XIII Como en casa
Tomás entró en el vestíbulo de Casa Fassman. Los ojos se le fueron a la gran foto en marco dorado en la que los abuelos, desde la pared opuesta a la puerta, daban la bienvenida a los que entraban; la misma foto que adornaba la chimenea en la sala del abuelo de Casa Mariot. “Será como estar en casa”, les dijo. Los ojos siguieron la pared hasta el otro extremo. “No del todo”.
La pared, todas las
paredes de aquella sala no muy grande eran de piedra a la vista; de piedra las dos hornacinas que flanqueaban la chimenea con figuritas de búhos, el animal favorito de María, tal vez porque era el animal favorito de su padre. Sobre la segunda hornacina, la otra foto importante, del mismo tamaño y con el mismo marco dorado; la tía Juana, siempre presente en la vida de todos, aún de los que habían nacido mucho después de su muerte. “Muerte, qué palabra más fea y más falsa”, recordó. “Después de que ella se marchara”, se corrigió. María la había colgado allí por respeto a su padre, el más fiel devoto de su hermana mayor. No compartía con él esa admiración ciega. En los actos de la tía Juana que se contaban, María percibía un fanatismo inquietante, pero se obligaba a suspender el juicio por respeto; por respeto a su padre, a la abuela, a todos. Juana era, para todos, la amiga de Dios que con su intercesión libraba a Los Mariot de todas sus culpas abriéndoles las puertas de la gloria.
Ni siquiera María
había osado nunca manifestar la más ligera duda sobre su santidad; hasta escribir la biografía de su padre, una biografía en la que se había exigido, por encima de todo, la honestidad. ¿Qué habría escrito en “Los Mariot”, si algo?
“Alguien, allá arriba, me ama”
Tomás miró hacia la ventana, al fondo, llena de luz y ramas y hojas verdes. Junto a la ventana, la mesa de comedor que María no utilizaba casi nunca cuando estaba sola. Otra ventana en la pared siguiente iluminaba una mesa de centro de cristal y madera frente a un sofá de piel. A través del cristal de la mesa se veían grandes álbumes de fotografías y algunos libros. “Como estar en casa, sí”, se repitió. Porque aunque no se parecía en nada al vestíbulo y a la sala de recibir de Casa Mariot, la atmósfera era la misma. Tal vez porque era algo que el tío Pep llevaba en sus genes y María y él. Los genes anormales de los Mariot en combinación con los anormales de la abuela. Tuvo ganas de sentarse en el sofá a mirar fotos, pero con tanto que hacer, no se lo podría justificar. Más adelante, según lo que encontrara. Miró hacia el techo. Las vigas de madera que parecían sostenerlo eran de adorno. El tío Pep quería que esa casa pareciera rústica, muy rústica. “Ay, amorcito, tan rústica, no” decía su mujer. Se sentía mucho más cómoda en Casa Mariot, aunque allí tampoco entendía la atmósfera. Para ella, era una casa burguesa como Dios mandaba y nada más. Y nada más que pensar y recordar porque Max entró cargado de cuadernos, como una ráfaga de viento. ─ ¿Te ayudo? ─No, solo me falta un viaje. Le siguió hasta el despacho de María. Max puso los cuadernos en el escritorio de cualquier manera y volvió a salir corriendo. Iba a decirle que tuviera cuidado, pero ya no le hubiera oído. Fue a sentarse en la butaca de María. Los ojos se le fueron a los cuadernos y de pronto sintió el peso de una enorme pereza. ¿Pereza o miedo otra vez? ¿Sería, otra vez, una excusa? Antes de ponerse a leer tendría que volver a ordenar los cuadernos en el armario. Y para ordenarlos, “Alguien, allá arriba, me ama”
tendría que abrirlos para ver las fechas y ponerlos correlativos. Mejor no pensarlo si no quería agotarse antes de empezar. Se sentó. Corrió la butaca hacia el armario. Abrió el cuaderno que tenía más a mano, lo colocó en el anaquel del armario en el que estaban los cuadernos antes de precipitarse a sacarlos, y luego otro y otro, automáticamente, sin darse tregua para pensar. Max apareció con los cuadernos que quedaban y volvió a tirarlos en el escritorio. ─Ya están todos. ¿Necesitas algo más? ─le preguntó volviendo a la puerta. ─No. ─Entonces me voy a mi despacho. Tengo un Skype. ¿Me avisas cuando venga Vigara? ─Te aviso. Max volvió a desaparecer y sus pisadas retumbaron subiendo por la escalera. Las pisadas de María subiendo o bajando esa escalera sonaban firmes, pero lentas. Subía y bajaba los escalones como él últimamente; él por miedo a otra caída; ella, tal vez por debilidad. “Escalera ideal para viejos”, dijo María cuando Max quiso ponerle una baranda. No necesitaba baranda. La escalera, estrecha, encastada
entre
dos
paredes
y
María
bajaba
estaba
tranquilamente
apoyando una mano en cada pared. Tomás sonrió recordándola. Cogió otro cuaderno. Revisó las fechas. Lo puso en su sitio. ─La verdad, la verdad ─le dijo─. Tengo muy pocas ganas de ordenar todo esto. “Con lo que te gusta ordenar”, sintió que le contestaba.
“Alguien, allá arriba, me ama”
─Pues ya ves. ¿Sabes lo que creo que me pasa? Ansia de leer y, al mismo tiempo, ¿desaliento? “¿Antes de empezar?” ─Voy a tener que pedirle a Max que me haga uno de sus plannings. “¿Por qué no lo haces tú?” ─Tienes razón. Fui yo quien te convenció de que hicieras listas de todo lo que tuvieras que hacer y fuiste tú quien le metió a Max lo mismo en la cabeza. “¿Y a ti, quién te convenció?” ─Tu padre. Qué cosas. Yo le hice caso enseguida. Tú, no. Tú casi nunca le hacías caso. A ti te convencí yo. Siempre te convencía yo. Me hacías caso. ¿Por qué? “Eras el único que no estaba chiflado”. A Tomás se le ensombreció la cara. ─No me digas eso. Era lo que decía la tía Luisa, que ella era la única normal. ¿Yo normal, como la tía Luisa? “Eres el único que no estás chiflado”, le decía María medio en broma. ─Porque no sabías lo que pensaba, lo que sentía. No lo sabía nadie. “Por el silencio se llega al cielo y se puede llegar al infierno”. ─Tenías razón. Silencio jesuítico. El valor del silencio, machacaban en aquellos retiros espirituales. “Que olían a azufre del infierno”. ─Que cosas se te ocurrían. “¿Tenía razón?”
“Alguien, allá arriba, me ama”
─Siempre. Bueno, ya falta menos. Casi sin darme cuenta. Pero aquí no puede estar todo. Llevaste diario desde la adolescencia. Tiene que haber muchos cuadernos más. ¿Arriba? Solo de pensarlo se le aflojaban los músculos. Con lo que le estaba costando ordenar ese armario pequeño, la idea de buscar en todos los armarios del tercer piso o, del segundo piso y medio, como decía María, era para quitarle las fuerzas a cualquiera. ─Hoy no subo. Sería una excusa para retrasar el momento de ponerme a leer. Aquí están los más recientes, así que voy a empezar por aquí, de modo que. Un estruendo de ladridos le cortó el pensamiento. Vio pasar a Agapito como una exhalación por la puerta abierta. Detrás del perro, Max, también corriendo. Se asomó a ver qué pasaba. En la puerta, también abierta, de la casa, estaba Vigara con una yegua blanca. Tomás salió, a saludar, se dijo, aunque lo que le movía era el deseo de saber. Después del saludo de rigor, puso cara de tonto. ─Pues sí que ha ido rápido la idea. No habéis tardado ni un día entero en decidir lo de la hípica. ─No, tío ─gritó Max. ─No, Tomás ─gritó Vigara Agapito no paraba de ladrar. Entre los dos le explicaron a gritos que lo de la hípica se tenía que pensar y calcular y pedir permisos y eso. Habían quedado en que hoy Vigara traería a su yegua porque había mucha hierba, en el jardín y en los bancales. Mientras los dos chicos se pisaban las palabras y el perro se las pisaba a los dos, la mente de Tomás se alejó para contemplar la escena. Max y Vigara, con nueve años los dos, contando a gritos cualquier cosa, corriendo montaña arriba y “Alguien, allá arriba, me ama”
montaña abajo. Volvió a verles aquella vez que estaba sentado en el cenador esperando el café que María le iba a traer. Max bajó derrapando por el camino que subía hacia la balsa con un palo en la mano. Detrás de él, Vigara corría con otro palo, gritando. ─Detente, cobarde, no escaparás a mi venganza. Max se detuvo. ─A ver quién es cobarde. Si te acercas, te quedas sin huevos. Tomás se alarmó. ─Max ─llamó. El chico fue enseguida y Vigara detrás. ─¿A qué estáis jugando? ─A la guerra. ─Ya sabes que a tu madre no le gusta. ─No le gusta la guerra, pero esto no es la guerra, es un juego. ─Ah, pues venga, a seguir jugando, pero mejor allá arriba. Si sale tu madre te va a preguntar lo mismo que yo, y bueno, no creo que le guste, ─No puedo subir. Las tropas de este han tomado la caseta. ─Pues subimos y los echamos ─gritó Vigara. ─Son tus tropas, burro. ─Ya no. Lo cambiamos y ya está. Y se perdieron los dos, antes enemigos y ahora aliados, camino arriba, gritando. ─Huid, sabandijas, os vamos a aplastar.
“Alguien, allá arriba, me ama”
Tomás le contó a María lo que había pasado y tuvieron tema para toda la tarde. Influencia en los niños de las guerras y las escenas violentas en la tele. María no hacía caso nunca a los dos rombos porque prevenían contra las escenas de sexo, y estaba muy pendiente para cambiar de canal cuando, sin previo aviso a los padres, aparecían escenas violentas. ─¿Te
das
cuenta
de
la
perversión
que
supone
censurar
las
manifestaciones de amor y aprobar las de violencia? ─dijo. ─Pero parece que los chicos distinguen perfectamente lo que es la realidad y lo que es un juego ─le replicó. ─¿Perfectamente? No lo creo. Les hacen adictos a chutes de adrenalina desde pequeños. Nadie puede saber dónde y cómo van a buscar la dosis cuando se hagan adultos. Ahora, esos dos adultos seguían jugando. Los dos, pura energía, ese exceso de vida al que los nombradores de trastornos llamaban hiperactividad. A María le preocupaba el supuesto trastorno, la habían preocupado desde el primer pediatra del niño hasta el último psicólogo que le vio. Tomás nunca lo consideró un motivo para preocuparse. Allí estaba, enérgico, animado, como ese amigo, hermano, que le había tocado en suerte y que le ayudaría a caminar hacia adelante. Dejó a Max gritándole al perro y a Vigara enterrando un hierro en el límite del jardín y a Max corriendo a enterrar otro y a los dos con los cables con que iban a hacer una valla, enrollados en un hombro, y a Agapito corriendo alrededor de ese perro blanco gigante. Si se enteraba de que era una hembra y le acababa gustando, lo iba a tener crudo, el pobre. ─Bueno ─le dijo a María volviendo al despacho─. A ti siempre te gustaron los caballos.
“Alguien, allá arriba, me ama”
“Max soñaba mucho con caballos, ¿te acuerdas?” ─Sí, hasta hace poco. Y mira qué casualidad. Pero mejor no se lo menciono. Esas casualidades le dan miedo. “Serendipias”. ─Eso. A ti no te daba miedo que de pronto irrumpiera algo inexplicable. ¿Por qué ibas a tenerlo?, me decías. Te habías librado de tantos peligros que no creías que nada de este mundo ocurriese por azar. “Somebody up there loves me”, repetías cada vez que se te abría una puerta o frenabas al borde de un precipicio. Pero tu Dios no estaba allá arriba, estaba en todas partes. El mío, ya no sé dónde está. Ni siguiera sé si tengo. “¿No lo sabes?” ─Bueno, no lo sé. Estoy hablando contigo, quiero creer que me contestas, pero eso no me garantiza que sea cosa de Dios. No me garantiza nada. “Aterrizar de cuatro patas en la realidad”. ─¿Dónde dijiste eso? Ya no me acuerdo. Era algo de lanzarse de cabeza desde la Poesía al mundo de las barrigas. Tengo que leer. Tengo que empezar a leer.
“Alguien, allá arriba, me ama”
“Alguien, allá arriba, me ama”