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El último trago de Akvavit (David Fernández

Nació en 1975 en Harsewinkel, Alemania. Es diplomado universitario por la universidad de Granada y actualmente trabaja y reside en Almería, aunque siempre que es posible vuelve a la ciudad que considera su hogar, Granada. Se considera seguidor incondicional de la novela de terror y de la música hard roc

EL ÚLTIMO TRAGO DE AKVAVIT. UN VIEJO CUENTO SUECO

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Aquella noche volvía a hacer un tiempo de mil demonios en el frondoso bosque de Tiveden y la cabaña del viejo Gustav resistía estoicamente la tempestad de nieve y viento. Pero aquella noche no iba a ser como las demás. A eso de media noche, alguien llamó a su puerta. Cuando abrió desconcertado e inquieto pudo ver al enjuto y demacrado Jonas, un vecino del pueblo, tachado de loco y excéntrico, pero con el que siempre había tenido una relación cordial, inmóvil frente a su puerta. Al alumbrarlo con la vela, pudo ver como la tez estaba blanquecina y sus labios azules, pero cuando habló no presentó ningún síntoma de estar afectado por las gélidas temperaturas. Su voz estaba serena y clara. Jonas le dijo que la tempestad lo había sorprendido en su camino de regreso al pueblo y que buscaba cobijo y algo caliente.

Gustav le hizo pasar y le ofreció una manta para echarse sobre los hombros. Luego, lo sentó a la mesa, encendió de nuevo la chimenea y llenó dos vasos de akvavit casero que el propio Gustav destilaba. Gustav se sentó en frente y echó un buen trago de licor esperando que Jonas dijese algo. El famélico anciano no dijo nada. Su mirada estaba perdida y no movía un músculo. Gustav comenzó a sentirse incómodo y echó otro trago de akvavit hasta vaciar su vaso. Al ver que su huésped no pronunciaba palabra, dijo: —No has tocado el licor, viejo. La verdad que nunca te gustó mucho mi akvavit, ¿verdad? Jonas no dijo nada. —Creo que tengo una botella de vodka por algún lado. La buscaré — dijo Gustav levantándose y dirigiéndose a la vieja despensa de madera. Cuando pasó junto a la ventana, pudo comprobar que la tempestad había arreciado fuertemente mientras él dormía. El viento aullaba entre los árboles como una jauría de lobos hambrientos y la oscura nieve lo cubría todo. —Ha sido una temeridad quedarse por ahí hasta tan tarde, viejo amigo —dijo Gustav mientras buscaba la botella de vodka en la estantería de arriba—. Una noche así puede acabar con cualquiera. Entonces, Jonas dijo desde su mesa sin girarse: —¿Sabes, Gustav? Siempre te he considerado mi amigo. En el pueblo piensan que estoy loco pero tú me has tratado con respeto. A Gustav le alivió que, por fin, Jonas hubiese hablado aunque no sabía

bien qué decir a aquello. Entonces, vio la botella en la estantería de abajo detrás de unos botes de cristal y se agachó para cogerla. —Sabía que estaba por aquí. De repente, Gustav escuchó como la puerta de la cabaña se abría de golpe y el viento y la nieve penetraban en el interior de la estancia.

Al girarse, pudo comprobar que su huésped ya no se encontraba sentado a la mesa y que había dejado la manta sobre la silla. Gustav cogió su vela y se apresuró hacia la puerta. No había ni rastro de su amigo. Llamó ávidamente varias veces pero tan solo el viento, con su terrorífico lamento, le respondió. «Sí que estás loco de veras, amigo mío, espero que tengas suerte», pensó mientras cerraba de nuevo la puerta. Al dirigirse a la mesa para recoger los vasos y la botella de akvavit pudo comprobar que Jonas se había tomado el suyo antes de marcharse. A la mañana siguiente, Gustav estaba despejando de nieve el camino de su cabaña cuando vio al viejo Erik acercarse en su desvencijado carromato.

—¡Menuda tempestad la de anoche! —gritó a Gustav—. Me preguntaba si tu cabaña seguiría en pie. Gustav dejó su pala, sacó su pipa del bolsillo trasero de su pantalón y la encendió mientras el caballo de Erik avanzaba lentamente hasta él. —Fue una tempestad memorable sin duda, Erik —dijo Gustav dando una calada a su pipa—. Pero ni me hubiera enterado si el carcamal de Jonas no hubiera llamado a mi puerta a media noche pidiéndome cobijo. Erik frunció el ceño y espero a estar más cerca de su interlocutor por si había escuchado mal. —¿Cómo has dicho, viejo? —preguntó. —Jonas estuvo aquí anoche —dijo Gustav volviendo a coger su pala con la pipa en la boca—. Estuvimos bebiendo akvavit y charlando hasta que se esfumó sin avisar. Espero que llegase bien al pueblo. Erik abrió su boca de par en par completamente atónito. Gustav lo miraba desconcertado. Al cabo de unos segundos, Erik se santiguó varias veces y al final preguntó: —Dios mío, ¿no lo sabes? 34 One Stop

Gustav, perplejo dijo: —¿Saber qué? Erik tragó saliva. —Jonas, el loco, se ahorcó hace cuatro días. Creí que lo sabías. Gustav, petrificado, dejó caer la pala sobre la nieve. Entonces, a su mente acudió, como un rayo, la imagen del camino nevado frente a su casa, cuando Jonas se marchó, y que se perdía en la oscuridad. No había huellas. Ninguna huella.

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