Para hacer una pradera (poemas, ensayos, relatos, textos experimentales)
Estos textos son resultado del Seminario de Comunicación Juvenil de Medellín /Curso en escrituras creativas Coordinación, edición, diseño y diagramación: Lucas Vargas Sierra & María Camila Duque Lopera Fotografías: Alejandra Duque Lopera 2020
Para hacer una pradera se necesita un trébol y una abeja, un trébol y una abeja. Y ensueño. El ensueño solo bastaría si son pocas las abejas. Emily Dickinson
El sueño del escobita
Ni cantinflas lo movía tanto en sus películas como lo hace el escobita de Ayacucho. Siempre va riendo mientras limpia la interminable calle. Solo estudió hasta quinto de primaria, pero se siente el más educado del mundo cuando ve que alguien deja caer una basura al suelo. Él, al menos, nunca lo ha hecho. Ojalá todos fueran tan educados como él, piensa, mientras recoge una basura más.
El sueño de la modelo
Sale montada en los tacones más altos de la ciudad. Uñas pintadas, cabello rojo, un vestidito que deja ver más de lo que tapa, celular último modelo y una carterita llena de cosas que nunca conoceremos, son sus únicos acompañantes. Algunos le silban, le chiflan o le miran todo. Otros, le huyen. Pero siempre, ya sea por Junín, la Oriental, Villanueva o Carabobo, deja un rastro de murmullos a sus espaldas. Es una diva y el Parque Bolívar es su camerino. Sueña con Europa, Medellín le quedó pequeña.
El sueño del mueco
Caminando por la ciudad, es feliz. Sólo tiene un diente, pero aun así sonríe. Sonríe con efusividad a todo aquel que por sus calles se encuentra. Algunos, le regresan la sonrisa, pues les causa gracia su particular dentadura, otros, por su parte, lo miran con desprecio. “No entiendo”, piensa, “si tienen todos los dientes ¿qué les impide sonreír?”. Sueña que algún día, tan solo uno, todos le sonrían de vuelta.
El sueño del vendedor de periódicos
Titular: Hombre mató a otro por no pasarle el ají para su empanada. Página 1: Famosa influencer posa desnuda y enciende las redes. Página 2: Futbolista Colombiano destaca en la liga española. Pasa de página y piensa: ojalá vendiera libros y no periódicos.
El sueño del ciclista
Pedalazo tras pedalazo, mientras sube la loma, siempre se alienta a sí mismo. Sus ídolos son Rigo y Nairo y aunque su bici a duras penas anda, nunca lo ha dejado varado. El ciclista y la pecosa, como le llama de cariño, sueñan con el Tour de Francia. Pero hoy, tan solo hoy, hay una contrarreloj más importante que ganar. “Mañana me llegas temprano”, dijo ayer el jefe. Francia puede esperar.
El sueño del cantante:
Al igual que todos los días, a la misma hora, se monta por encima de la registradora el rapero de siempre, El Famoso, le dicen, y siempre tiene una rima nueva. “Tomen la foto y aprovechen que no hay que pagar boleta, la próxima les toca en el Atanasio”. Y así, de alguna manera, El Famoso continuó soñando con lo que ya tiene. Christian Valderrama
La Huída
Tiernas luminarias trasnochadas ardían aun expectantes sobre la bóveda vespertina, y de los aleros del techo escurrían las gotas que se habían detenido en el borde de las tejas de barro para contemplar la salida del sol sobre la montaña. Descalzas, atravesamos esa casa que no era nuestra, prometiendo no dejarnos sorprender una vez más por la aurora en aquel cuarto oscuro reservado para los carbones, las conservas y los lectores entrometidos. Con la esperanza de no ser escuchadas, nos aventuramos por el corredor en una cómica carrera hacia el zaguán; una carrera que ciertamente provocó el asomo de una sonrisa burlona en la boca de las dalias que adornaban el corredor interior, ya tan habituadas a nuestros paseos nocturnos. La casa dormía. Apenas atravesamos la pesada puerta principal, el aliento de la madrugada nos heló los párpados y se metió sin vergüenza dentro de los finos camisones de seda que habíamos encontrado en la alacena, lavados y planchados con el propósito de cubrir cuerpos que no eran los nuestros. Sin embargo, no sentimos frío. Las acaloradas palpitaciones en la garganta, esas mismas que adentro amenazaban con traicionarnos haciendo eco en las paredes de cal, estallaban ahora en una risa ahogada de complicidad que habría extrañado a las mirlas en una madrugada tan apacible como esa. No hicieron falta las palabras. Ambas conocíamos cuál era la frase que cerraba contundentemente el final de esa
historia. Ambas sabíamos de memoria que tan pronto el sol saliera, aquel día se extinguiría, reducido a una melancólica página en blanco. Desde ese día la esfera que había iluminado quinientas sesenta y cuatro páginas no volvería a alzarse sobre el cielo imaginado otra madrugada imaginada para relatarnos nuevamente otras historias en esa casa imaginada. Luchar contra la tinta hubiese sido en vano. La página en blanco era un final eminente... siempre. Pero de tanto viajar con ella habíamos aprendido a quererla como se quiere a una vieja amiga, y a esperarla sin prisa, con tranquilidad, así como dicen que se espera a la muerte. Así pues, estábamos ahí, no resignadas sino expectantes, en la página quinientos sesenta y cuatro. Nos sentamos delante del jardín sobre las tablas heladas del corredor, con la mirada puesta en las nubes arremolinadas que envolvían la cordillera, sembrada de un silencio aún más imponente que sus elevadas montañas. Con los pies puestos en el pasto, el frío desafiaba nuevamente nuestros cuerpos, a los que había abandonado el calor de la agitada carrera. Por suerte, la abuela había previsto las condiciones de la huida y había tomado consigo de la carbonera la gruesa ruana que uno de los peones de la hacienda había tirado sobre la montura de la yegua blanca la noche anterior, después de haber informado a su patrón sobre las novedades de la guerra civil y la toma del norte por parte de las tropas conservadoras. Arropadas con la burda tela, que aún olía al sudor del
animal y al fango del camino, clavé mi mirada en la hierba y descubrí cómo los pies desnudos de mi abuela despertaban en mí gran admiración. Manchada como las páginas de un libro antiguo, el tiempo había escrito también sobre su piel grandes aventuras. Esos eran los pies que por años me habían acompañado atravesando caminos, trincheras, montañas, ciudades y llanos sin fatigarse, embriagados de aquel entusiasmo juvenil que le hacía centellear los ojos cuando la tapa de un nuevo libro anunciaba en su regazo el comienzo de otro episodio más de nuestras andanzas. La abuela era, en definitiva, un monumento vivo a todas esas vidas imaginadas, lapidadas entre las líneas de los volúmenes de su biblioteca. Estaba yo sumergida en tales pensamientos cuando, brotando del monte espeso, la vida y la muerte estallaron a una sola voz: había salido el sol de la página quinientos sesenta y cuatro. Era el momento en el que, inundadas de luz, regresábamos a casa. A esa casa que tampoco era nuestra. A esa casa que algunos señores muy serios habían llamado realidad.
Paula Villa Arteaga
Cómo va la vida
En una ciudad que debería estar en pausa como cualquier otra a mediados del 2020 estaba yo, saliendo por primera vez en meses, parada en la plataforma del metro con los pies inquietos y repitiendo mentalmente una especie de mantra que iba algo así como: -“eres más grande…” (no, mejor:) “tus miedos pueden ser tan paralizantes como revolucionarios”, intentando tener una conversación mental con una de mis autoras favoritas y en busca de cualquier cosa que me ayudara a silenciar mi cabeza por un instante, sin detener lo que ahora parecía una competencia de tap entre mis manos y mis zapatos, comencé a buscar algo que seguir; dos a tres personas del otro lado de la plataforma que caminaban impacientes, algunos operadores de las maquinas a quienes inventaba conversaciones, un par de palomas a las que les suplicaba —por favor no vueles, por favor no vueles, por favor, por favor— y finalmente una larga línea amarilla que siempre había estado ahí, atravesada de extremo a extremo y con la que había tenido innumerables conversaciones a las que ella siempre respondió “alto ahí”, por lo que ya no me interesaba contarle esos pequeños descubrimientos de mi viaje. Aun así no podía ser del todo indiferente, bastantes noches había frenado en seco mis pensamientos y tantas más me devolvió
a la vida anunciando que había logrado salir a salvo del centro esta vez, una vez más. Así que me dispuse a recorrerla de principio a fin sin pronunciar palabra y por primera vez dijo algo diferente, no sé si porque fue ella quien debió iniciar este monologo o por la nueva normalidad, pero sus cuatro palabras consiguieron sacarme de un tirón las ideas que inundaban mi cabeza: “¿cómo va la vida?”, se leía en pequeñas letras moradas seguido de un número telefónico: c ó m o v a l a v i d a. “¿Cual? ¿Esa que hace meses no me permite ver a mis amigos y amigas o salir a tomar un café? O ¿tal vez la que me encerró en las paredes de la casa que cada día se hacen más pequeñas? No sé, no sé porque vida me preguntas, tal vez sea por una más cercana, tal vez quieras saber ¿cómo sobreviví estas diez estaciones hasta llegar aquí, o como planeo sobrevivir las siguientes dos? Y si eso es lo que quieres saber, tampoco lo sé. Pudo ser un poco imaginarme una coreografía con las nuevas huellas del vagón, algo tipo just dance. Ya que no habrá tipos estrechándose junto a tu cuerpo y el desafío es quien toque menos superficies y personas en el día, quien sabe, sería una gran estrategia. Antes de eso, quizá, fue ver a esta señora que limpio con esmero el sitio que iba a ocupar, la barra de la que planeaba sostenerse y casi como si dentro de sus planes estuviera las partes donde iba a tamba-
learse. Aunque en realidad no lo sé”. Para ese momento ya me sentía bastante incomoda con su pregunta así que decidí dar unos pasos atrás y continuar en busca de algo que seguir, mientras tanto en mi mente —por favor no vueles, por favor no vueles cerca, por favor sal de aquí— viendo una de las palomas en el árbol del frente y tratando de agradecerle por no volar cerca de mí, repetí la pregunta “¿cómo va la vida?”. “¿Cuál? ¿La de la señora que vende dulces y cigarrillos debajo de ese árbol a la que no se le acercan a comprarle por miedo a contagiarse? ¿La de los señores que no pudieron quedarse todos estos meses en sus casas? O ¿La de esas mujeres y niñas que aun estando en sus casas, estarían mejor en cualquier otro lugar? Tal vez me estabas preguntando por la vida de aquella inmigrante de dulces en mano y niño terciado o incluso por uno de los tantos transeúntes que no alcance a registrar en mi memoria, pero la respuesta sigue siendo la misma, no lo sé”. No sé si por fortuna o por desgracia pero el ruido que hacían las ruedas contras los rieles me advirtió que debía estar lista para abordar de nuevo, los seis minutos que anunciaba la pantalla frente a mí de pronto eran solo segundos, así que tome aire, lo contuve tanto tiempo como mis pulmones me lo permitieron y me decidí a entrar en el instante justo para que las puertas se cerraran
a mis espaldas y aunque mi cabeza insistía en quedarse un poco más con esa pregunta que no sabía si me hacía sentir rabia o culpa, no me lo pude permitir. Fue más importante mi necesidad de estar preparada para atravesar las calles que la discusión que me había salvado minutos antes. Pero como siempre, nunca hay tiempo suficiente, mi cabeza que iba cada vez más rápido fue de nuevo interrumpida, esta vez por una voz un poco mecánica que decía: “hasta aquí te acompaño, una vez cruces los torniquetes no habrán operarios, palancas o botones de emergencia, ¡ten cuidado¡ te espero de regreso”, o eso creí escuchar, estoy casi segura que si le hubiésemos preguntado a alguien más, hablaría de este o aquel punto de referencia. Mientras bajaba las escaleras daba gracias por no tener que cruzar un puente como en otras estaciones, como la estación en la que me subí. “Cuan vulnerable me siento cruzando puentes, ¿quién se habrá inventando los puentes? Seguro fue un hombre”, porque esa lógica de no ser atropellado por un carro es bastante útil cuando ese es tu mayor miedo frente a una avenida. Ah, pero si hablamos de pasos, de grupos, de siluetas que deciden deliberadamente atravesarse en tu camino, chocar tus hombros o incluso sujetar tu mano y la única opción que te queda es saltar al vacío seguro prefieres que los carros exploten sus pitos, incluso, me atre-
vería a decir que si alguno de ellos te golpea, correrías con más suerte al quedarte ahí tirada que al ser atrapada por otras voluntades a unos metros del suelo. Así que ahí estaba yo, con una mente tan caprichosa y a la que pocas veces lograba seguirle el ritmo, tuve que ir aprendiendo a improvisar, a andar entre el aquí y el allá de mi cabeza. Habiendo cruzado por fin los torniquetes me di cuenta que los minutos seguían corriendo en mi reloj y yo no había dado un solo paso desde la última vez que lo mire, ahora era una de las transeúntes que había observado antes, pero parecía más una estatua, con mi cuerpo inmóvil entre dos chazas y la estación de bicis pero mi cabeza, a su ritmo como siempre, ya había ido varias veces hasta el Carlos E, tres para ser precisa. Trataba de decidir cuál era la mejor ruta y como dos de ellas implicaban puentes fue relativamente fácil tomar la decisión —una menos— ahora quedaba elegir de qué lado de la calle sería más seguro —sí, todas esas pequeñas decisiones tenemos que tomar cada día las mujeres, solo que ya estamos tan acostumbradas que la mayoría del tiempo ni lo notamos. Como estas calles no han sido las más transitadas solo me quedó volver a llenar de aire mis pulmones y echarme a andar. Un, dos, un, dos, buscaba una cadencia, hubiese querido ir más lento, disfrutar un poco más la arquitectura colonial de este barrio y
elegir entre sus balcones mi favorito, pero de nuevo, no me lo pude permitir, el tiempo de maravillarme con árboles, patios o balcones ya había pasado en este viaje, fue justo cuando comenzó, cuando podía ir tan lento como me apeteciera, detenerme, regresar e imaginar tantas historias como me fuese posible en el tiempo, hasta que atravesara esa reja blanca que indicaban que acababa de salir del circuito cerrado. Entonces, sin rejas, porteros, ni cámaras, mi ritmo fue interrumpido, debí frenar en seco frente a un semáforo que se puso en rojo de improvisto —creí que alcanzaba a cruzar—, me dispuse a usar los sesenta segundos que me sujetaban de este lado de calle para hacer un pequeño inventario: “A mi derecha: vienen, un, dos, tres personas. Detrás de mí: el señor que pasé hace un rato. A mi izquierda: un cantante con su radio contando las monedas y esperando el próximo bus, supongo. En frente: un vendedor de frutas y alguien en su bicicleta que también espera ser liberado por esta pequeña caja”. veinte segundos más, tiempo de sobra para que mi cabeza comenzara a divagar y mientras intentaba adivinar expresiones en rostros cubiertos por tapabocas y veía el andén desierto de las dos cuadras que aún me faltaban para llegar, recordé fugazmente, una conversación con mi padre: “Cuando usted vaya por ahí, no se puede confiar. Si es una calle muy sola no se
vaya por la acera, con cuidaito, camina por la orilla de la calle, que tenga pa´ onde correr”. La caja cambio de color y fue como si hubiesen pausado el camino de quienes usaban carros y motos y nos hubiese liberado a los demás, de pronto me vi intentando recuperar la cadencia que traía hace un rato, iba derecho, sin voltear a los lados ni trastabillar, seguía derecho, con la mirada fija al frente como evaluando si esa era la mejor dirección para correr y esta vez fueron mis pasos y no mis pensamientos los interrumpidos por una banca del parque, respire como solía hacerlo de niña cuando competía en las piscinas y era la última en sacar la cabeza del agua; mi cuerpo sintió un poco de alivio parecido a esas viejas victorias y a la vez me sentí sin fuerzas, así que me senté —fue un buen camino, no hubo que correr—, inevitablemente regrese a la vieja conversación de mi padre con la misma conclusión de hace años: “Estamos aquí, somos muchas y estos espacios no fueron pensados precisamente para nosotras. Seguimos aquí, sintiendo como triunfo el derecho a estar vivas”. Tal vez esa era la fuerza que me hacía falta. —Y aún queda el regreso a casa—
Vanesa Salazar
Pesadilla
Despierto sobresaltado por una pesadilla pero rápidamente me doy cuenta de que aún no ha terminado lo peor está por comenzar pues estoy prisionero dentro de mi cuerpo mis piernas no responden mis brazos no escuchan mi llamado quiero gritar POR FAVOR AYÚDENME NO SÉ QUE ME PASA pero mi boca tampoco se mueve y no puedo emitir sonido alguno Afuera está cayendo una tormenta y el granizo golpea el techo como una intensa balacera de repente la luz de un trueno irrumpe por mi ventana creando unas sombras aterradoras ocho segundos más tarde escucho su atronador sonido y quedo petrificado de miedo bruscamente escucho el rechinar de la puerta e instantes después cae otro trueno uno dos tres cuatro y luego viene el estruendoso choque contra la tierra a mil doscientos metros de distancia y mi vista se detiene sobre lo que parece ser un espectral rostro pálido y lánguido enseguida el abismo de la oscuridad se impone con una furia violenta y yo
quedo preso de mi propio delirio siento que el frío recorre mi cuerpo y puedo sentir las gotas de sudor resbalando por mi frente la desesperación me sofoca y me oprime por lo que cierro mis ojos y en vano trato de invocar sentimientos de paz y tranquilad Otro trueno uno dos tres y escucho al frenético cielo a tan solo novecientos metros de distancia y yo me niego a abrir mis ojos ante la posibilidad de contemplar esta terrorífica presencia sin embargo puedo oír como unos pasos suaves y casi imperceptibles se acercan cada vez más Otro trueno uno dos y escucho el crujir de este relámpago caer con mas colera que el anterior a 600 metros posteriormente siento unas manos gélidas recorrer mi pecho y posarse con violencia sobre mi garganta siento que mi corazón desbocado en cualquier momento saldrá de mi pecho siento que me estoy ahogando me falta el aire y no puedo respirar y en medio del horror percibo unos susurros intangibles de los cuales solo alcanzo a reconocer una palabra ACOMPAÑAME Otro trueno e inmediatamente viene desgarrador sonido del impacto, abro mis ojos y en la
penumbra distingo a otros que me observan con atención y detenimiento tras lo cual la luz de otro trueno ilumina por completo la habitación y siento que algo frío y húmedo me está oliendo momentos más tarde puedo verlo con claridad, es él... Con su carita de lado y sus orejotas caídas, me lame la cara y me mira fijamente como queriéndome decir que no tenga miedo porque él está conmigo, luego se acurruca sobre mi pecho y veo como su lomo sube y baja al compás de su respiración suave y calmada. Cae otro trueno, pero ya no me tengo miedo porque él está conmigo.
Andrea Suárez
Un cuchillo sin filo y sin mango punzando hacia adentro
I Naces Tú, el otro Reconoces el navío envolvente Expuesto al exterior Sensible eres al viento Que desgarra tu paso Tú, el otro Como consuelo, tienes el púlpito Camina firmemente hacia él Voluntario, Tú, el otro Deja de servirte por sus huesos
¡Te presento la alta mar! Sobre el manto inequívoco Tus ojos, reo Niegan con timidez Que ahora le pertenecen. Tú, el otro Como prueba de ello El hierro es frágil y cualquier “No” La mar se crece Narcisista Tomando cuerpo en tu cuerpo. Tú, el otro Entre ustedes no hay otro Más el otro es un espejo Su reflejo no conmuta Porque el silencio
Nunca es acuerdo. Tú, el otro La mar efervescente Turbia el proceso Náuseas inquietantes Debilitan tus latidos. Tú, el otro En las profundidades No sabes lo profundo Y el rostro que apropiaste Solo fue artificio Del otro.
II Sin filo y sin mango Un cuchillo te amenaza
Quiere con frecuencia Desmembrar la causa De su esencia contradictoria: Que mueres para vivir Y vives por no morir Sujeta con fervor Y apuĂąala la profundidad, Si esta parece lejana Explora el sentimiento Que te haga rencoroso (El amor y el odio) Subleva fortalezas Seduce clandestinidades Exagera la cuchilla Impregna el olor oxidado En el alma
Y sentirรกs individualidad. Desde que juegas a la muerte Y debilitas la complejidad Amenazas al otro Amenazas tu carnalidad: No es la existencia Sino la acciรณn Lo que te hace ser En otro caso Existir, solo es aceptar.
Jair Sรกnchez Sierra
Sofoco El suelo es áspero y me raspa las rodillas. En el fondo de la olla puedo ver las papas cocinarse. Me dan asco. – Estoy cansada de comer esto, no creí que extrañaría tu sopa de lentejas. – Yo tampoco tengo ganas de papa, pero hace semanas no consigo más, las tierras están muertas, la gente tiene hambre. – No soporto este silencio. Elisa no contesta, supongo que está enojada conmigo. Las papas huelen mal y hace días se nos acabó la sal, no nos va a gustar comerlas. En la basura está el paquete de plástico en el que venían empacadas. Todo es procesado, no recuerdo la última vez que comimos algo natural o fresco. Me levanto del suelo a sacudir un poco la mesa, la madera está podrida por la humedad del aire y el polvo se pega a la superficie. – Será mejor que botemos esta mesa o nos vamos a enfermar comiendo aquí –Elisa me mira sin contestar. Cuando nos sentamos a comer no hablamos y las papas saben mal. Al terminar Elisa se levanta rápido y se va descalza a la calle. *** Por la noche hace calor. Puedo ver a todo el pueblo reunido en la plazoleta de la estación, hoy sale la penúltima misión de colonos
terrestres para Marte. – Mónica, mira el lado positivo, al menos con que se vayan todos esos ricos habrá menos gente en el mercado buscando algo más que papas o lentejas y todos tendremos comida. – Me dan asco, doña Victoria me contó que unos vecinos se robaron la plata para la boleta del cohete. Gente mala es lo que debe haber en Marte. Prefiero no ir y morir aquí, así tenga 20 años. El silencio lo interrumpen los motores que despegan con una onda de calor. Al menos puedo ver el cielo iluminarse por las luces del vehículo. Me acuerdo de que cuando era niña mi mamá me contaba cuentos de las estrellas, quisiera ver una en la vida real. Elisa me mira como si supiera lo que pienso y me toma de la mano. – Vamos a la casa ya, me da miedo que nos roben, el sol ya no está y es peligroso estar afuera. – Sí, vámonos –me dice mirando al arma que tiene un hombre junto a nosotras. *** Por la mañana nos cortamos el pelo, los crespos negros de Elisa caen sobre mis pies. Pobrecita, se lo corté a la altura de las orejas. Ella se miró en el espejo de la sala y no dijo nada, sé que no le
gustó; a mí me encantó que ella me cortara el pelo dejándolo como el de un hombre de las fotos viejas del mundo cuando había estrellas. Estamos flacas, se me marcan las costillas en el pecho, mi cuerpo parece el de una niña. Incluso perdí mis senos y no puedo evitar verme con desagrado en el espejo. – Voy a salir a visitar a doña Victoria a ver si necesita algo, vuelvo en un rato. – Bueno, cuídate. Es peligroso andar sola. Estoy pensando en invitar a nuestros amigos un día a hablar y podemos rebuscarnos algo de comer, me siento sola en esta casa tan grande. – Hermanita, tú verás, pero al menos pídeles que traigan ellos el agua – le digo mientras salgo. La casa de doña Victoria está a veinte minutos caminando, parece poco tiempo, pero me cuesta aguantar el recorrido sin marearme o sentir que me falta aire; no tengo energía y si llegara a pasar algo en este poblado de mierda no podría defenderme; pero hace días no veo en el mercado a doña Victoria y me preocupa. Le llevo unas pijamas viejas de mi mamá, a ver si cambia esos harapos que usa todo el tiempo. – ¡Doña Victoria! Soy Mónica, vengo a ver si necesita algo… mi hermana quiere verla, la vamos a invitar a almorzar.
No me respondió pero abrió la puerta. Cuando entro veo que tiene la casa limpia, incluso trapeó el suelo. – Parece que le va bien, señora. Me alegro mucho. – Dile a tu hermana que sí voy, que me avise cuándo y qué debo llevar. Yo asiento y le pongo sobre la mesa las pijamas de mi mamá. – Considérelo un regalo –, doña Victoria es una mujer amable, aunque siempre está ensimismada y haciendo comentarios fuera de lugar. – Yo al menos ya estoy vieja y la muerte no me pesa, tú y tu hermana son un par de muchachitas. ¿Tienen plata como para irse? – dice doña Victoria mirándome los pies. – No, doña, no tenemos. Solo podemos aceptar lo que se viene o irnos a buscar otro lugar. – Ese señor Manuel está muy amigo de tu hermana ¿Eh? – me dice con sorna. – Eso no es asunto suyo. Ella no contesta y se queda mirando por la ventana el humo que sale de una fábrica. Me quedé un rato mientras doña Victoria me contó historias de su niñez y me ofreció agua fría; cuando me bebí el agua me fui.
– Señora, debo volver. Ahí le dejo esa ropa. Venga a mi casa el lunes de la semana entrante. – Gracias, niña, dile a tu hermana que yo le llevo agua potable y que se cuide de los hombres. Mónica, querida, váyanse de aquí que ya solo quedan papas malucas. No dije nada y salí. De camino a casa empieza a llover agua caliente, pero no corro. No me importa mojarme, hace mucho no llovía por aquí. El piso se llena de charcos rápidamente y el agua entra por los huecos de mis botas viejas. Pienso en lo mucho que me gustaría pisar hierba, untarme de pantano; cuando Elisa y yo éramos niñas mi mamá nos llevó de paseo a ver árboles y comer manzanas. Estuvimos en el carro varias horas hasta que llegamos a un prado lleno de gente, había un gato, es la única vez que he visto un gato en la vida real. Cuando llego a la casa Elisa me estaba esperando con una buena noticia: – Encontré un poquito de pimienta en el mercado – dice mientras me muestra la bolsa de plástico con la pimienta dentro empacada al vacío, grano por grano. Sonrío mientras me quito las botas y las escurro en la puerta. ***
Me desperté tarde, el sol salió hace varias horas, en la cocina están Elisa y Manuel conversando. Él siempre usa un viejo abrigo de cuero y un chupo de bebé atado al cuello por un cordón negro; lo miro con lástima, su hijo murió hace apenas un mes. Voy a unirme a la conversación y los encuentro discutiendo sobre qué ha habido en el mercado las últimas semanas. – Sólo papas, Mónica las odia – le dice ella. – Yo vi media cebolla en una caja de cartón hace unos días, me sorprendió ver algo más que plástico entre todos esos paquetes. Era muy cara, por supuesto. A los pobres nos dejan la peor comida, pero en la casa donde trabajo tienen agua, hielo, carne de conejo, papas, tomates y un poco de chocolate– respondió Manuel. Se me escapó un suspiro y ambos voltearon a mirarme. No dije nada. Me sorprendió la historia de Manuel, creo que nunca en mi vida he comido chocolate. Mi mamá contaba historias de cuando todavía vivía gente en Medellín y podías comprar todo lo imaginable por internet, incluidos pasteles de chocolate o frutas untadas de dulce. Elisa se levanta y le abre la puerta como indicándole que debe irse, él nos sonríe a ambas. – Ven a almorzar el lunes de la semana entrante, trataré de tener algo más que papas para ofrecerles – le dice ella. – Claro, veré si puedo comprarme una de esas medias cebollas – dice él mientras sale por la puerta y pone los pies sobre el pavimen-
to agrietado. – ¿Qué hacía él aquí? Vivimos en una zona peligrosa, Elisa. Tienes que tener cuidado, hace poco atacaron a una niña a unas calles de aquí. – Vino a ver si necesitábamos algo. – Es un viejo triste, se te olvida que tienes solo 18 y él 45 años, Elisa, no lo puedes meter así a la casa. – Estás loca. Mira a tu alrededor y dime que no nos viene bien tener amigos. No le dije nada, tiene razón pero no entiendo porqué ese amigo debe ser un señor. Al menos doña Victoria vive en su propio mundo y nos necesita más a nosotras que nosotras a ella. Elisa no entiende, vive y sale como si aquí no pasara nada. – Creo que deberíamos buscar un mejor lugar para vivir. – Sí, pero espera a que tengamos ese almuerzo. *** Anoche salimos a caminar después de cenar, anduvimos una hora por calles solitarias y oscuras. Miro al pasado y no recuerdo cómo no caí en cuenta de lo peligroso que fue. Cuando íbamos de regreso a casa oí a una mujer gritar y corrimos siguiendo su voz, pero cuando llegamos vi cómo la mataban para robarle lo que llevaba.
Huimos, nos siguieron pero se fueron al cabo de un rato. ¿Para qué querrían encontrarnos? Sólo teníamos unas camisas y unos pantalones rotos. Hace años que no hay ley así que tampoco hay nadie a quién decirle. Esta mañana peleamos, Elisa no quiere mudarse, pero es lo mejor. Aquí ya no queda nada. Nos despedimos de nuestros amigos, y aunque Manuel se ofreció a ir con nosotras yo no se lo permití. Desconfío de él. – Siento que huimos de la muerte. Primero mamá y ahora esa mujer – me dijo Elisa cuando salimos rumbo a Tierras Pobladas 5. Yo no le dije nada, solo la abracé. El aire es sucio y el hambre no nos abandona nunca, lo mejor era partir. Sé que ella lo sabe, pero le cuesta aceptarlo. Caminamos durante horas hasta que oscureció y buscamos posada. Una mujer con sus dos hijos pequeños nos dejó entrar a su casa. No cenamos, la comida no alcanzó y no quisimos acaparar alimentos; dormimos en el suelo, pero al menos estamos a salvo de que nos ataquen un grupo de forasteros en las carreteras. A lo lejos veo nuestro poblado, oscuro y con una bruma gris sobre los edificios. – ¿Quieres agua? Queda un poco en la botella – le dije a Elisa
extendiendo el brazo. – No. No tengo sed. – Oh, hermana, todo va a estar bien. – Tú no crees eso. Sé que piensas que vas a morir joven y que a veces lo deseas. – Es cierto. Elisa, no vamos a vivir setenta años aunque queramos, con suerte seremos tan viejas como doña Victoria, que tiene sesenta y dos, pero nuestros huesos ya son débiles por el hambre. Al menos estamos juntas en esto, ¿no? – Ay, vamos. ¿Juntas? Tú siempre estás quejándote de mi comida y de los amigos que hago. ¿Qué pasa si me gusta un hombre? Lo sacas de la casa. ¿Qué pasa si se muere mamá? Nunca te ríes ni hablas conmigo como antes. Te distancias, siempre. Eres negativa. – Manuel es peligroso, pero te guste o no nos tenemos la una a la otra. Yo cuento contigo y me como tus papas insípidas – ella se voltea y cierra los ojos. Veo que tiene el pelo de la coronilla enredado y tierra en su nuca. – Yo te quiero mucho, y quería a mamá. Déjame sentirme mal, tú estás ignorando los problemas y eso es peor –. Sigue sin contestar así que me volteo también. Nos quedamos dormidas. *** A las cuatro de la mañana me despertó el llanto de uno de los hijos de la posadera, desperté a Elisa. Comimos un caldo de lentejas que
nos ofreció la mujer y nos fuimos. Ya debemos estar cerca de Tierras Pobladas 4, es solo un día más de camino. Escogimos Tierras Pobladas 5 porque oí historias de que allí hay un árbol con flores y estamos muy ilusionadas con verlo. Salimos de antigua La Ceja rumbo a antiguo Abejorral, hoy Tierras Pobladas 4. Ojalá fuera posible pasar por Medellín, pero es imposible respirar allí. Es un laberinto de calles y edificios. Me imagino que podrías hallar esqueletos de personas que no lograron salir antes de que la segunda Guerra de recursos llegase. Elisa lleva sin hablarme desde ayer. Ese comportamiento siempre logra enojarme, nunca dice nada cuando las cosas se ponen difíciles, es como si decidiera no estar presente. *** Encontramos un estanque y recogimos agua para hervirla más tarde y poder beber. No sabemos si hervirla sea suficiente para hacerla segura, pero la sed es insoportable y el calor se acumula en la nuca. Además, las pausas que nos obligamos a hacer para no desmayarnos nos retrasan mucho. Veo que Elisa está pálida, supongo que yo también debo estarlo. Este viaje fue una decisión alocada, pero no me arrepiento de nada y espero que ella tampoco lo haga. El paisaje, si es que puedo llamarlo así, es horrible. El agua de los
ríos es negra y casi ni se mueve, todo es de pavimento y no hay sombra en ningún lado. Antioquia está muerta, no importa a dónde mire. Hemos visto otros grupos de personas caminar con bolsas y cajas, algunos llevan niños. Todos estamos flacos, todos estamos pálidos; nadie habla con nadie, podría ser peligroso acercarnos, podría ser peligroso para los demás acercarse. En este momento no se puede confiar en nadie, la decisión de buscar posada fue arriesgada, afortunadamente estamos vivas. Espero con ansias la noche, cuando haya viento y la temperatura baje un poco. Elisa tiene un poco de tos, espero llegar pronto a algún lugar en el que podamos descansar. *** Al cabo de unas horas, cuando el viento por fin apareció Elisa me abrazó. – Yo también te quiero, Mónica. – Puede que vivamos menos que mamá o más, pero vamos a ver un árbol con flores y estrenaremos casa. Yo puedo conseguir un trabajo cuidando niños y tal vez podamos ahorrar y comprar chocolate como los jefes de Manuel. – Sí, tal vez. Emilia Vanegas
Bondad
La bondad se caracteriza por permitir ver en los otros la luz, a pesar de la penumbra que envuelve las presencias. Además de conectar con almas que requieren una atención desesperada, aquella magia con la que algunas y algunos son dotados permite expresar sin pena ni miedo los sentimientos más simples, pero también los más profundos, en donde la honestidad y el deseo de bienestar brota del corazón, como aquella semilla que sabe que una vez ha madurado, está lista para ser sembrada y dar a la vida color, y compañía a la tierra desolada. Esa impresionante capacidad benévola que pocos seres tienen la curiosa oportunidad de poseer, es la misma que irradia en los rincones más alejados, para darle movimiento, aunque sea por un instante, a las finas cuerdas que se encuentran escondidas tras duros caparazones para que, acariciadas por una mano suave y a pesar del tiempo y del abandono, puedan entonar la más bella melodía porque aquella tuvo la capacidad de saber vibrar hasta desempolvar lo que hay allí tan profundo.
Bondad expresada en sonrisa, en palabra a tiempo, en silencio sabio. Tan impactantes que incluso sin detenerse demasiado, aquellas transeúntes de la vida son capaces de transformar espacios con su pasajera presencia. Fragancia dulce, tonos tranquilos, música liviana, sabores inolvidables, caricias indetectables: vibras tan altas que no se conforman con habitar piel, sino que, en su paso por este escenario, dejan huellas para guardarles siempre en el recuerdo. Seguramente no se percatan de tal cosa, quizá mucho menos de que entre aquellas personas con quienes comparten en su andar, alguna pueda ver tal milagro. Lo que sí es seguro, es que un día, una noche o en cualquier instante alguien, por azar de la vida, despierta de la mirada vaga y se percata de que aquél tesoro está frente de sí y entonces, solo entonces, se propone trazar la curva del minuto siguiente de manera diferente y cambia lo que se encuentra dentro de sus posibilidades dando un poco de esperanza entre tantos destinos crueles que sólo le instaban a la soledad; el miedo de existir ahora liberado para permitirse ser. No se reduce a caridad, es mucho más que eso. Se trata de
que genuinamente conecten vidas alrededor de entornos cargados de bruma, como esa liviandad que siente la nube una vez choca con la que se encuentra a su lado, para dejar fluir las cargas que llevaban acumuladas, pero con la diferencia de que las gotas húmedas precipitándose al vacío no quedarán en la nada, sino que encontrarán un nuevo destino en un ciclo ahora copado de sentido. Así se transforma la vida gracias a la bondad, una acción dotada de intención que da mucho más de lo que recibe y que a pesar de todo, ese alguien que la emite siempre está dispuesto a irradiar con tanta luz como le sea posible.
Inspirado en aquella dadora de vida, Que, a
pesar
de
los
achaques
por
el
largo
camino,
continúa siendo ejemplo a donde quiera que vaya. -28 de octubre de 2020, justo antes de la lluvia-
Paola Ríos Arias
Recorrido
Recuerdo que tomé mis lágrimas, mis dolores y los tantos pensamientos al hombro y salí esa noche. Me alejé sin mirar atrás, lo intenté por varios pasos, muchos de hecho. No me dejé tentar a regresar la vista con el pequeño deseo de verle. Más adelante le falté a mi orgullo, devolví mi mirada y confirmando lo pensado, no estaba como era costumbre. Ni su rostro, ni sus pasos, tampoco sus palabras y muchísimo menos, su pecho brindando el acostumbrado abrazo. ¡Compórtate! Me dije y tomé mis lágrimas, mis dolores y pensamientos y seguí. Seguí sin querer seguir, me detuve para considerar regresar, pero el orgullo me empujó sacándome de esa tonta idea. Me alejé más. Envuelta por el vacío en la calle y temblando de frío, me dirigía a una esquina solitaria para coger el bus, mientras observaba las sombras de los árboles que acortaban la distancia entre suelo y cielo. Esperaba al menos una llamada, una que a través del sonido cercano de su voz me dijese quédate. La soledad sin embargo, siempre ha sido mi fiel acompañante y esa noche me lo recordó. El teléfono sin signos de búsqueda en mi
bolso permanecía a la espera. Crucé la calle deseando que aquél bus ruidoso no atravesara el semáforo que separaba mi lugar de espera con la última oportunidad de encontrarle con la vista agotada de ubicarme entre la oscuridad y calles vacías, de soportar el frío y disimular las lágrimas. Nada. Entonces tras unos minutos no quedaba más remedio que continuar. Pensé en dejar atrás la costumbre de huir para regresar, pero esta vez huí definitivamente, con mi fuerza débil, igual que mis ganas de irme. Tomé las lágrimas, el billete, los pasos dados. El bus pasó y mi soledad cubierta de orgullo ahora viajaba en el ruido, entre tantas sillas disponibles, justo en la mitad del pasillo, demasiado juzgantes a causa de sus lámparas incómodas. Irritantes porque iluminaban mis húmedas mejillas. Extrañaba la oscuridad de esa esquina esperando verle. Compórtate me decía, vana tontería, pero obedecí. Resultaba agotador en verdad callar tanto sentimiento que gritaba y se movía en el interior para exigirse compostura y entonces los sollozos tomaron de nuevo posesión, revelando la debilidad del corazón cargado de recuerdos. Intenté dejar libre su imagen, su voz en mi memoria y logré sentir un poco de alivio, aclarar la vista y detener la atención en pequeñas fracciones de tiempo que, a través del recorrido a
casa, me dejaban apreciar otras vidas, imágenes nocturnas de una ciudad que cobraba movimiento gracias a quienes permanecían en ese momento, bajo la luz cálida de las calles casi a media noche. Curiosamente me sentía en calma, contemplando rostros y esquinas casi como un regalo porque sabía que quizá, nunca apreciaría aquellos sitios de la misma forma. Quería perderme, huir para siempre y a pesar de eso entendía que por más que intentará escapar de tanto estaba tratando de alejarme de mí misma. Esa noche entre el silencio de mi cuarto cerré los ojos agradeciendo la suavidad de las cobijas; se sentía bien olvidar, ignorar que momentos atrás estaba cubierta de lágrimas incómodas pero bastaba con entrar en razón gracias a que muchas veces esos mismos ojos irritados despertaron de su letargo en la madrugada y me hacían recordar que era cierto, que ya no volvería a estar allí, en ese lugar en dónde un pecho alguna vez me ofreció a un abrazo y las palabras concedían compañía porque eran para mí. Recordar dolía, amargaba el alma. Hoy, sigo despertando con el sinsabor de que estuve a unos pasos
de regresar.
Entre lágrimas darle riendas sueltas al sentimiento permitirles recorrer los poros abiertos cansados del trajín copado de tiempo Salinas como el mar fluidas como el viento cubriendo los rostros de quienes se permiten flaquear Húmedas con frío de tristeza también risueñas como si gozo sintieran. Aquellas tan duales a veces sonoras y en ocasiones profundamente silenciosas pueden ser compañía en soledades tormentosas. Como la lluvia que cae al mar ellas esperan libertad para que el alma se pueda desahogar. * Las calles solas y oscuras no son para mujeres, dirían los de antes. De esos, muchos siguen ahora.
También sugerirían que rebeldía y belleza no compaginan, o quizá, que lo femenino vestido de sumisión combina muchísimo mejor. Por fortuna, los de antes son cada vez más pocos ahora, porque las de ahora, son más libres y empoderadas gracias a tantas luchas que se gestaron en el ayer, mismas que siguen siendo bandera para las de hoy. * Seres cargados de historias desconocidos bajo el mismo cielo y siempre en el mismo lugar. Aquellos que tienen por hogar la intemperie. Presencias aisladas y siempre cercanas.
Salir, cruzar la esquina. Encontrarles, pasar de largo. Tantas preguntas que no se resuelven. Tantas vidas existiendo. Diferentes escenarios unos tibios otros tan frĂos como la misma niebla que cubre la vista de quienes prefieren ignorar. Desear la nada, estar en la nada entre tanto alrededor. Cuerpos abatidos. Colmados de tiempo. Tiempo que pasa. Ellos permanecen. Esquinas con nombres propios. Puentes con durmientes en sus resquicios.
Tantos refugios. Ellos en ninguno. Detenerse y mirarles. No saber contemplar el abandono ajeno. Seguir. Abandonarles por enĂŠsima vez. Cerrar los ojos recordar verles. Guardar sus rostros en palabras. ImĂĄgenes mentales en el cajĂłn del alma. Lejanos en su sitio, cercanos en el recuerdo. Querer olvidarles. No poder hacerlo. * Cobijar la mirada en la penumbra por la piel tatuada de tiempo que en el rostro permanece.
Aceptar la oscuridad, aclarar la vista y luego allí, a solas con la respiración constante y el intenso palpitar, abrazar el momento en que el sonido tras los muros interrumpe el descansar. Encontrarse a solas con la única certeza de que la vida pasa mientras la muerte del recuerdo acecha. * Evitar el escabroso momento de hallarse tan cerca del silencio. Escondidos en empolvados cajones de la vida, huyendo cobardes de las pesadillas constantes que perturban, pero que expresan quizá mejor que nosotros mismos emociones incomprensibles, borrosas. Seguir sintiendo como de costumbre. Estar sin querer estar.
Arrojarse a la calle, cargada de pasos de tantas vidas que tal vez ya no están, mientras sigue la pregunta de un por qué, intentando descifrar el para qué. Sucumbir a la costumbre y con mayor cansancio, al peso de los recuerdos que a pesar de querer olvidar, siguen tan presentes. Un tatuaje grabado en el tiempo, ineludible y a pesar de todo, inexistente ya. La furia del cambio que se antepone al ancla de lo que ya fue. Las pocas ganas de continuar cargadas de escasas gotas de esperanza que se sumergen en los orificios abiertos de la ilusión, esa misma que a pocas voces, grita, salta, se mueve muy adentro, intentando resucitar tanto que se ha evaporado. Después de esto, simulando la prisa de las olas que se acercan a la orilla en calma, irrumpir, querer estar.
Paola Ríos Arias
Monarca migratorio (A cuatro manos con Carola Monterroso) Well someone must have sent you here to save my life Someone must have sent you to save me tonight SIA, Saved my life FASE I: HUEVECILLO na y media de la tarde, Biblioteca y Parque Cultural Débora Arango. Aquí estamos, misma hora y lugar, como la primera vez, (su espalda fue mi primera impresión, me imaginé escribiendo mi declaración de independencia sobre esa piel de mármol que resguardaba las conexiones de su vida. O no, me equivoco, mi primera impresión fueron sus ojos color nuez que, de una forma que nunca alcancé a comprender, se habían bebido la ternura de las ardillas que trepaban por los árboles de la ciudad. No, hay más, su cabello leonino me condujo a unos parajes en los que me sentía seguro, seguro de ser en la pradera su nueva presa que, una vez dentellada, quedaría marcada por su boca que todavía me susurra al oído las letras que ahora se escuchan en este memorial) o bueno, casi: tiene la piel pegada a los huesos, las ojeras le han consumido la ternura, se le ha caído el cabello, aunque su voz sigue intacta. Llevamos varios días volviendo a intercambiar mensajes por Facebook después de dos años y medio: de nuevo (a mi memoria) la poesía de Carola, las canciones de medianoche, las conversaciones sobre plantas y flores, sobre viajes, sobre su viaje a Canadá. Me pidió que lo acompañara estos últimos días a recorrer la ciudad; por supuesto acepté, no habría sido capaz de decirle que no, no hoy en día. Caminamos un rato alrededor de la biblioteca,
U
(por un momento llegué a imaginar que adentro se hallaba de nuevo con vida la mujer que daba nombre a ese lugar, sentada, pincel en mano, retratando las cicatrices de nuestra —suciedad— sociedad que, desde afuera, relatábamos nosotros con canciones de Ana y Jaime o Mercedes Sosa, mientras él iba pausando el tiempo con las comas de sus mejillas al sonreír y con su voz al cantar) nos hacemos en el césped a conversar un rato antes de subir al parque principal de Envigado. Cuando llegamos allí, nos sentamos en el muro que rodea la fuente. Él pronuncia el nombre de Carola casi en un susurro. Lo miro y él se ríe entre dientes. “Hace meses que no leo y tampoco salgo” me dice, “había olvidado imaginármela en lugares como este, tratando de inmortalizar la Ciudad: la bendición frente a la iglesia, los besos descontados de la factura, el afán del trabajo, el café para dormir, los somníferos para despertar, los libros fuera de venta, el cigarrillo en el bus, el taxista patán, las volquetas de arena y cemento, los parques: copropiedades de los indigentes y los palomos, las hojas secas en el asfalto, la basura orgánica podrida, el paradero y la panadería sin luz,
las tiendas de ropa y de celulares, las urbanizaciones, lo privado y lo íntimo, los gimnasios, los perros y los quioscos, los barrenderos y las citas pospuestas, los árboles y las plantas, las fronteras invisibles. Y yo sigo sin saber si esto es el paraíso o el infierno celestial que me prometió mi padre cuando emigramos aquí: esta ciudad de humo industrial y comercio de utopías. CAROLA MONTERROSO, Promesa(s)
El cielo empieza a oscurecerse. “Deberíamos irnos” me dice. (y, aunque ninguno de los dos quería, no nos quedó más remedio que hacerlo. Detrás de la línea amarilla, antes de que llegara su tren, quedamos en vernos de nuevo. Con un beso se despidió de mí, dando inicio a una narración llevada de la mano de una poeta que, en cada encuentro, renacía con nuevas vestiduras de palabras y tragos de brandy al mediodía). FASE II: ORUGA El reloj marca las diez. El minutero parpadea. Mi pecho deletrea una palabra: Silencio.
(…) CAROLA MONTERROSO, Reflexiones “¿Dónde estará?” pienso, parado en mitad del sendero de madera del Bosque Tropical en el Jardín Botánico, un lugar que alberga el cinco por ciento de naturaleza y sosiego que todavía nos queda en esta ciudad plagada de bulla y cada vez más cemento. Quedamos de vernos a las nueve y media, ¿le habrá pasado algo? Porque él no es impuntual. De repente, su mano me sorprende colocándome enfrente (de nosotros, las letras JARDÍN BOTÁNICO DE MEDELLÍN nos daban la bienvenida. Entramos. Ese año la temática acerca de la importancia de recordar se tomó la Fiesta del Libro, las exposiciones sobre los hechos más —violentos— relevantes de nuestra sociedad colombiana llenaban cada rincón, él hacía parada en cada una y me la explicaba con lujo de detalles, era como un tren que me llevaba por estaciones de memoria histórica, propia de un país acostumbrado a nadar entre muertos y amnesia. Las voces de la gente, los pájaros de tinta en las estanterías, el olor del frío, el verde del amor —jamás lo he visto rojo—, el verde de saberse vivo, el verde de… los ojos de un desconocido nos miraban y se nos acercaban, más, y más, y más. Era un chico con el cabello color azabache cortado en forma de hongo, más —guapo— alto que yo; se le abalanzó, abrazándolo, y él no opuso resistencia. Se llamaba Julián, o eso recuerdo, tampoco importa: que eran muy amigos, que había vuelto de Argentina hace unos días, que esto, que aquello… No me agradó, no me agradó en lo más mínimo. Y se lo hice saber ni bien se despidieron. Fue un disgusto que nos silenció buena parte de lo que quedaba del recorrido, pero que después compensamos con un intercambio de detalles. Él conocía muy bien
mi libro favorito, El Principito, me lo compró. Y él me había dicho cuál era su flor favorita, por lo que al otro día me metí a la página de una floristería en internet y encargué) una maceta con una planta de jazmín. “¡Bú!”. Se ríe. “Disculpa la demora, fui a la casa de mi papá a recogerla” me dice. Se la recibo y lo abrazo. “La traje porque alguien tendrá que cuidarla cuando me vaya”. Buscamos una zona del puente en la que no estorbemos a los transeúntes, nos sentamos a comer los sándwiches vegetarianos que traje y que él me dijo cómo preparar. Al principio me cuesta dar el primer mordisco, ya que estoy muy acostumbrado a la carne, pero lo logro. Abro un paquete de gusanitos de goma y comemos mientras él me cuenta la razón de su viaje. “En Canadá hay mejores oncólogos que acá, mamá logró contactar con una buena clínica en Ottawa. Pero bueno”, sonríe, “mejor no hablemos de eso, más bien”, Abre su bolso, saca el poemario Libertad Múltiple, “dejemos hablar un rato a Carola”. Él comienza a leer y yo cierro los ojos, por respeto a la vieja costumbre que siempre hemos tenido ambos a la hora de inundar nuestros oídos de poesía. (Mi parte favorita del poema era cuando pasábamos del verso al beso y viceversa) EL PAQUETE El futuro ya me tocó la puerta. Yo le abrí, pero elle solo me entregó un paquete y me puso a firmar un papelito y poner mi número de teléfono. Abrí el paquete y había un muñeco de trapo que comenzó a dar un discurso de todes mis errores pasados.
No pude callarlo porque no hablaba de mí, Carola: hablaba de toda una patria. Lástima que solamente mi sordera pueda escuchar sus firmes palabras de lo que preferimos ignorar e ir a dormir. Pero como yo no duermo, le mostraré mis poemas a ver en qué me transforma su sinceridad. La brisa, ahora, refresca la sala donde dialogo con mi muñeco de trapo: Memoria. CAROLA MONTERROSO FASE III: CRISÁLIDA “¿’Domesticar’? ¿Qué significa eso?”, pregunta el actor que interpreta al Principito. Ya he asistido a varias obras antes, pero no en el Pequeño Teatro, una amiga me ha conseguido las boletas. “¡Oh! Eso significa crear vínculos”, responde el actor que interpretaba al Zorro. “A lo que me refiero es que tú, por ejemplo, no eres más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito, como yo soy para ti un simple zorro entre otros cien mil zorros iguales, pero si me domesticas nos vamos a necesitar (espacio. Necesito espacio” me confesó. “Te lo quería decir hace tiempo, me siento asfixiado”. “¡Qué estupidez!”, espeté. Todo porque le había dicho que dejara de hablarle a Julián, no quería a ese tipo en nuestras vidas, con mi vida, con mi ardilla, temía que mi ardilla se perdiera entre esos árboles, ¿qué le costaba dejar de
hablar con él? Al final se comprometió a hacerlo, pero, luego de eso, silencio. Silencio en WhatsApp, Messenger no era la diferencia, veía sus fotos en las redes sociales ir y venir sin reaccionar a ninguna, sin comentar, y él tampoco lo hacía con las mías. Ya se mantenía con sus amigos —sin Julián, al menos— y con ellos se apareció aquella noche en los cines del centro comercial Florida. Ni un beso, sólo un “Hola” a secas. La pantalla proyectaba la escena de la cena familiar: marido y mujer, en los extremos opuestos de la mesa, comiendo en silencio. La película había comenzado con ellos sentados juntos y hasta dándose la comida) el uno al otro.” Él está sentado a mi lado, lo miro por el borde del ojo. Recuerdo cuando leía el libro varias veces semanas después de terminada nuestra relación, lo leía más por el consuelo de sentir entre mis manos algo suyo que por cualquier otra cosa. Terminada la función (paré el primer taxi que vi pasar, salí antes de que se dieran cuenta, no soportaba estar más allí. Al llegar a la casa comencé a escribir con rabia y frustración textos que después quemé. Ardieron, ardimos, que ardiera todo, que ardiera él, que ardieran sus amigos, que ardiera Julián, maldita sea. Me tiré en la cama y me quedé dormido. Pasadas las doce de la noche me llegó, luego de varios días sin escribirme, un mensaje suyo en WhatsApp) tomamos el tranvía hasta la estación San Antonio. “Qué distinto hubiera sido” dice. “¿Qué cosa?” pregunto. “Lo de los lazos, haberlo entendido antes, pensé sólo en mí” declara. “Quizás” respondo, “aunque también fue mi error el querer apretarlos”. “De igual manera, perdón. Ha pasado mucho tiempo, pero quería decirlo”. Yo esbozo una sonrisa y le respondo, mirándolo a los ojos:
“No tienes que hacerlo, no te odio, nunca lo hice”. Él coge para el sur. Nos despedimos con un abrazo. Su vuelo sale mañana en la tarde y él pasará a recogerme al mediodía. Doy vueltas en la cama, no soy capaz de dormir, quizá él tampoco puede, pero no importa, no me choca la idea de despedirnos con la esperanza de quitarnos las ojeras y las penas en algún momento, tal y como hemos clareado ya las sombras de nuestro pasado. FASE IV: MARIPOSA Llevaba años sin venir al Aeropuerto Internacional José María Córdova, siempre me ha gustado este aeropuerto: su arquitectura es un enorme gusano que funge como cápsula del tiempo, del ir y venir de la nostalgia y la distancia ante las pistas de aterrizaje y despegue. Pero, para mí, el techo es el atractivo principal, con sus anillos oscuros a lo largo y ancho de todo el aeropuerto, un anillo por cada libertad que han olvidado los hijos de Medellín. El mundo entero. Llegamos con buen tiempo, logré convencer a mi mamá para que le pidiera prestada la van a papá con el fin de que sus amigos pudieran venir a despedirlo. Echo un vistazo a la pantalla con la información de los vuelos: (Su mensaje fue contundente. Nosotros, de ahora en adelante, dicotomía: Él y yo. Lo había echado al fuego y ahora las cenizas se hacían ver, sin posibilidad de fénix. Mi habitación se llenó de unos ochenta grados bajo cero. Nosotros, el fin de nosotros y el comienzo de la mudanza: una mirada de sal al recuerdo, un beso en la boca al último suspiro, un abrazo con hielo a la piel que el verano bronceaba… Seguir, seguir caminando, como el forastero que conoce la dirección de su viejo apartamento, pero no vuelve jamás a tocar la puerta. Desahuciado, sin saber cuánto quedaba de vida en los
bolsillos de este hogar que no es hogar, sino exilio de un barrio con banderas negras donde no alcanzaban las astas para izar la pérdida. Apagué la luz y puse el celular en modo) avión. Llegó el avión. Él y su madre abrazan por última vez a su padre, quien les echa la bendición. Se dirige a mí y me da un abrazo con toda la fuerza que le permite su cuerpo. La puerta SALIDAS INTERNACIONALES nos ve mirándonos por última vez. Le robo un beso y, para mi sorpresa, no se aparta ni me reprocha. No. Me lo devuelve. Como en el Jardín Botánico, saca el poemario Libertad Múltiple y me lo entrega. Él y su madre cruzan la puerta de vidrios lechosos antes de que la cierren desde el otro lado. Trato de que las lágrimas no me empañen la vista, pero es imposible. Observo el poemario de Carola, tiene un separador con una imagen del Principito contemplando su rosa. Lo abro: HOGAR Sonrisas de cristal, mares de remiendos, pinturas geométricas. Yo levito por las cosas, la Vida atranca la puerta de la desilusión. No te olvides de latir, Hogar de fragancias guardadas en lo profundo de las baldosas. CAROLA MONTERROSO Al final de la página, una palabra escrita a mano con tinta azul: “Gracias”. “A ti”, pienso. Cierro el poemario. Juan Andrés González / Jandro Puerta
Fuego a bordo
Luego de cruzar un par de palabras con el oficial de cubierta, me dirigí al camarote a descansar; mañana por fin sería el día en el que mis pies, después de cuatro meses en alta mar, tocarían la arena. Ya en la intimidad, mi adolorida espalda colapsó de inmediato en ese intento de colchón, dejando que los párpados me llevaran directo al más profundo de los sueños... Mi cuerpo no se hallaba entre el arrullo de las apacibles olas, de vuelta en vuelta trataba de encontrar ese espacio en donde fuera posible dominar el sueño. Cuando sentí pasar un tiempo eterno entre la incomodidad y el desesperado deseo en descansar, un extraño canto fue tomando forma en mi mente. En un principio, no pude discernir si hacía parte del turbio sueño con quien yo estaba luchando, o si era éste el que me estaba desvelando al fin. Aquel canto se mezclaba con la oscuridad que abrazaba mi cuerpo; ella tan densa, que me impedía distinguir si mis ojos estaban realmente abiertos o cerrados. Decidí incorporarme, pero, aun en el lecho, sentía cómo la gravedad jugaba cruelmente conmigo. Y
mientras tanto, ese canto, que no provenía de un lugar definido, iba y volvía desde el infinito y envolvente negro. Después de varios intentos fallidos, me levanté torpemente aún con la confusión rondando en mi cabeza. Luego de un rato, a tiendas y dando brazadas en el aire, mi mano pudo acariciar la áspera madera que caracterizaba la puerta. Moverla costó el doble de trabajo, y una vez abierta el aire que llegó del exterior inundó mis pulmones con una densa y pesada incertidumbre. Entre traspiés, subí con cautela por los escalones hacia la cubierta. A medida que avanzaba, el canto fue pronunciándose con más fuerza; y este a su vez se acompañaba de un frío tremendo que envolvió mis huesos. Bajo la penumbra envuelta entre neblina y vaho, no divisé a ninguno de la tripulación aunque el canto parecía provenir de sus pesadas voces. Mientras caminaba hacia la proa, podía sentir el estruendoso crujir de la carcasa del barco; empero, la marea y el viento resultaban imperceptibles ¿Acaso estaríamos flotando en el vacío? Nadie. Estando al borde de la proa fue imposible divisar ser alguno. El canto iba tomando cada vez más vehemencia, y de igual
forma, el espanto se fue apoderando de mí hasta transformarse en escalofríos incontrolables. Me di la vuelta para deshacer mis pasos y justo en ese momento divisé una luz en lo alto de la popa. Grité a su llamado, pero de mi boca sólo salió un hálito sin sonido alguno. De la confusión, salí corriendo hacía allí arriba. Al llegar, y con el corazón en furor, tuve que parar en seco, estupefacto. Una pila de cuerpos desnudos, cubiertos de lo que llegué a distinguir como brea, uno encima del otro y recreando una especie de pirámide confusa entre piernas, brazos y cabezas. Todos ellos, aún tirados en el suelo, eran quienes entonaban al unísono el espeluznante canto que se mezclaba con las tablas y el mar. Un tintineo a mis espaldas me sacó del horror e hizo que me diera vuelta. Delante de mis ojos se presentó un cuerpo demacrado y con paso moribundo; de su rostro le sobresaltaban unos hundidos y desorbitados ojos. Entre su lamentable aspecto y la terrible pestilencia, yo creí reconocer al oficial de cubierta, quien se arrastraba justo delante de mí cargando una lámpara entre sus huesudos dedos e ignorando completamente mi presencia. Boquiabierto y lleno de terror vi cómo pasó de largo, y se acercó flemáticamente
hacia la pila de cuerpos. Ese pesado canto, que continuaba creciendo desde el amorfo montón de piel, se detuvo en seco cuando el oficial se paró frente a la multitud. El silencio que le precedió, denso como como el negro mismo, sólo se vio interrumpido por el estrepitoso chillido de uno de los cuerpos de la grotesca montaña. El sonido me aturdió hasta doler y, de manera casi sobrenatural, activó poco a poco una tormenta que azotó por completo la noche. A medida que ese imprevisto huracán fue formando su carácter, me tuve que aferrar con fuerza al mástil para no caer al mar. En ese instante, el decrépito oficial, quien era inmune al violento movimiento del barco, y se encontraba espaldas a mí, giró con brusquedad hacia donde yo estaba, señalándome con un pronunciado temperamento lo que supuse eran palabras en una lengua extraña. Su mirada, medio muerta y medio llena de rabia, invocó en mí la súplica eterna hacia los dioses marítimos; y mientras seguía su dedo firmemente dirigido hacia mi rostro, estiró su otro brazo y dejó caer la lámpara de su mano encima de los cuerpos amontonados. Una ira infernal bañada en fuego se abrió paso entre los
cuerpos y la espantosa canción que recobró la vida entre gritos y gemidos; tan fuerte como el miedo que sentía. La pila de cuerpos se convirtió en una gigantesca fogata que parecía avivarse con la lluvia; y el portador de la lámpara, que seguía apuntándome con su dedo, también se vio impregnado por la poderosa hoguera a razón de su proximidad a los cuerpos. Lo poco que quedaba de él, empezó a ser consumido por el fuego hasta los huesos. Todo el barco empezó a arder, pese al agua que caía a cántaros del cielo indolente. Las llamas me rodearon con una rapidez de la cual no pude escapar y comencé a sentir el calor abrasador en mis mejillas. Sabía que era el final.
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Mila Ortiz
Mini Prólogo
Bien. Carola nació el 7 de agosto de 1983 en San Luis, Antioquia. Allí transcurrió su infancia, no de un modo calmo, de eso nada: su madre murió cuando Carola tenía nueve años y desde dicho suceso su padre comenzó a maltratarla y recriminarla por la muerte de su esposa. Este hecho es notable en su poesía: la muerte y el dolor mezclado con una culpabilidad que no le pertenece atraviesa cada palabra que se escribe sola sobre el papel de los cuadernos viejos de Carola. Creció y se fue de la casa en cuanto pudo y comenzó a viajar: su madre había dejado una herencia notable y cuando el padre de Carola murió se juntaron ambas herencias y a Carola le correspondió una considerable suma de dinero, lo que le ha permitido subsistir hasta el día de hoy. ¿Qué hacían sus padres y de dónde sacaron dicho dinero? No quiso decirme cuando estábamos hablando hace poco. Es muy cerrada con ese tema. Hubiese preferido no preguntarle. En fin, qué más da. Aquí un dato interesante: Carola no ha viajado fuera de
Colombia: solo ha estado en todos los pueblos que pueda haber en Antioquia y otros departamentos (que desconozco, la verdad) y esto ha alimentado sus ansias de libertad y liberación poética. Su poesía, por supuesto, trata temas y obsesiones universales de muchos poetas del pasado, sin embargo, Carola inyecta ese toque de originalidad y fuerza que se nota en su carácter y la manera de expresar sus ideas. La poesía de Carola, por esto, se sostiene sin Carola en sí, pero yo aconsejo conocerla para reforzar esta opinión: la poeta y su poesía están íntimamente ligadas, pero dicotómicamente separadas: la poesía de Carola existe en un universo separado de este y se alimenta de las libertades múltiples que habitan en cada verso que exhiben sus caladas de poesía y humo utópico correspondiente a cada cicatriz que la vida ha dejado en su garganta. Leer a Carola es renacer con nuevas vestiduras de palabras y tragos de brandy al mediodía. ¡Carola es distancia y lejanía, pero prontitud y elogio a la Vida!
Segismundo Gaviria
Premisas La premisa es liberarme de mi libertad, porque cuando se alcanza, si uno se acomoda y se relaja en el sillón de la libertad, esta se eleva y comienza a planear nuevas cazas de viejos pensadores utópicos. Las utopías sí se alcanzan, el problema es cuando, ya conseguidas, dejamos de añorarlas y buscarlas con resignación de ama de casa: allí, dan veinte pasos para alejarse, dejándonos sin piernas para, por lo menos,
ir a denunciar su desaparición en la Fiscalía de La Palabra.
2017. San Luis.
Promesa(s) Ciudad: la bendición frente a la iglesia, los besos descontados de la factura, el afán del trabajo, el café para dormir, los somníferos para despertar, los libros fuera de venta, el cigarrillo en el bus, el taxista patán, las volquetas de arena y cemento, los parques: copropiedades de los indigentes y los palomos,
las hojas secas en el asfalto, la basura orgánica podrida, el paradero y la panadería sin luz, las tiendas de ropa y de celulares, las urbanizaciones, lo privado y lo íntimo, los gimnasios, los perros y los quioscos, los barrenderos y las citas pospuestas, los árboles y las plantas, las fronteras invisibles. Y yo sigo sin saber si esto es el paraíso o el infierno celestial que me prometió mi padre cuando emigramos aquí: esta ciudad de humo industrial y comercio de utopías. 2017-2019. Medellín
Libertad múltiple La libertad y sus turbulencias están de brazos cruzados en una acera de la avenida principal esperando su bus al siguiente destino. Se les puede ver las sonrisas maliciosas en sus bocas de neumáticos gastados de ciudad y caminatas al mediodía. También sus ojos brillan, como sus narices pintadas de verde acuoso y mis yos, que estamos al lado de elles, esperando igual algún bus para ir a un café a escribir, les preguntamos: ¿Cómo hacen ustedes para ser unas nómadas de nacimiento y, a la vez, vivir siempre en nuestres cuadernos?
En ese momento, llega su bus, que reza: Utopías, Popular 1. El pasaje, notamos, cuesta cinco esperanzas juveniles: aprender a cocinar, montar bicicleta, ser correspondido cuando se entrega el alma, recorrer el mundo y vivir de lo que se ama. Les va a salir caro el viaje, ¿oyeron?, gritamos al unísono. Libertad múltiple, ojalá no vuelvan a mendigarme versos libres a las viejos umbrales de mis piezas alquiladas de nuevo, porque no pensamos abrirles la ventana de nuestres alientos mañaneros para darles la despedida a la distancia. ¡Nunca menos Libertad y siempre más Poesía! Medellín. 2019 Carola Monterroso
Viaje a través de sí
Ese atardecer resultó más pintoresco y agraciado de lo que Abril hubiese imaginado, y es que a sabiendas de su insaciable gusto por ver la puesta del sol desde la mayor cantidad de latitudes posibles, ella sabía que la belleza , a diferencia de lo que se cree, no se encuentra escudriñando la rareza, ni buscando aquello que escapa a la homogénea línea de lo normal, sino que por el contrario lo estético es aquello que creemos normal y típico, lo bello es aquello que espera percibir un individuo como proyección de su consciencia, que entre otras cosas, está llena de mierda y por eso es fácil de satisfacer. Pero bueno, volvamos al pintoresco atardecer, ese día Abril había desayunado con un joven parisino que portaba con orgullo unas palabras gastadas y un humor reseco, fue tan tediosa la charla que le permitió pensar en lo mucho que podía aburrirse con algo que jamás había hecho, incluso si lo había soñado antes, y es que se dio cuenta que hay muchas cosas que suceden mejor en nuestra cabeza que fuera de ella. El resto de la mañana la gasto en recorrer las calles en bicicleta, ya no tenía que pensar y hablar en un idioma extraño por lo que su mundo ahora volvía a ser mucho más grande, además, el paisaje que iba construyendo en su memoria más reciente y más alegre le contaba mejores historias que las del soso parisino, del cual ya solo recordaba sus delineados y colorados labios tratando de construir grandilocuentes narrativas en las que él era algo parecido a un super hombre. Abril tuvo la sensibilidad de recorrer aquellas cuadras recónditas de París no sólo con la mirada, sino
también, y sobre todo, con el alma. Porque el alma no es aquello que nos termina de diferenciar de todo aquello que está fuera de sí, el alma no es, como se ha llegado a pensar muchas veces, nuestra esencia inmutable que marca las fronteras entre una cosa y la otra, no, el alma por el contrario es esa posibilidad que tienen los sujetos de conectarse con todo lo que le han vendido como ajeno, es la posibilidad de identificar los nexos que existen entre el individuo y la naturaleza, entra la conciencia en singular y la colectividad. Ver y vivir desde esta perspectiva es la sensación de estar conectado con el todo, algo muy parecido a la embriaguez, sea está inducida por uno u otro medio. Abril sabía esto a la perfección, no eran las cervezas que se había tomado las que le despertaban este estado de consciencia, tampoco lo era el estar viajando en bicicleta por una ciudad que siempre había querido conocer. En realidad, Abril se regocijaba en un mar de pensamientos y emociones que provenían de la insondable tranquilidad de saberse completamente sola. La vida de los individuos carga siempre un propósito externo, ya sea como medio o como fin, buscamos la satisfacción en agentes externos, perseguimos objetivos que parecen estar en un horizonte que no termina de acercarse, a veces nos aferramos a cualquier cosa para luego considerarla significativa y cargar de sentido una vida que un principio estaba vacía. La primera vez que Abril escuchó esto fue en la cafetería del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional, aunque habían pasado ya tres años desde entonces, Abril lo recordaba con el asombro y la lucidez que no pudo transmitirle el parisino. Aquellas reflexiones la habían llevado a investigar durante
muchos meses sobre temas como la felicidad, el placer, la vida, los propósitos. Lo que terminó por concluir fueron en realidad más preguntas: ¿Quién soy yo?, ¿Qué quiero hacer?, ¿Cómo quiero vivir mi vida?, ¿Realmente qué vale la pena?, ¿Qué puede hacer frente al sufrimiento? Con todas estas preguntas, Abril había decidido emprender un viaje que buscaba alejarla de todo y de todos, tenía el propósito de acercarse a sí misma, quería evitar las distracciones de aquello que sabía que le importaba para tener espacio para conocerse, ella sabía que su personalidad había sido diseñada y modelada por las personas y el contexto que la rodeaban, se creía un producto de necesidades y deseos ajenos, quería saber qué había tras de todo esto, quería un cita consigo misma. Fue así como llegó a París luego de ir dejando tras de sí a familiares, amigos e incluso actividades cotidianas que la hartaban. Luego de ocho mil kilómetros recorridos en seis meses, después de perder cinco kilos que recuperó en momentos significativos, Abril por fin había logrado sentirse totalmente sola. Necesito de mil coincidencias e imprevistos para comprender que un poquito de cada una de esas cosas que había dejado atrás, como sus amigas y amigos, su familia, su gato e incluso el deporte, todo ello siempre estaría con ella, cargaba un poquito de cada una de esas cosas en su ser. Entendió también que ella no estaba completamente allí, pues una parte de sí estaba en cada una de esas personas que, desde hace seis meses, esperaban al menos una llamada de parte suya. Santiago Pérez
Philomena, ¿cuánto hemos recorrido?
Recuerdo la emoción que sentí al recibir a Philomena. No creía que fuera verdad. Estaba feliz incluso sabiendo que ahora que tenía mi propio instrumento musical debía adquirir un alto nivel de responsabilidad, constancia y disciplina continua. Hoy reconozco que poseo esas cualidades y que han sido mi gran referencia para seguir aprendiendo de la música tradicional colombiana. Siempre llevo mi bandola a todas partes, me siento segura y feliz interpretando las canciones andinas que tanto amo gracias a los sonidos que la bandola andina ofrece. Seguiré practicando las canciones andinas porque siento que debo recuperarlas del olvido en compañía de mi Philomena por todo el país. Siento que el motor para seguir aprendiendo sobre la bandola andina es mi familia, cada uno de ellos me ha apoyado desde el inicio de mi proceso: han estado en todas mis presentaciones, me han felicitado y he sentido su atención siempre que interpreto. Han sido mi gran fuerza y seguridad para seguir aprendiendo. Siento una conexión muy grande desde que comencé mi proceso musical en la bandola ya que mi bisabuelo la tocaba y fue el mejor de esos tiempos. Espero seguir con ese legado musical tan hermoso. La bandola es uno de los cordófonos desarrollados en la
región andina colombiana con características de plectro pulsado, acústico y principalmente para interpretar melodías, con el firme propósito de servir a los intereses de ejecución folclórica andina. Aunque se entiende que su génesis proviene de la inspiración en la familia de la cuerda pulsada, donde el exponente del que toma inspiración más representativa que podemos señalar sería la guitarra (Londoño & Tobón, 2004) de quien podemos notar comparte su cuerpo hueco, cuerda pulsada y trastes 21 (entre otras coincidencias morfológicas), aunque en el caso particular de la guitarra existe un rol de acompañamiento armónico que no se desarrolla con la misma complejidad en la bandola andina. Otro familiar conocido es la bandurria, que comparte aún más similitudes cómo el tamaño, el hecho de que se encuentra afinada en cuartas, que se organiza por pares de cuerdas en la misma afinación; el caso de la bandola, nos muestra una función más específica en principio que el de su famoso familiar (la guitarra), ya que su principal rol en el repertorio andino es melódico, dejando la carga armónica a otros instrumentos cómo la guitarra misma y el tiple. Para entender de manera más concreta el papel que tiene la bandola dentro del desarrollo de la música folclórica de la región es necesario reconocer, como bien menciona Londoño y Tobón (2004), el formato trío como uno de los principales y más
relevantes. La bandola hace parte de manera innegable en la construcción del folclor andino desde sus inicios, pasando por escenarios informales hasta llegar a los más selectos escenarios que propone la academia musical en Colombia. Es notable entonces reconocer la importancia del instrumento y su apropiada ejecución, esto ha permitido expandir el horizonte del folclor nacional y ha complejizado la ejecución del instrumento mismo. El visibilizar las prácticas actuales de la bandola andina colombiana existente en mi municipio se ha convertido en el primer reto al plantear la presente experiencia. Este interés, ligado a mi formación musical, resulta relevante al abordar temas musicales que se convierten en piezas artísticas representativas y con sentido de pertenencia para mi comunidad, fomentando la preservación y difusión de la música andina. Esta experiencia en mi rol solista se divide en dos partes: una es generar espacios de sensibilización, vivencia y aproximación a la música desde el ritmo a partir de la virtualidad y otra es sintetizar esas experiencias para dar cuenta de obras musicales que represento a través de mi instrumento. La música tradicional en el contexto actual vive cambios de paradigmas: de la función vital-cotidiana a los espacios de consu-
mo masivo; de la intimidad de lo privado al espacio público; del folclor a la World Music; de la conservación y el rescate a las mezclas y fusiones; de la producción cultural inmaterial-espiritual al patrimonio intangible; de las músicas nacionales colombianas, latinoamericanas, a las músicas locales y la globalización. En medio de los cambios de paradigmas mencionados, desde el inicio de la cuarentena causada por el Covid- 19 he venido en compañía de mi bandola apoyando procesos musicales en mi municipio, interesada en rescatar del olvido la música tradicional, involucrando en mi repertorio obras de extraordinarios artistas. Este proceso estuvo acompañado de un gran número de retos que se presentaron entre ellos el de la virtualidad que implica interpretar a través de los medios virtuales. Cuando inició el confinamiento en nuestros hogares me sentí preocupada por el hecho de ver interrumpido mi proceso musical y dejar de lado la formación con mis maestros de música, además de los procesos musicales que llevábamos con la Estudiantina de mi municipio en donde la música andina representa un factor cultural importante, a pesar de las dificultades que enfrentamos en materia de instrumentos y docentes. Se trataba entonces de romper esquemas frente a un sonido al que el público está acostumbrado desde hace tiempo y presentar
una técnica de un sonido fino y con carácter; con un fraseo sentido y sutil de manera virtual. El reto sigue siendo captar la atención de mi comunidad a través de un monitor de pantalla, un celular o una vista en las redes sociales, buscando siempre la preservación y difusión de la música andina acompañada de mi bandola. Gracias al acompañamiento virtual de mis profesores he continuado con mi proceso desde el rol solista descubriendo grandes y extensas facetas que posee la bandola andina, fortaleciendo mis conocimientos y así reflejándolo en dinámicas de ritmo y tiempo a través de las canciones que interpreto. Reconociendo la importancia de la bandola andina como un instrumento representativo del folclor, realicé una búsqueda de respuestas para afrontar la problemática planteada por los paradigmas creados y que requerían con urgencia una expresión musical de creación y versatilidad alrededor de un instrumento que representa la idiosincrasia en mi municipio. En esta etapa hago alusión a la bandola andina colombiana en su rol solista, y presento un panorama de las prácticas que en la actualidad se están realizando en el municipio con este instrumento cordófono de 6 órdenes (dobles), afinada en Do y que en la música de esta región del país tiene como función primordial llevar la línea melódica en agrupaciones, como las denominadas estu-
diantinas, o en los tríos andinos, acompañada de tiple y guitarra. Teniendo en cuenta lo anterior surge la necesidad de proponer una experiencia musical a partir del ritmo, enfocada a mi comunidad, obras de compositores de gran trayectoria y experiencia, que han sido sonadas en el medio andino colombiano. Esta experiencia musical desde mi bandola, Philomena, en el rol solista ha permitido generar espacios de sensibilización, vivencia y aproximación a la música desde el ritmo, el conocimiento creando sentido de pertenencia entre el colectivo de los habitantes de mi municipio. Mi bandola desde el rol solista ha logrado con los niñas, niñas, jóvenes y adultos a partir de la interacción virtual rescatar la música andina colombiana, motivando la participación de la comunidad, reconociendo en la bandola sonidos, timbres y texturas que fomentan la participación y la creación de nuevas obras musicales. Interpreto mi bandola con disciplina y pasión, tratando de transmitir a los niños, niñas jóvenes y adultos mi amor y respeto por la música tradicional que ha perdido su valor actualmente, y siempre procuro inspirar a los niños y jóvenes para que practiquen un instrumento musical y así no olvidar nuestras tradiciones y costumbres. Mi gran utopía es ver una sociedad llena de inclusión en la
parte cultural, sobre todo en la música, que todas las personas tengan un gran interés hacia cualquier género musical y lo puedan interpretar desde las diferentes facetas culturales y artísticas sin necesidad de ser juzgados. Para esto el respeto, la tolerancia, el aprendizaje mutuo y el amor serán el gran eje en la sociedad. Sé que Colombia será un gran país lleno de diversidad musical. Espero que yo pueda ser una gran gestora para cumplir esta utopía, desde ahora empiezo a ejercer para acercarme a ese sueño. Espero seguir cultivando en todos los niños, niñas y jóvenes esa inclinación por la música andina en cualquier instrumento musical. Seguiré practicando las canciones andinas que siento debo recuperar del olvido en compañía de mi Philomena por todo el país. Con dedicación, disciplina, amor, esmero y respeto hacia la misma
Juliana Arenas
Christian Valderrama Paula Villa Arteaga Vanesa Salazar Andrea Suárez Jair Sánchez Sierra Emilia Vanegas Paola Ríos Arias Juan Andrés González Jandro Puerta Mila Ortiz Carola Monterroso Santiago Pérez Juliana Arenas
Este fanzine se terminó de crear el doceavo mes del año de la pandemia. En su creación participan las narrativas, las poéticas, de un grupo de jóvenes de Medellín que en medio del aislamiento se atrevió a crear conexiones. En esa capacidad de crear comunidad, en esa forma de juntarse para imaginar, hay más de mil utopías.
Para hacer una pradera