EDITORIAL Redacción Mamut
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En la naturaleza misma de la literatura fantástica reside el conflicto entre fuerzas contrapuestas: dualismos, planos de realidad distintos, polos opuestos que a menudo se encuentran y con frecuencia chocan en un territorio fronterizo neutral, un umbral donde todo se mezcla, se complementa y se confunde y que nos permite cuestionar nuestro concepto de realidad y, por lo tanto, de nosotros mismos. El umbral es, como todas fronteras, un espacio dinámico, un portal, un pasaje de un mundo a otro, de una dimensión a otra, de un estado cognitivo a otro. En este número os ofrecemos unas reflexiones y unos cuantos ejemplos de la variedad de representaciones del umbral en la literatura fantástica y en el arte. Empezamos con una sección especial dedicada a los orígenes de lo fantástico en Italia. Hemos escogido cuatro cuentos de cuatro autores distintos, activos entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX y que nos presentan cuatro visiones muy distintas del umbral: "Un caso de sonambulismo" de Luigi Capuana, explora el potencial adivinatorio del inconsciente sobre la realidad; "La novia del esqueleto" de Emma Perodi, recupera motivos folclóricos para modelar, con tonos sorprendentemente macabros, una relato que se mueve entre la vida y la muerte. Un tema similar es adoptado también por Grazia Deledda en "Un grito en la noche", readaptando el motivo universal de la danza macabra a una historia de terror y remordimientos. Por último, Luigi Pirandello inserta el objeto liminal por excelencia, el espejo, en una delirante historia sobre un hombre que descubre tener un terrible poder. Dualismos y compenetración de extremos son temas básicos en la investigación mística de William Blake, genial poeta y pintor romántico del cual hemos elegido unas imágenes que simbolizan la relación entre bien y mal, paraíso e infierno, cuerpo y alma, según la peculiar y anticipadora visión del artista. Seguimos explorando fronteras con dos cuentos de Maria Antònia Martí y Almijara Barbero. Ambas autoras han participado en la antología Alucinadas II, dedicada a escritoras de ciencia ficción. "El monje Abe Takata y el diablo" de Maria Antónia Martí está empapado de tradición popular japonesa y nos propone una peculiar relación entre un monstruo y un monje budista. "El faraón en su tumba" de Almijara Barbero es un insólito relato que emplea el tema del viaje en el tiempo de manera original e ingeniosa. Volvemos a la imagen a través de una selección de ilustraciones de mitos, cuentos de hadas, relatos fantásticos y literatura infantil, realizados por cuatro artistas excepcionales: Arthur Rackham, John Bauer, Virginia Sterrett y Walter Crane. Si aún no lo conocíais ahora es el momento para redimirse. Nos ha sorprendido la calidad de algunos de los escritos que nos han llegado y que estamos orgullosos de presentar en la sección Salen de la oscuridad: "Cuento romántico de rabos y colmillos" del autor italiano Massimo Soumaré y que ilustra el artista japonés Ryo Kanai; el espeluznante relato "El niño del ojo blanco" de Francesc Barrio; y el sugerente y nostálgico poema de Sandra Gasparini "El agua de Marte". Finalmente, acabamos nuestro peculiar viaje con la tercera entrega del tratado histórico filosófico de Philip Rohr De masticatione mortuorum dónde el autor sigue buscando explicaciones al resurgir de los muertos de sus tumbas.
NÚMERO 3 Umbral
2 EDITORIAL
52 EL FARAÓN EN SU TUMBA
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#1 FANTÁSTICO ITALIANO
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LO FANTÁSTICO
58 #3 ILUSTRADORES
ITALIANO: Entre
FANTÁSTICOS 60 ARTHUR RACKHAM
por Raul Ciannella
66 JOHN BAUER
12 UN CASO DE
72 VIRGINIA FRANCES
SONAMBULISMO
STERRETT
por Luigi Capuana
78 WALTER CRANE
22 LA NOVIA DEL ESQUELETO
86 #4 SALEN DE LA
por Emma Perodi
OSCURIDAD
28 UN GRITO EN LA NOCHE
88 CUENTO ROMÁNTICO DE
por Grazia Deledda
RABOS Y COLMILLOS
32 SOPLO
por Luigi Pirandello
3
scapigliatura y verismo
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por Almijara Barbero
por Massimo Soumaré
105 POEMA:
El agua en Marte
39 MICRONOMICÓN:
por Sandra Gasparini
A un marciano de
106 EL NIÑO DEL OJO BLANCO
turismo en la Tierra
por Maria Antònia Martí
112 CATÁBASIS
por Francesc Barrio por Raul Ciannella
40 #2 WILLIAM BLAKE
El matrimonio entre
118 #5 LIBER ANTECESSOR
paraíso e infierno
120 LA MASTICACIÓN DE LOS
48 EL MONJE ABE
MUERTOS (PARTE III) por Philipp Rohr
TAKATA Y EL DIABLO
por Maria Antònia Martí
125 BESTIARIO
Caspar David Friedrich, Abtei im Eichwald (Abadía entre los robles), 1809 o1810, óleo sobre lienzo. Museo nacional de Berlin.
Fantástico
#1
Donde os introducimos en los orígenes de lo selección de relatos de Luigi Capuana, Emma
I TA L I A N O
o fantรกstico en Italia y os proponemos una a Perodi, Grazia Deledda y Luigi Pirandello
LO FANTÁSTICO ITALIANO Entre scapigliatura y verismo
por Raul Ciannella
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i aceptamos la definición generalizada de fantástico como la irrupción en un mundo similar al nuestro de un acontecimiento imposible de explicar según las leyes de dicho mundo, y situamos sus orígenes, como afirma Remo Ceserani, entre finales de siglo XVIII y principios del siglo XIX, cuando la literatura gótica se convierte en un «modo letterario nuovo e tipicamente ‘moderno’» (Ceserani 1996: 100), no encontraremos aportaciones significativas en Italia hasta la primera fase de unificación italiana, gracias a las primeras experimentaciones de los scapigliati1. De hecho, este movimiento de jóvenes artistas y literatos del ambiente intelectual milanés sacude el panorama cultural italiano con una carga de rebeldía, transgresión y provocación, rechazando la vida industrial-burguesa (a la cual, por otra parte, la mayor parte de sus miembros pertenece) y en oposición al arte paternalista, moderado y ético-pedagógico propugnado por Manzoni, presentándose como máxima encarnación de los desencantos que la realidad político-social
postunitaria oponía a los gloriosos ideales del Risorgimento. El núcleo principal del movimiento estaba formado por Emilio Praga, Igino Ugo Tarchetti, los hermanos Arrigo y Camillo Boito, Luigi Gualdo y Carlo Dossi, a los cuales se añadieron desde Piamonte, Giovanni Faldella, Roberto Sacchetti y Edoardo Calandra. Se trata de un grupo heterogéneo, tanto por procedencia como por poéticas, faltos de coherencia y de un proyecto unitario, aunado, sin embargo, por una conciencia común sobre la «inconciliabilità dell’estro creativo con un sistema sociale che svilisce l’attività intellettuale e deprime i valori disinteressati dell’arte» (Rosa, 1997: 23). Denuncian, pues, lo que Baudelaire definió la perte d’auréole del artista, su marginalidad en la sociedad contemporánea donde todo es mercantilizado, pero también la falta de modelos culturales nacionales alternativos al ya obsoleto y didascálico Manzoni. Su afán de innovación y experimentación les empujan paradójicamente a volver la mirada hacia ese romanticismo nórdico
Casi todos los exponentes de la scapigliatura exploraron el territorio de lo fantástico, aunque en diferentes grados y matices. Sin embargo, su más asiduo y fiel cultivador fue sin duda Igino Ugo Tarchetti. Nacido cerca de Alessandria (Piamonte) en 1839, su vida está marcada, como la de la mayoría de los jóvenes de su generación, por la actividad militar, a la cual se acompaña una condición física precaria que, en 1865, lo lleva a Milán. Aquí, conoce a los miembros de la scapigliatura y empieza una intensa actividad de colaborador con numerosas revistas y periódicos para los cuales escribe reseñas, artículos, ensayos críticos y cuentos. Toda la frenética actividad de Tarchetti se concentra en tan solo cuatro años, hasta 1869, cuando la tisis acaba definitivamente con su vida y no le
Asiduo lector de la narrativa extranjera, se apasiona sobre todo por los temas fantásticos, macabros y visionarios que encuentra en escritores como Hoffmann, Poe, Gautier o Nerval, en los cuales se inspira (rozando a menudo el verdadero plagio) para componer sus obras. A veces, y más bien por razones económicas, el plagio es descarado, como en el caso de The Mortal Inmortal (1833), el relato de Mary Shelley que Tarchetti tradujo y publicó con su nombre en dos ocasiones: la primera en 1865 bajo el título «Il mortale immortale (dall’inglese)» en la Rivista minima; la segunda en 1868 bajo el título «Elisir dell’immortalità (imitazione dall’inglese)» para la revista Emporio Pittorico (Venuti, 1999: 215). Tarchetti se apropia de mecanismos temáticos, narrativos y estilístico-formales que encuentra en sus ávidas lecturas de obras extranjeras, y las reelabora según sus propios gustos y necesidades, imponiéndose como «il più originale narratore della scapigliatura ed il maggior scrittore di genere fantastico […] dell’ Òttocento italiano.» (Ghidetti, 1985: 16). Es frecuente, en sus relatos, el uso de recursos que favorecen un punto de vista subjetivo del protagonista (narrador homodiegético, empleo de la primera persona singular) que a menudo duda de lo que ve y de su propia integridad mental, y a través de cuya mirada la realidad descrita es distorsionada, revelando su estado psicológico, sus neurosis y sus obsesiones. En sus cuentos «irrompono il mistero, l’incubo, il soprannaturale, gli sdoppiamenti schizofrenici della personalità, o il precipitare nel delirio e nella pazzia» (Bonavita, 2005: 102). Acogiendo la lección de Poe e insertándose en las modas del momento, Tarchetti filtra las visiones, los delirios y la perturbación
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A pesar de sus divergencias formales y expresivas, la crítica literaria ha destacado el «dualismo» como rasgo común de la poética de los scapigliati, ese «permanere nell’oscillazione tra possibilità opposte, nel dubbio irrisolto intorno al valore dell’esistenza» (Lattarulo, 2000: xxiii). Este punto de vista común es simbólicamente sintetizado en la poesía homónima de Arrigo Boito2, que Emilio Praga definió poesía-manifiesto de la scapigliatura. En ese sentido, el movimiento italiano se acerca a esa tensión dialéctica ya presente en el cuadro socio-cultural europeo de la época. Así, no sorprende que una de las formas literarias más exploradas por los scapigliati fuera el cuento fantástico, el género más adecuado para sondear las fronteras entre dualismos: arte y ciencia, razón y locura, salud y enfermedad, pero también natural y sobrenatural, noto e ignoto, latente y manifiesto (Rosa, 1997: 30 y 78).
permite ultimar su novela, Fosca, que será terminada por su amigo Salvatore Farina. Sus obras serán publicadas póstumamente el mismo año, en varios volúmenes y antologías, entre los cuales señalamos Amore nel’Arte, Racconti Fantastici, Racconti umoristici y Fosca.
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de principios de siglo que la cultura italiana, plasmada alrededor del Santo Vero manzoniano, había rechazado. Al mismo tiempo adoptan modelos, formas y técnicas narrativas que proceden del extranjero. De aquí, «il culto che gli scrittori della scapigliatura professano per Hugo, Baudelaire, Nerval, Gautier, Murger, Musset, Richter, Hoffman, Poe.» (Rosa, 1997: 25).
de sus personajes a través de experiencias científicas o pseudocientíficas, como el mesmerismo o la hipnosis, junto a sesiones espiritistas y ocultistas. A pesar de la introducción de estos recursos poeanos, sin embargo, la prosa de Tarchetti resulta menos refinada y precisa de la del escritor americano, y se caracteriza más bien por un estilo más enfático y extremo, que reduce el efecto ominoso para tender más bien al patetismo y a los tonos melodramáticos3.
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La crítica ha subrayado a menudo el límite cualitativo de las obras de los scapigliati en relación con sus modelos extranjeros de referencia. Para Costanza Melani, la scapigliatura no fue capaz de reelaborar los modelos de Hoffmann, Poe, Heine y Baudelaire en clave original, a pesar de intuir su fuerte carga de rebeldía y modernidad (Melani, 2006: c. III). Por otra parte, Giovanna Rosa remarca la incapacidad de estos escritores de ir más allá de una imitación formal y superficial, estando más interesados quizás en seguir la moda bohémienne más que en entender sus implicaciones profundas: «È facile esibire pose da maudit, frequentare i paradisi artificiali delle droghe, atteggiarsi a ribelli indomiti; ben più arduo è cogliere la sostanza intellettuale di cui tutto ciò altrove si era nutrito» (Rosa, 1997: 26). Aunque la autora encuentra una parcial justificación admitiendo que los scapigliati se movían en un sistema cultural frágil y pobre de ideas, donde el analfabetismo afectaba el 70% de la población. Por otra parte, hay que añadir que estos escritores vivían una paradoja ideológica (otro dualismo) entre la supuesta defensa del «arte por el arte» y las demandas de un mercado editorial volcado a secundar los gustos del público y del cual, como hemos visto en el caso de Tarchetti, los scapigliati eran un engranaje más. Sin embargo, la scapigliatura, con su carga vital e innovadora, con su intensa labor experimental en las formas narrativas, temáticas y lingüísticas, contribuyó a avivar una cultura nacional «malata di arretratezza e academismo» (Rosa, 1996: ídem) y favoreció la creación de un
sustrato sobre el cual podrán florecer en las siguientes décadas, y con el inicio del nuevo siglo, obras y autores más maduros e incisivos, y por los cuales la exploración de variantes del fantástico constituirá una herramienta expresiva fundamental. El verismo y la «tentación» fantástica: Luigi Capuana La experiencia scapigliata se puede considerar acabada ya a mediados de los años setenta, cuando el panorama cultural italiano acoge el modelo propuesto por la novela experimental de Emile Zola (aunque adaptándolo a su propio gusto y exigencias), y da vida al movimiento naturalista nacional llamado verismo. Como en el realismo francés, el verismo se propone un tipo de narrativa cuanto más fiel posible a una realidad que se supone objetivamente observable. Para ello, tiene que adoptar un «metodo scientifico e impersonale» mediante el cual componer «documenti umani» (Capuana citado en Bonavita, 2005: 105). La figura más eminente del verismo italiano fue el siciliano Giovanni Verga, que supo adaptar los recursos estilísticos y la poética zoliana para retratar la «realidad» de su tierra natal. Dejando de lado las teorías degeneracionistas y hereditarias presentes en el escritor francés, Verga se concentró sobre todo en el «método impersonal», para ocultar cuanto más posible la mano del autor, tanto que «l’opera d’arte sembrerà essersi fatta da sé» (Verga citado en Bonavita: 2005, 107). El éxito de Verga y de su amigo y compatriota Luigi Capuana, difundió el verismo en casi toda la península, aunque es posible denotar una concentración de sus mayores exponentes en el sur, sobre todo en la ya mencionada Sicilia, de la cual, a parte de Verga y Capuana, procedió también Federico de Roberto, y Nápoles, donde destacaron figuras como Salvatore di Giacomo y Matilde Serao. Si bien la poética naturalista parecería antitética respecto a la de otros géneros narrativos, como lo fantástico, la investigación de Monica Farnetti ha
Fuente: Wikipedia
revelado que en el arco temporal durante el cual se despliega el verismo (entre 1870 y 1890 grosso modo), la casi totalidad de sus representantes se dedicaron también a escribir relatos de este género. De hecho, las fechas de composición de cuentos fantásticos por escritores veristas «confermano pressoché perfettamente la tesi della coesistenza delle poetiche del vero e del Fantastico nella letteratura dell’ Italia post-romantica e fine-ottocentesca» (Farnetti, 1990: 9). Es difícil determinar una razón precisa por la cual se difunde esta actitud ambivalente entre los escritores veristas, pero es cierto que cuando hablamos de scapigliatura o verismo, u otras tendencias literarias, estas no se pueden considerar nunca como compartimientos estancos. La gran parte
Capuana es conocido y etiquetado habitualmente como escritor verista, gracias también al éxito de su novela Giacinta (1879) y sobre todo Il marchese di Roccaverdina (1901). Sin embargo, es escritor fecundísimo y transversal, lo que le permite compaginar la actividad de crítico literario con la escritura de prácticamente cada género cultivado en la época: dramas teatrales, literatura infantil y escolar, cuentos de hadas, relatos fantásticos en todas sus formas e incluso cuentos de ciencia ficción y utopías futuristas. Ya desde el principio, combina un acercamiento a la ciencia positiva con un interés por los fenómenos ocultos. Admira a Tarchetti, sobre el cual quiere escribir un ensayo crítico, y se dedica él mismo a practicar experimentos de hipnosis,
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Luigi Capuana en un dibujo realizado por Antonino Gandolfo.
Figura emblemática, en este sentido, es Luigi Capuana. Nacido cerca de Catania en 1839, perfecciona su formación literaria en Florencia para después trasladarse a Milán, bajo consejo del amigo Verga, donde conoce a varios miembros de la scapigliatura. En los años noventa se muda a Roma, donde ejerce la carrera de periodista y de profesor universitario, que proseguirá también en Catania, donde regresa a comienzos del siglo XX y permanecerá hasta su muerte.
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de estos escritores se conocían, discutían, se influenciaban los unos a los otros, y a menudo colaboraban. Además, hay que tener en cuenta que la nueva industria editorial, de la cual dependía la subsistencia de muchos autores, demandaba una cierta flexibilidad para adaptarse a los gustos y a las solicitudes del mercado. Pero también, y a un nivel más profundo, hay que señalar la función subversiva y transgresora de lo fantástico, fruto de un cuestionamiento de la realidad a nivel epistemológico que, como habíamos detectado en apartados anteriores, contrapone la postura positivista con una actitud más escéptica hacia las categorías que pretenden determinar lo real, como «lo spazio e il tempo, l’identità personale e la relativa sfera di percezioni e infine, soggiacente a tutto, la legge di causalità degli avvenimenti e dei fenomeni.» (Farnetti, 1990: 15).
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magnetismo y espiritismo cuyos resultados y consideraciones recoge en diferentes ensayos, como Spiritismo? (1884) y Mondo occulto (1886). El elemento fantástico acompaña Capuana a lo largo de toda su carrera literaria, desde su primer relato Il dottor Cymbalus (1867), hasta la antología de cuentos La voluttà di creare (1911). Sin embargo, los protagonistas de sus cuentos son muy distintos de los personajes visionarios, perturbados y atormentados de Tarchetti. A menudo, el acontecimiento extraordinario es contado por un doctor, médico o científico, más testigo escéptico, al inicio, que verdadero protagonista. Pero, si en Tarchetti, y más aún en Poe, el expediente cientificista servía como «truco» para aumentar el efecto ominoso del acontecimiento imposible, Capuana admite «filosóficamente» la imposibilidad de explicación del fenómeno, dejando abierta la posibilidad a una expansión de las fronteras de lo real. No se produce pues, en lo fantástico de Capuana, ni angustia, ni explicación racional del fenómeno (que invalidaría, por otra parte, el efecto fantástico), sino más bien una suerte de aceptación empática de lo inexplicable. La heterogénea carrera de Luigi Capuana se asoció a una propensión para crear redes de contactos que lo pusieron en relación con figuras muy diversas del ámbito literario e intelectual italiano. En este sentido, Capuana se convierte en una suerte de hilo conductor entre las diferentes tendencias y directrices culturales que caracterizaron la Italia de fine ottocento, y que van de la scapigliatura de Igino Ugo Tarchetti al esteticismo de Gabriele D’Annunzio, pasando por el verismo de Giovanni Verga, la fisiognomía criminal de Cesare Lombroso y la investigación etnográfico-folklórica de Giuseppe Pitré. Con respecto a este último, es preciso añadir que la necesidad de reconstrucción identitaria italiana, junto al surgimiento de las nuevas ciencias sociales, había despertado (como en otros países europeos) un interés por la cultura popular, de la cual las leyendas y los cuentos de hadas constituían un tramo fundamental.
Lo maravilloso, pues, vuelve a aparecer en la cultura italiana después de más de un siglo, influenciando sobre todo la neonacida y provechosa literatura juvenil de la cual un ejemplo paradigmático será Pinocchio (1882) de Carlo Collodi y que el mismo Capuana cultivará en numerosas compilaciones. Además, no podemos dejar de mencionar, con respecto a este tipo de literatura la figura fundamental y excepcionalmente prolífica, aunque a menudo menospreciada, de Emilio Salgari, el cual, al margen de sus célebres sagas de aventuras, explora significativamente el género fantástico y especulativo. Podríamos utilizar simbólicamente Luigi Capuana como una especie de personificación de las diferentes tendencias literarias e intelectuales que componen el cuadro cultural italiano a finales del siglo XIX y con él embarcarnos en un viaje que cruza la frontera entre los siglos XIX y XX, donde todas estas tendencias serán refinadas y reelaboradas a la luz de nuevos acontecimientos sociales, culturales y científicos, por las emergentes corrientes vanguardistas, lo cual permitirá el florecer de un nuevo y más maduro fantástico italiano.
1. El término scapigliatura aparece por primera vez en la novela epónima de Cletto Arrighi, La scapigliatura e il 6 febbraio (1862). Se trata de un invento del autor, que buscaba una palabra italiana lo más cercana posible al concepto de bohème francés, con el cual este grupo se identificó: «Questa casta o classe - che sarà meglio detto - vero pandemonio del secolo; personificazione della follia che sta fuori dai manicomii; serbatoio del disordine, della imprevidenza, dello spirito di rivolta e di opposizione a tutti gli ordini stabiliti; - io l’ho chiamata appunto la scapigliatura» (Arrighi, La scapigliatura e il 6 febbraio, Milano, Tipografia Redaelli,1862, p. 6). 2. «Son luce e ombra; angelica/farfalla o verme immondo,/ sono un caduto chèrubo/dannato a errar sul mondo,/o un demone che sale/affaticando l’ale,/verso un lontano ciel […]» (Arrigo Boito, Dualismo, 1863) 3. Un estudio sobre el patético en Tarchetti ha sido desarrollado por Vittorio Roda en I fantasmi della ragione, Liguori Editore, 1996.
Bibliografía BONAVITA, Riccardo. 2005. L’Ottocento, vol.5 de Storia Della Letteratura Italiana. Editado por Andrea Battistini. Bologna: il Mulino. CESERANI, Remo. 1996. Il Fantastico. Bologna: Il Mulino. FARNETTI, Monica, ed. 1990. Racconti Fantastici Di Scrittori Veristi. Milano: Mursia. GHIDETTI, Enrico, ed. 1985. Notturno Italiano: Racconti Fantastici Dell’ottocento. Roma: Editori Riuniti. LATTARULO, Leonardo. 2000. Il Vero E La Sua Ombra : Racconti Fantastici Dal Romanticismo Al Primo Novecento. Roma: Quiritta. TARCHETTI, Igino Ugo. 1874. «Amore Nell’arte.» In Fosca: Racconto. Amore Nell’arte. Tre Racconti. Milano: Sonzogno. MELANI, Costanza. 2006. Effetto Poe: Influssi Dello Scrittore Americano Sulla Letteratura Italiana. Firenze: Firenze Universuty Press. [versión kindle ebook] ROSA, Giovanna. 1997. La Narrativa degli scapigliati. Bari: Laterza.
Carlo Chiostri, «Il pescatore verde trova Pinocchio», da Le avventure di Pinocchio de Carlo Collodi, Bemporad, 1902. Fuente: Internet Archive.
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VENUTI, Lawrence. 1999. L’invisibilità Del Traduttore: Una Storia Della Traduzione. Hermes (Roma). Roma: Armando.
UN CASO DE SONAMBULISMO Un caso di sonnambulismo por Luigi Capuana Publicado en Un bacio e altri racconti, 1881 Traducción: Raul Ciannella Revisión texto: M. A. Martí Escayol
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ntre los muchos casos de sonambulismo que han hecho avanzar la ciencia médica, el del señor Van-Spengel es ciertamente uno de lo más raros y asombrosos. Resumiré aquí la interesante relación publicada recientemente por el doctor Croissard. En varios puntos, en pro de la claridad expositiva, utilizaré las propias palabras del ilustre escritor. El señor Dionigi Van-Spengel, de cincuenta y tres años de edad, es un personaje de cuerpo magro y alargado, muy nervioso y con una nariz y una mirada especiales. Visto una vez, jamás se le olvida. El retrato, dibujado por Levys al principio del volumen, le es completamente fiel. Cubren su estrecha y alargada frente unas arrugas que suben y bajan constantemente como el fuelle de un organillo. Detrás de estas arrugas se arremolina un cerebro que ignora el reposo. Hace veinte años que el señor Van-Spengel trabaja para la Dirección General de policía de Bélgica, y se toma muy en serio su trabajo. En varias ocasiones ha demostrado que no en vano ha sido el alumno favorito de Vidocq. Su pupila, levemente neutralizada por un par de gafas para la presbicia, tiene una expresión fulminante. No mira, penetra. Ni siquiera el hombre más honesto del mundo podría soportar sin embarazo su inquisitiva mirada durante unos minutos. “Conocí al señor Van-Spengel —escribe el doctor Croissart— a causa de su enfermedad. Sufría de insomnio desde hacía seis meses. Los médicos de Bruselas y París no sabían que hacer contra un mal tan reacio a cualquier tipo de tratamiento. Recién llegado a la provincia, una cura exitosa me había hecho popular. Él vino a verme. No olvidaré nunca lo impresionado que quedé en esa primera visita. Explicándome su enfermedad, el señor Van-Spengel me escudriñó la cara con ese aire que le caracterizaba y seguramente fruto de sus hábitos de trabajo, pero que a mi me parecía atribuible a su nariz larga, fuerte, puntiaguda, ligeramente torcida y hacia arriba. Una nariz rara. Al cabo de unos minutos ya no podía prestar atención a lo que decía. Me sentí agredido en el santuario de mi conciencia y solo pensaba en de-
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A las nueve y media el señor Van-Spengel terminó de fumar su pipa y se levantó. Se vistió muy rápidamente, como tenía por costumbre. Se hizo ayudar por la criada al ponerse el abrigo y se acercó a la mesa para coger las gafas. La criada sostenía su sombrero y el bastón. —¡Qué demonios es esto! —exclamó de repente. El señor Van-Spengel se sorprendió al encontrar unos papeles sobre su mesa. Los cogió y al leer unas cuantas líneas de la primera página, se frotó varias veces los ojos, miró alrededor, arriba y abajo, por la habitación y después volvió lentamente a hojear los papeles, observando esa escritura fina y compacta con gran atención y creciente estupefacción. —¿Quién trajo estas cartas? — preguntó abruptamente a la criada. — Pero, ¡Señor!... – dijo La Trosse con una sonrisa creyendo que su amo bromeaba. — ¡Habla! ¿Quién trajo estas cartas? No me has dicho nada. — No sé nada — respondió la criada al ver la seriedad de su amo. —Aquí no ha venido nadie, — Si es una broma —murmuró el señor Van-Spengel entre dientes — ¡admito que está bien conseguida! Se sentó en el sillón más cercano, indicando a la mujer que lo dejase solo y leyó en voz alta: Relación al señor procurador del rey sobre el asesinato cometido la noche del 1 de marzo en la casa número 157 de la calle Roi Leopold en Bruselas. Y aquí se detuvo, para mirar el calendario que colgaba de la pared que marcaba el día dos de marzo. El señor Van-Spengel había arrancado momentos antes la hoja de papel del día anterior. — O es obra del diablo o me estoy volviendo loco— se quejó —¡Es mi letra! Sin duda, ¡es mía! Y golpeó con el dorso de la mano los papeles. — Y sin embargo no lo hice yo ¡no! —Si usted me permite... —dijo la Trosse abriendo la puerta tímidamente. —¿Permitir qué? —respondió el señor Van-Spengel irritado. —Quería recordarle que esta noche Mossiú escribió de la una a las cuatro, y... —¡Estas loca! —Lo siento, Mossiú tiene que acordarse. Me he levantado dos veces creyendo que se sentía mal y ambas veces le vi sentado en esa mesa, ocupadísimo en escribir. Mossiú después ha vuelto a dormir, y es quizás por esto... —Debe ser así —dijo el señor Van-Spengel
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fenderme. No soy un tipo inclinado a sufrir tales delirios, pero el rostro de ese hombre me inspiró una indefinible sensación de temor. Llegué incluso a fantasear que él utilizaba esa nariz para sondear la consciencia, como el punzón de los guardias en la aduana; de hecho penetraba en todas las fibras e incluso más hondo. Cuando el señor Van-Spengel terminó su explicación estaba seguro que aquel hombre conocía como era mi alma tanto como yo mismo y, tal vez, incluso más. Creí incluso vislumbrar en sus labios una sonrisa de triunfo. No obstante, me obligué a pedirle disculpas y, humildemente, le rogué que empezase de nuevo. Quizás por adivinar la razón de mi agitación o quizás mortificado por mi desatención, el señor Van-Spengel fijó su mirada en la pequeña alfombra tendida bajo sus pies y no la retiró de allí hasta que terminó, por segunda vez, de narrar sus sufrimientos”(pag. 6). El señor Van-Spengel es soltero, no tiene familia y vive con una anciana que le sirve desde hace treinta años. Vive en una pequeña habitación en la misma oficina de la Dirección General de policía, tiene hábitos regulares y las pocas horas libres que le permite su oficio se las pasa leyendo. Come poco y, lo más importante, no bebe vino. Está comprobado que en la noche del primero de marzo de 1872 el señor Van-Spengel regresó a su casa más temprano que de costumbre. Estaba de buen humor y cenó con apetito. Se acostó a las once y media de la noche. Poco después, la criada le oyó roncar profundamente. A las nueve menos cuarto de la mañana del dos de marzo ya estaba despierto. La campanilla advirtió a la señora Trosse que su amo estaba esperando el café. La señora Trosse aseguró que el aspecto del señor Van-Spengel era, esa mañana, exactamente igual que la habitual, incluso parecía algo más sereno. Nada hacía presagiar lo que ocurriría. “El amo,” contó más tarde la vieja “bebió el café a pequeños sorbos, exclamando a cada uno, “¡Estupendo! ¡Excelente!” Luego encendió su pipa “¿Sabe usted?,” me dijo, “¡me temo que he dormido nueve horas de un tirón!” Y estalló en carcajadas. Yo negué con la cabeza, pero no quería contradecirlo.” A la una de la madrugada la señora Trosse le oyó caminar por su habitación y mover algunas sillas. Suponiendo que se encontraba indispuesto, la mujer se levantó y, lentamente, entreabrió la puerta. Su amo, sentado en una mesa, envuelto en su bata y con el gorro de dormir, estaba escribiendo.
después de un momento de reflexión. —¡Es extraño, pero así debe ser! ¿Sabe usted? De joven fui sonámbulo. —¡Oh, Dios mío! —dijo la criada. —Significa que durante la noche se iba por las habitaciones... —Sí, mamá Trosse, algo así. Hablaba, lo hacía todo igual que estando despierto, ni más ni menos. A los veinte años, sin embargo, caí muy enfermo (estuve muy cerca de la muerte) y ese sonambulismo cesó. ¿Ha vuelto? ¡Caray! ¡Sería un gran fastidio! Pero seguro — continuó después de unos momentos — ¡que escribí durmiendo! Lo hablaré directamente con el médico. Puede
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irse, cierre la puerta. El señor Van-Spengel recogió el cuaderno y, pasada la primera página, leyó: 93 «Señor, esta mañana (2 de marzo) a las 11...» se detuvo otra vez, para sacar el reloj de su bolsillo —¡Que curioso! ¡Son casi las diez y media! ¡Lo que uno hace mientras duerme!... Mientras tanto, aquí está lo que el señor Van-Spengel leyó de un tirón. Lo transcribo del apéndice colocado al fondo del volumen: «Señor, Esta mañana (2 de marzo) a las 11:00, pasando de mi oficina al Ministerio del Interior para recibir las instrucciones y las órdenes de Su Excelencia el ministro, en el cruce de la calle Grisolles con la via Roi Léopold, vi una gran multitud reunida frente el número 157, junto al Palacio del señor Vizconde De Moulmenant. Pensando que se trataba de una manifestación de sediciosos en contra del pastelero cuya tienda está en el número 161, me apresuré en llegar después de llamar a los guardias Lerouge y Poisson, en servicio en la cercana via Bissot. Pero se trataba de otra cosa. El cochero, la cocinera y dos criadas de la marquesa de Rostentein—Gourny habían estado ante la puerta de la casa de dos pisos, propiedad de dicha marquesa, golpeando una y otra vez durante una hora y media y no habían podido hacerse oír ni por el portero ni por la camarera que seguía en casa ni por la marquesa ni la marquesita. Las personas del servicio afirmaron que la marquesa les había dado permiso para asistir a la boda de la
hija de la cocinera y, por lo tanto, habían pasado toda la noche fuera de casa. Empezaron a sospechar que algo grave había pasado, estaban todos muy consternados. El cochero escaló hasta el balcón que quedaba sobre la puerta principal para golpear las persianas, lo hizo con tal violencia que rompió algunos listones, pero no obtuvo respuesta alguna. Parecía que en esa casa no había ni un alma. Olvidé mencionar que el sargento Jean—Roche con otros seis guardias llegaron antes y ya habían enviado a uno de los hombres del juez del distrito para abrir la puerta según las normas exigidas por la ley. El juez llegó en pocos minutos, junto con el canciller. Se buscó un cerrajero y tras algunos forcejeos, las cerraduras internas cedieron. Después de asignar seis guardias para contener a la multitud y de buscar a dos testigos, entramos junto con ellos y los criados, para guiarnos, cerrando tras nosotros la puerta principal. A los pocos pasos, en el primer descansillo de la escalera me encontré con una escena horrible. El portero yacía tumbado, con la cabeza apoyada sobre un escalón entre un charco de sangre. Sus manos estaban rasgadas por múltiples cortes en múltiples direcciones. Tenía dos heridas en el corazón y tres en la parte inferior del abdomen. Ante tal visión Luison, una de las camareras, fue presa de violentas convulsiones y se desmayó. Nichette, en cambio, subió las escaleras gritando, llorando y llamando el nombre de su pequeña ama. Los hombres, consternados, no pronunciaron ni una palabra. Maresque, el guardia, fue enviado a por un médico. Estábamos a mitad de las escaleras cuando Nichette, asomándose por la barandilla gritó: “¡Asesinadas! ¡Asesinadas!” La casa parecía haber sufrido un asalto. La ropa estaba esparcida por el suelo. Todas las cajas, baúles y armarios estaban revueltos y volcados. Los sofás y los sillones del salón habían sido movidos o revolcados. Cerca del piano, sobre una duchesse, yacía el cadáver de la pequeña marquesa de Rostentein—Gourny. Apuñalada con un estilete en pleno corazón, estaba allí, con las manos agarradas al pelo y la cabeza echada hacia atrás sobre el respaldo. Un hilito de sangre manchaba su vestido. Las puertas que desde el salón conducían a la habitación de la marquesa estaban abiertas de par en par. Al fondo, en el suelo, se veía a al-
donde la mataron. Estas fueron las inducciones, todos estábamos de acuerdo. Después de una larga y cuidadosa inspección, pudimos averiguar que la cubertería de plata, las joyas y los objetos de valor fueron sustraídos con una audacia sin igual. ¿Por dónde y con qué medios los asesinos habían entrado en la casa? Eso era lo más difícil de averiguar. La puerta principal, solidísima, atrancada por barras internas y cerrada por un aparado inglés muy complicado, parecía intacta. Las persianas, cerradas herméticamente interna y externamente, no tenían ningún rastro de violencia. Nadie había tocado la cerradura de la verja de hierro fundido del jardín. Las paredes de las bodegas estaban íntegras. La puerta a las bodegas, que da al callejón Mignon, estaba cerrada con una palanca. Los techos y los altillos estaban en perfecto estado. Así pues, nos encontrábamos ante uno de esos difíciles problemas que la inagotable astucia de los malhechores presenta como un desafío a la policía. Me encontraba reflexionando apoyado en la repisa de una de las ventanas encaradas hacia la calle Roi Léopold, cuando de repente...» —Qué sucede —dijo el señor Van-Spengel, interrumpiendo la lectura. Con el gesto interrogó a la Trosse, quien apareció en el marco de la puerta con una tarjeta de visita entre los dedos. —¡Ah, el amigo Goulard! —dijo el señor Van-Spengel. –¡Casi que le planto! ¡Diablo! ¿Las once menos cuarto? Leeré el resto más tarde. Mamá Trosse — añadió con una actitud medio cómica y poniendo el manuscrito en su bolsillo —Estamos a punto de convertirnos en escritores, novelistas, como su Ponson du Terrail. ¿Qué le parece? —¡Que bien! —contestó la Trosse que no había entendido nada. — Y escribiremos nuestras novelas sin esfuerzo, con los ojos cerrados, mientras dormimos!
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guien envuelto con mantas. Era el cadáver de la marquesa. A duras penas dos guardias pudieron desenmarañarla. Varios moretones en el cuello indicaban que había sido estrangulada antes de ser envuelta de esa manera. La camarera yacía asesinada en su cama, en la habitación contigua. El doctor Marol llegó en ese momento, después de cuidadosas observaciones, determinó que las cuatro víctimas llevaban unas ocho horas muertas. Por lo tanto, el atroz crimen se había cometido entre las dos y las tres de la madrugada. Evidentemente, la intención de los criminales no había sido el asesinato. Sin embargo, nadie entra furtivamente en una casa habitada por personas quienes, por lo menos, pueden pedir socorro, sin contar con el asesinato entre las posibilidades. Con una inspección del lugar no era difícil imaginar lo sucedido. El portero se habría levantado para averiguar el motivo de algún ruido inusual y le debieron asaltar al salir de su habitación. Grande, fuerte y valiente, se liberó del agarre de los agresores e intentó alertar a los de la casa. Debió coger entre sus brazos a uno de los criminales y apretarlo hasta casi ahogarle, mientras los otros le apuñalaban hasta matarle. Al llegar a las habitaciones superiores, algunos se dirigieron hacia la habitación de la marquesa, entrando, probablemente, por el lado derecho. Otros, entraron en el cuarto de la camarera. La marquesa, al despertarse, apenas pudo levantar la cabeza y abrir sus ojos, y fue incapaz de pedir socorro. Quizás la camarera fue asesinada al mismo tiempo. La marquesita se había levantado, tal vez alertada por el inusual movimiento en la habitación contigua, tocó la campanilla varias veces, llegando incluso a rasgar la cuerda. Viendo entrar algunos de los asesinos, la marquesita huyó y fue perseguida por varias estancias, derribando todo lo que encontraba ante sí, sillas, mesas y sillones. Pero, en el salón, al enfrentarse a tantas caras amenazantes, se dejó caer sobre el sillón,
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Apuñalada con un estilete en pleno corazón, estaba allí, con las manos agarradas al pelo y la cabeza echada hacia atrás sobre el respaldo. Un hilito de sangre manchaba su vestido.
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—¡Que bien! El señor Van-Spengel se dejó cepillar de cabeza a los pies, se ajustó tranquilamente las gafas, que habían bajado hasta la punta de su nariz, se puso el sombrero, tomó el bastón y dijo a la criada que iba desayunar con su amigo Goulard. El señor Goulard esperó, en vano. El señor Van-Spengel no apareció. Juzgue el lector, si sería posible adivinar, aunque fuera aproximadamente, lo que le había sucedido. El señor Van-Spengel, sin ni siquiera entrar en la oficina, bajó rápidamente las escaleras y cruzó el callejón de Roulets desembocando a la mitad de la calle Grisolles. El conde De Remcy, mayor de granaderos, que lo encontró un poco más allá del Café de Paris y con el cual se detuvo unos minutos, reitera la historia de la criada sobre el estado mental tranquilo y sereno de su amigo. El señor Van-Spengel estaba (¡como no estarlo!) fuertemente impresionado por el caso de ese escrito. Entre las pocas palabras que intercambió con De Remcy destacamos estas: «Van Spengel: ¿Crees en el absurdo? De Remcy: ¡Claro! Van-Spengel: Pues bien, esta noche te diré una
Es difícil adivinar con precisión lo que pasó por la cabeza del señor Van-Spengel frente a la terrible confirmación de los hechos que tuvo durante su visión de sonambulismo.
cosa que te sorprenderá. De Remcy: ¿Por qué no ahora? Van-Spengel: Ahora tengo prisa» El doctor Croissart reporta otros cuatro testimonios de personas que encontraron al señor Van-Spengel a lo largo de la calle Grisolles, todos expresan más o menos lo mismo. De la iglesia de Saint—Michel hasta el cruce de la calle Grisolles con la calle Roi Léopold, el señor Van-Spengel fue acompañado por el señor Lebournant, sastre, que una vez más le recomendaba un negocio suyo. Fue él quien notó una profunda conmoción en la cara del director en jefe de la policía. —¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —había exclamado el señor Van-Spengel. Saliendo de la calle Grisolles en el cruce con la calle Roi Léopold, vio una gran multitud frente al palacio del vizconde De Moulmenant, es decir, justo delante de la puerta de la marquesa De Rostentein—Gourny. «Aunque— sostiene el señor Lebournant— esa agitación le duró poco. Yo le miraba con sorpresa. No era natural para un hombre como él agitarse por un centenar de personas. Sospeché que había algo grave en el ambiente. Lo primero que pensé fue en ir a cerrar mi tienda. Entreví las barricadas. “Perdonad”, dijo girando a la derecha hacia la calle Bissot. Lo seguí con la mirada. Al poco tiempo regresó con dos policías y junto a ellos se dirigió hacia la multitud. Yo me mezclé entre los curiosos. Todo el mundo se paraba preguntándo de qué se trataba. Se decía de todo.” (pag. 7) Al reconocer al jefe de la policía, la multitud se apartó para dejarlo pasar. Apoyaron una escalera contra el balcón central del palacio Rostentein— Gourny y cuando el señor Van-Spengel llegó delante del portón principal, la persona que bajaba dijo en voz alta: «tienen el sueño profundo». El señor Van-Spengel palideció. La confirmación de su escrito con la realidad era tan evidente que cualquiera se habría perturbado. Debe decirse que tenía un carácter verdaderamente frío, ya que fue capaz de controlarse y dominar hasta el final su creciente excitación. Doy la palabra al doctor Croissart. “Es difícil — escribe— adivinar con precisión lo que pasó por la cabeza del señor Van-Spengel frente a la terrible confirmación de los hechos que tuvo durante su visión de sonambulismo. El juez Lamère, recién llegado a la escena, percibió el nerviosismo del director. Miraba a su alrededor
17 Retrato de François Vidocq, el legendario investigador francés citado por Capuana, aquí en un grabado por Marie Gabriel Coignet (1793-?). Fuente: Wikimedia Commons.
cabeza, como si tomara aire, aumentaba el siniestro brillo de su pupila y de su cara. Las arrugas de su frente parecían atormentadas por una corriente eléctrica interna y comunicaba su movilidad violenta a todos los músculos de la cara. Sus labios se alargaban, se retorcían, se presionaban mutuamente mientras sus pies frotaban continuamente la estera, presionándola con fuerza. —¿Todos los directores de policía son así? — preguntó el señor Lamère al doctor Marol. —No sé que decirte —contestó este más sorprendido que él. Pasaron diez minutos. El señor Van-Spengel se lanzó hacia la ventana donde el señor Lamère y el doctor Marol se habían quedado esperando. —¿Entonces? —preguntó el primero. —No, —respondido— arrestaríais a gente inocente. Esperad. Dejadme hacer. ¡Maresque! ¡Poisson! Los dos guardias llegaron enseguida. —Disculpe, apártense, —dijo al doctor.
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un poco perdido, se mordisqueaba los labios secos, con impaciencia. Tenía una palidez mortal, casi cinérea, y respiraba pesadamente. El Señor Lamère intentó hablar con él varias veces solo teniendo por respuesta uno o dos monosílabos. Entraron. A la vista el cadáver del conserje, el señor Van-Spengel dejó escapar un “!oh!” prolongado y se pasó la mano por la frente varias veces. Subiendo las escaleras, sudaba. Sacó repetidamente el pañuelo para secarse las manos y la cara. En el salón principal se quedó parado, inmóvil, frente al cadáver de la marquesita Rostentein—Gourny, sosteniéndose la cabeza con ambas manos. El señor Lamère se apresuró a preguntarle si se sentía mal, “un poco”, respondió. Y caminó hacia la ventana que daba a la calle Roi Léopold. Cuando el juez le invitó a asistir al registro domiciliario, el señor Van-Spengel respondió con un seco: “Haced”. Y permaneció absorto en sus pensamientos, con la cabeza inclinada, con sus puños en la barbilla y los labios, de espaldas a la calle.” (pag. 130). El doctor Marol lo encontró en esta posición. Pero, poco después, cuando terminó de examinar la herida de la marquesita, vio que el señor Van-Spengel con sus codos en el alféizar de la ventana y el mentón en los puños, miraba hacia la multitud. Estuvo inmóvil así durante una media hora. El juez señor Lamère, acabadas sus investigaciones, se le acercó para consultar qué hacer. Él creía que los sirvientes, o por lo menos algunos de los sirvientes habían participado en el crimen: —Considero prudente detener, sin más demora, a todas las personas del servicio. Los detalles del crimen muestran sin lugar a dudas que los criminales tenían relación con alguien de la casa. —Un momento, —contestó el señor Van-Spengel después de unos momentos de reflexión. Lentamente se acercó al sofá, al otro lado de la habitación y se sentó, sacó del bolsillo de su chaqueta unos papeles doblados, pasó varias páginas y comenzó a leer con gran atención. En ese momento el rostro del señor Van-Spengel tenía una expresión muy extraña. El abundante pelo gris que cubría su cabeza estaba enmarañado, casi erizado por el terror. El destello de las gafas, cada vez que levantaba la
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—Asomaos conmigo, de uno en uno,— continuó diciendo a los guardias —fingid indiferencia y prestad atención a mis instrucciones ¡aguzad los ojos! —Y se acercó a la ventana con Maresque. El señor Lamère escuchó el siguiente diálogo: «Van-Spengel: “¿Ves a ese rubio al lado de la puerta del joyero Cadolle?” Maresque: “¿Ese con el vestido gris y con la gorra a la polaca?” Van-Spengel: “¡Bravo! Fijate bien en su figura.” Maresque: "Le reconocería entre un millón, señor director"» (página 250). Volvieron. —¡Ahora usted, Poisson! —Y repitió lo mismo con el otro guardia. En ese momento el señor Van-Spengel no parecía ya el hombre de hacía unos instantes. Estaba tranquilo y dio órdenes con la seriedad propia de la gente de su oficio. —¡Vámonos! —exclamó finalmente con un suspiro. —Saldremos por el callejón de Mignon; Aquí hay demasiados curiosos! Tú, Maresque, te acercarás a nuestro rubio sin que se de cuenta de que vas a por él. Estoy seguro de que tan solo la vista del uniforme lo pondrá nervioso. Se alejará y tú le seguirás sin que se entere. Poisson irá conmigo. Señor doctor, juez, dentro de un cuarto de hora uno de los asesinos estará aquí. Tened la paciencia para esperar. —¿Lo dice en serio? —preguntó el juez al médico. —¡Quién sabe! —respondió este, encogiéndose de hombros.—dijo la tienda de Cadolle, ¿no? —Sí, el joyero ¡ahí está! Y los dos se asomaron a la ventana entre incrédulos y curiosos. Más de tres mil personas estaban atestadas en esa pequeña porción de la calle, atrapadas por la curiosidad de conocer los resultados de las investigaciones de la autoridad judicial, con las caras mirando hacia las ventanas del Palacio de Rostentein—Gourny, con la imaginación disparada por los pocos y contradictorios detalles que circulaban. El guardia Maresque se había parado varias veces, antes de acercarse hacia la tienda de Cadolle. El rubio indicado por el señor Van-Spengel permaneció tranquilo durante unos minutos, lue-
La figura de Sherlock Holmes, aquí en una ilustración de Sidney Paget para Strand Magazine, es bastante similar a la descripción física de Van Spengel. Fuente: Wikimedia Commons.
go dio dos pasos, luego tres, diez hacia la plaza Egmont y entonces desapareció sin mirar atrás. Maresque desapareció detrás de él. El director y el otro guardia los siguieron a diez pasos de distancia. Antes de llegar a la plaza, Egmont Poisson se despegó del director. Después de esto, el juez y el doctor no vieron nada más. Su sorpresa fue inmensa. El rubio, en palabras del señor Van-Spengel, se había puesto nervioso viendo el uniforme de Maresque y se había largado con tal indiferencia que habría podido engañar al más astuto. Tenía alrededor de treinta años, con bigotes gruesos que apuntaban hacia abajo, ojos cerúleos, límpido pero inquieto, el rubio era uno de esos seres que nunca se sabe con certeza a qué clase pertenecen. Llevaba, con la elegancia típica de la vida desocupada, un vestido de fantasía combinando diversos estilos, un gorro polaco, los zapatos parisinos, la chaqueta húngara, el pantalón inglés y la corbata americana, pero esta mezcla, lejos de cho-
car, armonizaba con su comportamiento extraño. Nadie, mirándole, habría podido minimamente sospechar que ese joven pudiera ser un asesino. Quizás más bien un artista un poco loco. Del señor Van-Spengel se habían tenido varias pruebas realmente increíbles sobre su brillante y eléctrica intuición —golpes de verdadero genio— del tipo que distinguen a un policía de alta graduación del investigador común. Se trata de capturar las relaciones íntimas entre eventos que parecen muy discrepantes; comprender el reverso de una frase, de un lema o de un gesto que pretenden inducir a error; de dar gran importancia a ciertos detalles aparentemente inútiles; de atrapar en seguida un accidente que permita llegar al quid que ya se no se esperaba encontrar: lucha de astucias, de sutilezas, de cálculos, cuya recompensa, para el policía de alta graduación es la satisfacción de un ingrato trabajo. Pero aquí la cosa era muy diferente. El señor Van-Spengel, leída la segunda parte de su obra de sonámbulo, había encontrado, en los interrogatorios escritos de antemano, los minuciosos detalles de lo que sucedería y se puso, así lo diré, a ejecutar punto por punto el programa del día, ya que la primera parte había ocurrido tal cual. Al girar a la derecha de la plaza Egmont, el
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rubio se había enterado que el guardia le estaba acechando. Apresurándose, cerca de la pequeña iglesia de Trois Fous, había intentado un golpe audaz. Se había parado delante de una puerta y entró. La casa tenía otra salida hacia la calle Reine. Si lograba no ser visto durante por lo menos veinte segundos, el golpe le habría salido bien. Aprovechando algunos carros que cubrían la calle de la Reine hacia el Restaurant des Artistes, giró con rapidez entre ellos, y volvió sobre sus pasos mientras Maresque lo buscaba con los ojos puestos entre la multitud. Entró en un callejón estrecho, torcido, mugriento, una de esas muchas anormalidades que se encuentran en el corazón de las grandes ciudades. Había hecho las cuentas sin contar con el casero. El señor Van-Spengel lo había descubierto de lejos. El rubio cruzó por una entrada escondida entre los bancos de verduras de una frutería y los harapos de un vendedor ambulante judío. El señor Van-Spengel, seguido por Poisson y Maresque, echó un vistazo a ese edificio y entonces, sin decir nada, comenzó a subir las escaleras que empezaban casi justo en el humbral. Encontraron una abertura ancha, una especie de pasillo sin bóveda, con el suelo rasgado y ladrillos viejos formando islotes: un local frío, gris y siniestro. Seis puertas marcadas con grandes números rojos indicaban seis habitaciones, el silencio que reinaba hacía suponer que esos locales estaban deshabitados. El señor Van-Spengel se acercó a la puerta número cinco y con los nudillos golpeó tres veces. —¿Quién es? —respondió una agradable voz masculina. —¡La ley! —Un hombre en bata apareció en la puerta. Parecía tener unos cuarenta años. Tenía el rostro liso, largo pelo negro y gafas y un libro en su mano. —¿Molesto? —dijo el señor Van-Spengel con sutil ironía, mostrando su faja tricolor. —En absoluto, —contestó el otro inclinándose. —La ley es el mejor huésped del mundo. A sus órdenes, Señor. —Los guardias intercambiaron dos miradas interrogativas, encogiéndose. — Estimado doctor Bassottin — dijo el señor Van-Spengel, fijando el rostro del hombre con sus grandes ojos de fuego. — Estimado doctor Bassottin, o más bien señor Colichart, o, si os gusta más, señor Anatolius Pardin, ¡elegid!... (el otro, escuchando pronunciar esos tres los nombres dió tres movimientos de sorpresa apenas disimulados). Hay pruebas de que ayer por la noche,
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Del señor Van-Spengel se habían tenido varias pruebas realmente increíbles sobre su brillante y eléctrica intuición -golpes de verdadero genio- del tipo que distinguen al buen policía del investigador común.
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junto con sus compañeros Broche, Vilain, Chasseloup, Callotte y Poulain, con la ayuda de dos aparatos británicos encargados por usted el octubre pasado a Blak de Londres, penetraron a las dos y cuarto de la madrugada, en la casa de la marquesa De Rostentein—Gourny, vía Roi Léopold, número 157... El hombre a quien se dirigían estas palabras le miraba impertérrito, negando con la cabeza. Usted salió último —continuó el señor Van-Spengel —cerrando la puerta principal con el mismo aparato utilizado para abrirla. Tan pronto como salió se puso a cantar y reir junto con los otros. Luego se desperdigaron en diferentes direcciones y se reunieron media hora después en este local para dividir el botín. —Pero, señor — interrumpió el otro con un tono calmado e insinuante, sonriente —Aquí debe haber un error. Soy el doctor Bassottin en carne y hueso, cirujano de Brujas. Usted me encuentra aquí, entre mis libros de ciencia y mis herramientas. No estaba preparado para esta visita. Señor... ¡oh! Debe haber habido un gran equívoco... —¡Señor Anatolio! —respondió el Director de la policía acercándose a su oreja. — Yo sé algo que sus cómplices no saben ¡sé donde escondió la diadema de brillantes que su habilidad de malabarista hizo desaparecer sin que ellos se enterasen! —¡Ah! ¡Usted es el diablo! —y Anatolio se acercó a la pared, temblando como una hoja. —Quitadle esa bata — dijo el señor Van-Spengel. Pardin los dejó hacer. —Arrancadle esa peluca. Pardin no intentó la más mínima resistencia. De la misma manera que reapareció su ropa, reapareció también el pelo rubio del joven a quien siguieron. Los dos guardias no se lo podían creer. —Si quiere volver a ponerse los bigotes... — dijo seriamente el señor Van-Spengel.
Pardin, que parecía dominado por un poderoso encanto, sacó mecánicamente de su bolsillo el bigote y se lo puse como lo tenía antes. —Y ahora ponedle las esposas. Pardin vaciló un momento antes de extender las manos, pero eso no impidió a Maresque juntárselas mientras Poisson le apretaba en las muñecas su pequeña herramienta de acero. El señor Van-Spengel golpeó varios puntos del suelo, y luego extrajo un ladrillo con la punta de su bastón. Había un agujero. Poisson sacó varias cajas y dos sobres que puso sobre la mesa. El señor Van-Spengel abrió una de las cajas, observó los artículos de oro y las piedras preciosas, y volvió a cerrarla con cuidado. Mientras el señor Van-Spengel realizaba estas operaciones, el juez Lamère y el doctor Marol habían hecho otras y más minuciosas observaciones sobre las varias heridas de las víctimas, perdiéndose en un atolladero de hipótesis alrededor de la manera en que los eventos debían haber sucedido. Un pequeño episodio les había conmovido. Estaban en la habitación de la marquesita. —¿Por qué no la habían encontrada asesinada allí, sino en la sala de recepción? La marquesita estaba aún despierta sobre las dos y media. ¿Qué estaba haciendo? El doctor Marol fue el primero en enterarse de la existencia de una carta dejada sin acabar sobre la mesa, pero no se atrevió a analizarla. Su delicadeza de espíritu no le permitía violar el secreto de los muertos, el secreto de una señorita. El juez Lamère, por otra parte, trató la carta como un documento de su futuro juicio y la leyó. Aquí está: fue publicada por los diarios belgas ese mismo año. «Mi querida, ¡Soy feliz! Necesito decirte ya estas dos palabras: las vas a entender mejor cuando habrás leído hasta la última línea ¡Soy feliz! Si estas palabras aún las conservase en el corazón, me lo harían estallar. ¡Oh! Siempre estaré a tiempo de morir. ¡Pero hoy soy feliz! ¡Demasiado feliz! ¡Imagínate! Me puse a escribir a las once y media
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El señor Lamère y el doctor Marol tenían lágrimas en sus ojos. El corazón desde el cual salieron esas palabras llenas de tanto amor ¡ya no latía! Lamère y el doctor Marol se miraron el uno al otro sorprendidos al ver entrar el señor Van-Spengel seguido por el joven detenido entre dos guardias. Van-Spengel parecía prendido por un feroz ataque nervioso. Daba miedo. —Canciller—dijo el señor Lamère— redactamos pues el informe. —Ahórrense el trabajo— tartamudeó el señor Van-Spengel, tambaleando, con una sonrisa de bobo. —Aquí está el informe!... Y presentó su manuscrito, dando una carcajada convulsiva. ¡Se había vuelto loco! El libro del doctor Croissart, muy interesante en todos los sentidos (es Director del asilo en Bruselas) acaba con consideraciones profundas sobre este extraño fenómeno de psicología patológica, dignas de ser leídas y meditadas. Y concluye: «Cuando vemos en nuestro organismo mostrar tanta potencia en casos tan excepcionales y claramente patológicos, ¿quien puede afirmar que nuestras facultades actuales sean el límite impuesto por la naturaleza?» Catania, 25 de marzo de 1873.
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de la noche. Ya es la una y no he hecho más que empezar. Pero en estas dos horas y media no hice otra cosa que hablar contigo, en voz alta, como si estuvieses aquí. ¡Ah, mi estimada!... La pluma no se corresponde con el calor de mis pensamientos, el tumulto de mis afectos. ¿Por qué las personas que se aman no se entienden desde lejos sin escribirse ni hablarse? He aquí: estoy fatigada para continuar, y tengo mil cosas que decirte. Venga, ¡a las cosas serias!... ¡Él me ama! Me lo dijo esta mañana en el salón, donde estuvimos tan solo dos minutos solos. Temblé como una niña en escucharlo hablar. Él temblaba más que yo. No entendí bien las primeras palabras; pero las comprendí y le contesté... ¡qué loca estoy! ¡Oh, fue tan delicado! Parecía pedir disculpas por hacerme feliz. Bajé enseguida al jardín. Ya no podía contenerme. Una emoción placentera me sacudía desde la cabeza hasta los pies y me volvió ligera como una pluma. Allí todo parecía sonreírme, todo estaba perfumado. ¡Las flores me saludaban agitando la cabecita por encima del tallo con indecible gracia!, ¡las aguas de los estanques murmuraban miles de cositas maliciosas que me provocaron escalofríos!... ¡Una alegría hasta entonces desconocida! Corría por las calles, me paraba, olía las flores, las acariciaba. Agitaba las aguas de los estanques con las manos temblorosas... ¡Parece imposible que una palabra nos pueda influenciar de esta manera! Quería estar seria y no podía. Me parecía que estaba profanando el sentimiento divino del amor manifestando mi alegría juvenil de esa manera; me molestaba... Pero volvía a hacerlo aun peor. Me ponía a correr otra vez, saltaba... ¡Pobres flores! Mis caricias las maltrataban, estropeaba las hojas y corolas, también le quitaba los pétalos, ¡pero!... Los bienaventurados son crueles, querida mía! Él me ama! ¿Era necesario decirlo? ¡No, no!... Y sin embargo no vivía tranquila; dudaba siempre; me torturaba desde la mañana hasta la noche; mientras que ahora!...»
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UN GRITO EN LA NOCHE Un grido nella notte por Grazia Deledda Publicado en Chiaroscuro, 1912 Traducción: Raul Ciannella Revisión texto: M. A. Martí Escayol
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res viejos a quienes la edad y seguramente también la costumbre de estar siempre juntos les ha concedido un parecido de hermanos, se pasan todo el día y, cuando hace buen tiempo, la mayor parte de la tarde, sentados en un banco de piedra adosado a la pared de una casa en Nuoro. Los tres, con su bastón entre las piernas, de vez en cuando hacen un pequeño hoyo para enterrar una hormiga o un insecto o escupir dentro, o miran al sol para adivinar la hora. Y ríen y charlan con unos chicos de la calle tan serenos e inocentes como ellos. Les rodea la paz soñolienta del barrio de Sant’Ussula, las guaridas de piedra de los campesinos y pastores de Nuoro, algunas higuera se inclina desde los tabiques de los patios y si el viento atraviesa las hojas chocan una contra la otra como si fueran de metal. Al girar la esquina se alza el monte Orthobene, gris y verde entre las dos grandes alas azules de los montes de Oliena y Lula. Desde mi infancia que los tres viejos viven allí. Y siempre han sido igual, limpios y regordetes, con la cara color herrumbre, abrasados por el soplo de los años, el pelo y la barba de un canoso dorado, los ojos negros aún llenos de
luz, perlas levemente deslustradas en el estuche de los párpados pedregosos como conchas. Una criada nuestra iba a menudo, en años de sequía, a por agua de un pozo de ahí al lado. Yo la seguía y mientras ella hablaba con este y con el otro como la Samaritana, yo me quedaba a escuchar las historias de los tres viejos. Los chicos de alrededor, algunos sentados en el polvo y otros apoyados contra la pared, se lanzaban piedrecitas apuntando bien, mientras escuchaban. Los viejos contaban cosas más para ellos que para los muchachos. Uno era trágico, otro cómico y el tercero, tío Taneddu, era mi preferido, pues en sus historias lo trágico se mezclaba con lo cómico, y tal vez desde entonces sentí que la vida es tal cual, un poco de rojo y un poco de azul, como el cielo durante aquellos largos crepúsculos de verano cuando la criada sacaba el agua del pozo y tío Taneddu, tío Jubanne y tío Predumaria contaban historias que me gustaban mucho porque no las entendía bien y ahora me gustan igual porque las entiendo demasiado. Entre otras, recuerdo esta, narrada por tío Taneddu. —Bueno, pajaritos, os quiero contar esta historia. Mi primera esposa, Franzisca Portolu, tú la conociste verdad, Jubà, erais ghermanitos (primos
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MAMUT Michael Wolgemut, "Danza macabra", 1493, del Liber chronicarum de Hartmann Schedel.
terceros), pues bien, ella era una mujer valiente y buena pero tenía algunas manías inusuales. Tenía apenas quince años cuando me casé con ella, pero ya era alta y fuerte como un soldado, montaba a caballo sin montura, y si veía una víbora o una tarántula, eran ellas quienes le temían. Desde niña estaba acostumbrada a caminar sola por el campo, se iba al corral de su padre en la montaña y si era necesario cuidaba del rebaño y pasaba la noche al aire libre. Con todo esto era hermosa como una imagen, con el cabello largo como una ola de mar y los ojos brillantes como el sol. También mi segunda mujer, María Barca, era guapa ¿te acuerdas Predumarì? erais primos, pero
no como Franzisca. Ah, cómo Franzisca, no he conocido a nadie jamás. Lo tenía todo, agilidad, fuerza, salud, era experta en todo, lo entendía todo, no se oía el zumbido de una mosca sin que ella no se enterase. Y era alegre, ohiò 1, hermanos míos; pasé con ella los cinco años más alegres de mi vida, más que los años de mi infancia. Ella me despertaba, a veces, con la estrella de la mañana aún detrás de la montaña y me decía: «Vamos, Tané, vamos a la fiesta, a Gonare, o a San Francisco, o más lejos todavía, a San Giovanni di Mores». 1
Expresión de alegría en sardo.
Casi todos vestían con traje, hombres y mujeres, pero nadie tenía cabeza. Eran los muertos, maridito mío, ¡los muertos que danzaban!
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Y así, en un momento, saltaba de la cama, preparaba la mochila, alimentaba a la yegua y ya, salíamos felices como dos urracas en la rama al primer canto del gallo. ¡Cuántas fiestas disfrutamos! Ella no tenía miedo en cruzar de noche los bosques y los lugares arduos; y en esa época recordáis, mis hermanos, en tierras de Cerdeña todavía existían jabalíes con dos piernas, ohiò!. Pero a algunos de estos bandidos yo los conocía de vista y a otros les había hecho algún favor, por lo tanto no teníamos miedo. Pero el defecto de Franzisca era su falta de temor. Estaba atenta, pero se mostraba impasible ante todo. Decía: “He visto tanto durante mi vida que nada me impresiona, y aunque viera morir a un cristiano, no me asustaría.” Y no era curiosa como las demás mujeres. Si en la calle peleaban ella ni siquiera abría la puerta. Bueno, una noche ella me estaba esperando, y yo tardé porque la yegua se había escapado de la granja y tuve que regresar andando. Pues bien, Franzisca me esperaba, sentada junto al fuego, puesto que era una noche de otoño, fría y brumosa. De repente, ella después me contó, en medio de la noche resonó un terrible grito, justo detrás de nuestra casa. Fue un grito tan desesperado y fuerte que las paredes parecieron temblar de terror. Sin embargo, ella ni se inmutó. Dijo que no se había asustado, que creía que era un borracho, que oyó a un hombre corriendo, alguna ventana abierta, algunas voces preguntar «¿qué es?», y después nada más. Yo llegué a casa poco después, pero en ese momento Franzisca no me dijo nada. Al día siguiente, tras el muro de nuestro patio trasero, fue encontrado un joven asesinado, un niño casi, Anghelu Pinna, vosotros lo recordáis, el hijo de 18 años de Antoni Pinna. Y por este crimen yo también tuve muchos problemas porque, como digo, el cadáver del desdichado chico fue encontrado al lado de nuestra casa, tendido, recuerdo, en medio de un gran charco de sangre coagu-
lada, como si estuviera tendido en una sábana roja. Pero nunca nadie supo nada claro, aunque muchos creen que Anghelu mantenía relaciones con una vecina nuestra y que los parientes de ella lo mataron al salir de un encuentro. Basta, esto no importa, lo que importa es que el informe médico probó que la víctima murió por una hemorragia, ayudado a tiempo y vendada la herida, se habría salvado. Y bueno, hermanos míos, este terrible incidente acabó con mi tranquilidad. Mi esposa se entristeció, adelgazó, parecía ser otra, como si la hubiesen hechizado, y noche y día repetía: “Si hubiese salido y mirado y contestado a las voces que preguntaban —el grito procedió de nuestro patio trasero—, el chico se habría salvado.” Se convirtió en otra, ¡sí! Nada más de fiestas, nada más de alegría. Soñaba con el muerto y por la noche oía gritos desesperados y salía corriendo y buscaba temblando. Yo en vano le decía: “Franzisca, escúchame, fui yo esa noche quien gritó. Era para probar si te asustabas. Por un infortunio el crimen ocurrió la misma noche, pero el desdichado no gritó y tú no tienes nada que reprocharte». Pero a ella se le había clavado esa idea en la mente, y se consumía, aunque para complacerme fingía creer en mis palabras y no hablaba más del asesinado. Así pasó un año y ahora era yo el que quería llevarla a las fiestas y distraerla. Una vez, casi dos años después de la noche del grito, la llevé a la fiesta de los santos Cosme y Damián, donde una familia amiga nos invitó a pasar unos días juntos. La noche de la fiesta estábamos todos en la placita frente a la iglesia. Eran los últimos días de septiembre pero parecía verano, la luna iluminaba los bosques y las montañas, y la gente bailaba y cantaba alegre alrededor de las fogatas. De repente mi esposa desapareció y yo creía que había ido a tumbarse, cuando la vi salir corriendo de la iglesia, asustada como un sonámbula des-
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San Cosme abogado, quítate de en medio...
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sas para mí y tres para el pobre Anghelu Pinna... Y ve a ver si encuentras mi túnica, antes de que los muertos la hayan reducido a lana cardada». Sí, pajaritos, —concluyó el viejo tío Taneddu—, mi esposa deliraba, tenía fiebre, no se recuperó y murió al cabo de unos meses, convencida de haber danzado con los muertos, como a menudo se oye contar. Y, curiosamente, un día un pastor encontró en la puerta de San Cosme un montón de lana cardada y muchas mujeres aún creen que se trataba de la lana de la túnica de mi esposa, así reducida por los muertos. Sí, niños, que estáis allí escuchándome con ojos como linternas encendidas, el hecho era éste. Y lo más curioso de todo fue, sí, os lo quiero decir, que el grito lo di yo de verdad, esa noche, para probar si mi esposa era tan impasible como ella afirmaba. Cuando murió ordené celebrar las misas, pero pensé también, si no hubiese gritado esa desafortunada noche mi esposa no habría muerto. Y me maldecía, y gritaba a mí mismo “¡que la justicia te atrape! ¡que los cuervos picoteen tus ojos como si fueran dos granos de uva! ¡vete a la horca, Sebastiano Pintore! ¡tú has matado a tu esposa!" Pero luego todo pasó ¿tenía yo que morir también? Eh, hermanos míos, hijos míos, ojos de luciérnaga, Grassiedd’Elé ¿qué pensáis? No era un cobarde, yo, y también moriré, cuando tío Cristo Nuestro Señor quiera...
MAMUT
pertada en medio de una de sus excursiones nocturnas. «Franzisca, mi cordero, ¿que pasó, que pasó?» Ella temblaba, apoyándose en mi pecho y giraba su cara hacia atrás, mirando la puerta de la iglesia. La arrastré dentro de la casa, la tumbé en la cama, y entonces ella me contó que había entrado en la iglesia para rezar en paz por el alma del pobre Anghelu Pinna. Cuando se hubieron marchado algunas mujeres de Mamoiada, de repente, se encontró sola, de rodillas sobre los escalones al pie del altar. «Estaba sola —explicaba ella con voz jadeante, aferrándose a mí como una niña asustada.— Continué rezando, pero de repente oí un susurro como de viento y el crujir de unos pasos. Me giré y en la penumbra, en medio de la iglesia, vi unas personas que danzaban en círculo, con las manos cogidas, sin cantos, sin ruido. Casi todos vestían con traje, hombres y mujeres, pero nadie tenía cabeza. Eran los muertos, maridito mío, ¡los muertos que danzaban! Me levanté para huir, pero me atraparon, dos manos delgadas y frías agarraron las mías... y tuve que danzar, maridito mío, danzar con ellos. En vano rezaba y murmuraba: Santu Cosimu abbocadu, Ogademinche dae mesu....2 Ellos continuaron arrastrándome y yo continué danzando. De repente el bailarín que estaba a mi derecha se inclinó hacia mí, y aunque no tenía cabeza, sentí claramente estas palabras: —¿Ves, Franzì? ¡A ti tampoco te ha importado mi grito! Era él, marido mío, el chico desdichado. Desde ese momento no pude más. Este es el momento —pensé— ahora me arrastrarán al infierno. Es lo correcto, es lo correcto —pensé— porque yo vivía sin amor al prójimo y no he escuchado el grito del que estaba muriendo. Sin embargo, sentí una fuerza extraordinaria cuando sin dejar de danzar rozamos la puerta. En ese momento pude sacar de mis manos las de los dos fantasmas, me liberé y huí. Pero Anghelu Pinna me persiguió hasta la puerta y trató de agarrarme otra vez, pero él no pudo salir fuera del umbral y yo ya lo había cruzado. La aleta de mi túnica se quedó en sus manos; para liberarme la desabroché, se la dejé y huí. Mi apuesto esposo, me muero... me muero... Cuando muera recuerda mandar celebrar tres mi-
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Micronomicón
IERRA. ISMO EN LA T R U T E D O N A 750 A UN MARCI A MANENT. 2 T A T I G A T N PERPETUO SU ayol nia Martí Esc por Maria Antò iano, la Tierra, marc ra en ra er Ti la er la Ti Buscas no encuentras los, cobre y Y en la Tierra fundida de asfalto, ladril mira esta masa . plástico, por la hierba os id m co s, to n mira los cimie o cadáver como el pútrid es ¿V ! ra er Ti la ador y orguAqui ¡Aquí está ndeza aún respira amenaz de la gran gra tó ra se conquis er Ti la e lloso? bl ci fuera inven Para que nada y conconquistadora ce a y a sí misma, r, ta is u q ra con y nada dejó pa quistada. to y sepulcro, en m u on m es ra de la Tierra do. ci Ahora la Tier Tierra ha ven os de su rela Tierra a la el Nilo, el Yangtsé. Testig r, Quedan el Tíbe nombre s. dibujando ola en rr co de n do encido el mar amovible es v in lo fluyen hasta : ce di e na lo qu Mira la Fortu por el tiempo, o lo que fluye. vence al tiemp
#2 WILLIAM
BLAKE MAMUT 40
El matrimonio entre paraíso e infierno William Blake (1757-1827) fue uno de los mayores poetas y artistas de su época aunque, como muchos genios, fue largamente ignorado en vida. Inspirado por los maestros renacentistas pero dotado de un talento y una visión extremadamente original, Blake utilizó su arte como medio de investigación filosófica y espiritual, fundiendo a menudo versos e imágenes que
anticiparon el concepto de "obra de arte total" preconizado por Wagner unas cuantas décadas más tarde. En esta dirección interpretamos sus obras The Marriage of Heaven and Hell (1790) o Songs of Innocence and of Experience (1794) en las cuales ya es clara la exploración mística de los contrarios: cuerpo y alma, bien y mal, paraíso e infierno, luz y tinieblas.
William Blake, " I want! I want!" ilustraciรณn para For Children:The Gates of Paradise , 1793. Fuente: British Museum.
William Blake, "The Reunion of the Soul & the Body", 1813, ilustraciรณn para el poema "The Grave" de Richard Blair. British Museum.
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EL MONJE ABE TAKATA Y EL DIABLO por Maria Antònia Martí
MAMUT 48
E
n el año 1380 vivía cerca de Kamogawa un sabio llamado Abe Takata. Cumplidos sus ejercicios en el templo de Seicho-ji emprendió un viaje hacia Kamakura. Al llegar a la provincia de Sagami caminó hasta el pueblo de Enoshima. Al acercarse la noche pidió refugio a algunos aldeanos pero todos, sin escucharle, huyeron despavoridos. Solo una niña se paró para indicarle que podía ir al hostal. Al llegar al hostal el monje solicitó a la dueña una habitación para pernoctar. -Señor. Su kimono canela y sus sandalias de paja sugieren que usted es un hombre santo, es un honor recibirle aquí. Permíteme invitarle a pasar la noche bajo mi techo. -Se lo agradezco y permítame una pregunta ¿A qué se debe el temor de los aldeanos? -Discúlpeles, por favor. Están muy cansados y nerviosos. La semana pasada perdimos un gran rebaño en el bosque y se han formado diversas expediciones para ir a buscarlo. A pesar que hemos estado trabajando durante día y noche todo ha sido infructuoso. Este pueblo vive de la lana de las ovejas y la leche de las cabras. Y el rebaño da trabajo a pastores, esquiladores, tejedores, lecheros… Tome, acepte esta sopa de algas y este bol de arroz por favor. -Mañana mismo me acercaré al bosque. Si logro encontrar al rebaño le habré retribuido mi pernoctación de hoy. * Andados ochenta minutos por el camino del bosque el monje escuchó unos lamentos en el margen del camino. Apartó la maleza y dentro de una red al pie de un árbol vio a un ser terrorífico con la figura de un hombre pero poco se parecía a un hombre. Tenía dos brazos, dos piernas y una cabeza, de un tamaño descomunal.
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MAMUT Fragmento de Gaki Zoshi (Historias de fantasmas hambrientos), Kyoto National Museum
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Tenía la piel de un intenso tono rojizo y recubierta por decenas de bultos putrefactos. Tenía pelo en cabeza y cara, tan contundente, denso y cobrizo como el hierro ardiendo. Por nariz tenía un enorme bulto con dos grandes orificios peludos y espesamente húmedos y por encima se adivinaban unos ojos verdes terriblemente amenazadores. El monje se acercó para liberarle de la red y al hacerlo el demonio le mostró con rabia sus colmillos sangrientos bañados por una densa baba. Pero el monje no retrocedió ni un ápice y al agarrarle el brazo para liberarlo el demonio cerró la boca y le olfateó. Cuando el demonio por fin se sintió libre de la trampa se puso en pie. Su cuerpo sobrepasaba medio metro al del monje, unos arrapos de piel roídos le cubrían y, con el pie derecho, trató de esconder con disimulo los restos desmembrados de varios cuerpos humanos. -De nada sirve ocultar lo que ya está visto. Al oír sus palabras el demonio se encorvó y lo miró con los ojos caídos, como un animal asustadizo. -Hace mucho que nadie te habla ¿verdad? El demonio movió los labios más no salió ninguna palabra de su boca, solo un tenue rugido. -No pienses palabras. El Diablo se sentó en cuclillas en el suelo, apoyó la cabeza entre sus manos y al cabo de un buen rato movió los labios. Entonces sus palabras afloraron. -Señor, hace mucho que nadie habla mí. Hace mucho que nadie mira a los ojos al hablar mí. Hace mucho que alguien no levanta arma sobre mí. ¿Quién tu? -Soy un humilde viajero. Me dirijo al templo de Kamakura. En el hostal me han dicho que ha desaparecido un rebaño. He venido a encontrarlo. -Señor engañado, temo. El monje se tocó su afilada barbilla pensativo, sonrió y asintió pacientemente. Después, miró los restos humanos esparcidos alrededor del Diablo. -¿Me han engañado igual que engañaron a estos pobres? - Señor, si. -¿Cómo han acabado así? -Señor, primero vino este. Guerrero. Al ver a mí recogiendo frutos entre la maleza levantó su espada para atacarme por la espalda. Solo quería matar a mí por ser muy grande. Clavó a mí la espada en la nuca y después lo comí yo, solo dejé estos huesos, aún podría haberlos roído más,
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y se convirtió en un verdadero monstruo de hambre insaciable. -Señor, no hay remedio para mi. Viviré eternamente repitiendo mi obsesión. Nada puede acabar con esto. Ni espada, ni jaula, ni un hechizo, ni oración. Estoy condenado a la inmortalidad. Condenado sufrir y hacer sufrir... Aunque la carne pertenezca a gente cruel y miserable como soy yo. -¿Estás dispuesto a que te ayude? -Señor, ¿cómo podría ser eso? -Quien da rienda suelta a sus deseos se convierte en demonio, solo controlándolos se puede convertir en un santo. Dicho esto el monje buscó dentro de su zurrón. De él sacó una barra de tinta, una piedra para frotarla, un pincel y un fajo de papeles. -Con esto que de dejo pinta la luz descansando a la sombra de un árbol. Yo volveré dentro de un año y empezaremos los ejercicios para lograr tu curación. Pinta mientras esperas mi regreso. * Al cabo de un año el monje regresó a la aldea. Allí se repitió la misma historia. La mujer del hostal, no recordando el rostro del monje, le envió con otro engaño al bosque. Y el monje, sonriendo y ansioso, caminó hasta el mismo lugar donde un año antes había dejado al diablo. Y en el mismo punto exacto vio su figura encorvada sobre el papel sosteniendo el pincel. Sus cabellos rojos y su barba rozaban el suelo y cientos de papeles pintados le rodeaban, algunos bailaban arrugados y otros descansaban apilados sujetados con piedras. -Dime diablo. ¿Cómo ha sido este año? ¿Qué has pintado? El diablo no contestó, ni siquiera movió la cabeza al oírle, solamente siguió pintando. El monje se acercó para ver las pinturas y sonrió al ver como el diablo había conseguido pintar lo que le había pedido. Verdaderamente en esas hojas la luz descansaba a la sombra de un árbol. Cuando el monje reposó su mano sobre el hombro del diablo el cuerpo se polvorizó y de él solo quedaron los arrapos. Así se desvaneció una culpa y una obsesión y así un hombre encontró su salvación. En el mismo lugar donde su cuerpo desapareció creció un inmenso árbol rojizo de tronco abultado y hojas siempre verdes donde la luz cuando quería reposar, reposaba.
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pero el hambre no apremió a mí, pues al poco llegó este otro. Cazador. Muy astutamente tendió a mi una trampa. Pero aún estar dentro de la red conseguí comerlo. Y estos son solo los cuerpos de la última semana. Guerreros, viajeros, soldados, cazadores, bandidos… ya son muchos años, cincuenta o quizás cien o quizás incluso el doble. -Así que la dueña del hostal envía a los viajeros hasta aquí para saciar el hambre de un demonio. -Señor, de esta manera en el pueblo tienen por seguro que no es necesario yo bajar pueblo. -¿Desde cuándo comes carne humana? -Señor, desde que probé. -¿De quien era la primera carne que probaste? -Señor, de alguien a quien amé. El monje alisó con su delgada mano la tela de su capa y se quedó pensativo unos momentos. -¿Cómo puede ser esto posible? -Señor, cuando murió no soportaba la idea que su cuerpo pudriese. Cuando empezó a descomponerse lamí su piel para evitarlo, pero el paso del tiempo es ineludible, tuve que comer hasta último pedazo de carne, roí cada uno huesos, hasta más minúsculos. Y cuando solo quedaron huesos los trituré, mezclé con te y bebí. -Y la culpa genera obsesión y la obsesión solo se cura volviendo una y otra vez al acto que generó la culpa. Diablo y monje se examinaron los respectivos rostros, uno abultado y el otro afilado, durante unos largos minutos. -¿Vas a comerme? * Ante la pregunta el diablo se incorporó, miró al monje con sus terribles ojos verdes de arriba abajo, se le acercó y le olfateó mientras por instinto mostraba colmillos y fauces. Al cabo de unos minutos retrocedió un paso. -Señor, usted ha liberado mi. Es primero con quien hablo desde hace mucho tiempo. Es el primero que ha hablado mi, y lo ha hecho con delicadeza y respeto. No conozco la carne de los sacerdotes. Más, si he de creer olfato, estoy seguro que ni su piel ni sus huesos serían de agrado para mi. -Una pasión turbó tu espíritu. Un amor irresuelto, acabado de forma antinatural, es la más grande de las turbaciones. Sin duda sufres un caso de encadenamiento a causas nocivas. He oído historias similares. La más célebre sucedió en el poblado de Tonda, en la provincia de Shimotsuke. Allí un hombre probó la carne humana
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#3 ILUSTRADORES
FANTÁ
ÁSTICOS Donde os presentamos una selección de obras realizadas por célebres ilustradores del siglo XIX y principios del XX.
ARTHUR RACKHAM Arthur Rackham (1867, Lewinsham – 1939, Limpsfield) Fue uno de los mayores ilustradores ingleses de la época victoriana. Forja su experiencia en revistas y periódicos como el Westminster Budget, pero la madurez estilística y el reconocimiento le llegan en 1905 cuando ilustra el Rip Van Winkle de Washington Irving. A partir de esta fecha trabajará en incontables publicaciones, prefiriendo los temas míticos y folklóricos, los cuentos de hadas, las baladas y leyendas y las obras fantásticas, entre las cuales señalamos: Peter Pan in Kensington Gardens de J.M Barrie (1906), A Midsummer Night’s Dream de William Shakespeare (1908), Gulliver’s Travels de Jonathan Swift (1909), A Christmas Carol de Charles Dickens (1915), A Wonder-Book for Girls and Boys de Nathaniel Hawthorne (1922) y Tales of Mystery & Imagination de Edgar Allan Poe (1936). En estas páginas os ofrecemos algunos ejemplos sacados de Alice’s Adventures in Wonderland de Lewis Carroll (1907), The Ingoldsby Legends de Thomas Ingoldsby (1907) y Fairy Tales of the Brothers Grimm (1909).
Alice’s Adventures in Wonderland de Lewis Carroll (1907).
"Clerk Colvill and the Mermaid" de British Ballads (1918)
"Le sapin et la ronce" de Fables D'Esope (1913)
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JOHN BAUER John Albert Bauer (Jönköping 1882 – 1918) Artista e ilustrador sueco universalmente reconocido por sus ambientaciones de ensueño y su peculiar representación de duendes y hadas. Dos viajes, a Laponia e Italia, contribuyeron a formar tanto su estilo como su imaginario. Elementos renacentistas se mezclan con el folklore nórdico originando imágenes muy impactantes, oníricas y fabulosas. Bauer alterna la ilustración con pluma y acuarela con la pintura de grandes cuadros al óleo. Sin duda, su trabajo más conocido es la serie de libros ilustrados Bland tomtar och troll (Entre gnomos y duendes), publicados entre 1907 y 1915, que contienen cuentos de hadas y relatos procedentes de la cultura popular sueca. De esta serie son las imágenes de las páginas que siguen. La carrera de Bauer se interrumpe trágicamente en 1918 cuando él, su mujer Ester y su hijo Bengt, mueren durante un naufragio en el lago Vättern.
Desde "Pojken som aldrig var rädd" (El niño que nunca tuvo miedo), 1912. Fuente: Wiki Commons.
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VIRGINIA STERRETT Virginia Frances Sterrett (Chicago,1900 - Los Angeles,1931) El indiscutible talento de Virginia Sterrett solo puede expresarse en tres obras ya que la tuberculosis, que sufría desde muy joven, la debilitó poco a poco antes de llevársela a los treinta y un años. Sin embargo, esos tres trabajos son suficientes para apreciar su arte y destreza, su capacidad para crear ilustraciones a la vez brillantes y melancólicas, paisajes de ensueños y atmósferas vívidas y multicolores. Sus imágenes de pluma y acuarela lucen una clara influencia modernista aunque dirigida por una mano inconfundible. Su primer encargo fue una antología de cuentos de hadas Old French Fairy Tales (1920) escritos por la autora francesa de origen ruso Sofía Fiódorovna Rostopchina, conocida como Condesa de Ségur. La misma editorial, Penn Publishing Company, le encargó el año siguiente las ilustraciones para los Tanglewood Tales de Nathaniel Hawthorne, una reelaboración de los mitos griegos dirigido a los jóvenes. En 1928 Sterrett acabó su último proyecto, una brillante versión ilustrada de Las mil y una noche.
"She whipped up the snake and ascended high over the city",Tanglewood Tales de Nathaniel Hawthorne, 1921.
"A part of the wall crumbled with a terrible noise", Old French Fairy Tales de la Condesa de SĂŠgur, 1920.
"Violette consented willingly to pass the night in the forest", Old French Fairy Tales de la Condesa de SĂŠgur, 1920.
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The Lady of Shalott, รณleo sobre lienzo. 1862. Fuente: Google Cultural Institute.
La belle dame sans merci, 1865, รณleo sobre lienzo. Fuente: Sotheby's.
#4 SALEN DE LA
OSCURIDAD
Donde os proponemos cuentos de autores ¡EMERGENTES! Este es el espacio dedicado a las Donde os proponemos cuentos de obras inéditas, a los escritores autores ¡EMERGENTES! desconocidos o poco publicados y a Este es el espacio dedicado a las los textos extranjeros contemporáneos obras inéditas. Aquí acogemos también traducidos por nosotros. vuestros cuentos, vuestras historias y Aquí acogemos también vuestros vuestras pesadillas. cuentos, vuestras historias y vuestras pesadillas.
Ilustración: elaboración digital por Raul Ciannella del grupo escultórico "The Awakening" realizado por J. Seward Johnson Jr. en 1980.
CUENTO ROMÁNTICO DE RABOS Y COLMILLOS por Massimo Soumaré Traducción: Roberto Novello Revisión del texto: Miriam Esteban Rossi Ilustraciones originales: Ryo Kanai
MAMUT 88
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n Japón, aquel año el verano había sido terriblemente cálido. No es que aquel clima tropical pudiese perjudicarme demasiado. Ni el calor ni el frío extremos afectaban a mi cuerpo. Sólo la luz, aquella sí, me molestaba. El cielo vespertino de un azul profundo y sin nubes de la primera mitad de septiembre me debilitaba haciendo menguar mi fuerza hasta el nivel de la de los comunes seres humanos. Por otra parte, estando así las cosas, nadie me pedía explicaciones por las gafas de sol. Era natural llevarlas en esta temporada. De acuerdo, un poco menos llevarlas de manera ininterrumpida por 365 días (normalmente me justificaba diciendo que era debido a una conjuntivitis crónica)… ¡Oh! a fin de cuentas sólo se trataba de un pequeño inconveniente diurno. El modelo con lentes de espejo que llevaba ahora no hacía mucho que lo tenía, había sido una compra reciente. Durante muchos años había utilizado un tipo clásico con lentes oscuras. Pero en una tienda de óptica cerca del barrio de la Crocetta en Turín, la ciudad mágica, las había visto expuestas en el escaparate y en seguida había sido amor a primera vista. Parecía que me estuviesen llamando. Y yo creía en estas cosas. Adoraba ver como la luz se refractaba sobre la superficie en delicados matices anaranjados, azules y verdes. La consideraba también como una especie de pervertida venganza personal hacia los espejos... Las varillas eran de un elegante color rojo. Un hábito de otras épocas. Saqué de la mochila el folleto verde con el mapa que las amables señoritas en uniforme me habían entregado en la entrada al comprar el billete. Al principio me habían propuesto el inglés, pero yo había preferido coger la versión en japonés. Era una vieja costumbre la de adecuarme al país en el cual me encontraba. El conocimiento que tenía del idioma se remontaba a más de un centenar de años, sin embargo, antes de dejar Italia, el lugar en el cual actualmente residía, había decidido comprar algunas gramáticas para actualizarme. El número de ideogramas que se le requiere hoy día a un japonés medio había disminuido notablemente y esto simplificaba las cosas. – ¡En este mundo todos se están volviendo malditamente ignorantes! Cuando era más joven… Aquel pensamiento se me escapó involuntariamente de los labios. Una señora de unos cincuenta años que estaba pasando cerca me lanzó un rápido vistazo, luego, cohibida, apartó la mirada. Evidentemente non era la típica frase que pudiera ser pronunciada por un muchacho de veintitrés o veinticuatro años con una expresión no demasiado brillante y un poco sobrepeso. ¡Maldición! ¡ Si por lo menos me hubiera puesto a dieta! Por la cuestión del aspecto no es que se pudiera hacer mucho... Sí,
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ya sé que en las películas nos pintan de otra manera, comenzando por aquellos ridículos - por lo menos para mí - filmes con Christopher Lee. Mejor correr un tupido velo sobre Brad Pitt, Tom Cruise y Mr. «kung fu» Wesley Snipes (¡cuánto quisiera encontrarlos en la esquina oscura de una calle y explicarles dos o tres cositas!). Se me revolvía el estómago. Mejor en la literatura, pero también allí... Suspiré. ¡Diablos! No había venido aquí para perder tiempo con reflexiones mentales sobre las distorsionadas representaciones del sobrenatural en la fantasía de los seres humanos. Bueno, desde la entrada para llegar a la zona donde se encontraban las casas más antiguas había que girar a la izquierda y seguir hasta el fondo. También quería ir a ver el baño público del que Miyazaki había sacado inspiración para realizar lo que se veía en el largometraje animado El viaje de Chihiro. Ella me había enviado por e-mail esta información sabiendo muy bien cuanto había apreciado aquel anime aunque, en realidad, yo prefería La princesa Mononoke; los enfrentamientos y las batallas me recordaban episodios del pasado, además allí se veía un poco más de sangre… Caminando con paso tranquilo a través de los prados, entre las construcciones, me puse a considerar como Internet fuese increíblemente más cómodo que el correo normal. Habíamos estado en contacto en estos últimos años más que en el período que va desde nuestra separación. Y desde entonces ha corrido mucha agua bajo el puente. Durante el último conflicto mundial el hecho de no recibir ninguna noticia de parte suya me había atormentado notablemente... Había esperado de todo corazón que no se encontrara en Hiroshima o Nagasaki en el momento de la explosión de las dos bombas atómicas. Ni siquiera con sus dotes hubiera podido salvarse en aquella circunstancia. Odiaba la incapacidad de los seres humanos de concebir una muerte limpia y en escala reducida, su preferencia por caóticas y desmesuradas masacres capaces de involucrar también a quienes como nosotros no tenían nada que ver con sus disputas. Inspiré el aire que olía a hierba y el dolor que me quemaba el pecho se mitigó. Hubiera querido tenerla a mi lado, pero ya sería imposible. Para siempre…
No hubiera podido mantener la promesa de acompañarme aquí al Museo Edo-Tôkyô de arquitectura, donde habían sido transportadas y conservadas algunas decenas de construcciones japonesas pertenecientes a diferentes períodos históricos – a partir de la época Edo hasta llegar a los palacios de los años treinta – a fin de preservarlas de los nuevos planos urbanísticos que habían previsto su destrucción. La casa que me interesaba estaba indicada en el folleto con la sigla W5. Había sido la vivienda de un kumigashira, el jefe de una milicia de guerreros cultivadores de rango inferior que cumplían deberes de policía al servicio de la familia Tokugawa ocupándose al mismo tiempo de sus propios campos. En la entrada en tierra batida el aire estaba impregnado de un aroma que me parecía familiar. Provenía del fuego encendido en la chimenea encajada en el suelo de madera. Seguí con la mirada el humo que se alzaba. La presencia de un falso techo indicaba claramente que la casa había pertenecido a un samurai. A los simples campesinos no se les permitía poseer un falso techo, hubieran podido esconder armas. Algunos ancianos pensionados estaban haciendo hervir el agua para el té charlando con alegría entre ellos. Me saludaron y yo respondí inclinando ligeramente la cabeza. Me quité los zapatos y subí al piso elevado del suelo sobre el cual se extendían las habitaciones de la vivienda y comencé a pasear por los diversos ambientes. La casa era verdaderamente parecida a la de mi memoria. Me invadió una oleada de nostalgia. Cuando volví al punto inicial, una señora sonriente me ofreció amablemente una taza de té. En su placa identificativa se podía leer «Murata, voluntaria del martes». Sobre la superficie del líquido transparente flotaban algunos pétalos. – Gracias, – dije yo. – De nada. Lo hacemos nosotros recogiendo las flores de cerezo en el período de la floración. – ¿Podría saber como lo preparáis? – Como no. – Se dio la vuelta y recogió un papel plastificado con texto bilingüe apoyado en el suelo. Aquí está todo explicado. Lo cogí y comencé a leer rápidamente. Era la misma manera de prepararlo que utilizaba ella. Bebí lentamente el té saboreando su suave aroma. Mi mente se despejó y los recuerdos volvieron atrás hasta seis días antes, cuando acababa de llegar al aeropuerto internacional de Narita.
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El joven aduanero de aspecto simiesco emitió otro gruñido bestial y volvió a observarme. Quién sabe por qué motivo parecía que yo no le gustara mucho, pues me estaba creando todo tipo de dificultades. Aprovechando del hecho de que los otros pasajeros ya habían salido y que en el control de la aduana había quedado solo yo, podía proceder tranquilamente, el maldito. La cuestión se estaba volviendo verdaderamente molesta. Ese odioso muchachito me miraba de reojo tratando de despegar con la uña la fotografía del pasaporte, ¡como si la hubiese pegado yo con cola! Habían pasado ciento treinta y dos años de la última vez que había puesto los pies en el archipiélago y las cosas desde este punto de vista no habían cambiado mínimamente. También la vez pasada, recién desembarcado, me habían hecho esperar una eternidad. Un siglo después, la antipatía de los aduaneros japoneses en lo que me atañe parecía haberse transformado en una tradición. – ¿Podría saber cuál es el problema? – Se lo pregunté con toda la amabilidad de la cual era capaz. – ¿Hum, viene Usted de Italia? – Sí. – Tiene pasaporte italiano. – ¿Y qué? – ¿Entonces porqué su apellido, Van Gulik, es holandés? Por su aspecto yo diría que Usted es árabe. No, no, no puedo de ninguna manera hacerle pasar sin un control esmerado. ¡Cielos! Me había tocado el más estúpido del aeropuerto. El tío no lograba concebir el hecho de que yo pudiese tener un nombre, Luca, italiano (verdadero), un apellido holandés (está bien, falso) y el cutis aceitunado. Globalización de mierda. – ¡Y quítese esas gafas! Ya estaba harto. Me las quité como me había pedido. Le hice una sonrisa que dejaba entrever uno de mis colmillos más largos de lo normal y lo miré intensamente, mis pupilas en las suyas. Entrecerré los ojos concentrando la mirada. La reacción fue inmediata. Comenzó a temblar visiblemente, luego exclamó con hilo de voz – P-p-por favor, pase Usted… Suspiré. Odiaba recurrir a trucos de circo como éstos, de todos modos siempre mejor que matarlo delante de todos como tuve la tentación de hacer. Por la mañana temprano todavía tenía
LE HICE UNA SONRISA QUE DEJABA ENTREVER UNO DE MIS COLMILLOS MÁS LARGOS DE LO NORMAL Y LO MIRÉ INTENSAMENTE...
bastante fuerza para actuar tranquilamente aquel propósito y lograr escapar, pero después hubiera sido un problema. No quería complicaciones. No había venido para hacer jaleo. Cogí mi maleta y pasé la inspección del equipaje sin otros contratiempos. Los primeros débiles rayos de sol atravesaban las grandes ventanas iluminando el inmenso salón lleno de gente. Volví a ponerme las gafas. Había dicho que habría venido a buscarme. Escudriñé los alrededores sin lograr divisarla. ¿Dónde se había metido esa mujer? – ¡Eh, Kiba! Su grito agudo cubrió por un instante los otros ruidos. Me giré hacia la dirección desde la cual provenía la voz, tal como hicieron las maravilladas personas que estaban cerca de mí, y la vi, de pie, a unos quince pasos de mí, las piernas ligeramente separadas y la mano derecha apoyada en la cadera en una postura sexy. Me quedé sin aliento. Siempre había tenido una predilección por los vestidos llamativos, pero no me hubiera esperado verla así. Llevaba un tailleur de Armani con la falda gris melange muy ajustada que dejaba descubiertas las piernas largas y bien torneadas, la blusa de raso blanco exageradamente abierta para poner en evidencia el pecho abundante.
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Aprendí a mis propias expensas que también en aquellos lugares vivían antiguos espíritus y monstruos potentes con los cuales no era fácil enfrentarse.
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Los relucientes cabellos negros llegaban hasta el trasero. Una treintañera resultado del cruce entre una aguerrida executive woman, una top model parecida a Koyuki –la actriz de El Último Samurai – y la dueña de un local para hombres solos. No me sorprendió que hubiese llamado la atención de un gran número de hombres, y también de mujeres, presentes. Corrió hacia mí y me abrazó muy fuerte. Sus labios calientes apoyados sobre los míos, el contacto de su lengua suave. Alrededor, miradas de envidia de hombres que se preguntaban cómo podía ser que un veinteañero con expresión idiota tuviese algo que ver con una muchacha similar. Algunos, si hubiesen podido, seguramente me hubieran fulminado al instante... Sonreí en mi interior, complacido por aquellas miradas de odio. La alejé delicadamente y la miré en el rostro. Excluyendo el pintalabios y un poco de sombra de ojos no estaba maquillada. No le hacía falta. Estaba inalterada desde el día en que me había despedido de ella. – Kitsu, ¡estás magnifica como siempre! – No me digas, ya tengo cierta edad – contestó con una modestia que no se entonaba mucho con su aspecto. – ¿Entonces, vamos? Asentí y comencé a arrastrar mi maleta de ruedas con una mano. Kitsu me ciñó la cintura con su brazo. Nos dirigimos hacia la salida y, luego, al aparcamiento. Sentado a la izquierda, en el asiento del pasajero, con el aire fresco que entraba por la ventanilla abierta, observaba el paisaje que corría rápidamente. Por radio estaban transmitiendo el nuevo éxito de Kôda Kumi. – ¿Entonces, realmente quieres ir esta tarde a Akihabara? – ¡Claro que sí! – ¿Quién iba a decir que te habrías transformado en un semejante fanático de los manga, de los anime y de aquellas figuras femeninas de resi-
na con tetas enormes y vestidos que lo dejan ver todo? Eres un verdadero otaku! ¡Maníaco! – Lo dijo con un tono ligeramente disgustado. – ¡Es así, y además me gustan los personajes de chicas con cola y orejas de animal! ¿Deberías saberlo, no? – ... Me dirigió una mirada glacial. Pero enrojeció. De improviso cambió de tema. – ¿No encuentras cambiado el panorama? –dijo mientras miraba hacia delante apretando fuerte el volante. – Sí, parece otro mundo. – Y es así, Kiba. Cada día hay más metal, cemento y menos verde en cada rincón de este país... Ya no me gusta. Me giré para mirarla. Ella era un zorro con poderes sobrenaturales, tal como lo había sido Kuzunoha, la madre de Abe no Seimei, el brujo más potente del Sol Naciente en el arte de la magia onmyô, alrededor del año mil. Era un espíritu potente dotado de una mente aguda, hijo de la naturaleza. Kitsu no era su verdadero nombre. Era un apodo que le había puesto yo en el período en que vivíamos juntos. No era nada más que la contracción de la palabra «kitsune», zorro. Tal como ella había cogido la costumbre de llamarme «kiba», colmillos, debido a mis dientes. Entrecerré los ojos. Las construcciones de cemento de los alrededores desvanecieron transformándose en espesos árboles y matorrales de bambú... * El cantar de los grillos era incesante en aquel bochornoso verano de 1877. El sol estaba a punto de declinar y yo había estado todo el día fuera, bajo los rayos del sol, sin mis pequeñas gafas de lentes oscurecidas que por desgracia había perdido en el enfrentamiento. Tenía fuertes mareos y jadeaba. Las heridas que había sufrido la noche
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ba conocerlos suficientemente como para poder evitarlos con facilidad. Fue un error enorme. Habría estado con el alma en vilo por el hecho de que en ninguno de los documentos que había examinado aparecían noticias relativas a ellos. Lo desconocido esconde inevitablemente algunos peligros. El período entre abril de 1876 y julio de 1877, para mí fue un verdadero infierno en el cual conocí un gran número de criaturas que hubiera preferido seguir ignorando. También aquí había religiones capaces de perjudicarme. Además del budismo, también las fórmulas autóctonas del onmyô y las sintoístas eran capaces de dañarme. La Insurrección de Satsuma con los consiguientes desplazamientos de tropas había creado un ulterior impedimento para mis movimientos. Hubiera sido mejor quedarme al amparo en la capital en lugar de ir a la zona cercana a la ciudad de Kyôto. Maldita sea mi curiosidad... Exhausto, vi a lo lejos una casa aislada con el techo formado por capas de corteza de ciprés, cerca de los árboles de cerezos, y me pareció un buen lugar donde recuperar mis fuerzas. Faltaban pocas decenas de metros cuando de improviso noté un fuego fatuo de color azul que resplandecía delante de la entrada. En el interior una figura que recordaba la de un zorro. De nuevo. Maldije el destino. No me quedaban fuerzas para seguir luchando. Esta vez era verdaderamente el fin. Las energías me abandonaron de golpe y me desmayé. Percibí algo fresco sobre la frente. Un paño húmedo. Levanté lentamente los párpados. A mi lado, sentada sobre los talones, rodeada por un halo azul, estaba una de las criaturas más encantadoras que jamás había visto. Tenía largos cabellos negros y ojos del mismo color, profundos como la noche, y llevaba un magnífico kimono cándido como la nieve con los bordes de un rojo púrpura y motivos anaranjados con forma de hoja de arce. Un obi azul oscuro completaba la imagen. Su sonrisa tenía una expresión entre el aliviado y el divertido, con una punta de ironía expresada por la manera de torcer levemente los ángulos de la boca. – Me llamo Kaedenoha, ¿y tú? – dijo amablemente. Fue aquél mi primer encuentro con Kitsu y desde ese día la amé profundamente, de un modo que jamás había sentido antes por ninguna de mis anteriores compañeras, fueran humanas o no. Supe más tarde que vivía sola en aquella vieja casa, el hogar de un jefe samurai de nivel inferior,
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anterior luchando con los seres sobrenaturales de esta tierra - dos hirsutos gigantes de piel roja y azul, con cuernos en la cabeza, vestidos bastamente con pieles de tigre – no se habían sanado lo suficientemente rápido. Mis pasos eran pesados. Tenía que encontrar un refugio donde poder retomar energías. Había subestimado aquel viaje a pesar de que yo no fuera exactamente un novato. Había dejado la vieja Europa, intrigado por las noticias que llegaban de aquel remoto rincón del mundo que había abierto sus puertas a Occidente solo unos veinte años antes gracias al comodoro Matthew Perry que había obligado los japoneses a firmar la Convención de Kanagawa en 1854. Aproximadamente ciento cuarenta años antes yo había llegado a China, El Reino del Centro, y había visitado muchos lugares del Extremo Oriente. Allí las limitaciones impuestas a la gente como yo se hacían menos pesadas. ¡Oh sí! muchas, como las del miedo al ajo o relativas al hecho de que no pudiéramos salir de día, se las habían inventado los hombres... pero otras, sobre todo las relacionadas con los objetos sagrados, eran verdaderas. En El Reino del Centro las posibilidades de encontrar a alguien con un crucifijo o con agua bendita eran muy remotas; este hecho, al principio, me hizo probar una sensación eufórica de omnipotencia. Pero no había durado mucho. Aprendí a mis propias expensas que también en aquellos lugares vivían antiguos espíritus y monstruos potentes con los cuales no era fácil enfrentarse. Contrarrestar a los saltarines y peliagudos no-muertos Jiang shi había sido una experiencia que hubiese preferido no repetir jamás. Además había descubierto que los hechizos taoístas y las plegarias budistas eran capaces de dañarme más de lo que había imaginado. ¡Los vajra de los bonzos producían casi el mismo efecto de las cruces! Desde Corea había pensado cruzar el mar e ir a Japón pero, considerando el veto para los extranjeros de entrar en este país, había cambiado de idea volviendo sobre mis pasos. Había vagado por aquellas tierras durante unos veinte años comerciando en piedras preciosas y artículos de arte. Una vez regresado a Occidente, venderlos me había permitido vivir cómodamente durante muchos años. Pero me había quedado el deseo de visitar algún día el país del Sol Naciente. Mi error había sido el de creer que también en Japón vivieran grosso modo los mismos espíritus que se encontraban en el continente. Pensa-
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fallecido hacía mucho tiempo. Permanecimos juntos durante catorce años. Se convirtió en una maestra para mí. Me enseñó muchas cosas sobre el archipiélago y las criaturas que lo poblaban. Hicimos muchos viajes viviendo diversas aventuras. Sin embargo, nuestros caminos acabaron por dividirse. A pesar de nuestro amor, era difícil para seres como nosotros vivir juntos por mucho tiempo. En 1890 me dispuse a dejar el país. Aquel año, mientras estaba haciendo los últimos preparativos para el viaje, conocí casualmente en Yokohama a un corresponsal del Harper’s Magazine dotado de una expresión inteligente y de una mirada despierta a pesar de la ceguera del ojo izquierdo. Lo encontraba simpático, por tanto lo invité a tomar sake en una posada, con el recóndito propósito de distraerme del pensamiento de la triste conclusión de mi relación con Kitsu. Parecía un apasionado de folklore, por lo tanto le aconsejé, más bien bromeando , que escribiera algún libro que hablara de los yôkai – la palabra la había aprendido de Kitsu –, los monstruos japoneses. ¡Quién hubiera imaginado que Patrick Lafcadio Hearn habría seguido mi consejo! De todas maneras, su trabajo nos ha permitido a nosotros, seres sobrenaturales occidentales, tener una excelente guía sobre los monstruos locales… – Eh, Kiba, ¿qué tal? ¿Todo bien?
Emma-Dai-Ō. Señor de los infiernos (Yomi-tsu-kuni) y juez de los hombres, en una ilustración de In ghostly Japan de Lafcadio Hearn, 1899
La voz de Kitsu ocupada en conducir me desvió de mis recuerdos. Alrededor, el número de construcciones había aumentado notablemente. Esto significaba que habíamos entrado en el conjunto urbano. – Sólo estaba reflexionando. Ella enarcó una ceja, dudosa. – Bueno, de todas maneras, faltan sólo unos cuarenta minutos para llegar al hotel. Nos refrescamos un poco y después te acompaño a Akihabara ¡Como querías! – Perfecto. La idea de ir a Akihabara me excitaba. Una vez era únicamente el barrio de la electrónica, pero ahora se había transformado en la tierra prometida para los apasionados de dibujos animados e historietas. Kitsu vivía en Nara, la ciudad donde los ciervos caminaban libres por las calles, jamás hubiera tolerado vivir en una selva de asfalto y cemento como ésta. Por tanto, había reservado una habitación matrimonial por sólo tres días en un hotel en el barrio de Shibuya de la capital, meta de los jóvenes a la moda, pensando que a lo mejor allí yo habría encontrado fácilmente algunas presas en el caso de que hubiera tenido hambre... ¡Qué muchacha adorable!
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Por la noche las estrellas estaban ofuscadas debido a la luminosidad emanada por la gigantesca metrópoli. Su cuerpo desnudo contra el mío estaba caliente. Acariciaba su espalda de piel lisa, deslizando lentamente la mano derecha hacia abajo mientras, sentados en la cama, nos abrazábamos uno con otra. Sus pezones rosados y túrgidos contra mi pecho. Mis dedos llegaron hasta la unión de los glúteos firmes, presionando delicadamente el punto debajo del espeso rabo marrón claro. Emitió un gemido. Jadeaba. Para ella había sido siempre un punto muy sensible. Por reacción su lengua penetró aún más profundamente en mi boca. Después de haber alejado el rostro, un hilo sutil de baba escurrió del ángulo derecho de sus labios. – ¿La mía es más bonita, no es verdad? –susurró con voz lánguida. Se refería a nuestra visita vespertina a Akihabara. Había algunas cosplayer disfrazadas de muchachas gato con orejas y colas postizas y yo, como buen otaku, me había parado extasiado a
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DE GOLPE LE TIRÉ CON VIOLENCIA LA COLA. CON UN SUSPIRO ARQUEÓ LA COLUMNA VERTEBRAL CAYENDO HACIA ATRÁS SOBRE LA CAMA...
preguntó Kitsu con voz ligeramente adormecida. – ¡Déjalo! Transformarse de esa forma se ha convertido en una verdadera molestia. A no ser que uno se encuentre en lugares perdidos. Eso ya no es volar, yo lo llamo «¿contra cuántos edificios he chocado esta noche?»… Un verdadero asco. – A mí me gustaría poderlo hacer. Claro, ella no tenía aquella capacidad. – No te pierdes nada. ¿Tienes idea de cómo funciona el sentido radar de un murciélago en medio de un montón de rascacielos? No se entiende nada. También se corre el riesgo de chocar contra los cables de alta tensión, una experiencia electrificante de veras… pésima ocurrencia… o peor, se puede… – Vale, vale, te he entendido. ¡Pero que aburrido eres! En esto no has cambiado absolutamente, ¿sabes? Me conocía bien, tenía que admitirlo. – Mira en el sobre, hay un regalo para ti. Antes me olvidé de dártelo. Extendió el brazo indicando un rincón de la habitaciòn. El sobre con escrito Kinokuniya, una de las más grandes cadenas editoriales de Japón, contenía en su interior algunos libros. Obviamente no tenía ningún problema para leer en la oscu-
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mirarlas. Kitsu se la había tomado a mal. Durante la sucesiva media hora no había hecho más que llamarme pervertido. Sin duda estaba un poco celosa. Pero era verdad, no se podía comparar con las otras. ¡En el fondo la suya era verdadera! Normalmente lograba tenerla escondida, invisible a los ojos humanos. En el pasado yo había transcurrido horas acariciándola y sabía perfectamente cuánto fuese receptiva. – ¡Mucho mejor la tuya! –Le contesté con sinceridad. Apreté con fuerza mayor con dos dedos en aquel punto, acariciándole el pecho con la otra mano. De golpe le tiré con violencia la cola. Con un suspiro arqueó la columna vertebral cayendo hacia atrás sobre la cama, las piernas separadas. En un instante estuve sobre ella, mi vientre moviéndose contra el suyo... Cuando regresé a la habitación del hotel, Kitsu todavía estaba tumbada en la cama, la sábana blanca le cubría parte de las nalgas y de la cola, la mejilla apoyada sobre los brazos cruzados. Tenía los ojos cerrados. La ligera ráfaga de viento que había entrado abriendo desde el exterior la ventana probablemente la había despertado. La volví a cerrar e hice deslizar la cortina de modo que la luz del neón no penetrara fastidiosamente en la habitación. – ¿Cómo fue la caza? Su olfato desarrollado enseguida había percibido el olor de la sangre proveniente de mi boca. – Bien. Tenías razón. Las muchachitas aquí no le prestan mucha atención a los extraños. – ¿No la mataste, verdad? – No, no lo necesitaba. Y para ser precisos eran dos. Tenía un poco de hambre debido al viaje... – sonreí simulando una expresión feroz. Ella sabía bien que muy raramente yo eliminaba a mis víctimas. Me bastaba simplemente alimentarme. No era necesario exagerar. Matar originaba siempre una serie de desagradables problemas colaterales. Aún más en una ciudad abarrotada. ¿Aunque las víctimas hubiesen ido a contar que habían sido mordidas por un monstruo, quién lo habría creído? Había algunas ventajas en esta época moderna. El número de inadaptados era considerablemente alto y podían, si se presentaba la ocasión, actuar como excelentes chivos expiatorios. Por no hablar de aquellas sectas pseudo satánicas y similares que proliferaban en el mundo… – ¿Cómo ha sido volar sobre Shibuya? –me
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ridad, así como no lo tenía Kitsu. Vampire Hunter «D» de Kikuchi Hideyuki, El apocalipsis de Ryû de Shinoda Mayumi, Trinity Blood de Yoshida Sunao… Los títulos y los nombres de los autores compuestos por caracteres de diversas formas y colores resaltaban sobre las tapas. A primera vista parecían interesantes. – Sé muy bien que te gusta estar actualizado sobre novelas y películas que hablan de tu «familia», aunque los critiques ferozmente, así he pensado comprarte algunos libros. Además, con éstos podrás hacer un poco de ejercicio con el japonés moderno. No que a mí me guste. Es verdaderamente... poco refinado. La miré fijo por un instante. Había sido verdaderamente amable. – ¿Qué puedo hacer para darte las gracias? –le pregunté sin reflexionar. Ella alejó completamente la sábana y se puso a cuatro patas, con el trasero girado en mi dirección mientras agitaba voluptuosamente la cola de un lado a otro. Me miró intensamente pasándose lentamente la lengua sobre el labio superior. – ¿Qué te parece?… No esperé que me lo repitiera. El aire estaba mucho más respirable. Estábamos rodeados por el verde de la vegetación. Brillantes torii votivos rojos con la base coloreada de negro, como si fueran arcos creaban una galería casi infinita. Numerosos pequeños templos. Podía entender porque Kitsu amaba tanto el conjunto religioso sintoísta de Fushimi Inari Taisha donde se veneraba a la deidad Inari. Nos habíamos quedado tres días en Tôkyô, sin poder dejar de hacer el amor. Por tanto, a parte Akihabara, había visto muy poco del resto de la ciudad, pero en realidad no podía quejarme... El cuarto día Kitsu había insistido con fuerza porque quería marcharse por la mañana temprano hacia Kyôto. Decía que tenía absolutamente necesidad de pedir un consejo a su madre. Después de todo, había vuelto a Japón justamente porque ella me había pedido un favor. No podía negarme a ayudarla. Había llegado el momento de ponerme manos a la obra. Aunque aún no lograba entender lo que quería de mi. Ella estaba de pie, frente a uno de los pequeños templos. Sobre una especie de altar había algunas ofertas compuestas por fruta y dulces de arroz. Delante había un torii de piedra gris no muy alto que parecía una puerta dimensional conectada con otro mundo. Detrás de la construcción, la vegetación serrana se extendía lozana. Yo me quedé un poco
más allá, sentado sobre una roca. No quería molestarla. No se veía a nadie, era algo insólito. El sol del mediodía resplandecía en un cielo azul intenso con pocas nubes pasajeras. Menos mal que llevaba mis gafas de espejo. Fue en aquel instante que una sombra se materializó entre las plantas. Emanaba una luz argéntea. Poco después la figura en el interior se hizo definida. Era un zorro de pelo blanco. Se acercó y se sentó sobre las patas posteriores frente a Kitsu. Ella comenzó a hablar con el animal. Yo no lograba entender lo que se estaban diciendo. Un zorro blanco, reflexioné.
Un kitzune (zorro), en una ilustración de Tsukioka Yoshitoshi "Musashino no tsuki", 1892. Fuente: Wiki Commons.
También Kuzunoha había sido un zorro blanco. Quizás quería decir que... Por otra parte, todas las veces que en el pasado habíamos hablado de Abe no Seimei en el rostro de Kitsu había aparecido una sonrisa nostálgica, casi como si recordara un pariente desaparecido ya hacía muchos años. ¡Es posible que fuese tan vieja! Bueno, no es que yo fuera un jovencito. Estaba dando vueltas desde los tiempos de la segunda cruzada. Justa-
Un hombre se enfrenta a la aparición de la deidad Inari y un kitsune. Ilustración de Utagawa Kuniyoshi, 1798 - 1861. Fuente: Wiki Commons.
Comenzó a bajar velozmente el sendero que llevaba a la salida del conjunto. La alcancé y me puse a caminar a su lado. – ¿Dónde? – Al monte Kurama. Mamá me ha dicho que allí podemos encontrar lo que estoy buscando. – ¡Vale, muy bien! Todavía no me has explicado qué es lo que tengo que hacer, – exclamé con la esperanza que se dignase por fin a decirme lo que quería de mí. Era insoportable cuando se
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El monte Kurama se encuentra en la campiña, al norte de Kyôto, exactamente en la dirección opuesta a la del Fushimi Inari Taisha. Desde la antigüedad había sido considerado un lugar sagrado. En las cercanías surgía el templo budista de Kurama-dera edificado en el octavo siglo des-
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portaba de esa manera enigmática. – Kiba, me tienes que ayudar a recuperar un objeto. Probablemente habrá que combatir… Son adversarios difíciles, necesito ayuda para derrotarlos. Al mirarte no inspiras mucha confianza, pero tienes bastante garra cuando se trata de pelear. Consolador, ¡me consideraba una especie de gamberro de la calle! Suspiré. – Ningún problema. Pero sabes, preferiría que entráramos en acción por la noche. Podría serte más útil. – Sí, también para mí es mejor. No me gustaba mucho luchar, pero si había que hacerlo sin duda no me echaría atrás. Además si era para Kitsu ¡no me hubiera importado siquiera enfrentarme a los demonios del infierno! Casi como si me hubiese leído en el pensamiento se me acercó y me dio un delicado beso en la mejilla. – Gracias, cariño. No se lo hubiera pedido a nadie más. –me susurró en el oído. – He visto en una guía turística que en el Museo Edo-Tôkyô de arquitectura hay una casa como aquella en la que te encontré la primera vez. ¿Recuerdas? – ¿Qué? No lo sabía. La nuestra fue destruida hace mucho tiempo… – ¿Entonces que te parece si fuéramos a verla cuando todo habrá terminado? Ella no contestó enseguida. Parecía pensativa. – De acuerdo. – ¿Es una promesa? – Sí. Se acercó a las ofertas votivas del pequeño templo que estábamos superando y, cogiendo de improviso un dulce de arroz, se lo tragó. – ¿Qué estás haciendo? – Bueno, este es un santuario dedicado a Inari y nosotros, los zorros, somos sus emisarios, ¿no? Simplemente me llevo una pequeña ofrenda – contestó con la boca llena. Nada que objetar.
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mente haciendo el dragomán en Tierra Santa yo había empezado a probar interés por los estudios lingüísticos. Parecía que hubiesen terminado su discusión. El zorro se dio la vuelta y regresó por donde había venido. Antes de desaparecer giró el morro en nuestra dirección lanzando una larga mirada hacia Kitsu y luego hacia mí. Bajó la cabeza como si estuviese haciéndome una reverencia para agradecerme y recomendarme que cuidara a su hija. Como respuesta yo también agaché la cabeza. – ¡Vamos! tenemos que irnos, – abrevió ella.
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ARTE EL AGUA EN M asparini Por Sandra G nes de años Hace 3500 millo ua un vaso de ag r ta n a v le e pudist por última vez al trasluz mirar la luna sol el más lejano uía s la gran seq ce n to en o in sobrev ral n luto sepulc tes todo guardó u s supervivien a n u m co s la o de siguió el éxod te el hambre siguió la muer erdo siguió tu recu os enios venider uestra vivo en los mil recían a la n a p se o n e u q sas vo por en las otras ca rtículas de pol a p en do n da casa ro nuestra sola e siertos de Mart los ventosos de s proyectadas ena ya sin sombra módulo alieníg o id p tú es y ante mbarino sólo un arrog mar de óxido a n u en s a tr es tomando mu
EL NIÑO DEL OJO BLANCO por Francesc Barrio
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UN PADRE Thomas J. Pomeroy es un perdedor, la chusma habitual que te encuentras en las más sucias tabernas de Charlestown. En el bar ha bebido mucho, como siempre. Ha discutido con algunos parroquianos, como suele ocurrir. Y le han echado a patadas, así acaban sus noches. Regresa a su casa en las afueras de la ciudad. Está enfadado, la vida siempre le castiga, todo el mundo abusa de él. En la destartalada casucha le esperan su mujer, Ruth, y los dos pequeños. Charles tiene seis años, Jesse tiene cuatro. Los niños juegan delante dela chimenea, la madre prepara la cena. Tras un velo de aparente normalidad, los tres tienen el corazón en un puño, sienten la inquietud en lo más profundo de su alma. Los tres temen la llegada del padre, como cada noche. Thomas abre la puerta tambaleándose. La sala se impregna del hedor de alcohol y perdición. Mira con odio a los niños que corren a esconderse a la cocina. Ruth se apresura en pos de su esposo. Pobre de ella, pretende detenerle. Lo único que consigue es una lluvia de golpes. Primero bofetadas y puñetazos. Después, en el suelo, una sucesión de patadas que la dejan inconsciente. El hombre sigue hasta la cocina llamando a gritos a sus hijos, requiriendo su presencia ante su padre. Ellos ya saben a qué atenerse. Temerosos, salen de su escondite. El hombre, con brusquedad, los agarra del brazo y los arrastra fuera de la casa, al cobertizo. Como cada noche. Es una fría noche de noviembre en los oscuros pantanos de Massachusetts, y el cobertizo es el triste escenario de la continua tortura de los niños. Thomas los lanza al suelo y les ordena desnudarse. Entre lloros y súplicas, acceden a sus órdenes. Saben que no tienen salida. No hay escapatoria. Nadie vendrá a ayudarles. Mientras se desvisten, el hombre saca su cinturón. Ellos ya están de rodillas, sintiendo el dolor lacerante de los granos de maíz del suelo. Enseguida empiezan los latigazos, al principio indiscriminados. El hombre golpea sin cesar la piel pálida de las criaturas, dejando profundas marcas que se suman a las viejas cicatrices. Cansado del cintu-
UN PERRO Jesse es un niño feo y desgarbado. Sólo tiene ocho años, pero su cuerpo es demasiado grande para su edad, desproporcionado, con una cabeza enorme coronada por una greña de cabellos castaños y rojizos. Debido a las constantes palizas que le inflige su padre, tiene la nariz deformada, los pómulos y labios siempre inflamados. Sus orejas son grandes, su mirada como perdida, y su ojo, ese ojo derecho, una mancha lechosa. Jesse no tiene amigos, es solitario y retraído. Nunca sonríe. Se pasea distraído por el arrabal, acercándose a las inmediaciones de su casa. Nadie se preocupa de si va a la escuela o de dónde están sus padres. Nadie repara en él. Pero él sí que busca algo y no tarda en encontrarlo. En un descampado, jugueteando en una pequeña montaña de neumáticos viejos, reconoce a su objetivo, Sparky, el perro de su hermano Charles. Es un animal flaco, de raza indistinguible, un chucho huidizo pero que no cuesta atraer con un buen pedazo de cecina. El chaval le acaricia compasivo el lomo mientras la bestezuela devora la carne. Después, Jesse se aparta dirigiéndose hacia los matorrales, y el perro lo sigue animoso, esperando algún regalo más. Entre la vegetación, al alcanzar los restos de un viejo árbol centenario marcado por un rayo, Jesse saca un cordel se lo pasa por el cuello y lo ata en una de las ennegrecidas astillas. El chico se agacha para continuar con las caricias mientras saca un viejo cuchillo oxidado que lleva en el cinto. El pobre animal, inocente, no se espera el tajo rápido en un costado que le perfora un pulmón y enseguida lo deja sin fuerzas. Prácticamente rendido, va recibiendo un corte tras otro. Aún respira cuando el niño lo abre en canal dejando sus vísceras al aire. Por último, atravesándole un ojo, da fin a su vida. Jesse mete el cadáver ensangrentado del perro en un saco. Piensa llevarlo hasta casa y colgarlo de la ventana del comedor de una vieja vecina. No está muy seguro de por qué lo hace, pero no deja de parecerle divertido. Mientras se aleja de los matojos salpicados en encarnado, una bestia oscura, informe, una sombra que toma forma, se remueve en el interior del viejo árbol. Jesse no verá como el ser lo observa con avidez mientras se relame ansioso.
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rón, con los niños en el suelo, la emprende a patadas, ensañándose en su hijo mayor que ya no reacciona. El pequeño Jesse le mira suplicante. Su padre detiene un último golpe. El ojo derecho del infante, una aberración sin iris ni pupila, clava su mirada en la del hombre. Enfurecido, coge al niño del cuello, lo arrastra fuera del cobertizo e intenta ahogarlo en las aguas pútridas del pantano. Mientras sus manos fuerzan el cuerpo, éste se revuelve ansioso por vivir. En la mente del padre tan solo está la imagen de ese ojo blanco, maldito, que lo vigila, lo observa, desafiante. Pasan unos instantes eternos. Finalmente, cede la presión. No puede matarlo, es su hijo. Arrodillándose, mira sus manos como si no las reconociese y clama al cielo por que se lo lleve y acabe ya con este infierno. La pobre criatura empapada, dolorida, regresa al cobertizo. Una única lámpara de gas ilumina la estancia ténuemente. Se acerca al cuerpo de su hermano. Aún respira. En una esquina, agazapado en la oscuridad, una bestia observa la escena. Si el pequeño Jesse se girara, tan solo vería una maraña umbría de piel escamada y espinas oscuras que enmarcan unos ojos salvajes y una gran sonrisa babeante llena de dientes predadores. La bestia, acechante, simplemente espera.
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UN JUEGO El pequeño William tiene cuatro años. No quiere que le llamen Willy porque ya es mayor. Es casi Navidad pero aún no ha nevado. El niño está jugando en el patio de su tía Marge mientras ella y su mamá hablan de cosas de mayores en el interior de la casa. Está sentado en un arenal, excavando alguna magna obra de ingeniería infantil. Inesperadamente, algo le golpea en la cabeza. Fundido en negro para el pequeño William. Le despierta un dolor lacerante. No sabe que se encuentra en una cabaña abandonada en medio de un frío páramo a las afueras de la ciudad. Está desnudo de cintura para arriba y cuelga de las manos atadas por una cuerda de una viga del techo. El pequeño William no lo sabe, pero se está desangrando por los múltiples cortes que tiene en la espalda. Instantes antes de que despertara, un joven que sólo tiene doce años pero parece mucho mayor se estaba masturbando ante él con las manos ensangrentadas. Era Jesse. Y no estaba solo. Entre los cachivaches que ocupan la mayor parte de la cabaña, oculto en el interior de un viejo bidón corroído, una bestia nefanda ha sido espectadora muda, ha cerrado los ojos complacida y ha gemido de placer contenido.
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UN POLICÍA El inspector Warren es un hombre desbordado por su trabajo. Está cansado. Tiene cincuenta años, mucho sobrepeso y poco pelo. Su mujer ya está harta de vivir con un perdedor y su jefe no deja de presionarle. Warren está a cargo del caso del “Sádico Bribón”. Así le han bautizado los periódicos del estado. Ese es el nombre que usan las madres para asustar a sus hijos cuando son desobedientes. En el último año y medio se han registrado seis casos de agresiones a menores en la zona del arrabal de Charlestown. Todas son parecidas. Niños pequeños, indefensos, maniatados, desnudos, golpeados brutalmente. Cortes arbitrarios por todo el cuerpo y mutilaciones. Todo obra de un sádico, un adolescente pervertido que se masturba mientras los chiquillos lloran desangrándose. Parece ser que el sospechoso es un chaval pelirrojo, de constitución fuerte. Y muy escurridizo. Hoy se encuentra en la escuela con una de las últimas víctimas, Joseph, el pequeño de los Kennedy. El inspector tiene la esperanza de que reconozca a su agresor entre los alumnos. Aunque han pasado ya unos meses desde que se produjo el ataque. Así que quizás no sirva para nada. Además, el policía no lo sabe, pero Jesse, el sádico bribón, no está en clase. El chaval se encuentra vagando por las calles, como siempre. Cerca de la estación ve un niño solo, jugando distraído entre los viejos raíles en desuso. Jesse se le acerca por detrás navaja en mano. Antes de poder amenazarlo ve que, no muy lejos, un par de ferroviarios se han fijado en ellos. No quiere arriesgarse, así que deja marchar al crío. En un vagón destartalado, cercano, insatisfecha, la bestia se muestra en todo su esplendor. Salida de las sombras, como formada de una viscosidad tenebrosa, cual pesadilla, se yergue sobre sus dos piernas una forma antropomorfa, oscura, con la espalda llena de grandes espinas, a modo de gargantuesco puercoespín diabólico. Es difícil separar la visión de su cabeza del resto del cuerpo, y en ella tan solo se distinguen su boca aserrada y sus ojos maliciosos. La bestia, el Segador, observa decepcionado la marcha del niño del ojo blanco.
UN PASTELILLO Horace es un niño revoltoso. Su madre está haciendo la compra en el colmado, pero a él eso no le interesa. Desde fuera de la tienda, a través de la cristalera, Jesse le sonríe y lo atrae con un gesto de la mano. ¿Quieres un pastelillo? Yo te invito. Juntos van hasta una pastelería cercana. El mayor compra un par de pasteles. Crema para él, chocolate y nata para el pequeño. Salen a comérselos dando un animado paseo por las callejuelas menos transitadas. Cualquiera que los vea pensará que son dos hermanos perdiendo el tiempo antes de cenar. Eso es lo que creen todos. Jesse no dice nada, simplemente saborea el momento. Horace le sigue embelesado y agradecido. Sus pasos los llevan hasta las marismas de la bahía de Boston. Como Jesse esperaba, no se ve a nadie. No les verá nadie. El joven saca su cuchillo del cinto y la emprende con el crío. Horace en un principio se defiende interponiendo sus pequeños bracitos ante las arremetidas del arma. Un tajo certero en el cuello lo deja sin fuerzas. En el suelo, Jesse sigue infligiendo cortes. Se relame pensando dónde agujerará en la siguiente acometida. Primero se ensaña con el pecho y el abdomen, pasa luego a la ingle y los genitales. Termina atravesándole el ojo derecho. Mientras se masturba sobre el cadáver, se gira en dirección a una vieja cabaña a su espalda. A cobijo de las sombras, allí se oculta el Segador que se asoma para saludarle complacido. Mutuo entendimiento. El niño asesino se corre mirando amenazadoramente a la bestia. Cuando termina, se apresura a enfrentarla. Pero al llegar a la vieja cabaña, el Segador ya se ha ido, difuminándose en las oscuras paredes.
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UNA OPORTUNIDAD Jesse tiene catorce años. Ha pasado casi dos años en un reformatorio. Allí todos le tenían miedo. Era respetado. Pero él ansiaba salir, así que hizo todo lo posible por mostrar un buen comportamiento. Sobre todo con el jefe de los guardias. Con él tuvo que ser especialmente solícito. Su familia ahora vive en Boston. El padre ya no está. A nadie le importa. Su madre y su hermano se han comprometido a hacerse cargo de su vigilancia. Por eso lo han puesto a trabajar en la tienda familiar. Es primavera, el tiempo es agradable. Charles, el mayor, está repartiendo periódicos. Su madre ha salido a hacer unos recados. El joven Jesse queda al cargo de la tienda. Entra Katie, una niñita de 10 años que quiere comprar un cuaderno. Jesse sonríe. Le dice que sólo le queda uno y que hay que buscarlo en el sótano. ¿Me acompañas? En el subterráneo, Jesse saca su navaja y la degüella con un solo movimiento. Después le arranca la ropa y practica un corte desde la ingle hasta la clavícula dejando visibles las entrañas. La niña aún retiene un hálito de vida, sus ojos muestran el pavor más absoluto pero se ve imposibilitada de gritar. Jesse perfora al azar, el estómago, el hígado, el páncreas. Juega, divertido, atraído por los colores de los líquidos que rezuman. Se baja la cremallera, se coge el pene y se masturba satisfecho. Tras correrse, de reojo, ve al Segador que lo observa complacido. Jesse lo mira desafiante y la bestia le hace un gesto de asentimiento antes de desaparecer entre las sombras. El joven se limpia la sangre y el semen, se lava y vuelve a la tienda a sus obligaciones.
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UNA VISITA Jesse Pomeroy es un viejo decrépito. Tan solo tiene 50 años, pero aparenta 80. Está gastado, cansado, rendido de la vida. Lleva más de treinta años encerrado en el Penal Federal de Boston. Deberían haberlo ahorcado. Era su castigo. Pero nadie se atrevió a firmar una sentencia de muerte para un niño de 14 años. Así que decidieron recluirlo de por vida, sólo, aislado de todos, en una celda que nadie visita. Es cierto que el recluso del ojo blanco no recibe visitas en su celda. Pero también es cierto que no está solo. Casi cada día viene a verlo. El Segador. Normalmente durante la noche, surgiendo de las sombras. Jesse lo espera siempre tumbado en su sucio camastro. Casi no tiene fuerzas para enfrentarlo. La bestia se forma ante sus ojos. Girones de oscuridad revolotean por la estancia hasta modelar el cuerpo nefando de la maligna criatura. El viejo Jesse piensa que viene directamente del Infierno. Cada noche. Una visita personal. El Segador se acerca a su víctima, que se hace el dormido. Pero ambos saben que no es cierto. Es como un juego. Un légamo tenebroso va quedando a su paso. La bestia llega al camastro y se sube encima de Jesse. El viejo siente la opresión nauseabunda de su cuerpo y hace todo lo posible por contener las nauseas. La bestia, a veces se limita, simplemente, a darle lametones repugnantes, arrastrando su repulsiva lengua, rasposa, por todo su cuerpo. Cuando eso sucede, luego Jesse puede sentir durante horas el hedor del ser que impregna su ropa y su piel. Pero en otras ocasiones, el Segador se siente travieso y entonces tienen lugar horas de intensa tortura. La bestia se dedica a morderle, juguetón, con sus dientes aserrados. Le muerde las pantorrillas, los muslos, las nalgas, la barriga…, la infernal criatura no deja ni un centímetro de su cuerpo sin atacar. A veces es incluso peor. El Segador se monta sobre el viejo Jesse, y señala con uno de sus espeluznantes dedos. Ante los ojos del anciano, el dedo crece, alargándose cual mortal punzón, hasta atravesar su carne y perforar sus pulmones. Hay noches que, mientras babea sobre su cara, el dedo maldito atraviesa su ojo izquierdo, inundando a Jesse con un insoportable dolor que le hace proferir un desesperado alarido que, en la prisión, todos ignoran. Y nunca quedan marcas. No hay secuelas aparentes. Tras la marcha del Segador, tras reponerse del dolor, el viejo revisa su cuerpo. No hay heridas, no mana sangre. Tan solo le queda el inmundo hedor que parece que nunca se vaya. Pero Jesse sabe que está acabando con él, lentamente. Ya se está quedando prácticamente ciego y respirar se está convirtiendo en una nueva tortura de esputos sanguinolentos. Pero el viejo Jesse ha tomado una decisión. Ya no lo soporta más y está determinado a acabar con la bestia. Con sus manos y la ayuda de una cuchara, ha excavado un agujero en el suelo de su celda. El anciano ha alcanzado una tubería de gas que pasa cerca de la puerta. Con una piedra la ha quebrado y el gas mana libre inundando la estancia. Esta noche, cuando llegue la infernal criatura, la hará volar con una chispa. Lo hará volar todo si es necesario.
Francesc Barrio nació el 1968 en Santa Coloma de Gramanet
antologías como Círculos Infernales de Saco de Huesos, Steam Tales
(España). Inició estudios de Física en la Universidad Autónoma
de Dlorean Ediciones, Calabazas en el Trastero – Creatures de Saco
de Barcelona, pero pasaba más tiempo en el bar que en las clases.
de Huesos, Una utopía, por favor de Salto de Página o las Antologias
Trabaja como redactor de contenidos en un estudio de marketing
Fénix de Ficção Científica e Fantasia - Volume II y Volume III de Ficções
online y ha sido editor de juegos de rol y redactor de revistas de
Phantasticas. Es colaborador del Portal Ciencia y Ficción y de las
juegos. Tardíamente ha descubierto su vocación de escritor. Escribe
revistas Catarsi y Axxon. Recientemente ha publicado su primera
en castellano y en catalán. Ha publicado en diversas revistas y en
novela con Editorial Valinor Arthur al Otro Lado.
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"Un ángel enseña el infierno a Yudhisthira", un ejemplo no occidental de catábasis. La ilustración procede de una publicación del Mahabarata, poema épico hindú. Fuente Wiki Commons.
CATÁBASIS
Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el infierno y nunca se atrevió a preguntar. por Raul Ciannella
Además, el motivo posee grandes connotaciones simbólicas que cubren diferentes niveles de interpretación, a saber: metafísicas (como descenso en el caos primordial de la creación); psicoanalíticas (inspección de las profundidades del inconsciente); morales (como viaje de autoconocimiento); metaliteraria (el artista en búsqueda de su obra), etc. Antes de empezar tengo que clarificar algunas cuestiones terminológicas. Anna Trocchi define el descenso al inframundo, dentro del ámbito del estudio tematológico, como una “escena recurrente”, mientras que otros autores lo inscriben en los “temas míticos universales”. Además, por ser un elemento constituyente de una multiplicidad de mitos etno-religiosos, convertidos posteriormente en mitos literarios, podríamos referirnos a él como “motivo”. Por conveniencia, utilizaré este último término, aunque en algunos casos, como por ejemplo en el "Inferno" de Dante, el motivo se expande, convirtiéndose en el “tema” que envuelve toda la obra. Conjuntamente, considerando la enorme trascendencia de este motivo, me limitaré a esbozar sus características principales,
facilitando alguna información básica sobre su origen y desarrollo, y proporcionando en la parte final dos ejemplos de actualización del mito de Orfeo y Eurídice, a modo de ilustración de algunas características constitutivas de un mito literario, representadas, como señala Anna Trocchi, “por el valor de ejemplaridad del que el mismo mito es portador por su ‘poder duradero sobre la conciencia colectiva, que se acompaña a una aptitud para nacer y renacer transformándose continuamente’, combinando la permanencia de una identidad reconocible […] con un gran potencial de flexibilidad y una ‘reserva de virtualidad y, por lo tanto, de metamorfosis’” (Trocchi, 2002). Según señala Pilar González Serrano, el origen de la catábasis se puede remontar a las prácticas del culto a los muertos que tuvieron sus comienzos durante el neolítico y que se acompañaban por la creencia que los difuntos eran destinados a lugares de acogida particulares, a los cuales accedían después de ser juzgados por sus acciones. “Se concibió, así, la montaña del Dilmún, en la cultura sumero-acadia, el Edén mesopotámico, los campos del Ialu, en la mitología egipcia, y los Campos Elíseos, en la griega, el Cielo en la religión cristiana, etc. Y, por contraposición, la de un lugar siniestro y tenebroso, sito en las profundidades de la tierra, del que no se puede salir y en el cual están los condenados.” (Serrano, 1999: 131) Por otra parte, se creía que viviendo eternamente en el más allá, los difuntos adquirían tanta experiencia que para “recabar sus enseñanzas o una información precisa, era necesario descender a los infiernos y tener con ellos un encuentro personal.” (Idem.) De estas facultades se servían tanto los dioses como los héroes. A los primeros, en general, sus descensos y resurrección iban asociados los ciclos vegetativos. “Tal era el caso de la Innana sumeria, del Marduk babilónico, del Osiris egipcio, del Megistos Kouros cretense, del Adonis sirio, del Attis frigio, de la Perséfone griega, etc. Entre los
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E
l descenso a los infiernos o catábasis, y su fase posterior de ascenso, la anábasis (como resurrección o vuelta al mundo terrenal), constituyen unos de los motivos más difundidos entre las culturas de todo el planeta a lo largo de la historia. Sus pervivencias (religiosas, artísticas, literarias) siguen siendo relevantes y centrales aún hoy en día, y no podría ser de otra manera ya que tienen que ver con una de las preocupaciones metafísicas más importantes que afligen al ser humano: ¿qué ocurre después de la muerte terrenal? ¿Somos solo materia perecedera o existe algo inmanente y eterno? Incluso en el siglo XXI, después de haber matado a Dios o haberlo relegado a un papel de mera excusa para justificar guerras de poder y relaciones de dominación, nos sigue costando creer que un día desapareceremos para siempre, que toda la vida ha sido un viaje involuntario hacia la nada.
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#5 LIBER ANTECESSOR MAMUT 118
Donde os presentamos textos y documentos que, en diferentes épocas históricas, se han ocupado de temas, motivos y tópicos culturales que poblan el imaginario colectivo, como la vida después de la muerte, la brujería, el vampirismo etc.
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LA MASTICACIÓN DE LOS MUERTOS DISSERTATIO HISTORICO-PHILOSOPHICA DE MASTICATIONE MORTUORUM
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por Philipp Rohr publicado en 1679 Traducción y edición: M. A. Martí Escayol ©2016
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Os presentamos la tercera entrega de la traducción del De Masticatione Mortuorum, escrito por el teólogo Philip Rohr en 1679. En estas seis secciones el autor sigue exponiendo las distintas teorías que pretenden explicar los casos de cadáveres que parecen revivir estando en sus tumbas. Partiendo del echo que los cadáveres no pueden volver a la vida y que hace falta buscar alguna razón externa, algunas de las preguntas que emergen son ¿es acaso el diablo quien los mueve? Y, ¿los posee desde el interior de sus cuerpos muertos o bien los mueve desde el exterior? Y, si el movimiento es obra del diablo, en la sección 9 emerge la siguiente pregunta: ¿cómo es que Dios permite que el diablo tenga tanto poder?. Otra pregunta clave se plantea en la sección 13, ¿los ruidos de los cadáveres son emitidos por los órganos del cadáver o bien los emite el mismo diablo? Y, ¿estos ruidos realmente existen o bien son ilusiones creadas por el diablo en la mente de quien los oye? El asunto es muy importante para la época y en particular para el siglo XVII –el siglo de la Revolución científica, del racionalismo y del empirismo-, y tiene que ver con la manipulación de los sentidos ¿en qué medida lo que vemos es la realidad o es una ilusión? ¿en qué medida la ilusión es provocada por el diablo? ¿verdaderamente podemos confiar en nuestros sentidos, en lo que oímos o en lo que vemos? Las implicaciones de estas preguntas son muchas y se pueden conectar con asuntos filosóficos, científicos y religiosos ¿hasta qué punto los milagros son una ilusión y un truco? ¿hasta qué punto el científico está engañado por sus propios sentidos?. Por último, en la sección 14 se expone la relación entre los brotes epidémicos y el aumento de casos de cadáveres que emiten sonidos en sus tumbas.
SECCIÓN 10 El objetivo de la masticación puede tener una doble naturaleza. Los cadáveres pueden tragar la ropa de sus sepulcros, por ejemplo para el año 1345 Georg-Philipp Harsdorffer5 escribe: “Cuando le desenterraron le sacaron los ropajes de la boca”. Y también, como hemos escrito en el capítulo I, th.7: “Hencker sacó de la boca del cadáver de su esposa los ropajes que se había tragado”. Otros cadáveres se alimentan de su propia carne y de sus entrañas, como ocurrió con el cadáver examinado en tiempos de Martin Lutero, como escribe Schlüsselburg: “En la congregación del pastor M. Georg Röhrern de Wittemberg una mujer se comió a ella misma estando en la tumba.” Y añade: “Cuando abrió la tumba encontró que la mujer se había comido sus ropas”. Kornmannus, en De Miraculis Mortuorum,6 añade otro ejemplo sacado del Theatrum Historiae de Hohndorff,7 el de una mujer que masticó su propia carne. SECCIÓN 11 La forma de masticar se hace de forma natural. La comida se recibe en la boca, se tritura con los dientes y se traga. La masticación se acompaña con un sonido parecido al
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SECCIÓN 9 El instrumento de la masticación son los cadáveres. Obviamente el demonio es incapaz de ejercer una acción corporal, ya que no dispone de cuerpo propio. Por lo tanto, para ejercer tales acciones usa la naturaleza humana aplicando energía a lo pasivo, o quizás activa falsamente a los cadáveres produciendo efectos que hacen parecer que un cadáver sea como un cuerpo con alma. Según Binderus, en su tratado De Causa Pestis,1 el diablo usa objetos y causas naturales para producir tales efectos. El diablo no puede masticar si no es que use un cuerpo que sí sea capaz de hacerlo. Esta operación es propia de los cuerpos vivos, pero el diablo entra en el cuerpo y lo consigue. A pesar que los muertos deberían estar sin moverse, una causa superior lo hace. De todos modos, algunos autores dudan que el diablo pueda masticar a través del cadáver. Por ejemplo, Conrad Schlüsselburg2 escribe: “Ciertamente la masticación no ocurre con los cuerpos de los muertos en las tumbas.” A esto puedo replicar: si consideramos la masticación como la causa del movimiento puede ser cierto que sea causado por el demonio, como dice Garmann en su tratado,3 donde declara que el diablo puede hablar, crujir y morder en el sepulcro. Pero el demonio no puede masticar sin el uso de un cuerpo. Del mismo modo, según una leyenda, los huesos de la tumba del papa Silvestre II, un adepto al ocultismo, en ocasiones hacían ruido. Esta historia es explicada por Schlüsselburg basándose en el Cardenal Lodovico Simonetta (libro V, capítulo 50). De todas maneras, puede ser que las brujas ejerzan su poder sobre los cadáveres y que los alzan como si estuvieran vivos haciéndoles andar y gesticular, hay diversos autores que han escrito al respecto. Todos estos movimientos los confirman algunos autores, quienes describen como los cadáveres han devorado su propia carne, y con sus dientes han despedazado las ropas. De esta manera, aunque puede decirse que los cadáveres lo hacen, también debe decirse que lo hacen sin su propia iniciativa sino por un poder externo, el instrumento que causa la masticación. No obstante, si alguien cree que doy demasiado poder al diablo diciendo que él influye sobre los cuerpos que están sometidos a la divina providencia, puedo replicarlo de la siguiente manera. 1) El poder del diablo está otorgado por Dios. Dios limita al diablo y solo le permite ejercer el poder para juzgar a los hombres píos. 2) Cuando decimos que el diablo tiene poder sobre los cadáveres, no le concedemos un poder superior del que ya se le otorga en las Sagradas Escrituras, donde se escribe que tiene poder sobre los vivos y puede afligir a los hombres buenos con terribles enfermedades. Además, como se escribe en Delrio4: “Por la gracia de Dios todos estamos en nuestro cuerpo y somos seres temporales.”
de los cerdos devorando su alimento. Del sonido hablaremos después. Llevar la comida al esófago es el fin del masticar, como ya hemos expuesto muchos ejemplos de este tema no es necesario extendernos más. SECCIÓN 12 Se deben considerar algunos detalles de esta masticación, especialmente dos, el gran sonido que la acompaña y en qué momento se produce. Antes de concluir expondremos algo respecto estas dos circunstancias, sus causas serán explicadas en el transcurso de nuestra tesis.
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SECCIÓN 13 El sonido similar a los cerdos masticando se debe al diablo, quien es la causa de la masticación. Los cadáveres no solo comen sino que también emiten ruido. Sin duda esta masticación la causa el demonio, por lo tanto él es la causa también del ruido. Sin embargo ¿estos sonidos son emitidos por los órganos incorruptos del cadáver o bien por el diablo desde fuera de la tumba de modo que solo lo oyen quienes están cerca? Seguramente el diablo pueda producir este ruido desde el cadáver, y lo hace de la misma manera que utiliza algunos objetos. Existen muchos testimonios de los sonidos del demonio a través de objetos como oráculos, cuevas, robles o estatuas. El diablo incluso ha hablado a través de calaveras, como informa Delrio Disquisitiones Magicae, II, qu. 25, sect. 3. Al respecto, es más fácil que hable con un cuerpo enterrado recientemente. El peso de la tierra que cubre el ataúd no impide que se oiga el sonido desde fuera, es como ocurre en la naturaleza, cuando hay ruido en las cavernas de la tierra y estos ruidos se oyen desde la superficie, (por no citar el horrendo sonido producido por el fuego de los volcanes en el interior de la Tierra) por eso no puede negarse el sonido del diablo en el sepulcro, que no está muy profundo, y este ruido puede ser oído por los humanos. A nuestro juicio, exponemos para que lo juzguen nuestros superiores, es razonable sugerir que el diablo a veces engaña a los hombres haciendo ruidos en el aire fuera del sepulcro, y por esto a veces parece que proviene de dentro de la tumba. No es infrecuente, según Gisbert Voet en Disputationes Selectae, Parte I, “De Operatione Daemonum” que: “el diablo pueda engañar los sentidos humanos y los órganos de los sentidos en más de una manera”. Por ejemplo, el diablo puede engañar los oídos con ruidos imaginarios,
etc.” La misma opinión la expresa Theodore Thumius en Tractatus Theologicus de Sagarum impietate8: “El diablo,” dice “puede persuadir al humano haciéndole creer que oye algo cuando no es nada, solo la maldad del diablo”. No sería difícil tratar largamente de los engaños de la serpiente, que es el diablo, pero ahora dejemos este tema. SECCIÓN 14 Durante los tiempos de epidemias de peste se oye masticar, en los tiempos libres de peste, la masticación es menos frecuente. Así lo certifican los ejemplos que hemos citado anteriormente. Todos, excepto el primero y el último, ocurrieron en tiempos de grandes epidemias, según Conrad Schlüsselburg: “se han oído cadáveres en sus tumbas”, y Dunt en Decisio Casuum Conscientiae (XXIII, capítulo 19) cita la obra Mortuorum Quaestio Illustrium de Pruknerus9 y según ambos autores los cadáveres solo comen en tiempos de epidemias. De todos modos, no puede negarse que la masticación también ocurre en tiempos sin plagas de peste, aunque los casos sean menos. Como en los casos que hemos dado en primero y último lugar, que parecen mostrar que los cuerpos comen en sus tumbas cuando la pestilencia no es muy grave. Testimonio de esto lo tenemos en Harsdorffer, Theatrum Exemplorum Tragicorum.
1 Christophorus Binderus (1575-1616) teólogo alemán autor de De Causa Pestis (1611) 2
Konrad Schlüsselburg (1543-1619), teólogo reformista
alemán. 3
Christian Friedrich Garmann (1640-1708), De miraculis
mortuorum, 1660. 4
Martin Antonio del Río (1551-1608), Disquisitionum
magicarum libri sex (1599) 5
Georg Philipp Harsdörffer (1607 –1658) Theatrum
Tragicorum Exemplorum 6
Heinrich Kornmann (c. 1580-c.1640), autor de De Miraculis
Mortuorum (1610) 7 Andreas Hohndorff (también escrito Hondorff o Hondorf) (?-1572), autor del Theatrum Historicum (1575) 8 Theodor Thumius (también Thumm) (s. XVII), Tractatus Theologicus, De Sagarum Impietate, Nocendi Imbecillitate Et Poenae Gravitate, &c., 1621 9
Nicolaus Pruknerus (también Prueckner, Prugnerus,
Pruknerus, Prugner, Bruckner, Pontanus, Prugner, Prucknerus, Prückner, Brckner), (1497-1557)
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Cerbero guarda la entrada al infierno
BESTIARIO
Para el bestiario de este número no podíamos elegir sino el Can Cerbero, el monstruo guardián del umbral por excelencia, Figura de la mitología griega entre las más antiguas y relacionado profundamente con la tierra y el subsuelo ya que sus padres son Tifón, (hijo de los dioses primigenios Gea y Tártaro) y Equidna, la monstruosa ninfa serpiente, ambas criaturas ctónicas. De la relación entre Tifón y Equidna se originan también otros famosos monstruos como la Esfinge, la Hidra de Lerna, Quimera y Etón, el águila gigante que se pasaba el día comiendo el hígado de Prometeo. Dada la naturaleza reptiliana de los padres, la descripción de Cerbero a menudo incluye características de serpiente, ya sea la cola (o colas), la espalda o algunas de sus cabezas. Sin embargo, la iconografía más común lo representa como un perro con tres cabezas, aunque Hesiodo le atribuye cincuenta y Píndaro, cien. Lo cierto es que su oficio conlleva guardar las puertas del infierno (Hades), asegurándose que ningún muerto salga y ningún vivo entre. Así, quien se aventure por esos parajes tendrá que engañarle para poder pasar. Ya Homero conocía al monstruo, citándolo tanto en la Ilíada como en la Odisea, aunque para el poeta era simplemente el "perro de Hades". Es en la Teogonía de Hesiodo que encontramos por primera vez el nombre Cerbero, un perro sanguinario de cincuenta cabezas, despiadado y feroz. Virgilio lo pone de guardia en la cueva que da acceso a los infiernos, pero su ferocidad es apaciguada por una torta amasada con miel y hierbas soporíferas que la Sibila Cumana le lanza, dejando el paso libre para Eneas. El pobre perro glotón es amansado también por Psyque, quien, en el cuento de Apuleio, le alimenta con un pastel de cebada que fácilmente le hace desatender sus deberes. Será por esta debilidad que Dante lo elige para guardar el tercer círculo de su Inferno, el de los glotones, a los cuales sin embargo ladra eternamente y sin piedad muerde a las almas malditas.
William Blake, ilustración para la Divina Comedia de Dante. "Inferno", Canto VI, 1824-27. Blake proporciona al monstruo una expresión más afable de la que encontramos en Dante, en contraste con el sufrimiento de las almas que yacen bajo sus garras.
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Monstruos que nos acompañan
MAMUT Nº 3 “Umbral” Octubre 2016
Dirección y coordinación Raul Ciannella Maria Antònia Martí Escayol Investigación y traducción Raul Ciannella Maria Antònia Martí Escayol
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Ilustraciones y dibujos Maria Antònia Martí Escayol Imágenes e iconos vectoriales diseñados por Freepik.com Ilustraciones originales para el relato "Cuento romántico de rabos y colmillos" por Ryo Kanai Diseño y maquetación Raul Ciannella
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Portada Raul Ciannella Autores y colaboradores para este número Francesc Barrio Julio, Almijara Barbero Carvajal, Sandra Gasparini, Massimo Soumaré Todos los derechos de obras y textos publicados en esta revista pertenecen a sus respectivos autores salvo donde sea claramente indicado © de las traducciones: Raul Ciannella y Maria Antònia Martí Escayol Editado en Barcelona ISSN: 2462-2966 ©2016. Todos los derechos reservados
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