rentar resolver un problema de forma integral, pero generando en su lugar un problema adicional o empeorando el o los problemas ambientales, socia-les o económicos existentes. La generación de incentivos perversos forjados por el creciente mercado de los negocios verdes, lo ecológico, la conservación, el desarrollo sustentable, los fondos compensatorios para mitigar impactos ambientales y todo el mercado de
fondos que surgen alre-dedor, incluye no solo el pago directo a productores o propietarios de territorios, pero también el financiamiento de investigadores, ONGA y agencias gubernamentales que fuerzan instrumentos, territorios y políticas ambientales a cambio del beneficio económico directo o indirecto por su “aportación”, “logro”, “trabajo” o “investigación”. En este escenario de incentivos perversos, las ANP nacieron de las estrategias ambientalistas neoliberales donde los procesos de privatización, comoditización (transformar algo en una cosa con precio), desregulación y reregulación, característicos del neoliberalismo, se manifestaron en el ámbito de la conservación a través de fenómenos como el crecimiento de las organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales y de investigadores que recibían muchos beneficios a cambio de proponerlas y respaldarlas; la creación de nuevas mercancías in situ y de actividades económicas que sustituían la falta de acceso a los recursos (ecoturismo, pago por servicios ambientales, bioprospección, certificación, productos forestales no maderables); la aportación de capitales a ONGA para la compra de tierra para ponerla al “servicio” de la conservación en áreas naturales privadas; la incorporación de tierras privadas a áreas protegidas propiedad del Estado sin consentimiento de los propietarios; la creación de fondos y fideicomisos privados para la conservación; el establecimiento de productos financieros y la horda de desarrolladores de mercados de carbono que se llevan una parte – a veces enorme – de bonos, acciones, créditos de compensación (offset) - y la disminución de la presencia del Estado en la práctica de la conservación beneficiando a grupos particulares de allegados que se hicieron de los incentivos promovidos por las instituciones, así como su alianza con ONGA, empresas privadas, comunidades e instituciones multilaterales para la ejecución de proyectos de conservación (Igoe y Brockington, 2007). En México, los miembros de las comunidades tenían no solo el enojo del abuso de poder de las autoridades que querían disponer unilateralmente de sus territorios, sin respeto a la posesión histórica que la Nación, represen-tada por el gobierno, les había concedido mediante decreto en algunos casos desde la década de los 1930; la falta de respeto de los promotores por sus legados bioculturales, aunado a la preocupación de la ineficiencia burocrática y la corrupción de las agencias responsables de las ANP, su red de actores “influyentes” y sus verdaderas intenciones. Para esto último solo bastaba revisar algunas fechas en las reservas decretadas