Los Mariot IV Ella

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IV Ella Salió de la farmacia con el bastón. La firmeza con la que agradecieron sus piernas la sensación de equilibrio le hizo lamentar no haberlo comprado antes. Quería hacerse creer que olvidaba comprarlo, y era cierto. La memoria se le había aliado a la voluntad porque no quería acordarse del adminículo. Le deprimía ver a antiguos compañeros de colegio y a aquellas chicas de su adolescencia, que empezaban a lucir faldas estrechas moviendo las caderas, caminar ahora encorvados, echando el peso de sus cuerpos vencidos sobre un bastón. Él no lo necesitaba.

Aún podía caminar con dignidad. Aunque cada vez le

costaba más, pero no por la debilidad de sus piernas, sino por el miedo a caerse. El miedo a caerse le había obligado a caminar arrastrando los pies y con los ojos pendientes del suelo. Durante años, había seguido el consejo de su tío Pep y le había ido bien. Caminar con las manos unidas en la espalda y la cabeza erguida mantenía los hombros elevados y agilizaba las piernas. Hasta aquella caída absurda, el hospital, el miedo inoculado en sus nervios transformándole la vida, seguramente, para siempre. Agapito caminaba a su lado arrastrando la correa por la calle. Tomás se detuvo un instante a mirarle. Agapito le devolvió la mirada. Tomás le sonrió. Era curioso, casi increíble que desde su regreso del


hospital, el perro caminara por el pueblo junto a él como si estuviera entrenado, sin siquiera apartarse cuando veía a otro perro. Era como si supiera que su carácter alborotado había estado a punto de costarle la vida al amo. Tomás levantó la cabeza. Al otro lado de la carretera, una perrita volvió a salir de uno de los edificios y Agapito volvió a dar un tirón brutal a la cadena y el cuerpo de Tomás volvió a estrellarse contra un coche que salía marcha atrás. Y de repente estaba en el suelo con montones de caras encima y manos que le tocaban y gritos de no le toquen. ¿Y Agapito? A él solo le importaba Agapito. ¿Dónde está mi perro? Y una voz dijo, yo lo tengo. Pero él siguió preguntando hasta que alguien se lo trajo y vio sus ojos de perplejidad, tal vez de miedo. Y entonces llegó la ambulancia y el chófer le reconoció, Mariot, tranquilo. Pero a él sólo le importaba su perro. Que alguien lleve a Agapito a mi casa, a Lidia. Una mujer se le acercó sujetando la correa del perro. Ahora mismo se lo llevo, Tomás, tranquilo. Volvió a mirar a Agapito. El perro se había sentado junto a él jadeando con la lengua afuera, mirando a todas partes menos al lugar del aciago accidente. O lo habría olvidado o no lo quería recordar, porque eso de que los animales no tenían memoria era un disparate. Lo que ciertamente no tenían era la tendencia a provocarse recuerdos desagradables.


Tomás echó a andar y Agapito con él. Pasó el puente procurando no mirar al río para no provocarse vértigo. De la terraza del último bar del pueblo le llegó un saludo. -Qué, Tomas, cómo va. -Vamos haciendo-, contestó con la respuesta rutinaria de la comarca que siempre le había molestado por connotar una cierta resignación. ¿Cuántas veces la había repetido desde la salida del hospital? Se había resignado a acatar ciertas convenciones, nada más. Su voluntad seguía afirmándose en la negativa rotunda a permitir que los demás determinaran su vida. Pero aceptar ese vamos haciendo, ¿no era una manifestación de que en el fondo se había resignado a ir consumiendo el tiempo que le quedara sin ninguna perspectiva, sin ninguna ilusión? Se detuvo en seco. Agapito se había adelantado unos pasos. Volvió atrás cuando vio que Tomás no le seguía y se sentó a su lado a esperar. Tomás miró al camino que subía hacia la montaña a su izquierda. Volvió a desviar los ojos hacia la carretera. No podía seguir avanzando hacia el merendero de la fuente que marcaba el límite del pueblo por el oeste. Se había propuesto pasear hasta allí. Era un buen paseo, con sitio para descansar y agua fresca y montaña para que Agapito pudiera corretear un rato. Pero no podía seguir. Miró a la derecha. Al otro lado de la carretera empezaba el camino de Las Vernedas, alisedas que ofrecían verde primaveral para serenar el


alma, rumor de aguas. También allí podría bajar al río y sentarse en una roca a descansar mientras Agapito correteaba y se bañaba. Pero el cuerpo no se le quería mover. Ni el cuerpo ni la mente. De pronto se había hecho el silencio. El silencio, el vacío absoluto de sensaciones, de emociones, aquel día, al volver del hospital. La mente en blanco, en negro. Como si se hubiera desconectado del cuerpo y no hubiera vida después de la vida. Y luego, ni un lamento; un aferrarse a la supervivencia llenando la mente de cavilaciones, elucubraciones, reflexiones mil veces reflexionadas; un dejar que la memoria volcara recuerdos sin ton ni son, menos los recuerdos que no podía recordar porque recordarlos podía matarle en vida. “Tomás”. La voz sonó tan clara en su memoria como si la hubieran escuchado sus oídos. Se apoyó con las manos en el bastón. Miró la carretera. “Tomás”. La garganta se le anudó. Le ardieron los ojos. Miró al camino por el que no quería subir. “No se puede vivir muriendo. No vale la pena”, decía ella, era su lema. Sintió, como una certeza que se siente sin pasar por la conciencia, que no podía seguir engañándose hasta el final. “¿Quieres o no quieres seguir viviendo?” Respiró todo lo hondo que pudo para que el aire le deshiciera el nudo que no le dejaba respirar. El aire le oprimió el pecho. Pero los pies ya


le subían solos por el camino; el brazo firme conduciendo el bastón, la mano aferrada al puño. Siguió avanzando por el camino de tierra y piedras. Camino de cabras, decía ella. Pasó el campo donde pacían las vacas. No había vacas. Pasó la senda que llevaba a los huertos. A la izquierda, abajo, al otro lado del río, el pueblo, el terraplén, las terrazas, cada vez más abajo mientras más iba subiendo. Agapito había vuelto a tener un brote de hiperactividad. Subía por la montaña a su diestra, bajaba por la montaña a su siniestra. Salían gatos por todas partes y huían despavoridos al verle. Agapito les perseguía hasta que, arriba o abajo, se perdían entre los matorrales. Se adelantó a galope y se metió en un campo donde había caballos y potrillos. Tomás le miró sin energía para llamarle con autoridad. -Eps-, le dijo sin gritar. Agapito frenó y le miró. Eps-, le repitió Tomás sin dejar de caminar. Agapito salió del campo y siguió a los caballos a galope sin volver a entrar. Eps era la única palabra que parecía entender, a saber por qué. La palabra le decía que algo estaba mal sin importar el tono en el que la dijera. Y Agapito obedecía. Siguió caminando, confiando su equilibrio al bastón, evitando las piedras como un ciego. Abajo, se acababa el pueblo. A Tomás se le


acababan las fuerzas. Pero no había en el camino dónde sentarse, ni tan solo una roca. Piedras, sólo piedras y hoy, polvo y un sol que empezaba a abrasar. Debió haberse puesto el sombrero de sus veranos, pero no parecía que el sol iba a brillar con esa fuerza. Ayer mismo, nublado, y antes de ayer, llovía. Las montañas que rodeaban el valle aún tenían las cimas blancas. Como si la primavera hubiera decidido pasar de largo. Pero los bordes del camino estaban llenos de achicorias y las ginestas salpicaban toda la montaña. De repente, había venido, la primavera o el verano, de golpe. Hasta el tiempo había sucumbido al caos. Llegó a la encrucijada donde se bifurcaba el camino. Allí sí había una roca, pero Tomás supo, sin pensarlo, que si se sentaba, no se volvería a levantar. Agapito se había lanzado por el camino que bajaba al rio. Tomás respiró buscando fuerzas y plantó el bastón unos centímetros más adelante dispuesto a subir. Agapito volvió a aparecer, subió a galope y se perdió camino arriba hacia una verja de hierro. Allí le esperó. La verja estaba cerrada. Ella nunca la cerraba. ¿Cómo la iba a abrir? Empujándola. No le habían puesto la cadena ni el candado. Ni una excusa

para

echarse

atrás.

Sus

piernas

siguieron

avanzando,

venciendo el pánico que no le dejaba pensar. Y apareció la casa, esa casa de cuento de hadas, decían. Casa de piedra con un tejado de


pizarra que se extendía a los lados como una pagoda. La puerta estaba cerrada. Ella nunca la cerraba de día. Agapito saltaba como un potrillo enloquecido. Corría a la puerta, la empujaba con sus patas. Volvía a Tomás, le empujaba con las patas en su pecho, seguramente para que le abriese la puerta. Decían que los

animales

no

tenían

memoria.

Agapito

siempre

se

había

comportado en esa casa como si fuera suya, como si no hubiese olvidado que había nacido allí. Volvió a verla en la puerta abierta. Volvió a oírla. “Agapito”. Era lo primero que decía porque Agapito era el primero en llegar hasta ella, moviendo la cola, saltando. Volvió a verla sentada en el banco del porche para resistir las embestidas del perro y abrazarle y besarle. Pero la puerta estaba cerrada y Agapito desconcertado y en su campo visual, el monumento que no quería mirar. Subió los tres escalones de la entrada y se sentó en el banco, junto a la puerta. Agapito le puso la cabeza en las piernas pidiendo caricias, pero sin entusiasmo. Levantó la cabeza. Y allí, a la izquierda, apareció la gran piedra coronada por un águila, los signos del zodíaco rodeando un escudo de hierro con el nombre Mariot en el centro, el busto en bronce del tío, la placa, y más abajo, al final, la tierra, un parterre cubierto de ramos de flores marchitas. Miró alrededor. Las plantas y los árboles habían aprovechado las pocas mañanas de sol. El césped había crecido y el verde brillaba. Las


lilas que ella le había dado para su casa estaban, como en su casa, preñadas de yemas a punto de brotar.

Y él allí, como el ciervo de

yeso sobre una roca en medio del jardín, como la rana petrificada junto a la fuente de piedra. “No se puede vivir muriendo. No vale la pena”, decía ella. Se levantó. Plantó el bastón a la izquierda para obligarse a avanzar. Avanzó y se detuvo frente a la piedra. Su tío, en bronce, “Al profesor. De sus

alumnos”, y abajo, la placa, igual a la de la roca de su casa

porque se las había vendido y las había grabado el mismo joyero del pueblo. Sus ojos se saltaron el primer nombre. Abajo, María. Se sentó en el murillo de piedra que rodeaba el rellano donde estaba plantado el monumento. Volvió

leer. María. Una y otra vez, María,

como si las letras no significaran nada, como si ese nombre fuera una horrible equivocación. Silencio absoluto por dentro y de repente, fuera, un grito ronco, un sollozo de las entrañas. Luego sollozos con la voz aguda de un viejo, de una mujer, de un niño. Y le salieron lágrimas, lloraba como lloraba la gente, con sollozos, con lágrimas, como siempre había creído que era incapaz de llorar. -No me lo dijeron –gimió varias veces. –Por miedo. Me lo dijeron cuando volví. Y yo, no quería creerlo. No podía ser. Es absurdo. Empezó a balancear el torso. -No me lo podía creer. Y mira. Cuántas flores.


-Ahora sí que estoy solo –le dijo a la placa con una voz de niño llorando. –Ahora sí que estoy solo de verdad. Ahora sí que me habéis dejado solo. Agapito bajó del monumento donde había ido a olisquear. Fue hacia Tomás. Le metió la cabeza bajo un brazo. Tomás le abrazó el cuello, balanceándose. Allí, con el perro, balanceándose, toda la eternidad. Se quedaría allí. Los ojos se le fueron al cenador, a la mesa y sillas de hierro. Era allí donde se tenía que sentar,

donde se sentaban cuando hacia buen

tiempo. Allí a esperar, ¿el qué? ¿Qué se acabara todo de una vez? “Tomás. Tomás” ¿Y si no se acababa? Ella tenía tanta fe en que no se acababa que a veces se sentaba allí a hablar con su padre. La primera vez que se lo dijo, él le preguntó. ¿Te contesta? Por fuera, no, hombre, le contestó ella. Sólo me faltaba oír voces. Pero por dentro sí, estoy segura de que por dentro sí. Se apoyó en el bastón y en Agapito para levantarse. Llegó al cenador arrastrando los pies. Se dejó caer en la silla de siempre. Agapito se fue a la silla donde siempre se sentaba ella. -No está, Pito. Ya no está -, le dijo al perro y la voz le volvió a salir en un gemido


Se quedó mirando la silla vacía, el perro al lado esperando que le acariciara la cabeza. Pero ella no estaba. Y entonces la vio en su memoria sonriendo con esa ironía sin aristas con que le escuchaba cuando él decía alguna cosa que a ella le parecía un disparate, una chiquillada. Y aunque sus oídos no la oyeron, no le cupo la menor duda de que le preguntó por dentro: “¿Estás seguro de que no estoy, Tomás?”


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