Zoo de Ballenas. La era del Confinamiento y otros relatos.

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Libro de Relatos

Zoo de Ballenas MarisĂş Gonza, 2020




© Marisú Gonza, [2020]



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A José Luis, con todo mi corazón.



Tabla de contenido

La Flor Trigueña ....................................................................................... ..12 El Biomensaje ............................................................................................ .18 ¿Humano, demasiado Humano? ............................................................... .24 Flores de Calabaza ..................................................................................... .34 La Atracción de Feria ................................................................................ .53 El Lago.................................................................................................56 El novelista de plomo y la enfermera de cera......................................64 La Era del Confinamiento....................................................................68 Jerónimo...............................................................................................79 Zoo de Ballenas....................................................................................81 Crescendo o La Chica pianista.............................................................87

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La Flor Trigueña

Su Bueno,

amante

no

era

una

maceta.

exactamente

una

maceta,

sino más bien, la planta con flor enraizada en la misma, concretamente un geranio.

Esa

flor

tenía

todos

los

atributos que una buena amante podía tener: era bella, dulce, entregada, ingenua...Paseaban juntas por la calle al anochecer. Como no podían ir de la mano, pues bien es sabido que los geranios no están dotados de dichos apéndices, el mecanismo de unión

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consistía en una correa de mascota. El collarín de la correa sujetaba el cuerpo de la maceta, la cual no era más que un sencillo pote de arcilla. El desplazamiento por la calle llevando una maceta de barro no parece ser a priori algo difícil, y desde luego, no lo era para aquella chica, que lo hacía con gran maestría. No consistía, como algunos pudieran pensar, en ir arrastrando el tiesto de manera burda. Ese modus operandi no solo carecía de toda elegancia, sino que además pondría en peligro al bello geranio, volcando en el suelo la tierra y arrancando la mata. La ena-

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morada tenía la peculiar habilidad de transportar la pequeña jardinera haciéndola volar por los aires; con un leve movimiento de muñeca hacía pasar la maceta de un lugar a unos metros más allá de un salto, manejando la correa cual látigo de domador, pero depositando de nuevo la planta en el suelo con la suavidad del vuelo de una libélula, sin necesidad de tocarla. Cada vez que la maceta tocaba el suelo, de manera que parecía inevitable, perdía una cantidad minúscula de tierra una

por

tierra

el muy

orificio negra

de

drenaje,

natural,

muy

fértil y húmeda. Sin embargo a ningu-

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na de las dos parecía preocuparle dicha pérdida, aún quedaba mucha tierra.

Algunas

personas

de

la

calle

observaban de lejos ese paseo, señoras que miraban asombradas, muchachos que reían sin disimulo, pues percibían el lazo de amor entre ambas. Y así paseaban, subiendo y bajando escaleras y escalones, por calles y callejones de la ciudad, sin un rumbo fijo, al abrigo de la oscuridad de una noche tibia de verano. Y mientras,

esa chica en sus pensamientos

recordaba,

que

su

amada

no

siempre

fue una flor. Que una vez fue una mujer al igual que ella. Una joven de

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piel

oscura,

ecuatorial,

de

rasgos

exóticos y cálidos, cabellos trigueños y sonrisa láctea, de labios ricos y caderas danzantes.

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17


El Biomensaje

Parecía que el despertador sonaba antes de la cuenta. ¿Cómo era posible que la despertara tan pronto? Aún tenía sueño, la noche anterior se había quedado hasta muy tarde leyendo, sin temor a no poder madrugar, pues tenía el día de descanso y no tenía que trabajar. Tolstói,

La la

lectura tuvo

de

Katia,

absorbida

tras

de la

medianoche. Pronto se dio cuenta de que no era la alarma del biodesperta-

dor lo que sonaba, sino la de la ban-

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deja de entrada de mensajes electrónicos. Ella había configurado su bio-

chip de forma que tenía silenciados todos los mensajes entrantes, pero la alerta que le acababa de llegar era del Gobierno, y esas misivas no se podían

silenciar

ni

configurar.

El

biochip encefálico que se implantaba a cada ciudadano al nacer, y que era actualizado cada ciertos periodos del desarrollo y crecimiento, podía ser en

cierto

modo

conformado

por

el

usuario portador, en lo que se refería a ciertas características como el sonido, volumen y horario de la alarma del despertador, así como de las

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llamadas entrantes, el acceso a los sistemas de transporte de la ciudad, según aquellos servicios que se hubieran contratado previamente (taxi-

drone, vector, etc), o bien, las palabras claves que se utilizarían en cada transacción, como “pagar bufé”, o “acceso vector”. Se podía elegir la palabra

clave

que

se

quisiera

para

cada caso, siempre que no constituyeran una “palabra delito”, o que no fuesen más de tres; por ejemplo para subir a un taxi-drone, antes de comunicar el destino a la máquina, se podía pronunciar: “acceso taxi-drone” o bien “koala rosa volando”, si era eso

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lo que se había registrado en el sistema previamente. Automáticamente la aeronave, tras el escáner del micro-

chip del ciudadano en cuestión, así como del reconocimiento de su voz y de su clave, realizaba el cargo de la tarifa inicial de vuelo a su cuenta bancaria. Sin embargo, todo lo contrario ocurría con otras características

que

eran

imposibles

de

configurar por cuenta del propio ciudadano, como eran el reconocimiento de voz, el reconocimiento facial, el número de cuenta bancaria, el número de identificación ciudadana o la recepción de Mensajes Oficiales, entre

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otras. El Gobierno le habĂ­a concedido la

AutorizaciĂłn

a

su

solicitud

de

permiso para la reproducciĂłn natural

programada.

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¿Humano, demasiado Humano?

Un

hombre

sentado

en cucli-

llas sobre una acera habla por su móvil.

A

jaula

su

de

izquierda,

hierro

en

oxidado,

una

gran

descansan

tranquilamente, recostados, dos animales de ganado; uno se huele a sí mismo, el otro otea la lejanía. Junto a ellos dos cubos de plástico viejos, sucios

y

rotos,

uno

contiene

agua,

otro podría ser para la comida, aunque está vacío. Encima de la jaula hay un trapo sucio y un guante de go-

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ma. Detrás de la jaula está la puerta de lo que debe ser un almacén, oscuro. En el umbral de la puerta, se adivina una mujer, también sentada en

cuclillas, realizando tareas de carnicero; una gran piedra plana a modo de tabla de corte, un gran cuchillo de carnicería, varios recipientes por el suelo, algunos de plástico, otros de

acero

inoxidable.

El

suelo

está

muy deteriorado y sucio. Frente al hombre del móvil también hay una piedra de corte con su correspondiente cuchillo de golpe, una pequeña garrafa, quizá con agua, y un poco

más

adelante

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un

gran

cubo

de


plástico extremadamente sucio, probablemente para desechos. Más hacia la derecha, en el suelo, una bandeja de acero inoxidable con lo que parecen vísceras,

una

enorme

palangana

de

plástico y un cubo de metal; una pequeña mesa con una balanza electrónica, algunas bolsas de plástico rojas y el otro guante de goma. Encima de lo que parece otra jaula de metal vacía, pero no oxidada, sino oscurecida, quizá por el humo, hay un tercer animal,

pero

muerto

ya,

está

sobre

una lona. Justo detrás hay una pared de azulejos, ennegrecida, pues parece que ahí mismo se ha procedido a que-

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mar el pelo de dicho animal, para más tarde prepararlo. Delante de la acera, a pie de calle, una mesa de hierro

oxidado

y

tabla

aglomerada

con

una lona cubriéndola, hace la función de puesto para la venta, con varios costillares y patas. Es la descripción de la carnicería de un mercado poco moderno y civilizado. En los mercados modernos, la preparación del animal no se hace en el mismo lugar donde va a ser vendido; en

las

carnicerías

civilizadas,

la

carne ya llega preparada en piezas, separadas por tipo, algunas incluso envasadas; los controles sanitarios y

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de calidad son muy estrictos, y el producto viene marcado y con denominación de origen. Todo está extremadamente limpio y desinfectado. Nada está en el suelo, incluso los carniceros trabajan de pie, lo más alejado del suelo posible; repisas limpias, refrigeradores.

Ciertamente

en

las

carnicerías tradicionales, aún pueden verse

animales

ganchos,

como

enteros pollos

y

colgados

de

conejos.

En

muchos lugares es apreciada desde la primera

hasta

la

última

parte

de

ciertos animales; como del cerdo, por ejemplo, del que se dice que se aprovecha todo: morro, lomo, costillas,

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orejas,

sesos,

hígado,

carrilladas,

patas de jamón, etc. Sin embargo, en aquellas carnicerías autoservicio de supermercado, todo está tan adecuadamente cortado, preparado y envasado, que a veces incluso sería difícil reconocer de qué animal proviene, si no fuera por el etiquetado. Pareciese hubiesen

que

sido

aquellos

fabricados

productos de

manera

totalmente industrial, a la medida, como las bolsas de snacks y de galletas, y que nunca hubiesen pertenecido a una animal vivo. Algunos etiquetados afirman que los animales originarios no sufrieron durante el proceso,

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y que vivieron en libertad. Esto parece acallar las conciencias de algunos. entre

¿Qué los

grandes dos

tipos

diferencias de

hay

carnicerías

descritas? Con toda seguridad la higiene, el control sanitario, los procedimientos,

también

los

tipos

de

animales para el consumo (los dos de la jaula eran perros mestizos). El

control

sanitario

desde

luego

marca una gran diferencia, define al tipo de sociedad; las diferencia entre una, con gran pobreza y grandes riesgos para la salud, no solo a nivel poblacional, sino, hoy día hemos podido comprobarlo, a nivel mundial,

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y otra, más rica, con estricto control

en

la

salud

alimentaria,

pero

que se ha visto afectada por las consecuencias de la primera, a causa, en gran medida de la globalización. El tipo de animales también es una diferencia; el consumo por tradición de especies como el perro, el murciélago, la serpiente, el pangolín, entre

otras,

bien

como

producto

alimenticio, bien como medicina tradicional, parece a muchos inaceptable. Pero

¿quién puede juzgar la

evolución gastronómica de una región? En muchos países occidentales se consumen caracoles, algún queso con gu-

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sanos, ancas de rana, en Centroeuropa también un tipo de perro, etc. Desde luego se vuelve ya imprescindible,

desde

un

punto

de

vista

ético y desde un punto de vista sanitario, la implantación de controles estrictos,

la

prohibición

absoluta

del tráfico de animales en peligro de extinción, el maltrato animal y mucho más. Y al final de esta reflexión, me sigo planteando: ¿Qué diferencia hay? Todos

son

animales,

como

nosotros,

parece que se nos olvida, y están bajo nuestro yugo, el yugo del Humano, ¿Demasiado Humano?

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Flores de Calabaza

Se abrían las puertas del restaurante. Al acceder a él, inmediatamente

se

podía

percibir

su

sofisticación. Una decoración suave a la

vez

que

creativa

y

un

elegante

servicio. La melodiosa música ambiental, era casi imperceptible; pues se fusionaba

con

el

murmullo

de

los

clientes, acomodados en mesas de oscura

madera,

circulares,

de

manera

muy espaciada, por los distintos salones. En el aire se entremezclaban

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prometedores aromas: pan recién horneado,

humeante

brasa,

especiados

guisos...El sumiller visitaba alguna mesa,

haciendo

recomendaciones

y

ofreciendo catas de vino y maridajes. Los camareros iban de aquí a allá, sirviendo con delicadeza las copas; algunos

vinos

fríos

y

espumosos,

otros verdes o rosados, otros tintos, a veces champán. El establecimiento estaba estructurado de tal forma, que en el centro de su sala principal, estaba situada

la

espléndida

cocina,

a

la

vista de los comensales, quienes podían admirar las provisiones, bodega

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e ingredientes, así como a los cocineros y al chef de cocina, llevando a cabo preparativos; deliciosos platos, ensaladas, sushis, panes, degustaciones y postres. Encima de las pulcras mesas de la cocina, fuentes con grandes ostras frescas, bajo un lecho de minúsculos cubitos de hielo y acompañadas de finas rodajas de limón; jarras de cristal, llenas de cristalina agua con frondosas matas de perejil; enormes cestas rectangulares de mimbre contenían cebollas, otras, peras, grandes tomates rojos, más allá patatas. Hermosos utensilios de cocina de cobre andaban repartidos por los fo-

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gones; sartenes, ollas, cocteleras y espumaderas. Cada cocinero o cocinera realizaba con apasionada entrega, su específica tarea. Uno derretía pegajoso caramelo; otro amasaba pan; otra cortaba jugosas y delgadas lonchas de jamón de dehesa; otro aplicaba el soplete sobre algunas pequeñas piezas de nigiri de salmón, dotándolas de un apetitoso tono dorado; otra disfrutaba de la magia química de la aglutinación en esferificaciones de aceite de oliva, creando un caviar dorado. El chef revisaba los platos principales que salían de cocina, dándoles el toque decorativo final, con flores de

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violeta y capuchinas; cebollino picado y sésamo tostado; gotas de salsa de soja o verde aceite de oliva... El chef tenía un gusto exquisito, aquel restaurante era como su segundo hogar, allí se sentía como en su casa, y en cada rincón se respiraba

su

filosofía

y

su

personalidad.

Tenía tal amor por la belleza visual y aromática, y, estaba dotado de una delicadeza tal, que en algunos de sus pequeños ratos libres, se encomendaba a la actividad de realizar arreglos florales con los que adornaba estratégicos espacios del restaurante. De eso modo se observaban hermosas deco-

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raciones florales realizadas con la combinación de hojas de mango y flores de calabaza, estéticas ramas de olivo secas con floraciones de aloe, etc., utilizando las más pulidas técnicas del arte japonés del Ikebana, o arreglo floral. Con toda probabilidad, aquel chef, cocinaba y decoraba sus platos con la misma sensibilidad con la que decoraba el paisaje de su restorán. En

la

planta

inferior

del

restaurante, junto al almacén, había una pequeña habitación muy iluminada, pues daba a un jardín a través de un gran ventanal. El jardín tenía un as-

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pecto

enormemente

cuidado;

en

él

abundaban las plantas aromáticas, albahaca,

orégano,

cilantro,

romero;

plantas con flores de diversos colores,

hibiscus,

lavanda

y

tuipanes,

algunas

otras

geranios, verduras

y

frutales como calabaza, cayena, aloe, cherrys y fresas. En una de las esquinas del jardín, había una pequeña casita de madera con una sola habitación, que servía a modo de taller. Era el chef el que más tiempo cuidaba del jardín, y el que utilizaba aquel taller

para

realizar

los

arreglos

Ikebana. La habitación era sencilla y sobria, una gran mesa de madera cen-

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tral con un alto taburete, y algunas estanterías en las paredes. Todo estaba muy limpio y ordenado, pero encima de la mesa había varios trabajos en desarrollo, con sus correspondientes herramientas alrededor: pequeñas tijeras podadoras; rastrillos; alambres; brochas; un par de teteras llenas

de

agua

fresca,

varios

kenzan

(una especie de plataformas pesadas con pinchos puntiagudos en los que se sujetan las ramas y tallos) de distintos tamaños y formas; altos jarrones

de

bambú,

otros

de

porcelana,

para el estilo moribana; bandejas de madera y de cerámica, para el estilo

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nageire. Grandes cestas de mimbre colocadas en el suelo contenían varios troncos y ramas secas de mediano y pequeño

tamaño.

disponía

a

Cuando

realizar

un

el

chef

se

arreglo,

lo

primero que escogía era el recipiente. El estilo de Ikebana que más le gustaba hacer era el moribana, aquel en el que los materiales se acoplan en

un

recipiente

plano,

de

manera

tridimensional, y en el que resalte la belleza, el volumen y el color. Tras elegir una bandeja de bambú color nogal o un plato plano de cerámica gris, salía al jardín para elegir las ramitas, hojas, semillas, frutos

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y flores que podaría para adaptarlas a la potencial obra de arte. Combinaba y colocaba las plantas de tal manera, que parecían una nueva especie vegetal nunca antes vista. Con ayuda de alambres situaba las ramitas y tallos en posiciones inverosímiles, que desafiaban la gravedad. Los resultados eran siempre armoniosos, y daban una imagen como de cuento de fantasía, como de acuarela viva. Cuando al chef le gustaba mucho el resultado de alguno de sus arreglos, lo subía con él al restaurante, y lo colocaba en alguna repisa, en la que pudiera observarlo fácilmente mientras trabaja-

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ba. Cuando algún cliente quería hacerse una fotografía con él, se encargaba de que se colocaran delante del

último

Ikebana

realizado,

para

que apareciese también como fondo del retrato. Sus habilidades básicas para introducirse en el arte floral, las aprendió por primera vez en un viaje vacacional a la Prefectura de Okinawa, en Japón, hacía unos años. Visitó varias de las islas Ryūkyū, y finalmente decidió quedarse en la pequeña isla de Izena, o Izenajima en japonés, una larga temporada, es decir, todo un verano. Los primeros días se

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alojó en un hotel, pero cuando tomó la improvisada decisión de quedarse durante

más

tiempo,

pues

se

había

prendado del lugar, no le fue difícil alquilar una pequeña y humilde casa, en la que se quedó a vivir durante su estancia en la isla, que no era más que un tranquilo poblado de pescadores y agricultores. Los mismos pescadores

se

encargaban

también

del

cultivo de algas, sobre todo la variedad de mozuku, alga endémica, en las costas de la isla. Resultaba curioso para el chef observar bajo el mar, a no mucha profundidad, aquellas largas filas de plantaciones de alga,

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que guardaban idéntica estructura que las

plantaciones

de

verduras

en

la

superficie de la tierra. Los familias de pescadores hilan cuerdas a las que unen semillas del alga y colocan en el fondo marino, a muy poca profundidad, donde la luz las ayuda a crecer rápidamente. En tiempo de cosecha, se hace la recolección con ayuda de un bote que flota por encima de la plantación, y grandes aspiradoras que absorben el nutriente producto. Los primeros días de estancia en la isla, mientras aún se encontraba alojado en el hotel, se dedicó a pasear por los caminos del poblado, de

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las costas y de los campos. Las calles olían a algas, a mar y a soja, que prácticamente huelen igual. Todas las casas eran bajas y con jardín, rodeadas de un muro bajo con una entrada abierta, dotada de una pequeña columna a cada lado, la mayoría de las veces adornada con un par de shi-

sa (figura de león protectora del hogar),

algunos,

sentados,

otros

agazapados, otros en verdadera posición de juego. Muchos de estos muros estaban realizados con bloques de cemento,

pero

otros,

con

las

propias

piedras de la isla, de origen marino, algunas

incluso

coralinas.

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Blancos


esqueletos de erizo de mar y de conchas marinas se secaban al sol. La puerta

principal

de

la

casa

muchas

veces estaba abierta, dejando correr la brisa, cubierta con la tĂ­pica media-cortina noren para preservar la intimidad del interior del hogar. Las ventanas estaban todas reforzadas con listones de madera, para proteger los vidrios de los tifones, que son frecuentes en agosto y septiembre. Algunos

tejados

reforzados

con

pesados

sacos de arena, para evitar su levantamiento. muy

Él

agresivos

acontecĂ­an

deseaba

que

aquellos

durante

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sus

no

fueran

tifones

si

vacaciones


allí. Ropa tendida en los cordeles, abuelas pescadoras sentadas al fresco en el umbral de sus casas. Todo estaba rodeado de vegetación, campos de cultivo, parques infantiles, zonas de descanso. Pronto el chef, aunque no hablaba casi nada de japonés, se familiarizó con

la

Encontró

isla una

y

con

casa

sus

habitantes.

deshabitada

y

se

puso de acuerdo con su dueño, un pescador,

para

alquilársela

por

unos

tres meses. En menos de dos semanas, ya era un isleño más. Salía de pesca con otros hombres, cosía redes y mariscaba con las pescadoras, ayudaba

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en la plantación y cosecha de cebollas, batatas y arroz, absorbía algas desde el fondo marino, como cualquier otro buen granjero y sobre todo, lo que no se podía obviar, aprendía a cocinar

y

apreciar

los

más

típicos

platos de la gastronomía de Okinawa. En otros ratos libres, se dedicó al aprendiazaje de actividades más artísticas,

pero

no

menos

artesanas,

como la caligrafía japonesa con tinta china y el Ikebana. Y cada vez que, mientras revisaba y decoraba los platos que salían de cocina hacia el salón del restaurante, observaba su último Ikebana, con

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ramitas de laurel, o flores de calabaza, y se transportaba a la isla de Izena en Okinawa, con sus algas y sus

shisa.

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La Atracción de Feria

Aquella atracción de feria se había convertido ya en algo demasiado peligroso.

El

anciano

de

cabello

blanco había empezado a pensar que no había sido tan buena idea ir a aquel parque de atracciones con su familia, pero lo hizo, por los niños. Tener

que

descender

desde

aquella plataforma elevada hasta la barra de acero colocada más abajo, a la que debía agarrarse con una sola mano, quedando colgado cual chimpan-

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cé, mientras, en la otra mano, le colocaban un bebé de pocos meses al que debía sujetar y proteger...constituía una tarea difícil e inmerecida. Ya

desde

allí

podría

saltar

hasta el suelo, que no debía quedar muy lejos, aunque, no alcanzaba a divisarlo. El salto debía ser controlado, con un gesto de amortiguación con sus piernas al caer y sin perder el control del bebé. La mano con la que se sujetaba ya le dolía demasiado y se resbalaba. El cosquilleo vertiginoso en su estómago era casi insoportable. Se dejaba caer al vacío.

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55


El Lago

Hubo un día en el que hice un interesante viaje, al “país dormido”. Me trasladé hasta una de sus urbes, la ciudad de las tres ciudades, y sobrevolé sus calles, sus mercados, sus campos,

sus

acerqué

todo

lagos lo

y

que

sus

ríos.

Me

pude

hasta

el

centro de la metrópoli, con la conocida aplicación Google Maps, en “vis-

ta satélite”. La visión no era todo lo nítida que esperaba, sino más bien borrosa.

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Intenté Pegman

pasear (el

por

sus

muñequito

calles

con

amarillo

de

Street View), pero no era posible, esa

opción

no

estaba

disponible

en

ese país; sin embargo, sí podía soltar

al

muñequito

en

localizaciones

concretas, indicadas con una pequeña señal circular, y que mostraban fotos esféricas. Así que, más que pasear, iba saltando de un punto a otro: aquí se veía una gran plaza vacía, con edificios allá

diplomáticos encontraba

el

imponentes;

más

interior

una

de

estación de tren, repleta de viajeros sentados, esperando su convoy, miran-

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do su móvil, y con el equipaje a su pies, consistiendo éstos en maletas, grandes bolsas transparentes,

llenas

de objetos que casi se adivinaban a simple vista, o bien grandes cubos de plástico, usados como valijas. De repente, algo me sorprendió: en

vista de mapa, me llamó la atención la presencia de un pequeño lago, de entre los más de 50 lagos que tenía la ciudad, a causa de antiguas inundaciones, contener interior;

por un

su

particularidad

minúsculo

sin

embargo,

islote al

en

pasar

de su a

vista de satélite, el lago ya no estaba allí. Era como si se lo hubiera

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tragado la tierra, con islote y todo. En su lugar había casas y edificios, incluso algunos rascacielos y un pequeño campo de fútbol. La cosa me intrigaba bastante, así que sondeé en la web, buscando alguna información

que

me

aclarase

por

qué

aquel lago ya no estaba allí, algo que confirmase mi teoría de que el lago había sido desecado para construir edificios en su área, por conveniencia urbanística. Solo encontré un artículo periodístico en referencia al caso, que hablaba de un grupo de abuelas voluntarias que se habían organizado para proteger ese lago de

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su ciudad; se hacían llamar El Equipo

de Cabello Gris para la Protección del Lago, y había sido fundado por una

abuela

luchó

por

durante biéndose

octogenaria. la

ocho

preservación años

iniciado

protección,

Este

con

un

grupo

del

lago

(2008-2016), el

propósito

llamamiento

hade por

parte de la abuela fundadora, en el que alegaba la imperiosa necesidad de hacer recobrar al lago su equilibrio

ecosistémico. principalmente,

Esto

se

evitando

conseguiría que

nadie

pescara en sus aguas, para que los peces mantuvieran la limpieza del estanque y reeducando a los transeún-

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tes, sobre todo a la juventud, para que no arrojaran desechos al mismo; no fue una tarea fácil, pues modificar los hábitos de los ciudadanos adquiridos reto;

sin

durante

años,

supone

un

estas

señoras

lo

embargo

consiguieron: una pancarta hoy, mañana un discurso a los jóvenes, otro día un raudo corte de hilo a una caña de

pesca...Lograron

la

armonía

am-

biental del lago, y todas sus gratas consecuencias: nada de malos olores por

agua

moscas

y

estancada,

disminución

mosquitos,

valor

de

estético

del barrio, equilibrio en la tempera-

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tura y humedad de la zona, la visita de aves, etc. Menudo despropósito que tras este estoico esfuerzo de las yayas de la comunidad, el limpio lago y sus ventajas, se fuesen al garete, por una

reestructuración

urbanística

de

la zona, muy probablemente debida a intereses políticos y económicos. Más tarde me di cuenta de algo: el lago no había desaparecido; no habían construido

sobre

él;

solo

había

un

desfase entre la vista mapa y la vis-

ta satélite en la aplicación, y el lago se encontraba en otra localización, ligeramente más al noroeste...

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63


El novelista de plomo y la enfermera de cera

Érase que se era, una enfermera de cera, con mucho miedo a salir. Cruzar el umbral de su casa hacia el exterior le daba pánico, pues la realidad mundial

se

había

vuelto

más

cruda,

cruenta y cruel de lo habitual; pero el deber la llamaba, así que en una danza guantes

centrípeta, y

pantalla,

con

mascarilla,

vidas

salvaba.

Ella quería quedarse en casa, en su cueva de protección, y vivir en la ficción, escribir relatos breves in-

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finitos,

dibujar

sirenas

y

focas,

pues estaba hecha de cera, y la monstruosidad le deformaba el alma. Había también un novelista de plomo, de un color gris azulado, resistente, incorruptible, inmune a los ataques atmosféricos,

de

argumento

temible.

Debía quedarse en casa y no lo soportaba. Debía confinarse, y, ya más no lo aguantaba. Quería salir, sufrir, vivir, para tener más temas que escribir. Quería salvar vidas, aunque fuera con la palabra. Quería poner en peligro la suya propia, al menos, y así poder narrarlo. Él estaba hecho de plomo, y quería ser munición. Y al

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calor de su Ă­ntima pasiĂłn, en la distancia social, se fundieron los dos.

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La Era del Confinamiento

Se situó de pie frente al espejo, totalmente desnuda. Claro está que se veía a sí misma de ese modo prácticamente cada día, al salir de la ducha o al cambiarse de ropa. Pero esta vez quería mirarse detenidamente. Quería observar su desnudez con los ojos de otra persona. Con los ojos de un hombre, un hombre imaginario. Ella se consideraba bella y contorneada, tenía una hermosa silueta y piel suave. El cabello corto y ondu-

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lado, los ojos ámbar, treinta años de edad. ¿Apreciaría ese hombre imaginario su belleza? ¿La desearía? Se llamaba Raquel. El día anterior el Gobierno le había enviado un requerimiento para una reproducción na-

tural

programada.

En

menos

de

una

semana debía concertar una cita presencial

para

la

revisión

médico-

física final, pues había sido elegida por el Bioministerio para un apareamiento

programado

con

un

ciudadano

elegido. Ella no podía creerlo, <<¿cómo he

tenido tan mala suerte de ser elegida para esto?>>, pensaba, hubiese prefe-

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rido mil veces, haber sido seleccionada

para

formar

parte

del

ensayo

clínico de cualquier medicamento experimental, algo que por otro lado, podría haberle ocurrido perfectamente, pues todo ciudadano estaba obligado por ley a participar en dichos ensayos clínicos, si así se les requería. No le ocurría a cualquiera el hecho de ser elegido para la reproducción; el ciudadano debía reunir una serie de características y de requisitos, como por ejemplo, tener un In-

forme de Secuencia Genómica Positivo, es decir, una aprobación de la infor-

70


mación

genética

del

individuo,

sin

“grandes defectos”, como enfermedades genéticas o predisposiciones a enfermedades graves; no debía haberse sometido

nunca

a

ninguna

técnica

de

ingeniería genética, ni por voluntad propia

ni

por

Bioministerio; Salud

requerimiento

tener

un

Psiconeurológica

del

informe

de

intachable;

estar certificado como poseedor de un

Expediente Limpio, es decir, ningún delito

ni

ser

ciudadano

un

acusación; con

además, una

debía

solvencia

económica por encima de la media y superar determinados niveles de Inteligencia

Emocional,

71

Cultural,

Lin-


güística, Musical, Interpersonal, Naturalista y Colaborativa. Raquel debería sentirse muy orgullosa de sí misma. Haber sido elegida para esa tarea, la convertía prácticamente en una diosa de perfección. Había sido estudiada y cumplía todos los requisitos necesarios. Solo faltaba la revisión médico-física defi-

nitiva, en la que se comprobaría su estado de salud actual, descartando enfermedades en curso, infecciones, o consumo y/o adicción a sustancias. Esa

noche

tampoco

pudo

dormir

bien. Le costó conciliar el sueño, y se despertó en varias ocasiones. No

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podía pensar en otra cosa. Si tras la revisión médico-física todo iba bien, que era lo más probable, en menos de quince días tendría una cita física con un hombre elegido para ella, con la finalidad de llevar a cabo una reproducción natural. Hacía quince años que no veía a nadie en persona. Ella tenía treinta. La última persona con la que se reunió fue su madre. A su padre nunca lo pudo conocer. Aún hablaba con ella cada cierto período de tiempo, por videollamada, pero no podían encontrarse. Desde el Confinamiento Individual implantado por el Gobierno hacía unos

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cuarenta años, los ciudadanos no podían reunirse, salvo en ocasiones muy específicas, y coordinadas por el Gobierno.

La

era

del

Confinamiento

Permanente comenzó a causa de un simulacro de pandemia. Sin haber informado

a

los

ciudadanos

previamente,

los gobiernos de distintas naciones se pusieron de acuerdo para realizar una prueba general de reacción ante un agente infeccioso que, a priori, no se consideraba demasiado perjudicial, pero que acabó causando estragos.

En

los

años

siguientes

se

encadenaron las pandemias de manera

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crónica, esta vez naturales, por mutaciones del agente inicial, Lo que hizo imposible la desescalada de la cuarentena, decretándose el confinamiento a nivel individual y definitivo. Todo

había

sido

meticulosamente

preparado. Era preciso que las condiciones fuesen propicias para la fecundación, así que el Ministerio lo tuvo todo en cuenta y no faltó detalle: una cita a ciegas muy romántica, una

cena...de

lujo,

el

lu-

gar...paradisíaco, el hombre...ideal, escogido Finalmente

con se

exactitud quedaron

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quirúrgica. solos

en

la


intimidad de un habitáculo. Raquel se sentía acalorada, el vino se le había subido un poco. La conexión entre ambos era perfecta; pero eso era algo que sabía que ocurriría, eran dos cobayas de laboratorio. Dos inocentes pangolines. Y sabía que él también lo sabía. Pensaba que incluso era posible

que

desde

les

detrás

estuviesen de

algún

observando falso

espe-

jo...y mientras pensaba eso, el chico se abalanzó hacia ella, la agarró del cuello para atraerla hacia sí, y la empezó a besar, prácticamente a absorberla con los labios. Los corazones

agitadísimos,

las

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respiraciones


se transformaron en gemidos; se miraban muy de cerca, los ojos a medio párpado, las conjuntivas enrojecidas y húmedas de lágrimas de placer. Ella no entiende por qué necesita que él la abrace desde atrás; lo necesita, así que se gira y se arquea, y él la abraza desde atrás y le resopla en el oído, y la besa en el hombro derecho. Las gargantas tan secas de suspirar, que los sonidos eran como de lobeznos en mitad de un bosque oscuro. Se produjo lo inevitable, la fusión de dos estrellas. Se llamaba Israel. Y

entonces

ella

comprendió

por

primera vez lo que era el instinto, y

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comprendió

por

primera

vez,

lo

que

era el dolor absoluto de saber, que aquello había ocurrido por primera y última vez, que a aquel hombre que le había aportado una infinita seguridad por unas horas, no volvería a verlo nunca más, y que aquel hijo o hija al que

probablemente

engendraría,

solo

podría visitarle una hora cada día, de manera prácticamente vigilada, y nunca más, a partir de que cumpliera dieciséis años, pues eran las normas en la Era de la Cuarentena Infinita; todos vivos, todos sanos, la especie perpetuada, pero emocionalmente rotos por dentro.

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Jerónimo

Me encanta cuando juegas a escaparte. Y yo juego a hacerte regresar, llamándote con lastimoso tono cantarín,

imitando

a

Tamaki,

la

sufrida

madre que llama a sus hijos en aquel bosque de <<El intendente Sansho>>. Al fin, apareces dando un salto desde detrás de un gran helecho, cual jaguar amazónico, y, ¡hasta consigues asustarme! Te llamas Jerónimo en honor a la libertad, tú mismo te pusiste ese nombre, ¿lo recuerdas?, pues

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viniste a mĂ­ en el momento justo para apropiarte de ese apelativo. Juegas a escaparte

porque

sabes

que

no

eres

libre. Si te sirve de consuelo, nadie lo es...

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Zoo de Ballenas

El joven adolescente se acercó a la jaula de la ballena, abrió la bolsa de krill seco y arrojó un puñado al interior, entre los barrotes, con la intención de que el gigante marino se acercase; mientras esperaba por si surtía efecto el reclamo, cartel que tenía a su lado:

azul

(<<Balaenoptera

leía el

Ballena

musculus>>),

rescatada en la isla de Lewis, Escocia. 100.000 kg. 25 m. Hembra. Edad: 80 años. El chico pensó que iba a

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romper

a

llover

de

un

momento

a

otro, pues había oscurecido repentinamente, dad,

se desvaneció la luminosi-

incluso

notó

la

humedad

y

el

frío en su piel, los vellos de los brazos de le habían erizado. Pronto se dio cuenta de que no era una nube de tormenta lo que le hacía sombra, sino el cetáceo, al que tenía encima, exhalando un vaho marino intensamente acre. El joven dio un brinco hacia atrás, se había asustado, ¿cómo no la vio venir? Recordó que estaba entre rejas. De nuevo introdujo su mano en la bolsa de krill, sacó un puñado del salado snack, y lo arrojó al morro de

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la bestia. El monstruo marino le miraba fijamente con uno de sus ojos, mientras se suspendía en el aire. Sus aletas estaban cubiertas de un manto de percebes. Su piel estaba seca, no brillaba como era de esperar. —Libérame —dijo la ballena, con un grave tono de voz. —No

creo

que

pueda

—contestó

el

joven— se darán cuenta de que he sido yo. —Libérame. —Si lo hago morirás; si estás viva es

porque

fuiste

rescatada.

¿No

lo

recuerdas? Encallaste en la Isla de Lewis, y te sacaron de allí.

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—Me clavaron un arpón. —Fue por tu bien. Debían sedarte. Debían

salvarte.

Cazarte,

y

traerte

aquí. Hay muchos peligros ahí afuera. Si te dejo salir, te cazarán para comerte los pescadores de Japón o de Noruega. Aún siguen cazando más ballenas de lo debido, ¿es que no lo sabes? Dicen que es en pro de la investigación, pero no es cierto, pues la carne de ballena acaba empaquetada y en los mercados —Mientras hablaba, el adolescente se llevaba puñados de krill a la boca, y los comía—. Además, las aguas están muy contaminadas; derrames de petróleo, residuos

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tóxicos, vertido ilegal, acumulación de plásticos y microplásticos...este krill que estoy comiendo, y que tú pareces no querer ni probar, es de piscifactoría; en los océanos apenas queda, por el desequilibrio ecológico. Por otro lado, ya estás anciana, no

merece

la

pena

el

riesgo,

¡no

crees? —Libérame. El chico miró muy fijamente al ojo de la ballena, por él se derramaba una gruesa lágrima, del tamaño de un balón, se acercó para verla de cerca, para reflejarse en ella como en un espejo cóncavo. Vio algo. No era su

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imagen reflejada. Era algo que le sobrecogió, paralizando su respiración. Se despegó un poco, buscó la cerradura, abrió la verja. La ballena salió lentamente,

meciéndose

en

el

aire;

ascendió y se disolvió en el cielo.

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Crescendo o La chica Pianista

La chica pianista practicaba todo el día, a todas horas. Tocaba incluso mientras dormía; golpeaba las ochenta y

ocho

sueños.

teclas Sus

del

dedos

blanco ahora

piano

fluyen

en por

encima del teclado cual pardas culebras de río. Sus pies desnudos se sumergen en el frío líquido, hasta los tobillos; nota la suave corriente por entre los dedos de sus pies y oye el murmullo del agua que se produce al rozar con las brillantes piedras. No

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puede oír la música, solo el flujo del agua. Quiere oír su música, así que golpea las teclas más fuerte; eso provoca que suba el nivel del río, hasta sus rodillas. Ahora puede oír algo de su música, pero no lo suficiente. Necesita saber si la melodía es la correcta. Pequeños peces nadan por entre sus muslos. Una rana verdosa salta encima del piano y croa, pero

no

emite

sonido.

Le

pesan

los

brazos y el movimiento se enlentece. Debe tocar más rápido o perderá la armonía. Hace un gran esfuerzo y lo consigue. Se agiliza el movimiento de sus dedos, los cuales han perdido la

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rigidez articular, son tan elásticos ahora que se doblan de igual modo hacia delante que hacia atrás. La corriente del río se hace más poderosa y la empieza a arrastrar, pero sin perder la compostura. La pianista sigue sentada en su taburete. Flota en el agua a favor de la corriente, sin perder su posición con respecto del piano. Ya están totalmente cubiertos por el agua. Su cabello se suspende cual alga marina, la música ahora se oye perfectamente, ella puede respirarla y esboza una sonrisa. Multitud de burbujas emergen hasta la superficie desde las teclas del piano a cada

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golpe, y en cada burbuja va contenida una nota musical. El camisón intenta despegársele del cuerpo. El agua está muy tibia ahora y el corazón agitado. Todo se oscurece de repente, se apagan

los

colores.

Noche

absoluta.

Blanco y negro: teclas blancas, teclas

negras;

luna

blanca,

culebras

negras; estrellas blancas, piano negro; el piano se funde con el cosmos y desaparece. Solo hay teclas flotando. Se van escapando, sus dedos se separan de sus manos para poder alcanzarlas hasta el infinito. Pero no llega, no puede seguir tocando, así que empieza a caer al vacío, ha per-

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dido su mĂşsica, ya no se oye. Solo se alcanza a oĂ­r el croar de una rana. Despierta sobre su cama, y solloza, pues por mĂĄs que lo intenta, no consigue recordar la partitura del agua.

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Sobre el autor

Marisú es

Gonza,

Diplomada

Universitaria en una carrera de des:

HumanidaEnferme-

ría. De raíces gaditanas y malagueñas, es una apasionada de las letras. Con siete años comenzó a escribir sus primeros poemas y canciones, y desde entonces, ya no dejó de escribir e ilustrar.

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