Libro relatos de Historia

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BIBLIOTECA COLONIAL

CONCURSO DE ESCRITURA CREATIVA HISTORIAS DE LA HISTORIA: REGRESO AL PASADO

PROYECTO LINGÜÍSTICO DE CENTRO


LOS PRIMEROS RAYOS DEL ALBA POR CRISTINA ONETTI Los primeros rayos del alba que se filtraban por las celosías y las cumarias irrumpían la oscura soledad del interior del salón. La luz iluminaba poco a poco las paredes de yeserías con atauriques y caligrafía nesjí, de modo que, al llegar a los relieves recubiertos de oro y a los zócalos tapizados con losas de azulejos policromados, no daba la sensación de estar en la sala del trono, sino de estar en el mismo paraíso. O al menos, era la impresión que todas las mañanas recorría cada milímetro de mi cuerpo; todas, menos hoy. Por más que contemplase el techo de madera situado sobre mis hombros, abarrotado de estrellas y representando los siete cielos del elíseo…, por más que trataba de quedarme exhortado mirando las vidrieras de colores como hacía día sí y día también…, o por más oraciones que le dedicaba a Alá, mi mente no era capaz de centrarse en otra cosa que no fuera el tormento de hace tan solo unos semanas: rendirse. A pesar de que la luz había cubierto con su esplendor todo el salón, mis ojos solo veían oscuridad. Desde que mandé a los visires y al resto de jefes de las tropas abandonar la estancia al atardecer, había pasado la noche sentado en el trono, acompañado únicamente por mis pensamientos, los cuales se hallaban, junto conmigo mismo, en un laberinto sin salida. A medida que pasaban los minutos, mi ánimo se desvanecía. Aún no podía creer que, después de más de diez años en guerra…, después de todo lo sufrido y las atrocidades cometidas, ahora, a tan solo un par de horas, todo pasaría a ser historia. Siento mi cuerpo desvanecerse al tratar de ponerme en pie. Mis músculos, engarrotados por el frío de invierno, tardan unos minutos en reaccionar a mis impulsos. Me acerco con cautela a una de las ventanas más próximas para contemplar el sol de la mañana. El hermoso patio de los Arrayanes luce bajo mis pies. La gran alberca refleja, a través de sus sosegadas y congeladas aguas, el cielo aun rosado de la aurora. Los mirtos verdes se ocultan bajo una capa de escarcha blanquecina. El lugar permanece intacto, tal y como la primera vez que lo vi. Un recuerdo fugaz atraviesa mi mente y, sin percatarme, me veo a mí mismo de niño corriendo por el borde del estanque y a mi dulce madre gritando tras de mí, tratando de sujetarme para que no cayera en las aguas, pero sin borrar de su rostro esa hermosa sonrisa suya que con tan solo mirarla lograba hacerme sonreír automáticamente. Aquella gentil mujer nunca habría imaginado que, en tan solo unos años,


conspiraría contra su propio marido para ayudar a su hijo, y aquel inocente niño, nunca habría imaginado que conspiraría contra su propia familia para salvar a su pueblo. El problema empezó cuando éste último deseo de salvar al pueblo se fue transformando en deseo de poder, y claro, los hombres -y más los reyeshacen cualquier cosa por poder sin tener en cuenta sus repercusiones hasta más tarde, cuando todo es ya imposible de remediar. Este inconmensurable deseo fue el responsable de cegarme completamente y hacerme olvidar algo que habían experimentado ya mis antepasados durante siglos: las conspiraciones se pagan con conspiraciones. Estaba tan ansioso de conseguir mi señorío, que aproveché una revuelta del pueblo contra mi padre al subir los impuestos para hacerme con el poder del reino. No fue muy difícil. Tenía un ejército, no muy desmesurado, a mis servicios gracias a mi madre, la cual había sido desplazada en la corte por una “sucia esclava cristiana”, como ella solía repetir cada día, que se desposó con mi padre, Muley Hacén. Cuando por fin nuestros objetivos se ven en parte cumplidos, surgen los verdaderos conflictos: los clanes zegríes seguidores de mi padre se nos echaban encima. Mi pequeño séquito no sería capaz de afrontar una segunda lucha consecutiva. La única solución, más rápida y eficaz que hallé, fue la que trajo unos de los servidores del enemigo: los cristianos se unían a la causa a cambio de que aceptara su vasallaje. No necesité pensármelo dos veces. Lejos de los oídos del pueblo, mandé de vuelta al vasallo de los cristianos con mi respuesta: aceptaba el vasallaje. Después de aquello, todos los acontecimientos sucedieron como un rayo para mí. La primera vez que fui apresado por los cristianos y liberado a cambio de la rendición de mi reino, comprendí que, en efecto, todo tenía su precio en esta efímera vida, y las cosas se pagaban siempre con la misma moneda. En el momento de dar la rendición, no la acepté, aunque ahora veo que fue un completo error causado por mis ansias de poder. Mi liberación fue una sistemática estrategia ideada por los reyes Cristianos. Sabían perfectamente que no rendiría todo lo que había logrado a ellos, y sabían que mi decisión provocaría la destrucción entre nosotros mismos. Mi padre aún no había perdido sus deseos de venganza contra mí, y mi tío no se alejaba mucho del mismo camino. Además de todo esto, mi pueblo moría de hambre. Los huertos del Generalife no abastecían a la población, y no podía entrar ningún alimento del exterior al encontrarnos totalmente rodeados por los cristianos. Mi Granada, mi hermoso reino nazarí, todos los sueños por los que había luchado durante años, estaban tocando su fin. El suave contacto de una mano apoyada en mi hombro me saca de mis pensamientos. Al girarme, veo a unos grandes y tristes ojos negros que me miran con ternura. Estaba tan sumido en mis recuerdos que no había oído


llegar a mi esposa, Morayma. Noto como un temblor le consume todo su cuerpo y, a pesar de hacer enormes esfuerzos por hablar, un nudo le presiona la garganta. Sujeto sus manos con firmeza, tratando de proporcionarle las fuerzas que ni yo mismo poseo, y la atraigo poco a poco hacia mí hasta que beso sus labios, buscando un último aliento de esperanza. Con un suave movimiento, se aleja de mi boca algo más tranquila y permanece inmóvil, mirándome fijamente a los ojos. -Boabdil… -Logra decir con un hilo de voz- Están aquí. Te esperan en la puerta de la muralla. Siento mi alma desvanecerse al oír sus palabras, pero mantengo mi compostura por ella. -¿Están los caballos preparados?- Es lo único que consigo decir. Mi mujer asiente con la cabeza.- Bien. Camino al otro lado del salón hasta otra ventana, desde la cual veo gran parte de mi reino, al-Qal'a al-hamra. Las largas calles se muestran vacías; todos están escondidos en sus casas por la llegada de los cristianos. Un suspiro escapa entre mis labios. -Has luchado cuanto has podido - escucho a mi mujer tras de mí-. Ya no te quedaban más opciones. O esto, o sus vidas. No había otra posible salvación. Miro a mi mujer con una débil sonrisa de complacencia y me despido de ella pensando que, en realidad, nunca hemos estado a salvo ni lograremos estarlo. Los guardias me ayudan a subir a mi corcel blanco. Los pocos que aún quedan de mi séquito me rodean montados también a caballo. Siento miles de ojos que me observan ocultos cuando cruzo las calles hasta la puerta de la muralla. Cojo aire antes de dar la orden de abrirla, y vuelvo a coger aire cuando mi vista se pierde ante un mar de soldados cristianos. Me acerco despacio hacia ellos, con la llave de la ciudad en mis manos. Justo antes de tendérsela al rey Cristiano, pienso la frase dicha por el primer rey de nuestra dinastía nazarí, Mohamed-Ben-Nazar: “Sólo Alá vence.”


ESTO QUE OS VOY A CONTAR PATRICIA RODRÍGUEZ Esto que os voy a contar no debe salir de aquí. Puede que sea una simple anécdota para vosotros, pero yo me juego el cuello (y con cuello quiero decir trabajo, que es una cosa muy difícil de conseguir hoy en día). En uno de mis muchos viajes tuve que viajar a la Sevilla de Bécquer. Precisamente para que el poeta que conocemos hoy en día fuera tal y como lo conocemos. Explicaros el problema en su origen me llevaría un tiempo que ni yo ni vosotros, probablemente, tengamos, así que me ceñiré a lo importante. Mis jefes me mandaron aproximadamente al año 1850 (nunca nos dicen el año exacto por motivos de seguridad, pero vosotros, que estáis más que hartos de estudiar las fechas, sabréis rápidamente cuándo me hallo) para encauzar al joven Gustavo Adolfo, que por aquél entonces se empeñaba en ser pintor. (¿Os imagináis lo que habría pasado? ¿Cuántas horas de estudio ahorradas en clase de lengua? Pero ¡qué poemas nos habríamos perdido!) -Al fin en Sevilla -me dijo el corresponsal de Sevilla cuando salí por la puerta. Nos saludamos con un apretón de manos.- Precisamente en este lugar habrá una estatua de Bécquer dentro de unos años -dijo con un cierto toque de altanería cuando pasamos por un árbol enorme. Yo sonreí falsamente. No me gustaba meterme en problemas, y conocer datos de otras épocas podría crearme más de uno. -Si no le importa prefiero que me ponga al día sobre la misión -él pareció captar mi indirecta. -Un carruaje nos está esperando a unos metros. Mis órdenes son informarle cuando estemos en él -afirmé con la cabeza seriamente. Una llovizna fina más típica de Londres que del sur de España convertía las empedradas calles en pistas de hielo resbaladizo (definitivamente no había elegido el calzado correcto). Dejamos atrás una especie de jardín en el que se encontraba la habitación de ratas por la que había llegado hasta allí y salimos a un espacio abierto. A lo lejos un edificio colosal se erguía entre putrefactas y viejas casas. Caminamos hasta él, o mejor dicho, hasta el foso que lo rodeaba. Entonces, el corresponsal volvió a hablar. -Esto solía estar lleno de agua con cocodrilos -dijo totalmente serio. Mi cara de espanto (dado el asco y miedo que siento hacia los réptiles) debió resultarle graciosa porque su bigote se estiró empujando a sus mofletes-. Es


broma -soltó entre carcajadas. Yo permanecí impasible, aunque debo admitir que su sonrisa me gustó, pero mientras estoy trabajando no hay lugar para el disfrute. Rodeamos el foso y entramos a una calle ancha a la que el empedrado aún no había llegado. Los charcos eran abundantes y el carruaje estaba al final. Cuando llegamos el barro bajo mis botas me había hecho crecer un par de centímetros. -Verás -me dijo el corresponsal aplacando su encrespado cabello-, resulta que Bécquer está asistiendo ahora mismo a los talleres de pintura de Antonio Cabral Bejarano, quien no piensa dejarlo escapar. Por otra parte, su tío Joaquín Domínguez Bécquer no está por la labor de correr con los gastos de la educación de Gustavo Adolfo -Yo tenía alguna información extra, así que le pedí que me llevara directamente a dichos talleres. Aún era temprano, así que las calles estaban vacías y pudimos llegar lo suficientemente pronto como para encontrar al maestro de la escuela a solas. Me bajé del carro pensando que las sillas del instituto al que fui eran cómodas, así que os podéis imaginar cómo fue el trayecto en aquél vehículo del demonio. El corresponsal me tendió su mano para ayudarme a bajar y yo lo miré con incredulidad, después bajé ignorándolo. No os puedo negar que aquél gesto me gustó, pero ya sabéis: el trabajo es el trabajo. Entramos a lo que parecía una casa normal. La puerta estaba abierta así que cogimos por sorpresa al señor Bejarano, que ya esperaba a sus alumnos. Le pedí al corresponsal que me esperara en la puerta del despacho del maestro y entré para hablar a solas con él. -Señor Cabral Bejarano -le dije pausadamente mirando cada detalle del cuchitril-. Quizás no me conozca, pero vengo por orden expresa de su majestad el rey -entonces saqué unos documentos (previamente falsificados por mis compañeros de falsificación de documentos) con los que le demostré que mis declaraciones eran verdaderas. Su cara empalideció. Fuera escuché discutir al corresponsal con alguien. -¿Qué es lo que quiere? -preguntó nervioso el señor Bejarano. -Conozco la razón por la que está reteniendo a Gustavo Adolfo -Las gotas de sudor comenzaron a poblar su brillante cabeza calva-. El hombre que le ha instado a ello es buscado por numerosos delitos de traición a la patria. Si vuelve a verlo…


Un hombre desconocido irrumpió en la sala. Un hombre que resultó ser el tío de Bécquer, Joaquín Domínguez. -Lo siento, ha insistido en entrar -se disculpó el corresponsal. -No se preocupe -le dije con una sonrisa inconsciente que oculté en cuanto me di cuenta-, ha llegado en el momento oportuno -Después miré al maestro y le dije-: ahora ya sabe lo que tiene que hacer -señalé el documento escrito que le había entregado apenas cinco minutos atrás y le di la espalda. El corresponsal y yo salimos. Él sorprendido, yo con seguridad. Cruzamos un vestíbulo que se encontraba en la penumbra. Al fondo, un aparente adolescente miraba un cuadro como se adora a Dios ante su altar: mudo, absorto y de rodillas. El carruaje nos esperaba en la puerta. -¿Ya está? -me preguntó incrédulo. Yo afirmé sin hacer ni una mueca-. Vaya… después de verte pensé que por primer vez desde que cogí este trabajo almorzaría con alguien que merece la pena -No puedo negar que aquello me avergonzó, ni que me habría encantado comer con la compañía de aquel magnífico y apuesto caballero, pero la realidad era otra. -Tengo otra misión que cumplir. -Y se puede saber a dónde te toca ir -lo miré con algo de indignación porque ambos conocíamos las reglas, pero aquella vez decidí hacer una pequeña excepción. -Tengo que convencer a César de que cruce el Rubicón -él se conformó aunque no parecía convencido. Me acompañó hasta la habitación por la que había salido una hora antes y se despidió de mí. -Espero volver a verte algún día. -Y lo cierto es que después de aquella breve misión nos volvimos a ver muchas veces, pero eso es otra historia. Esta se acaba aquí. No me matéis por hacer que tengáis que estudiar a Bécquer, dadme las gracias por disfrutar de esas fantásticas Rimas y Leyendas. Probablemente durante todo el relato os hayáis estado preguntando por qué no os he dicho mi nombre; y es que ese dato no lo he considerado importante, así como mi sexo o la época de la que vengo. Si recordáis lo que os dije al principio comprenderéis que cuanto menos sepáis de mí mejor. Además si os fijáis, ninguno de esos datos modifica vuestra visión de la historia, ¿o si?


MOSCÚ, 1810 CLAUDIA GARCÍA

El baile de Navidad de 1810 era especial. A mi lado, el rostro de Sonia resplandecía como las brillantes luces de las grandes arañas de cristal que colgaban de los altos techos de la sala de baile. Ella me miró, radiante y emocionada, y supe que tenía esa misma expresión reflejada en el mío. Era nuestro primer baile. Y nos preguntábamos si nos sacaría a bailar algún guapo y apuesto joven que nos divirtiera y nos hiciera reír to-da la noche. Vimos a Vera y a su marido hablando con nuestro querido Pierre. Agarré el brazo de Sonia, sonriendo, y nos adelantamos a madre y padre. - ¡Pierre!- exclamé al llegar junto a ellos. - ¡Natasha!- se sorprendió él, dejando la frase que le estaba diciendo a mi cuñado. Ambos nos miramos fijamente por un momento. Cuando era una niña, me había lan-zado sin dudar a sus brazos. Sin embargo, ahora, era demasiado mayor para ello. Pierre se subió un poco la montura de sus lentes, sus mejillas coloreándose. Le di un beso en una de ellas, ¡estaba tan feliz que no podía contenerme! - Natasha, qué atrevimiento- me riñó Vera. - No pasa nada, señora Bern- excusó Pierre-. Natasha es muy cariñosa con todos, y yo no soy una excepción, me parece. Hoy es tu primer baile y el de Sonia, ¿verdad? Padre me puso una mano en el hombro, deteniéndose a mi lado. - Así es- asintió en tono de orgullo-. Ambas esperan que les saquen esta noche a bailar. - Estoy seguro de que será así, no os preocupéis. Si os sentáis aquí junto a estas señoritas, lo harán. Además-. Entonces me miró con


esos grandes y cálidos ojos castaños, con timidez-, estáis preciosas. Las dos. Sonia y yo le sonreímos, muy agradecidas, e hicimos lo que nos dijo. Vimos a cien-tos de parejas bailar un vals al son de los violines, las flautas, el piano y muchos otros instrumentos que no recordaba darles un nombre. Estaba tan entusiasta y nerviosa, su-mergida en mi propia dicha, que no me daba cuenta del paso del tiempo. A veces me so-bresaltaba en el cambio de canción y me inquietaba que nadie hubiese aparecido aún pa-ra pedirme un baile, pero seguía observando aquellos hermosos vestidos de copa que daban vueltas y más vueltas, y enseguida lo olvidaba. - Conde Rostov. Nos volvemos a ver. De algún modo, pude desconectarme de las imágenes que había delante de mí y es-cuchar esa voz. - Príncipe Bolkonsky. Me volví para mirar. Sí, era él. Iba muy elegante con ese uniforme blanco. Varias mujeres con las que me sentaba le observaban y lanzaban risitas coquetas. Mas él no pa-recía prestarles atención. Más bien era como si estuviera cometiendo una misión. Por-que su expresión era seria. ¿Bolkonsky nunca sonreía? ¿Nunca reía? - El conde Bezukhov me ha encomendado a su hija menor para una invitación al baile. Dice que es muy buena bailarina. ¿Me da usted su permiso? - Por favor. Ella estará encantada. - Gracias, conde Rostov. Como en una nube, le vi dirigirse hacia aquí. Mi corazón comenzó a latir muy rápi-do. Había llegado la hora. Iba a bailar. Con Bolkonsky. - Condesa Rostova, ¿me permite usted este baile? Sintiendo que no me salía la voz, asentí con la cabeza y le tomé la mano que me ofrecía. Su piel era áspera y cálida, maltratada por las batallas y la guerra. No fue tal y como me lo había imaginado. Fue mejor, muchísimo mejor. Bolkonsky me guiaba con delicadeza, dando vueltas a nuestro alrededor.


Estaba tan emocionada que no me atrevía ni a respirar, sólo le miraba a los ojos y le sonreía. Era un buen baila-rín, más que Nikolai, o padre, o Pierre, quien siempre se tropezaba con sus propios pies y conseguía divertirme. De repente, el baile se hizo más rápido. Me eché a reír, saltan-do. Y él sonrió, y después rió conmigo. Fue el sonido más bonito que había escuchado nunca. Sus ojos azules le brillaban con una improvisa alegría, los míos atrapados en ellos. Mi pecho estaba a punto de explotar de la felicidad. Era impresionante ver cómo alguien tan serio mostraba su lado iluminado de la vida. Había oído que había perdido hacía algún tiempo a su esposa cuando dio a luz a su único hijo. Pero ahora… era como si se hubiera olvidado de todo lo malo, de todas sus preocupaciones. De todo aquello que le privaba de algo tan alegre como este momento. Y eso me hacía realmente feliz. Los violines terminaron las últimas notas de la melodía y los caballeros se inclina-ron ante las damas. Bolkonsky me llevó de nuevo a mi asiento y me besó la mano. - Perdón- dijo un joven, situándose al lado del príncipe-. Príncipe Bolkonsky. Condesa Rostova, ¿me concede este baile? Bailé con ése y muchos más. Terminaba una canción y a la siguiente estaba de nue-vo ocupada. Aunque pronto terminé cansada, seguí bailando. Era lo que más quería. A menudo me volvía y me encontraba buscando a Bolkonsky. Lo veía conversando con Pierre, observando el baile. Su mirada se topaba con la mía, ardiente como el fuego, y mi corazón daba vuelcos, tan fuertes y bruscos que me dolía el pecho, anunciando cómo algo nuevo e intenso florecía en mi interior.


MI DURO EXILIO DE ROMA: OVIDIO. JULIA ROMERO Supongo que la historia de todos y cada uno de nosotros consta de un hecho que marca un antes y un después en nuestra vida, dependiendo del recorrido de cada uno. En mi caso, pienso que no existe nada peor que la pérdida simultánea de todos tus seres queridos, y no hablo de muerte, hablo de algo mucho peor, ¿Alguien se ha sentido alguna vez, muerto en vida? Yo sí, me sentí así el día que alguien cuyo nombre no mencionaré aún, me arrebató lo más valioso de mi vida, expulsándome de su lado para siempre. Hablo con tal seguridad de que será para siempre, porque me encuentro sin duda en mi lecho de muerte, un lecho de muerte que comenzó hace mucho tiempo. Sin más procedo a relataros como aconteció todo esto: Allá por el año 43 a.C., fui nacido en la ciudad de Sulmona, formando parte de unan familia de caballeros y con un futuro dirigido al cursus honorum; para ello mi anciano padre me puso al cuidado de varios maestros versados en derecho y retórica, cuando pronto comencé a inquietarme por la retórica y a hablar en verso para disgusto de mi padre: “Parce mihi, nunquam versificabo, pater!”, solía decirle. Sin embargo, llegaron tiempos más difíciles, y falleció mi amado padre. Este fue un momento muy duro en mi historia, pero a la vez, fue el momento donde por así decirlo comenzó todo. La herencia familiar que recibí, facilitó mi posibilidad de abandonar el estudio del derecho y mi comienzo en la producción literaria. Esto para mí era un sueño, encontré en ello mi verdadera vocación. Aún recuerdo la emoción que me recorría durante la composición de mis primeras obras, pero jamás, olvidaré una de ellas, y pronto sabréis por qué: Ars Amandi. Supongo que el problema de todo esto sería mi modelo desajustado al de moral y virtud impuesto, pues me encontraba en ese momento componiendo una obra, para mí con muy buen aspecto, que desgraciadamente no pude terminar: Fasto. Pues en el año 8 d.C. Recibí una noticia, que como ya he dicho antes, marcó un antes y un después en mi recorrido por este itinerario llamado vida.


El emperador Octavio Augusto, tomó la decisión de exiliarme de mi hogar, Roma para partir al día siguiente hacia el Ponte Euxino, e instalarme en Tomis. Quedó abierta una nueva etapa para mí, justo después de pasar la última noche con mis seres queridos, aquellos que me daban vida y que jamás volví a abrazar, embarcándome rumbo a un exilio del que no habría de regresar. -Volveré, haré todo lo posible por volver, te lo prometo. -¿Acaso este es el final de todo? ¿Acaso vas a dejarnos con la incertidumbre de si podrás volver a abrazarnos? ¿A abrazarme? -¿Acaso hay otra opción? ¿Deseas que quede en el aire una minúscula posibilidad de volver a encontrarnos, o deseas mi muerte y que esta posibilidad quede enterrada conmigo? -Ve, pues. Confío en ti, prométeme que te arrepentirás ante Augusto cuanto haga falta.


-Lo prometo y juro mil veces, no puede compararse el valor del amor que siento por ti, con mi orgullo de inocencia, no me importa perderlo por completo sí el fin es volver a rozar tus labios. Aún recuerdo esta última conversación con mi amada esposa antes de besarnos por última vez, beso que han sellado mis labios hasta el día de hoy, y espero que también los suyos, pues no conozco noticia alguna desde aquel horrible día. Quizá, ni la pena de muerte hubiera sido más dura, pues nunca olvidaré el recorrido de las lágrimas por mis mejillas cuando plasmaba en la tercera elegía de mi obra compuesta tras el exilio, Tristes, la última noche pasada en Roma…

Cum subit illius tristissima noctis imago, qua mihi supremum tempus in urbe fuit, cum repeto noctem qua tot mihi cara reliqui, labitur ex oculis nunc quoque gutta meis. Cuando me asalta el tristísimo recuerdo de aquella noche en la que viví mi último instante en la ciudad, cuando recuerdo la noche en que abandoné todo lo que amaba, todavía hoy una lágrima se desliza desde mis ojos. Así comenzaba. Sin duda, lo más duro de todo esto, es que nunca conocí el motivo exacto de la decisión tomada por el emperador, pues llegaron a mis oídos tantos rumores como motivo de ello, que a día de hoy sigo encontrándome desconcertado. La multitud de acusaciones se hacen a mi obra Ars Amandi, acusándola de influenciar a las mujeres a ser infieles a sus esposos, ya que en su tercera parte, se trataba la seducción de una mujer a un hombre, tema del cual no tiene que surgir una infidelidad. Otras acusaciones, tenían relación con la hija del emperador y sus supuestos adulterios cometidos, acusándome de hablar o difundir falsos rumores sobre ella, e incluso llegando a acusarme a facilitarle un aposento para cometer dichos adulterios. Nadie sabe lo frustrante que resulta no conocer la causa, o el error cometido, que hoy en día te condiciona, y te hace sentirte como al principio de esta composición, muerto en vida. Nadie sabe cuántos han sido mis intentos de pedir disculpas al emperador, e incluso a su sucesor, incluso mediante la composición de una obra. Pero de nada ha servido.


“Mi nombre es Publio Ovidio Nasón, y este es el hecho que marcó un antes y un después en mi recorrido, dejando hacer a la retórica un papel realmente importante en ella, pues ha sido lo único que ha permanecido conmigo de principio a fin.”


ROMA ANDREA ARROYO

-Yo creo que deberíamos construir nuestra propia ciudad en el lugar donde fuimos encontrados según dicen por una loba llamada Luperca. -Aunque esa loba, al acercarse a beber nos recogió y después nos amamantó en su guarida en el Monte Palatino yo creo que deberíamos construir nuestra ciudad en el lugar donde la mujer del pastor que nos encontró, nos cuidó hasta que fuimos mayores. -Pero fue Luperca quien nos salvó la vida… -Y la mujer del pastor quien nos crió… Como mi hermano Remo y yo seguíamos discutiendo sobre el lugar donde fundar la ciudad decidimos consultar el vuelo de las aves, a la manera etrusca. -¡Acaban de pasar seis buitres alrededor de aquella colina! -Pues yo acabo de ver doce buitres volando alrededor del Monte Palatino. ¡Entonces yo seré el rey de esta nueva ciudad! Después, decidí trazar un recuadro con un arado para marcar los límites de la ciudad y juré que mataría a todo aquel que se le ocurriera traspasar aquellos límites sin mi consentimiento. Entonces, mi hermano Remo me desobedeció y cruzo aquella línea con desprecio y burlándose de mí, por lo que decidí matarlo ya que soy un hombre que siempre cumple con su palabra y más tarde lo enterré en la cima del monte Palatino. Posteriormente, funde la ciudad el 21 de abril del año 753 a.C y en arrepentimiento por la muerte de mi hermano la llame Roma en su honor. A continuación, me proclamé rey y junto con cien miembros cree el Senado y dividí la población en treintas curias y como la población era principalmente masculina decidí raptar a las mujeres de las tribus sabinas


vecinas. Después junto a Tito Tacio compartí el primer reinado de Roma y cuando murió continué reinando en solitario. Un día soleado y hermoso me dirigí hacia la tumba donde se encontraba mi hermano Remo en lo alto de monte y me arrepentí millones de vez sobre aquel mediocre destino que le había dado a mi querido hermano. De repente, noté como el viento comenzó a cobrar fuerza, los árboles se movían cada vez con más fuerza y comenzó a llover por lo que pude observar como descendía de las nubes un carro y varios caballos que tiraban de él, no me hizo falta ni un segundo para reconocer que aquel era mi padre, el dios Marte, que durante la estancia de mi madre, Rea Silvia, en el convento en el que fue encerrada por mi repugnante tío Amulio que fue capaz de asesinar a todos los hijos de mi abuelo el Rey Numitor e incluso de expulsarlo de su trono para obtener el todo el poder. ¡Qué desdichado se sintió cuando se enteró de que el dios Marte había dejado embarazada a Rea Silvia y al ver peligrar su trono y su poder nos arrojó a mi hermano y a mí hacia el rio Tíber! Por ello creo que hoy mi padre, el Dios Marte ha hecho bien en bajar a por mí porque creo que es justo que yo también cumpla mi castigo por haber matado a mi querido hermano tal y como nosotros hicimos al matar a mi tío Amulio y restaurando en el trono a mi abuelo, el verdadero Rey Numitor. Y así comenzó mi historia.


CUENTO DE LA ALHAMBRA NOELIA BORRUECO

Esta historia empieza en Córdoba, cuando a mi padre se le ocurre ir de vacaciones de Semana Santa a Granada. No sé si os pasa a vosotros pero a mí, las noches anteriores al viaje no puedo dormir pensando en qué veremos, si haré amigos o simplemente qué llevar en la maleta. El tema de la maleta es muy complejo, por lo menos para las chicas ya que nos gusta ir muy preparadas. Bueno, de mi trayecto de Córdoba a Granada no puedo contar mucho porque en todos los viajes largos no sé que me pasa que me quedo durmiendo. Sólo sé que paramos dos o tres veces. Cuando por fin llegamos entramos en un hotel muy grande y nos instalamos en una habitación con unas vistas muy bonitas, hacia una tal “Alhambra” me dijo. Más tarde, me enteré de que iríamos a visitarla, cosa que a mi no me hacía mucha ilusión pero como mis padres querían pues había que ir. Intenté con todas mis fuerzas quedarme en el hotel pero no hubo excusa para ello. Prefería quedarme viendo la televisión o jugando con la tablet, sin embargo, mi padre me convenció y entré en razón de que, ¿cómo voy a ir de viaje y hacer lo mismo que hago en casa? Llegamos a la Alhambra pasando por calles muy bonitas, viendo de fondo Sierra Nevada y sobretodo, percibiendo las buenas sensaciones que había, ya que, si te ponías a pensar fue una gran ciudad musulmana. Al verla de lejos me impresioné, ¡es inmensa!-dije y mi padre se echó a reír. Entramos después de pasar por la taquilla y fuimos a ver primero el Generalife, me acuerdo de que me llamó mucho la atención las vistas que había desde el pabellón interior del Salón Regio al Albaicín, ¡vivir ahí debe ser fantástico! Mientras mi padre me iba contando historias de las suyas… ¡Papá no empieces!-exclamé.

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-¡Sara si son de verdad!, si me escuchases te gustarían.-me respondió. -Pero papá es que no me gustan, son un rollo, no tienen princesas ni castillos ni príncipes azules.-le dije. -Está bien hija, pasemos a un rinconcito de la Alhambra que te va a encantar y te voy a contar la historia de una pequeña princesa, ¿de acuerdo?-me preguntó. -Claro.-le contesté. Pero ese sitio no estaba cerca, tuvimos que pasar la Torre de las Infantas y la Torre de la Cautiva, después recorrimos un trozo más adelante hasta llegar al Partal con una alberca enorme. Más tarde llegamos a la sala de los leones en la que había una fuente con, como su propio nombre indica, leones. Estaban todas las paredes muy recargadas de muchas líneas cruzadas, no sé, me pareció curioso. Hacia adelante, está la sala de Dos Hermanas y el Palacio de Carlos V, el viaje se me estaba haciendo pesado ya que mi padre iba mirándolo todo minuciosamente, normal en él, es historiador; Pero hizo una pausa ya que me vio aburrida y me dijo: -Sara, ¿quieres saber algo interesante sobre este palacio?-me preguntó entusiasmado. -Diiiiiime- le contesté desganada. -Este palacio no pertenecía a la Alhambra, mira primero, echaron a los musulmanes de Granada y después Carlos V no quiso destruirlo todo así que, puso una catedral de su misma religión en el centro. No le respondí ya que me imaginaba historias mientras él me lo decía. Fuimos al Palacio de Comares y nada más llegar, me dijo mi padre: -Sara, aquí te voy a contar la historia, ya que es para mí el sitio más bonito de toda la Alhambra, el patio de los Arrayanes. -me dijo. -¡Bien papi, por fin!- le contesté emocionada. -Érase una vez que se era, una bella princesa llamada Arreya, conocida por su magnífico aroma, su padre el gran rey la quería mucho pero no quería que se casase tan joven con el príncipe tan malvado que tenía como novio aunque ella no se diera cuenta. No había cómo impedir la boda, así que acudió a la bruja del reino. Ella hizo un hechizo pero lo único que ella pudo hacer fue convertirla a ella en una bellísima planta para que él se fuese de su reino. Así que se convirtió en estos setos que están aquí ahora y se


llaman arrayanes.- me dijo. -Pero papá, ¿por qué no lo alejó a él de ella?- le pregunté. Y me contestó: “Tanto la quería su padre que no quería verla triste. Como no quiero verte yo triste nunca”. Y la visita de la Alhambra concluyó al terminar de ver El palacio de Comares, los Palacios Nazaríes, la Alcazaba y la última torre, la Torre de la Vela.


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