paisajes
Más que flor de un día Texto: Javier Rodríguez Marcos Fotos: Jesús Gutiérrez
Los cerezos en flor y su fiesta, única en
el mundo, en el Valle del Jerte, en medio de la primavera: celebración de la naturaleza y espectáculo total. Además, ejemplo de uno de los muchos dones del campo extremeño: belleza convertida luego en producto: cerezas de alta calidad, que viajan hasta el último confín del mundo. Entre tanto, la fiesta es ya la segunda en relevancia de esta Comunidad Autónoma, y no sólo las autoridades extremeñas, sino todo tipo de ciudadanos, incluso los viajeros y turistas que llegan hasta el Valle para admirar sus cerezos, reclaman que sea declarada de Interés Turístico Nacional, un reconocimiento, sin duda, merecido.
En pocos lugares como en el Valle del Jerte se dan tan limpiamente la mano la utilidad y la belleza. La utilidad es efímera y la belleza, frágil. Por eso ambas necesitan protección. En el caso del Valle, además, la naturaleza es garantía de supervivencia. Cuando miles de cerezos, más allá de ser un espectáculo irrepetible, son una barrera contra la despoblación que siempre acecha al campo, apoyar su declaración como Fiesta de Interés Turístico Nacional es algo más que un brindis al sol del turismo, es el reconocimiento de que los recursos naturales no son inagotables ni vienen dados gratuitamente. El campo se cobra su renta en tiempo y en esfuerzo. No tolera a los tibios.
“Comprender que un árbol merece el mismo respeto que un capitel romano nos ha llevado siglos”
Durante siglos
la naturaleza ha sido algo que siempre estuvo allí y de la que pensábamos que siempre lo estaría. Después de décadas de consumo feroz, sabemos que no es así. No es casual, de hecho, que al adjetivo natural se le haya adherido en los últimos tiempos el sustantivo patrimonio. Así, hoy hablamos de patrimonio natural como antes hablábamos de patrimonio histórico (eso que antes, con pompa y circunstancia, llamábamos simplemente monumentos). ¿Y qué es el “patrimonio” más que algo necesitado de reconocimiento y protección?. Reconocimiento porque, como quiere la etimología, es algo que heredamos de nuestros “padres”. Protección porque forma parte de la herencia que habremos de dejar a nuestros hijos. Comprender que un árbol merece el mismo respeto –no más, pero no menos– que un capitel romano nos ha llevado siglos. De algo debería servirnos ese largo camino de comprensión. La diferencia, no obstante, que va de la historia a la naturaleza es la misma que va de la arqueología a la vida. Además, en el Valle del Jerte, el cerezo, valga la paradoja, no es flor de un día. Es el fruto de cientos de años de labor y paciencia multiplicados por sus cuatro estaciones. Sólo el invierno hace posible la primavera. Así, el reconocimiento a la Fiesta del Cerezo en Flor lo es también a 365 días de trabajo y desvelo.
Es cierto que ni todas las declaraciones oficiales del mundo podrían salvar ni una brizna de hierba. Pero una declaración a tiempo puede al menos dar testimonio de la importancia que tienen, sí, las cosas importantes. Y no es un mal comienzo vista la infinita capacidad del hombre para acabar con aquello que dice amar: del mar a las costas del mar, de la montaña a los animales que habitan esas montañas. Los clásicos decían que hay gente que al caminar entre los árboles no ve más que leña para el fuego. También hay quien no ve más que una escenografía para posar ante ella o, peor, terreno urbanizable. Los nuevos bárbaros son aquellos que ignoran que la naturaleza es recuperable pero no invulnerable. Lo poetas saben que no lo es. No estaría de más hacerles caso. Por una vez.
“Cuando miles de cerezos, más allá de ser un espectáculo irrepetible, son una barrera contra la despoblación que siempre acecha al campo, apoyar su declaración como Fiesta de Interés Turístico Nacional es algo más que un brindis al sol del turismo”
Más de un millón de cerezo en flor “blanquean” el Valle del Jerte durante unos pocos y apreciadísimos días