Revista Mandinga - Número 4 - Año 0, ENERO 2019. Publicación gratuita. Prohibida su comercialización.
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EDITORIAL
ÍNDICE
LA PUERTA 4
por Germán Ceballos
(Walter Barba/Lucien Raven)
EL OTRO
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(Jorge Gómez/Lia Artemisa)
INMORTAL 8 (Francisco Rudolph/Lia Artemisa) EL FORASTERO 12 (Alan Souto/Lia Artemisa) ACERCANDOSE AL SOL (L. Trivisono/L. Mansilla/ L. Artemisa) NOCHE DE PERROS (Leandro Santana)
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PROLOGO ENTREVISTA LAISECA 33 (Germán Ceballos/Lia Artemisa) ENTREVISTA A LAISECA 35 (Alexis Leiva/Andrés Casciani) PACTO SUEROSO 39 (Fernando Farias/Nadine Valerio) LAS RUNAS DEL DRAGON 49 (Sebastián Cantero/Fernando Bogado) ALCOHOL 53 (Hernán Castaño/Lia Artemisa) EL SACRIFICIO 56 (Sofía Seijo/Lia Artemisa) EL BOSQUE 58 (Rodrigo Arjona/Andrés Casciani) LA SEGUNDA REVOLUCIÓN 61 (Ezequiel Olasagasti/Lia Artemisa)
Revista Mandinga Número 4. Registro DNDA: en trámite. Domicilio Legal: Ramón Falcon 1350 dto 2 (1832) Lomas de Zamora, Buenos Aires. Publicación gratuita. Prohibida su comercialización. Mandinga! Staff: Propietario y Director: Germán Ariel Ceballos. Editor Literario: Alexis Leiva. Corrector Literario: Sofía Seijo. Diseño y Maquetación: Bruno Cervi. Imágen de Tapa: “Mandinga” Leandro Santana. Todas las obras (textos, dibujos y fotografías) pertenecen a sus autores, quienes las cedieron libremente para su publicación. Contacto: revistamandinga@outlook.com.ar
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¿Have you read Suther Cane? (In the Mouth of Madness, John Carpenter) Arranqué esta editorial sin saber qué escribir -como muchas veces nos pasa frente a un papel, o a un .doc en blanco-. Nos preocupamos más por las ganas de comunicar y nos detiene el no saber qué decir. Igual, ese no es el punto: no es el objeto de esta Editorial. Como les decía, me encontré sin saber sobre qué escribir y garabateé muchas cosas. Una era sobre por qué nos gusta el terror, pero la verdad terminaba cayendo en todos los lugares comunes. Pero en el vértigo de esa escritura surgió un recuerdo, de esos que la memoria se guarda para cantarte un ¡vale 4! Una escena de la película “La Historia sin Fin” (https://www.youtube.com/watch?v=fHh35VC9Xqo) me generó un planteo nuevo: Los libros no son seguros, y los escritores, mucho menos. Vos podes leer un montón de libros creyendo que cuando terminas, no queda otra cosa que cerrarlo y volver a ubicarlo en su lugar del estante, pero sigue operando. El verdadero trabajo de una buena historia es el que hace por debajo. Por dentro, te transforma en un creyente. De modo muy explícito, lo demuestra la película In the Mouth of Madness, de John Carpenter, donde un escritor es escritor y sumo sacerdote de Dioses Arcaicos (que NADA DE NADA SE PARECEN A LOS DIOSES DE LOS MITOS DE CTHULHU… ¡NADA!). Escribe, precisamente para obtener creyentes. Somos sacerdotes de nuestra imaginación, y de una imaginación colectiva que data de siglos y que aglutina a todos los artistas, a la vez que también los fagocita. Leemos fantasía, la creemos y la reescribimos para transmitirla, como en un grimorio. Escribimos sobre el terror, nuestros miedos, y lo transmitimos, como la peste. Narramos historias del futuro, que un mal día se vuelven realidad. Leé las historias que vienen a continuación, agarrá tu cuaderno, o abrí el Word y comenzá a garabatear: la única forma de sobrevivir a esta epidemia es transmitiéndola. Dale, atajá ese centro, si podés. MANDINGA
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ABLO se despertó con un fuerte dolor de cabeza. El caniche, que no paraba de ladrarle a la alarma del celular, comenzó a corretear de acá para allá cuando sonó el timbre de la casa. El bicho era insoportable. El timbre volvió a sonar, una y otra vez. Pablo se agarró de los pelos y se mandó una aspirina. Levantó una pelota del suelo, se la mostró al perro y la tiró hacia el comedor. El timbre ya lo volvía loco. —¡¡Ya va!! —gritó al levantarse— ¡Dejá de tocar,
pelotudo! Pablo ya sabía quién era el boludo en la puerta: Damián, su mejor amigo. El único tarado que nunca paraba de apretar el botoncito. Abrió las cortinas de la cocina, puso a calentar la pava y agarró las llaves. Miró por el agujero de la puerta y abrió: — Qué pesado estamos, eh...—Extendió la mano. Damián, exaltado, entró corriendo a tomar agua. —La plaza—dio un trago—... ¿Visteloquehayenlaplaza?
— ¿Qué? Hablá despacio, boludo. Se acabó el vaso de un trago, respiró un poco y habló: —Hay una puerta, en la plaza. —¿Y? ¿Qué querés que le haga? —Recién salí de mi casa y pasé por ahí, la que está acá, a dos cuadras —señaló con el dedo por la ventana—. Había un montón de gente justo donde están los juegos, ahí en el medio, y me acerqué a chusmear un poco, a ver qué pasaba y...—el silbido de la pava lo interrumpió. —¿Querés té o café? —dijo Pablo. —...me mandé —lo ignoró—. Había una puerta, parada, como si estuviera amurada al aire, no sé cómo explicarte. Pero estaba ahí. Pablo echó dos cucharadas de azúcar en su taza. —Primero intentaron tirarla, pero no se movía. Trajeron varias herramientas, la serrucharon y ni siquiera se rajó un poquito, no pudieron hacerle ni un agujero, nada. No sé de qué mierda estará hecha, pero le dieron con todo y no se rompió, tendría que estar destruida, al menos un poco ¿No te parece? —lo miró fijo y siguió hablando— El tema es que ya nos parecía una locura, pero todo se fue al carajo cuando llegó el viejo. —¿Qué viejo? —Pablo dejó la taza en la mesada y frunció el ceño. —No sé, un viejo cualquiera. La cuestión es que él abrió la puerta, miró de lado a lado y la cruzó… pero no salió. Fue como si se hubiera transportado. No sé qué tiene esa puerta, pero el viejo no pasó para el otro lado: desapareció. ¿¡Entendes eso!? Vine corriendo lo más rápido que pude, todos salieron cagando de ahí.
—Dale… no seas boludo —Pablo se reía. Damián se quedó callado, las manos le temblaban: la cosa iba en serio. Pablo saltó de la silla y corrió a ponerse las zapatillas. Damián ya lo esperaba afuera. Llegaron a la plaza y no había nadie. Caminaron hasta la puerta, la tocaron un poco, incluso la patearon y después la abrieron. Parecía una puerta normal, podía verse de lado a lado, como si miraran a través de una ventana. Pablo se agachó a buscar una piedra: no se animaba a meter el brazo. Tiró una, cinco, diez: ninguna salió. Damián respiró hondo y, con los ojos cerrados, corrió hacia la puerta. Pablo, en el último segundo, saltó sobre él y lo agarró de la camisa, tirándolo al piso. —¿Qué carajo hacés, pelotudo? —¿No querés saber qué hay del otro lado? Forcejearon un rato, se tiraron un par de trompadas, pero Pablo no pensaba soltarlo. Siguieron revolcándose por el suelo, hasta que una voz los detuvo: —¡Quietos, policía! Pablo se quedó duro. Ambos se levantaron. El policía, lentamente, comenzó a acercarse. Damián giró la cabeza, le guiñó el ojo a su amigo y sonrió. Respiró profundo, corrió hacia la puerta y desapareció. El policía, cagado hasta las patas, sacó el arma y apuntó. Pablo cerró los ojos, tragó saliva y atravesó la puerta. Pablo se despertó con un terrible dolor de cabeza. La alarma hacía corretear al caniche de acá para allá. El timbre sonaba y sonaba. Intuyó que sería Damián, su mejor amigo: el único tarado que nunca paraba de apretar el botoncito.
Texto: Walter Barba Ilustración: Lucien Raven 4
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Texto: Jorge Gómez Ilustración: Lia Artemisa El amante está celoso del marido. Él desea que la esposa del otro sea suya, sólo suya. Quiere poder amarla en cualquier momento, en todos los instantes; pero es imposible, él debe esperar a que el otro se vaya a trabajar o a comer con su madre o a juntarse con sus amigos, para recién entonces poder acercarse a su amada. A veces desea llamarla aunque sea para oír su voz, pero ella se lo tiene prohibido porque “mirá si atiende mi marido”. En ocasiones llegan a pasar días sin que él sepa nada sobre ella. Entonces hierve de celos. Y comienza a extrañarla. Sale a pasear por la ciudad esperando verla. Aunque esté con su esposo. Aunque ella finja no reconocerlo. Para así poder estar un poco más tranquilo; celoso, pero extrañándola un poco menos y sabiendo que él la vio y ella lo vio a él, por más que haya fingido no hacerlo. Lamentablemente nunca la ha encontrado. Aún cuando ha roto zapatos en busca de ese encuentro casual. Pero entonces llega la llamada y por fin él puede volver a estar con ella. Y en esa pequeña siesta sueña con ser su único compañero, sueña con estar abrazado a ella por el resto de sus días, sintiendo su piel contra la suya, sintiendo su cálida respiración y también sueña con que ella sueñe lo mismo que él. Pero ella siempre lo despierta y lo apura para que se vaya, y él lo hace siempre medio dormido, con la idea, con el sueño de ser el único hombre en su vida. Y el sueño se vuelve obsesión y la obsesión, tormento. Hasta llevar sus manos a un viejo revólver de su padre y dudar. ¿Quitarse la vida o quitársela al otro? Normalmente no hay respuesta, pero hoy hay algo, quizás la conciencia o el instinto, algo del alma o de la mente, y ese algo lo lleva hasta la casa de ella; lo lleva a buscar la llave que él siempre usa para entrar cuando ella lo llama; lo lleva a la puerta de la habitación marital. Entonces abre la puerta. El otro está sobre ella. Ninguno parece darse cuenta de que alguien ha irrumpido en el lugar. El amante, descorazonado ante tal indiferencia, da un grito incongruente. Entonces ambos lo miran. Pero él sólo tiene ojos para aquel que hace que sus sueños sean inalcanzables. Apenas los ojos se encuentran. Apenas la sorpresa y el miedo se encuentran con el odio y los celos, se oye el disparo. El amante sale caminando, despacio. No escucha los gritos de la mujer pidiendo auxilio. Antes de atravesar la puerta y salir a la calle, toma una foto en la que ella sonríe dulcemente. Camina. Camina. Hasta que llega a la estación y se toma un tren. Observa la foto detenidamente. Mira la imagen de aquella mujer a la que tanto amó. Ve su sonrisa, sus ojos, ve su felicidad en los brazos del otro, de aquel que les impedía estar juntos y felices. No siente culpa, la bala era bien merecida. El tren pasa incontables estaciones y él sigue mirando la foto, sin importarle dónde está, hasta que una mirada lo saca del ensueño. Siente cómo alguien lo mira con insistencia. Se da vuelta para preguntarle a la persona que está sentada a su lado qué es lo que mira, pero al verlo no puede articular palabra. — ¿Qué hace usted con una foto mía y de mi esposa? —pregunta el otro.
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Texto: Francisco Rudolph Ilustración: Lia Artemisa
Inspirado en la epopeya sumeria de Gilgamesh y en la historieta homónima de Lucho Olivera».
E L P LAN Las pinturas no me convencen: obedecen a la interpretación del artista, a la mano del pintor, a la técnica utilizada, a la época en que fueron realizadas... El mismo rostro se repite en cada una de ellas, pero para mí no es exactamente el mismo rostro. Un rostro común, por lo demás. En cambio, las fotos parecieran revelar otra verdad, aunque la dirección de la luz, la decoloración de los pigmentos, el envejecimiento del papel me hacen dudar de que sea trate de la misma persona. El parecido es innegable, claro, pero ¿cuántas veces hemos sido testigos de este fenómeno? Nuestro rostro está destinado a repetirse, pero ellos no lo ven así. Me mandaron a investigar. Quieren lo que creen que él les puede brindar: mil vidas por vivir. Yo les he dicho que es una mera coincidencia, pero ellos, con sus billones de dólares, no lo aceptan. Son la estirpe que controla a la humanidad —lo han hecho desde tiempo inmemorable. No hace mucho se reunieron en una especie de cónclave —según tengo entendido— para decidir el destino del mundo, 8
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para establecer los sucesos que habrán de ocurrir en los próximos quinientos años. Serán sus hijos quienes vean el final de este plan, pero lo que pretenden —en realidad— es estar allí cuando ello ocurra, no quieren morir. Y he aquí que descubrieron a este hombre o, mejor dicho, este rostro que se repite en todas las épocas. Me contrataron hace diez años para dar con la persona que hoy lleva ese rostro. Pero, cada vez que obtenemos una pista sobre su paradero, desaparece. La semana pasada me informaron que se encontraba en Moscú, es por eso que vine hasta aquí. No ha sido fácil dar con él a pesar de que cuento con todo un equipo de gente trabajando en ello. Buscamos descubrir si, lo que sugieren las fotos y los cuadros, es cierto o no. Mi precursor nos ha dado la clave para develar el misterio que se esconde detrás de este rostro, su hallazgo permitirá lo que los cuadros y las fotos no han podido hasta ahora: unos cuarenta años atrás se hizo de un cabello de este supuesto hombre —aunque, yo afirmo que le pertenecía a alguien más— y lo guardó como un malogrado trofeo, como un símbolo de su derrota, sin saber que hoy, gracias a la tecnología de la que disponemos, lo podemos utilizar. Ese cabello me ha dado la posibilidad de desmentir esta historia que, insisto, no puede ser cierta. Todo lo que necesito es una nueva muestra de ADN para arrebatarles la esperanza. Quiero ver sus caras cuando tengan que aceptar que ni siquiera ellos pueden escapar a la muerte. Algo de saliva, de sangre, otro pelo es todo lo que necesito. Será duro cuando descubran que se han atado durante décadas a un fantasma salido de su propia vanidad. Aunque, poco no me importa, solo soy una persona que hace su trabajo. Así y todo, no deja de ser divertido pensar en ello.
E L E N C UE N TRO Él sabía que yo lo estaba siguiendo, sabe que lo tengo atrapado. Ayer me envió una carta para que nos reuniéramos en este viejo café de la ciudad. No puedo dejar de mirarlo. Su rostro lleno de cicatrices es el mismo que el de las fotos, que el de los cuadros. Pero es su mirada lo que me llama poderosamente la atención —me aterra un poco—. Su acento es extraño. Pareciera que ha recorrido todo el mundo y que hubiera vivido durante años en cientos de lugares distintos. Me cuenta historias que no le podrían haber ocurrido. Y, sin embargo, me hace sentir como si hubiera estado allí. Me ofrece fechas, nombres, cifras. Cada tanto, hace un breve silencio cuando sus labios pronuncian el nombre de alguna mujer. Se queda mirando a la nada y, de repente, continúa. Es locuaz, conoce la importancia de los detalles. Seguro trama algo. Me quiere confundir. Con sus palabras, con sus historias, les está dando MANDINGA
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la razón a ellos. Me pregunta mi nombre —yo no sé el suyo—. Se queda pensando. No tengo apuro, hace años que estoy tras de él. Afuera, la nieve de Moscú contrasta con los colores de las ropas de las transeúntes. Sí, la verdad que esta ciudad ha cambiado. Rusia es un lugar exótico al cual me gusta volver cada tanto. Me pregunto si él ha estado aquí antes o cuántas veces lo ha hecho, y si ha sido parte de su historia, y me doy cuenta de que he caído en su trampa, ya no estoy seguro de mi verdad. No puede ser posible que este hombre sea más viejo que yo ¿Dónde es que nació? ¿Cuándo? ¿Por qué no ha envejecido —la última foto que le sacaron es de hace por lo menos veinte años y se ve igual que entonces—? Me mira de nuevo. No puede ocultar su sonrisa. Sabe que lo ha logrado, que ahora tengo que tomar una decisión con respecto a él, y me lo dice: —Tengo algo para usted. ¿Esto es todo lo que necesita, verdad? Una muestra de mis células para compararla con la otra que tiene en su poder. Aquí la tiene —se arranca uno de los pocos cabellos que le crecen en la base del cuello y me lo entrega. Apresurado, saco unas pinzas y un pequeño frasco de mi campera y guardo la muestra. —No entiendo —le digo. —Estoy cansado. Quiero disfrutar de una vida normal, con eso bastará. Lo estaré esperando —y me da un papel con la dirección del hotel y el número de habitación donde se aloja. Nos despedimos. Salgo a la calle y la nieve empieza a hacer su trabajo. Cada tanto, me sacudo los copos que se van acumulando en mis hombros y sigo hasta mi departamento, no muy lejos del suyo. La blancura del invierno me hace sentir sucio ante lo que tengo que hacer.
L A D UDA He estado toda la noche sentado frente a la muestra. Finalmente, me decido, la amplifico y la paso por la centrifugadora para precipitarla. Eso me lleva un par de horas. Me pregunto qué harán ellos si comprueban que tenían razón. Querrán atraparlo —aunque, esa no es mi tarea—, le harán pruebas de todo tipo, quedará encerrado en una celda para siempre, deberá soportar toda clase de torturas. Siguiente etapa —no hay vuelta atrás—, la electroforesis está en marcha. Espero unos minutos y salen los resultados. Comparo las muestras: cien por ciento de coincidencia. No hay duda, se trata del mismo hombre. Me quedo paralizado. ¿Por qué él me ha permitido que descubra su verdad? Debió seguir huyendo, desaparecer —como lo ha venido haciendo durante años—. Ahora está condenado, y yo también. 10 MANDINGA
Mi trabajo está hecho. Ellos tenían razón: este hombre no puede morir y, ahora, ellos tampoco lo harán. Descubrirán su secreto y podrán ver realizados sus planes con sus propios ojos de aquí a quinientos años y, luego, decidirán que hacer por otros quinientos años más... Se convertirán en dioses y nosotros en esclavos —si es que, alguna vez, hemos sido otra cosa. Necesito un cigarro.
FINAL Salgo disimuladamente a la calle —lo he dejado todo preparado— y me pierdo en la ciudad, por si alguien me sigue. Como a la media hora, vuelvo sobre mis pasos y pregunto por él en el hotel que me dejó como referencia. Me dicen que se ha marchado. Entonces me doy cuenta del engaño. Él sabía lo que yo iba ha hacer —siempre lo supo—, conoce al hombre mejor que nadie, hace siglos que lo viene estudiando. Escucho una voz que me dice «Alto», en ruso. Me doy vuelta. Me tienen acorralado. La gente en el hall del hotel se horroriza al ver a aquellos hombres con las pistolas desenfundadas: son policías. En una TV encendida están pasando la noticia sobre un atentado que acaba de ocurrir a una pocas cuadras de allí. Una foto mía en primer plano me delata. Ya todos lo saben. Me sacan del hotel, esposado. Alcanzo a ver que, sentado en una mesa, un extraño con la cabeza tapada por un diario observa el cuadro y hace un llamado. Su misión está cumplida —otro, que trabaja para ellos y que los ha guiado hacia mí. Cada uno de nosotros juega un rol en este mundo. Yo he cumplido con el mío —muy lejos del que supo ser—, su secreto está a salvo. Me siento en paz. Mientras tanto, él lo ha hecho de nuevo, ha vuelto a desaparecer de nuestros radares. Yo no podía dejar que ellos se convirtieran en dioses, planté una bomba en el edificio en el que me alojaba —destruí toda la evidencia (espero que no haya muerto nadie)—. Sin importar lo que me pase, era necesario. Quizás, algún día él le cuente a otros que yo le he ayudado. Por ahora —protegido por los siglos de su propia sabiduría—, en algún rincón del mundo, en algún perdido callejón de alguna ignorada ciudad el inmortal se esconde de nosotros, observándonos, recogiendo historias, sumando recuerdos, llorando nuevos amores, viviendo miles de vidas, escapando de la codicia sin límite de los hombres que buscan ser como él.
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ARECE que va a llover. ¿Existe acaso algún inicio de conversación más anodino que éste? Sin embargo, esa simple frase determinó el destino de todo un pueblo, condenándolo por varias generaciones. “Parece que va a llover”. Cinco palabras a las que nadie podría atribuirles un trasfondo siniestro, ni siquiera dichas en un insoportable día de verano, con el sol agrietando las calles de tierra y obligando a todas las casas a permanecer con las celosías cerradas. Doña Mercedes, doña Remedios y Celia bebían limonada fresca y se apantallaban con grandes abanicos llenos de arabescos; mientras tanto, las niñas jugaban con sus muñecas bajo la atenta mirada de María Juana y Luisa que sorbían con fruición el tereré con cascarita de limón. El sol rielaba en los azulejos y el patio, cubierto de parras y árboles frutales, despedía un agradable aroma. El pueblo estaba en esa calma apacible que sólo puede augurar una paz interminable o, más frecuentemente, una terrible tempestad. Y La Piedad venía disfrutando de una intensa quietud, apenas perturbada por los misterios del monte. El almacén del Ruso Salzman estaba abarrotado de hombres calurosos y sedientos. Ríos de sangría, clericó y vermut corrían por las mesas; en el patio también se tomaba tereré y el Ruso no daba abasto para sacar agua de la bomba. En una pausa, mientras todos tenían los vasos llenos y el ambiente se cargaba del humo de los cigarros, un hombre extraño hizo su aparición. Era alto, fornido, de hombros anchos y pecho recio; la barbilla puntiaguda apuntaba hacia el techo y miraba a todos inclinando unos ojos tan claros que parecían blancos. Bajo el chambergo, el cabello era cano pero abundante y le caía con gracia sobre el poncho negro de vicuña. El cinto refulgía con extrañas monedas de oro; las botas eran de cuero lustroso, negras 12 MANDINGA
Texto: Alan Souto Ilustración: Lia artemisa
como toda su ropa, y con tacón y suela de madera que resonaban a cada paso. De un costado le colgaban las boleadoras de tiento y, detrás, asomaba la punta del facón, envainado en funda de alpaca y hecho todo de oro y plata, con el mango recto, sin cruz. —Buenas —dijo con voz de trompeta—. Parece que va a llover y ando buscando dónde pasar la noche. Vengo de muy lejos y estoy fatigado. Los paisanos intercambiaron miradas desconfiadas. El extraño no tenía ni una mancha de polvo, ni una gota de sudor. Además, qué decía de la lluvia si el sol pegaba más fuerte que nunca. Salzman fue el primero en reaccionar. —Pasa, hombre —dijo saliendo de atrás del mostrador—. Venga, no se quede al sol. La casa le invita un trago e luego veremos dónde pueda alojarse. No ofrezco mi casa porque tengo una pieza sola, acá arriba —señaló el techo— con apenas un catre. Pero seguro que en algún lado podrá dormir antes de seguir su camino. El desconocido entró, sacándose el sombrero y saludando con la cabeza a toda la concurrencia que le devolvió el saludo maquinalmente. Se acodó en la barra y aceptó el vaso de vino endulzado que le ofreció el Ruso. —‘Chas gracias, compadre —dijo—. Pero ¿quién dice que voy a seguir camino? Ando buscando una tierra para afincarme, tener mi ranchito, alguna china que me caliente las sábanas y, quién sabe, capaz hasta tener gurises. El Ruso tragó saliva sin saber bien qué decir y el forastero siguió hablando. —¿Sabe, compadre? Este pueblito me gusta bastante, podría echar raíces acá. —¿Raíces? —espetó Don Fermín, uno de los más viejos y acaudalados de La Piedad—. Sí, acá se pueden echar raíces pero usted, don, va llegando tarde. —Salvo que se plante n’el monte —se burló el viejo Rimales, que llevaba varias jarras de sangría encima. —O que se meta a La Gruta —lo siguió un peón aún más borracho—. Total, si dice que va’ yober, aí segurísimo que no se moja. Todos estallaron en carcajadas, incluso el forastero rió. Pero el sonido de esa risa fue estremecedor y silenció a todos. Era una carcajada sardónica y espectral, peor incluso que la histérica hilaridad del urutaú, que siempre seguía al llanto brutal. El extraño culminó su risotada de un modo fulminante y se puso en pie. —¿Así que el monte y La Gruta, eh? —dijo sin rastros de alegría en su voz—. Pues bien, si esta es la hospitalidad de La Piedad poco honor le hacen al nombre. Pero ¡sea! Cuando se desate el temporal me refugiaré en La Gruta y en su monte echaré raíces más profundas que las del ombú. Aténganse a las consecuencias. —El desconocido se calzó el sombrero y enfiló hacia la puerta—. Buenas tardes, patrón —agregó mirando a Salzman—. Gracias por el vino, y si alguna vez necesita algo, búsqueme... Ya sabe dónde. En cuanto a usted, Fermín De Anchorena y Guzmán, nos vemos en un rato, cuando retumbe el tercer trueno. El extraño volvió a reír ominosamente y salió del almacén. Apenas se fue, MANDINGA 13
comenzaron los murmullos y algunos hombres decidieron salir a buscarlo. Pero, en cuanto traspasaron la puerta, debieron detenerse de golpe. El sol castigaba al pueblo con una lluvia de fuego pero no había ni rastros del hombre de negro. Sin embargo, detrás del monte, unas nubes abominables avanzaban sobre el cielo como buques de guerra. Negras y terribles, arrastraban un vendaval que sacudía los árboles y conmovía a la tierra misma con un clamor ronco que pronto hizo vibrar las copas y botellas del local, así como todos los vidrios de La Piedad y La Cruz. El resto de los hombres se levantaron también y salieron a ver el terrible espectáculo de la naturaleza, todavía incrédulos pese a la evidencia. Cuando el sol quedó eclipsado por la tormenta y el cielo se rieló con el primer rayo, todos miraron a Don Fermín, éste se sacó el sombrero e inspiró una bocanada de aire helado. —¡Ahhh! —exhaló—. Siempre diluvia después de tanto fuego. Será una bendición para el campo, aunque algo seguro se pierda. Entonces sonó el primer trueno y varias aves chillaron en el monte. Los hombres se apartaron y más de uno se santiguó discretamente. —¡Cagones! —les gritó el viejo—. Tienen miedo de las paparruchadas de un cocorito. ¡Yo soy Fermín De Anchorena y Guzmán! Y nadie me anda amenazando. El segundo trueno estalló más cerca del fulgor del rayo que lo precedió y el aire se llenó de olor a quemado y electricidad. Esta vez los hombres huyeron al tiempo que empezaban a caer las primeras gotas, grandes como canicas. —Don Fermín... —empezó el Ruso pero el viejo no lo dejó terminar. —¡No te tengo miedo! ¿Oíste? —bramó mirando al cielo y al monte—. Ni así seas el mismísimo Mandinga me vas a llevar. Yo nací en esta tierra y en esta tierra me voy a morir... ¡pero cuando se me antoje a mí! ¡¿Me oís?! ¡Vos... no... decidís! Apenas el viejo pronunció la última palabra un rayo terrible se estrelló contra La Gruta sacudiendo las piedras y haciendo temblar la tierra hasta El Cruce. Junto con la descarga llegó el trueno, un grito oscuro, terrible, bronco como el rugido de un dragón enfurecido y, al mismo tiempo, con una sensación de negra hilaridad, como una risa diabólica y demencial. El cielo pareció abrirse y las nubes vomitaron litros de agua helada como la muerte, arrastrados por un viento clamoroso y arrancó árboles de cuajo. El destello fue tal que los pocos que aún estaban junto al Ruso y Don Fermín quedaron enceguecidos por unos instantes. Cuando volvieron a abrir los ojos, el temporal había pasado. El cielo plomizo dejaba caer una lluvia continua pero natural y el viento y los rayos habían cesado casi por completo aunque las nubes aún roncaban débilmente. El suelo era un barrial plagado de hojas, ramas y tejas que la tempestad había arrancado y esparcido. En medio de esa desolación yacía el viejo Fermín, con las piernas dobladas una sobre la otra y los brazos extendidos a los costados del cuerpo. Una mueca de horror y espanto le mantenía abiertos los ojos y la boca de la que colgaba un fino hilillo de sangre. Desde la entrañas del monte brotó un llanto enloquecido y desgarrador que pronto fue sustituido por una aguda y desquiciada risa, engendro mismo de la desgracia. 14 MANDINGA
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krkiriiii!i!! !
Cuando ví los restos de la chica lo supe. Hace una semana que persigo un asesino.
¡AAAH! ¡Mierdaaa!
¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!
La puerta cruje como en una película de terror... Los quería destrozar poco a poco, quería ver sus ojos.
¿Se imaginan la sorpresa cuando decubrí que eran dos?
¡Mierda, la chica no tenía mas de doce años!
¿Nos buscabas? ¡quedate quietito sorete!
¡poom! ¡Ya van a ver mierdas...aaah!¡
Supe que no ivan a parar.
¡wroom!
¿Vamo a fumar uno hermanito?Este ya no jode a nadie
grrr!!
Quería verlos cuando se les escapara la vida.
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¡krack!
Linda la noche ...
miauu!
¡Andan nerviosos los bichos!
¡Guau!
auuuuu!!! MANDINGA 27
¡A los violines los tienen para , AAAAAHHHH!!!
¿Te pone nervioso?
¡je, je! cof, ugh, decime maricón de mierda...
¡Cerra el orto gato!seguis vivo pero un ratito nomás.
¡¡¡¡aaauu
uu!!!!
Pero... ¿que es eso?
¡Ya voy, ya voy!
...¿cuando estuviste en devoto... te tenian de mucama?
¡Guau!
Ponete comoda que ahora viene mi hermanito.
¡Tira gil, tira!!
aaaaahh!! aaaaahh!!
¡Guau!
¿Y que onda?
¡miaaaooo! tengo que buscar la forma de salir.
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¡Deja de preguntar boludeces!¡ trae la itaca!
Parece que se pudrió todo. Yo a este lo conozco, le dicen “Mortaja”.
¿En serio?Mejor le pegamos un tiro y nos borramos
¡krash! MANDINGA 29
¡Vos sos más boludo!
¡plup! ¡plup!
¡ggggh...aaghhh...!
¿como te vas a asustar?
¡Y bueno loco ¿que queres? Si no te hacias el perro ninja capaz no me asustaba.
Si salgo de esta va a ser de milagro.
¡No me gastes, esos crotos tenian esta ropa de mierda!No tengo la culpa...
¡nnnnghhh1 rrrrr!!!
¡Hola! Hay olor a perro mojado. 30 MANDINGA
¡Je,bueno te cagaste todo eh.!
Te quedan bien esos pantalones anchos chabón.
Ja,ja, no te victimices que no te creo nada. Gracias amigazo. necesito una buscapina, sabes, algo me cayó pesado.
¡AAAAH!
...Cuando me transformo rompo todo, ¿sabes la pilcha que perdí por culpa de la maldición?
fin... MANDINGA 31
Cuando comenzamos a incluir reportajes en Revista Mandinga quisimos darle una vuelta de tuerca. Que cada reportaje tenga una impronta propia, correspondiendo a lo que una revista literaria implica. Jugar con el entrevistado. Hacer que luego del reportaje, el entrevistado tenga un motivo más para leerse. Aquella vez, en Mayo de 2016 Alexis Leiva me contó que iba a entrevistar al “conde Laisek”. Todavía estaba verde todo el asunto de agregar reportajes en la revista, pero en ese momento Alexis me confesó que quería incluirlo en el próximo número, cosa que por tiempos y otros caprichos, dejamos para una edición posterior. Presentarles a uds. esta entrevista póstuma a Alberto Laiseca es lo más triste que me tocó hacer. No sólo porque no pude estar allí, no porque nunca tuve la posibilidad de estrechar su mano (debo confesar que tampoco hubiera sabido qué hacer). Lo que hace a esta nota triste es que ya no esté. Me hubiera gustado que él pudiera leerse entrevistado en este número, me pregunto si este escenario le hubiera caído bien... 32 MANDINGA
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Entrevista a Alberto Laiseca
PELEAR DE IGUAL A IGUAL POR LA MEMORIA Esta entrevista fue registrada durante los meses de febrero y marzo de 2017 Toda descoordinación con las fechas Es pura responsabilidad de la muerte.
La tarjeta de invitación decía:
Tiene autorizada la visita al Castillo Monstruo, y una entrevista con El Conde Laiseca Cualquiera hubiera esperado un caserón antiguo, símil castillo. Pero la dirección referida daba con un edificio viejo, sí, pero de oficinas. Techos altos y columnas torneadas. Escaleras de mármol y ascensor jaula, de rejas negras y moldeadas como torsadas. Por supuesto que el ascensor estaba fuera de servicio. Subí los trece pisos por escalera y, claro, llegué prácticamente sin aliento. En la puerta de madera —sólida, firme, maciza— había dos enfermeras custodiando, una a cada lado, con uniforme estilo años 40: cofia blanca, cruz roja, minifalda ajustada, ambo desprendido en dos botones arriba haciendo escote. Tenían unos pechos muy redondos y firmes; blancos, turgentes, apretados, de mármol. Me apoyé las manos en las rodillas y traté de recuperar el aire. La puerta, arriba, ostentaba una placa de bronce con la inscripción: CONDE LAISECA. 34 MANDINGA
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U
N humo espeso y azulino cubría el techo como una niebla. El foco colgado del pasillo parpadeaba en cortocircuito. Las enfermeras paradas como dos columnas, firmes, altas, en tacos, miraban hacia adelante. Les enseño la tarjeta de invitación. Una sola, como centinela, baja la mirada hacia mí y abre la puerta ignorándome otra vez. Con paso temeroso avanzo y siento un frío de pinchazo, un miedo de algodón con alcohol en una bandeja de acero inoxidable. Adentro de esa especie de oficina que parecía más la de un investigador privado que la de un conde, el humo era aún más espeso y bajo. Tabaco bien penetrado en todo el aire. Unos pasos iban de acá para allá detrás de un escritorio. Apenas podía distinguir una biblioteca en una de las paredes, un escritorio desordenado lleno de papeles y libros abiertos. La figura de un hombre detrás de la bruma caminaba de acá para allá, enorme, con los brazos atrás, pensando sin detenerse. Cuando habló, la neblina se despejó un poco para dejar ver los enormes y amarillos bigotes del conde.
—Pase amigo, pase. Estoy escribiendo una novela buenísima. ¿Sabe cómo sé que es buenísima? Porque ya la estoy escribiendo. Camilo Aldao se va a llamar. La mesa tenía un par de libros. Me senté en una silla redonda y chueca frente al escritorio. Miré de reojo los libros para formular las primeras preguntas. —¿Qué anda leyendo? —Wilde y otro que no recuerdo. Los libros estaban ahí, pero los guardó y no alcancé a ver al no recordado. Luego continuó sin mirarme, dando pasos por detrás del escritorio pero echando a cada segundo una mirada a la puerta. — Por odio había dejado de leer y de escribir. Ahora volví a leer, y me estoy poniendo en la cabeza terminar esta novela buenísima que empecé. —¡Qué bueno que vuelva a leer y a escribir, maestro! Dígame, Conde: ¿qué fue lo primero que leyó y que lo marcó de por vida? —Mi momento de leer y cambiarme la vida fue con Poe y con Oscar Wilde. A quienes constantemente intento que los demás lean. Pobre Wilde… lo que pasó con Wilde fue que se enamoró de la
“POR ODIO HABÍA DEJADO DE LEER Y DE ESCRIBIR” persona equivocada: Lord Alfred Douglas, un hijo de puta. Se sentó y me observó tranquilo, fijo, casi desafiante pero hospitalario. Tomó un trago de su whisky que sirvió en una taza en forma de calavera… o quizás no era una taza pero sí una calavera. 36 MANDINGA
Prendió el enésimo cigarrillo. Luego, expulsando el humo entre los bigotes dijo: —El cigarrillo es muy malo, ¿lo sabías? Porque cada vez que prendés un cigarrillo matás a un pterodáctilo en el pasado. En serio lo digo —Mirando la neblina de humo que tapa el techo comprendo que la aniquilación de los dinosaurios se está dando en ese mismo instante. Entonces lo imagino al Conde Laiseca como un meteorito volando a destruir toda una raza prehistórica. Pienso en eso y le pregunto: —¿Qué es más importante: saber escribir o tener ganas de escribir? —Has puesto el dedo en la llaga. Porque yo en este momento no tengo ganas de escribir, estoy tratando de volver a tener las ganas. Tengo una novela buenísima para escribir, ya la empecé por
“EL CIGARRILLO ES MUY MALO, ¿LO SABÍAS? PORQUE CADA VEZ QUE PRENDÉS UN CIGARRILLO MATÁS A UN PTERODÁCTILO EN EL PASADO. EN SERIO LO DIGO” eso sé que es buenísima. Si vos me hubieras dicho dos meses atrás que me ponga a escribir yo te saco cagando. Ahora puede ser que te escuche. Por odio había dejado de leer y de escribir. —Mirando el lugar, las limitaciones, las enfermeras franqueando la puerta, las pocas pertenencias, el ambiente viciado… comprendo la desazón. —Acá parece difícil poder escribir algo. Disculpe mi atrevimiento, pero lo veo directamente imposible.
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— Mis libros más imposibles son los que más se han vendido. Los Sorias va por la tercera edición. Y otro es El Jardín de las Máquinas parlantes. Hoy se consiguen en muchos lugares. Y se han reeditado muchos. —La gente de Muerde Muertos tiene algunos. —Sí, es verdad. Igual sigo sin ser traducido al inglés. Me gustaría mucho. No es ninguna garantía de nada porque no hay garantías en este mundo. Pero me interesa perdurar, y tengo la ilusión, tal vez loca, de que traducido al inglés podría pelear de igual a igual… pelear de igual a igual por la memoria. Que se guarde memoria de mí. Los Sorias tardó 16 años en publicarse. Yo creí que no lo iban a publicar jamás. Entonces, como ve, hay que tener fe hasta el último día. Así que la traducción al inglés… ¿quién te dice? Pensé en Los Sorias y el trabajo que habrá implicado escribirlo. Miré alrededor y no vi ni un ejemplar. Un libro de más de mil páginas es notorio por donde sea que se lo ponga a reposar. Por eso pregunté. —Oscar Wilde decía “esta mañana corrigiendo un poema le quité una coma. A la noche se la volví a agregar”. Esto habla de las correcciones como la búsqueda infinita de la perfección. —¿Qué escritor no pensó alguna vez en la corrección constante? Muy bien, cada novela a su turno. No se puede estar corrigiendo todo el tiempo. Yo no hubiera escrito Los Sorias si fuera de esos que no paran más de corregir. Una vez terminado el libro ya está, se lo das al editor y a otra cosa mariposa. No, yo no corrijo tanto porque si no te volvés loco. Te tenés que desprender del libro y dárselo al editor cuanto antes. —Fumó otra pitada profunda que terminó con el cigarrillo. Luego lo aplastó contra un cenicero de vidrio que tenía sobre el escritorio—Demostrame que sos un buen muchacho y tráeme una cerveza. Estiró un dedo huesudo, enorme, largo y lleno de nudos como un árbol retorcido. Seguí la dirección que señalaba y había una ventana que daba a una especie de kiosco en el que otra de estas enfermeras centinelas atendía. Me acerqué. —Una cerveza, por favor, para El Conde. —La lata sonó sobre el mostrador y me cobró. Por suerte había llevado plata. No pude evitar mirarle el escote a la enfermera que sostenía de puro milagro el par de tetas blancas, redondas y explosivas.
—En el cielo no hay tetas ni cervezas… hay que aprovechar estos espacios intermedios— Dijo como leyéndome el pensamiento —¿Qué opina de Borges? —¿De quién? ¿Los Borgias? Mirá, ni me nombres a ese bicho. Temblé ante la respuesta, por miedo a que se me enoje, pero luego de que lo dejé tomar un trago me
“Y PARA ESCRIBIR HAY QUE VIVIR. LEER MÁS, ESCRIBIR MÁS… Y VIVIR MÁS” largué a preguntar otra cosa. —¿Cómo encontró su vocación de escribir? —Yo escribía muy mal, todo por culpa de que estaba atenazado por mi sacrosanto padre. Estudié Ingeniería, todo por su mandato. Ojo, la ingeniería es algo muy bueno… pero para él. No es una competencia de qué carrera es mejor que otra, es cada uno en lo suyo. Para encontrar tu vocación tenés que jugártela como me la jugué yo. Largué todo a la mierda. Me fui a trabajar de golondrina a la provincia, sobre todo a Santa Fe, y a la provincia de Buenos Aires. Trabajé hasta de peón de limpieza. No, no es macana, hay que pagar un precio por lo que vos crees y querés. Y para escribir hay que vivir. Leer más, escribir más… y vivir más. Nosotros queremos experiencias de vida. Acá fui entendiendo por qué su rechazo a la literatura borgeana, aunque tal vez habrá habido algo de otro orden en el rechazo. —¿Y Cómo hacía para leer y escribir con trabajos tan duros? —Yo siempre afané tiempo de todos lados para ponerme a leer, en los laburos más pesados siempre me encontraba un tiempo para los libros. Mis compañeros de laburo me miraban muy raro, pero me tenían miedo porque creían que yo estudiaba magia negra. Así que andá a meterte con un tipo que hacía magia negra… te hace un hechizo. ¡Me miraban con un miedo! Y yo los dejaba que así creyeran. Contra toda suposición previa yo no lo miraba con miedo. Había algo en su modo de hablar, en su tono MANDINGA 37
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de hombre de provincia, que no hacía más que generarme cariño por él. Cada tanto aspiraba algunas eses como buen rosarino. Supongo que la cerveza estaría ayudando también. —¿Y qué fue lo primero que leyó que le cambió la vida? —Mi momento de leer y cambiarme la vida fue con Poe y con Oscar Wilde, a quien constantemente intento que lean. Wilde se enamoró de la persona equivocada, pobre, Lord Alfred Douglas… un hijo de puta. —como evocando en un cartel luminoso, movió una mano de izquierda a derecha, contemplando, recordando, escribiendo ante mis ojos en el aire — Revelar el arte y ocultar al artista, tal es el objetivo del arte. —Hablando justamente de eso —dije, parándome para buscar una cerveza para mí , cuando volví pregunté — ¿Cómo fue su experiencia dando talleres? —Descubrí que hay más gente con talento de la que uno se imagina. Y yo soy muy bicho para eso. Sé cómo tocarlos para que despierten ese talento. Vos vas aprendiendo de vos mismo. Hoy los chicos nuevos están haciendo cosas muy buenas. Pero nada se puede esperar de vos como maestro si no sos capaz de ver, de mirar y escuchar. Yo era de los que decía que ya no se leía más: por suerte me equivoqué. —¿No ha vuelto a dar su taller? —En estos momentos no estoy para eso. —Luego dijo como en confesión —Dale, tráeme otra de estas latas.
Texto: Fernando Farias Ilustración: Nadine Valerio
ventiluz. Contaba historias a una cámara. Hacía señas, caras, gruñidos. Ahora, lo veo en un escritorio, iluminado por la vela de sus fantasmas, escribiendo, escribiendo, escribiendo. Luego veo una fila de gente, de personas que lloran, de luto, que caminan hacia un féretro en una enorme biblioteca. Mujeres, hombres, un muchacho de barba y guitarra al hombro, un tigre con campera de cuero… Y me uno a ellos. Vuelvo al campo, bajo un árbol; extensiones de césped bien cortado, piedras que se asoman erguidas. Y yo dejo flores sobre una memoria. …No hay garantías en este mundo… Pero me interesa perdurar… tengo la ilusión tal vez loca de con el tiempo poder pelear de igual a igual por la memoria… Que se guarde memoria de mí… Tengo la ilusión, tal vez loca de que se guarde memoria de mí… pelear de igual a igual… y que se guarde memoria de mí… Quédese tranquilo, Maestro… siempre se tendrá memoria de usted.
“REVELAR EL ARTE Y OCULTAR AL ARTISTA, TAL ES EL OBJETIVO DEL ARTE”. Me di vuelta una vez más para buscar más cerveza, y ante mis ojos había un campo enorme, soleado. Los cosecheros estaban descansando bajo un árbol. Uno de ellos leía un gran libro negro. A lo lejos un tren se detuvo. En el andén el mismo peón tironeaba con otro hombre una bolsa en la que al parecer había unos papeles. La pelea fue feroz. El peón ganó y recuperó la bolsa. Luego ese mismo peón estaba sentado en un banco, pequeño, iluminado por un 38 MANDINGA
—¡Una mierda! —gritaba Germancito manejando a ciento veinte kilómetros por hora por el centro cañuelense. ¡Esta vida es una mierda! Los ojos abiertos, dos huevos fritos llenos de lágrimas; el pie de plomo clavado en el acelerador, un whisky trucho en la mano derecha y la garganta disfónica que batía la posta a los cuatro vientos:
—¡Mierrrda! Más allá del llanto, vio a una vieja cruzando la calle. No le importó en lo más mínimo: si hubiera podido, habría acelerado más. La vieja paró la marcha y se hizo para atrás justo a tiempo para no estirar la pata con el frente del Renault 12. MANDINGA 39
—¡Pelotudo! —gritó la vieja, alzó una mano y lo amenazó con el índice. Germancito no contestó. Siguió manejando y gritando mierda, mierda, mierda, repetía como un mantra. Vio que un amigo lo saludaba desde la vereda: —Chau, Germancito. —¡Andate a la reputa que te parió! Y, sí: ya no había amigos, conocidos, novias, pichichos…, nada. La vida era (valga la repetición) una mierda de la cual había una sola escapatoria. Y dicha escapatoria se manifestó ante sus ojos en la forma de ese boliche concheto que él odiaba entre otras tantas cosas. —¡A la carga, mis valientes! —largó, enfilando derechito para la fila de los bien vestidos. Esa forma de reventarlos y reventarse era tan buena como cualquier otra, así que ¿por qué no? De paso, iba a atentar contra un antro de música electrónica, la peor basura sobre la faz de la tierra. Sonrió, prendió la radio y subió el volumen al máximo. Le llegó la dulce melodía de la banda sonora de una peli de Miyazaky: Ponyo, Ponyo, Ponyo es un pequeño pez, en las profundidades del mar, la puedes ver… Largó un grito de guerra como para hacerle frente a Leónidas mientras veía —más allá de las lágrimas, por supuesto— cómo los bien vestidos entraban a desparramar la fila por la vereda y la calle. Lo último que pensó antes de estrolarse fue que era una lástima que el camino a la pared hubiera quedado libre. ¡Qué ganas tenía de llevarse a uno de esos tarados! La habitación del hospital era tan deprimente como cualquier otra. Vacía, la puerta inmaculada y blanca, el PIII PIII que sonaba sin parar, un grito momentáneo que llegaba desde el pasillo, una brisa que se metía por aquella ventana de bordes descascarados, la cerámica insulsa, un suero colgando de una especie de percha oxidada. Pero a Germancito le parecía más deprimente ahora que había vuelto a despertar. Cómo le hubiera gustado dormirse y quedarse así por siempre. Mierda, nada le salía bien, ni siquiera matarse. —Una mierda —susurró con esfuerzo, y revoleó los ojos para el lado de la ventana. Lo único que podía ver desde su ángulo era un cielo encapota40 MANDINGA
do. Plomo. Esa también hubiera sido una buena opción: un plomo en la cabeza y listo. Pero no, negó para sus adentros. ¿Qué gracia tenía vivir como un miserable y encima morir como un miserable? Dentro de todo, había tomado una buena decisión, la mejor: atentar por última vez contra la puta humanidad. Le había salido como el culo, pero la intención es lo que vale. Una lágrima le bajó por un cachete. Cerró los ojos bien fuerte. No podía llorar, no en este momento. Tenía que quedarle algo de dignidad, carajo. Ya iba a llorar cuando tuviera que garparle al dueño del boliche por haberle destrozado la pared ladrillada. Todo por culpa de los turros del seguro, que no, pibe, este cacharro no se puede asegurar. Un rechinar. La puerta inmaculada y blanca se abría. Una enfermera con cara de boluda y dientes podridos se acercó con un libro. —¿Cómo está el artiiista? —dijo. Germancito la miró con su mejor cara de orto, que era la única que tenía desde antes del atentado, y no respondió. —Me contó un pajariiito —largó medio cantando la muy boluda— que al amiguito le gusta leer. Germancito no dijo nada. —Asiií que le traje esto para que se entretenga. Le dejó el libro sobre el pecho. —Hasta lueguiiito —y salió. Antes de cerrar la puerta lo miró con una sonrisa infantil que casi lo deja ciego. Germancito agarró el libro y leyó el título: AL PAN, PAN, Y AL HORNO, FIAMBRE: QUINCE CUENTOS DE CREMADOS. Selección, prólogo y notas introductorias por Claudia Cortalezzi Qué lindo: él no podía escribir dos oraciones decentes y ahora le traían un libro de morondanga para que leyera a otros autores. Pensando que en una de esas le servía a los gorriones que estarían anidando, revoleó el libro por la ventana. Y la luz se apagó. La cama quedó iluminada por un reflejo que llegaba desde la ventana, pero para el lado de la puerta la oscuridad era total, tan negra que hasta parecía tener consistencia.
A Germancito no le extrañaba que se hubiera ido la electricidad —EDESUR es EDESUR, se dijo—, pero no se explicaba por qué no escuchaba los típicos ruidos del hospital. Raro, raro, muy raro. Un sudor de hielo le bajaba por la frente. Trató de ser lo más racional posible: seguramente los médicos y enfermeras estarían buscándole la vuelta al problema de la luz. No había por qué alarmarse… ¿No había por qué alarmarse? Negó con la cabeza. Imbécil. Imbécil, y encima cagón. ¡Lo único que faltaba! Agudizó el oído: no, no se escuchaba nada. Ni siquiera el viento. Miró por la ventana: el cielo seguía encapotado, estático. Pero… ¿diferente? Era como si estuviera congelado o algo así, o por lo menos esa era la sensación que daba. Absurdo, sí, pero esa era la impresión. Paseó los ojos por la parte visible de la pieza. Todo igual de duro, igual de suspendido. Un nuevo frío le recorrió la frente, y nuevamente no le dio bola. Aunque aquella negación no le servía para que el terror se fuera. La luz se había cortado, che. Eso no quería decir nada raro o anormal. Cómo se nota que vengo trastornado, pensó. La escritura hacía que su mente se calmara, pero donde estaba un tiempo sin garabatear aunque fuera una mísera línea, se iba todo bien pero bien al carajo. Al quinto carajo, más precisamente. ¿Pero dónde terminaba un carajo y arrancaba el que seg…? Un ruido. ¿Un ruido? Sí, un ruido, un ruido seco que rebotó contra una y otra pared estática del hospital. Bueno, aparentemente… Y el ruido se repitió. Germancito revoleó la vista por la oscuridad, lo visible, la ventana, y de vuelta la oscuridad. Nada. Sin embargo, el ruido se había repetido, eso era seguro. Y ahí, una nueva repetición. Y otra. Y otra. Y era cada vez más fuerte. —¿Enfermera? —susurró Germancito, ahora sí, cagado hasta las patas. La única respuesta fue la reiteración de los ruidos, que con cada réplica cobraban más fuerza. Eran pasos. Volvió a mirar la ventana, y supo que no quedaba otra que correr afuera. Ni pensó en el suero.
Con un esfuerzo, llevó los brazos atrás, apoyó las manos en la cama, hizo fuerza. El cuerpo le dolió como la reputa madre. Germancito largó un quejido lastimero tanto por el sufrimiento como por la impotencia: no podía salir de ahí. Algo se acercaba. Aquello, fuera lo que fuera, no detenía la marcha. Germancito clavó la vista en la oscuridad que tenía delante. Sí, los pasos venían de allá. Para confirmar su hipótesis, un pie surgió de entre las sombras. Y a continuación un cuerpo entero. —Uhhh… —largó Germancito por lo bajo, cagadísimo, y sin querer dio un manotazo a su propia cabeza. Casi se le sale el suero. No sabía quién era: la cara, envuelta por la oscuridad. Lo que sí vio fue un enorme sombrero mexicano que evitaba que la luz develara la identidad. El intruso vestía un traje completamente negro. Un saco con botones de madera le llegaba casi hasta el suelo. Debajo asomaban las botamangas de un pantalón azul oscuro y unos zapatos literalmente más negros que la negrura más allá de la presencia. Los brazos, doblados hacia la espalda. Germancito se dio cuenta de que se había meado. Había algo en aquello que se le hacía completamente ajeno, siniestro, horrible. El intruso se detuvo a pocos pasos de la cama. Germancito ahora sólo escuchaba los latidos de su corazón y la fuerte respiración de ese que tenía enfrente. —¿Germán? —dijo una voz quebrada y grave, con lo que parecía ser un fuerte acento español. Él asintió un asentimiento tembloroso. Rápidamente el desconocido sacó una mano de su espalda, tiró un diario sobre la cama y guardó la mano en el mismo lugar de donde había salido. —Lee —dijo el tipo. No “leé”, “lee”. Germancito cazó el diario entre las manos. Era El Vidente Fabiozerpista. Leyó el titular: VECINOS CONMOCIONADOS POR AVISTAMIENTOS DE CUCARACHAS GIGANTES —Joder, tío —largó el del sombrero—, que no te he pedido que leas la noticia más grande. Lee lo MANDINGA 41
que hay debajo, coño. Germancito bajó la vista. Claro, ahora la cosa tenía apenitas un poco más de sentido: SE ESTAMPA A MÁS DE 100 KILÓMETROS POR HORA CONTRA UN BOLICHE DEBIDO A UNA “CRISIS CREATIVA” Malditos medios. Miró al intruso sin saber qué decir. —¿Ese eres tú, tío? Germancito asintió. —¿Escribes, verdad? Germancito volvió a asentir, lo único que se creía capaz de hacer. Lo que estaba pasando era muy raro como para creerlo verdad. Y él se sentía drogado. —Joder —siguió el del sombrero—, que le brindas una importancia enorme a esto del arte. Hizo una pausa y largó—: Eres el tío que estoy buscando, dalo por hecho. Él lo vio pasar las manos para adelante. En una había un suero que parecía normal. Pero eso no era lo raro: el elemento atípico y escalofriante eran las dos manos completamente cubiertas de pelo marrón. ¡Un lobizón, la puta! Germancito volvió a sentirse aterrorizado. Y cuando el tipo se le acercó del todo, ni siquiera atinó a apartarlo. Clavó la vista en aquellas inmundas manos inhumanas, y las vio agarrar el suero que iba hasta su brazo. La transpiración helada volvió a recorrerle la frente mientras aquellas atemorizantes y estrafalarias manos pusieron el otro suero en lugar del anterior. Y así, sin más, ante la vista ultrapasmada de Germancito, el tipo pegó la vuelta y caminó lento hacia la oscuridad que lo había vomitado y ahora volvía a tragárselo. Un relincho resonó lejano. Y a continuación volvió la luz. Lo lógico hubiera sido que Germancito se pegara un julepe padre por un regreso tan repentino de la electricidad, pero ahora estaba bien duro. Una estatua de bronce clavada en la cama. No cambió la expresión cuando volvió la enfermera con cara de boluda sonriente y le preguntó por el olor a orina. Cuatro años más tarde… Qué horda de insufribles, pensó con saña mien42 MANDINGA
tras miraba, desde detrás del micrófono a los imbéciles que copaban la sala de conferencias. Tenía que hablarles de forma didáctica, como si lo que había publicado no fuera lo suficientemente claro y simple. La idea era que todo el mundo entendiera así él, Germancito, superior a todos, no tendría que explicarle nada a nadie. Pero seguían levantando la mano, uno atrás de otro, preguntando boludeces, repasando incansablemente los pasajes de los libros. Libros que él ya se iba arrepintiendo de haber escrito. Lo único bueno que tenían las presentaciones en vivo eran las mujeres que lo confundían a él con alguno de sus personajes, de los que se habían enamorado. Nunca tuvo tanto sexo como en el último tiempo, así que no todo era un palo en el orto. La rubia de la tercera fila estaba bárbara, por ejemplo. La venía relojeando desde que la vio entrar en la sala, y sabía que podía llevársela a la cama cuando quisiera, pero ya tenía paga a una prostituta, y lo esperaba en el hotel. A no ser que…, se dijo, a la rubia le gustaran los tríos. Conclusión: lo mejor era terminar con el circo de una vez. Un viejo barbudo levantó la mano. —Sí —largó Germancito. Le pasaron al viejo el micrófono inalámbrico, y se puso de pie. —Antes que nada —arrancó el barbudo—, déjeme decirle que sus libros me parecen lo mejor de la literatura fantástica nacional de los últimos diez años. Germancito sonrió dando a entender que agradecía el comentario. Pero qué tipos pesados, che. ¡Claro que él era el mejor, de eso no había dudas! ¿Con quién lo iban a comparar estos cañuelenses, con García y sus muertos vivos? —Le quería preguntar —siguió el tipo— cuál cree que fue el mayor aporte de la ciudad de Cañuelas a su obra. Qué pregunta boluda, pensó. —Creo que fue por el lado de la locación —dijo Germancito—. Siempre está bueno que lo que uno escriba tenga una base sólida. Cuando se me ocurrió la historia de unos hombres con cabeza de caballo que viven bajo una ciudad no muy grande, tuve dos opciones: hablar de Cañuelas
sin nombrarla, o hacerme cargo de la inspiración. Ojalá que se quedaran callados. No, qué se iban a callar: un quinceañero con cara de choclo acababa de levantar la mano. Dale que te dale. El barbudo le pasó el micrófono. —Hola —dijo el choclo con voz temblorosa. —Qué tal. —Germancito se hizo el amable, aunque con muy poco éxito. —Le quería preguntar de dónde vino la inspiración para crear a los caballoides. Germancito recordó el atentado y el hospital. Y la figura que le hablaba en gallego y tenía las manos peludas. —En mi accidente del que hablé hace un rato — explicó— sufrí un golpe muy fuerte en la cabeza. De alguna manera, eso me disparó la mente. Tuve alucinaciones muy vívidas, y aunque ninguna de ellas se relacionaba directamente con los caballoides, la idea prácticamente llegó al mismo tiempo. Así de simple. Listo. ¿Ya se podría ir con la puta? Otra mano levantada. Hubiera puteado, pero la mano era de la rubia. Germancito peló una sonrisa de lo más amable, y la mina le respondió del mismo modo. —Le quería preguntar —susurró la rubia tan sensual que parecía comerse el micrófono (ahhh, ¡hija de puta!)— ¿cómo hace para convivir con este mundo tan detallado? Me imagino que después de dos libros, y con un tercero en camino, no debe ser nada sencillo. Te doy hasta que aparezca un político honesto, pensó. Y por un segundo creyó que lo había dicho. —Te explico —dijo Germancito, ya más caliente que un borracho durmiendo al sol—: estas dos novelas salieron como si nada. No te digo que no las laburé con mucho esfuerzo, pero la escritura era lo más fluido que te puedas imaginar. Fue casi como si alguien me estuviera dictando todo sobre los caballoides, sus costumbres, su política, su organización familiar, sus ritos de iniciación, el modo en el que interactúan los distintos clanes… Todo. La tengo muerta, pensó. No pudo evitar fantasear con el buen trío con esa mina y la puta.
—Pero —siguió con su mejor postura de gran escritor— esto de la convivencia con el mundo caballoide tiene sus días buenos y sus días malos. Voy a tomarme un descanso antes de la novela que cierra la trilogía. Mi próximo libro va a tratar sobre los avatares de una familia campera en la actualidad. Sin elementos fantásticos. Y ahí, como por arte de una increíble magia, toda la audiencia se vino abajo. La sombra de pesimismo extendió sus garras alcanzando no sólo a los lectores, sino también a los organizadores y a los de seguridad. Cayeron en un pozo de desilusión profundísimo, y Germancito notó que se manifestaba sobre todo en la cara de la rubia. Se sintió como un impotente en pleno acto sexual, un inútil a pedal que acababa de arruinar todo el respeto que le proferían. Mejor me tomo el palo, pensó. Cabizbajo y pensativo, llegó al hotel del barrio Garlópagos, saludó con un gesto áspero al tipo del lobby y enfiló para el ascensor. Con una sensación ambigua, subió los dos pisos. Él, como artista, debía tener el poder de hacer lo que sentía, y ahora sentía unas tremendas ganas de largar a los caballoides. Y si sus lectores se quedaban con las ganas, problema de ellos. Ahora no quería dejar de lado a la nueva novela Los Callados Encallados, aquella solemne y pausada historia de familia. Sería el esfuerzo creativo más importante que había llevado a cabo en su carrera. ¿Por qué a los demás no les interesaba la propuesta? Era bueno bajar un par de cambios de vez en cuando y leer algo distinto. Él no podía quedarse por siempre a vivir en el universo de los caballoides. Caminó por el pasillo con la misma actitud pensativa, diciéndose que no quería dejar de acostarse con medio mundo por culpa de un cambio de estilo; pensó también, mientras abría la puerta, que el arte debía ser libre, y los demás tenían la obligación de aceptar… —¿Así que te crees lo bastante listo para abandonar nuestro convenio, tú, pequeño gilipollas? —¡AYLAPUTAQUELOPARIÓ! —gritó Germancito y alcanzó a apoyar la espalda contra la pared antes de desplomarse. Ahí, frente a sus propios ojos, iluminada por la luz tenue que llegaba desde el pasillo, la figura que había dejado atrás en el hospital, esa preMANDINGA 43
sencia que él había creído parida por una mente golpeada y confundida. Había vuelto. —Cristo, Cristo… —susurraba Germancito, cagadísimo por la compañía y por la penumbra que los rodeaba. La presencia lo señaló con un peludo dedo índice increpador que partió desde debajo de la oscuridad bajo el sombrero mexicano. —¡Tú! —dijo con la voz grave y quebrada. —¿Yo? —Germancito se llevó una temblorosa mano al pecho, señalándose a sí mismo. —No, José Luis Rodríguez, imbécil. ¡Claro que tú! Joder, que no tengo toda la maldita noche para hablar estas gilipolleces. El corazón de Germancito iba más rápido que Marquitos Di Palma. Creyó que en cualquier momento vomitaría las aurículas y los ventrículos, si no se rajaba ahora. Pero el horror lo paralizaba. Lo único que pudo hacer fue deslizarse lentamente por la pared hacia abajo, al tiempo que la presencia se le acercaba sin dejar de apuntarlo con el dedo. —¡Maldito subnormal! —La voz de la presencia evidenciaba un malhumor indisimulable—. ¿Qué hizo que por tu mente de renacuajo entrara la idea de que eres libre de escribir lo que se te antoje? Ahora veo que la cara de imbécil no es un accidente de la naturaleza. Coño, eres peor de lo que imaginé. Germancito escuchaba todo, y no tenía la capacidad de contestar. Ni siquiera hizo tiempo a pensar en si se había vuelto loco otra vez. —Ya no me sirves —dijo la presencia—. Ya no nos sirves, soplapollas. Tendremos que encontrar otro artistillo que se encuentre en las malas y se atreva a aceptar nuestras condiciones. Y esta vez seremos más explícitos. ―La otra mano peluda apareció portando un revólver—. ¡Maldito puerco! Y ahí, como envalentonado por un impulso superior, Germancito reaccionó. Sacó fuerzas de donde no tenía, y le ordenó a su pie izquierdo que pateara el bufoso del desconocido. —¿Qué? —largó el otro mientras el arma salía volando, y Germancito se levantaba y le encajaba un bollo que lo hizo ir para atrás. Le salió un grito de dolor, y se agarró el puño. Había golpeado algo duro, áspero, que no se co44 MANDINGA
rrespondía con una cara humana. El idiota seguramente llevaba una careta puesta. —Gallego de mierda —escupió, y encendió la luz para ver dónde había caído el revólver. Lo que vio lo hizo largar otro grito. Sobre la mesa más allá de la puerta, la prostituta que él había contratado. Se veía igual que cuando la dejó, sólo que ahora estaba descuartizada y la cabeza con los ojos cercenados coronaba una montaña hecha de órganos y miembros amontonados. Era la torta de cumpleaños ideal para un caníbal. Pero esa “torta” no era lo peor: el sombrero mexicano había volado hasta caer al lado del revólver, en un rincón. La presencia ahora yacía en el piso, a los pies de la carnicería, y con la cara descubierta. Una cara en la que Germancito no reconoció ni un solo rasgo humano. Los rasgos eran —Dios se apiade de nosotros— los de un equino. Y detrás de la mesa había tres equinos bípedos más, que miraban la escena como si no supieran qué hacer ante semejante desmadre. —¡CABALLOIDES! —gritó él. El caballoide del piso lo miró con los ojos refulgiendo odio. —¡Insolente, desalmado, racista! ¿Racista? ¿Acaso el tipo se estaba quedando sin insultos? Ahora el caballoide del piso fijó su bestial mirada en los otros. —¡No se queden ahí parados, imbéciles! —Señaló a Germancito—. ¡Entregadme al jodido patán! Era todo lo que Germancito necesitaba oír. Antes de darse cuenta, se encontró corriendo como si lo llevara el diablo. Voló por el pasillo hacia el ascensor, mientras los pasos de los caballoides y los gritos del líder le pisaban los talones. Parecía que el tipo andaba convencidísimo de que si les rezaba algunos rosarios de puteadas, los tipos lo iban a agarrar más rápido. A Germancito esta premisa no lo convencía mucho, pero ahora estaba ocupado: el ascensor tardaba más de la cuenta. Reanudó la disparada, esta vez derecho a la escalera. Bajó rapidísimo los dos pisos, y siguió corriendo hacia afuera del hotel. Apenas entrevió al tipo del lobby. —¿Qué caraj…? —escuchó que decía el tipo, pero la frase fue interrumpida por un estruendo.
¡El arma! Los caballoides no querían dejar testigos. Enfiló directo a su auto, que había dejado ahí nomás. Subió y arrancó de una, y fue derecho para el centro de Cañuelas. —¡Una mierda! —gritó mientras manejaba a ciento veinte kilómetros por hora—. ¡Esto de la inspiración es una mierda! Le metió pata con la esperanza de dejar atrás la locura. Dudaba de que los caballoides corrieran tan rápido como los caballos de La Dolfina, pero era mejor asegurarse. Miró por el retrovisor: nadie. Por suerte no había mucha circulación en la madrugada del barrio Garlópagos. Germancito recordó los beneficios de ser un autor de literatura fantástica reconocido: las comidas gratis, las giras por el interior argentino y por países limítrofes, la guita, las minas. Pero… lo que escribía no era literatura fantástica. Nunca se le había dado por nada que no fuera realismo; de hecho, cuando arrancó con la primera novela de los caballoides, se sorprendió por tener esas ideas locas. Ahora le caía la ficha, nomás. Al final, Cañuelas era peor que la peste. Los monstruos daban vueltas por las calles, tal cual hablaban por lo bajo las viejas chotas. Que le hubieran reventado el cumpleaños de quince a una concheta era una cosita de nada comparada con todo lo demás. Ahora sí que Germancito estaba decidido a mudarse bien lejos, a Japón si era necesario. ¡PUM! —¡AY LA PUTA! Volvió a mirar el retrovisor: el vidrio trasero, astillado. Y en el medio había un agujero tan grande que dejaba ver el coche que lo perseguía. —¡Detente, capullo! —oyó—. ¡No lo hagas más difícil! La furia invadió a Germancito. ¡Mierda que iba a parar! Bajó el vidrio de la ventanilla, sacó la mano, y les hizo el fuck you. —¡Les voy a hacer caso y todo, forros! Otro disparo. Esta vez le reventaron el espejo del costado, la bala pasó a centímetros de sus dedos. Metió el brazo adentro, sintiéndose un estúpido. Un nuevo disparo, y el agujero del vidrio de atrás se agrandó más todavía. —¡Como que seas un héroe de vuelta —le grita-
ron—, vamos a sacarte los ojos y a metértelos por la boca junto con los cojones! —¡Mierda! —Germancito masticaba las palabras y golpeaba el volante, la radio. Sin querer puso música, y los parlantes le regalaron una melodía conocida: Ponyo, Ponyo, Ponyo es un pequeño pez, En las profundidades… —¡ODIO A MIYAZAKY! Ya estaba esquivando gente por el centro. En una, casi atropella una vieja, que se hizo atrás en el momento justo. —¡Pelotu…! —empezó a decir la vieja, pero los caballoides se la llevaron puesta, y la tipa acabó reventada y fue a parar a la copa de un árbol. Germancito siguió por la calle, con la esperanza de que los otros hijos de puta derraparan y quedaran fuera de combate. Desesperado, ya balbuceaba incoherencias entre las que él mismo distinguía las palabras “hijos de puta” repetidas como un mantra. —¡Chau, Germ…! —lo saludó un amigo desde una esquina, pero una de las balas de los caballoides lo alcanzó de lleno en la cabeza y le desparramó el cerebro por la vereda. Germancito se dijo que las cosas no podían ir peor. Pero sí podían: la rueda izquierda delantera salió despedida, y el coche se le fue de costado. —¡Mierda! —largó, y como traídas por una brisa le llegaron las carcajadas de los caballoides. El auto fue derecho a la vereda en la que ahora corrían unos pibes bien vestidos que hasta hacía apenas unos segundos estaban formando una fila: este era el reputísimo boliche de la otra vez. No puede ser, fue lo último que pensó Germancito, antes de embestir con el coche la pared enladrillada —de nuevo—, antes de que su mente se hundiera en un pozo oscuro. La habitación que le dieron en la clínica no era deprimente, menos si se tiene en cuenta que la tarasca que manejaba Germancito era de la buena. Tenía todas las comodidades: un sillón para visitas, televisión con DIRECTV, una hermosa vista a un parque…, todo. Y nada evitaba que Germancito estuviera atento a la puerta inmaculada y blanca que servía de filtro para los visitantes. Había contratado dos guardias, pero ni en ellos confiaba. MANDINGA 45
—Si llegan a ver a un tipo con sombrero mexicano —les había dicho a los dos monos—, ni se les ocurra dejarlos pasar. Y si ven a un montón de inadaptados con cara de caballo, menos. Lo último hubiera sonado rarísimo de no ser por la denuncia que él había presentado esa misma mañana a un agente de la justicia, al que hizo venir hasta la clínica. Ahí explicaba que unos fanáticos de su saga habían intentado secuestrarlo, y mataron al botones del hotel donde se alojaba. Lo persiguieron a los tiros por la calle, hasta que él terminó estrolado contra la pared de un boliche. Y los otros se dieron a la fuga. Lo de la prostituta descuartizada sobre la mesa de la habitación se podía explicar como un ritual que los locos hicieron, o algo así. Como fuese, Germancito miraba todo el tiempo a la puerta inmaculada y blanca. Y si por alguna de esas casualidades los caballoides llegaban a entrar, él tenía escondida debajo de la almohada una 38 que le habían dado los monos de seguridad, no fuera cosa que lo agarraran desprevenido. Miró por la ventana y contempló el cielo encapotado, como de plomo, y no se extrañó cuando se cortó la luz. Rápido como una bala, manoteó la pistola y apuntó a la puerta que se abría sin un solo rechinido. El caballoide entró en la habitación, y él lo notó apurado. —¿Compraste a la custodia, hijo de puta? El caballoide negó con las manos. —¿Crees que necesitamos andar pagándole fortunas a los guardias, mamón? ¡Le hicimos lo mismo que a tu amiga, la puta! —¡Comé plomo, sorete! Germancito disparó…, o al menos esa fue la intención. Había apretado el gatillo, pero no salió ni una bala. Miró con odio la pistola, y escuchó las palabras que el caballoide le escupía entre risas: —Pero qué idiota… Un traficante de armas amigo fue el que se la dio a tus guar… Germancito le revoleó el revólver, que le dio de lleno en la cabeza y rebotó y cayó cerca de la cama. El caballoide se llevó una mano a la parte impactada, y miró a Germancito con la cara contorsionada en un rictus de odio. —¡Te voy a cortar la polla y a metértela por la garganta! —largó el caballoide. 46 MANDINGA
Germancito se aguantó el dolor y bajó de la cama. —Vení acá, la puta que te parió, equino del orto —dijo, recaliente—, y vamos a ver quién se la hace tragar a quién. —Se puso en guardia. El caballoide lo miró largamente, y asintió con una expresión que Germancito no supo descifrar si era reconciliadora o no. —Sí que tienes agallas, tío —dijo—, pero eso no te va a salvar ahora. El caballoide también se puso en guardia. Y quedaron mirándose como dos pistoleros en una película de Leone. No volaba una mosca, tan sólo parecían existir ellos dos, y nadie más. Nada podía interrumpir el inminente enfrentamiento, pero… … hubo una interrupción. Germancito, fastidiado, siguió la vista del caballoide que iba hasta la puerta inmaculadamente blanca, que de nuevo se abría sin un rechinido. Ante ellos apareció un tipo petiso y gordo, con zapatos de plataforma, sombrero blanco, anteojos fluorescentes, pantalones elefante y una camisa floreada con los botones superiores abiertos y mostrando un pecho peludo y surcado por tres cadenas de oro de buen grosor. El recién caído se quedó mirando la escena sin mover un pelo. Germancito no podía culparlo: seguramente la imagen era de lo más bizarra. —¿Y tú quién demonios eres? —El silencio fue quebrado por la voz del caballoide. —Charly Uruguayana —contestó el dogor—. Y no quiero parecer chusma, pero… —Señaló a ambos con las manos como pidiendo una explicación. —¿Y quién carajos te creés para interrumpirnos? —Lo ignoró el caballoide—. ¿Quién te creés, viejo decrépito? —¡Ehhh! —Uruguayana le hizo un montoncito con los dedos—. Bajando el tonito, hermano, que yo no soy su hijo. —Mejor así: ¿quién quiere que su vástago sea un joputa ridículo que se viste como puertorriqueño? Este es más bardero que los de la barra de Tristán Suárez, pensó Germancito. —¿Y vos quién te creés —increpó Uruguayana—, trastornado, con esa careta trucha? —¡Alguien que tiene que resolver un asunto con este peluche! —El caballoide señaló a Germancito con el índice peludo—. Así que vuelve por donde
has venido, chaval, o si no te juro que buscaré la forma de doblegarte y hundir tu horrendo rostro… Germancito vio cómo Uruguayana le metía un derechazo al caballoide que cayó al piso hacia atrás, pero enseguida se levantó hecho una furia. —¡¿Quién te has creído?! —relinchó con odio. —Este sorete —ahora el que señaló a Germancito con el índice fue Uruguayana— me cagó dos veces la misma pared de mi bolichito, así que grabate esto, zoofílico: si hay alguien que tiene asuntos para resolver con… —¿Pero qué carajo está pasando? —La voz venía de la puerta. Todos miraron: un tipo de no más de treinta años, con anteojos culo de botella y de traje y corbata. —¡Oh, Cristo! —El caballoide alzó un puño y le habló al techo—: ¿Hay alguien más que esté invitado a esta fiesta, mamones? —¿Y vos quién…? —empezó a decir Uruguayana. —Ramón Carreras —dijo el otro, amable—. Soy periodista de El Vidente Fabiozerpista. Un gusto. Le vengo a hacer una nota al señor. —Señaló a Germán. Parecía que hoy todo el mundo quería apuntarlo con el dedo. —Pues he de decirte —dijo el caballoide, prepotente, acercándosele a Carreras— que el idiota ya tiene bastante entre manos. Mejor vuelve para su funeral, cuatro ojos. —¿Qué cuatro ojos ni qué ocho cuartos, pelotudo? —La cara de Carreras denotó que era un tipo de pocas pulgas—. ¿Quieren matar a este peligro al volante? Bárbaro, pero yo primero tengo que hacerle una nota. —Salí de acá, boludo —dijo Uruguayana, más prepotente que el caballoide—. Andá a hacer periodismo a Plaza Once. —Sí, imbécil —se sumó el Caballoide—. Sal de aquí, si no quieres que te… Carreras lo embocó al animal que cayó otra vez hacia atrás, pero ahora arrastrando a Uruguayana. URUGUAYANA (al CABALLOIDE): ¿Qué hacés, mierda andante? CARRERAS (a los otros dos, poniéndose en guardia): ¡Vengan, guachos forros! CABALLOIDE (a CARRERAS): ¡Que te den! ¡Que te den, cuatro ojos! Y ahí los tres tipos se trenzaron en una gresca,
que Germancito no había visto ni en las peores agarradas de la 12 con los borrachos del tablón. Volaron piñas, patadas, puteadas, dientes… Basta con resumir que hubo de todo, y muy sucio. Igual a la lucha libre, sólo que sin técnica ni profesionalismo. Esto era más bien parecido a un cumpleaños de quince mala leche, o algo así. De todos modos, lo que importaba era que Germancito vio su oportunidad y la aprovechó. Levantó el revólver del piso, y escapó furtivamente por la ventana. Aunque con cuidado, por los golpes y las puntadas, y también por no levantar la perdiz. Una vez afuera, con los pies en el pasto del parque, dirigió una última mirada a los luchadores. No sólo no habían notado que él acababa de escapar, sino que estaban más concentrados que nunca en el “piña va, piña viene”. Mejor así. Corrió, revólver en mano, ignorando a las abuelitas indignadas y también atravesando arbustos, hasta una calle casi vacía. Casi, porque justo pasaba un Fiat 600: la única opción disponible para el escape. Trató de olvidar que se veía ridículo en bata y de blanco, y apuntó al coche poniendo la cara más amenazante que pudo. Por suerte, el Fiat paró a menos de dos metros, y automáticamente la puerta del acompañante estuvo abierta, invitándolo a subir. Germancito entró a desconfiar: de repente todo era demasiado fácil. Entrecerró los párpados para ver quién iba al volante, y se sorprendió gratamente cuando reconoció a la rubia de la conferencia de hacía unos días. La mina le guiñaba el ojo. Él peló una sonrisa que iba de oreja a oreja, y no perdió tiempo en entrar al vehículo. —Holaaa —saludó la rubia. Germancito le devolvió el saludo estampándole un beso que más que beso fue una succión lengüetal completa y rápida. —Metele pata, negra —pidió amablemente, mientras sentía un regusto raro en la boca—. No importa a dónde vayamos, pero quiero ir rápido. La rubia arrancó. Germancito le echó una última mirada al hospital, y puteó por lo bajo. —¿Y eso? —preguntó la rubia señalando la pistola que Germancito traía en la derecha. —No te hagás problema, no tiene balas. —¡Mejor así! MANDINGA 47
Rubia prendió el estéreo. Una canción conocida empezó a atronar por los parlantes: Ponyo, Ponyo, Ponyo es un pequeño… —Por favor —pidió el escapista señalando el estéreo con el bufoso—, cambiá. Esa canción me trae mala suerte. —Como quieras. Rubia cambió. —Y ahora —dijo un locutor de una FM—, el último hit de Los Entrañables: “Te acariciaría bajo la lluvia con un cable pelado”. Sonaron los acordes típicos del bolero. Mi amor, tenemos que hablar, tenemos que hablar de la herencia… —Ahora sí estoy más tranquilo —suspiró Germancito. —¡Qué bueno, negro! La rubia aceleró más. El 600 fue levantando una velocidad notable. En poco tiempo había sobrepasado los cincuenta y los sesenta y los setenta… —Tampoco vayás tan rápido, che —se quejó Germancito, que algo sabía de andar a los pedos. —¡Ay! Es que ando un poco apurada. Por ahí está medio loca, pensó Germancito mientras se ajustaba el cinturón de seguridad. Rubia le pasó un paquete abierto de pastillas. —Atragantate tranquilo. Germancito se fijó en el envoltorio: Halls sabor pasto. ¿Sabor pasto? ¿Quién querría…? … y ahí lo supo y se horrorizó, y escuchó la carcajada de Rubia. —¿A quién esperabas, capullo? —¡Rubia hablaba en gallego! Y la cabeza de la mina explotó en mil pedazos liberando fluidos rojos y cachos de carne. Desesperado, Germancito se limpió lo que le había caído en los ojos, y vio que donde antes había habido una cara común y corriente ahora se perfilaban los inconfundibles rasgos de un caballoide. Lo único que conservaba era la melena rubia. —¡Mierda! —gritó Germancito, y trató de abrir la puerta, pero estaba más trabada que la guita del corralito. La risa mefistofélica de la caballoide atronó el interior del coche, al tiempo que un vidrio se 48 MANDINGA
alzaba desde el piso y los separaba. Con todas sus fuerzas, Germancito golpeó ese cristal, pero no pasó nada. —¡Una mierda! —exclamó—. ¡Mierda! —La próxima vez, piensa —escuchó que decía la caballoide rubia del otro lado—. Piensa un poco, tío, antes de aceptar escribir por encargo. Una nueva carcajada resonó. Y ante ellos, una sección de la calle descendió creando una rampa que caía directamente hacia la oscuridad. Cuando la negrura lo engulló, Germancito gritó con más desesperación. Y ahí descubrió mil pares de ojos que se recortaban contra las tinieblas.
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Texto: Hernán Castaño Ilustración: Lia Artemisa
SEMA NA 1 - ¿Por qué siempre parece…? Según las películas ¿no? Pero ¿Por qué siempre parece que detrás de una adicción hay una historia triste? La pregunta la hace Denise, que hace 14 años, la mitad de su vida, es alcohólica. Su primera cerveza, una Brahma en lata, como siempre cuenta, se la compró su papá. Busca dar a entender que nunca fue algo escondido ni secreto. Estuvo a la vista de todos. Aún recuerda el sabor a pis de esa primera cerveza. Siempre la primera vez sabe a eso. No es la marca de la bebida, ni el frio, ni el contenedor. La primera cerveza siempre tiene ese regusto a orín. Es más tarde que se le encuentra el gusto. A la tercera o cuarta. A sus 14 años solo hubo una lata. Fue en salida con amigos que encontró la segunda, tercera, cuarta y quinta. Ya lo contó en la reunión. En esa ronda de sillas pupitres donde se hace semanalmente, en aquella escuela secundaria pública que les cede un aula en parte porque Daniel, profesor de química de varios cursos, participa, y en parte porque todos los integrantes donan unos pesos a la Asociación Cooperadora. Es justo Daniel quien recoge el guante. Tiene unos cinco años más que Denise. Todos creen que hay una relación en ciernes ahí. Que va a estallar por los caracteres dispares de ambos. Denise es explosiva sobria. Un cartucho de dinamita encapsulado en su metro sesenta y 55 kilos. Daniel es apacible cuando no toma y ligeramente violento cuando lo hace. “El peor tipo de alcohólico” según Andrés, profesor de física en esa misma escuela, y alcohó52 MANDINGA
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lico no admitido. Sin embargo, Daniel es bastante gracioso cuando está sobrio. “Son un Yin Yang de mierda” resume Andrés. -Yo creo que, sin una historia triste, es medio al pedo ser alcohólico ¿no? ¿A quién carajo le echás la culpa? El grupo de seis se echa a reír. -Si no se te murió un familiar anda a tomar juguito Tang- aporta Mario, un cincuentón entrando en carnes que a veces pega algún chiste, y a veces, por su desconexión con los nuevos tiempos, falla rotundamente. Esta vez recibe alguna risa aislada y un par de sonrisas. El silencio sucumbe y Denise retoma el relato. -En mi vida no hay una historia triste- explica y apoya el mentón sobre su mano derecha. Una sirena se escucha. Una ambulancia. Todos se detienen a seguir la dirección del ruido. -Realmente no la hay -sigue-. Puedo mentir e inventar algo pero ¿con qué fin? Soy alcohólica porque me gusta el alcohol. No puedo evitarlo. Creo que de diez alcohólicos, nueve no están en la reunión porque están disfrutando un vino tinto mirando una serie en Netflix. Al otro día van a laburar con resaca y ni se plantean que tienen un problema. ¿Yo lo tengo? Marisa, la coordinadora del grupo, una señora algo mayor pero de edad inexacta y muy coqueta, juguetea con el rosario de plata que cuelga de su cuello y le responde suavemente, la única manera que conoce: -Todos esos diez tienen un problema, pero como ilustraron bien Daniel y Mario, no lo reconocen hasta que no ocurre una tragedia. Denise absorbe las palabras de aquella persona que siente casi como una segunda madre y responde: -Pero digo… ¿Está mal disfrutar de algo? Marisa la mira con ojos dulces y responde: -Claro que no, mientras sea con recato y responsabilidad. El alcohólico no es alcohólico por “disfrutar un vino mientras ve una serie”. Lo es porque no sabe controlar su ‘disfrute’. Mientras responde señala un cartel colgado en el pizarrón que enumera las razones para considerar alcohólica a una persona. -Vos, Denise, viniste a esta reunión no porque hayas tenido una tragedia, sino porque un día te levantaste a las 6 AM y en vez de preparar la cafetera, abriste la heladera y te tomaste dos latas de cerveza. Denise asiente, reconociendo lo que ella relató 54 MANDINGA
hace seis reuniones, cuando comenzó a asistir. -En ese momento te diste cuenta de que el alcohol dejó de ser “Algo que te gusta” a ser “Algo con lo cual no podés vivir”- finaliza. -Sí. Calculo que si seguía por ese camino, había alguna catástrofe esperándome. -Es feo pensar así- tercia Daniel. –Pero yo la viví… la tragedia, digamos. Todos prestan atención al profesor, que mira al suelo mientras relata una vez más su historia. -Hace dos años estoy sobrio. Bah, los cumplo en dos semanas. Cuando empecé a venir fue porque estaba con licencia obligatoria por Sumario Administrativo. Recuerdo todo a pesar de la ebriedad. Me levanté a las 7 de la mañana para otro día largo. Fui a mi otra escuela, tomé examen. Los chicos estaban insoportables. Insufribles. Al mediodía fui a almorzar a un bolichito que conozco. Necesitaba apagar el quilombo que tenía en la cabeza. Me tomé un pingüino. Salí, pasé por el kiosco, compré unas Halls de menta. Las negras. Las fuertes fuertes. Me mandé dos. Con los ojos no había nada que hacer. Los tenía inyectados en sangre. Nunca lo pude evitar eso. Siempre llevo un colirio, pero cuando me quise echar unas gotas me di cuenta de que el frasquito estaba vacío. Me vine para acá… llegué dos minutos tarde y el rector del turno tarde me hinchó las pelotas. No le respondí, firmé el libro y me mandé directo al aula. Tenía pibes de quinto año que están pensando solamente en el viaje de egresados. No me daban pelota. Ni media. Estaban en otra. Totalmente. Me senté en el escritorio después de anotar unas cosas en el pizarrón y me quedé así hasta que sonó la campana. Me dolía la cabeza. Después tenía pibes de tercer año. -Bueno, mejoraba la cosa- comenta Dolores, una chica en sus treintipico que aún curtía la onda dark. No suele hablar salvo cuando le toca a ella. Daniel asiente sonriendo. -Vos sabes que el común de la gente piensa eso. Pero no. Nada mas alejado de la realidad. Los de tercer año son los peores. Los de primero tienen mucho miedo. Los de quinto están relajados porque ya está. Incluso buscan ser amigos. Los de tercero están frustrados porque les falta mucho para terminar, porque pueden repetir. Son el hijo del medio. Son los más rebeldes. Después del recreo me sentía algo revuelto. No podía reconocer si el dolor de cabeza fue por el vino o cervical. No había nada que hacer. Me mandé al aula. Estaban todos sentados. Callados. Era un milagro. No entendía nada. Pero algo estaba mal. Algo no cerraba. De repente siento un olor
raro saliendo del tacho de basura debajo de mi escritorio. -Una bombita de olor ¿no? - dice el musculoso Esteban, que tiene más o menos la misma edad que Denise y Daniel sospecha que está buscando tener una relación con ella. Sacando ese detalle, Esteban le cae bien porque parece una muy buena persona. -Efectivamente- responde Daniel. –La bombita de olor me revolvió y vomité todo. El grupo no juzga a Daniel. Bien saben que en sus respectivos pasados hay más de una historia similar. -Cuando vomité todo en el piso, los pendejos comenzaron a reírse. Yo no me podía recomponer. Pero sabía quién había sido. El payasito. Le grité al pibe para que saliera del salón y lo hizo. Yo fui detrás limpiándome como podía y metiéndome un par de pastillas de menta en la boca. Recuerdo patente lo que le dije. Podía haber vomitado el tinto, pero el alcohol ya estaba en mi cabeza. Le dije: “Pendejo hijo de puta, te voy a hacer la vida imposible hasta diciembre. Voy a hablar con todos los profesores que tengo de amigos para que te bochen en todo. Te vas a recibir en el 2040 y porque yo ya voy a estar muerto”. >>El pibe sudaba y temblaba. Yo no soy amenazador físicamente como Esteban, pero le sacaba dos cabezas al pibe y no estoy mal físicamente. Me decía “Yo no fui… yo le juro que yo no fui”. Y yo seguía. “Sí fuiste vos pendejo de mierda, sí fuiste vos. Anda planchando la visera la concha de tu madre, porque McDonalds es lo mas lejos que vas a llegar” le dije.<< Daniel suspira y levanta la mirada. -Después de eso lo hice entrar. El pibe lloraba. El tema es que yo me olvidé de la tecnología. Todo lo que le dije lo filmaron y también filmaron lo que pasó adentro. >>Mandé a sentar al pibe y señalándolo decía “Ahí va el mariconcito que hace jodas pesadas y después no se la banca”. “Andá mariconcito”. Dicho sea de paso, más tarde entendí que decirle maricón a alguien es súper ofensivo, no me lo reprochen. Ya no lo uso. Todo filmaron. Y se lo dieron al rector de la tarde al que, como conté, muy bien no le caía. Me cayó un sumario, subieron todo a youtube, en fin... Me asesoré bien y gracias al gremio pude mantener mi laburo<< Daniel hace silencio. Esteban, que es la primera vez que oye la historia hace un silbido: -Qué jodido eh…- comenta con honestidad. -Ciertamente- responde Daniel. –Cuando llegué
a casa me di cuenta que siempre que me había sacado así, había tomado antes. No soy la clase de alcohólico que toma todos los días. Sin embargo, para mí beber era levantar los diques de contención. Un refugio, pero también una espada. No sé si se entiende. Tampoco soy de salir a tomar algo. A veces iba con algunos profesores de acá, pero no la pasaba bien. Sentía que no le estaba sacando provecho a tomar si no estallaba contra algo después. Y ni siquiera era algo analizado. Es como que tomar y no volverme loco no funcionaba. No sé cómo explicarlo. Daniel cae nuevamente en un silencio oscuro. Pesado. Marisa toma la palabra: -¿Alguien más quiere hablar? ¿Dolores? ¿Esteban? Ambos rechazan la oferta con un gesto. -Bueno, entonces, nos vemos la semana que viene- concluye Marisa y se levanta invitando al resto a hacerlo también. En dos mesas de escuela juntas hay un termo con café, vasitos de plástico y un platito con galletitas surtidas. Daniel encara a la puerta del salón. Mira sobre el hombro y ve a Esteban y Denise tomando un café junto a las mesitas. Abandona el salón.
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Texto: Sofía Seijo Ilustración: Lia Artemisa
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Cuando entré en su habitación, Lucy todavía dormía plácidamente, abrazada a Panko, su oso de peluche. El cuarto estaba silencioso y podía oír la infantil respiración acompasada de Lucy, bocarriba, con los ojos entreabiertos. Me acuclillé a cierta distancia de su cama y estuve observándola un largo tiempo; me levanté, cerré la puerta con cuidado de no despertarla y me fui. Ella subía y bajaba las escaleras, siempre corriendo, con su risita alegre. Parecía un pequeño tornado. Se aferraba a mi corazón, tanto que dolía en el alma… Lucy era un ángel. Había venido a darme alas, a sacarme de mi terrenalidad y a elevarme fuera del infierno. Eso lo entendí después. Yo, lejos de eso, me hundía cada vez más profundo en ese fango, y no podía soportar su pureza, que roía mis entrañas y me impedía el sueño. Siempre lo había hecho, desde sus más tiernos años en que dormitaba junto a Panko, como aquella noche en que me quedé observándola y de pronto todo se hizo tan claro. ¿Hay acaso, mayor claridad que la que puede brindar el sueño de un niño? Lo comprendí. Y no, no vacilé, ni siquiera un instante. No hubo remordimiento, tampoco sufrimiento. Mis clavados eran los mejores y habían sido aclamados con veredicto unánime. No me importaba demasiado. Era igual, siempre la misma rutina, pero lo hacía por ella y por mantener a todos a gusto. Esta vez, sería diferente. Lucy no lo sabía, por supuesto. Volví a fingir esa histérica mueca que se parecía bastante a la sonrisa que todos esperaban y nadie lo notó. Era nuestro turno. Ella saltaría primero (podía contener la respiración bajo el agua varios minutos y yo me había encargado de cronometrarla). Lucy se lanzó. Debía quedarse en el fondo, mientras yo saltaba y apoyaba mis pies sobre su cabeza. No podría salir hasta que yo quitara mis pies, pero ella confiaba ciegamente en mí. Salté detrás de ella y me mantuve apoyando mis pies y todo mi peso sobre su cabeza. La vi bajo el agua, y todo mi barro empezó a emerger…, lo sentía en mi piel… No podía resistir… ¡El sacrificio era inminente! Sentí cómo las burbujas comenzaban a elevarse, grandes primero, y luego cada vez más pequeñas. Lucy comenzaba a desesperarse. Lo notaba en su rostro, en su expresión. Yo solo podía observar. No sabía por qué, pero mis pies no podían quitarse de su cabeza. Como un imán, permanecían allí atraídos por una fuerza poderosa… Lucy dio un tirón y logró salirse. Esta vez los aplausos fueron para ella cuando emergió. Tomó mi mano y solo dijo: Tenías que quitarte antes. ¡Casi me das un susto! -Lo siento -solo pude responder… Ella ni siquiera lo había notado… ¡Estaba feliz! Yo jamás volvería a olvidar su rostro de dolor debajo del agua. El sacrificio se había realizado con éxito, y yo había pasado la prueba. Esa noche hubo una gran celebración. Todos en ese momento supieron algo: Lucy era un ángel. MANDINGA 57
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ACIA el verano de 1995 hubo unos sucesos no del todo explicados que tuvieron lugar en la ciudad costera de Necochea y que se relacionaron con la desaparición de algunos vagabundos y unos jóvenes veraneantes. Por los vagos nadie se preocupó demasiado, simplemente completaban el número correcto para justificar una investigación más o menos seria. Las familias de los jóvenes ejercieron más presión, pero la última respuesta del comisario de la zona de que quizás “se habrán escapado a otros balnearios”, los terminó de convencer de que el caso se cerraba ahí: los jóvenes aún hoy (a más de cuatro años del hecho) no habían aparecido ni allí, ni en ninguna otra playa de la costa argentina. Esto no pareció importarle a nadie, ni siquiera a las ya resignadas familias que los lloraban. Han pasado más de cuatro años, y yo estoy fuera del país. Poco me importa ya que se me tilde de loco o de sensacionalista. Lo fui en mi época, lo uno y lo otro, pero puedo asegurar que mi cordura está (hasta donde puede estarlo) bastante equilibrada, y ya no me dedico a vender noticias baratas. Yo estuve en Necochea en enero de 1995, fui partícipe de los acontecimientos en los que se involucraron esos jóvenes y fui testigo de su final. Ruego a Dios (si es que todavía hay uno a quien rogarle) que les dé fuerzas a esas desdichadas familias, porque sus niños no volverán. Había ido a la ciudad a pasar unas semanas de vacaciones, pero mi instinto de periodista no descansa nunca y, si bien Necochea es una ciudad tranquila y familiar, siempre estaba con los ojos abiertos a cualquier cosa que pudiera sonar como una buena nota, aunque fuera falsa. Así fue como conocí a Natalia Rodríguez, una chica de 18 años que estaba pasando sus vacaciones en compañía de sus padres. La conocí en un boliche, totalmente borracha, y me contó una historia absolutamente traída de los pelos sobre cosas que hacían ella y sus amigos en el bosque. Habló a los gritos durante casi una hora sobre estupideces tales como invocaciones al demonio y unos libros que tenía uno de ellos que hacía que los perros de la zona ladraran aterrorizados si se pronunciaban ciertas palabras. Mi olfato se encendió de inmediato y me hice “amigo” de Natalia para intentar confirmar la historia: olía una buena nota de color para ganarme unos pesos y seguir disfrutando de las vacaciones. Estuve con ella unos días, conociendo a sus amigos, entrando en confianza, charlando de una cosa y la otra. Al fin los padres de Natalia se volvieron y ella se quedó en mi departamento. Ese fue el momento justo, pues los muchachos se hicieron habitués de mi casa y organizábamos fiestas casi todas las noches. Yo no soy un tipo puritano y el alcohol me gusta, y en cantidades; y de vez en cuando algún “saque” no viene mal, así que los dejé hacer a su gusto y piaccere en mi casa. Pasaron noches y noches de orgía, alcohol y drogas, y yo sentía que los chicos se estaban aburriendo, entonces una noche me decidí a hablar sobre las “cosas” que me había contado Natalia. Volviendo atrás en el tiempo, siempre recuerdo esa conversación con mucho 58 MANDINGA
Texto: Rodrigo Arjona Ilustración: Andrés Casciani
cuidado, tratando de dilucidar las reacciones reales de aquellos muchachos y chicas. Eran nueve en total, incluyendo a Natalia, cuatro varones y cinco mujeres. Apenas terminé de hablar cuando se produjo un silencio incómodo y todos se miraron, casi diría que asustados. Dieron a mi pareja una mirada de reproche y acto seguido los ojos de todos se posaron sobre Jorge, quien había permanecido al margen y parecía llevar la batuta en las fiestas en el bosque. Jorge se levantó de la silla que estaba en el fondo, sobre un rincón oscuro y vino hacia mí. Me miró fijo, y sonrió seriamente. Había un toque de cinismo en su rictus que me hizo pensar que él sabía realmente (o creía saber) de qué podía tratarse lo que estaban haciendo. Se sentó en un sillón de una plaza muy cerca de mí; Natalia se paró con vergüenza y caminó hacia la mesa. Jorge miró a los otros y, en silencio, cada uno se fue poniendo de pie y salieron de la habitación. Jorge me observó durante unos segundos. A cualquiera podría haberle resultado incómoda la mirada inquisitiva del joven, pero yo no soy cualquiera. He soportado miradas de gente muy pesada (miradas... y más también), y no me amilané por mantenerle la vista a ese muchacho. Mis sentidos, que hacía unos minutos estaban embotados por el cóctel de placeres, se despejaron de pronto y permanecían alertas a cualquier detalle. Jorge por fin habló. Me preguntó qué era lo que Natalia me había contado, parecía divertido y disgustado a la vez, y en ningún momento pareció haber perdido la confianza en mí. Habló de darle un “chas chas” en la cola, por bocona, y yo le dije que en todo caso, eso era una función que ya no le correspondía a él. Me miró sorprendido, acusando el golpe, pero al instante volvió a componerse, y me preguntó qué quería saber. Fingí no saber de qué estaba hablando, le contesté que los veía aburrirse y que se me había ocurrido que podíamos realizar lo que estuvieran haciendo en el bosque, si aquello resultaba tan divertido como me lo había contado Natalia. Me observó como sopesando la posibilidad de hablarme o no. Al final se decidió y abrió la boca. Lo que Jorge me contó aquella madrugada fue inquietante. Hubiera resultado muy ridículo si no hubiera sido narrado con tanta convicción. El chico aquel creía en todo lo que estaba diciendo. Me habló sobre unos seres del espacio, más viejos que la propia tierra (él los llamó Ancianos), y una lucha y el cautiverio de toda una raza de dioses que esperaban ser liberados, y que él intentaba desde hacía tiempo otorgarles la libertad y servirlos, pues le habían prometido el dominio de la humanidad. El “Gran Cthulhu” (así lo escribió él) le había hablado en sueños con voz autoritaria y le había dicho las Verdades de la vida y de la Muerte. El muchacho se paró mientras hablaba y gesticulaba. Decía que Cthulhu estaba preso en una ciudad sumergida y que las estrellas debían ser propicias y que Él no estaba vivo ni muerto. Se detuvo y recitó algo que no comprendí: “No está muerto lo que puede yacer eternamente. Y con el paso de extraños evos, hasta la muerte puede morir”. Me miró con una especie de éxtasis al terminar estas palabras, y debió ver en mi rostro una falsa expectativa por aprender lo que él sabía. Me paré y le dije que enseguida debíamos probar los encantamientos y las recitaciones. Mentalmente me relamía pensando en la noticia que tenía MANDINGA 59
en mis manos. Salimos de la habitación y nos encontramos en el hall con los demás. Natalia se acercó a mí, parecía temerosa. La miré, tranquilizándola en silencio. Jorge dijo que iríamos de inmediato al bosque. El viaje fue callado, ni siquiera se miraban. Creo que por un instante los muchachos ya no encontraron divertido ese juego. No hablaron ni siquiera cuando Jorge se desvió para ir en busca de sus libros y les encomendó que tomaran sus posiciones en el claro. Nadie miraba a nadie, todos se acomodaron en una posición específica, formando las puntas de una estrella. Jorge llegó y se colocó en el medio. Abriendo un libro viejo y arruinado, el ritual dio comienzo. No recuerdo muy a menudo aquellas vacaciones, pero de vez en cuando el rostro de Natalia se me viene a la memoria, y me llena de una dulzura nostálgica. Era una muchachita tierna, de sólo 18 años y mirada dulce, con unos hermosísimos ojos verde claro. Miré a los ojos a Natalia y la tranquilicé nuevamente con la vista. Jorge cantaba una letanía en latín mientras nosotros, dispuestos en una determinada posición repetíamos la última palabra. Después dio vuelta la página y habló, fuerte y claro, en un idioma imposible. Mi memoria falla en este punto (a veces pienso que es una fortuna). Sólo recuerdo las palabras en ese idioma absurdo para una garganta humana, y el frío, la sensación de que la temperatura había bajado más de veinte grados. Comencé a ver cómo el humo se formaba desde mi boca. Y oí el viento, arremolinado y feroz, soplando contra nosotros con una furia inconcebible. Las palabras de Jorge llevadas por el viento se mezclaron con otros sonidos: los perros aullando de pavor, cientos de ellos, desesperados. De pronto, el viento cesó, aunque la temperatura seguía a niveles insoportablemente bajos. Y el silencio. Era absolutamente imposible que hubiera un silencio tal, aun en la espesura del bosque. Aparentaba tener cuerpo y ser sólido, parecía querer aplastarte bajo su peso. Fue en ese momento cuando ocurrió. Y pasó delante de mí. ¡Dios bendito, no sé cómo aún estoy cuerdo! Uno de los chicos dio un grito y se elevó en el aire. Y se escuchó el sonido de sus huesos quebrándose. Gritando de dolor, su cuerpo reventó como un globo y nos salpicó con su sangre. Entonces oí la risa y las flautas sonar, y vi el agujero abriéndose en el cielo. Y corrí, loco de terror, corrí con Natalia de la mano, llorando de pánico. Y la risa aumentó, y el olor a mar, a sal de mar, se hizo insoportable. Llegué a un árbol y me detuve. Natalia estaba sin aliento, se abrazó a mí y ocultó sus ojos al último horror. Los cuerpos, girando en el aire como en el centro de un huracán. Sus huesos, retorciéndose y quebrándose de manera inverosímil, mientras la sangre caía a borbotones ¡pero nunca llegaron al piso! ¡Algo invisible succionaba la sangre de esos pobres chicos! De pronto, un tentáculo escamoso y nauseabundo salió del agujero y tomó del cuerpo a Jorge que aún aferraba el libro murmurando incoherencias. Ese apéndice aberrante se lo llevó dentro del agujero, esfumándose para siempre. Al final llegó otra vez el silencio, un silencio normal, terrenal. Me deshice del abrazo de Natalia y la miré a la cara. Sólo vi la nada. Una nada que dura hasta hoy cuando la voy a visitar al asilo para enfermos mentales más caro de la ciudad de París. No podía devolvérsela a sus padres así. Dejé que la dieran por muerta, total, es lo más parecido a un cadáver que he visto. A veces me sonríe cuando voy a verla, y sé que me reconoce por esa sonrisa tierna y dulce que me acompaña como un bálsamo las noches en que las estrellas son propicias y escucho una música como de flautas, y huelo ese olor, ese horrible olor a bosque.
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Texto: Ezequiel Olasagasti Ilustración: Lia Artemisa
E
RA un adolescente cuando comenzó la segunda revolución tecnológica. Años antes, la llegada de internet y que cada quien tuviera una computadora en su casa, ya era algo que había cambiado la historia de la humanidad. Pero la segunda revolución fue mucho más allá. Las computadoras llegaron a ser mucho más poderosas de lo que eran en las primeras décadas del 2000. Lo pienso y casi no puedo aceptar lo poderosas que eran. La gente de inmediato enloqueció por ellas: aprovechaba cada momento para estar con su nueva supercomputadora. Tratar de entender todo el poder que tenían, ponerse a tono con cada programa, software o red social nueva que salía. Esto consumía casi todo el tiempo libre que uno podría tener en esa época, y les aseguro que no era mucho. Pero no tardó mucho en cambiar. Primero, la mayoría de los empleados comenzó a trabajar desde sus casas. Las grandes empresas, los bancos y centros de gobierno fueron los primeros, ya que podían realizar las mismas tareas cada cual desde su hogar. Luego, con la invención de la teletransportadora, casi toda la población humana dejó de ir a su empleo. Realizaban las tareas en los hogares y todo lo teletransportaban. Dinero, objetos. ¿Tenías hambre? No había problema, teletransportaban tu hamburguesa con queso o tu pizza familiar. Los servicios desaparecieron. Los oficios que se gestaron hace miles de años y que llegaron a nuestro tiempo sin muchos cambios fueron rechazados de inmediato. Todo podía aprenderse por internet en minutos. Cortarse el pelo uno mismo, curarse de alguna enfermedad, sacarse una muela, todo. Surgieron nuevas redes sociales que permitían una conexión instantánea con tus “amigos” y familia. Ya no era necesario visitar a nadie, con sólo un clic podías ver a cualquiera, y las imágenes de las nuevas pantallas rivalizaban con el ojo humano. El cibersexo les pareció más fácil a las personas que ir a un bar y combinar alcohol con suerte para llevar a alguien a la cama. La gente dejó de salir de sus casas, las calles estaban desiertas. Las imágenes que transmitían los mini satélites que se abarrotaban por los cielos, era considerado como el salir a caminar de antaño; con la ventaja de aún estar en tu cómodo asiento y con tu máquina cerca por si necesitabas otra cosa. ¿Qué mejor que caminar por el Océano Pacífico hasMANDINGA 61
ta llegar a otro continente? Esta era la experiencia del afuera que los dones podían darte. Los barcos y aviones dejaron de existir, ya nadie los usaría. Los trabajadores públicos ya no hacían nada. Si las calles estaban abandonadas ¿para qué cuidar los parques, monumentos, etc.? Podían quedarse en sus refugios con sus propias súper máquinas. Sólo existían un par de enormes fábricas en los países más desarrollados, encargadas solamente de generar productos, reparaciones o accesorios para las supercomputadoras de cada usuario. Estos enormes complejos dependían de un hombre con su máquina para funcionar (así de poderosas eran las computadoras). Así que la fábrica era la casa donde ese operario vivía con su superprocesador. Con el tiempo ya nadie necesitó ningún producto, software o accesorio nuevo porque ya tenían todo. Así que las fábricas dejaron de funcionar. Fue el final de todos los empleos. El mundo no era más que un intercambio de cosas entre todos. Llegó una época en la que cada persona tenía su máquina. Dependieron tanto de ellas, que los países que no podían costear una supercomputadora por habitante, desaparecieron. Solo existía Estados Unidos, algunos países de Europa y otros cuantos de Asia. Todo los demás estados que conocíamos como “tercer mundo” perecieron sin que a nadie le importase. Años antes de este punto de la historia, cuando yo cumplía ya mis cuarenta años, la humanidad sufrió una división. Los internautas encerrados en sus mini casas de dos por dos por un lado y los antiguos como yo, que no querían caer en la esclavitud de vivir a través de una máquina. Me gustaría decirles que nos separamos en dos mitades, pero lamentablemente, nosotros éramos solo unos miles: los de la vieja escuela, vagando por las pocas partes habitables que quedaron en el mundo. Me gustaría decirles también que tuvimos éxito, que vivir como nuestros antepasados de las edades antiguas nos permitió ir creciendo y formar una civilización nueva. Sin embargo, creo que acostumbrarnos tanto tiempo a la comodidad de ir a una tienda por nuestra comida, atrofió nuestra capacidad de cazar, pescar o cultivar. Además, no ayudó el hecho de que la contaminación alcanzada tras la segunda revolución secó los ríos, arruinó las tierras, mató las plantas e hizo desaparecer a la mayoría de las especies o, peor aún, las evolucionó en animales capaces de acabar con cualquier humano. Era fácil para los internautas, su comida casi era hecha por la computadora. La tecnología era tal que hasta con una roca podía hacerse una hamburguesa. Las defunciones superaban a los nacimientos en tres a 62 MANDINGA
uno entre las tribus de los antiguos donde residía. Las enfermedades también hacían mella en nuestro número, francamente ninguno sabía nada de medicina o de asistir un parto. Fuimos desapareciendo poco a poco. Solo quedamos unos cuantos viejos que presenciamos esto desde el principio y, afortunadamente, somos más resistentes de lo usual. No sé cuántos sobrevivirán todavía en otras partes del mundo pero no serán muchos. El hambre me llevó hace unos días a meterme en el mini bunker de un internauta para buscar comida. Caí en la desagradable decisión de matarlo si era necesario por el tan preciado alimento, pero no hizo falta ya que lo encontré muerto por inanición. No llevaba más de uno o dos días descomponiéndose. Ver tantas muertes me dio buen ojo para medir tiempos de decesos. Lo curioso era que su teletransportadora parecía abandonada hacía meses. Pobres, su simbiosis con los aparatos era tal que preferían no comer a tener un segundo con la cara fuera de la pantalla. El piso junto a él estaba lleno de orines y excremento. Eran eses de un color que traduje como la falta de cualquier nutriente. Rojas algunas, al igual que los charcos de orina. Su rostro pálido al extremo demostraba la carencia de luz solar. De seguro estaba tan clavado a su silla, frente al escritorio, que su carne se había soldado al cuero. Podría haber visto con su máquina, que se encontraba encendida todavía, si había internautas vivos por ahí o si todos habían muerto de hambre como el que me había encontrado, pero decidí no hacerlo. Tengo la teoría de que no somos tan estúpidos como para morir por no poder dejar la computadora, sino que la inteligencia superior de las máquinas nos hipnotizaba, o algo parecido, para que las usáramos todo el tiempo y así tener ellas el dominio de todo. Para mi tiene sentido esta idea y por ello opte por ni siquiera ojear el monitor. Dejo esta carta tallada en la habitación de este internauta que encontré muerto, para que alguien en el futuro la encuentre. No sé si al salir de aquí me queden muchos años o apenas un puñado de días de vida. Tal vez cuando encuentren esto, los humanos no existamos más. Quizá lo lea alguna especie que quedó en la tierra y evolucionó para ser los nuevos jefes. Pero tengo fe de que a mis líneas las descubrirá una avanzada civilización de más allá de nuestra estrella. Sé que no hablarán mi idioma pero si son tan avanzados, bueno, tradúzcanme. Si pueden también, reparen la supercomputadora que yace en el piso, tal vez les ayude a saber más de nosotros. No pude evitar destruirla. Mi odio hacia ella fue mayor.