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I Un día especial
Tomás bajó un escalón seguido por Tomasito, el gato, y Agapito, el perro. Serían las ocho y pocos minutos. No llevaba reloj porque el hábito le daba las horas. Las ocho era la hora de levantarse de la cama, ponerse la bata, echarse agua en la cara, lavarse los dientes para quitarse el mal gusto de la boca
y empezar el viaje por las
escaleras. No le hacía falta peinarse. El pelo, todavía abundante y con algunas vetas grises jaspeando el blanco, era tan dócil que se arreglaba con las manos. Con las manos se lo arreglaba antes de bajar por si encontraba a alguien cuando abriera el portón de la entrada. Bajó otro escalón poniendo un pie y luego el otro al lado, y otro escalón poniendo un pie y, al lado, el otro; la mano en la baranda. Podía bajar escalón a escalón con un pie detrás de otro sin dificultad. Estaba flaco. Pero no tenía prisa. Cuando un pie quería bajar sin hacer escala, le frenaba el recuerdo del hospital. Caerse por las escaleras por llegar rápido sería una soberana estupidez, se decía las pocas veces que le apremiaba la impaciencia.
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Agapito no entendía su parsimonia. Con la envergadura y energía de un labrador de año y medio, el perro no se había acostumbrado nunca al ritual de la bajada de la escalera por la mañana. O sí, pero a su modo. Tenía su propio ritual. Agapito adelantaba a Tomás por la izquierda y se lanzaba escalera abajo a trote desbocado; miraba desde abajo a los que bajaban escalón a escalón y corría escaleras arriba y volvía a bajar y volvía a subir hasta que los tres llegaban a término. Tomás apretaba la baranda no fuera el perro a errar la dirección llevándoselo por delante. Tomasito casi nunca se movía hasta que el pie del amo bajaba otro escalón. Pero había días en que al gato le daba por bajar un escalón antes que él, y entonces resultaba más peligroso que el perro porque se paraba a esperarle en el escalón siguiente con riesgo de hacerle tropezar. Tomás tenía que empujarle con el pie para sacarle de en medio; un empujón muy suave para no espantarle. A veces, la falta de entendimiento del perro y el gato le hacían soltar un bufido de impaciencia. No le cabía duda de que los dos tenían cierto grado de autismo. Vivían en su mundo prescindiendo de todo lo que no fuera su santa voluntad. Pero la verdad era que a Tomás le parecía bien respetarla por más inconvenientes que le causaran. Le gustaba verles libres, sin otra atadura que la necesidad de agua y comida; necesidad que les duraba muy poco porque Tomás la satisfacía de inmediato a cualquier hora dejando lo que estuviera haciendo cada vez que Agapito se le subía encima lamiéndose el morro o Tomasito le increpaba a
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maullidos. Muchas veces se decía que esos bichos lo habían entrenado a él. Y le gustaba pensarlo porque el pensamiento le sacaba una sonrisa. En esas estaban cuando Tomás llegó al rellano y se detuvo, como siempre. Todos los días echaba un vistazo al ventanuco que daba a un pasillo lateral del jardín. El ventanuco siempre estaba abierto. Por él entraba el frío en invierno y el calor en verano y, a partir de la primavera, algunas hojas de un gran almez. Cuando el otoño dejaba las ramas desnudas, eran las ramas desnudas las que se colaban dentro de la casa con las hojas de la enredadera que subía por el muro.
De día entraba el bullicio de los habitantes del jardín que,
montaña arriba, se convertía en bosque; pájaros, insectos, ratones, ratas también, pero Tomás no las llamaba así porque no le gustaba la palabra. De noche, el de los habitantes nocturnos; búhos, ratones, topos, jabalís. En noches de tormenta, los golpeteos del postigo resonaban en la casa como barullo de fantasmas furiosos. Tomás no podía ver el jardín porque el ventanuco estaba demasiado alto, lo que una y otra vez le hacía preguntarse a quién se le ocurría abrir ventanas por las que nadie se podría asomar. Pero en cuanto su cara percibía el aire fresco y su nariz los olores de la tierra, su imaginación le proyectaba los arbustos, los árboles, los pájaros, el sol siempre mortecino en ese corredor
umbrío; la luna menguante, creciente,
llena, su luz variando los tonos de los colores de la noche. Era como si estuviese afuera. Agapito y Tomasito también miraban hacia el
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ventanuco, y Tomás se preguntaba muchas veces si estarían imaginando lo mismo que él; si también se imaginaban en el jardín siguiéndole. Aunque lo más probable era que se preguntaran por qué demonios ese tonto se paraba siempre allí cuando ellos, cada cual por sus propios motivos, tenían prisa por llegar abajo. Lidia, la señora que limpiaba la casa, no entendía por qué al viejo le gustaba tener ese ventanuco siempre abierto. Pero fue lo que el viejo le contestó cuando le preguntó por qué no quería cerrarlo: porque me gusta así, le dijo, con esa cara de niño chiquito, decía Lidia, que hacía que se le perdonara todo. Cuando llovía por la noche, Lidia se encontraba un charco en el rellano a la mañana siguiente, y si seguía lloviendo, era desesperante porque el agua volvía a entrar cuando acababa de secar el suelo. Déjelo, Lidia, el viento lo secará, le dijo el viejo cuando se le quejó. Y ella lo dejó así para fastidiarle. Pero el viejo nunca se fastidiaba. En ese pueblo había mucha gente rara, pensaba Lidia, pero el viejo era el perro más verde de todos los perros verdes del pueblo. Un día no pudo más y se lo dijo. No que fuera un perro verde, a eso no se atrevía. Le dijo que era rarísimo. El viejo se la quedó mirando como si hubiera descubierto algo y se quedó pensando. Lidia siguió haciendo lo que estaba haciendo, nerviosa por si le había ofendido. Pero no se ofendió. Eso dicen, dijo el viejo, será verdad. Y le sonrió con esa sonrisa que tenía de buena gente. Que era raro, no se podía negar, pero que era buena gente, tampoco. A partir del día del primer charco, Tomás recordaba
la
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extrañeza de Lidia y su expresión cada vez que pasaba por el ventanuco abierto. La pobre no se resignaba a ver algo tan imposible de explicar. ¿Por qué no lo cierras?, se dijo al darse cuenta de que el asunto alteraba a la mujer. Porque sería cerrarse una ventana al mundo, se contestó. La respuesta le sonó tan grandilocuente y mentirosa que le hizo sonreír. ¿Por qué mentirosa? Era una de sus ventanas, no la única, pero una de ellas, sí. Tomás bajó el último escalón y, como siempre, Agapito se lanzó hacia el portón de la entrada, frenó milímetros antes de estrellarse, levantó las patas delanteras y se puso a rascar la madera del portón exigiéndole a Tomás que acelerara el paso por el vestíbulo y le abriera de una puñetera vez. Las puertas arañadas descompensaban a Lidia más que el ventanuco. Puertas de madera de verdad, tenían que ser carísimas, y el perro las echaba todas a perder. Agapito necesita arañarlas para comunicar que quiere entrar o salir, le explicó el viejo. A mí no me sirven para nada, le dijo. Como después de tantas otras frases misteriosas del viejo, Lidia se quedó sin saber qué decir. A Tomasito también le entraba la prisa, pero en sentido contrario. Arrancaba a correr por el pasillo que seguía detrás de la escalera hasta la puerta de la cocina y empezaba a maullar, un maullido que ya no cesaría hasta que le dieran el desayuno.
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Como siempre, Tomás ignoró el hambre del gato y caminó hacia el portón. A veces tenía la deferencia de decirle a Tomasito que esperara un momento, que lo primero era lo primero y que después de lo primero siempre volvía para darle los hígados de pollo con los que acostumbraba desayunar. Pero sabía que era inútil. Pidiéndole al gato que se callara y tratando de explicarle que su ansia de comer se vería satisfecha al cabo de apenas un minuto, lo único que conseguía era que el gato aumentara el volumen de sus maullidos hasta hacerse insoportable. Pero lo primero era lo primero, se decía un día tras otro para no ceder. Tomás abrió el portón con dificultad. Cada vez con más dificultad, se dijo, no porque el portón se hiciera más pesado. Era él que cada día se hacía más viejo. Mal pensamiento ese que últimamente le despertaba la melancolía; algo triste que, si fuera un líquido en la boca, tendría gusto amargo. La luz pálida del sol, la verde del césped, la oscura de los árboles le saludaron
otra mañana. Las mañanas no empezaban hasta que se
abría el portón y los ojos de Tomás echaban un vistazo alrededor y se detenían en una gran roca clavada en el centro de una glorieta, en medio del jardín. La roca, rodeada por un parterre de pensamientos, le quitaba la amargura. Le gustaban las flores y saber que ellos estaban allí, aunque sabía que en realidad no estaban. Buenos días, abuela, papa, decía Tomás a la roca desde la entrada, sin salir de la
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casa. Eso era lo primero, un rito diario para empezar el día en paz. Con la paz de saber que ese día sería como todos los demás. Cumplido el rito, volvía a entrar, a ocuparse del hambre de Tomasito y a volver a subir para asearse, vestirse y a volver a la cocina para desayunar con Agapito, y después al despacho, a lo mismo de cada día. -Buenos días, abuela, papa –dijo. Pero en vez de entrar otra vez en la casa, empezó a bajar los escalones hacia el jardín. Agapito, que ya había corrido montaña arriba, de algún modo se dio cuenta de que Tomás estaba en el jardín y volvió a bajar a trote lanzándosele encima. Una de las grandes alegrías del perro era ver a Tomás dispuesto a dar una vuelta por el jardín, lo que ocurría primavera, verano y otoño. -Un día me vas a matar –le dijo al perro quitándose sus patas del pecho. Y como cada vez que se lo decía, se recordó que lo más prudente era comprarse un bastón para no perder el equilibrio con las frecuentes embestidas del perro, pero luego lo olvidaba. Tomasito también percibió desde la puerta de la cocina que algo pasaba y salió a ver qué estaba retrasando su desayuno. Agapito empezó a jugar con él retándole con las patas y empujándole con el hocico. Tomás cruzó el camino y fue hacia la roca. Salvó con precaución el murillo de piedra que rodeaba la glorieta y fue poniendo las zapatillas
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en el césped con cuidado de no pisar las flores. Dio la vuelta para ver a la roca por la cara que recibía a las visitas. Allí, una placa convertía a la roca en un monumento. Tomás empezó a leer la placa como si no la hubiera leído nunca “Juan de Mariot i Llahí”. “Pilar Montfort i Puig”. Más abajo, ya no quedaba lugar para otro nombre. Tendría que cambiarla por otra más grande y hacer poner el suyo. “Tomás de Mariot i Montfort 1946”- leyó como si ya estuviera grabado. -Tomás de Mariot i Montfort 1946 guion -volvió a leer en voz alta. La otra fecha seguía siendo una incógnita, aunque no por mucho tiempo. Pronto sus cenizas también estarían alimentando a los pensamientos del parterre. Pero, ¿por qué pronto? Aún podían quedarle diez años y hasta veinte teniendo en cuenta la longevidad de la abuela. De pronto reparó en dónde estaba y por qué había salido de la casa contra su costumbre y por qué estaba allí recordando finales y previendo el suyo. Era su cumpleaños. A su conciencia se le había pasado, pero, por lo visto, a su inconsciente, no. -Qué cosas –dijo en voz alta. –Setenta tacos –dijo. -Pero si tú a los ochenta, papa, y tú a los noventa y siete, abuela, igual yo. De todos modos, diez o veinte años pasan sin que uno se dé ni cuenta. Setenta, como si fueran diez, pero no son diez, son setenta, y uno se acerca al final de algo y al principio de otra cosa, tal vez. ¿Y si no? Qué más da.
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La mente se le quedó en blanco, últimamente se le quedaba en blanco cuando le surgía la idea del apagón final, eso que la gente llamaba muerte como si la muerte fuera algo, se decía. -Buen día, abuela, papa –dijo mirando a la piedra y allí estuvo un rato, sin pensar. Tomasito se subió al parterre maullando. Tomás le miró sin verle. Los ojos se le fueron al cielo. -Va hacer buen día –dijo. Cielo
azul
pálido,
empezando
a
encenderse.
Algunas
nubes
perfectamente blancas. –De primavera, claro. Ayer parecía de invierno. Hasta hace un poco de calor. Volvió los ojos a la roca. Los ojos miraban, pero no veían. -Vosotros aquí porque yo quise –le dijo a las cenizas de los que estaban allí. -Y yo aquí, con vosotros. Las cejas se le levantaron, la boca se le entreabrió. ¿Y si no me pone aquí? ¿Y si vende la casa? Ese pensamiento, otra vez. Aparecía con miedo, y la sensación era tan desagradable que la mente se le iba a otra cosa, como si huyera. -Los pensamientos necesitan tierra, abuela- dijo en voz alta. -Tengo que
decírselo
a Emi. Tierra
o
lo
que
sea. El
jardinero
del
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ayuntamiento les echa algo a las flores por estas fechas. No le conoces. Es un alemán. Está medio loco. ¿Y quién no? Algo le rozó el tobillo. Bajó los ojos. Tomasito se estaba quedando ronco de maullar. Agapito había desaparecido. Ya está bien por hoy, pensó. Qué paliza. -Vamos, hijo –le dijo al gato. No te desesperes. Hoy es un día raro, un día especial. El gato subió el volumen de sus maullidos, como si hubiera recobrado la esperanza casi perdida. Tomás le sonrió con esa tristeza amarga que era como un líquido que le llenaba el cuerpo. ¿Tristeza? se preguntó. ¿O es otra cosa? Otra vez pasó el murito con precaución. Le pareció que estaba más alto; que tenía que levantar más la pierna para pasarlo; que el pie caía del otro lado con más peso. De hoy no pasaba que se comprara un bastón. -Setenta tacos, abuela –dijo en voz alta arrastrando los pies hacia la casa.- Parece mentira. ¿Por qué tenía que parecerle mentira?, se preguntó. Porque no se daba cuenta de que se había hecho viejo si no se miraba al espejo, cosa que solo ocurría cuando se afeitaba los pocos pelos que le quedaban en la cara. Se miraba, pero casi nunca se veía. Y cuando se veía, un viejo con cara de niño perplejo le sorprendía como si esa
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cara no fuera la suya. También le había sorprendido muchas veces, en su madurez, haberse hecho adulto. Eso sí que parecía mentira. -Ya voy, ya voy –le dijo al gato. –El día que yo me vaya no sé quién va a cargar contigo. ¿Y si no me pone contigo, abuela? volvió a pensar. –Joder –se dijo en voz alta- Déjame en paz. El gato entró en la casa y se perdió vestíbulo adentro, maullando. Tomás le siguió, arrastrando los pies.