X Agujeros negros

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X Agujeros negros

Max dormía, como en la mesa. Pensó despertarle, pero ¿para qué? El cuerpo pedía reposo al dolor. Por lo menos había conseguido que reposara. Por lo menos eso, por ahora, se dijo, y se dio cuenta de que también se lo decía a ella. Se puso a mirarle. El parecido con su abuelo era asombroso. A ella no se parecía mucho. Ella se parecía más a su madre. Pero aún más asombroso era el dibujo que le había hecho su abuelo cuando Max tenía cinco años. Quienes lo vieron en aquellos momentos dijeron alguna palabra halagüeña, pero la verdad era que el dibujo no se parecía al niño en absoluto. Era un adolescente de perfil con la frente despejada, cejas espesas, ojos hundidos, pómulos salientes, la nariz recta y ligeramente respingona en la punta. Nada que ver con el modelo. Diez años después, mientras celebraban el cumpleaños de Max en una comida en Casa Fassman, fue Tomás quien, al verle de perfil, recordó aquel dibujo. Le preguntó a María si lo conservaba, y sí, lo conservaba. Fue a buscarlo, lo trajo y los tres se quedaron atónitos, cada cual a su manera. El dibujo era la cara actual de Max


en pocos trazos, la cara que el abuelo le había adivinado diez años antes. Max miró el dibujo, unió el entrecejo, apretó los labios y le devolvió el papel a Tomás fingiendo no darle importancia. Tenía auténtica fobia a todo lo que no tuviera una explicación normal. María levantó las cejas y miró a Tomás con una expresión que él conocía bien. Decía algo así como qué le vamos a hacer. Hubo un momento en que ante ciertas facultades inexplicables de su padre, María comprendió que no le quedaba más remedio que la resignación. Tampoco su padre se entendía, pero se aceptaba como era, como la naturaleza o lo que fuese le habían hecho ser. Y allí estaba Max ahora, casi veinte años después, con la misma cara de aquel adolescente y la frente surcada por las arrugas de su abuelo. El futuro no se puede predecir, no existe, había creído Tomás, y María estaba de acuerdo, hasta que la teoría de la relatividad y la física cuántica y las simetrías y la Biblia en verso que habían ido alimentando la biblioteca de sus conocimientos a lo largo de los años le dejaron tan perplejo, que apenas había segmento de la realidad sobre el que se atreviera a pronunciar una sentencia categórica. También en eso estaba de acuerdo María, pero ella tenía el camino de la fe abierto y sin obstáculos. Porque le daba la gana, decía, y contra eso no había argumento científico que pudiera oponerse. Para ella, el auténtico tesoro, el arma más poderosa

del ser humano no era la

inteligencia, era la voluntad. La voluntad podía crear dioses y reducir al hombre a la condición de un monstruo infrahumano. La voluntad


podía cargar a

la vida con una sentencia de muerte inevitable y

convertir al tiempo en verdugo, o librarla del lastre concediéndole la eternidad. ─Cómo me gustaría haber tenido mi voluntad tan desarrollada como la tuya o haberme atrevido a dejarla hacer ─dijo Tomás moviendo los labios, pero sin voz para no despertar a Max. ─Cuánto me he perdido por miedo. Se quedó en silencio mirando el ultimo tronco que ardía, un tronco delgado. Dentro de poco se acabarían de extinguir las dos últimas llamas que le rodeaban y la chimenea volvería a ser un agujero negro. Max había apagado las luces. No necesitaba, como él, la luz artificial para sentirse a gusto. María, sí. Pensó levantarse a encender la lámpara central, pero le apeteció iluminarse con el fuego. Hizo un esfuerzo para levantarse de la butaca y otro mayor para sacar un tronco del cesto de la leña y ponerlo en la chimenea sin hacer ruido. ─Éste dormiría aquí hasta mañana si le dejo. ─Le hace falta dormir ─le contestó lo que podía ser un pensamiento o la voz de María, ¿por qué no? Es la fe un derecho al que no voy a renunciar aunque todo desmienta lo que creo y a veces me parezca que todo lo desmiente. ─Ya lo ves ─dijo con el aliento, moviendo los labios─. Me lo sé de memoria.


Se sabía de memoria casi todos los poemas de María. La memoria se los devolvía sin fallar más rápidamente que su ordenador. ─Será porque decías en verso lo que también pensaba yo ─le dijo. Los dos troncos que puso prendieron enseguida. Se quedó de pie mirando las llamas, con el codo apoyado en una esquina de la repisa de la chimenea, cuidando no tirar las fotos que la ocupaban de lado a lado. ─No hay agujeros negros ─susurró. ─No hay espacio-tiempo. No hay nada que no quieras que haya, ─le respondió María, como le decía cada vez que sacaban el tema. ─Lo malo es cuando no hay lo que quieres ─replicó Tomás repitiendo lo que su mente le repetía una y otra vez. A lo que María siempre respondía: ─No si buscas lo que quieres con la ilusión de encontrarlo. La ilusión siempre es buena. ─La ilusión ─repitió.

─Nunca me atreví a decírtelo. En algún

momento, muy pronto, perdí la ilusión. ¿Cuándo? La ilusión de enseñar, por ejemplo, tal vez cuando llegó a la conclusión de que los niños no tenían ilusión de aprender. ¿No sería culpa suya por no saber despertarles esa ilusión? Intentó modernizarse leyendo la teoría y los métodos de los que se


consideraban autoridades más modernas en educación. Pero no consiguió ilusionarse. ¿Cómo iba a ilusionar a sus alumnos? Hasta el día en que Max llegó a la clase. Volvió la cabeza hacia el hombre que dormía en la butaca con las piernas estiradas, la barbilla, oscurecida por la barba, apuntando al pecho. Y la memoria le devolvió al niño. Aquel primer día de clase, cuando le vio entrar en el salón, se emocionó como no se había vuelto a emocionar desde su primer día de maestro. Era su hijo, el único hijo que tenía y el único que iba a tener, de eso estaba seguro aunque nunca se había dicho por qué. Cuando le vio sentarse en uno de los pupitres de atrás y hacerse un lío buscando a prisa carpeta, libro y boli en la mochila, pensó en María y sintió vértigo. Qué responsabilidad. ─Y qué desastre ─dijo sonriendo. Esa cara que ahora dormía con las cejas fruncidas por a saber qué sueños tenebrosos tenía entonces una expresión divertida, a veces de perplejidad, siempre de entusiasmo. Max sí tenía ilusión, una ilusión inagotable que le proyectaba al futuro saltando por encima de todos los obstáculos y fracasos del presente. Era un milagro que hubiese conseguido aprobar, su asignatura y todas las demás. La mente de Max se resistía a aceptar toda enseñanza reglada, deberes, trabajos. Se exigía un orden estricto, pero era un orden propio, una disciplina concebida por él mismo que tenía muy poco que ver con lo que


exigían los demás. Tenía ilusión por aprender, pero por aprender sólo lo que quería aprender y cómo quería aprenderlo. Eso no aparecía en ningún libro de texto ni en ningún manual. ─Ahora que lo pienso ─le dijo a María─. Tu padre también tenía ilusión y sus expectativas también eran caóticas, para los normales, digo. Max no solo heredó su físico, heredó su ilusión. Y la ilusión de tu madre. Y la tuya. Un buen legado. A Max le tocaron unos genes cargados de ilusión. ¿Y ahora? Se le ha derrumbado el mundo. Volvió a fijarse en el

ceño fruncido, en los músculos de las

mandíbulas que indicaban dientes apretados. El movimiento de las llamas parecía moverle las facciones. Max era incapaz de quedarse quieto. Cuando pensaba, sus ojos corrían por los mundos de su mente. Cuando dormía, la tensión de los músculos de la cara sugería batallas en el mundo de sus sueños. Max siempre tenía alguna batalla que librar. En el colegio, tomaba bajo su protección a los más pequeños y a los más débiles aún cuando él mismo era débil y pequeño. Cuando creció, no perdió la costumbre. ─ Ahora se pondrá a reconstruir su mundo con la misma voluntad y la misma ilusión de siempre ─le dijo la voz imaginada que podía ser su pensamiento o María porque los dos pensaban lo mismo. ─ Sí ─le respondió─. Es joven. Pero yo, sin voluntad, sin ilusión, ya me dirás que hago.


La voz de su pensamiento no le respondió, tal vez porque él mismo no tenía respuesta. ─ Consumir el tiempo. Es lo que he hecho hasta ahora, ¿verdad? Leer, tomar notas inútiles, coleccionar fotos de lugares a los que nunca iré, aprovechar el invento de Internet para hacerme creer que tengo amigos que no conoceré nunca. Distraerme para no pensar, para no ver mi vida. ¿Así había existido? ¿No había habido nada en su vida que hubiera vivido con la conciencia o con la sensación de estarlo viviendo? Volvió a mirar el fuego, con la boca entreabierta, las cejas arqueadas, y de la boca, sin darse cuenta, le salió una palabra. ─Tú. Por dentro, silencio. Luego ideas inconexas. ─Tus ojos, tus cejas, tus labios, tu voz. Tú. Se quedó alelado mirando el fuego, pero viendo mucho más allá. ─Eso era mi vida. Nada más. Estar contigo o esperarte a ti. Pero ¿cómo te lo iba a decir? Si ni a mí mismo. ¿Decir qué? Como hermanos, desde tan pequeños. Casi hermanos. Hermanos. Ni él mismo se había permitido pensar que su amor pudiera ser otra cosa. ¿Era otra cosa? Celos cuando se casó, las tres veces. Pero eran celos de amigo, se decía. Hasta que María comunicó


que estaba embarazada. Fueron todas las penas del infierno ver cómo le crecía el vientre. Por la noche, en la cama, de pronto aparecía en su imaginación con un hombre encima y el alma le gritaba una de las jaculatorias de su infancia y el brazo saltaba a la mesa de noche y la mano buscaba el interruptor de la lámpara con desesperación y cogía el primer libro que encontraba y empezaba a leer en voz alta para ahuyentar los malos pensamientos. Pensar en María como mujer le parecía un pecado monstruoso aún cuando había dejado de creer en los pecados. ─Qué estupidez ─la oyó decir en su mente. ─Ya lo puedes decir, ya. Joder. De todos modos, pensó, aunque no hubiera sido tan estúpido, aunque no hubiera tenido la mente tan enferma; aunque se hubiera dicho a sí mismo lo que sentía y se lo hubiera dicho a ella, lo más probable era que ella le hubiese rechazado. ¿Por qué? Sonrió con amargura. La mente de María estaba abierta de par en par al mundo y más allá. Crecía, se desarrollaba. La suya se alimentaba de libros, de lo que otros habían pensado y escrito, y giraba, giraba, giraba, encerrada en el círculo del pueblo, o más bien en el círculo minúsculo de Casa Mariot.


Si se lo hubiera dicho, si se lo hubiera dicho a sí mismo y se hubiera atrevido a decírselo a ella, ella le habría mirado con esa sonrisa en los ojos con que le miraba a veces y que a él le parecía maternal. ─ Te quiero, María ─ le hubiera dicho. Y ella hubiera respondido. ─ Y también te quiero, mi Tomás. Un cosquilleo en la mejilla le hizo llevarse una mano a la cara. Estaba mojada. Giró todo su cuerpo hacia la chimenea para que Max no le viera, como si pudiese verle. Se sacó el pañuelo del bolsillo con sigilo y se limpió toda la cara con fuerza. No podía permitirse ni un signo de debilidad delante

del niño. Sólo eso faltaría para

acabar de

derrumbarle. Levantó la cabeza y aspiró todo el aire que pudo. Sus ojos toparon con la foto de los abuelos que ocupaba lo alto de la chimenea; la foto enorme entre un gran marco dorado que el tío Pep tenía en su piso de Barcelona. María se la había regalado al morir su padre y había sugerido ese lugar como el más adecuado y había puesto a sus pies, en la repisa, fotos de toda la familia por parecerle lo más adecuado también. Tomás se quedó mirando a la abuela. Recorriendo su cara, le volvió la descripción de la fotografía. Una cara como esculpida en piedra: frente amplia, sienes hundidas, pómulos salientes, labios finos y


apretados, mentón firme. Así la había descrito María en la biografía de su padre y no se podía describir mejor. Los ojos miran a la cámara desde el fondo de unas cavidades como abrigos rocosos. Mirada penetrante en la que se adivina la capacidad de comprender. La abuela lo comprendía todo. Hablaba lo justo, pero lo comprendía todo. ─ Tu m’entens, padrina. Ajuda’m, si pots ─ susurró. Al lado de la abuela, el abuelo miraba a la cámara con una ligerísima sonrisa. La sonrisa le suavizaba las facciones. Hasta parecía más blando que su mujer. Sólo en los ojos se podía intuir la firmeza de su carácter. Firmeza, dureza, dureza de roca, a veces, para algunos, inhumana. Nunca podría juzgarle porque se había ido antes de que Tomás tuviera conciencia. Al abuelo le conocía por los tíos, por lo que María le contaba que le había contado su madre, por lo que ella misma había averiguado para escribir aquel cuento misterioso y, más tarde, para dedicarle un capítulo largo en la biografía de su padre. Sus hijos le describían como inflexible y hasta cruel. Pero, por lo contado, para María y Tomás, ese hombre granítico había tenido siempre la sonrisa de esa foto, la de un anciano comprensivo, casi dulce. María conservaba un recuerdo, una de esas imágenes difusas del tiempo anterior al uso de razón. Recordaba que la abuela le daba un plato con trozos de pan y de tomate y un charquito de aceite para que se lo llevara al abuelo que estaba sentado entre el verde de


plantas y árboles, probablemente en el cenador. María tenía la sensación de que esa escena se había repetido muchas tardes. ─ ¿Y yo? ─se le ocurrió preguntarse otra vez, como lo había preguntado cuando María le contó la anécdota. ─¿Dónde estaba yo? ─ Seguramente con la abuela. Dicen que eras la sombra de la abuela cuando eras muy pequeñito. Volvió a escuchar en su mente la respuesta y su réplica. ─ Su rabo ─corrigió. Decía la tía Luisa que yo era el rabo de la abuela. Y volvió a escuchar la voz de María, dura con la dureza del abuelo que, según ella, le salía cuando algo o alguien le colmaba la paciencia. ─ La tía Luisa era una perfecta cretina. La tía Luisa no estaba en la repisa. María tenía razón y la juzgaba con coherencia. Para poder perdonar los insultos gratuitos que la tía soltaba contra su madre, María la justificaba atribuyéndole una estupidez incurable. Esa justificación le había servido a Tomás para evitarse el odio y el rencor contra esa mujer que calificaba a su padre de enfermo repugnante. Era estúpida, tan estúpida que no valía la pena recordar sus comentarios y el dolor y la vergüenza que le producían cuando los soltaba en la mesa, siempre en la mesa, delante de todos. Años sin recordarlos, pensó, años sin recordarla a


ella y su veneno gracias a María, gracias a ese concepto suyo del perdón que libraba a la víctima de males mayores. La tía Lucía sí estaba. Estaba en una foto del 52 junto a una mujer bellísima, la madre de María. Las dos envueltas en chaquetas de pieles, con sombreros, y un poco más adelante, en el medio, María, con un traje largo blanco, chaquetilla de angora

y un tocado en el

pelo. Era la boda en Madrid de la hermana de su madre y María llevaba las arras. Las llevaba en la fotografía, por lo que tuvo que haberse tomado antes de entrar en la iglesia. En medio de la ceremonia, agobiada por la madrina que no paraba de decirle que no se moviera, María tiró las arras al suelo con toda su fuerza, se dio media vuelta y se fue de la iglesia corriendo. La anécdota se comentó en Casa Mariot durante años. Tomás sonrió reviviendo en su imaginación la escena contada y recordando otros exabruptos de María. Cuando alguien le colmaba la paciencia, le salía el Mariot, decía. Junto a la foto de aquella boda, dos hombres maduros, su padre y el tío Pep, posaban con un brazo echado sobre el hombro del otro. Se veía enseguida que eran hermanos, tan parecidos entre sí, como parecidos a su madre. Dos hermanos, siempre, a pesar de todos los avatares, pensó Tomás. Mirando a su padre volvió a sentir la sensación de extrañeza con que le había visto siempre. Mirando al tío Pep volvió a sentir la familiaridad que había sentido muchas veces. El


tío Pep no era un padre convencional ni de lejos, pero para María y para él, era un padre, le sentían los dos como un padre, un padre divertido,

chiflado

rotundamente

por

saltarse

anticonvencional

todas y

una

las

normas,

persona

un

padre

absolutamente

excepcional, decía María y tenía razón. El tío Pep nunca abandonó al hermano que un día llegó de Tánger cuando le daban por muerto con un hijo de cuatro años no se sabía de quién y una enfermedad cuyo nombre sólo la tía Luisa se atrevía a mencionar en público. De su hermano decía que tenía el cerebro corroído por la sífilis y que no se le debería dar permiso para salir del sanatorio. El padre de los recuerdos del hijo era un hombre afable, simpático, que le expresaba su cariño revolviéndole el pelo. Hasta en el carácter se parecía a su hermano, Pep. Un vecino del pueblo, amigo suyo de antes de la guerra, un día le contó a Tomás que su padre era un conversador interesantísimo, muy culto y muy irónico. Era maestro, pero sobre todo, era artista. Tomás se preguntó muchas veces si había querido estudiar magisterio por el deseo inconsciente de emular a su padre. En dibujo y pintura, imposible, se le daban muy mal. Mirando la fotografía se preguntó si

no le habría movido un deseo

inconsciente de prolongar la vida de su padre, de salvarla del fracaso irreversible a la que la había condenado la enfermedad.

Su padre

decía siempre que era muy feliz en el sanatorio. Tomás se había sentido siempre feliz recluido en Casa Mariot. ¿Habría querido imitarle inconscientemente con su reclusión voluntaria? En algo no le había


podido imitar, en algo que tal vez había sido su único triunfo. A las monjas que le cuidaban con mimo en el sanatorio, su padre había legado dibujos, acuarelas, óleos y murales. El hijo no iba a dejar a nadie legado alguno. Los ojos siguieron hasta la fotografía de al lado. Otra vida fracasada, otra horrenda manifestación del absurdo. La cara sonriente de la prima Nuri guardaba el misterio del instrumento más profundamente humano de todos los instrumentos musicales. Aquellos labios podían abrirse para cantar todas las notas en todos los registros. Aquella sonrisa estaba a un paso de dirigirse al público de un gran teatro para agradecer los aplausos.

Y pocos meses después de esa sonrisa,

murió. ─ La muerte no existe ─repitió María en su mente. Están vivos. ¿No ves que están vivos? Les acabas de resucitar. ─ ¿Y el día que no esté? ¿El día en que ya no pueda ni resucitarte a ti? Como si las manos de María hubieran agarrado sus hombros y le movieran a volverse, se volvió. Max respiraba profundamente, la cabeza caída sobre el pecho. ─ Joder, María ─dijo en voz alta─. Qué estúpido soy. Max saltó.


─ ¿Qué? ─ gritó. ─ Que habrá que irse a la cama, ¿no? ─le contestó. En la cama, con la luz apagada y los ojos muy abiertos, Tomás volvió a ver las fotos en su imaginación. Los Mariot, pensó. Faltaba la tía Lucía, en una foto tan grande como la de los abuelos y con el mismo marco dorado, colgada encima de la mesita, junto

a la cajonera.

Faltaba el tío Juan del que no habían podido encontrar una foto, pero le representaba un paisaje pintado por él junto a la chimenea de la sala. Faltaba Jacinto. Los Mariot, se repitió mientras se le empezaban a cerrar sus ojos y en su imaginación aparecían caras familiares, extrañas. ─ ¿Por qué no escribes? La voz de María le sobresaltó. Miró a su alrededor. Siluetas de muebles en las sombras. ─ ¿Por qué no me dictas? ─ le contestó.


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