Manual de Uso Cultural 22

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Tema del mes Yasujiro Ozu 04 Cine ‘El fuego fatuo’ de Louis Malle 12 Televisión ‘Freaks and Geeks’ 16 Música 'Swo rdfishtrombones' 20 Literatura Anthony Burgess 24 Arte Hilma af Klint 28 El Cierre 32 Asociación Think Again / Edición Miguel Pradas, Jesús Peña, Sergio Sánchez / REDACCIÓN Sergio Sánchez (sermi19.com) / Diseño / colaboradores Irene Urbano, Marisa Carmona, Emilio Perianes, Rafael Malpartida Tirado, Antonella Montinaro, Fran Sánchez, Tom J. Manning, Estanislao M. Orozco, María José Moreno, Isabel Moreno Caro, Isabel Bono, Francis Moriel, Esther Gómez Cáceres, David Dueñas, Manuel España Arjona, Carmen Alcaraz, Juan Jesús Millán, Noelia Rosa Márquez, Marta García Villar, Daniel Espinar MA 3069-2009 / depósito legal 2171-3979 / ISSN / contacto manualdeusocultural@gmail.com / Miguel Pradas (666 701 142), Jesús Peña (645 623 693)

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la televisión produce cien millones de tontos

POR ANTONELLA MONTINARO.

'Ohayo' absorbe en una manera genuina la metamorfosis de las costumbres y el paso del tiempo, es un testimonio casi una estampa de la sociedad nipona de la década de los cincuenta, donde impera la modernidad, mezclando elementos cómicos con detalles sutilmente dramáticos y la rutina de lo cotidiano. Ozu presenta en esta ocasión una comedia popular y aparentemente ligera, que trata de un Japón modernizado y con gran influencia americana. La película sin embargo analiza las relaciones afectivas y la evolución de la sociedad acercándonos con una profunda sensibilidad a la cotidianeidad de la familia y a sus rituales casi litúrgicos, en una temporalidad intensamente japonesa y al mismo tiempo universal. La trama se sitúa en un barrio residencial, una comunidad en la que todo el mundo se conoce. Donde se cotillea que la presidenta de la comunidad de vecinos se queda con las cuotas para

comprarse electrodomésticos y donde los niños prefieren pasar las tardes viendo la televisión antes que hacer los deberes. Los hermanitos que visten igual hacen la promesa de guardar silencio como reclamo a sus padres por tener una televisión propia. La huelga de palabras de los niños contrasta con el constante parloteo vacuo de los adultos, que hablan mucho pero no dicen nada. Encontramos el motor argumental de la película en el contraste entre la palabra y el silencio, entre la cortesía de los adultos y la espontaneidad de los niños. La película cuestiona sobre su presente a través de los pequeños detalles cotidianos, como puede ser el saludo de cortesía «ohayo» («buenos días»), que en su repetitividad nos revela de forma inexorable el fluir del tiempo y el reflejo del concepto familiar japonés, un modo de vida que todavía nos sigue fascinando.


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Memorias de un (pequeño) inquilino

POR MARÍA JOSÉ MORENO.

Desde los escombros del Tokio de posguerra, 'Memorias de un inquilino' ('Nagaya Shinshiroku', 1947), más conocida en España como 'Historia de un vecindario', rememora de forma admirable una semana en la vida de Tane y Kōhei como un hermoso cruce de caminos. Si a la huraña Tane le hubieran contado semanas antes que un pequeño inocente de semblante afligido, preocupado en reunir clavos y colillas para su padre, iba a despertar su instinto maternal no les hubiera creído. Mucho menos que aceptaría darle cama y cobijo y, días después, adoptarle como hijo. A través de este cuento moral Ozu expresa su preocupación ante el individualismo en que se sumió el pueblo japonés tras el horror de la guerra. La posibilidad de redimir a una sociedad ensimismada en su realidad e indiferente al dolor ajeno gracias a la candidez del pequeño inquilino quien de forma espontánea

conquista el corazón de la fría Tané, reflejo y símbolo del nuevo Japón. Yasujiro Ozu convierte la técnica en poema, fija la cámara en largos planos donde transcurre la pulsión de la vida cotidiana, el lento devenir de los días o las tediosas rutinas domésticas retratadas a modo de imágenes descriptivas. Sin embargo, el virtuosismo del maestro no queda únicamente en la forma, la utiliza en provecho del mensaje tácito desde donde mira al ser humano, a través de la paciente lente capta poco a poco guardando las distancias. Ama y respeta a sus personajes permitiendo que la cámara respire en silencio la ternura contenida en las secuencias, sin maniqueísmos ni ornamentos accesorios. Me parece encomiable que solo doce días de escritura de guión –según Bordwell– hayan culminado en esta bellísima película perfectamente contada. Por eso, no puedo estar más en desacuerdo con quienes la catalogan de obra menor.


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HAN TENIDO QUE ABRIRSE LAS PUERTAS DEL CIELO Han tenido que abrirse las puertas del cielo, de la nube digital, para poder entrever la gloria celestial y recobrar el tiempo perdido de profesar la fe en el cine de autores como Yasujiro Ozu. Un solo título tuvo la culpa, 'Cuentos de Tokio', que figuraba en algo tan ingenuamente respetado para el cinéfilo como es la lista de las diez mejores películas de todos los tiempos. La canónica, elaborada por los críticos de 'Cahiers du Cinéma', que no tuvieron en consideración la recaudación en las salas, los intereses de la industria ni siquiera la posibilidad remota de que nosotros, sus feligreses, pudiésemos contemplarlas. Así quedó 'Cuentos de Tokio', como tantas otras, dando vueltas en la memoria evanescente hasta aparecer un buen día, como maná celestial en la filmoteca casera. A partir de ahí, el flechazo, la historia de amor por un estilo, por un género apto para todas las edades, el melodrama contenido en todas y

cada una de las películas de Yasujiro, y las andanzas, tan compartidas entre sus personajes y el espectador, quien, indefectiblemente, termina convertido en uno de ellos. Periódicamente algún amigo me hace ver que ha descubierto un director desconocido, Ozu, y se ha sentido en la necesidad imperiosa y urgente de ver todo su cine. Me surge siempre la sonrisa interior, doble en este caso, por compartir esa felicidad, esos noventa minutos repetidos tantas veces como uno pueda, y por el inmenso número de películas que ha firmado el maestro, desde las postrimerías del cine mudo hasta los albores del technicolor. Reconozco que durante un tiempo, decidí colocarlo en el altar con otros tres santos de mi devoción, Renoir, Ford y Buñuel, pero lo cierto es que Yasujiro sigue en la tablilla central, con grave riesgo de que el templo termine a su nombre. Excelsa candidatura.

Ni el blanco y negro, gris sucio antes de las remasterizaciones, ni las extrañas ropas que visten los actores y actrices, tan ajenas a las tradicionales niponas como en sus amagos de incipiente occidentalización, ni tan siquiera la austeridad evidente en producciones destinadas a rellenar las horas y las tardes en los cines del Japón de posguerra. Ni la apenas media docena de actores utilizados, casi siempre los mismos, y en idénticos papeles. Ni la cámara fija en interiores cuadriculados, en hogares con paredes de papel de bambú, puertas correderas y escaleras que sólo tienen su función primigenia en el medio de donde surge el cine de Yasujiro, el teatro. Ninguna de esas aparentes limitaciones nos impide zambullirnos placenteramente en un escenario obsoleto de fotonovela exótica. Los insertos neorrealistas que muestran la desnudez del suburbio cuando todas las ciudades eran un gigantesco suburbio, los cables


eléctricos y el humo del tren que se aleja marcan con absoluta precisión los tiempos de los cuadros, las escenas y los actos de la función, como en el teatro. Todo ello no hace otra cosa que resaltar magistralmente las historias cotidianas de esos personajes. La madre perfecta, omnipresente en su ausencia, las hijas y sus vicisitudes preconyugales, tan de Jane Austen ellas, que te hacen sucumbir en las redes de ese género imperecedero, el drama sentimental. Perfectamente acompañadas por sus parejas futuras, frustradas o pretéritas, mientras los parientes, vecinos y, sobre todo, los amigos del padre, cierran el círculo de afecto y solidaridad de esa institución intemporal llamada familia. Constelación humana que gira alrededor de un astro muy especial, de un personaje afable, humilde hasta la modestia, parco en palabras y de sonrisa tan exuberante como perenne, tan natural como sincera: el padre. Es Chishu Ryu, quien personifica con un frugal aditamento, bigote y taza de sake, la fusión entre Oriente y Occidente, a la vez que muestra el poder que la economía de gestos tiene a la hora de crear un personaje que se nos vuelve tan entrañable como su familia, como su mundo, como el cine de Yasujiro Ozu, que define perfectamente el significado de esas dos palabras, cine de culto. Imposible no rendir culto, no volverse feligrés apasionado de sus películas. | Emilio Perianes | Pieza gráfica: Irene Urbano


08 ' Cuentos de tokio'

memoria del desencanto Con una línea argumental bastante adelgazada y carente de sobresaltos, cabe cuanto menos preguntarse qué es lo que hace de 'Cuentos de Tokio' una de las películas más elegantes y conmovedoras de la historia del cine. Dirigida por Yasujiro Ozu en 1953, la cinta, si bien por un lado ofrece un cuadro genuino y peculiar de la idiosincrasia cultural nipona de posguerra, y lo hace huyendo de los estereotipos que esperaría un espectador occidental, por otro trasciende lo particular brindando una visión realista y dolorosa de la existencia, de la vida como viaje, con sus decepciones y mudanzas; eso sí, 'Cuentos de Tokio' no deja de presentar un didactismo muy nítido, pues si hay un mensaje claro en la película este es el de que los mayores merecen respeto, y que los hijos deben ser considerados con sus padres mientras estos vivan. El viejo matrimonio formado por Hirayama Shukichi y su esposa Tomi, residentes en Onomichi (Hiroshima), decide viajar a Tokio a visitar a sus hijos adultos, encontrándose con que estos llevan unas vidas demasiado ajetreadas para atenderles, de modo que Koichi, el hijo pediatra, y Shige, la hija peluquera, resuelven sufragar los gastos para enviar a sus padres por unos días a un ruidoso balneario en Atami. Al regresar a Tokio exhaustos, tan sólo Tomi parece augurar que el final de su vida está próximo, y que éste ha sido un viaje de

despedida. A nivel espacial, 'Cuentos de Tokio' entrega a través de sus imágenes una impresión de continuidad e invitación a la contemplación. Por otro lado, en términos narrativos, un recurso habitual de Ozu será la elipsis, como cuando al final de la película, en el regreso del viejo matrimonio desde Tokio a Onomichi, Tomi se pone enferma en el tren y el espectador no tiene noticia visual del suceso, enterándose de este acontecimiento por una carta que recibe Koichi. Otro elemento recurrente en 'Cuentos de Tokio' es la intercalación de imágenes transicionales para la recreación estética, que a veces están cargadas de simbolismo y se repiten; imágenes del cielo nuboso, del puerto de Onomichi, lámparas de papel o ropa blanca tendida, contrastan con estampas urbanas que aluden a la fealdad del progreso, especialmente las columnas de humo de una fábrica, los tendidos eléctricos, o los disformes edificios tokiotas; y es que en la película subyace cierto enaltecimiento de la vida rural y sencilla, frente al aturdimiento metropolitano. Una de las escenas más bellas de 'Cuentos de Tokio' sucede cuando Tomi y Shukichi se encuentran en Atami sentados en el malecón de espaldas al espectador contemplando el mar; esta estampa de tono existencial recuerda a algunas de las obras del pintor romántico Friedrich, imágenes de las que mana


una bocanada de la soledad del hombre frente al universo, de la autoconciencia que se diluye ante la inmensidad y de la serenidad de la muerte que da la espalda a la vida en un proceso eterno; no sólo esta, sino otras muchas secuencias de 'Cuentos de Tokio' conectan con el Budismo Zen, profundamente arraigado en la cultura de Ozu. Los personajes femeninos en Tokyo Story son poderosos, y pese a sus rasgos maniqueos resultan verosímiles; la abuela Tomi, su nuera viuda Noriko, la única que dedica tiempo a los ancianos para enseñarles Tokio, y Kyoko, una hija maestra, son mujeres íntegras, profundamente compasivas y bondadosas en discrepancia con Shige, la hija egoísta, ingrata e irrespetuosa hasta el paroxismo, que comparte personalidad con los nietos del matrimonio y en cierta medida con los hijos varones, Keizo y Koichi, también marcadamente individualistas; y frente a ellos la humildad del padre, Shukichi, al que le gusta beber sake. Los padres están tan profundamente desencantados con sus hijos como los hijos con sus padres. 'Cuentos de Tokio' es una película que no pasará nunca de moda, llena de nostalgia y melancolía, pero que no cae en el melodrama. Una obra de arte tierna y poética, que nos recuerda que la vida es cíclica, que es un proceso de cambio, y que reclama que nuestra ética no caduque, que se yerga como el bambú en el psicótico mundo en el que vivimos. | Isabel Moreno Caro | Pieza gráfica: Tom J. Manning


10 ' ' y ' El comienzo del verano' ' Primavera tardia ' casa a Noriko A ver quien Si el lector observa y escucha a Setsuko Hara en una película de Ozu –y no digamos de Naruse– solo unos minutos, fuera de contexto, tal vez piense que es una pava de tomo y lomo, con esa eterna sonrisa y voz dulzona. Pero estoy seguro de que si le da una oportunidad y se deja llevar por su peculiar magnetismo fotogénico, comprenderá al menos dos cosas: en primer lugar, puede que encarnara un arquetipo, el de lo que aquí llamaríamos 'la solterona', pero gracias a la finura de Ozu, que gustó tanto de jugar a las persistencias con leves variaciones a lo largo de su nutrida filmografía, como rizando el rizo sobre unos mismos temas recurrentes, cada personaje –incluso adoptando el mismo nombre, Noriko– contiene suficientes nuevas trazas y resulta realmente atractivo; en segundo lugar, sus delicadas maneras y su trato cordial son la mejor manifestación externa para ese celibato 'sin estridencias', bien asumido y tenazmente defendido. Para que el lector me entienda: no hay aquí nada de tías Tulas, con su carga de represión sexual. Lo que las espléndidas 'Primavera tardía' (1949) y 'El comienzo del verano' (1951) postulan son dos formas de soltería sólidamente definidas y adoptadas desde el ámbito de la libertad de elección, sin las nefastas intromisiones de la moralidad religiosa que a nosotros nos es tan familiar. Eso es lo que caracteriza justamente a esos personajes femeni-

nos, frente a la obsesión de parientes y amigos por encontrarles marido. En la primera de ellas, se trata de la resistencia de Noriko a abandonar a su padre viudo, pese al contumaz celestinaje de su tía, que le ofrece al candidato ideal, y la más plácida recomendación de su mejor amiga y de su propio ascendiente para que vuele del nido. Aquí Ozu reeduca nuestra mente occidental y la limpia del automatismo freudiano, pues incluso en la memorable secuencia del teatro No, con la hija cambiando radicalmente el gesto cuando ve cómo su padre y su posible pretendienta se saludan, los celos están despojados de todo componente sexual: lo que sucede a Noriko es que siente un extraordinario afecto hacia él y que esa convivencia (ahora amenazada por una mentira piadosa) le atrae más que la conyugal. Que finalmente confiese haber aprendido con ese proceso, el de la aceptación serena de que padres e hijos deben separarse por una ley natural, como su progenitor (el entrañable «hombre tranquilo» del cine japonés, Chishu Ryu, otro habitual de Ozu) le dice en un precioso diálogo, demuestra que la plantilla edípica hemos de guardarla en esta ocasión. Y en 'El comienzo del verano', más amable pero menos conmovedora que la anterior, la negativa de una nueva Noriko a casarse procede de que vive en plena armonía con su familia y de que,


justamente al contrario que en 'Primavera tardía', donde a veces parece un tanto mojigata, presenta una actitud que podríamos denominar 'moderna', como le reprocha repetidamente su hermano (otra vez Chishu Ryu, pero en un registro muy distinto), y solo el sueño en voz alta de una madre (¡qué hermosa idea!) será el que quiebre su determinación. También en la más célebre 'Cuentos de Tokio' hay otra Noriko interpretada por Setsuko Hara que, tras quedar viuda prematuramente, desecha la posibilidad de nuevo matrimonio, lo que la define como personaje, el más noble entre tanta mezquindad. Y si el lector quiere más de lo mismo a un altísimo nivel, apresúrese a ver otras dos joyas de Ozu: 'Otoño tardío', con un divertido trío de casamenteros de pacotilla, y 'El otoño de la familia Kohayagawa', ambas con operaciones idénticas como eje argumental: hallar esposo idóneo para Akiko (ahora con la gran actriz, más entrada en años pero igualmente bellísima, como viuda) y para su hija Ayako en la primera y su hermana Noriko en la segunda (encarnadas por una deliciosa Yoko Tsukasa). Y es que Ozu es el más sorprendente de los cineastas cuando se comprueba que su tapiz artístico es una suerte de palimpsesto fílmico donde las huellas de la anterior obra emergen sutilmente. Jugar a encontrarlas es uno de los más fascinantes ejercicios cinéfilos. | Rafael Malpartida Tirado | Pieza gráfica: Sergio Sánchez


Cine

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louis malle y entrar en la vida «Nada, nada». Así responde el escritor depresivo y ex alcohólico (Alain Leroy) que encarna Maurice Ronet, en esa obra maestra de una existencia desechada que es 'Le feu follet' ('El fuego fatuo'), cuando le preguntan qué pasará ahora que está recuperado tras un internamiento de cuatro meses. El día a día del enfermo es ordenado, simple, pero cuando se diluye uno tiene que entrar, de nuevo e inevitablemente, en la vida. Louis Malle estrenó esta crónica de la desesperanza en 1963, hace justo treinta años, adaptando una novela corta de Pierre Drieu La Rochelle, que se inspiró en el tormento de un amigo, el poeta Jacques Rigaut. Una fecha rotulada en el espejo que no cambia ante el tedioso discurrir

del protagonista, fotos que evidencian tiempos mejores, recortes de prensa que hablan de amor y muerte, y finalmente un escrito que se nos presenta con aroma a despedida. «Son como los poemas: casi todo el mundo intenta alguna vez escribir una carta de suicida»: así lo contaba John Self, ese personaje que viene al pelo y que se mezcla con Martin Amis en 'Dinero', eterno adicto y provocador. «Terminamos esa carta y luego continuamos nuestro viaje a través del tiempo», decía. Un tiempo que aquí, para Leroy, parece materializarse en una cuenta atrás: es como salir de un infierno para sumergirse en otro. Todo ello lo refleja Malle en veinte minutos con un discurso de apenas



14 un puñado de palabras, aunque con la arrebatadora presencia de Erik Satie, al mismo tiempo delicioso acompañante y prologuista ideal de episodios trágicos. Malle vuelve a contar aquí con Maurice Ronet para su papel protagonista, tal y como hiciera seis años antes en su extraordinario debut como director: 'Ascensor para el cadalso'. Ronet, también estupendo acompañante del Alain Delon estelar de 'A pleno sol' (René Clément, 1960), compone de nuevo en 'El fuego fatuo' un personaje en blanco y negro, de miradas opacas y sonrisas repletas de ambigüedad. Sólo hay que presenciar al inicio del metraje cómo Maurice Ronet / Alain Leroy observa a esa amante que poco después sería rechazada, es un momento de silencio en el que se expresa todo: una falsa intimidad, un gesto vacío de ternura, una pose nostálgica que conduce irremediablemente a la nada. «No hay nada más antiguo que un periódico de ayer», dijo hace tiempo Manuel Alcántara, y Leroy parece uno de esos periódicos, estéril, «Leroy es un personaje de renacimiento de miradas opacas y imposible. sonrisas ambiguas» «Hay que hacer salir lo que se tiene dentro», le confiesan al protagonista en su vorágine de desesperación. Le hablan de aquello que surge de las pasiones de los hombres –«las ideas, los dioses»–, de cuando se gritaba por Argelia, de cuando no sorprendía tocar el sol con

la mano. Pero él se fue a Nueva York por amor y su compañero de cruzadas sólo parece «un pequeño burgués resignado» ahora que está de vuelta y la juventud se ha evaporado. En este momento únicamente ve mediocridad, pero, quizá, esa mediocridad existió siempre a su alrededor: «Empecé por esperar a las cosas bebiendo. Y después me di cuenta de que había pasado mi vida esperando». Malle radiografía a través de su personaje un mundo sombrío, donde se reniega de la luz porque quema los ojos. Leroy inicia una aventura de reconexión e intenta refugiarse en los ejes de un plácido pasado. «Sigues inmerso en tu adolescencia. Es de ahí de donde viene tu angustia», le dicen. Pero es difícil ser un hombre, y así lo comprueba de primera mano: aquella chica repleta de vitalidad que ahora es incapaz de escapar de una comuna macilenta, hasta arriba de bustos, cuadros y drogadictos que acogen montañas de polvo –«no sois más que formas vacías»–; aquellos hermanos que perseguían sueños de 'primaveras árabes' y ahora medran en su profesión de disidentes practicando «deportes de invierno» en España con el horizonte del franquismo. Diez años después, todo ha permanecido inmóvil, ajeno al abrazo de la madurez; un mundo estanco, asfixiante, como para perder la paciencia. «No estoy ido», diría Leroy, «pero voy a irme». | Miguel Pradas | Pieza gráfica: Fran Sánchez


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‘RUSH’

‘Broadway danny rose’

'GRAVITY'

Hay frases recurrentes. La de este texto es «¿Por qué vine yo a ver esta historia?», aunque también sirve la de «alguien debería decirle a Daniel Brühl que más vale hacer una película buena, que diez malas». Y mira que me gustó en 'Malditos Bastardos'. 'Rush' (Ron Howard, 2013) no tiene nada que ver, sin ser la de Tarantino una obra maestra. Gastadas las dos horas que dura el enfrentamiento Lauda-Hunt, la sensación es que el film no es más que un pseudo-documental poco inspirador. El personaje del hispanoalemán es demasiado plano (el doblaje, pésimo) y Chris Hemsworth no cumple con las expectativas, como tampoco lo hizo en 'Thor'. Todo es consecuencia de un guión que se diluye en el angustioso paso por el hospital del campeón austríaco y en el rugido de unos bólidos que nos recuerda lo peligrosa que fue la Fórmula 1. | Jesús Peña

Para Woody Allen, la década de los 80 resultó un constante goteo de protagonistas geniales, en el que es imposible no destacar a Danny Rose, mítico representante de artistas desastrosos. Un bailarín de claqué de una sola pierna, un xilofonista ciego, un dúo de ancianos que hacen figuras con globos: todo un muestrario freak de personajes adorables define a Rose, interpretado por el propio Allen. «¿Puedo introducir un concepto en esta coyuntura?», repite una y otra vez en el lío permanente en el que se sumerge. Sin embargo, se le presenta una oportunidad para escapar de la mediocridad: uno de los artistas olvidados a los que representa se pone de repente de moda. «Fama, fortuna y fuerza», recita Rose a sus representados antes de cada actuación, aunque supiera que triunfar nunca fue sencillo. | M. Pradas

Construir con el silencio, en el espacio ingrávido en el que flotan los sueños y las pesadillas hasta formar un todo que consigue obrar la increíble magia del cine. Alfonso Cuarón ofrece probablemente la mejor apertura del Festival de Venecia de los últimos años con un film que, prácticamente sin argumento ni personajes, logra sumir al espectador en una aventura estelar que es a la vez íntima y global, estruendosa y callada, sublime y atómica. Pese a «Cuarón sume al la excepcional fotografía ajustada espectador en una al milímetro por Lubezki y el guión aventura sublime» de los hermanos Cuarón, 'Gravity' enamora por su excelente juego de sonido, la recreación de las escenas a través del ritmo de la respiración de la protagonista; el ruido y la ausencia; los detalles que deleitan y son capaces de transportarnos desde nuestras butacas terrestres a la agónica inmensidad del espacio. 'Gravity' es la prueba de que el cine en estado puro no está reñido con las masas. O tal vez sí. Juzguen ustedes mismos, pero no se la pierdan.

Ron Howard, 2013

Woody Allen, 1984

POR CARMEN ALCARAZ.


Televisión

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La frágil liminalidad de Lindsay Weir I don't give a damn 'bout my reputation. You're living in the past, it's a new generation. A girl can do what she wants to do and that's what I'm gonna do. (Joan Jett)

Todas las culturas poseen ritos de tránsito que canalizan el paso de una etapa a otra, de un estatus a otro. Y en todas adquieren especial importancia aquellos relacionados con la división de las edades del hombre en el seno de la sociedad que lo acoge. Estas pautas rituales –bautizos, novatadas de fraternidad, enlaces, etc.– presentan tres fases: separación, liminalidad e incorporación. Y de estas es la liminal la más interesante. Pues se trata del periodo entre estados, el limbo durante el cual las personas dejan un lugar pero aún no han entrado o se han unido al siguiente.

Cualquiera que haya abandonado su niñez y se haya asentado en la edad adulta, debe haber pasado obligatoriamente por ese efervescente tránsito que le supuso la adolescencia. En relación con esto, no sería un elogio hueco decir que pocos productos televisivos han reflejado esta complejidad liminal de la adolescencia como la serie de culto de la HBO 'Freaks and Geeks' (1999-2000). Con tan solo una temporada, pues la producción quedó lamentablemente truncada, su creador Paul Feig encandiló al público con un discurso inteligente e irónico, poco dado a encasillar a sus personajes y divertidamente ambiguo. Brevemente, pues aclarar los términos del título se apremia indispensable. Los freaks no calzan con lo que actualmente



18 se suele entender por el anglicismo 'friki', 'extravagante', 'rarito'. Tampoco con su acepción primaria de 'monstruo', 'aberración de la naturaleza', que bien puede ejemplificarse con la excelente cinta 'Freaks' (1932) de Tod Browning. Más bien habría que relacionarlos con los T-Birds, esa pandilla ochentera liderada por Travolta en 'Grease' (1978), la de actitud chulesca, gomina, coches tuneados y chupas. Y al otro lado los geeks, curiosamente más afines a nuestro término 'friki', y a los que puede vinculárseles los adjetivos: empollones, debiluchos, santurrones, nerds. Entre esos dos grupos –'Freaks and Geeks'– de fronteras difusas y nada sólidas, comienza su adolescencia la joven Lindsay (Linda Cardellini). Su liminalidad, en la que se centra el grueso del serial, está marcada por la muerte de su abuela. Este trago funesto la empuja a reencontrarse y redefinir qué imágenes de sí misma habrá de configurar su futura madurez reconocida, institucionalizada socialmente. Y la tarea es ardua por dos motivos. En su nueva andadura provisional trata de separarse de una niñez marcadamente geek. Su pasado la delata y la incomoda especialmente. Sus anteriores amistades son abiertamente puritanas, su habitación es un escaparate de premios ganados en maratones de matemáticas, sus padres son simpáticas caricaturas de la clase media tradicional y ochentera estadounidense, su hermano y su escasa pandilla son geeks de manual. Huir de esto es poco menos que evitar

su sombra. Y muchos de sus intentos para integrarse en los freaks son vistos como imposturas irritantes para estos, preocupantes para los geeks e inocentes para el espectador. Lindsay, ¡la celebrito del instituto!, viste ahora chaqueta militar, organiza fiesta cerveceras, hace novillos, trafica exámenes, experimenta el sexo, las drogas, la adrenalina de las gamberradas. Al fin su esmerado esfuerzo logra la recompensa: consigue hermanar su adolescencia con la de los freaks. Pero esta integración es frágil y se va agrietando con el fluir de los capítulos. Lindsay, más empática y perspicaz, percibe en las etiquetas una provisionalidad bastante líquida. Los freaks, cuya crispación con los geeks oculta a veces un desfavorable contexto socioeconómico, son iguales o más vulnerables que estos últimos. Y el pavonearse, manipular a los otros o el acoso light son únicamente estrategias de supervivencia. Ambos comparten miedos y sueños frustrados, mal les pese, pues ambos anda subidos al mismo carro. Todo aquel que disfrute de la TV ha de darse el capricho de visionar alguna vez en su vida 'Freaks and Geeks', no solo por su excelente vivero de actores (James Franco, Jason Segel, Martin Starr), sino por el magistral poso que deja tras haberla deleitado, a veces fresco y amargo, a veces conmovedor y tierno, existencial, nostálgico. | Manuel España Arjona | Piezas gráficas: Juan Jesús Millán


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‘FIREFLY’

‘Sports Night’

Segundas oportunidades

Joss Whedon, 2002 Fox, 1 temporada

Aaron Sorkin, 1998 ABC, 2 temporadas

POR FRANCIS MORIEL.

El guionista de ‘Toy Story’ y creador de ‘Buffy Cazavampiros’ llevó a la pequeña pantalla una producción de ciencia ficción que se ha convertido con los años, según dicen los críticos y telespectadores, en una de las historias más relevantes dentro del género. Tras ser cancelada abruptamente después de catorce episodios, se puso fin a su historia con una película (‘Serenity’). Política intergaláctica y un profundo trasfondo moral centran esta minusvalorada ‘Firefly’.

Antes de ‘The Newsroom’ y antes de la gran ‘El Ala Oeste de la Casa Blanca’, Aaron Sorkin se embarcó en la historia de los presentadores y el equipo de producción de un programa deportivo, serie que conforma la antesala perfecta para aquellos espectadores que adoran el trabajo del guionista neoyorkino. Andan por ahí un tal Peter Krause (Nate Fischer en ‘A Dos Metros Bajo Tierra’), Felicity Huffman (‘Mujeres Desesperadas’) y Josh Charles (‘The Good Wife’).

Tras 26 años en antena, Doctor Who, la serie de la BBC que narra la historia de un viajero del espacio-tiempo a bordo de una cabina de policía de color azul, llegó a su límite. Icono de la ciencia ficción televisiva durante la segunda mitad del siglo XX, el nuevo milenio le dio una nueva oportunidad que supo aprovechar adaptándose a los tiempos actuales, logrando un gran nivel de crítica y público que muchos desearían para sus producciones. Pero «El piloto de Doctor ésta no fue la única segunda oportunidad que Who pasó totalmente tuvo Doctor Who para sobrevivir estos 50 años inadvertido» que celebra con tan buena salud, pues el capítulo piloto sufrió las consecuencias informativas del asesinato del presidente norteamericano JFK el día antes de su emisión (22/11/1969), lo que hizo que el estreno pasase totalmente inadvertido. Por fortuna, los directivos de la cadena tomaron la sabia decisión de reestrenar el episodio y con él toda una leyenda de la pequeña pantalla británica y mundial.


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la intensidad del trago corto La llegada de 'Swordfishtrombones' supuso bastante más que el octavo disco de estudio del incombustible, irreverente y muchas veces incomprendido genio de Pomona. Algo había ocurrido en su interior y de manera consciente o no iba a destapar la caja de Pandora. Con este álbum, Tom Waits encaraba la década de los ochenta dispuesto a romper con todo. Sin hoja de ruta alguna alumbró durante aquellos años una trilogía maravillosa que formaron el mencionado disco junto a la obra maestra 'Rain Dogs' y al broche de lujo que llegó de la mano de 'Franks Wild Years'. Los siete trabajos anteriores quedaron anclados en una etapa que ya no volvería, el crooner de los excesos había

quedado atrás y el nuevo Tom Waits huía hacia delante, a pasos agigantados intentando despistar a su propia sombra. No sólo cambió de discográfica dejando la americana 'Asylum' para aterrizar en la inglesa 'Island'. Hubo algo más que una ruptura física con la llegada de la citada década. Para muchos la irrupción de Kathleen Brennan en su vida fue el interruptor que accionó todo lo que llegaría desde entonces y muchos de sus más fieles seguidores se sintieron un poco huérfanos con el cambio radical que se materializaba. Pero si algo ha quedado claro con el paso de los años es que la llegada de Kathleen fue una tabla de salvación para Tom. Sea como fuere y centrándonos en



22 'Swordfishtrombones', nos deslizamos en su escucha a través de un tobogán vertiginoso poblado por acordes arañados a los más inverosímiles instrumentos. La base instrumental que había dado forma a sus anteriores trabajos, el clásico trío compuesto por guitarra, bajo y piano se vio, de pronto, acompañado y reforzado por toda suerte de objetos a los que, de una u otra forma, se les pudiese sacar algún tipo de sonido. Marimbas, gaitas, sierra de arco, frenos de tambor, ollas, sartenes, una silla, trompetas, saxofones y un largo etcétera, sazonados con el aderezo que cohesionaría toda esa aparente locura que no fue otra cosas más que la endiablada e hiriente voz que nacía de esa garganta ajada que parecía dar cobijo al viejo motor de un tractor. La intensidad del disco no radica únicamente en la extravagancia de su sonoridad. El escaso minutaje de los temas que lo componen fue otro de los puntos, que en su momento, sorprendió a propios y a extraños. Waits es intenso hasta la mínima expresión poseído por un anhelo que lo impulsaba a «Actúa como un ávido sacar las cosas observador que amasa de dentro a la lo cotidiano a su antojo» mayor rapidez posible, como si anduviese temeroso de retener ese torrente por más tiempo de lo absolutamente indispensable. A la hora de dar forma a las letras actúa como un ávido observador que otea lo cotidiano para amasarlo a su antojo y adaptarlo a su propia visión del mundo,

una visión de la que, en la mayoría de los casos, no es más que un mero espectador que alberga la habilidad de separar la paja del grano haciendo uso de su particular y especial tamiz. Que la fuerza del álbum reside en su globalidad, en ese cajón oscuro, denso y jalonado de una cierta peligrosidad –por la facilidad que tiene de atraparte y llevarte a rincones poco transitados del propio yo– es algo que no escapa a nadie. Pero no podemos obviar que en él se esconden algunos de los temas más logrados de Waits, gemas que no han dejado de brillar durante años. Ahí están canciones como 'Underground', con la que sientes que tras un mal sueño se abren las puertas del infierno; 'In the Neighbourhood', donde lo cotidiano se transforma en hiriente irrealidad; 'Down, Down, Down', que te impide controlarte mientras su autor muestra su lado más crooner; y la eterna y pura 'Soldier’s Things', que lleva treinta años mostrando su candidatura a ser una de las mejores canciones que se hayan escrito jamás. Nos encontramos ante un trabajo intenso, atípico y forjado a contracorriente. Pero nacido de lo más profundo de su autor, de una honestidad sincera que en ocasiones nace de los márgenes más lejanos y olvidados del propio yo. Un disco que no ha perdido vigencia durante las tres décadas que ya lleva a su espaldas y que es parada obligatoria para todo aquel que quiera asomarse al mágico y especial universo de Tom Waits. | David Dueñas


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'LA LEYENDA DEL TIEMPO'

'ABOVE'

Mad Season, 1995

POR MARISA CARMONA.

Los años setenta fueron una década prolífica para la música española, y en gran parte se debe a la salida al mercado de esta obra de arte que constituye uno de los pilares fundamentales de la historia del flamenco, la cual no se entiende sin 'La leyenda del tiempo', que Camarón vino a rescatar tras quebrarse trágicamente la voz del poeta Federico García Lorca. Con letras también del productor sevillano Ricardo Pachón y de Kiko Veneno, entre otros, los diez temas del álbum recorren la bulería ('Romance del Amargo', 'Homenaje a Federico', 'Viejo mundo'), la rumba ('Volando voy') o el cancionero popular 'La Tarara'). Con Tomatito y Raimundo Amador a la guitarra, Camarón sintetiza aquí una visión muy contemporánea del flamenco, digna de estudio y alabanza. | Sergio Sánchez

El primer y único disco de Mad Season, conjunto estelar que acogió a Layne Staley –frontman malogrado de Alice In Chains, alma extraviada paralelamente a la de Kurt Cobain–, Mike McCready –guitarrista de Pearl Jam–, Barrett Martin –batería de Screaming Trees– y John Baker Saunders –bajista de The Walkabouts– resultó ser una rareza maravillosa, vía de escape para artistas que querían experimentar otros sonidos en formaciones distintas. Sin 'Above' nunca hubiéramos podido disfrutar a un Staley tan arrebatador como el de 'Wake Up', 'River of Deceit' o 'All Alone'. Hace apenas unos meses se reeditó este disco con la antológica actuación en el Moore Theatre de Seattle en 1995. Era poco antes de que las drogas sepultaran a Staley, para siempre maestro de ceremonias, junto a Jerry Cantrell, de 'Dirt'. | Miguel Pradas

Aunque han pasado muchos años desde su estreno, 'El talento de Mr. Ripley' (1999) es una de esas películas que uno nunca se cansa de ver. Anthony Minghella consigue crear un matrimonio perfecto entre imagen y música, los escenarios del sur de Italia recrean la dolce vita y la banda sonora es simplemente jazz: pasión y cambios constantes. Gabriel Yared compone, para equilibrar la película, una banda sonora elegante con ritmos vertiginosos que acentúan los momentos de intriga. Entre la «Minghella crea un selección de temas encontra- matrimonio perfecto mos conocidas piezas de Guy entre imagen y música» Barker, Miles Davis o Dizzy Gillespie; canciones que nos llenan de vitalidad ('Tu vuo' fa l'americano') o nos muestran la cara melancólica del jazz ('My Funny Valentine'): esta balada mezcla una voz intimista y el sonido más puro de la trompeta, quizás en homenaje al malogrado Chet Baker. Escuchar estas canciones nos trasladan a los años cincuenta, con ellas aprendemos a amar el jazz, y amar aún más el cine.

Camarón, 1979

AMAR EL JAZZ


Literatura

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U N

E N E M I G O

La vida de Anthony Burgess cambió en 1959, concretamente al conseguir la baja por invalidez del Servicio Colonial Británico donde un lustro antes había solicitado empleo como profesor –fue destinado a Malasia primero y a Borneo después–; tenía cuarenta y dos años y el diagnóstico de un tumor cerebral maligno. Así las cosas, regresó a Inglaterra con su mujer, Lynne, y se dedicó a escribir frenéticamente («En un año había completado cinco novelas, relatos cortos, un par de obras de teatro y varios guiones para programas de radio») como si hubiese interiorizado hasta sus últimas consecuencias lo que afirma Unamuno en 'Cómo se hace una novela': «La literatura no es más que muerte». Sin embargo, pronto quedó en evidencia que su final no estaba tan próximo

I N T R A T A B L E como se suponía, lo que no mermó su dedicación a la escritura, pues Burgess pensaba que «el ser escritor requiere una práctica continua; siempre es más difícil poner en marcha un motor cuando lleva tiempo apagado. Ahora tiendo a publicar una novela por año, que combino con trabajos académicos de temas diversos (filología, música o literatura). Encuentro que escribir un libro académico de vez en cuando estimula la creatividad». Fruto de esa intensa actividad creadora surgió en 1962 la que sería su novela más famosa, 'A Clockwork Orange', la novela que sin dudas se asocia al nombre de Anthony Burgess en primer lugar. Gran parte de este reconocimiento vino en 1971 cuando Stanley Kubrick llevó esa historia a las pantallas de cine. La película de Kubrick generó fuertes controver-



26 sias, pues muchas voces se alzaron para decir que aquellas imágenes alentaban la violencia. Durante toda la década de los sesenta continuó Burgess con ese ritmo frenético de escritura. Publicó bajo el seudónimo de Joseph Kell dos novelas, 'One Hand Clapping' en 1961 e 'Inside Mr Enderby' (primera de una serie de cuatro novelas sobre el poeta Francis Xavier Enderby) en 1963. También escribió una novela corta 'The Eve of Saint Venus' con ilustraciones del artista australiano Edward Pagram y un estudio sobre Shakespeare titulado 'Nothing Like the Sun: a Story of Shakespeare’s Love Life' En los setenta destacan tres novelas ‘Honey for the Bears’, ‘Tremor of Intent’ y ‘Enderby Outside’. Esta última surgió de las experiencias vividas en los dos viajes que Burgess realizó a Tánger para visitar a Burroughs. En 1980 publicó la que es considerada su obra más conseguida y profunda, 'Earthly Powers'. Fue recibida con grandes elogios por la crítica. George Steiner la describió como «una luz en el panorama literario, un triunfo de la «Escribir a la sombra imaginación y la de James Joyce es una inteligencia que lección de humildad» eleva al género de la novela a la altura del gran arte». 'Earthly Powers' ganó el Premio Charles Baudelaire y el Prix du Meilleur Livre Étranger en Francia (1981). Burgess también era músico y compuso cerca de doscientas piezas musicales durante toda su vida, alcan-

zando repercusión con muchas de ellas. Por ejemplo, su ballet sobre la vida de Shakespeare, 'Mr WS', fue transmitido por la BBC. Además, compuso acompañamientos para textos de T.S. Eliot, James Joyce, D.H. Lawrence y Gerard Manley Hopkins. E incluso se atrevió con el 'Ulysses', pues en 1982 realizó una adaptación musical, titulada 'Blooms of Dublin', de la obra magna de Joyce. El escritor irlandés está muy presente en las páginas de Burgess, como él mismo reconocía: «De alguna forma mi ideal novelístico debe mucho a la influencia, no siempre positiva, de James Joyce, el novelista más innovador que ha existido, quizás con la excepción de Laurence Sterne, por el que siempre he sentido una gran devoción. Escribir a su sombra es una lección de humildad. En su obra veo reflejados la mezcla de talentos y el rechazo al catolicismo que caracterizan a mi propia obra». En los noventa Burgess tenía ya más de setenta años. Por supuesto, siguió escribiendo y publicando. 'Mozart and the Wolf Gang' vió la luz en 1991. En 1993 publicó 'A Dead Man in Deptford’, pero ese mismo año muere, el 25 de noviembre. Vivió, como hemos comprobado, bastante más tiempo del que el diagnóstico de 1959 había pronosticado. Y Burgess no desaprovechó esa larguísima prórroga: escribió desaforadamente porque, como confiesa en sus memorias, albergaba «la esperanza sin esperanza de dominar por fin el idioma, ese enemigo intratable». | Estanislao M. Orozco


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‘REPORTAJES’

‘EL CONFORMISTA’

MONDADORI. 20€. 136 PÁGinas.

debolsillo. 9€. 363 PÁGINAS.

El asfixiante ambiente de la sala del tribunal de La Haya que juzga los crímenes de guerra te recibe. El polvo y la humedad de los campamentos de refugiados de Chechenia te dan la bienvenida. Y un 'intocable' indio se despide de ti escupiendo la realidad del mundo más allá de lo que filtran los medios, de lo que, por cotidiano, hace tiempo que dejó de ser noticia pese al reguero de muerte que sigue dejando a su paso. Con un estilo periodístico emocionante en su sobriedad, y un lápiz agudo capaz de plasmar silencios, miedos y miserias, Sacco narra historias demasiadas veces olvidadas, y acompaña al lector a través de la barbarie humana a contemplar, frente a frente, la culpable ignorancia que cada uno esconde. Un ejercicio de honradez y valentía que debería morar en la mesita de noche de aquellos durmientes a los que no les quita el sueño. | C. Alcaraz

Adaptada al cine de manera magistral por Bernardo Bertolucci en el año 1970, 'El conformista' es un intenso recorrido por la Italia de Mussolini a través de un protagonista de pertinaz melancolía –en la pantalla será recordado con el rostro eterno de Jean-Louis Trintignant– que no encuentra su lugar en el mundo. Con esta novela, Alberto Moravia esbozó hace más de 60 años con el funcionario Marcello un personaje que ostenta vigencia plena, como encarnación de un tipo de ser que se pliega y se somete al poder dominante aún a costa de perder su propia voz. «Cerrado, de humor siempre igual, sin vivacidad si no triste, silencioso»: así se define a Marcello, perfecto componente de la masa, prófugo de las redes de la individualidad y del contacto humano, porción muda y servicial del fascismo. | Miguel Pradas

Joe Sacco, 2012

Alberto Moravia, 1951

D.F.

POR ISABEL MORENO CARO.

Plaza del Palacio de Bellas Artes, cúpulas degradadas supervisan la feria que tiene lugar a sus pies; padrinos arremolinados, críos lamiendo paletas de tamarindo, señoras rollizas que engullen cortezas. Y mi prima la guapa, la del pelo grueso cepillado en crenchas con su noviecito el chulo, se han hecho una foto que enquistan en un llavero. Humo frito. Metro de Hidalgo. Manoseadas en el vagón las masas de paseantes con paquetes, protegiendo de «No entiende palabra, dedos ajenos sus bolsos, y una pero le da un vuelco sonrisa de lata de torso desnuel corazón» do que se abre hueco entre la concurrencia, extendiendo un hatillo sobre el suelo. Está lleno de cristales rotos, no tengo padres, soy pobre, pero honrado. La turista americana no entiende palabra, pero le da un vuelco el corazón cuando contempla entre cuellos tostados la espalda encuerecida que se tira al suelo y reboza su desdicha sobre los cristales; al pasar entre los viajeros pidiendo con un platillo, la extranjera le extiende una estampita con el rostro de Cristo. Amén.


Arte

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la m e´d i u m d e l a rt e a bs t rac to Cuando pensamos en arte abstracto, nos vienen a la mente artistas como Mondrian, Malevich o Kandinsky pero lo que nos ofrece el Museo Picasso de Málaga es la oportunidad de conocer a Hilma af Klint, una desconocida pintora sueca, pionera de la abstracción. Kandinsky se autoproclamó como el primer autor de un cuadro no figurativo, que habría firmado por 1911. «Sí, fue el primero de todos. Por aquel entonces, ni un solo pintor utilizaba el estilo abstracto», afirmó en su correspondencia acerca de este cuadro que extravió durante su exilio y nunca pudo mostrar en público. Pero cinco años antes de este hecho, Hilma af Klint, una paisajista en el Estocolmo de entresiglos, experimentaba en su pequeño estudio con otro tipo de

pinturas, inspiradas por fuerzas ocultas que se manifestaban a través de su trazo. Antes de 1915, había pintado más de 200 composiciones abstractas llenas de círculos concéntricos, óvalos inmensos y espirales infinitas, con las que quería simbolizar la totalidad del cosmos. A finales del siglo XIX muchos artistas sintieron la necesidad de crear un nuevo tipo de arte que asumiera los cambios fundamentales que se estaban produciendo en tecnología, ciencias y filosofía. Las fuentes de las que los artistas tomaban sus argumentos teóricos eran diversas y reflejaban las preocupaciones intelectuales y sociales de la época. La espiritualidad y la teosofía jugaron un papel esencial en el pensamien-



30 to de los progenitores del arte abstracto. Compartieron la creencia común de que trascendiendo lo empírico alcanzarían un mayor conocimiento espiritual. Kandinsky lo llamó 'Innerer Klang', una visión mística de una realidad espiritual superior. Un viaje hacia, en palabras de Kandinsky, «lo no naturalista, lo abstracto, hacia la naturaleza interior». Hilma af Klint también estuvo influenciada por los movimientos espirituales contemporáneos como el espiritismo, el movimiento teosófico y la antroposofía. Los artistas abstractos se interesaron en lo oculto como una manera de crear un objeto 'interior'. Las formas universales que se encuentran en la geometría se convirtieron en elementos espaciales en el arte abstracto y eran, como el color, sistemas fundamentales que estaban por debajo de la realidad visible. La artista formó parte de Las Cinco, un grupo de pintoras que practicaban el esoterismo y el dibujo automático. En estas sesiones el imaginario abstracto de Hilma af Klint empezó a «Pensó que el mundo emerger. Cuando no estaba preparado para entender su obra» pintaba, creía que un espíritu superior, Ananda, hablaba a través de ella. En sus sorprendentes obras, alrededor de 1.000 pinturas y 124 cuadernos, incorpora un intenso lenguaje simbólico capaz de conceptualizar las fuerzas invisibles, tanto del mundo interior como del exterior.

De 1906 a 1915, Af Klint creó lo que se considera el cuerpo central de su obra, Pinturas para el templo, formada por 193 obras. La mayoría de sus pinturas abstractas son diagramas y abstracciones de ideas que representan elementos de un mundo invisible. Sus obras etéreas, caracterizadas por el gran formato, la frontalidad y la frescura, siguen de actualidad hoy en día. Antes de morir, en 1944, Hilma estipuló que sus pinturas no fueran mostradas en público hasta 20 años después de su muerte. Creía que el mundo no estaba preparado aún para ellas. Su propia familia, extremadamente religiosa, no la apoyó y ocultó su legado artístico durante décadas. La primera gran exposición que incluyó su obra se celebró en Los Ángeles en 1986, 42 años después de su muerte. Desde entonces algunas de sus obras han sido expuestas en museos de renombre pero no fue hasta el año pasado cuando se recuperó su legado artístico. El director del Moderna Museet de Estocolmo recibió una gran caja con óleos, acuarelas, estudios botánicos y unos 15.000 cuadernos que documentaban el proceso artístico de la pintora. Todavía se debate el lugar que ocupará Hilma af Klint en la Historia del Arte pero no se puede poner en duda la creatividad de una artista que creó su obra aislada de las vanguardias europeas y que puso su arte al servicio de sus creencias 'más ocultas'. | Esther Gómez Cáceres


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ANTONIO MESONES

JONATHAN MONK

CAC Málaga (hasta 08/12)

POR NOELIA ROSA MÁRQUEZ.

La Galería Alfredo Viñas acoge una nueva muestra del pintor cántabro Antonio Mesones. Sus obras se caracterizan por una creación muy reflexiva que responde a profundas emociones y sentimientos. De la creación del pintor cántabro se ha dicho que es una pintura «tranquila, poética y tenazmente silenciosa como si se percibiera mejor en sentido negativo», pues poco a poco ha ido prescindiendo de elementos formales del lenguaje plástico como la narración o el significado. | G. Alfredo Viñas

El Centro de Arte Contemporáneo de Málaga presenta la exposición 'COLOURS, SHAPES, WORDS (pink, blue, square, circle, etc.)' se pueden ver esculturas, neones, pinturas, dibujos y fotografías. Su trabajo destaca por experimentar con una gran variedad de materiales. En algunas obras, el artista británico se basa en experiencias de su propia biografía y en otras reinterpreta el trabajo de otros artistas que han sido iconos del arte conceptual y minimalista de las décadas de los 60 y 70. | CAC

El artista español Jaume Plensa, con sus majestuosas, translúcidas y posmodernas esculturas, posibilita una comunicación en múltiples niveles. Su diálogo va más allá de la ordinaria dualidad obra/espectador para abrirse en potencialidades mimetizadas con el espacio, la cultura y la reflexión artística. La 'Crown Fountain' de Chicago, por ejemplo. De vivos rostros cambiantes y unidas por un estanque, son dos «Majestuosas y rectangulares pantallas que conectan con la verticalidad de los edificios, y que charlan mutidirec- translúcidas son las esculturas de Plensa» cionalmente, con la gente, con el agua que sale de sus bocas y el agua de la fuente, con sus luces pixeladas y los neones parpadeantes. O 'Dream', situada en una colina de St. Helens, Inglaterra. Una inocente y gigante testa soñadora que armoniza con el espacio natural, y no solo con su alma, su pasado y su futuro, sino también con el del pueblo. Dream, Dream, Dream!, que tus sueños se hagan realidad y que St. Helens renazca en ti como un ave fénix.

Galería Alfredo Viñas (hasta 08/01)

El arte de COMUNICAR

Matrícula abierta todo el año Centro concertado de atención temprana, educación infantil, educación primaria, educación especial y rehabilitación del lenguaje y la audición.

Calle Doctor Escassi, 12. CP 29010 Málaga Tel. 952 30 57 46 Fax 952 61 32 51 lpurisimansma@planalfa.es www.lapurisimamalaga.com En Facebook: Colegio La Purísima (Málaga)


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EL SANTO GRIAL DE LOS MATEMÁTICOS

POR ISABEL BONO.

Siempre me gustó Pi. Es el comodín perfecto que hace humanas eso que llaman Ciencias Exactas, el eslabón perdido, la debilidad de todo matemático. Bellard, un francés que merecería ser al menos beato por su bienaventurada dedicación, ha conseguido llegar a 2,7 billones de decimales. Milagroso. Pero Pi sigue siendo el mayor de los misterios, ríete tú de la Santísima Trinidad (conozco a muchos que son padre, hijo y pájaro a la vez). A veces pienso que si Pi fuera un número racional me plantearía la posibilidad de la existencia de algún dios. Hace poco me he enterado de que el número Pi también tiene su día internacional y es nada menos que el 10 de noviembre: el día 314 del calendario gregoriano y, para más inri, el día de mi cumpleaños (algo irracional he sido siempre). Ya dije, hablando de Bas Jan Ader, que René Char decía que algunos seres tienen un significado que ignoramos y que su secreto está en lo más profundo del

secreto mismo de la vida. Comprendo la mentalidad científica, pero no comprendo esa obstinación: dedicar tanto tiempo a algo que sólo nos sirve para aproximarnos unas décimas al misterio. Y, ¿para qué le sirve a la humanidad ese logro? Me recuerda a otros logros. Como quien dedica su tiempo a sacar la loncha de jamón más larga del mundo. Puede que Pi no sea «uno de esos seres» de los que habla Char, pero yo creo que muchas respuestas están ahí, en ese número infinito que modestamente se conforma con ser 3,14 en los altares profanos. Me gustaría que alguien encontrara ese último decimal que cerrara el círculo, para coronarlo. Ya puestos, también me gustaría saber más sobre la vida de ese tal Bellard, si tiene hijos, si cuida de sus padres, si hace fotos de su jardín cuando nieva. Saber si además de buscarle los decimales a Pi, tiene vida propia. Aunque sea una vida aproximada, como todos.


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CUESTIÓN DE ACTITUD

POR DANIEL ESPINAR.

A la edad de treinta años, Vasili Kandinsky abandona su puesto de profesor en la Facultad de Derecho, renunciando así a una cómoda y estable carrera en la docencia académica, para trasladarse a Munich y estudiar pintura con Franz von Stuck. Es allí donde conoce a Paul Klee y donde comienza a fraguar un discurso pictórico que hoy resulta fundamental en la Historia del arte. En las ocasiones que he podido estar frente a uno de sus cuadros no solo he quedado obnubilado por la armonía de sus abstracciones, sino que «Le echan los mismos también veo cojones a la vida que en su geole echó Kandinsky» metría y en sus colores una actitud ante la vida que admiro profundamente y que habría de ser un ejemplo para todo aquel que no se conforma con el lugar que ocupa en este mundo. Hay quien pudiera decir que eso lo hizo Kandinsky a finales del siglo XIX y que hoy día resulta imposible. Alberto

Alcalá estudió Filología Hispánica y, en lugar de hacer unas oposiciones o preparar un buen currículum para las empresas, acaba de sacar su primer disco, 'Ensayo y error' (Oído Records, 2013) y actualmente vive de su música. Seguramente alguien le dijo que se buscara un trabajo normal, que no compusiera canciones tan literarias ni melodías tan poco tarareables. Entonces, escribió 'Lola y Manuel', en donde dos personajes acaban encontrándose en la calle, después de haber huido de sus respectivos encierros, y le echan los mismos cojones a la vida que le echó Kandinsky, se dedican a hacer algo en lo que realmente creen, apostando por la felicidad, pese a que esta pueda ser más incómoda, más inestable y más fría que aquello que los demás nos dicen que tenemos que hacer. Como ya he dicho, es una cuestión de actitud, uno mismo decide si está dispuesto a sacrificar lo que nos han prometido para tratar de alcanzar lo que nadie puede ofrecernos.


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GEORGE SAND

POR MARTA GARCÍA VILLAR.

Así como el seudónimo oculta su verdadero nombre, el digno reconocimiento a la obra literaria de Aurora Dupin queda tristemente ensombrecido por una vida llena de leyendas y escándalos. Sin embargo, su prosa vivaz y sutil (admirada por artistas como Flaubert o Proust), la fuerza psicológica de sus historias y su atrayente personalidad son aspectos que convierten su descubrimiento en un imprescindible. «Mi profesión es ser libre», decía, y en un siglo en el que las mujeres adolecían de un estigma de anulación social, George Sand reforzaba esa libertad y daba rienda suelta a un espíritu crítico que le permitió convertirse en una artista de indiscutible referencia para sus contemporáneos, pero insuficientemente editada y traducida a nuestro idioma, a excepción de pequeñas joyas como 'Pauline' (1839). Esta obra de juventud (que sí podemos leer en español) oculta un profundo estudio psi-

cológico de reacciones y sentimientos especulares bajo el aparente esquema de una novela sentimental de época y aporta unas agudas reflexiones sobre la anulación de la mujer, únicamente a salvo de conspiraciones a través del arte y la cultura. El corazón de esta historia late en torno a Laurence, una joven y afamada actriz que se verá envuelta en un enredo protagonizado por los juegos de un seductor y de su amiga Pauline, cándida muchacha de provincias que se siente irremediablemente eclipsada por el talento y la vida que a Laurence le ha concedido su condición de artista reconocida. Así, la sutileza agridulce con la que George Sand perfila el entramado de las relaciones sociales en un mundo de apariencias teje en 'Pauline' un tapiz de progresiva decadencia que se aleja de lo convencional para mostrar, como la propia autora defendía, la función pedagógica del arte.




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