Revista Mandinga - Número 2 - Año 0, Diciembre 2015. Publicación gratuita. Prohibida su comercialización.
CEBALLOS ARJONA TRIVISONNO CASTAÑO RODRIGUEZ MANSILLA COZZO SOUTO SEIJO
SEOLLA RODRIGUES CASCIANI IBAÑEZ LLAMAS ARTEMISA SANTANA
“To absent friends, lost loves, and the season of mists; and may each and every one of us always give the devil his due” Season of Mists, N. Gaiman
Sofía L. Seijo
Ante la muerte buscamos culpables. Todo comienza a tener sentido cuando nuestros dedos señalan a un victimario, a un evento singular o incluso premonitorio. Este acto suele completarnos; le da sentido de modo superficial a un momento aciago. Aunque consideremos al deliberado acto inquisitorial trágico en sí, los motivos ofrecen paz a nuestras mentes. Pero no nos engañemos: La muerte, al igual que el delirio, nos recuerda que las cosas son. Sólo eso: son. El delirio no requiere culpables, aunque los tenga. Se basa en el fluir constante del inconsciente. No soy profesional de ninguna materia, pero creo no me equivoco al decir que estar muerto es mucho menos divertido que estar loco.
La gran virtud de la locura quizás sea la plena conciencia de que su accionar es, per se, un mero acto impulsivo de la cordura. En cambio, pensar que la muerte es un producto del mismo accionar de la vida resulta, por lo menos, insuficiente. Y es por eso que aunque la muerte tome una forma —un asesino cruel, un libro, su total ausencia y hasta el mismo Armagedón — dicha forma nunca llenará nuestro espíritu, como sí llena al demente la propia conciencia de su delirio. Este número habla de la Muerte. De la Muerte y el Delirio. Y sobre lo que sucede cuando ellas toman cartas en nuestros los asuntos. Germán Ceballos (Editor in Chimp)
Revista Mandinga! Número 2. Registro DNDA: 5243471. Domicilio Legal: Bustamante 1265 dto 4 (1832) Lomas de Zamora, Buenos Aires. Publicación gratuita. Prohibida su comercialización. Mandinga! Staff: Propietario y Director: Germán Ariel “Chapa” Ceballos. Editor Literario: Alexis “Mutatis” Leiva. Corrector Literario: Sofía “Letisey” Seijo. Diseño y Maquetación: Bruno Cervi. Imágen de Tapa: “Mandinga” de Andrés Casciani. Todas las obras (textos, dibujos y fotografías) pertenecen a sus autores, quienes las cedieron libremente para su publicación. Contacto: revistamandinga@outlook.com.ar
Desde que ellos no están, todo cambió. Al ingresar, primero se atraviesa esa reja que da al pequeño jardín y los escalones de piedra. Luego la puerta. Se diría que se percibía calidez, impregnada en los muros, en cada poro de la casa. Se respiraba un aroma a infusiones, a esencias y a flores, y a ese amor profundo y honesto con que recibía al huésped cada objeto que en la casa habitaba. Fui poco tiempo después de su partida. Lo noté apenas entré. Todos se habían ido, en séquito invisible, también con ellos. Ni los aromas ni la calidez, ni siquiera los añosos árboles. Todos se habían marchado en silencio. La casa ya no estaba. Ni los cuadros en las paredes, ni la biblioteca, ni el sofá, ni el armario. Tampoco los muros. En su lugar encontré un enorme molusco que por su color verde se confundía fácilmente con la vegetación. Retorcía sus brazos, enroscándolos sobre los pocos troncos que yacían, arrancados de cuajo, sobre la hierba. Una bola de masa viscosa era su cabeza y sus dimensiones, gigantescamente desmesuradas. Las desproporcionadas ventosas de sus brazos lo sostenían e impulsaban sobre una baba mucosa que esparcía sobre el césped, marchitándolo conforme avanzaba. Me miró fijamente y pude ver su enorme ojo celeste, lo cual me produjo una atracción hipnótica. Sus brazos se hacían infinitos. Salían por debajo de su cabeza desde todos los ángulos imaginables. Noté que se movían y que lentamente aquel cefalópodo comenzaba a adelantarse hacia donde yo estaba. Yo permanecía pendiente de sus ojos, porque ahora podía ver los dos. Sabía que debajo de esos brazos se escondía una boca afilada en forma de pico. No supe bien qué hacer, porque no podía dar crédito a esa tan amenazante materialidad onírica. ¿Me sorprendía o me abalanzaba brutalmente sobre esa bestia indómita responsable de la ruina del irrecuperable legado de mis ascendentes? El molusco continuó avanzando, pero un hoyo natural se abrió repentinamente en el suelo ante su paso y me libró de esa disyuntiva. El terreno se había ablandado como producto de su abundante viscosidad y había cedido, tragándoselo por completo. Alcancé a ver cómo se hundía la parte superior de su cabeza en el suelo cenagoso, intentando vanamente asirse con sus tentáculos, que asomaron graciosamente a modo de bandera blanca.
Entré en la casa en silencio, ya pasada la m edianoche. Las fajas policiales seguían colocadas allí, olvidadas. Pasé por el hall de entrada del caserón, mirando hacia un lado y el otro. Había estado tres o cuatro veces en esa casa. Ricardo Ordóñez, su dueño, contrató mis servicios como detective para buscar un libro, viejo y raro que le habían robado y según él, costaba una fortuna. Pagaba bien, muy bien. Eso fue lo que me hizo más llevadero su manera de ser, despectiva y grosera. Su actitud de estar oliendo a mierda todo el tiempo, y en mi caso, mucha mierda. Durante esos días mi búsqueda había sido infructuosa, hasta que de casualidad di con el ladrón: estaba muerto. Todavía recuerdo sus ojos, oídos y nariz manando sangre, y el grito mudo de horror que deformaba su boca. Le devolví el Libro a Ordóñez. Me lo agradeció con un cheque extra, y luego me despidió de la misma manera asquerosa que la primera vez. Pero la mañana de ayer, el mismo amigo que me había avisado de la muerte de este ladrón anónimo, me llamó desde el caserón de “La Horqueta”. Ordóñez estaba muerto. Llegué justo en el momento en que lo estaban transportando al camión de la morgue. No sé qué impulso hizo que quisiera ver su cuerpo. Ojalá nunca lo hubiera hecho. El gesto de terror en su rostro arrugado, sus ojos ensangrentados, sus oídos, su nariz. Volví a cubrirlo tratando de disimular la impresión que me había causado y entré a la casa. Allí me esperaba el subcomisario Domínguez con su conclusión: un segundo ladrón. Me dijo que había mandado a sus hombres a rastrear los alrededores, y me advirtió, además, que no me metiera en más problemas. Lo miré con incredulidad, y sin decir nada me quedé recorriendo la casa como quien no quiere la cosa. Luego me fui, a esperar que la llegara la noche,
para “meterme en más problemas”. Caminé hacia la biblioteca. Rompí la faja que clausuraba la puerta y entré. Los ventanales se encontraban abiertos y la luz de la luna iluminaba la habitación con un resplandor fantasmal. Decidí apagar mi linterna y esperé que mis ojos se acostumbraran a la nueva iluminación. Recorrí la estancia sin saber demasiado que buscaba cuando mis ojos repararon en el escritorio en el cual Ordóñez trabaja en el momento de su muerte. Me acerqué a él. Había papeles que el viejo seguramente arrastró con él al caer. Los levanté sin pensar y los coloque sobre el escritorio, allí fue que lo vi: El libro. La policía no lo había notado, no me parecía raro que se les hubiera pasado por alto. Con sólo ver sus tapas me recorrió un escalofrío y sentí un miedo instintivo ante su cubierta llena de símbolos que no comprendí. Sabía que tenía que verlo más de cerca, sabía que ese Libro era la clave para este enigma. Comenzó a dolerme horriblemente la cabeza, no quería llevar mi mano hacia él, algo que no comprendía, algo más profundo y más viejo que mi pobre instinto de detective me decía que no tocara ese libro perverso, pero mi mano se estiró y se posó sobre la tapa de piel, y caí al piso como si hubiera recibido una descarga de electricidad, mi cabeza zumbaba de dolor, temblaba por la visión y mi corazón se sacudía dentro de mi pecho. Traté de pararme pero la nausea me venció y vomité en el suelo manchando unas hojas que había arrastrado en mi caída. Me obligué a respirar profundamente y la nausea comenzó a aminorar, al fin pude pararme. Todavía con el corazón latiendo desbocadamente en mi pecho, volví al escritorio y me enfrente al asesino. Miraba el Libro con odio, pero dentro de él estaba la solución para el crimen. Tenía que saber,
por encima del terror que se escondía en sus páginas, sabía que allí habría algo que me ayudaría a resolver las muertes, ¿y a evitar cuantas otras? Me acerqué lentamente hacía el escritorio, y nuevamente la sensación de espanto se apoderó de mí al ver esas tapas cerradas, mi cabeza estallaba con mil dolores diferentes. No quería leer ese Libro, pero mis manos siguieron dirigiéndose hacia él. Finalmente lo abrí. Y lo sentí. ¿Así se habría sentido el viejo Ordóñez? ¿Este horror adentrándose en su cuerpo era lo que lo había matado? Algún impulso o instinto de supervivencia hizo que mis manos cerraran esas páginas demoníacas justo a tiempo, y lo demás que recuerdo es que estaba corriendo hacia la calle como un desquiciado. Cuando me paré tenia la nariz sangrando y mis ojos hinchados. Maldiciéndome a mí mismo, me obligue a volver sobre mis pasos. Sin importarme si alguien
había visto mi carrera desesperada. Volví a entrar y me dirigí a la biblioteca, tomé los papeles que había en el escritorio y con ellos envolví ese libro repugnante y corrí hacia la cocina, como si llevará algo vivo y peligroso en mis manos. ¡Y claro que era peligroso, había matado a dos hombres que se atrevieron a husmear en sus páginas! Tome una olla grande y metí todo allí dentro. Agarré aceite y lo rocié, luego, con un fósforo prendí fuego a ese Libro, y me quedé esperando a que las llamas consumieran la amenaza que representaba. Había matado a un hombre sentado en su escritorio, por haber visto... ¿haber visto que?... ¡¿Que clase de horror habían visto Ordóñez y aquel ladrón sin nombre, si el maldito libro no tenía ni una sola palabra escrita?!
Guión: Rodrigo Arjona/ Foto: Belen Rodrigues
Podía ver por la mañana que su cuerpo todavía sangraba. No podía salir de mi asombro. Decidí entonces deshacerme de su cuerpo, pero jamás pensé lo que iba a suceder después. Fue realmente difícil limpiar la escena del crimen. Usé lejía, amoníaco y luego puse el cuerpo en un hueco de un ropero que había encargado hacer. Procedí a poner el cemento. Una vez seco, con el cuerpo ya dentro, cubrí el fondo con papel estampado de estilo victoriano. Hubo que quemar el colchón, también las sábanas, incluso tuve que transformar la cama en leña. Hasta ese momento pensaba que todo había salido de maravilla, hasta que una noche cuando estaba por agarrar mi vaso de brandy, desapareció junto con la bandeja y la botella. Debo reconocer que soy escéptico, y que en ningún momento me hacía la idea de un “fantasma” ni nada por el estilo. Ahí estaba ella, vestida de rojo y con una mirada muy particular. En ese momento pregunté ¿Noemí? No respondió nada y desapareció de forma súbita. Una semana después vino Úrsula, una vieja amiga de la Facultad de Psicología. Hablamos durante horas, pero no me podía sacar de la cabeza que el vestido que ella tenía puesto era el mismo que vi en el supuesto fantasma de Noemí. Luego de un par de copas, estaba muy confundido, y de manera iracunda le pedí que se vaya. “Estás loco”, me gritó. Era mejor dejarla escapar, al menos por ahora. Cada noche a la hora de ir a dormir, todo se volvía un poco más tenebroso. Pensé que con lo que parecía ser el fantasma de Noemí era más que suficiente. Pero no, apareció sobre mi ventana algo que durante años había dejado de ver. Un cuervo sangrando, mirando fijo, herido. Pero con sed de sangre. A la mañana siguiente llamé a Úrsula, le pedí perdón por mi comportamiento errático y la invité de nuevo a mi casa a tomar unas copas. Ella aceptó. Esta vez tuve que preparar el living. Costó menos que con la habitación, moví la alfombra, levanté parte del piso de madera, y en este caso hacer el hueco no fue gran cosa. Llegó Úrsula, en esta ocasión vestida de negro. Trajo un vino, algo bastante raro en ella. Preparé la cena, cociné lo que ella amaba cenar cuando éramos jóvenes, una suerte de carne al
horno que siempre salía quemada. No llegamos a destapar el vino, le ofrecí el brandy que había desaparecido cuando la vi a Noemí. Los dos estábamos notoriamente alcoholizados, se estaba poniendo divertido. Pero ya me había tomado el trabajo de hacer las cosas en el living. Fui a la cocina, agarré un viejo sifón de soda y lo hice impactar sobre su cráneo. Esta vez fue diferente que con Noemí, con Úrsula dudé. Me pregunto si el cuervo me trataba de decir algo. Tarde días en acomodar su cadáver debajo de la alfombra del living. Estaba particularmente nervioso, como si esta vez realmente algo fuese a salir mal. Después de respirar profundo, hice toda la ceremonia, y encontré otro empapelado hermoso en una tienda. Luego de terminar con el living me di cuenta de que no quedaba mucho lugar en casa. La habitación ya la había usado, el living, también. Solo me quedaban el baño y la cocina comedor. Estos dos últimos eran un desafío, ya que me iban a costar un poco más por el material de los mismos. Pero ocurrió algo que literalmente me dejó sin aliento. Había cemento fresco detrás de la heladera en la cocina. Saqué la heladera, e intenté sacar todo el cemento que pude. Lo único que logré agarrar fue una alianza, era la de mi primer esposa, a la cual juro no haber asesinado. Desesperado, fui al baño. Empezaron a quebrarse unos mosaicos. Llegué a agarrar unos lentes muy particulares, el cuerpo estaba irreconocible, pero esos lentes eran los de la hermana de mi primera esposa. Ya no sabía a donde escapar, no había más lugar en la casa. Temía abrir la puerta que daba a la calle. Fueron horas interminables. Hasta que en un momento la abrí. Era de noche, la luz de la galería estaba prendida. Al abrir la puerta, vi a una mujer pelirroja con una cicatriz inmensa en su brazo. Tenía un vestido negro y una Walther P38 en su mano izquierda. Era Micaela, mi hija, la cual pensé que luego de escapar de esta casa hace 20 años a esta altura estaría muerta. -Padre, todavía recuerdo los gritos de mi madre y de mi tía, pero no te preocupes, te voy a disparar directamente a la frente. Guión: Leonardo Trivisonno / Ilustración: Lia Diamela Ibañez
Gui贸n: Hernan Casta帽o/ Ilustraci贸n: Giselle Llamas
-¿Qué son los “switches”? -Es el paso. Los vientos eran impasibles a su velocidad de 120 kilómetros por hora. Las nubes de polvo revolucionaban la fuerte presencia de metano que, en un momento dudoso, ahora se sabía que era un suministro estable por el volcán que ellos llamaban “Monte Olimpo”. Estaban construyendo algo ahí. Los habían visto. -¿El paso? -Si. Das un paso y ya no estas donde estabas. Estas un paso mas adelante. Cambiaste, y cambió lo que dejaste detrás. Un paso es un switch. Dos pasos, dos switches. -Entonces… ¿Por qué no llamarlos pasos? -Cien switches son un gran switch. -¿Y cien gran switches? -No lo se aún. Ahora el viento había generado una avalancha de polvo de un color grisáceo rojizo que se acercaba a su presencia. Se mantuvieron en su sitio porque no los afectaba de ninguna manera. Las tormentas eran el martirio de los extranjeros, de los invasores. Ellos habían nacido de los residuos de esas precipitaciones infinitas, y eran uno con la tormenta. Cuando el polvo agreste los alcanzó, se hicieron incorpóreos y se dejaron atravesar. Mantuvieron el estado hasta que la tormenta pasó y todo se calmó una vez más. Siempre sucedía así. Desde su existencia antigua. Nacieron de los relámpagos. Caían sobre una sustancia lejanamente extinguida, o al menos, imposible de encontrar. Uno tras otro, los intrépidos refucilos agitaban la viscosa sustancia generando una reacción eléctrica que poseía todo el ambiente alrededor haciendo nacer una resistencia creadora. Ellos eran hijos de la electricidad. Está en su información genética. Otro relámpago. Otra vida. De repente, una explosión. Otra vida.
-Siento algo a doscientos pasos. -Dos gran switches- le corrigió. Asintió, aceptando la nueva acepción. -Deben ser los que vienen. -Deben ser los que vienen. Pero no eran ellos, los invasores. En su primitiva mente, esa forma del lenguaje aún no existía. Si permanecía una clase de sentimiento que los inspiraba a sentir peligro y a mantenerse alerta. -Lo siento a… Un gran switch y un poco mas. -Yo también. Como ante una avalancha de polvo, se hicieron nuevamente incorpóreos. La presencia que sentían acercarse era totalmente amenazadora. Tampoco eran capaces de reconocer esa palabra, pero sentían en su cuerpo los latigazos de sus consecuencias. De repente, un rugido aterrador. -Está a cien pa… -Un gran switch. La figura se acercaba a gran velocidad ahora. Y volvía a rugir. Era feroz. Sus bramidos hacían eco y, si hubieran estado en forma física, les habría batido el pecho por su gravedad. Era inmenso. -No conozco a esa cosa. -Yo tampoco. Estaban a treinta switches. Media unos nueve o diez switches a su vista. Era totalmente desprovisto de color. No transparente como ellos, sino, del color de aquello que había caído de arriba, hace muchísimos switches para atrás. -Necesitamos mas palabras. -Podemos pedirlas a ellos- respondió. La criatura estaba junto a ellos olfateando el ambiente. No podía verlos pero los olía. Arrojó una de sus zarpas hacia la posición donde efectivamente estaban pero simplemente los atravesó como si hubiera aire. Esto sorprendió a la bestia que
confundida, volvió a arrojar sus tremendas garras sobre el dúo invisible. Se la notaba triste. -Si- respondió. -Triste, como cuando tenemos “dolor” o… -Si- volvió a decir. El avecinamiento de una tormenta de polvo hizo que la bestia se asustara y volviera sobre sus pasos adoptando una postura en cuatro patas. Era enorme aún así. -Se fue. -Si. Volvieron a su refugio. No lo comprendían pero se sentían mas seguros, que era otra palabra que conocían gracias a los invasores. La habían escuchado varias veces pero no siempre parecía tener el mismo significado. El refugio apenas permitía la entrada de polvo en su peor forma, la tormenta. Algunas hebras de viento se filtraban por algunos sectores desconchados pero poco más. Dentro de todo, era un buen lugar para pasar el tiempo cuando se aburrían de adquirir conocimiento a través de la vigilancia y el espionaje de los extranjeros. Se sentaron en el piso metálico de su sitio. Era frío y estaba lleno del polvo de décadas de abandono. Sin embargo, para ellos, no había ningún cambio a nivel estructural en sus formas. Estaban en el letargo cuando sintieron la presencia de los invasores acercarse. Era el momento. Cada cierta cantidad de descansos o de switches según contase, los invasores se acercaban con sus “trajes” todos iguales. Todos corpóreos. Aparentemente, no podían descorporizarse. -Están a unos tres gran switches. -Los siento. Ambos se hicieron incorpóreos nuevamente y emergieron de su refugio. Se acercaron lo suficiente para oírlos. El grupo de unos quince caminaba en fila india.
-¿Ya llegamos a la Mariner?- preguntó el que cerraba la fila con la voz corrompida por su casco protector. -En minutos. “Minutos” registró. -¡Ahí está!- gritó el que encabezaba señalando hacia su posición, aunque, claro, no los veía. -Al fin… tengo los pies destruidos. -Yo también. La queja sobre los pies era general. -Lamentablemente no vienen acá a descansar señoritas- espetó el que encabezaba la fila. – Hubieran pensado en la salud de sus pezuñas antes de cometer crímenes. El silencio sucumbió. Todos creían innecesaria la reprimenda. Solo habían hecho una pequeña queja por el cansancio. No era para tanto. -Tomen sus herramientas y empiecen a picar. Aprovechemos que el clima no es tan inclemente- continuó, ahora con una voz menos agresiva. “Herramientas” anotó mentalmente. El dúo se metió en el refugio cuando el grupo hubo pasado. -Minutos. ¿Qué es?- preguntó el mas atrasado de ellos. -Creo que es como switches. Pero no de ir. Ambos habían notado cambios en sus formas a lo largo de su existencia desde los relámpagos. No siempre habían sido de ese tamaño. Siempre habían sentido. Pero dentro de otros cascarones que fueron mutando. -Y… ¿Herramientas? -Eso si lo entiendo. Son las cosas que usan. -¿Qué era usar? -Hacer algo con algo que no es tu forma. -Como ¿Otra forma? -Si. Asintió.
Gui贸n: Federico Rodriguez Ilustraci贸n: Leandro Santana
Gui贸n: Leandro Mansilla Ilustraci贸n: Lia Artemisa
(y los subsiguientes...)
L
a intención de esta nota es rastrear una de las temáticas que abordan muchas obras que integran el género literario y de ciencia ficción, más precisamente la primera frontera que sus autores intentaron atravesar: la del espacio, el deseo del hombre de escapar a la ley de gravedad que lo ata a la Tierra para abandonar nuestro planeta azul y viajar a otros cuerpos celestes del Universo. Este tópico, que aparece en dos obras de los padres fundadores, Jules Verne, De la Terre à la Lune, y H.G. Wells, The First Men in the Moon, converge luego en la génesis de la primera película de ciencia ficción y considerada uno de los mejores 100 filmes del siglo XX: Le voyage dans la Lune de George Méliès. El cielo siempre ha ejercido una extraña fascinación sobre el hombre y su misterio inspiró a muchas obras literarias antes de que el progreso de la ciencia y la tecnología permitieran explorar el espacio exterior. En el siglo II de nuestra era, Luciano de Samósata inaugura increíbles travesías a espacios inalcanzables que están más allá de la geografía realista y en las que se narran encuentros
con seres exóticos. Estas narraciones se presentan como parodias de la literatura de viajes fabulosos que llevan la exageración de los rasgos del género burlado hasta límites inaceptables para la razón. También el protagonista de Relatos Verídicos aluniza, a bordo de un barco al que un tifón hace elevar hasta un gran país en el aire. Escoltado por los “cabalgabuitres”, es llevado ante Endimión, un terrícola que llegó a ser rey de los selenitas, quien lo invita a combatir al rey del Sol, Faetonte. Antes de abandonar la Luna para continuar su odisea, realiza una descripción de sus habitantes. De ojos desmontables, barba hasta las rodillas y orejas de hoja de banano, no mueren sino que se disuelven y se convierten en aire como el humo. Luciano no inventa ninguna máquina (como lo hará Verne) porque no es necesario ya que desde el comienzo del relato se dice que todo lo presentado es absolutamente falso. Estos textos inauguran entonces una primera etapa de viajes al cosmos donde los medios empleados son más poéticos que verosímiles, más oníricos que reales. El auténtico comienzo de la Era Espacial llegará recién en la segunda mitad del Siglo XIX de la mano de un novelista nantés.
En 1865, los nuevos avances en el campo de las ciencias y el surgimiento de disciplinas como la astronáutica permiten que se abandone el dominio de la fantasía por el de la tecnología, con De la Terre à la Lune de Jules Verne. Tres años antes, había conocido al editor Pierre-Jules Hetzel y a partir de ello surgirá en 1866 la colección “Voyages extraordinaires”. Se tratará de una verdadera empresa enciclopédica en la que la transmisión de conocimientos novedosos para su época llegarán al lector a través de ficciones lo más cautivantes posible, recurriendo, por ejemplo, a mundos desconocidos, llenando aquello que se ignora aún con los frutos de su imaginación. Si bien se publica un año antes del lanzamiento de la colección, es innegable la pertenencia de De la Terre à la Lune a esta serie. Esta obra y su continuación convirtieron a su autor en un pionero en el enfoque científico y técnico del viaje al espacio y una visión positiva de la ciencia como la llave para acceder a impresionantes descubrimientos y emprender increíbles aventuras. La acción tiene lugar el mismo año en que el texto fue publicado. Barbicane, Maston y Nicholl, miembros del Gun Club, deciden enviar un obús a la Luna, cuando aparece un cuarto, el aventurero Miguel Ardan, y les propone tripularlo. Construyen y lanzan un “cohete”, un enorme proyectil propulsado hacia nuestro satélite natural por un gigantesco cañón, instalado en las proximidades de donde hoy se encuentra la base espacial Cabo Cañaveral. La novela presenta todos los cálculos técnicos necesarios para la concreción del proyecto, algunos de los cuales, como la velocidad necesaria para que el vehículo pueda abandonar la órbita terrestre, resultaron ser casi coincidentes con los que se manejan hoy para lograr que un cohete atraviese la atmósfera. El relato se cierra con un misterio: ¿qué fue de los tres intrépidos exploradores tras el lanzamiento del obús? Todo el mundo piensa que los cosmonautas han muerto, fruto de la desintegración producida por el efecto de la súbita aceleración sobre sus cuerpos. Los lectores deberán esperar algunos años para, a través de su continuación, Autour de la Lune, enterarse del fracaso parcial de la expedición pues sus tripulantes no pudieron finalmente descender en la Luna y debieron regresar a nuestro planeta terminando esta odisea espacial al caer en el océano Pacífico. El objetivo de Verne fue novelar la ciencia, o sea, tomar como punto de partida los recientes descubrimientos en el campo de la ciencia y la tecnología de su época para ponerlos al servicio de la ficción. Existen en ambas novelas muchos elementos que llegaron a hacerse realidad, por casualidades o más bien por ser el resultado de la investigación y los cálculos que realizó el escritor para dar verosimilitud a sus narraciones. Si se pueden establecer vinculaciones entre esta odisea a la Luna y la misión Apolo, proyecto que EEUU llevó a cabo un siglo después, es porque los problemas que el autor plantea a sus protagonistas son los mismos que hubo de resolver este programa espacial. Por otro lado, presenta argumentos atrayentes para el lector, porque persigue una finalidad didáctica, la de introducirlo en el conocimiento de los avances tecnológicos de su tiempo. Muchos aspectos de las excepcionales conjeturas racionales que presentan sus novelas reaparecen en numerosas obras pertenecientes al género. Por ello podría ser considerado un precursor del mismo, en tanto que cronológicamente, sería más bien el padre de la ficción científica. El padre de la ciencia ficción moderna, en cambio, es H.G. Wells. Ambos fueron escritores impregnados por el pensamiento científico de la época (aunque diferentes eran sus puntos de vista) y lograron presentar en sus obras cierto equilibrio entre la verosimilitud que exige la razón y la fantasía artística, dando origen a relatos de aventuras “extraordinarias” donde presentan a sus lectores los aportes de ese momento más algunas conjeturas sobre lo que cree cada uno que vendría en el campo de la ciencia y la tecnología. Wells va más allá que Verne. Sus narraciones van más allá de lo conocido, tal vez incluso, de los límites de lo posible, al presentar un grado de conocimiento aún no desarrollado en el presente en el que Verne está anclado. El genio imaginativo de Wells lo lleva a presentar elementos inexistentes sin tampoco incluir, la información completa de cómo pueda un día convertirlos en una realidad. En su novela de 1901, The First Men in the Moon, los protagonistas de Wells consiguen aquello que los miembros del Gun Club no habían logrado: el alunizaje. Gracias a su fabuloso descubrimiento, la cavorita, una sustancia que anula los efectos de la gravedad y con la que recubren su nave espacial, Mr Bedfort y el Doctor Cavor logran descender en suelo lugar. Al llegar descubren, que nuestro satélite estaba habitado por unos extraños seres, los Selenitas. Son capturados por estos y, mientras Bedford logra huir, su socio, fascinado por los selenitas y su sociedad, se queda para estudiarlos,
logrando transmitir sus observaciones a la Tierra. Wells no solo narra un viaje al espacio exterior, sino que además incorpora otro de los temas fundamentales del género: el contacto con una civilización extraterrestre, el choque de dos culturas radicalmente opuestas entre sí. El relato de Wells es interesante a partir de que da lugar a aquello que Verne había acotado, aparece así la fantasía anticipadora. Sin dejar a un lado una respuesta de corte racional basada en los adelantos de la ciencia y la técnica de su época, incluye elementos que en ese entonces (e incluso hoy) parecen irreales. Al año siguiente, el giro hacia el otrora abandonado reino de la fantasía lo continúa, de manera más pronunciada, el gran ilusionista de fin de siglo Georges Méliès con un film que representaría la culminación del proceso de aprendizaje y experimentación que el realizador llevó a cabo con sus producciones anteriores y que se convertiría en la primera película de la ciencia ficción: Le voyage dans la Lune. El film más popular del Jules Verne del cine no sería sin embargo el primero ni el último de su prolífica filmoteca en el que se reflejara su interés (y el de sus contemporáneos) por nuestro satélite natural y otros cuerpos celestes. En 1898, ya había presentado La lune à un mètre, donde narra las alucinadas ensoñaciones de un astrónomo en una noche de luna llena, que incluye la súbita aparición de una enorme luna que con su enorme boca devora su telescopio, tras luego transformarse en una luna creciente sobre la que se recuesta una bella joven. Esta misma imagen es la que aparecerá en Au clair de la Lune ou Pierrot malheureux donde, tras una fallida serenata, el zanni parte junto a la dama lunar ante la mirada atónita de sus adversarios. Tres años después llegaría Éclipse de Soleil en pleine Lune, donde los muy expresivos rostros animados de ambos astros nos muestran bien de cerca cómo tiene lugar este fenómeno celeste, acompañados de un rutilante desfile de estrellas con coalición estelar incluida. Mas los personajes de sus breves películas no se limitaron a contemplar los astros esperando su visita sino que fueron a su encuentro: en 1904, en Le Voyage à travers l’impossible, un grupo de científicos y turistas compuesto por hombres y mujeres viaja al Sol en un tren que toma impulso subiendo velozmente una montaña; dos años antes, los miembros del Gun Club habían logrado saldar la cuenta pendiente que les quedaba en la novela de Verne: el esperado alunizaje. Sin embargo, las producciones de Auguste y Louis Lumière se encontraban muy ligadas, como los textos de Verne, al concepto de verosimilitud: la fotografía y, por ende, el cine (que no era visto sino como una serie de fotos en sucesión) debían representar lo real. La gran innovación de Meliès fue introducir elementos maravillosos para remarcar el carácter ficcional de sus películas. Su intención no es reflejar la realidad sino captar la atención de la audiencia y prefiere crear un mundo cargado de fantasías. Su objetivo es volver visible ante los ojos atónitos del espectador lo imaginario, incluso lo imposible. Un año después de la publicación de The First Men in the Moon y aún en vida de Verne y Wells, este ilusionista francés estrena su propia versión de las novelas “lunares” de ambos. De 14 minutos de duración, este film recrea con tono humorístico un viaje a nuestro satélite natural tal como estaba presente en el imaginario de sus contemporáneos. La historia se basa de manera muy libre en los textos referidos anteriormente tomando elementos alternativamente de uno y otro: la sociedad de astrónomos parisinos, presidida por el profesor Barbenfouillis (interpretado por Méliès) recuerda al Gun Club mientras los hostiles selenitas a aquellos con los que se encontraban Bedfort y Cavor. Pero la intención de Méliès es la de parodiarlos, tanto a ellos como a las sociedades científicas que en ellos aparecen. El film comienza con una reunión de una logia de astrónomos, como los que aparecían en los cortometrajes ya aludidos, ancianos de gestos excéntricos que se expresan en medio de un desorden, en los que el límite entre la sabiduría y la locura parece confundirse. También se introducen elementos del vodevil, como las bellas coristas que empujan el obús o los acróbatas del Folies Bergère que representan a los saltarines selenitas. Los textos literarios en los que se basa el argumento, demasiado simple, no parecen ser más que un pretexto para lucir los más asombrosos efectos especiales, que hacen que la película devenga mero espectáculo convirtiendo al film en una expresión de arte visual absoluto (gesto que muchos observan también en producciones de Georges Lucas y Steven Spielberg). La presencia de los muchos absurdos, como el paseo de los cosmonautas por la luna sin máscaras de oxígeno y en ropa de calle, la misma que usan en la Tierra, hace que algunos críticos no consideren a Méliès como parte del
género. Sin embargo, es innegable que Méliès introduce métodos y técnicas que fueron básicas para el posterior desarrollo del cine, no sólo de ciencia ficción (¿qué sería del género sin increíbles efectos especiales?) sino también, por ejemplo, el de animación (la técnica del stop motion, utilizada en la escena más famosa del cine, en la que el cohete impacta en el ojo de la Luna, ejercería gran influencia en las realizaciones que le precedieron). Muchos años después, el estilo de Méliès fue homenajeado en los 90 por el mundo de los videoclips: mientras el de “Heaven for Everyone” de Queen (realizado por David Mallet) incluye algunas escenas del film, “Tonight tonight” de Smashing Pumpkins (dirigido por Jonathan Dayton y Valerie Faris) lo recrea casi en su integridad, incluyendo en el final un barco cuyo nombre es SS Méliès. Prueba de su vigencia es también su flamante reestreno en versión íntegramente restaurada en colores y con nueva banda de sonido a cargo de Air, quienes decidieron dotar al film de una música acorde no a cuando fue filmada sino a los tiempos de su nueva vida, con sonidos que parecerían salir del celuloide interpretados por instrumentos contemporáneos y ritmos más modernos, que acompañan las acciones en la historia, como si dieran su voz a los astrónomos que discuten en la presentación del proyecto o fueran el eco de los golpeteos de los martillos que van construyendo la nave espacial.
A modo de conclusión: De mayor tamaño y brillo que cualquier astro del cielo nocturno y a distancia menor en términos astronómicos, la Luna ha atraído siempre nuestra atención. Muchos escritores imaginaron, gracias a la magia o a través de conjeturas más realistas, su conquista mucho antes de que el primer viaje pudiera llevarse a cabo. Desde entonces, la Luna ya no es el mundo misterioso de siglos pasados. Muchos entusiastas consumidores de estas narraciones increíbles se convirtieron en hombres de la ciencia y la tecnología. Ese fue el caso del ruso Konstantin E. Tsiolkovsky y el rumano Hermann Oberth, lectores de Verne, quienes junto al estadounidense Robert Goddard, lector de Wells, se convirtieron luego en los tres fundadores de la teoría y de la tecnología de los modernos cohetes. Ficciones anticipadoras, porque abrieron y siguen abriendo los ojos de quienes las tienen ante sí para invitarlos a volver real un día incluso aquello que (como los paseos sin trajes espaciales de los seis cosmonautas de Méliès) aún hoy parece imposible.
Texto: Laura Valeria Cozzo Ilustración: Andrés Casciani
Ghuleh, espíritu femenino del folclore arábigo, emparentado con los vampiros
<<Era un día gris, llovía...>> Elisa miró por la ventana cómo las gotas de lluvia destrozaban sus rosales en el jardín de abajo. <<...pídeme un remís, decías...>> Con un gesto lánguido apagó el grabador. <<Voy a llegar tarde, ¡carajo!>> se quejó y bajó apresurada las escaleras hasta el living. Una vez allí se puso la única prenda de vestir que llevaría: un sobretodo beige largo hasta las rodillas. El resto era innecesario. Agarró las llaves y se calzó unas delicadas sandalias doradas; después salió a capear el temporal. Del otro lado de la ciudad, Marcos se deleitaba en las suaves caricias de Sylvia. Repasando con sus dientes el tibio cuello de la muchacha, rememoraba los viejos tiempos. Cuando lo consideró adecuado comenzó a penetrarla. Al principio fue suave, paciente, casi amoroso. Después, la calidez húmeda de la sangre virginal envolvió su miembro y desató el más brutal de sus instintos. Perdió todo rastro de humanidad y destrozó el interior de la doncella que suplicaba, vanamente, por clemencia. Los afilados colmillos del que, alguna vez, había sido un hombre honrado y bondadoso, se hundieron con fiereza en la yugular de la tímida adolescente engatusada. Con la sangre se le fue la vida y pronto se convirtió en un cadáver macilento, pero Marcos aún estaba sediento. Avergonzándose de sí mismo y maldiciendo a quien lo convirtiera en un monstruo, aplicó los labios al todavía cálido sexo de su amante y bebió los restos de la desfloración. Cuando se hubo saciado salió de la habitación y se sumergió en un reparador baño de sales y aceites aromáticos. Elisa tomó un taxi y le tendió una misiva al taxista que la miró extrañado. -¿Segura que desea ir hasta allí, señorita? –preguntó el chofer casi octogenario con un dejo de temor y respeto-. Dicen que es peligroso. Yo mismo he llevado a muchas jovencitas como usted hasta allí… -hizo una pausa dramática- pero a ninguna la he traído de vuelta hasta su hogar. Yo que usted no me arriesgaría. Elisa lo miró con un gesto de divertido desprecio y se abrió el gabán mostrándole su desnudez. El anciano conductor tragó saliva un par de veces antes de decidirse y tomar la avenida principal. La mujer lanzó una escalofriante carcajada que resonó en el viejo Citroën e hizo que el pobre longevo taxista se estremeciera de pies a cabeza y que sus desgastados dientes se entrechocaran. La avenida desierta parecía ayudar a los planes de la extraña dama y los condujo velozmente hasta la autopista que conectaba ambos extremos de la ciudad. Llegados a este punto, Elisa le pidió al anciano que redujera la velocidad y se repantingó en el asiento trasero mientras encendía un delgado cigarrillo. Sobre el espejo retrovisor empezó a atisbarse una delgada línea de luz dorada. El ocaso estaba cerca pero todavía las ventanillas eran aporreadas por la intensa lluvia que se había desatado esa mañana. Marcos salió de la marmórea bañera adornada con grifos de oro puro y azabaches, y se secó parsimoniosamente con una suave toalla. Luego se ungió el cuerpo con un bálsamo perfumado y se envolvió en una bata de seda carmesí. Tomó un delicado peine de plata y se cepilló el largo cabello color caramelo, después se maquilló parsimoniosamente hasta ocultar cualquier rasgo de masculinidad de su ya andrógino rostro. Cuando se sintió complacido abandonó el cuarto de baño y se dirigió hacia
la habitación donde aún reinaba una mezcla de aromas: el perfume de Sylvia, el olor característico de la actividad sexual y, aún más intensos, los hedores de la sangre y la muerte. El que alguna vez había ostentando más de un nombre se acercó a la muchacha muerta; ya no le inspiraba ningún tipo de emoción. El desfogue sexual había consumido su llama y su apetito estaba saciado. El baño de inmersión había exfoliado la culpa de su alma. Con extremo cuidado y paciencia la encerró entre las sábanas y mantas de la cama, cual si de un antiguo embalsamador egipcio se tratase. Seguidamente se quitó la bata y se vistió con las ropas de la joven. Lo más difícil fue cruzar el pasillo frente a la habitación con el cadáver a cuestas y hacerlo caer por el conducto de la ropa sucia. Después fue cuestión de salir a la calle y tomar un taxi cualquiera rumbo a cualquier sitio. Bajar en una plaza desierta, esperar a que el taxi se fuera y volver a convertirse en un caballero. Volver a entrar al hotel no requería mayores esfuerzos. Había dejado el ventanal abierto y, para alguien con sus características, no era difícil llegar hasta el onceavo piso. A mitad de camino, en la Autopista Sud, el sol comenzó a rielar sobre el tablero del Citroën. Francisco levantó la vista y miró a su pasajera por el espejo retrovisor. Una expresión de terror se dibujó en cada una de sus arrugas y el sudor frío comenzó a deslizarse profusamente desde su nuca hasta la cintura de sus gastados pantalones elastizados, estampando una enorme mancha oscura en su camisa azul. Con la respiración entrecortada intentó concentrarse de nuevo en la ruta que tenía por delante pese a que la vista se le enturbiaba de a momentos. Buscando en lo más profundo de su mente oxidada aquellas palabras que hacía más de treinta años que no pronunciaba, Francisco Etchegoyen comenzó a rezar. -Dios te salve, María. Llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Dios te salve, María. Llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores… En su suite, Marcos había terminado de limpiar las manchas de sangre del piso y disfrutaba del aroma a incienso y palo santo. Había puesto un concierto de música clásica en el reproductor de DVD y las melodías de Wagner resonaban en las lujosas paredes. El hombre de rostro andrógino caminó hasta el mueble bar y revolvió entre los licores pero nada le llamaba la atención. Finalmente resolvió pedir servicio a la habitación. -Una botella grande de absenta –reclamó con una voz meliflua e hipnótica a la que era imposible resistirse-, una garrafa de agua y terrones de azúcar… Ajá. Perfecto. Ah, y dos copas. Sí, dos: espero visitas. Hacedla pasar apenas llegue. Merci beacoup, ma cherie. Au revoir. Mientras esperaba al botones, Marcos se acercó al ventanal por el que había entrado hacía una hora y miró hacia afuera. La gran ciudad se extendía a sus pies, once pisos más abajo. Una enorme telaraña de luces cercando charcos de oscuridad. La autopista era una galaxia de faroles donde cientos de estrellas se movían y confundían sus estelas lumínicas en una vorágine de colores cálidos. Más lejos, el río era como una serpiente de tinta china, fulgurante a la luz del ocaso que escapaba entre las nubes todavía cargadas de lágrimas dulces. Las grúas y los altos mástiles iluminados creaban una sensación curiosa: parecía como si un circo hubiese sido montado a orillas del ancho cauce. Allí estaban las carpas y la rueda de la fortuna. Tal vez la música no llegaba hasta el hotel como tampoco llegaban los gritos de los niños, ni el rugir de las fieras. En cambio, sí llegaban otros sonidos. El claxon de los automóviles, la música lejana de otros edificios o, quizás, de otras habitaciones; era difícil percibirlo con claridad debido a Wodan y sus Valquirias. Lo que llegaba claramente eran los gemidos de la pareja de la habitación contigua y el golpear del respaldar de la cama contra la pared. El crepúsculo y la lluvia creaban una atmósfera más que propicia para las lides amorosas. Marcos lo sabía bien. Lo había descubierto unos trescientos… No, trescientos ¿sesenta? Sí, eso era. Trescientos sesenta y cinco años que había descubierto los encantos del crepúsculo perfumado y rielado por chispas y llamas de colores alegres. En los brazos de una encantadora jovencita, o un apuesto mancebo si había alguno. Disfrutando las mieles de un cuerpo lozano y, luego, sí, luego deleitarse en degustar ese líquido suave, tibio y levemente untuoso que recorría sus arterias, sus venas, sus vasos capilares. El dulce néctar de la vida, la savia sagrada que latía en sus pechos prósperos y bisoños. En esa época no se llamaba simplemente “Marcos”; era, nada menos, que el joven barón Markus Von Eyb, un gran partido para todas las jóvenes casaderas por su alta alcurnia y su considerable fortuna. Pero nunca se interesó por sentar cabeza y prefería salir de cacería rodeado de efebos hermosos y volver casi siempre sin una sola presa. Aunque en realidad las presas ya las llevaba consigo. Fue en una de esas cacerías donde
conoció a una mujer de belleza arrebatadora y no hubo forma de hacerlo volver. Se quedó en ese bosque, viviendo con la bruja, pues no podía ser otra cosa, hasta que un día retornó a buscar su fortuna. Dicen que su padre intentó oponerse pero la hechicera lo desangró e hizo que Markus bebiera la sangre que lo había engendrado. Luego partieron hacia otras tierras y nunca más se supo de él. -Aquí es –dijo Francisco con el que parecía su último aliento-. Éste es hotel. -Gracias –respondió Elisa con su sonrisa embriagadora-. Tome, puede guardar el cambio. La mujer bajó del taxi y sus largas piernas marcaron un ritmo irresistible hasta la puerta. El recepcionista balbuceó algo ininteligible cuando le preguntó por el señor Marcos Bellaqua, pero ella ya sabía el número de cuarto y caminó segura hacia el elevador. -Servicio a la habitación, señor –anunció una voz aniñada que trajo a Marcos de regreso a su suite. Cuando abrió la puerta se encontró con un adolescente de apenas diecinueve años, alto, de fuertes músculos, pómulos delicados y ojos acerados como el mar. -Adelante, deja todo junto a la cama –ordenó con voz tan seductora que el muchacho se sonrojó. Una vez que éste hubo pasado, Marcos cerró la puerta y se relamió los labios con expresión lobuna. Elisa llegó a la habitación 11010 y golpeó una sola vez la puerta de caoba con sus blancos nudillos. Unos segundos más tarde ésta se abrió y Marcos, vistiendo otra vez su bata carmesí, se asomaba con una sonrisa triunfal. -Markus, ha pasado tiempo –dijo ella con un brillo rojo en sus ojos celestes. -Erzebet, cariño –le reclamó él-, apenas han pasado dos meses. -Sabés bien que me gustan estas…cenas. Espero que haya valido la pena tanto esperar. -Por supuesto. Pero pasa y compruébalo tú misma. Marcos se apartó del umbral y Elisa (Erzebet para quien conociera su historia) entró con andar felino. Junto a la cama adoselada había una mesilla con una botella de absenta, dos copas y todo el instrumental para preparar la bebida. Sobre las sábanas de satén negro, el apuesto mesero yacía desnudo y amarrado. La mujer se pasó la lengua por los labios encantada ante el espectáculo y se despojó del sobretodo. -Excelente elección, mi joven barón –felicitó acercándose a Marcos-. Estoy hambrienta.
Guión: Alan Souto Ilustración: Lia Diamela Ibañez
Guión: Germán Ceballos Ilustración: Nano Seolla
Jerónimo Pisman se levantó a la hora de siempre creyendo que terminaría en el mismo lugar, 16 horas después. Mientras corría sus lagañas con la diestra, abrió la canilla de la pequeña ducha con la otra mano. Procuró haber abierto la canilla correcta recordando la acepción del término “siniestra”. Entró dormido a un lunes sin otro sonido de fondo que el de la ducha, y el de su garganta ahogando un breve frenesí por aquella mujer a la que nunca iba a hablarle. Caminó como todas las mañanas, costeando un interminable baldío que pertenecía a la Fuerza Aérea. Prendió su primer cigarrillo. Pensó que caminar era un buen ejercicio y una buena forma de despertarse. Ella pasó, como siempre, en dirección contraria vestida con una pollera púrpura adornada con un sol, un pañuelo rojo escarlata cubriendo sus largas rastas y su morral tejido, adornado por una luna. Para disimular su vergüenza, miró por primera vez el amanecer furioso que se levantaba desde el profundo baldío: líneas rojas y doradas de nubes filosas que trepaban rasgando el horizonte, atravesando los largos cuellos de un cúmulo de nubarrones ceniza. En su tedio, se preguntó cuándo volvería a ver un paisaje así. Un bocinazo anunció el viaje de siempre: tren de hora pico. Continuidad… el furgón era una cueva platónica donde se juntaba el Truco de seis, la ronda de mate y faso, y las bicicletas. Mientras arrojaba los restos de yerba por un hueco que oficiaba de ventana, creyó oír grito profundo, parecido a un trueno lejano. Mirando al cielo, advirtió que las nubes eran más y trepaban más alto; nubes angostas y largas que se trenzaban con algunos nubarrones de tormenta. El cielo se cubrió de espadas. Otro trueno sonó: claro y preciso. El tren dio un pequeño salto, como cruzando una lomada. Bajó del vagón, cruzó el andén y vio de refilón el cielo cubierto de nubes negras; la luz apenas era un pálido anaranjado que se perdía sobre los edificios linderos a la estación. Los relámpagos y el vendaval que se avecinaba, le provocaron una sensación de angustia que lo obligaron a prenderse un último cigarrillo.
Saliendo de la terminal se preparó para la tormenta que desde dentro se anticipaba con el sonido del viento. Mientras cubría su mochila, Jerónimo vio por una de las salidas a la gente que se agrupaba mirando el cielo. Sobre Mitre los caminantes, los manteros y las putas se apiñaron en la vereda para ver los relámpagos. En la oscuridad del día, los ojos de la gente parecían más perdidos que expectantes. El cielo retumbó; otro trueno. Alguien gritó y luego sólo hubo silencio. Se escuchó alguna voz que trataba de imaginar lo que sucedía y un llanto ahogado, pero las pocas voces al igual que el transito se perdía en el impacto del momento. Tras un manto gris los cúmulos parecían siluetas en batalla… Un último relámpago gritó, más poderoso. Retumbaron el cielo y la tierra y el asfalto estalló. Miró a su alrededor y todo fue un sinsentido: Detrás del manto de polvo podía ver a la muchedumbre corriendo y aullando despavoridos. Los relámpagos sonaron aún más atronadores y mientras algunos recordaban más al reverberar de las espadas al viento, otros se asemejaban a alaridos de guerra. Entre el caos, Jerónimo se acercó a la zona del impacto sintiendo que a cada paso el sabor dulce del mate del tren, se volvía agrio al llegar a su estómago; a cada paso parte de su espíritu también moría. Él estaba ahí, tendido, con la poca luz que le quedaba, embarrado de calle. Su espada aún flameaba sobre el puesto de diarios. Poco a poco su belleza se corrompía, se hacía humana. No respiraba… durante un breve instante se preguntó si alguna vez lo habrá hecho. Intentó tocarlo, pero un respeto arcano se lo impidió. Se tocó una mejilla y la primera lágrima llegó a su mano. Entendió en ese momento que ya no importaba qué fuera a hacer. Ya no había en su espíritu, valor, consistencia, ni gracia. Todo se volvió gris... verdadero gris. La Tierra comenzó a temblar nuevamente. El cielo sólo se apagó y comenzó a llorar. El batir de cientos de alas retumbo en los alrededores…y a Jerónimo Pisman dejó de importarte todo, hasta el mismo. Fin.