IX La cajonera del abuelo

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IX La cajonera del abuelo Todos los de la casa llamaban a esa habitación la sala del abuelo, menos María. María la llamaba la biblioteca. La verdad, no había libros suficientes como para ponerle ese nombre. La habitación no era muy grande y los libros llenaban sólo una estantería. La estantería era grande, eso sí, ocupaba toda una pared porque Tomás le había añadido un cuerpo para poner los libros que no le cabían en el despacho. Y cuando se entraba en la habitación, los libros eran lo único que captaba a los ojos. Lomos de colores, letras doradas, plateadas, rojas, negras, blancas. Dentro de ese colorido, miles de palabras, los esfuerzos para decir de otro modo lo que millones de escritores ya habían dicho, pensó Tomás un día y la ocurrencia le pareció tan profunda que se la soltó a María una tarde en que, por un misterio de la primera juventud, le dio por presumir de vena cínica. ─ Con esa idea nadie escribiría nada nuevo ─ le replicó María. ─ No se hace nada nuevo bajo el sol, dice el Eclesiastés ─ le replicó Tomás. ─ ¿Y por qué el Cohelet o Salomón o el que fuera que escribió eso consideró necesario repetir algo que no era nuevo?


─ Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Años después, María le dio la réplica final en unos versos. Vanidad, vanidad, que no nos falte para ignorar las rejas de esta jaula. Algo tenías de razón, le dijo a María con el pensamiento. ¿Pero no te contradecías aceptando que el único modo de soportar la vida era engañándose? Si llegaste a la conclusión de que el mundo era una jaula es que no ignorabas las rejas. ─ Qué tontería ─se dijo Tomás en voz alta─. Como si ahora importara quién gana una discusión. En una esquina, una cajonera vertical y al lado una mesa tan pequeña que sólo se podría escribir en un cuaderno a la vez. Frente a la mesa, una silla evidentemente incómoda. El abuelo no era de escribir otra cosa que cuentas. María nunca perdió la curiosidad por saber qué había en la cajonera, aunque nunca se le ocurrió intentar abrirla. Todos suponían que estarían los libros de cuentas del abuelo, menos María, porque la imaginación la llevaba mas allá, y la tía Lucía porque su imaginación era más práctica. Pero nadie se atrevió a forzar la cerradura ni a probar si le pertenecía alguna de las llaves del manojo de la abuela. Hubo jaleo. La tía Lucía nunca dejó de sacar el tema de vez en cuando después de la muerte de su padre. ─ Madre, ¿y si hay papeletas de la Bolsa?


Un día, mientras ayudaba a su madre a sacar del armario la ropa del abuelo recién fallecido, la tía Lucía encontró en una chaqueta una papeleta de la Bolsa por valor de once mil pesetas. El dinero se pudo cobrar. Desde entonces, vivió obsesionada por abrir la cajonera. ─Madre, lo bien que nos irían a todos unas papeletas de la Bolsa. No es posible que el abuelo solo tuviera una. Lo bien que iría el dinero para la educación de Tomasito. Pero la abuela nunca cedió a sus presiones ni a sus intentos de manipulación. La cajonera era del abuelo y él la había tenido siempre bajo llave. Lo que hubiera dentro era suyo y privado. Nadie tenía derecho a abrirlo. La tía Lucía seguía argumentando hasta que se cansaba. Era terca y no aceptaba un no. Pero la abuela ya no le respondía. Había dicho la última palabra y no consideraba necesario decir nada más. El manojo de llaves que la abuela llevaba siempre encima desapareció el día de su fallecimiento. Nadie pudo encontrarlo. Años después, cuando Tomás ya era un hombre, el tío Pep se lo sacó de un bolsillo y se lo entregó con toda naturalidad. ─Toma, esto es tuyo. Pero no le digas a nadie que te las di yo. Tomás se quedó boquiabierto. Ni siquiera atinaba a coger el manojo de llaves.


─ Venga, hombre ─ le conminó el tío Pep─. Esta casa es tuya. Estas llaves las llevaba la abuela. Ahora son tuyas. ─ Pues sí. Gracias ─dijo Tomás y se las metió en un bolsillo y se fue al despacho a toda prisa para guardarlas en un sitio seguro. Descartó meterlas en un cajón del escritorio aunque estarían bajo llave. Después de la muerte de la abuela y en vista de que las llaves no aparecían, a la tía Lucía se le ocurrió romper la cerradura de la cajonera con un cuchillo. Anunció su propósito en la mesa, una tarde de verano, cuando estaba casi toda la familia. ─Ni se te ocurra ─gritó el tío Pep con una voz que Tomás asoció a la de Júpiter tronante y que los dejó a todos sobrecogidos─. La madre respetó esa cajonera toda su vida. Ahora que no está, nadie le va a faltar. ¿Verdad, Tomás? Tomás asintió y negó con la cabeza sin saber qué decir y miró a todos como pidiendo perdón hasta que sus ojos toparon con los de María y se sintió obligado a sacar pecho. ─Esa cajonera no se toca ─dijo con toda la firmeza de que fue capaz. Los ojos de María le sonrieron o eso le pareció. Y se sintió orgulloso de sí mismo y se puso a comer para que no se le notara la emoción. Metió las llaves en un cajón secreto de la biblioteca con la reverencia con que tocaba cálices y patenas en su época de monaguillo, y nunca se volvió a acordar de ellas hasta que, años después, María le dio a


leer una novela corta que acababa de escribir; La cajonera del abuelo. Lo más insólito del asunto era que María siempre le daba a leer lo que iba escribiendo y de esa novela no le había dicho absolutamente nada hasta terminarla. Tomás se estremeció como si, en vez de papeles, fuera el cráneo del abuelo lo que María le estaba dando. ─ ¿Abriste la cajonera? ─ ¿Cómo la voy a abrir? Nadie sabe donde están las llaves de la abuela. ─ Las tenía tu padre. Me las dio cuando se arregló lo de la propiedad de la casa ─le soltó Tomás sin acordarse de que se había comprometido a no decir quién se las había dado. ─ No jorobes ─exclamó María con una cara de sorpresa que no podía ser fingida. Tomás leyó la novela de la cajonera con la boca abierta. ─ Esto es ficción, ¿no? ─ le preguntó a María. ─ Algunas cosas sí y otras no. Tomás sonrió. ─ A ti la imaginación te crece con los años. Mira que imaginar que el abuelo era masón.


─ Pues mira por dónde, eso no lo imaginé del todo. ─ Entonces es que encontraste algo. Aquí nadie ha dicho nunca que el abuelo fuera masón. Abriste la cajonera. ─ Te dije que no y me estás acusando de mentir. ─ Yo no. Es que, quiero decir, no se me ocurre cómo has podido averiguar todo lo que has escrito. ─ Consultando archivos, preguntando aquí y allá. Si me hubieras hecho caso y te hubieras dedicado a escribir en vez de quemarte tratando de educar a niños con padres incorregibles, sabrías lo que es documentarse. ─ Pues vaya si no te has quemado tú enseñando. ─ Yo no me he quemado, Tomás, seguramente porque escribo. ─ Ya, te entiendo, te entiendo perfectamente. Pero yo no sé escribir. El contenido de la cajonera, por ejemplo, a mi no se me hubiera ocurrido ni borracho. Nunca se le ocurrió a nadie. Todos pensamos siempre que ahí solo hay libros de cuentas. ─ Todos creéis. Si os hubierais parado a pensar, os hubierais dado cuenta de que era inverosímil. El abuelo tenía todos sus papeles importantes ordenados en el despacho. Cuando murió, hacia mucho tiempo que había dejado de trabajar. ¿Por qué iba a guardar libros de cuentas bajo llave? Yo he encontrado algunas entradas de compras y


ventas del abuelo en libros de cuentas de otra gente de la comarca. No tienen nada de particular. No creo que el abuelo los hubiera guardado tantos años con tanto secretismo. Por eso le invento a la cajonera cosas privadas y hasta secretas basadas en lo que pude averiguar, que no fue mucho. ─ Pero a ti sí que te dio para mucho. Yo no tengo tanta imaginación. ─ Lo que tienes, Tomas, es mucho miedo. Miedo, sí. María lo sabía. Y él también lo sabía, pero era incapaz de encontrar el remedio. ─ ¿Y tú no? ─ Todos tenemos miedo. Venimos con miedo, vivimos con miedo y con miedo nos vamos. Es un regalo de la naturaleza que nos sirve para sobrevivir. ─ Sí, eso ya lo sabemos ─la interrumpió─. Pero no estamos hablando de ese miedo. Es el otro. Miedo a elegir, a equivocarnos en cada elección. Miedo a que nos rechacen. ─ Y a que nos acepten ─ dijo María sonriendo con tristeza─. Y a ilusionarnos por miedo a desilusionarnos. Y cuando comprendes los estragos que causa el miedo, acabas teniéndole miedo al miedo. No hay modo de librarse. ─ Lo que dices da miedo.


Daba miedo porque era cierto. Te morirás de miedo y dirán que te has muerto de otra cosa, decía el final de aquel poema. El causante, se llamaba. ¿Causa de la muerte de María? Yo no creo en la muerte, decía. ¿Un modo de engañarse? Sentado en la butaca que había hecho suya, se quedó mirando el agujero negro de la chimenea con la misma mirada hipnótica con que se miran las llamas. Negro, vacío y negro. Sólo la imaginación podía llenarlo. Max entró con una bandeja, la dejó en la mesa entre las dos butacas y fue hacia la chimenea. ─ ¿Qué haces? ─ le preguntó Tomás. ─ Fuego. ─ No hace frio. La calefacción está encendida. ─ A la mama le gusta el fuego. ─ Sí ─asintió Tomás. Le gustaba, pensó, le gusta. Nada más que decir, que pensar. María sentada en la otra butaca, en esa sala para dos, mirando al fuego y él mirando al fuego también y, de vez en cuando, a María, preguntándose dónde estaría su pensamiento. Ahora la butaca estaba vacía, pero Tomás no se lo acababa de creer del todo y Agapito tampoco. Cuando María y Tomás se sentaban en esas butacas,


Agapito se acostaba siempre sobre la alfombra junto a la butaca de María seguro de que allí le caerían más caricias. ─ Agapito te prefiere a ti ─le dijo una vez. Lo recordó ahora con una sonrisa triste. ─ Agapito recuerda que nació en casa y tal vez, cuando me ve, le recuerdo a su madre. Y de pronto fue Max el que ocupó la butaca. ─ El té se te enfría, tío. Tomás le sonrió. ─ ¿Por qué sonríes así? Le estoy sonriendo a tu madre, pensó, pero le pareció cruel decirlo, cruel para los dos. Se acercó a la mesita y le puso azúcar al té. ─ Estaba recordando La cajonera del abuelo, la novela. ¿La leíste? ─ Claro. La mama dijo que era inventado. ─ En parte. ─Me dijo que era ficción, que se había inspirado en el misterio de la cajonera, pero que nunca la había abierto. ─A mi me dijo lo mismo y la creí, pero también me dijo que algunas cosas eran ciertas, que había investigado.


─Eso no me lo dijo. ─Seguramente pensó que no te interesarían los detalles. A los jóvenes no os interesan las cosas de los viejos. Max forzó una sonrisa y cogió su taza de té. Era evidente que no le interesaban. Ninguno de los dos estaba hoy para los misterios del abuelo. Tomás se puso a mirar el fuego. A María no le gustaban las chimeneas sin fuego. A María no le gustaban los agujeros negros.



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