Capitulo XIV - Vivir. Los Mariot

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XIV Vivir

Tomás empezó a leer el penúltimo cuaderno sin ganas y con una sensación desagradable. Era miedo disfrazado de pereza, se dijo esa noche al terminar la última página. Era miedo disfrazado de pereza y esas dos sensaciones disfrazaban la peor; el sentimiento de culpa. Era el miedo lo que no le dejaba leer el último cuaderno; miedo a encontrar en las últimas notas de María una confirmación de lo que no quería ni pensar. Lo que significaba que, en el fondo de su cerebro, de su mente, de su alma persistía la sospecha que su conciencia no le permitía que pensara. En el despacho de María había estado mirando, hojeando, perdiendo el tiempo para no enfrentarse a lo peor, a la conmoción que le agitaba por dentro. Al final, para sentirse un poco menos culpable, se llevó el penúltimo cuaderno a su casa para leerlo esa noche. Levantó los ojos. A los pies de su cama, Tomasito dormía estirado con ese abandono absoluto del que solo eran capaces los gatos. Agapito dormía en su butaca, la butaca en la que había nacido en Casa Fassman y que María le había regalado para que no la extrañara. Solo ella había podido percibir el apego del perro a esa butaca que se le había quedado pequeña y en la cual tenía que sentirse necesariamente incómodo. Nunca podía dormir en ella toda la noche de un tirón. De pronto bajaba y se estiraba en el suelo. Dormía un rato y volvía a subir a la butaca. Así, toda la noche de todas las noches. Agapito era raro; neurótico, tal vez. “Vete a saber si vio cómo capturaban o mataban a tiros a su madre y a sus hermanos, y se le quedó el trauma”, decía María. Y tenía sentido. Filomena se escapaba de Casa Fassman todos los días, y cuando tuvo a los cachorros, todos iban tras ella. Hacían lo mismo que Agapito; corretear a los caballos y a las vacas por los campos. Un individuo amenazó con matarlos si volvían a entrar en su campo, pero María no podía evitar que se fueran. La verja de Casa Fassman indicaba el principio del terreno, pero no cerraba nada. A un lado subía la montaña y al otro bajaba en pendiente hasta el río. El único modo de evitar que los perros se fueran de paseo era tenerlos atados o encerrados en la casa, y eso María no lo iba a hacer bajo ningún


concepto. Prefirió creer que solo se trataba de una amenaza; que no podía haber entre los vecinos un ser tan infrahumano que fuese capaz de matar a una perra y unos cachorros que no le hacían daño ni a hombres ni a bestias con su correteo juguetón. Solo quedó Agapito. Un día se metió en la casa y ya no quiso salir más allá del jardín. Cuando los otros no volvieron ni aparecieron después de buscarlos por todas partes, María se lo dio a Tomás para que se lo llevara a Casa Mariot y le regaló la butaca para que el perrito no extrañara el olor de su madre. Agapito bajó de la butaca. Tomás le llamó señalando la cama para que subiera. El perro le miró, dudó un momento y se fue a echar en el suelo bajo la ventana de la izquierda, tocando la biblioteca; el lugar donde dormía más rato sin despertarse. A Tomás le hubiera venido bien abrazarse a su cuello un momento. Esos abrazos hacían que cavilaciones y penas desaparecieran. Era como si las ahuyentaran por arte de magia y se fueran tan lejos que tardaban en aparecer. Pero Agapito era muy suyo. Ponía cuello y cabeza cuando le apetecía, no cuando le apetecía a Tomás. Un rayo iluminó la ventana de enfrente y a los pocos segundos, un trueno estremeció la casa. Agapito levantó la cabeza y decidió que en la cama estaría mejor. Se subió y se acostó, cuan largo era, dándole la espalda a Tomás. Tomás le rascó la cabeza. ─Mira que eres cobarde, Pito. Y menos mal. Parece que la cobardía te salvó. El miedo es un mecanismo de defensa. Cierto que a veces detiene, paraliza, pero también puede salvar la vida. ¿Podría seguir viviendo si algo le confirmaba que María había agotado a posta las últimas fuerzas que le quedaban, que había decidido irse porque habían dejado de interesarle los que se quedaban aquí? Miró el reloj. Casi las tres de la mañana. Al rayo siguió una lluvia torrencial, pero no hacía tanto frío. Volvió a mirar la última página del cuaderno de 2017. Volvió a leer la última oración. Volvió a medio sonreír. Hubiera reído en otras circunstancias. En cada página, la lucha por no sucumbir a un día a día de problemas; problemas laborales de Max, problemas económicos, problemas. Y en cada página un motivo para seguir luchando, para seguir viviendo. Última corrección de El reino nuestro, publicación, promoción en las redes, y enseguida empezar Lejos de todo. Dar a la vida un significado, una finalidad. Pensamientos,


versos, notas para su blog de política. Y al final de tantas reflexiones profundas trufadas de asuntos triviales, un colofón brillante: “Y colorín colorado, este cuaderno se ha acabado”. “Quitar hierro a la existencia, ahuyentar con risas y sonrisas a los monstruos de verdad y a los imaginarios”, se recordó Tomás. María cortaba la proyección de recuerdos y pensamientos negros en su mente con una frase que obraba en su espíritu como un mantra: “¡Qué peste a melodrama!”. Era imposible huir de los dramas propios y de los ajenos si no quería uno emular a los monos sabios de la leyenda japonesa concentrando en uno mismo todas sus discapacidades, decía. Existir voluntariamente sordo, ciego y mudo ante las conmociones de la mente propia y del mundo exterior merecía el castigo de vivir sin vivir. Pero una cosa era interesarse por cuanto sucedía en el mundo y en el alma, y otra vivir obsesionado por lo que no tenía solución y amargarse la vida y amargársela a los demás. Tomás volvió a sonreír y una risa sorda le agitó el cuerpo recordando la crítica de María al “Vivo sin vivir en mi y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. La escribió en segundo de bachillerato ocasionando un alboroto entre las monjas solo inferior al que montó en el convento, años después, cantando canciones de la Republica en el fregadero y tratando de convencer a las novicias mayores de edad y a las profesas de que votasen no al referéndum de la Ley Orgánica de Franco. Nunca dejó de agradecer a la Madre General que la echara en vez de denunciarla a la policía. La crítica al poema atribuido a Santa Teresa tenía como subtítulo Apología del suicidio. ─Apología del suicidio ─repitió Tomás─. Vivir sin vivir en mi. Morir porque no me muero. La mente se le quedó en blanco. Su oído interno oía una repetición, como un eco: “Vivo sin vivir en mí. Muero porque no muero”. ─Y una mierda ─rugió, despertando a Agapito. Saltó de la cama sin hacer caso a la resistencia de músculos y huesos. Se puso encima del pijama el primer pantalón y la primera camisa que encontró. Buscó el impermeable más abrigado en la parte del armario reservada a ropa de invierno. Corrió a ponerse calcetines y zapatos. Se metió las llaves en el bolsillo del impermeable. Agapito ya estaba a su lado con las orejas tiesas.


─Vámonos, Pito. Tengo que hacer algo importante. La luz que iluminaba el jardín no llegaba hasta la parte trasera de la casa. Tuvo miedo, un miedo normal, aviso para la supervivencia. El miedo le llevó la mano a la pared de la casa y a disminuir la velocidad de sus pasos para evitar un traspiés, pero no le impidió seguir hasta el garaje. ─Algo importante, algo importante ─se repetía en voz baja. Cuando llegó a Casa Fassman, la lluvia seguía cayendo, fina, pero tupida. Se detuvo frente a la casa y un rayo cayó muy cerca iluminando una de las columnas coronadas por una gárgola que enmarcaban el acceso al porche de la entrada. El estallido del trueno puso a Agapito tieso. ─Tranquilo, Pito. Yo también me he asustado. El miedo puede hacer que uno vea monstruos. Pero aquí no nos puede pasar nada malo. Están el tío Pep y ahora, ella. ¿Quién más va a estar? La vieja fea se fue a su país y allí la palmó. Bueno, se fue o lo que sea. Debe estar allí. Salió del coche y Agapito, tras él. Subió los tres escalones de la entrada, sin correr, apoyándose en la columna. Iba a buscar la llave para abrir la puerta cuando cayó en cuenta de que no tenía llave. ─Tranquilo, tranquilo ─se dijo mirando a la ventana. La ventana, a la izquierda, tenía la madera carcomida por dentro, el gozne no entraba, y se abría con un empujón. A María le había pasado varias veces. Cerraba la puerta y se dejaba la llave dentro. Pero la última vez que le pasó, ya no se atrevió a subirse al borde que sobresalía de la pared, donde sólo cabía un pie de lado a la vez, e impulsarse con los brazos hasta el alféizar de la ventana. Tenía miedo de caerse y romperse una pierna o a sabe Dios qué. ¿O se sentiría demasiado débil? Tomás se quedó mirando la ventana un momento, bajo la lluvia, sin sentir la lluvia. Fue hasta el final del suelo de piedra y se subió al borde de la pared sujetando con fuerza las otras piedras que sobresalían. ─Si me caigo, me encontrarán dentro de un rato ─dijo a toda voz─. No la voy a palmar. La palmo si vivo acojonado el resto que me


quede de vida. Abro esta ventana por cojones. Ya está bien. Me cago en la leche. Llegó bajo la ventana, apoyó los brazos en el alféizar, se impulsó, se sentó y empujó el marco con todas sus fuerzas. La ventana se abrió. Abajo, el suelo. Se tiró sin pensárselo. Sólo sintió un ligero dolor en las piernas. Iba ya recto hacia la puerta que se abría al pasillo, cuando se acordó de Agapito. Corrió a abrir la puerta. Y allí estaba el individuo, resguardándose de la lluvia bajo el tejado. ─Vaya morro. Tú, el mínimo esfuerzo. Me caigo al entrar y ni te enteras. Dejó la puerta abierta para que Agapito hiciera lo que le diera la gana y fue al despacho de María. Sacó el último cuaderno del armario. Se sentó en la butaca. Un escalofrío le agitó todo el cuerpo. Se dio cuenta de que estaba empapado. Se quitó el impermeable, lo lanzó sobre la silla de enfrente. ─Ahora me da una pulmonía y ya verás tú. Pulmonía. La palabra se repitió en su mente varias veces. ¿A que había sido una pulmonía? María acostumbraba a ir al estanco a última hora, cuando volvía de casa Mariot. Allí, muchas noches, cogía una silla y se ponía a hablar con Robert de política. A veces estaban hasta las diez. Luego atravesaba el puente para llegar hasta el coche, que dejaba en Lo Pont para obligarse a caminar. Eso en invierno o en una primavera que seguía siendo invernal. Para coger una pulmonía. “¿Quieres abrir el puto cuaderno?” Fuera su mente o lo que fuera, la orden le retumbó por dentro como un grito. Abrió el cuaderno. Fue pasando hojas, leyendo aquí y allá. Llegó al final. Leyó. Con las dos cejas levantadas y la boca abierta, miró por la ventana. El cielo empezaba a amanecer con un gris sucio. Ya no llovía. Miró a su alrededor, pero sin ver nada. Se levantó, cogió el cuaderno y el impermeable, salió de la casa, subió al coche y a punto de encenderlo, vio a Agapito junto a la puerta moviendo la cola. Volvió a abrir el coche para dejarle subir. ─Joder, perdona. No me iba sin ti. O me iba, pero hubiera vuelto a buscarte.


El coche bajó lentamente hacia el pueblo por el camino de Triago batiendo el agua de los charcos y saltando sobre las piedras que la lluvia había arrastrado montaña abajo. Entró en la carretera obligando a frenar a otro coche que bajaba del puerto. Pasó por el puente, giró hacia el terraplén, volvió a girar hacia la Plaza Mayor y allí tomó el camino de la iglesia y subió hasta llegar a Casa Mariot. Como un caballo bien entrenado de los que permitían al cochero echar una cabezada sabiendo que el animal le llevaría a destino, el coche había llegado a la casa sin que interviniera la conciencia de Tomás. Tomás volvió al mundo cuando vio que la casa tenía todas las luces encendidas en el primero y el segundo piso. Dejó el coche frente a la entrada, cogió el cuaderno. Agapito se lanzó afuera intuyendo, tal vez, que el amo estaba raro y podía olvidarse de él otra vez, dejándole en el coche. Ante el portón de la casa, a punto de meter la llave en la cerradura, Tomás vio la cara de Max en la ventana de la derecha, entre las cortinas, mirándole con cara de pánico. La puerta se abrió antes de que a Tomás le diera tiempo a abrirla. ─ ¿Dónde estabas, tío? ─En tu casa ─le contestó muy bajo, con una voz que a él mismo le extrañó. ─ ¿Qué pasó? Tomás extendió el cuaderno. Max ni lo miró. ─ ¿Qué te pasa, tío? ─ ¿Qué me pasa? ─Eso te pregunto yo. Tienes la cara como si... ─ ¿Cómo si qué? ─No sé. Como si hubieras visto, no sé, a un extraterrestre o algo así. ¿Has visto algo? ─Esto. El último. Tomás volvió a extenderle el cuaderno. Max le dio la espalda y se adentró en el vestíbulo.


─No me digas nada ─gritó─. No quiero saber nada, tío. No quiero saber nada. Tomás le alcanzó y le agarró un brazo. ─Ven, coño ─la voz le salió como un gruñido. Abrió la puerta de su despacho y le hizo entrar. ─Siéntate. ─Que no quiero saber nada, tío. ¿No lo entiendes? ─Sí que lo entiendo. Sí que te entiendo. Y por no querer saber te quedarías con un peso en el alma que te iba a durar toda la vida. Pero yo no lo voy a permitir porque tu madre no lo hubiera permitido. A ver si lo entiendes tú. Tomás le extendió el cuaderno. ─Lee la última página. Max se dejó caer en una silla, se llevó una mano a los ojos y se los apretó conteniendo un sollozo. ─Te lo leo yo. Tomás abrió el cuaderno y empezó a leer. La voz le salió clara, firme, como si leyera una sentencia. “Todo arreglado. Será lo que tenga que ser. ¿Preparada? No sé. Creo que sí. Max estará bien. Tiene a Tomás. Max. Mi vida valió la pena. Bien hecho, bien parido, persona muy persona”. Tomás se detuvo y carraspeó para aclararse la voz. “¿Sigo?” se preguntó o le preguntó a María. “Por qué no?” Siguió. ─Tomás, Tomás, mi vida, el amor de toda mi vida, mi recompensa después de tanto tumbo. No lo merecía, pero he intentado merecerlo al final. Si mañana despierto se lo diré. Hoy no puedo más”. Tomás levantó los ojos, miró a Max y desvió la vista. A Max le bajaban lágrimas por las mejillas. ─ ¿Eso es todo? ─preguntó. ─Ese es el final. ¿Pero no es bastante esto, para ti? Para mi sí, mucho.


Max medio sonrió. ─Joder, tío. No me extraña que se te haya quedado cara de tonto. ─Pues sí ─Tomás sonrió también─. A mi tampoco. ─¿Por qué no os casasteis? Muchas veces lo pensé. ─Por caguetas ─contestó Tomás sin pensárselo─. Ya ves lo que hace el miedo, no te deja vivir. ─Ya. Es malo. Tengo miedo, tío. Tengo un miedo que no me deja vivir. Si supieras lo que me pasa. . ─Dime. Max miró al suelo. ─Tengo miedo de ver a la mama y, otra cosa de locos. ─Dime. ─Tengo miedo de que se te lleve. ─Ah, bueno. Normal. Te voy a contar una cosa. Cuando volvisteis a vivir en la casa y tu madre se quedó sola una semana mientras se arreglaban tus papeles del colegio, le pedí que se quedara aquí porque en su casa no había ni luz. Pero insistió en irse después de cenar. Vete a saber por qué. El caso es que cuando llegó a la casa, tuvo miedo. Imagínate. La puerta chirriaba. Había una telaraña de un pared a otra del vestíbulo, y tu madre con una vela. De película de terror. Y de repente tuvo miedo de que se le apareciera su padre. ¿Sabes qué hizo? Habló con él a las claras. Le dijo, “Papa, tu sabes cómo te quiero, pero no me vayas a dar un susto”. Pues bien, tu abuelo la escuchó. Sólo se le aparecía en sueños. ─Sí, me lo contó porque a mi me daba miedo dormir solo en el tercer piso. Tomás sonrió. Se le habían aflojado las cejas. Se le había cerrado la boca. ─En el segundo piso y medio, decía tu madre. ─Sí. Y yo le hice caso. Hablé con el abuelo y le dije lo mismo. ─¿Pero no dices que no crees?


─Por si acaso. Tú siempre dices que no se puede estar seguro de nada. ─Cierto. Tú empezaste a decir que no creías en Dios cuando se te murió el abuelo. Yo creo que no dejaste de creer. Creo que te enfadaste con Dios y te vengabas diciendo que no creías en él. ─Puede. Ahora ya no sé en lo que creo o no creo. ─Bueno, pero haz como tu madre. Habla con ella, como ella habló con su padre. Dile que no te dé un susto apareciéndosete. Verás que se te quita el miedo de golpe. Y sobre el otro miedo, te voy a decir otra cosa. Tu madre empezó a tomar notas para escribir una historia novelada de la familia. Por lo que he visto hasta ahora, empezó el año pasado. Creo que quiere que la continúe yo. Así que no se me va a llevar, como tú dices. Por lo menos, hasta que termine. Tomando en cuenta que soy más lento que una tortuga tullida, tenemos para rato. ─Ya. Tómatelo con calma. No hay prisa. ─Claro que no. Nos queda mucho por hacer. Max se levantó de un salto. ─Ahora te metes en la cama y te llevo un té muy caliente. No habrás dormido. ¿A qué hora te fuiste? ─A las tres o así. ─Sí. Oí ruido y me desperté. Vete a la cama, tío. Tienes que cuidarte. “Tengo que cuidarme”, se repitió varias veces camino de su habitación. “Ayúdame a cuidarme y a escribir y a todo”. Agapito entró en la habitación tras él y saltó a la cama. Tomasito se despertó maullando. ─El desayuno, abajo ─le dijo Tomás─. Aquí se duerme. Tomasito saltó de la cama y salió por la puerta maullando. Tomás se sentó al lado de Agapito y le abrazó el cuello. ─¿Ahora sí? Ahora que estás mojado. Serás cretino. Se dio cuenta de que él también tenía la ropa húmeda. Decidió darse una ducha caliente rápida.


Tomás nunca cantaba en la ducha, como decían que hacía mucha gente. A lo mejor, pensó una vez, porque su baño tenía magia. En cuanto abría la puerta y se miraba al espejo y se metía en la ducha, su memoria empezaba a llenarse de música. Había pensado poner una radio o un aparato de discos, pero desechó la idea porque no sería lo mismo. Por algo que solo podrían explicar quienes confundían la mente con el cerebro, su memoria guardaba las notas con rigor y se las devolvía con mimo. Los oídos de su alma escuchaban mucho mejor que los de su cuerpo porque tenían otra forma de escuchar. Se miró en el espejo. Cara de tonto, sí, de tonto feliz. Se sentó en la tapa del váter. Apoyó los codos en las piernas y se cogió la cabeza con las manos, tapándose los oídos para escuchar con toda su alma lo que la memoria acababa de regalarle sin pedírselo: el tercer nocturno de Liebestraum, y con la música, el poema de Freiligrath. ─Ama, ama mientras puedas ─recitó─. Llegará el momento en el que llorarás sobre su tumba. Levantó la cabeza. Sonrió. ─No hay tumba. No hay nada en las tumbas ─le dijo. ─Amor toda la vida. Vida siempre. Eso es lo que hay Se levantó con la última nota, sonriendo. Se metió en la ducha. ─Tú eras, siempre fuiste muchísimo más guapa que Marta Algerich. Adónde va a parar. Y que Khatia Buniatishvili también. Mucho más. Pero tocan divinamente, ¿verdad? El tercer nocturno de Liebestraum volvió a empezar.


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