Introducción Cuando aterricé en el Miami de los años 50, una de las cosas que más me impresionó del colegio en el que me habían metido fue la sala de televisión. Recuerdo vívidamente la primera tarde noche en que nos llevaron allí a las internas que quisimos ver el prodigio. Del aparato abombado salieron unos instrumentos de viento llenando el ambiente de inquietud con unas notas que anunciaban peligro. En la pantallita, una placa de policía, luego el título, “Dragnet” y una voz que decía: “La historia que están a punto de ver es verídica. Sólo los nombres han sido cambiados para proteger a los inocentes.” Cuando empecé a concebir a “Los Mariot” sólo tenía una idea clara; no quería que fuera una historia de mi familia. Esa historia ya la había escrito en el 2009 en “Fassman, la biografía. El poder de la voluntad.” Quería que fuera una novela. Y si quería que fuera una novela, ¿por qué ponerle el nombre por el que se conoció a mi familia en su pueblo hasta que mi abuelo vendió la casa que llevaba ese nombre y mi padre fundó otra que hoy se conoce como casa Fassman? Algo en los repliegues de mi subconsciente me estaba traicionando. Un día apareció un narrador como un Deus ex machina. Y otro día, apareció un personaje significativo al que conozco muy bien. Fue
entonces cuando la memoria me devolvió aquella introducción de Dragnet. Digo, pues, que la historia que van a leer es verídica, más o menos, y que los nombres, casi todos, han sido cambiados para proteger a casi todos los inocentes. Aunque eso de inocentes resulta inexacto. Habiendo, desde el principio de la humanidad, culpables de pervertir y machacar a sus congéneres y descendientes agregando eslabones a la cadena de dolores que afligen a toda existencia humana, no hay culpable que no merezca un eximente ni inocente que no tenga un cierto grado de culpabilidad. En esto, los Mariot no difieren de cualquier otra familia, aunque sus miembros resulten, en todo lo demás, distintos a lo que las mentes convencionales considerarían convencional.