V Seguro ─Uno no puede estar seguro de nada
─dijo Tomás con cierta
presunción. ─Pues yo estoy segura de que sin estar seguro de nada no se puede vivir ─replicó María. Estaban en el otro cenador, una glorieta entre columnas de piedra con techo de pizarra, con las pretensiones y las rarezas de Casa Mariot. Tomás tenía diecinueve años; María se acercaba a los dieciocho. Tomás acababa de terminar el primer año de carrera; María el segundo. Los dos estaban sufriendo el impulso incontrolable de compartir con el mundo entero la nueva información que entraba en sus cerebros y agitaba sus glándulas con la emoción de saber. Era una vanidad inofensiva, como la de esos estudiantes de primero de medicina que se ponen la bata blanca para bajar a la cafetería. María y Tomás habían comprobado ya que compartir con sus compañeros de facultad resultaba pesado, inútil, y al cabo de un rato, aburrido. Compañeros
de
dos
universidades
diferentes
en
dos
mundos
aparentemente distintos, pero en el fondo, tan iguales. Los que se suponían comprometidos con la transformación de la sociedad, aquí y allí, no compartían, pontificaban con una pedantería insoportable, despreciando cualquier cuestionamiento que saliera de otro intelecto que no fuera el suyo, y que, por eso, tenía que ser necesariamente
inferior. Si se quedaban sin citas citables y nombres de autoridades con que avalar sus argumentos, recurrían a una sentencia que nadie se atrevía a rebatir: lo dijo Marx en tal sitio; Engels, o sea Marx también, en tal otro. María les comparaba con aquellos jóvenes que iban por todo el campus con la Biblia bajo el brazo, jóvenes que aseguraban conocer a Jesús
personalmente y haber recibido de él
todas las verdades absolutas del universo, incontestables por proceder de la mente divina. No había argumento posible contra la palabra de Dios dictada por Dios mismo y que podía leerse en tal capítulo, versículo tal. ─Pero tú crees que la Biblia ha sido revelada por Dios, ¿no? ─le prguntó Tomás, por preguntar algo. ─Claro, pero creo que sólo puede interpretarla el Magisterio de la Iglesia. ¿Tú no? A Tomás se le ocurrió de pronto que ese convencimiento no difería del que otorgaba a Marx la autoridad suprema para interpretar y explicar todos los fenómenos del mundo, pero no lo dijo. No era el momento para debatir creencias. No era el momento para forzar a María a razonar.
Tampoco era el momento para argumentar sobre
sus propias creencias. ─Claro, mujer. ¿Cómo no lo voy a creer? ─dijo por zanjar el asunto. -Pues no te puedes imaginar los líos que se montan esos cristianos ─siguió María─. El año pasado hablaba con ellos, pero este, ni hablar.
Acaba
uno
loco
preguntándose
cómo
pueden
varias
personas
interpretar un mismo texto de distintas maneras. ─Cada cual es un mundo ─dijo Tomás, y se avergonzó de haber dicho esa tontería. Estaba diciendo tonterías, pero no podía evitarlo. No estaba de humor para hablar de religión. No estaba de humor para hablar de nada. María lo intuyó. Siempre intuía los estados de animo de Tomás y si tenía o no tenía ganas de hablar. Se puso a mirar la enredadera que estaba secando un chopo junto a la balsa del primer bancal de la montaña y cómo seguía creciendo un pino que parecía que iba a tocar el cielo. Cuando alguno de los dos o los dos a la vez no tenía ganas de hablar, no hablaban. Solo se hacían compañía. Nunca les había incomodado el silencio. A Tomás se le disparó la memoria. María había sido siempre su conexión con el mundo, el mundo exterior a la estrecha parcela en que a él le había tocado vivir. En ese mundo inmenso aparecía de repente una india tocada con un bombín fumándose un puro sentada en una acera de Lima; unos negros vendiendo abalorios en el aeropuerto de Port-au-Prince, que era como un corral de gallinas; unas gallinas que dormían en los árboles en un pueblo de Puerto Rico; un cementerio en Santiago de Chile al que se accedía por un funicular; los cerros llenos de chabolas que rodeaban a Caracas convirtiendo la miseria en un adorno sangrante. De pequeño, Tomás
escuchaba todas esas historias creyendo que esas cosas pasaban en un mundo tan lejano como otro planeta; de mayor, con la certeza de que muchas de esas cosas no podían pasar aquí. ¿Adónde irían a parar unos chicos protestantes que se metieran en una universidad de España a predicar la Biblia? Las anécdotas que María le contaba cuando se fueron haciendo mayores sólo podían suceder en un mundo tan libre que daba vértigo. A Tomás no le excitaba la primavera; le excitaban las flores. Cuando empezaban a brotar las flores del jardín, él empezaba a descontar el tiempo que faltaba para que llegara María con sus historias porque en el país donde iba al colegio, las clases terminaban antes. María siempre llegaba con las primeras flores y con ella llegaban todas las historias del mundo. Hasta que a Tomás también le tocó ir al colegio interno para hacer el bachillerato, pero a pocos kilómetros de casa. Entonces era María quien tenía que esperarle porque sus clases terminaban más tarde. Pero Tomás siguió contando los días que le faltaban para verla cuando empezaban a brotar las flores del jardín del internado. María había visto, vivas y cimbreantes, cañas de azúcar como las que el constructor de Casa Mariot había esculpido en las columnas del primer piso; se había echado a la sombra de palmeras como las que adornaban las columnas del segundo y había bebido agua de sus cocos; había visto y olido las flores blancas del café y sus bayas
rojas, petrificadas en los arcos de las ventanas. Fue ella quien, una tarde de junio, mientras se columpiaban en el balancín que miraba a la casa, le fue explicando aquella fachada extraña
que en aquel
pueblo era lo nunca visto y lo que probablemente nunca se volvería a ver. Tomás la escuchaba boquiabierto, subiendo las cejas hasta hacerse arrugas en su frente de niño. María disfrutaba con su asombro y pintaba sus recuerdos con los colores más chillones para asombrarle más. Tomás se volvió a ver a sus trece años en aquel balancín, oyendo boquiabierto la historia del bisabuelo y la explicación de la fachada de la casa que María le contaba. Se sabía desde siempre que el primer Juan de Mariot había emigrado a Canarias y de allí, a Cuba. Se sabía que en Cuba se había casado con una criolla que se le había muerto muy joven. Se sabía que había vuelto forrado de dinero, que había traído de Barcelona a un arquitecto para que le construyera la casa y que se había casado con una joven del pueblo, madre del segundo Juan Mariot, el abuelo. Todo eso, Tomás se lo había oído contar a los mayores. Lo que nadie
sabía era que el indiano había llegado
enloquecido por el dolor que le causaba la pérdida de su mujer, el amor de su vida. Que en su desvarío, había querido reproducir en la fachada de su casa el cañaveral, el cafetal, las palmeras, para que su mujer no añorara su tierra. Eso se lo contó María aquella tarde. ─¿Pero no estaba muerta? ─la interrumpió Tomás.
María le contestó, rotunda. ─Las almas nunca mueren. Tomás se lo pensó un momento. Se le ocurrió otra pregunta. ─¿Y por qué no se quedó el alma de la mujer en Cuba? ¿Por qué iba venir a este pueblo que dice tu padre que está en el culo del mundo? ─Por amor, Tomás. El amor une a las almas para siempre. El bisabuelo volvió a su pueblo y el alma de la mujer que le amaba se vino con él. El amor es eterno. ─ ¿Y tú cómo lo sabes? ─Lo leí en un libro que se llama así. Pues así debía ser, aceptó Tomás, porque María sabía mucho más que él y porque, fijándose en la fachada como nunca se había fijado, empezó a ver las cañas bailando al viento, los cafetales preñados de bayas rojas y hasta al bisabuelo recitándole poemas de amor a su adorada a la sombra de una palmera mientras las olas del mar besaban la arena con su espuma. ─ ¿Te imaginas, María, al bisabuelo en una de esas playas, recitándole poemas de amor a su adorada a la sombra de una palmera mientras las olas del mar besan la arena con su espuma? ─Jo, Tomás, eres un poeta ─le dijo María, muy seria. A Tomás le dio un calentón en la cara tan fuerte que le aguó los ojos. Los fijó en la fachada y se los rascó con un puño fingiendo que le había caído algo adentro. Pero María no le miraba. Tenía la mirada
fija en la fachada también, pero sin ver, imaginando. De pronto empezo a declamar. ─Dolor, dolor. Eterna vida mía. Ser de mi ser, sin cuyo aliento muero. ─¿Y eso que es? ─preguntó Tomás. ─Un poema. Lo recita mi madre. Volvieron a quedarse en silencio. Tomás se repitió los versos, pero eran muy tristes. La atención se le fue a las columnas que flanqueaban el portón de entrada. Dos grandes sirenas soportaban el segundo piso con sus brazos extendidos por encima de sus melenas, y los brazos estirados proyectaban hacia adelante unas tetas muy grandes. Tomás se turbó y dijo, sin pensar. ─¿En Cuba hay sirenas en las playas? María soltó la risa. ─Serás cateto. ¿Cómo va a haber sirenas?
Las sirenas no existen,
son criaturas mitológicas. ─Ya lo sé. Nos lo dieron este año, con La Odisea. No quise decir eso. No soy tan cateto. Es que a veces me expreso mal. María le miró con curiosidad. Estaba rojo, congestionado. ¿Le había ofendido? No encontró qué decirle. ─Es que esas sirenas. Bueno, ya sabes que el bisabuelo casi se pega con un cura. Por las tetas.
─Por el escultor ─corrigió María. ─Bueno. El cura decía que el bisabuelo había traído ese escultor al pueblo para tentar a los hombres. Que era un enviado de Satanás y las sirenas, criaturas del infierno. María discrepó por dentro. En todo caso, el enviado de Satanás sería el dueño del hotel que le pidió al mismo escultor que le hiciera dos sirenas iguales en las columnas de su fachada en plena Plaza Mayor. Esas sí que tentaban con sus pechos a todos los viejos babosos del pueblo. Decía el abuelo que nunca se había visto tanto viejo en la Plaza Mayor fuera del día del mercado, el cura el primero. Pero esa anécdota la habían oído mil veces. La repetían en la casa cada vez que se reunía la familia y se ponían a recordar las genialidades de la familia. ¿Por qué volvía a recordarlo ahora Tomás, y con ese sofoco? ─No ─dijo Tomás─. Como dijiste lo de las esculturas. Que el bisabuelo las había mandado a hacer para que el alma del amor de su vida no añorara Cuba, digo yo, me pregunto por qué puso sirenas, para qué. ─A lo mejor a su mujer le gustaban los cuentos de sirenas. A Tomás se le ocurrió otra cosa. A lo mejor el bisabuelo mandó a hacer esas tetas porque le recordaban las tetas de su mujer cubana. En el pueblo todas las mujeres tenían las tetas aplastadas y las viejas las tenían por el ombligo. La bisabuela seguramente las tenía como las demás. María ya tenía. Se le marcaban en la camiseta como dos
bultitos, como las tetillas de un limón. Costaba no mirarlas. Tomás no quería, pero quisiera o no, los ojos se le iban solos a los dos bultitos y le daba vergüenza que ella se diera cuenta. Tomás se quitaba los malos pensamientos con jaculatorias, como le mandaba su confesor, pero los bultitos de María no le recordaban las jaculatorias porque ni se le ocurría pensar que pudieran tener algo de malo. ─A lo mejor, bueno ─dijo. Y se quedó mirando los adornos vegetales de la fachada. De pronto soltó sin pensárselo. ─¿Te puedo preguntar algo? ─¿Y desde cuando me preguntas si me puedes preguntar? ─Bueno, es que es algo serio. Bueno, a lo mejor no tan serio. Fueron las cejas de María las que ahora se levantaron hasta arrugarle la frente. Tomás estaba raro, rarísimo. ─Tú, ¿ya eres una mujer? ─le preguntó. María se repitió la pregunta. ─No sé. Mi madre dice que soy una mujer y que hablo como una vieja de veinte años, pero las monjas dicen que soy una niña. ─Quiero decir que si ya te vino eso que les viene a las mujeres ─dijo Tomás fijando los ojos en la fachada de la casa para que no se le fueran a los bultitos de María.
─¿La regla? Sí, a los nueve años y medio. Se armó una que no veas. Hasta me llevaron al médico. Lo peor fue la loquera que le dio a las monjas porque no sabían si dejarme en el dormitorio de las pequeñas o ponerme en el de las mayores. Y en esas estaban cuando un día una de mi dormitorio se despertó chillando y llorando como una loca porque le estaba saliendo sangre de abajo y se tiró al suelo pataleando. Tuvieron que ir dos monjas a levantarla porque estaba gorda como una cerda tocina. María rompió a reír recordando la escena. Tomás sonrió porque, para reír, no le alcanzaban las fuerzas. María ya era una mujer y eso tenía que cambiar algo. No sabía el qué, pero lo que fuera le despertó de golpe una tristeza rara, como con miedo. ─Oye, ¿y los niños cómo saben que ya son hombres? ─le preguntó María. Tomás se frotó las palmas de las manos y se las secó en el pantalón y miró a las montañas. ─Porque sale pelo. En todas partes. Donde les sale a las mujeres también ─dijo─. Y pasan otras cosas, pero no te las puedo decir porque seria pecado y tendrías que irte a confesar. Y decirle al cura que has estado oyendo esas cosas, da vergüenza. Lo que más vergüenza le daba era confesarle a María que él todavía no era un hombre porque todavía no le pasaban las cosas que contaban sus compañeros.
─Pues si, mejor que no me lo digas. Tampoco hace falta. Ya veo que eres un hombre. Tienes bigote. Tomás se tocó el bigote. No se había dado cuenta. Y a lo mejor también le había salido pelo ahí. No se lo había mirado para no pecar contra la pureza. Se había entregado a la Virgen después de leer un tebeo sobre la vida de San Estanislao de Kostka, pero eso no quería decírselo a nadie, ni siquiera a María para que no pensara que era un copieta. Ella también se había entregado a la Virgen como otra santa que salía en los tebeos de “Vidas ejemplares”. Ella primero, y sí se lo había contado. Pero Tomás no lo había hecho por copiarla. Amaba a la Virgen de verdad. Del asunto de su transformación en hombre y mujer no se volvió a hablar porque Maria ya era una mujer y Tomás ya era un hombre y ya no había más que decir al respecto y los libros se habían puesto mucho más serios y daban mucho tema para compartir. Tomás volvió al presente, a la fachada de la casa que ya no le impresionaba, al cenador en el que empezaban y terminaban todos sus veranos hablando con María. María ya era una mujer, sin duda, pero pronto dejaría de existir en el mundo de las mujeres, sin haber cumplido los dieciocho años. Y él ya era un hombre, con diecinueve cumplidos, pero no sabía dónde ni cómo iba seguir existiendo.
─Y ahora, ¿con quién voy a compartir qué cuando no vuelvas el verano que viene? ─le preguntó Tomás forzando una sonrisa para quitar hierro. ─Podremos escribirnos. De todos modos, tú me dijiste el año pasado que ya estabas decidido a entrar en el seminario. El año pasado, se dijo Tomás. Hacía años que creía que tenía vocación porque se lo quería creer, porque el prefecto le repetía en el internado que Dios le llamaba, porque le ponían de ejemplo a los compañeros, porque las tías contaban extasiadas que iban a tener un sobrino sacerdote. Pero él daba largas. Creia que sí porque lo creian todos los demás, pero no estaba seguro. Hasta ese momento. Cuando María soltó en la mesa que se metía a carmelita colgando la carrera, colgándolo todo, las tías se pusieron a piar como cotorras histéricas. ¡Qué feliz sería la abuela si viviera!, exclamó una.
¡Qué
feliz es ahora desde el cielo!, exclamó la otra. Los tíos no dijeron nada porque ya se habían marchado al café a jugar la partida. Tomás tampoco dijo nada porque el anuncio le había retumbado en la cabeza como si le hubiera caído una piedra del cielo. Ahora faltas tú, oyó que le decían, y de pronto, en ese mismo momento, como si hubiera recibido una iluminación, decidió que nunca entraría al seminario, jamás. Dios o las monjas le quitaban a María. Que Dios o los curas le dejaran a él en paz.
─El año pasado estaba casi seguro –le contestó Tomás─. Ahora estoy seguro de que uno no puede entrar en el seminario si no está absolutamente seguro. ─En eso tienes razón, pero ya sabes lo que tienes que hacer. ─Si me vas a recomendar la oración, no lo hagas. Ya me la recomienda el prefecto cada vez que voy a verle y me hacer ir cada semana. Perdona, me tengo que acostar. Tengo un dolor de cabeza que no veas. ─Tengo un dolor de cabeza que no veas ─dijo en voz alta, pero solo podia oírle Agapito y ese no se enteraba de nada. Qué se iba a enterar. ─Aquella tarde se me acabó la vida, María ─volvió a decir en voz alta. ─Pero si me echaron del convento a los ocho meses ─María contestó y Tomás no hubiese podido decir si la había oído con los oídos del cuerpo o con los del alma. ─Ya. Y después te casaste y te volviste a casar. Un disgusto y otro y otro y este, ahora. Ahora nadie te va echar de donde estás, nadie te va a dejar volver. Y otra vez, en el silencio, su sonrisa irónica. ─ ¿Estás seguro de que no estoy aquí? ─ ¿De qué, coño, voy a estar seguro?
Y otra vez, en la memoria, su propia voz soltándole a María una definición de Pitágoras que le había impresionado: “el género más noble del ser humano se dedica a descubrir el significado y la finalidad de la vida misma”. ─ ¿Te acuerdas? Me dijiste que era un filósofo. Y me lo creí. Pero te equivocaste. Debo ser del género más mezquino porque ya no creo que la vida tenga ningún significado, ninguna finalidad.