Mandinga!

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Publicación Gratuita. Prohibida su comercialización

AÑO 0 . Número 1. Abril de 2015

Castaño Seijo Ceballos Leiva Souto

Rodrigues Seijo Paez Casciani Maidana


Sumario orial it d E : 2 pag pag 3: La Carcel (Castaño)

a (Seijo) pag 5: Soy Kusniesk Ilustraciones: Seijo

eballos) (C n n I y a lid drigues o R pag 7: Hol n é l e B es: Foto: n io c a r t s u l I emias Dibujo: Neh

pag 9: Doña Dominga (Leiva) Ilustraciones: Andrés Casciani pag 15: Poemar io (Seijo) Ilustración: Seij o

pag 16: P sycho Cir cus (Maid ana)

pag 25: El Viaje de Nick (Souto)

Pag 26: Anotación Final


“El hambre le tortura en forma tal que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía el brazo” El Hambre, Manuel Mujica Láinez

o una epifanía, esas que cada Al principio pensé que había sid . preparan para un nuevo engaño tanto nos allanan el camino, o nos nmie domingo al mediodía Recuerdo que la idea explotó un lutando colaboradores media cua tras volvía de trabajar. Estaba rec a mi una vez que entré, le vomité dra antes de llegar a casa, y o com n… itaba contárselo a alguie esposa la idea que tenía. Neces ja nueva medicina o como una vie un científico que descubre una sme del barrio. idiota que se entera del nuevo chi de la vez que mi imaginación Había pasado ya mucho tiempo edesde la vez que alguien me ofr cho mu no o per t, aul def en dó que el: sa para retomar el lápiz y el pap ció la fórmula más obvia y podero ribir ones por las que dejaste de esc “¡Dejá de preocuparte por las raz y ponete a escribir, gil!”. es escribimos, nos metemos Necesitamos comunicar. Quien s. cinante por debajo de las sábana alu a tur cria a ueñ peq una o com ie as buscando llegar —sin que nad Movemos nuestras patitas viscos a ó— al oído de la virgen pura. Un descubra el sendero que nos llev idec , una mentira, y una locura. Le vez ahí, susurramos una verdad encuentra el altar del sacrificio, que mos que frente a su virginidad se an la sangre, y que eso de los salos dioses no son quienes reclam crificios son todas giladas… o para ese entonces, la pu…después desaparecemos, per mpre. reza habrá desaparecido para sie Sin embargo, Mandinga! viene de mucho ante s: casi nueve años atrás. Fue uno de esos momentos en que la vida te obliga a tomar decisiones fundamentales. Pareciera que cuando uno más necesita al artista interior, más lo asfixiamos, más lo ponemos en una caja de donde no puede salir. Lo escondemos . Luego, entendemos el error, pero para ese entonces olvidamos cóm o liberar al genio de la lámpara. Las ideas están ahí, siempre. Somos criaturas que entienden la realidad dibujada, desdibujándola. Un ánim o desconstructivista nos persigue y aunque pensemos que aplacam os las ansias de desarmar la realidad, ellas golpean las puertas con tanta fuerza que, o bien atendemos el llamado, o presenciamos el derrumbe del edificio.

Prohibida su comercialización. DNDA: en trámite. Publicación gratuita. istro Reg 1. ero Núm a! ding Man ista Rev rio: Alexis “Mutatis” Leiva. Corrector Germán “Chapa” Ceballos. Editor Litera e: sabl pon Res or Edit f: Staf a! ding Man allos. Imágen de Tapa: “We Can Do It... y Maquetación: Germán “Chapa” Ceb ño Dise o. Seij ” isey “Let a Sofí : ario Liter ez for the galaxy” de Lía “Artemisa” Ibañ nes las cedieron libremente para su grafías) pertenecen a sus autores, quie foto y jos dibu tos, (tex s obra las s Toda publicación. .ar Contacto: revistamandinga@outlook.com

E

l a i r o t di

Mandinga! surge como necesidad de que las ideas no se derrumben. La creé con la premisa principal de que sea un medio para que los avatares burocráticos de la “crème” edito rial y cultural no detengan a los artistas. Un canal que no es aná rquico, pero sí libre. No es un mero acto egocéntrico para que la gen te lea mis historias, sino para que incluso mis textos tengan su espa cio. Queda en uds, mis queridos lectores, tomar el guante que arrojamos al piso. Germán Ceballos (Editor in Chimp)

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La Cárcel

de Hernán Castaño

S

imón se acomodó una vez más. Ya había perdido la cuenta. El piso de piedra estaba congelado. Ese día incluso peor que las últimas semanas. ¿Se le decían semanas? No sabía. Juan, su excompañero de la celda derecha a la de él, le había explicado algo al respecto pero no lo recordaba con exactitud. Escuchó detenidamente los primeros días, pero cuando le avisó que se estaba yendo y que por fin volvía a casa, dejó de prestarle atención. “Andate la puta que te parió. Me cago en vos y en tus muertos”. En ese momento recuerda haberle sonreído y también felicitado. Pero ya no. La envidia le corroía mientras dibujaba en el aire formas de escapar de ese macizo bloque de algún material muy compacto incluido dentro de otro gigantesco bloque de las mismas características. Bloques dentro de bloques dentro de bloques. Y así. En el centro de todo eso, un mangrullo (también en forma de bloque) con un solo guardia interviniendo de forma panóptica enfundado en un traje gris aislante como el cemento por su color y por sus propiedades. Ellos, los presos, salían dos veces por semana. También se enfundaban en trajes, aunque de color naranja. Regulaban el calor dentro del traje con una perilla de temperatura porque los exteriores eran inhabitables. Todavía se hablaba de como un preso había muerto por no cerrar bien su traje aislante. Envenenado y congelado después. El cuerpo había sido retirado tres semanas después cuando llegó la misión que traía alimentos y otros recursos. Simón se rascó una nalga. El contacto prolongado con la piedra fría le causaba una comezón insoportable. No había nada para hacer más que sentarse a esperar que termine el día que duraba muchas horas. Eran excesivamente largos los días que no trabajaban. ¿Se le decían días? Eso también creía que se lo había expuesto Juan antes de irse. Pero como la mayoría de las cosas, se había difuminado en el aire. En algún momento debió quedarse dormido. Soñó con su hija. Ella tenía 15 años cuando lo capturaron, y ya debía haber cumplido los 16. Era difícil de saber con eso del tiempo relativo. La noche anterior habían discutido porque quería salir con un chico. El muchacho, de 17 años, la había invitado al cine.

Daban “Duro de Matar 4”. Que mala película. La “1” estaba bien. Con su esquema de piso por piso. La “2” ya no le gustaba mucho. Le generaba frío verla (y ahora recordarla) y no le agradaban los policías. Claro, salvo por el protagonista, John McClane. Se dio cuenta que algo no funcionaba bien cuando quiso imitarlo. Pero él no era “Duro de Matar” y su vida no era una película. Y todo terminó con él acusado de homicidio. De varios. Y aceptó lo que le ofrecían porque la opción era morir. Dos meses después que el Congreso legislara a favor de la “Pena de Muerte” tan pedida por la sociedad. Por los suyos. Y él caía como en una trampa para osos. No era justo. Pero quien piensa en justo o injusto. Parcial o imparcial. Alfa u Omega. Su mente adormilada le devolvía a un profesor de literatura comentando sobre el alfabeto griego o latino. Y que Alfa y Omega eran sinónimos de principio y final o algo así. Se le escapaba de la memoria. Pero en el medio estaba su hija, Patricia, mirándolo con ojos enfurecidos. Todo por un muchacho. Se despertó intentando descifrar el sueño. Sin libros, historietas o diarios, aquellas, las del subconsciente, eran las únicas historias que tenían para relatarse. Las suyas. Las que venían en sueños a veces y mas comunmente en pesadillas. Cuando alguien deseaba hablar, lo transmitía. No era usual. El frio era tan intenso que ni siquiera intentaban abrir la boca. Posterior al relato, la respuesta era muy escasa. Nula casi. Nadie quería sentir frío, y si alguien había decidido ser un narrador de sus momentos de letargo, bienvenido sea pero “nadie lo obligó en primera instancia”. Eso si lo recordaba bien. Podía citar a Juan en ese respecto: “los primeros que te abandonan son los sueños”. No hubo ninguna risa cuando oyó a su compañero de encierro explicar semejante fatalismo. Juan era viejo y se iba en libertad porque era inocente. El autor real de los crímenes que se le achacaban había aparecido y matado a tres policías en el camino. Juan había estado en la cárcel normal veinte años y cinco más en aquella. Un tercio de su vida pagando los pecados de otro que había sido traicionado por su ex esposa. Simón no. Simón era culpable. Por completo. No se sentía culpable, pero lo era. Había matado. Y había pagado. O mejor dicho. Pa-

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gaba. Por todo lo que le restaba de vida. Por miedo a morir de una manera no cruel, moría de a poco de la peor manera posible. Encerrado, congelado y sin nada que hacer. Es fácil pensarlo después. Pero en el momento, si te prometiesen dos segundos extra de vida… no, en ese instante firmas cualquier cosa. Cualquier cosa. Toc toc. -Si Pedro. -Estabas dormido ¿No? -Si. Simón se acomodó en la pared, tan fría como el piso, pero menos irregular. Por partes era casi cómoda. Pero había que encontrar esos sectores y ahora no parecía poder descubrirlos. -¿Contas?- a Pedro lo sorprendió un castañeteo de dientes y cerró la boca para reprimirlo lo máximo posible. Simón podía imaginarlo de brazos apretados sobre su cuerpo pequeño. Todos parecían del mismo tamaño con el traje aislante, pero a Pedro, su compañero de la celda izquierda, le hacía bolsa en todos lados. -Tengo frío. No esperó respuesta. Supuso que Pedro había asentido ligeramente. Se quedó observando las irregularidades de las paredes, intentando volver a encontrar los sitios más acogedores. Parecían cambiar cada día. Lo que resultaba medianamente reconfortante en un periodo mutaba en una tortura física al otro. -Pedro. -Si Si-simón. -Soñé con mi hija y con un profesor. Fue un sueño raro. Esperaba una interacción que no llegó. Si se narraba, se narraba hasta el final. Simón se frotó los pies por sobre el traje naranja de encierro, más ligero que el de trabajo, y por ende, menos protector de la tenacidad del frío, que asestaba de manera implacable. Ya no sentía el meñique del pie izquierdo, el único que le quedaba. El del derecho lo había perdido. Se le había congelado una noche apenas llegar a la cárcel en que casi muere de hipotermia. ¿Se le decía noche? -Mi hija es hermosa. Es igual a como era la madre. Te conté que ella falleció en un robo… la mataron como un perro. Espero que mi hija se cuide. Todos los días inventan alguna mierda nueva para entretener… Se detuvo. Iba a decir “entretenernos”, pero se lo pensó mejor. El discurso le infundió

enojo, y el enojó transmitió calor a sus extremidades. De repente se sintió un poco mejor. Movió el meñique del pie izquierdo. Estaba ahí, sujeto aún a su pie correspondiente. -…pero nada para terminar con esas lacras. Pedro quiso interrumpir. Sabía que el tema de la seguridad, justo en la cárcel, rodeado de criminales, era improcedente. El frio lo tornó prohibitivo. -Llevo casi un año acá Pedro. Debí haber elegido la muerte por inyección letal. Al menos podía verla una vez más. ¿No?

Simón se despertó con la sirena. Iban a dejarles la comida y después a trabajar. El guardia pasó y dejó la bandeja. Lo mismo hizo con las otras diez celdas. La comida correspondía de unos purés calientes compuestos de papa, huevo y complejos vitamínicos y proteínicos. Era el mejor momento del día. Por unas dos horas el calor se mantenía en sus cuerpos y se sentían medianamente mejor. Era una sensación excelente. Casi como un verano en una playa de arena blanca. Todos engullían a una velocidad desaforada. Era la única comida del día. Seis mil calorías de golpe. Lo suficiente para trabajar tranquilo en la mina a cielo abierto. ¿Se le decía cielo también? Salieron cada uno de sus celdas. El guardia, siempre silencioso, cerraba filas. Caminaron en silencio hasta el despacho de trajes, donde un administrativo les daba según sus talles. Era la única otra persona no presa que habitaba la prisión. Se ocupaba de registrar los ingresos de los presos, de la llegada de alimento, y de la entrega de trajes. Luego no hacía más nada. Tampoco el guardia. En voz baja se comentaba si no serían también presos. -De delitos menores capaz- dijo Damián, uno de los presos de más tiempo después de que Juán se fuera libre. –Cumplen su condena acá casi como hombres libres- continuó. Recibieron sus trajes y salieron. La gravedad es un problema. Pero las botas eran especiales y ellos caminaban como si nada. Pasaron por el costado de algo que se suponía residuo del Mariner 9. La prisión estaba construida relativamente más cerca del Marsnik 3. Fueron tranquilos hacia donde siempre. A buscar agua. La temperatura rozaba los 50 grados bajo cero. Hacía frío.

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Soy Kusnieska de Sofía Seijo

K

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usnieska llegó a su departamento ubicado en la avenida Corrientes del barrio de Balvanera. Su jefe le había pedido que se quedara trabajando después de horario, pero sin ofrecerle el pago de las horas extras que correspondía. Ella se había visto obligada a acceder. Había que cuidar el trabajo, la situación estaba difícil. Su madre siempre lo decía. También decía que Kusnieska no se preocupaba demasiado por su futuro, y que ya era hora de que lo empezara a hacer. Ahora en su departamento tampoco podía relajarse. El mandato materno resurgía en su mente como un fantasma y martillaba sus tímpanos. Entonces acercó una silla y se sentó frente a la pequeña mesa que había adquirido en un remate, aconsejada por una de las pocas amigas que aún le quedaban. Miró la pared blanca que se hallaba frente a ella y comenzó a pensar en su vida, que, al fin y al cabo, se decía, no era más que pensamiento. Giró la cabeza en dirección a la ventana que tenía a su derecha. La persiana americana que la cubría estaba entreabierta y pudo ver que el cielo ya había oscurecido. Las luces de la mayoría de los departamentos de los edificios de alrededor estaban encendidas y las cortinas a medio subir. El aire que entraba en la habitación era fresco, y comprobó que ya habían pasado las 8.30 p.m. A Kusnieska a veces la vida le parecía grandiosa. Quizás si al salir de su oficina… el frenesí que se agitaba en su pecho cuando atravesaba la puerta al quedarse después de hora… Las bocinas de los autos, los ruidos ensordecedores, la vorágine metropolitana de la ciudad que comenzaba a encenderse… y su afán y entusiasmo al pasar frente a las galerías de arte y contemplar otros imaginarios, y de deleitarse devorando las vidrieras de los locales de ropa… Quizás, se dijo, hubiese llegado a casa más temprano. Su trabajo era lo suficientemente monótono como para poder evadirse mientras lo realizaba. No hacía más que cargar datos sentada frente a una computadora, actualizar los archivos del sistema y mantener a su jefe al tanto de todas las tareas que había hecho durante el día. Esto último era, a su parecer, lo más tedioso.

Sentía deseos de triturarse, de cortarse en pedacitos y que pasara el viento y se los llevara, esparciéndolos por la ciudad inmensa e iluminada, pero que desde arriba seguramente se vería muy pequeñita, y que seguiría como siempre su ritmo habitual, aún sin ella… Y qué sería de todo y de todos sin ella… sin Kusnieska. Pensó también que la materialidad de su vida no compensaba su soledad, hecha de interminables horas que se desgranaban lentamente y fraccionaban los segundos en milésimas, y así infinitamente, también las sombras de la noche iban metamorfoseándose sobre los distintos objetos de su departamento, pero tal vez la apaciguaban. ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! Estas palabras sonaban fuertemente en su corazón, que conocía de penurias y de estrecheces, pero que, sobre todo, siempre había ansiado esa única cosa. Y se dijo, que ese cuerpo y esa voz, que eran suyos, era lo único que nadie podía quitarle. Cansada de esperar y de contar ilusiones, aun conservaba cierto resabio de esperanza que se mezclaba con resignación, pero que a veces asomaba a sus asombrados ojos azules que parecían siempre mirar todo por primera vez. Oleadas de nubes vaporosas flotaban acompañando sus frágiles pensamientos, cuando estaba

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por servirse un café en la fresca noche, casi de verano. La avenida Corrientes, pensaba ella, era incomparable, y respiraba el aire, perfumado de gente. Gente que se dirigía al teatro, o al cine, o a cenar en un restaurante donde probablemente se encontraría algún conocido comediante. Gente que se perdía en el bullicio… de la noche que recién comenzaba. El aire impregnaba los poros abiertos de su tierno corazón. ¡Kusnieska se estremecía! Recordó que alguna vez había querido suicidarse, pero le había faltado el valor para hacerlo. Ahora se sentía satisfecha por no haber tomado aquella decisión impulsiva, producto seguramente de algún estado pasajero. Kusnieska solo pensaba, porque nadie le había enseñado a amar. Ella sabía que, allá, en su país amaban el tango, y cuando en Buenos Aires le preguntaron la razón, ella les dijo que el tango les había enseñado a abrazarse, a encontrarse… Miró con ansias, pero también con anhelo, las matrioshkas que había llevado al salir de su tierra, que le hacían compañía en una repisa alta, colocada todavía más arriba que el vetusto armario que le había obsequiado su novio al venir con ella, y que ahora solo formaban parte de sus recuerdos agridulces, impregnados de los sinsabores inevitables que trae a veces la vida, pero que en personas tan delicadas como ella suelen transformarse en una dulce y eterna melancolía. Yanko añoraba demasiado a su tierra, más de lo que ansiaba la compañía de Kusnieska, y ella lo dejó partir, sabiendo bien que él no regresaría. Lo quería a él como se aprende a querer a una idea, a un sueño, como se ansía la libertad cuando no se la tiene… En definitiva, él se había transformado en su ideal de libertad, en su sueño. Ella nunca le guardó rencor. Creía que la vida era demasiado breve para albergar esos sentimientos. Pasó toda esa noche meditando, recordando los motivos que la habían tra-

ído a la Argentina, a Buenos Aires, sus primeros miedos, sus anhelos… No le importó quedarse despierta después de hora, ya que era viernes, y por fortuna para ella, los fines de semana no trabajaba. Finalmente, decidió irse a dormir. Iván despertó en su cama, sudado. La brisa matutina entraba por la ventana de su departamento, ese mismo, ubicado en la avenida Corrientes… Iván miró la página en que había dejado abierto el diario de Kusnieska la noche anterior, lo marcó con un señalador y luego lo cerró. Sacudió la cubierta y luego se quedó sentado a la orilla de la cama, cabizbajo, reflexionando, decidiendo si iría a buscarla, pensando en la posibilidad que existía de que él, justo él, se encontrase con Kusnieska. Y cómo sería ella, su aroma, sus ojos lánguidos y su sonrisa. Quizás se habían cruzado alguna vez y él lo desconocía… La imaginó tomando un café, sentada, leyendo un libro quizás, o mirando una revista. Se entretendría en observar la decoración del Café, o el modo en que vestían las personas que allí se encontraban, junto a ella. Recordaría a Yanko, a su tierra, se sentiría inmensamente triste…, o inmensamente feliz.

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L

n n llos I y a eba d i e rmá n C G l e d Ho l

a noche no podía ser mejor. El camino de cemento se volvía casi blanco con las luces que rebotaban sobre la barrera acrílica que separaba visitantes y jungla. Y la jungla estaba ahí, sólo para ellos. Al borde del camino, la familia L miraba a su alrededor. La pequeña Ana mordía una manzana acaramelada, mientras con otra mano se sujetaba de su padre. El Sr L tomaba a su hija con una mano mientras abrazaba a Daniela, su esposa. La brisa era fresca y la simulación del sol en el interior daba la sensación de estar en ese mundo desconocido. Al otro lado del acrílico, las criaturas se pavoneaban de un lado a otro, algunas veces con andar indiferente, y otras observando aquello tan extraño que estaba del otro lado: —Mami… ¿puedo acércame a verlos de cerca? —Claro hija ¡Pero no corras, sabés que tu asma en esta época del año es peor! Sin hacer caso, la niña corría a ver a las criaturas dejando caer su manzana y bastó sólo un pequeño trecho para que se descubrieran una frente a otra. Sus ojos se transparentaban en el acrílico y se cruzaban con los de otra criatura, de casi de la misma estatura. Ana sonreía al verla y casi podría decirse que aquel espécimen —aunque inexpresivo por su naturaleza insectoide— también le sonreía. A unos metros de ahí, Daniela tomó con fuerza la mano de su marido —Miralas… ¿Serán inteligentes?

a R.B.

—Si lo son, probablemente se estén preguntando lo mismo sobre nosotros.

Daniela se había maravillado cuando esa mañana, luego del desayuno, su marido le comentó su idea de salir ese mismo día de vacaciones. “Las visitas a este parque son muy exclusivas—explicó el Sr. L— no cualquiera puede acceder a ellas”. La propuesta fue tentadora. Ni siquiera las gotas de sudor en el rostro de su marido opacaron la felicidad, ni siquiera su semblante apagado.

—Es bueno que te hayas tomado unos días de vacaciones—suspiró Daniela mientras se acurrucaba sobre el brazo de su esposo—es cada vez más difícil verte. Quisiera que abandonaras ese trabajo. —Yo también estoy feliz, pero prometí ser la cabeza de la casa y asegurarme de que no tengas que trabajar nunca más, para que nuestra hija se crie como corresponde. Ella no parecía satisfecha con su respuesta —Sabés que te amo—le susurró a su esposa— y todo lo que hago lo hago por ustedes… —Lo sé… Ana y la criatura se miraban a los ojos; las manos de la niña y la pata de la bestia se apoyaban sobre la base de polímero, sin dejar de mirarse, sin dejar de sonreír. Las dos criaturas

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comenzaron a jugar a ser el espejo del otro, sin importar quien pertenecía a un lado y quién al otro. Primero un paso, luego un salto, luego era tocarse la cabeza y dar saltos, luego entendieron que el juego tenía sus desventajas: Ana lograba saltar en un solo pie, mientras la criatura podía saltar hasta el techo y columpiarse con sus propias patas. Al cabo de un rato, una criatura más grande se acercó y despidió una especie de chillido ahogado, que finalizó con el juego. La pequeña Ana volvió con sus padrea dando saltos y mordiendo una manzana. — ¡Mami, no sabés, estábamos con mi amiga jugando y la mamá se re enojó porque estaba jugando conmigo y la mamá la buscaba! —Bueno hija… La niña volvió a correr. —A veces pienso que cuando no teníamos dinero éramos más simples— ella soltó su mano, y la mano del señor L se hizo más fría; no debió decirlo El señor L calló; durante un instante hubo un silencio sombrío. Intentó alguna forma de gritar lo que temía decir. “Dejaría

todo por ustedes, por ustedes hago todo esto”, pero su lengua se trabó, cuando advirtió que su hija volvía nuevamente con una sonrisa gigante. — ¡Ma! ¡¡¡Mirá lo que me regalaron!!! Ana traía el regalo en sus manos como un premio. El señor L la levantó en brazos e intentó evitar el rostro espantado de Daniela, que no se atrevió a preguntar quién le había regalado las manzanas, esos pedazos de carne asada y esas bebidas. El Señor L abrazó a su esposa y le susurró que ahora podrían estar juntos para siempre, que ya nunca les faltaría nada y que pronto se acostumbrarían a esos ojos que los observaban detrás del acrílico. Se abrazaron, mientras el sol artificial languidecía. Fuera del parque, las criaturas retornaban a sus hogares. — ¿Serán inteligentes esas criaturas?— Le preguntó la hembra a su pareja. —Si lo son, probablemente se pregunten lo mismo de nosotros.

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(*)

Do単a Dominga


A

“Abajito de un Tala la vi, por ser montaraza”. Di Fulvio, Carlos

I gradeció despertar de la pesadilla de esa mañana… de la pesadilla de todas las mañanas. Al abrir los llorosos ojos, lo primero que vio fue el viejo orcón que sostenía el techo de paja de su rancho... Como todas las mañanas. Se levantó pesadamente, con la cabeza gacha, cerrando los ojos cansados, frotándose los arrugados brazos... Y si bien el aire estaba frío, salió en camisón al patio. Obviamente que no había salido el sol todavía. Quedose un momento parada en la intemperie silvestre, respirando hondo, y cerrando los ojos; tratando de borrar las imágenes del sueño de esa noche. Si ella no supiera lo que sabía, le hubiera sido increíble y digno de plantear en un médico, el hecho de que todas las noches, durante tantos años, soñara los mismos sueños. Todas las noches, todos los días, todas las veces... turnándose las pesadillas una con otra, pero siempre las mismas. Unas veces, como la de hoy, soñaba con su padre; ese hombre al que había admirado y odiado en proporciones iguales. Don Hugo era un gaucho verdadero: recio, valiente, pendenciero, bruto... Como deberían ser los hombres. No sabía leer ni escribir, pero se sabía todo el Martín Fierro de memoria. La primera parte por lo menos. Decía que "La vuelta" era para "viejos flojos". Sin embargo ella lo escucho recitar varios versos del viejo Vizcacha. Sabía domar, cortar leña tan rápido que daba miedo, beber toda la noche sin caerse, tocar en la guitarra las zambas más lindas, las viejas, las verdaderamente camperas. Su voz era ronca, aguardentosa. Tenía todas las mujeres que quería, incluida a su madre. Lo que sentía por su madre era algo aún peor... Le tenía lástima, pena, desprecio. A su padre nunca lo soñaba en la versión que le gustaba... Siempre soñaba detenida, detalladamente, la noche en que él entró en su cama cuando niña. Su madre dormía en el otro rancho, sola, cerca de la heladera a kerosene. En su sueño revivía la vergüenza, el dolor, el llanto. Para las demás veces ya se había acostumbrado... Casi lo esperaba como algo rutina-

rio. Pero por eso soñaba la primera vez, la peor. Al verla desabrigada y quieta, bajo el frío matinal, corrió la joven Judith a taparla con una chalina de lana, tejida por sus suaves manos. - Tranquila, m'ija... Tomaba aire nomás. - Se me va a enfermar, abuela... - Vaya a poner la pava, vaya... Yo me lavo y voy pa' lla Puso agua fría en la golpeada palangana de aluminio. La apoyó sobre el ladrillo de cemento que ya tenía el jabón listo, y se lavó la cara, los brazos. Caminó, cruzando el patio de tierra hacia la cocina, que ya emanaba el humo del fogón. Su caminar era lento y dificultoso. Los perros se le cruzaban en el camino, y las gallinas comenzaban a bajar de su árbol al canto de gallo. Entró encorvada y sonriente a la cocina tiznada por dentro. Judith ya la esperaba con el primer mate. Mientras ella, sentada en la silla tijera de lona, tomaba el mate, Judith le hacía una trenza en el pelo gris y largo, largo hasta la cintura. - ¿Qué le pasa, abuela, hoy? - Nada m'ija... Solo pienso... Recuerdo. Las viejas solo tenemos recuerdos a esta edad. - Usted me tiene a mí también. - Si, pero no es mi nieta uste', y ya sabe m'ija que no me gusta que me diga "abuela". - Es que yo la siento así, Doña Dominga. - Sí, pero a esta edad, ya nos pesa la soledad... No es que no le agradezca lo que hace por mí. Solo Mandinga sabe lo que le agradezco... Judith se persigna asustada - No hable así, Dominga, sabe que no me gusta. - Pero cuando yo me muera, se lo pagaré bien. (Continuó sin prestar atención a las suplicas de Judith) Uste' es joven, debería buscarse un buen hombre pa' hacer su familia. No es bueno que una chinita como uste' viva tanto tiempo con una vieja como yo... - A mí me gusta estar con uste'... - Sí, ya lo sé- contestó sonriendo. Pero se acordó de otra joven que antes ocupaba su lugar: la Zamira. Recordó otra conversación similar pero en otro tiempo. Ella también era joven, aunque bastante mayor que La Zamira. En realidad la relación era distinta, pues Zamira iba a su casa para aprender los quehaceres. No tenía madre, y su

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padre trabajaba en el monte todo el día. Ella le enseñaba a cocinar, a montar a caballo, a cuidar las cabras, a prender un buen fuego... A bailar la chacarera. Una mañana charlaron de lo mismo: los sueños de Dominga. Nunca le contó qué soñaba ni por qué. Cada mate que pasaba de mano provocaba un rose tibio y tembloroso de sus dedos. Dominga era la que armaba las trenzas esa vez, y a cada pausa le acariciaba el cuello, le respiraba cerca de la oreja... Se confiaron secretos. Se miraron a los ojos tan palpitantes... El olor a humo de las maderas del fogón, el calor del bracero, la pava tiznada que calentaba el mate que ya tenían olvidado en caricias secretas, en las miradas primitivas y deseosas. Solo fueron testigos de su primer beso, las paredes de adobe y el piso de tierra. Un perro que estaba echado cerca del fuego las miraba impasible. Sus cuerpos maltratados por las tareas del campo, se desnudaron y se entregaron salvajemente. Pero ya no tenía edad para seducir a nadie. Judith era joven y hermosa... tímida, pero se notaba que la quería. Si lo intentaba, sabía que podría lograrlo. Pero ya ni fuerzas ni interés le quedaba para esas cosas. - ¿Por qué nunca se casó, abuela? - Nunca encontré a ningún hombre como mi padre. - Debe haber sido un buen hombre... - No, era de lo peor... Judith quedó asombrada y perpleja por la respuesta, pero no se atrevió a preguntar más. La mañana pasó en silencio, las dos trajinaban en las tareas del rancho. Judith hacía lo más pesado: Buscaba agua con la zorra, daba de mamar a los cabritos, cortaba leña, preparaba el pan en el horno de barro, ordeñaba las cabras, limpiaba los chiqueros. Doña Dominga daba de comer a las gallinas, cosechaba tunas, preparaba el arrope, barría el patio con la escoba de ramas, cocinaba el puchero. Judith se fue a buscar vino y algunas otras cosas al almacén de doña Felipa. Al volver tenía una sonrisa amplia y emocionada. - ¿Por qué venís con esa cara de sonsa? ¡Ni que te hubieran hecho parar las patas en el monte! - ¡No, abuela! Le tengo una buena noticia. ¿No adivina?

- ¡Al Augusto lo ocotearon los changos cuando estaba machao'...! Porque un día lo van a hacer en cuanto siga jodiendo... Se pone de pesao' cuando toma. - ¡No!- contestó Judith, casi ofendida- me dijo doña Felipa que hoy a la oración viene un guitarrero que canta en la radio. - No ha de ser en la radio, será en las peñas. - No, en la radio. Es amigo de Don Vicente. - Ah, qué buen hombre es Don Vicente... Todos los inviernos nos trae leña. Me hubiera casado con él si no fuera que es tan blandito... No sabe cantar ni tocar la guitarra. Pero él sí que se hubiera casado conmigo... Una vez me vio bailar y ya lo tuve acá en el racho arrastrándome el ala todos los días... Peor que cusco alzao'. - Y por qué no se casó con él, si es tan bueno y la quiere tanto... - Ya te dije chinita sonsa, que no sabe tocar la guitarra... ¿Cómo quiere que baile si no sabe tocar la guitarra? Tendría que bailar para otro siempre... -contestó Dominga casi ofendida. Ya en la mesa, con la olla de puchero humeante en el medio de la mesa, Dominga se dispuso a hablar. - ¿Ayer fui a buscar la plata al pueblo. Hoy te voy a pagar lo de este mes, sabés? - No, abuela, quedesé tranquila... Guarde su platita pa cuando quiera algo pa uste' - Yo ya no necesito la plata, estoy vieja y cansada... Un día va a venir el diablo y me va a llevar, y no me va aceptar plata por no llevarme... Así que ¡pa' qué mierda la quiero! Judith se persignó y rezó algo rápido en voz bajita, horrorizada por lo que escuchaba. - Ay abuela... Callesé. - Además vas a necesitar plata pa' cuando yo me vaya a dormir y vos te quedes en la fiesta de esta tarde. - ¿Vamos a ir?- preguntó Judith, sin disimular la alegría. - Ahá... - ¡¡¡Sí!!! Le va a hacer tan bien salir un poco... Además se la ve tan linda cuando baila... ¡¡¡Quiero verla otra vez..!!!- y se paró para ir a besarle las mejillas y a abrazarla. - ¡¡¡¡Estate con juicio, estate con Juicio... que estamos en la mesa!!!- decía Dominga mientras trataba de sacarse de encima a la joven impulsiva.

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- Si, perdón, perdón- dijo Judith disculpándose y sentándose otra vez... Pero no podía borrar la sonrisa de su moreno y terso rostro. La anciana, luego de almorzar, se dirigió a su rancho a dormir la siesta. Sabía lo que le esperaba, pero ya estaba tan acostumbrada que no intentaba retrasar para nada el encuentro con sus sueños... Más que costumbre, lo que sentía era resignación. Una resignación de pena cumplida. Sabía lo que iba a soñar a esa hora. Por las noches era su padre, por las tardes era... Lo otro. Una vez en su pieza, se desvistió a medias y se recostó sobre su cama desvencijada y cerró los ojos con miedo.

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II ienvenido Don Carlos, pase, pase... ¡Gracias por venir! - Gracias... Cómo no iba a venir, habiendo acá gente tan linda. - Es que usted debe estar tan ocupado, entre la radio, la tele y los festivales... - No se crea... No soy tan solicitao... Carlos se sentó en un banco de troncos, hecho para estar en el patio. Apoyó su guitarra enfundada, afirmándola en la pared del rancho, y se dispuso a recibir unos mates. Don Vivas se le acercó y le avisó que más tarde iba a empezar a preparar el asado. Tomaron un par de mates, charlando de todo un poco. Las gallinas ya estaban enfilando para el gallinero. Los perros corrían y daban vueltas animadamente al ver llegar a la gente. Carlos comenzó a templar la guitarra. Risueño y misterioso le contaba a los niños que todavía andaban por ahí. - Dicen que el diablo afina al aire...- mientras él mismo tensaba las cuerdas sin tocar los trastes del cuello. Los niños miraban con los ojos muy abiertos, esperando tal vez que la mirada del guitarrero se convierta en fuego... - Yo escuché la otra noche, a la salamanca...- contó uno de los niños muy muy serio.estaba ahísito, parado en la puerta' el sitio... y la escuché. - Te creo... -contestó Carlos en tono confidencial- yo también la escuché varias veces... Y más también...- y luego sonriendo misterioso co-

menzó a arpegiar algunas cosas en la guitarra. Doña Elvira, que estaba ahí cerca, cebando los mates, le reprochó en broma, una vez idos los niños - Como le gusta asustar a las criaturas... Pobres changuitos, después no los puedo hacer dormir... - ¿Se imagina?, si yo hubiera ido a la salamanca, no estaría viviendo donde vivo... Me hubiera ido a Europa, o a la capital, enyenos los bolsillos de plata... Doña Elvira lo miró como sin decidirse en contar algo terrible. Pero solo se limitó a decir: - No necesariamente... Carlos la miró sorprendido y risueño, y entre risas dijo... - No me va a decir que uste' cree en esos cuentos de chicos...! - No hace falta creer... Solo ver... - y tratando de cambiar de tema, dijo- pero toquese algo nomás... Carlos templó la guitarra un poco más, y cuando estaba dispuesto a tocar, los perros ladraron de una manera terrible, casi asustados. Corriendo hacia y a la vez huyendo del portón. Entrando por el portón, venia Doña Dominga con Judith en las ancas del caballo saino. - Es tal cual como la imaginé- dijo para sí Carlos. Doña Elvira, habiéndolo escuchado, le dijo en voz baja. - No le mencione nada sobre la canción, a ella no le gusta mucho... Dominga caminó con paso firme y seguro hacia la dueña de casa. Sus ojos parecían brillantes y hermosos, totalmente diferentes a los de esa misma mañana. Como llameantes. Judith iba prendida a su brazo, como protegiéndose más que protegiéndola. La postura encorvada de Dominga, era una huella casi imperceptible de otras épocas, otros sueños, otras vidas. Luego de saludar a todo el mundo con una sonrisa preciosa, se acercó a Carlos y con firmeza le preguntó. - ¿Uste' es el que canta en la radio? - A veces...- contestó tímidamente Carlos sin poder evitar el de'javú. - ¿Y cuándo empieza el baile?- preguntó la anciana de forma casi sargental. - Cuando uste' guste...

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Y ahí nomás empezó el baile... Ella se movía a su antojo... No podía decirse que bailara bien, ni correctamente... Era casi un estilo libre. Un poco tosco y rústico. Pero nadie podía sacarle la vista de encima. Hasta los otros que bailaban, no dejaban de mirarla. Arrastrando las alpargatas en el patio de tierra, con el pañuelo al viento, la mano en la cintura, zarandeando la pollera yuta, su trenza volando a su alrededor. Carlos no podía dejar de tocar, la miraba y casi temblaba. Pero sonreía y seguía meta tocar la guitarra, meta chacarera, meta zamba, estilo y copla. Se hizo una pausa para que el pobre guitarrero cansado vaya al baño. Judith no le sacaba los ojos de encima a su Dominga. La veía tan hermosa las noches de baile... Era tan distinta, tan fuerte, tan... Le daba pudor hablar de ella así. - Vos no bailas, chinita sonsa? - No me saca nadie, pero me divierto mirándola... - ¿Te acordas que te dije hoy que yo tengo solo dos sueños? - Sí: uno era sobre su tata... Del otro no me habló a la final... - Es que el otro es muy complicado. En el sueño hay sapos cantando, pero cantando como cristianos... Y un quirquincho que toca el violín. Es como un baile... Mucha gente. Algunos conocidos, otros no. Animales que imitan a los hombres... Y hombres que imitan a los animales. Y yo voy monte adentro, derechito hacia donde están. Y siempre es lo mismo: yo escupo y entro. Y no me cuesta nada. Es tan fácil, tan simple... Y después es todo un desorden. Y algo que hay dentro mío está sufriendo... Nunca la paso bien soñando. Hay un zorrino que me mea cada vez que pasa y yo le beso el culo... Es terrible, pero no puedo evitar hacerlo. Pero ¿sabés qué es lo peor de todo? - ¿Qué, abuela?- preguntó Judith con ternura. - Que en realidad yo nunca sueño. Yo recuerdo. Entonces, llegó otra vez el guitarrero. Doña Dominga se paró, se le acercó a Judith y besándole los labios le dijo.

- Gracias por todo... Entonces se fue a la pista. Pero esta vez el baile fue distinto... Había algo en ella que la hacía terriblemente atractiva. Sus movimientos eran gráciles. Era un ser sin edad... Ya no necesitaba pareja de baile. El guitarrero tocaba una chacarera pero sin cantarla. En su mente solo resonaban las palabras "no hay que creer, solo hay que ver". Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Solo la miraban... Ella sola bailando en la pista... La tierra volaba como nube o niebla. Y la luna estaba iluminándola tan mágicamente que parecía mentira. Todos: hombres, mujeres, niños, perros, gallinas… estrellas. Todos la miraban extasiados. Todos a punto de desmayarse. Pero no lo hacían... Los ojos imposiblemente abiertos, las bocas ya babeando... Y ella bailaba, bailaba, brillaba. Los hombres se eyaculaban en los pantalones, las mujeres se orinaban en las enaguas... Y luego pareció que los perros morían, y las lechuzas gritaban, y las estrellas eran más cercanas. Los oídos empezaron a sangrar. Las narices también. La guitarra ya sonaba sola... Y los ojos de Carlos lloraban sangre. Y los demás ojos también sangraban. Y como en un giro final, Dominga brilló como una nova... Y desapareció. A la mañana siguiente, todos amanecieron muertos... Los caranchos revoloteaban el rancho. Algún perro dormilón daba vueltas sin rumbo... Las moscas ya se juntaron para el medio día. Durante la noche siguiente al baile, no dejó de sentirse una música preciosamente encantadora a lo lejos en el monte. Pero nadie puede encontrarla si no está dispuesto a dejarlo todo... Dejarlo todo por obtener algo que se desea mucho... Tal vez lo encuentren, tal vez no... Pero perder, perdemos seguro. Y si encontramos lo que queremos... Ah, cuan felices podemos ser.

Texto editado en: Cuentos New Age. Editorial Milena Caserola(2013)

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El Viaje de Nick, de Alan Souto

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icholas subió al tren entusiasmado: en una hora se reuniría en Londres con Alice Worswood para casarse con ella. Además, Mr. Worswood, el padre de Alice, le había conseguido un puesto en la fábrica de Mr. Tatterfield, con un sueldo de 200 libras al año. El viaje fue tranquilo y sin sobresaltos, pero mucho más largo de lo habitual. Nick bajó corriendo del tren y atravesó la estación como una saeta. Al salir a la calle comprendió que algo estaba mal: las luces todas de la ciudad se hallaban apagadas y una densa niebla se extendía como un muro frente a él. Miró hacia atrás para preguntarle qué ocurría a algún otro pasajero que saliera pero contempló con horror que la estación no estaba allí. Se encontraba solo en medio de las ruinas de una cuidad, tal vez, medieval, tal vez moderna, derruida, envuelta en una espesa neblina gris, cuyo cielo, cubierto de cúmulos tormentosos, fulguraba de modo espectral como si las mismas nubes irradiaran ese resplandor mortecino. Presa del más absoluto terror comenzó a recorrer la cuidad. Todo estaba vacío y ruinoso; parecía que nadie vivía allí desde hacía miles de años atrás. Tropezó varias veces con los restos de muros y techos. En la extraña claridad distinguía los contornos de los edificios devastados, las casas destrozadas. El castillo, cual guerrero, caído en lontananza; el campanario mudo de una iglesia en sombras. Una extraña torre con tres picos era la única construcción que parecía mantenerse en pie: brotaba solitaria en medio de la desolación que la circundaba. Se acercó a ella. Había luz adentro, verdadera luz, de hogueras y antorchas. Entró con la esperanza de hallar una respuesta a sus preguntas y el miedo de encontrar más dudas. Deseaba que todo fuera un horrible sueño, aunque algo dentro suyo le decía que no, que no existía otra realidad más allá de esos muros rotos. Apenas ingresó se topó con una larga y angosta escalera que se perdía en la oscuridad de la altura. Comenzó a subir los peldaños guiado por la luz de unas lúgubres antorchas que, dispuestas de trecho en trecho, se sujetaban a las paredes débilmente. Al final, lejos en la noche del último pico, se vislumbraba la luz rojiza y danzante de una

fogata. Subió más y más escalones con la vista fija en el resplandor dorado que parecía alejarse conforme el avanzaba. No lo sorprendió no escuchar voces, posiblemente el o los responsables de cuidar la lumbre dormirían o montaban guardia en silencio. Sí le asombró que la niebla le cubriera los pies a esa altura y que siguiera ascendiendo, cubriendo todos los escalones, hasta llegar a la cumbre de la torre. Nicholas por fin llegó al final de la escalera donde había un arco que permitía el acceso a la habitación donde se alojaba el fuego: era una vasta sala, sin un solo mueble y sin ventanas. En el centro, la pira degustaba grandes leños de roble y pino. Frente a ella había otra puerta que conducía a la terraza, por allí subió Nick, perseguido por la bruma. Trepó los quince escalones que componían la escalera y, de pronto, el viento le azotó el rostro con una helada ráfaga. Perdió el equilibrio y casi cae por la cornisa, sintió vértigo y un poderoso tirón en la espalda. Dio un paso atrás y miró a su alrededor. Estaba, otra vez, en la estación de trenes más cercana su casa esperando el tren que partiría a Londres, el cual acababa de aparcarse frente a él. Un hombre alto y fornido lo aferraba del saco: había estado a punto de caer de bruces bajo las ruedas de la locomotora. Nick le agradeció y se disculpó por su torpeza; miró la hora en el gran reloj del andén: las 4:28 hs de la tarde, confirmó la hora de partida en su boleto (4:30 hs) y en el recuerdo de un telegrama: “Llego a Londres 5:30. Podremos casarnos a las 6:00 en la capilla del P. Francis.” Confundido pero feliz Nicholas subió al tren: en una hora se reuniría en Londres con Alice Worswood para casarse con ella. Además, Mr. Worswood, el padre de Alice, le había conseguido un puesto en la fábrica de Mr. Tatterfield, con un sueldo de 200 libras al año. El viaje fue tranquilo y sin sobresaltos, pero mucho más largo de lo habitual. Nick bajó corriendo del tren y atravesó la estación como una saeta. Al salir a la calle comprendió que algo estaba mal: las luces todas de la ciudad se hallaban apagadas y una densa niebla se extendía como un muro frente a él.

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de nadie. ra te le il b la e d i n , ad d ci li la pub Mandinga! no depende de estas páen n ro ye le y n o er vi e u q odo lo Depende de los artistas. T os con la im d ce lo e u q s, o tr so o n e d uno ginas es esfuerzo de cada ustedes. . a e u eg ll e u q e d n ó ci n te in

radecig a n u o b e d s le , n raro . .a quienes colabo ste dee n e r e e r c r o p o r e sinc miento profundo y rantes. le to o m o c s le a n sio lirio y ser tan profe

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