Los Mariot III Con los muebles en su sitio

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III Con los muebles en su sitio

Se miró en el espejo del baño. Un viejo con las cejas y los labios tristes. Aunque, más que de tristeza, su expresión parecía de perplejidad. Cuando no es Pascua en diciembre, decía Lidia y tenía razón. No se enteraba de nada. No se había enterado nunca de nada. Las cosas sucedían a su alrededor, en los mundos de los libros, de la radio, de la televisión que ponía en el ordenador para ir mirando otras cosas mientras oía algún programa, porque sentarse en la sala sin hacer nada más que mirar imágenes, le aburría; tanto que se ponía a pensar en cualquier cosa y no se enteraba de lo que estaba mirando. De todos modos eran otros mundos con otros que no eran él que vivían vidas que no eran la suya. A esa gente le pasaban cosas. A él, solo le pasaban las cosas que contaba esa gente. Conocía mejor los problemas y las luchas de los georgianos que los de sus vecinos. Había caminado más las calles de Tiflis que las de su propio pueblo.

Había caminado infinitamente más su imaginación que sus

propias piernas.


Empezó a desnudarse. ¿Por qué Tiflis? En su memoria sonaron los primeros acordes de su concierto. Y al piano, ella, una mujer que no había conocido ni conocería nunca personalmente, de la que nunca había podido esperar que fuera como él se imaginaba que debería ser. Por eso no había habido otra durante tantos años. Pero ya no podía presumir de fidelidad. Había pensado en Tiflis, no en Buenos Aires. Algo había cambiado desde que en su

diabólico ordenador

aparecieron otros dedos que corrían por el piano como los de ella, y unas cejas y unos ojos que delataban la misma pasión, pero con la cara de otra mujer, joven, hermosa. Marta, eternamente joven en las carátulas de sus discos, había envejecido con él y la pasión que sentía en su juventud al imaginarla se había vuelto la ternura del amor perdurable cuando el ordenador se la devolvía anciana, pero dotada del mismo talento, probablemente eterno. La pasión ahora se la despertaba un talento como el suyo, pero con otra cara. Y sin embargo hoy, después de mucho tiempo sintiendo una cierta vergüenza por su infidelidad cada vez que un piano empezaba a sonar en su memoria y en ese piano veía a la otra, era a Marta otra vez a la que ahora veía tocando el moderato del concierto milagroso. ¿Otra señal de la edad? Hoy podría conocer a Marta en algún recital y declararle su amor eterno sin vergüenza. A la joven, le daba vergüenza hasta nombrarla. ¿Qué le diría si la tuviera delante en el vestíbulo de un teatro, tras una de esas mesas en las que se ponía a firmar autógrafos después de los conciertos? Se vio ante la mesa,


extendiéndole

su

cuaderno

de

notas

con

la

mano

huesuda,

temblorosa; estirando las rayas pálidas en las que se habían convertido sus labios para conseguir un remedo de sonrisa seductora. “Me enamoré perdidamente de usted la primera vez que la vi tocar en un vídeo”, le diría. Y ella, con esos ojos pletóricos de humanidad y esos labios carnosos y rojísimos, le dedicaría una sonrisa tierna, con la condescendencia con que se sonríe a un abuelo. Patético; el patetismo de esos primeros acordes resonando en un pozo negro. El pozo del que había conseguido salir Rachmaninoff; el pozo en el que él había ido

cayendo durante años, lentamente, como en una

pesadilla, esperando el fondo inevitable hasta que una melodía, como una cuerda milagrosa, había empezado a izarle hacia la luz. ¿Que Rachmaninoff era romanticón y melifluo? ¿Que su segundo concierto no podía compararse con la sexta de Beethoven? ¿Que por eso había conseguido la popularidad de un tango, orgullo de criadas y porteras? El amigo endiosado por sus conocimientos que le daba la lata defendiendo a Beethoven y a Nietzsche cada vez que encontraba un resquicio por donde hacerlos venir a cuento, tenía que paliar su amargura con ginebra y prostitutas; ruina para el cuerpo, el bolsillo y el alma. A él le bastaba el segundo de Rachmaninoff. Volvió a mirarse en el espejo. El cuerpo le fallaba, pero la mente, no. En los peores momentos, Rachmaninoff le lanzaba esa cuerda, una y otra vez, señal de alerta, promesa de salvación.


Se metió en la bañera mientras la memoria le repetía el primer tema del concierto; apoyándose en la pared con una mano, sin agarrarse a las barandas que había hecho poner después del hospital.

Abrió el

agua y empezó a ducharse de pie ignorando la silla que le daba seguridad, viendo a Marta al piano, pero en aquella plaza de Tiflis donde había visto a la otra una noche mientras cenaba en su escritorio.

Nunca

dejaría

de

sorprenderle

la

capacidad

de

la

imaginación. ¿Cómo se llamaba aquella plaza? A ese otro yo de adentro no le habría parecido el nombre tan importante como para guardarlo o tal vez sí lo había guardado, pero tardaba en recuperar la información y de repente la hacía aparecer cuando él ya había olvidado cuándo y por qué la necesitaba. Como un ordenador lento, viejo. Pero,

¿dónde había visto a Marta tocar el

2 de Rachmaninoff? En

ninguna parte. No había encontrado ningún vídeo por más que lo había buscado. ¿Por qué la veía ahora tocando el primer tema con esa concentración que le desesperaba porque sabía que nunca podría penetrar entre sus cejas para llegar a las profundidades de su alma, que nadie podía penetrar en la piel de otro? Porque se había hecho viejo y la memoria se entretenía fabulando el pasado. ¿Aviso de demencia senil? O de ataque del Aunque

seguía

teniendo

la

cerebro, como había dicho Lidia.

memoria

inmediata

en

perfecto

funcionamiento. Casi nunca dudaba al querer recordar lo que había desayunado, comido o cenado el día anterior. Café con leche esa


mañana, pero antes de subir a arreglarse. Después Lidia. Está vivo, sonó el grito ahogado en su memoria. La pobre mujer se había pensado que estaba muerto. ¿Y si estuviera muerto? Sonrió, pero la sonrisa se le fue apagando. ¿Y si estuviera muerto? ¿Y si Lidia había visto un fantasma? ¿Y si fuera un fantasma, uno de esos muertos que no saben que se han muerto y siguen vagando por lo que era su mundo, desorientados? A lo mejor Lidia le veía porque de verdad era vidente, como un día le dijo que le había dicho una mujer de su pueblo. O a lo mejor Lidia también estaba muerta. A lo mejor se había muerto esa mañana de cualquier cosa y había venido a su trabajo como cada día porque no se daba cuenta de que estaba muerta, y resultaba que estaban muertos los dos porque él la veía, y de vidente no tenía nada. Como en aquella película. Los sirvientes, muertos, habían vuelto a trabajar a la casa donde habían servido toda su vida para seguir sirviendo a una señora con dos hijos, muertos todos también. Pero si Lidia estuviera muerta no iría a ver a un viejo excéntrico, iría a su país a ver a su familia. Aunque algunos preferían amigos a los que habían podido escoger, antes que a la familia que les había tocado en suerte. ¿A quién prefería él? Sólo le quedaba Agapito. Y Tomasito, hasta cierto punto. Difícil establecer un vínculo afectivo con alguien que no le mira a uno cuando le habla. Si fuera un fantasma, tampoco Agapito le miraría porque no podría verle y sí, le había mirado mientras le daba sus galletas.


Salió de la ducha sin agarrarse de las barandas, cogió la toalla y empezó a secarse mirando la alfombra del suelo, viendo otra vez la película, aquella señora tan desorientada y esa ama de llaves tan humana. La señora, deshecha, tratando de asimilar que estaba muerta, y el ama de llaves, que llevaba muchos años muerta, tranquilizándola con su experiencia y ofreciéndole una taza de té. Y entonces aparecieron los niños saltando de alegría, cantando, riéndose al saber que estaban muertos, disfrutando de la libertad que les daba la muerte y que ellos comprendían como nadie. La libertad de una nueva vida en otro universo, en otra dimensión. ¿La libertad del universo cuántico? Aunque ni el universo cuántico se libraba de los condicionantes del orden universal. Se miró en el espejo. Lo de las partículas elementales le asustaba, seguramente porque no lo entendía. ¿Cómo podía alguien vivir sin saber si estaba aquí o allá; si ese que veía era él o su fantasma? ¿Cómo

vivir

con el horror

de

saberse

viviendo

en un

caos

ininteligible? Las matemáticas conseguían ordenar ese caos aparente. Lo ordenaban todo, pero a lo mejor también ese orden era producto de una realidad falsa, un orden imaginario creado por la necesidad perentoria de la mente de crear un orden necesario para seguir viviendo. Todo en su mente estaba tan lógicamente ordenado gracias al esfuerzo de su voluntad, que huía de cualquier concepto que sugiriera


caos, como de un peligro de pánico. El viaje al otro mundo también lo había conseguido calzar dentro de un orden. Por respeto a Dios y por amor a sí mismo, había logrado renunciar a la ideas de un paraíso, de un purgatorio, de un infierno, pero seguía imaginando la vida eterna como él la quería. Del modo que fuera, la otra vida tenía que ser seguir viviendo como vivía aquí y ahora, seguir repitiendo la misma rutina toda la eternidad, seguir siendo toda la eternidad el mismo que era en el momento de la desconexión del cuerpo. Y porque quería creérselo, se lo creía, y porque se lo creía no le daba ningún miedo ni pena irse al otro mundo. Lo único que le producía angustia y un cierto

miedo era pensar que algo pudiera alterar su

rutina, su concepto del orden; que algo alterara su rutina, su orden, para siempre. Aunque ese convencimiento porque sí revelaba una superficialidad humillante. La vida de las almas tenía que ser distinta a la existencia en el espacio y el tiempo de este mundo, por supuesto. Si es que existía el alma y un universo fuera de este espacio marcado por el tiempo y la certeza de su final. Pero esa condición era algo que no estaba dispuesto a considerar porque le obligaría a vivir con miedo. Se retiró del espejo y buscó la bata para cortar el hilo de su lógica negra. Pero en cuanto empezaba la parte maligna de su alma a desenrollar la madeja, parecía que no hubiese forma de pararla. ¿Y si existía el alma? Y si la eternidad era como él quería que fuera, ¿tan satisfecho estaba consigo mismo que podría vivir toda la eternidad a


gusto consigo mismo? Lo estaría si no fuera por ese agujero negro de su mente cargado de energía que empleaba en resucitar el pasado y en sumirle en cavilaciones angustiosas sobre el futuro. Si resultaba cierto que uno se iba de este mundo tal como estaba en el momento de la desconexión del cuerpo, le esperaba toda una eternidad de recuerdos dolorosos y presagios funestos. ¡Qué horror! Se puso la bata y abrió la puerta del baño, enfadado, que era como siempre acababa la cosa cuando perdía la paciencia consigo mismo. “Deja de flagelarte”, volvió a repetirle en la memoria Don Faustino. “Lo que no te deja avanzar hacia la perfección es la poca paciencia que tienes contigo mismo”. Si le hubiera entendido entonces, tal vez habría luchado por corregirse. Pero sólo tenía trece años y quería ser santo, y a santo sólo se llegaba ignorándose a sí mismo. Qué perversión. Allí estaba Agapito, esperándole tras la puerta. Una de las rarezas del perro era no entrar al baño bajo ningún concepto por más que Tomás le llamara y la puerta estuviera abierta. ¿Tendrían los perros valores como el respeto y el pudor? No se podía negar del todo considerando que algunos tenían el valor de la fidelidad. ¿Tendría valores Tomasito? Lo que no podía negar era que el gato le ayudaba indirectamente casi tanto como el perro. Cuando sus cavilaciones y especulaciones se le hacían insoportables, imaginaba a Tomasito


desenrollando a patadas un ovillo de lana y se le pasaba el mal humor. -Tú siempre me cortas el hilo –le decía. -Y tú también, hombre –le dijo a Agapito, recordando que el perro sufría de celos patológicos, volviendo a atribuirle una facultad telepática que seguramente no tenía. Agapito le miró con esa expresión que ponía cada vez que Tomás le hablaba, y que Tomás no lograba descifrar. Podía ser de “Te entiendo” o de “No te entiendo, pero te escucho que ya es mucho”. Por lo menos el perro nunca le dejaba con la palabra en la boca. Tomás empezó a vestirse de espaldas al espejo del armario mientras Agapito le miraba echado en su butaca. Esos calzoncillos modernos parecían no sé qué, pero al menos no eran tan ridículos como los antiguos. Aunque una vez se miró y se vio más ridículo con esa especie de bragas negras que con los calzones blancos que llegaban por las rodillas. Se fue a la cama con los calcetines. Las piernas se le habían vuelto tan gandulas que tenía que sentarse para hacer cualquier cosa. Claro que si uno se ponía los calcetines de pie, lo más seguro era que acabase de culo en el suelo. Volvió al armario. Sacó la ropa que necesitaba y se puso delante del espejo para demostrarse a sí mismo que aún le quedaba el valor de mirarse. Patas flacas, como de un pájaro raro, lampiñas, lampiño


todo, blanco, con pinceladas amarillentas, azules. Las enfermeras le elogiaban las venas, tan fáciles de coger. Empezó a vestirse. El pantalón le cubrió las piernas de pena. Empezaba a parecer un hombre. Se puso la camiseta. Pronto podría prescindir de llevarla. Con sólo la camisa se le marcaban los huesos, pero para eso estaba la chaqueta. Se puso una camisa. Se puso el cinturón. Al menos podía alegrarse de no tener una de esas barrigas que llamaban cerveceras. Se puso una corbata. ¿Chaleco? Mejor que sí. Todavía no estaba el tiempo para quitarse el chaleco. Se miró en el espejo. Anticuado, seguro, viendo lo que se veía por ahí. Pero así había asistido a la facultad y así había vestido en clase durante toda su vida laboral. Cuando empezó a confundirse el progreso con el abandono de la dignidad y de la buena educación, él se negó a transmitir a sus alumnos el desprecio a todo lo divino y lo humano por no contribuir a la descomposición de la especie. “Vamos a seguir llamándonos de usted”, le había dicho al primer alumno que se atrevió a tutearle. “¿Por qué?”, le había preguntado el mocoso. Le respondió con otra pregunta. “¿Usted tiene tantos conocimientos como yo?” Y el mocoso: “No lo sé”. Y él: “Pues por eso, porque sé más que usted por el momento”. A alguien que decía no saber si sabía tanto como el maestro no valía la pena explicarle su teoría de la educación. Algunas veces la había compartido con sus colegas, pero si alguno llegó a dudar de que el dinosaurio tuviera razón, ninguno se atrevió a contradecir a los sabios descubridores de la educación


moderna que aparecían con nombre y apellido en los temarios de sus oposiciones. Los pobres tenían pánico de perder su estabilidad, y hasta la idea de pensar por sí mismos arriesgándose a perder la aprobación general, les hacía perder el equilibrio. Como a un viejo bajando escaleras sin barandas. Salió de la habitación después de coger las llaves y a cartera de la mesilla. Se enfrentó a la escalera con más seguridad como le ocurría siempre después de la ducha. Su estabilidad dependía de cosas sencillas: despejarse las telarañas de la mente con una ducha; salir de la habitación completa y correctamente vestido, las barandas de la escalera, caminar por los pasillos cerca de una pared en la que apoyarse en caso de que le fallaran las piernas, recordar unos versos. Los muebles en su sitio, en una sala silenciosa y amplia donde los altos ventanales dejan colar la claridad dorada. El poema no empezaba así, pero no pudo recordar cómo empezaba. La memoria le devolvió la portada del libro donde

había leído el

poema y hasta el momento preciso en que lo había descubierto aquella tarde de otoño en que decidió llevárselo de la biblioteca del abuelo al cenador buscando leer algo distinto que le matara el aburrimiento. ¿Pero qué falta le hacía recordar la portada si no veía el título ni el nombre del autor, y recordar el momento si no le devolvía lo importante? El poema le había gustado tanto que se lo había


aprendido de memoria. Ahora sólo recordaba esos versos. La memoria se le estaba desordenando. Llegó al final de la escalera y le acarició la cabeza a Agapito para agradecerle que le esperara. -Qué desorden, amigo. Tú esperándome aquí cuando a esta hora tendrías que estar corriendo por la montaña. Pero uno no cumple setenta años todos los días. Al final, la voluntad cedía, se arrugaba como la piel y uno acababa repitiendo evidencias como un tonto. Los pies le llevaron al despacho. Ga, ga, ga, ga, g, se dijo burlándose de sí mismo, pero con maldita la gracia. Pocos días atrás se había enterado de que una profesora de piano jubilada a la que había escuchado tocar varias veces, con emoción, aporreaba ahora el piano de la residencia de ancianos como una principiante. Aquello le había dolido como una injusticia. Como le había dolido enterarse de que aquel hombre de mente privilegiada ya no recordaba ni quien era. O sí. ¿No era posible que la mente desconectara del cuerpo antes de que el cuerpo desconectara el cerebro? ¿No era posible que aquellas mentes desconectadas, en apariencia, de la realidad, se hubieran ido a vivir antes de tiempo a la realidad paralela, la realidad de las almas sin ataduras, con la libertad de esos niños de la película?


-¿Y ahora adónde va? La voz de Lidia le hizo aterrizar, pero con cierto retraso. ¿Cómo que adónde iba? Estaba en la puerta del despacho, Lidia saliendo y él a punto de entrar. ¿Adónde iba a ir? -Al despacho, como siempre. -Lo acabo de fregar. -Pero usted siempre lo friega cuando estoy comiendo. -Porque usted siempre está adentro cuando llego. -Es cierto. Pero, ¿adónde podía ir si no iba al despacho, como todos los días? -¿Por qué no aprovecha el sol que hace y se da un paseo por el jardín? A veces Lidia le leía el pensamiento. En su pueblo tenía fama de vidente y bruja. Miró hacia el portón, abierto de par en par. La luz entraba y se desparramaba por el vestíbulo. -Pues ahora que lo dice, buena idea –dijo sin convicción, mirando su despacho con nostalgia. –Pero, si no le importa, ¿podría entrar usted y me enciende la lámpara de la lectura? Lidia le miró estirando los labios y enseñando los dientes, diciéndole con los ojos que sus rarezas la tenían hasta la coronilla. Tomás la


miró con cara de perrillo que acaba de hacer una trastada y ruega perdón. Lidia apoyó el mocho contra la puerta exagerando el ademán para que se notara su disgusto, entró en el despacho de puntillas y encendió la lámpara que iluminaba la butaca donde Tomás leía por las noches. Tomás le pagó el favor con una sonrisa, pero Lidia no se dejó ablandar. De todas las manías del viejo, la que peor llevaba era verle gastar luz que por el día no hacía falta. A mí sí me hace falta, le había dicho el viejo. Desde mi escritorio, cuando levanto la cabeza, veo la chimenea, la butaca, la lámpara, y me relaja; es una cuestión estética. Y la lámpara de seis bombillas en el techo, prendida por las mañanas con lluvia o con sol aunque el viejo tenía una lámpara en el escritorio, prendida también, toda esa luz debía ser para lo mismo y para botar el dinero regalándoselo a los millonarios de las eléctricas. Pero ni modo, el dueño era él y podía hacer lo que le diera la gana con su dinero. Suerte que tenía de tenerlo que si no, ya iría como iba ella por su casa, apagando todas las luces que el marido y el hijo se dejaban prendidas como si fueran ricos. -Pues bueno, me doy a dar una vuelta mientras se seca lo mojado. -Me hace el favor de salir por la puerta de atrás. También fregué la entrada. Tomás salió por la puerta de atrás. Agapito, que ya no sabía por qué puerta salir, le siguió. Lidia era todo un carácter, pero no se le podía


reprochar nada. A fin y al cabo, velaba por la limpieza y el orden de la casa. Los lirios del parterre que bordeaba ese pasillo del jardín aún no habían florecido, pero a punto estaban. Y las lilas que crecían por todas partes gracias a las abejas, llenas de yemas a punto de brotar. Tomasito estaba estirado con la barriga al aire tomando el sol en las escaleras de la entrada. Agapito se le acercó a olisquearlo, pero el gato no le hizo ningún caso. La verdad, apetecía tomar el sol después de tantos días grises. Por todas partes los lirios que antes sólo crecían en los pasillos, las flores amarillas de las achicorias, las flores de violeta. El jardín se había despertado de un día para otro. En los bancales de abajo, las flores blancas y rosas de los ciruelos y cerezos habían brotado de golpe. Recordó aquel día de principios de otoño en que Emi le comentó que ya se había acabado la primavera y él, perplejo, miró alrededor como si nunca hubiera visto el jardín, los bancales. No se había dado cuenta de que la primavera había llegado y se había ido sin que él le hiciera ningún caso. Al frío del invierno se le habían unido los vientos y las lluvias de otoño sin solución de continuidad. En ese momento se percató de que estaba dejando pasar el tiempo como si no le importara llegar al final sin darse cuenta y se sintió culpable por despreciar al mundo, a la creación, a sí mismo.


Agapito enfiló montaña arriba a galope. Tomás le siguió con los ojos y miró lo árboles intentando enterarse bien de la llegada de la primavera. Todo muy bonito, sí, pero cuando uno nace con una mente que no puede callar ni un momento, la contemplación es imposible. Algunas veces se había preguntado si sería cierto que existía el silencio. La pregunta conseguía callarle unos segundos. Agapito volvió a bajar a toda carrera y Tomás predijo con certeza que iba a frenar con las patas en su pecho. Abrió las piernas para afincarlas en el césped. Se acordó del bastón. -Ya sé lo que vamos a hacer –le dijo al perro quitándose sus patas del pecho. Vamos al pueblo a comprar un bastón. ¿Quieres venir? Tomás fue hacia la casa. -¿Adónde va? –preguntó Lidia desde una ventana del segundo piso. -A buscar las cadena de Agapito. -Se espera. Ya se la doy yo. Entre los dos me van a llenar el suelo de fango. Tomás miró al perro buscando complicidad. -Ni se te ocurra entrar. Está de mala leche –le dijo. –Después de todo, no es un día tan raro. ¿Por qué iba a serlo? Lidia salió con la cadena del perro.

Agapito le saltó encima de

alegría. El gato se despertó y entró en la casa como una exhalación,


maullando. Lidia empujó al perro y siguió al gato empezando la sempiterna pelea con él. -La madre que te parió, gato jodón. Tomás le puso la cadena a Agapito y la soltó para que el perro fuera a la suya sin tirarle al suelo. -Vaya día, abuela, papa –le dijo a la roca. –No es que sea malo. No me puedo quejar. Pero parece que un espíritu burlón quisiera revolucionarlo todo. Agapito le esperaba arañando la verja de la entrada.


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