La Nereida de Sicilia. Capítulo 3: Buen sino en el mar de Creta.

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© Marisú Gonza, [2020] Portada: Óleo sobre lienzo de John William Waterhouse (1849-1917) El despertar de Adonis (1899).


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Capítulo 3: Buen sino en el mar de Creta

Ferénikos galopaba por las profundidades del golfo Sarónico rumbo a Naxos; pasaron muy cerca de la isla de Salamina, tierra que había visto nacer a Eurípides, el gran poeta trágico, que ahora vivía en Atenas, pues tuvo que marcharse de la isla durante su infancia a causa de la guerra. El gran y moderno autor que en sus obras aceptaba a las mujeres como fuertes y a los esclavos como inteligentes; amigo y admirado por el gran filósofo Sócrates, que solo asistía al teatro cuando se representaban

sus

obras.

Las

gaviotas

revoloteaban

siguiendo a los barquitos pesqueros. Los islotes parecían verdes caparazones de tortuga flotando sobre las aguas, toda la costa estaba bordeada por la sedimentada y clara orilla. Se apreciaba desde el mar, en lo alto de una colina, rodeada de olivos y arbustos de romero, la Gran Tumba Circular de Piedra.

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Atrás quedaba también, a su derecha, la isla de Egina, morada de la ninfa amante de Zeus, del mismo nombre. Imposible no divisar su monumental templo de Afaya, con su asombroso altar, de doce metros de ancho. Contrastaban los brillantes colores, azules, verdes y rojos con los que estaban pintadas las columnas y las esculturas de la armada Atenea, con su escudo, lanza y casco corintio. El hipocampo siguió su ruta nadando a toda velocidad para alcanzar el mar de Mirtos. Fueron a mayor profundidad pues preferían luchar contra las corrientes marinas, que combatir con el oleaje de superficie que se había levantado. Esquivaron a un cachalote que nadaba pausadamente con su cría a un lado, y que abría su larga y estrecha mandíbula inferior para tragarse un enorme calamar, el cual, ante la inminente amenaza tintó las aguas de oscuro pigmento; aunque la estrategia no le sirvió para escapar esta vez. Las rocas del fondo marino estaban tapizadas de ahuecadas esponjas y anémonas, y rodeadas de anaranjados pececillos. De repente, vieron acercarse hacia ellos, a toda 8


velocidad, una enorme sombra. Aretha, asustada, empuñó su afilado tridente; Ferénikos frenó en seco y quedó en suspensión en el agua; cuando tuvieron la amenaza más cerca, vieron que se trataba de Galatea, “la nereida de la blanca piel”; iba de pie encima de su concha gigante, tirada por dos delfines. Había ido a buscarlos, pues le urgía su ayuda. Dionisos, el dios del vino, también se dirigía a la isla de Naxos en su barco, para la celebración del festival de las nereidas, en la que se congregarían todas las ninfas del mediterráneo, para realizar una danza ritual previa al Gran Sacrificio a Poseidón, en Atenas. Sin embargo, antes de alcanzar el archipiélago de las Cícladas, fue interceptado en el mar de Creta por una nave etrusca. Dionisos, pensando que eran comerciantes, aprovechó para pedirles consejo acerca de una mejor ruta para alcanzar la isla de las ninfas; los etruscos amablemente le invitaron a subir a su barco, con la excusa de explicarle el recorrido al tiempo que le mostraban un mapa, y fue entonces, cuando Dionisos, al subir 9


a bordo, se percató de que había sido secuestrado por unos piratas tirrenos, que pretendían venderle como esclavo en Asia. Los piratas ataron con cuerdas al ebrio dios al mástil, pero entonces empezaron a sucederse extraños acontecimientos; una parra surgió del vientre de la nave, y su tronco empezó a trepar hacia arriba del mástil, al mismo tiempo que sus raíces se sumergían hacia el fondo del mar; por la borda manaba vino; los remos y las velas se llenaron de guirnaldas; las gaviotas se posaban para beber del embriagante líquido, para luego caer borrachas. El barco hizo aguas y comenzó a hundirse. Los piratas tirrenos, ante el asombro de tales brujerías y por miedo a hundirse con el barco, saltaron todos por la borda, convirtiéndose, al contacto con el agua, en grisáceos delfines, que irónicamente, comunicaron por ecolocalización la situación a los delfines de Galatea. Ella, seguida por Aretha, acudió al auxilio de Dionisos. Cuando llegaron al lugar, encontraron un barco semihundido, sobrevolado por gaviotas, con un dios 10


borracho atado al mástil, cantando desafinadamente, rodeado de un mar de ácido vino. Pero por si el peligro fuera poco para la deidad, que estaba a punto de ahogarse, la embarcación etrusca había llamado la atención de los nueve telquines, monstruos marinos hermanos, con cabeza de perro y cola de pez algunos, otros, colas de serpiente, que habían comenzado a nadar a gran velocidad alrededor del barco, para producir un remolino y acelerar así el hundimiento de la nave, que ellos consideraban intrusa en su aguas. Aretha se bajó del hipocampo. Nadó unos metros a gran velocidad, salió verticalmente del agua, dio un elegante giro en el aire, digno de una gimnasta ístmica, y volvió a sumergirse en el agua empuñando su tridente. Al toque mágico del tridente sobre el agua, se formó una onda expansiva, que ahuyentó a los nueve telquines, los cuales huyeron despavoridos, pues Aretha tenía el total dominio sobre las criaturas y bestias marinas, así como de las olas y las mareas del mediterráneo, por lo que también se calmaron las aguas, desapareciendo 11


el remolino y quedando la superficie del mar lisa como una bandeja de plata. Galatea se acercó a Dionisos para desatarle, quien no había dejado de canturrear, bajo los efectos del vino, a pesar de que ya le llegaba el agua al cuello. Ante la sorpresa de la blanca nereida, había una persona tras el dios, también atada al mástil, por su lado posterior; una mujer elegantemente vestida, con una túnica transparente y un chal escarlata por encima, bordado con adornos en zigzag; de tez muy clara, cabello liso y largo, adornado con una diadema y un velo, y ataviada con joyas de oro que incluían una gargantilla con adornos de hojas de árbol, un collar con grandes colgantes, dos grandes pendientes en forma de disco y un brazalete, con imágenes de Voltumna, el dios etrusco de la transformación. La joven estaba inconsciente. Galatea la subió a su concha, junto a un afortunado Dionisos, y ordenó a sus delfines que los llevaran hasta la tierra más cercana, la isla de Creta, seguidos por las dos nereidas, subidas a Ferénikos, quienes ya veían retrasado 12


el baile ritual en Naxos. Derramar vino, buen sino; derramar sal, mala señal; buen sino en el mar de Creta tuvieron, el excesivo dios y la misteriosa etrusca. Llegaron a la playa de Aminiso y tomaron tierra. Tanto la joven mortal como el dios de la ambrosía estaban inconscientes, una por el desmayo, el otro por el vino; Fueron depositados en la fina y amarilla arena de la playa, cerca de un olivo, para que se secaran y descansaran. No muy lejos en una colina, les observaba un pastor con su rebaño de ovejas y cabras, marcadas en el lomo con un pigmento rojo grosella. Se veía desde la playa con claridad la blancura de la nieve en la cima del lejano monte Ida. Ferénikos transformó de nuevo su cola en ligeras patas, se adentró en la playa, y Dionisos y la mortal, que ya habían despertado, se subieron a él, para ser transportados hasta la cercana caverna de Ereutija, un pequeño santuario con un altar dedicado a la diosa del mismo nombre, en donde debían permanecer hasta nuevo aviso. Mientras tanto, las nereidas se dirigirían a pie hacia el palacio de Cnossos. Cuando 13


llegaron a la cueva, Dionisos y la etrusca bajaron del caballo, el cual los dejó allí y se marchó en búsqueda de las nereidas. El dios y la humana penetraron en la caverna, de unos sesenta metros de profundidad y doce de anchura, admirando la majestuosidad de sus estalactitas. Al fondo de la gruta, había un altar, con la estatua a tamaño real de Ereutija, la diosa del parto y de la maternidad; los rescatados se aproximaron para observarla de cerca. A la entrada de la cueva, se asomaba con sigilo, escondiéndose, el pastor del rebaño, que llamado por la intriga, les había seguido hasta allí, y estaba observando sus movimientos.

Fin del tercer capítulo 14


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