VI La luz
En cuanto el coche subió a la Plaza Mayor y se disponía a tomar la calle que subía detrás de la Iglesia, Tomás vio en su imaginación su casa, la fachada, a María. Le pidió al marido de Lidia que parara con voz de mando, casi un grito. El hombre frenó de golpe. Lidia salió por la puerta de atrás para abrirle y ayudarle a salir. Agapito saltó tras ella, le saltó encima en cuanto se abrió la puerta y de otro salto se le echó encima al chófer. Tomás salió del coche aceptando la mano que Lidia le extendía y apoyándose en el bastón. ─¿Adónde va? Le dejé la comida en el horno. ─No tengo ganas de ir a casa ahora. Ya comeré algo por ahí. ─No le van a servir. Son más de las seis. ─Ya. No me di cuenta. Como todavía hace sol. ─Pues menos mal que se me ocurrió dónde podía estar ─le reprochó Lidia─. Que si no, todavía le están buscando. ─Gracias por buscarme. Hoy no ha ganado usted para sustos, Lidia, lo siento. ─Lo que me preocupa es que se volviera a quedar dormido. que ver a la doctora.
Tiene
─Mañana, se lo prometo. Tomás miró la bajada de la Plaza a la carretera. Demasiado empinada. Se vio aferrando una mano a la baranda, la otra al bastón; arrastrando los pies. Decidió bajar por las escaleras del porche de la Calle Mayor. ─Hoy por aquí, Pito. Agapito le siguió.
Se había quedado dormido, con la cabeza encima de lo brazos cruzados sobre la mesa del cenador. Así se dormía en cualquier parte, de pequeño y de adolescente, cuando le daba el dolor del alma. El sueño hacía que los dolores se desvanecieran. Lo había leído en La Ilíada a los once años, y tanto le interesó, que se le grabó en la memoria y, tal vez en el inconsciente, porque cuando alguna pena le abatía, el sueño no tardaba en aparecer. Se lo traía el alma de Aquiles, se decía. Recordó uno de sus poemas de adolescencia, hoy perdido en alguna entrada de sus primeros diarios. “Oh, héroe del dolor”, empezaba. Su época clásica. Sonrió al niño de su recuerdo. Y entonces la memoria le devolvió a su héroe intentando abrazar en sueños el alma de su amado Patroclo. Y enseguida la cara de María. Nunca más la volvería a abrazar, ni en sueños. A María le gustaba la Calle Mayor. Las piedras centenarias contaban historias, decía. En las tribunas que sobresalían de algunas casas y casi se tocaban con las de la casa de enfrente, las cortinas protegían la intimidad de los que vivían dentro y excitaban la curiosidad. Un día se detuvo para mirar sin disimulo a una de esas tribunas. Tras una cortina entreabierta asomaba la cara de una mujer que miraba a la calle. ─¿Lo ves? Tiene la misma curiosidad de todos y por eso se protege como todos de la curiosidad ajena ─le dijo. Vivir condenados a protegernos de todos los demás era su tema recurrente desde su juventud. Con la madurez se le volvió casi obsesivo. Un día se lo hizo notar. Ella le dio la razón, lo sabía. ─Cuando te has pasado más de cuarenta años anhelando encontrar una perfecta complicidad con otro, una relación sin ningún recelo, una sintonía perfecta, y finalmente aceptas que eso no es posible, empiezas a buscar la causa por si te lleva al remedio, y ya no paras. Una señora se detuvo ante Tomás y le preguntó como estaba. Tomás contestó con una respuesta convencional. Era una señora del pueblo, una cara que había visto mil veces, pero no recordó su nombre ni pudo localizarla en una tienda ni en una casa. Reparó en la fruta y en las verduras expuestas ante la tienda de Josefa y volvió a sentir el malestar que le produjo el camino a casa de María. No tenía ganas de hablar. Pasó por la tienda de prisa, sin mirar. Se metió en el porche de enfrente dispuesto a bajar las escaleras hacia el terraplén. Le detuvo la voz de Josefa llamándole.
Josefa era amiga de María, la única que consideraba amiga en el pueblo desde los veranos de su adolescencia. Con el tiempo la relación casi desapareció, pero María seguía considerándola su amiga. Para ella la amistad también era eterna. Tomás se volvió de mala gana, pero tenia que volverse. ─¿Cómo estás? ─preguntó Josefa. Preguntas retóricas. ¿Cómo iba a estar? Contestarlas también con el repertorio convencional. “Bien, vamos haciendo”. Pero no le dio tiempo a contestar. La mujer le abrazó. Un abrazo era otra cosa. Aunque un pudor también convencional evitara que uno se dejase llevar por los sentimientos y se fundiera en otro cuerpo sin ninguna prevención, un abrazo era, al menos, la intención de fundirse, fundir dos sentimientos. Josefa le abrazaba para compartir su dolor. Cuando se separaron, los dos tenían lágrimas en los ojos. ─Ya ves ─dijo Tomás por decir algo. ─Parece mentira que se haya muerto. ─María no creía en la muerte. ─Es verdad. Decía que las almas estaban aquí. ─Sí. ─Yo también lo creo. Pero me parece mentira. Estaba tan bien. Si no hubiera sido por lo de los órganos, la gente estaría hablando. Algunos siguen hablando. ─¿Por qué? ─Sabes que Daniela la encontró vestida encima de la cama, con zapatos y todo. No lo sabía, no sabía ningún detalle, no había querido saber, pero ahora era distinto y era Josefa la que se lo estaba contando. ─ ¿Y que? ─Pues que entre eso y lo del hotel, los de siempre empezaron a decir que se había suicidado. ─ ¿Qué pasó en el hotel? ─Encargó el catering para el funeral el día antes.
─No sé nada. No me dijeron nada. Se creyeron que estaba grave y no me lo quisieron decir hasta que salí del hospital. Dos días después. Me lo dijo Lidia. No sabía nada. ¿Quería saber? ¿O mejor no saber? ¿Para qué servía saber? ─ ¿Qué es eso de los órganos? ─ Yo creo que tenía poderes, como su padre. Presintió su muerte. Una clienta empezó a coger fruta ante la tienda. Josefa tenía que ir a atenderla. ─Ya hablaremos. ─¿Cuándo? ─Te llamo en cuanto pueda escaparme un rato. Ni Josefa se podría escapar de la tienda y, después, de su familia ni le iba a llamar porque no tenía su teléfono. Cosas que se dicen, se dijo Tomás empezando a bajar hacia la carretera. Chorros de palabras al aire sin intención siquiera de comunicar. Como el te quiero mucho de los hipócritas. María lo sabía, lo pensaba, lo tenía asumido, decía. ¿Hasta qué punto? Tomás recordó la noche de aquel correo. Alguien había compartido en Facebook unas frases de una poeta argentina. A María le llegaron hasta la médula y quiso compartir su impresión con él por correo electrónico, como compartía pensamientos y sentimientos que el pudor le impedía decir personalmente. Estaba impresionada. En días sucesivos buscó el nombre de la poeta en Google, pidió al bibliotecario que le encargara sus libros. Volvió a escribirle otro correo repitiendo la frase que para ella condensaba todo el fragmento del diario de la poeta que la había conmovido aquella noche. He pensado en mi soledad absoluta, en mí destierro de toda conciencia que no sea la mía. Pero su entusiasmo por Alejandra Pizarnik duró muy poco. Dejó de mencionarla y hasta se le olvidó su nombre. Era él quien se lo recordaba de vez en cuando hasta que se lo dejó de recordar porque se dio cuenta de que María lo rechazaba. María le tenía terror a la enfermedad mental y abominaba del suicidio. Abominaba del suicidio. Al que se le pasó por la cabeza que María podía haberse suicidado no la conocía ni de lejos, y el que se puso a divulgarlo debía ser uno de tantos que alejan el aburrimiento con el infundio.
Agapito se detuvo a oler a un perrito. Tomás soltó el eps por si acaso. Los amos del perrito sonrieron. Tomás les sonrió. Tomás y Agapito salieron a un cielo azul, todavía claro. Tomás miró a izquierda y derecha. Tenía la boca seca, la lengua pegada al paladar. Se decidió por la terraza del café. María vestida y con zapatos. Alguna vez le había dicho que no quería que la encontraran de cualquier manera. La dignidad, preservarla hasta el final. ¿Pero vestida y con zapatos? ¿Y el catering? Pero era imposible que se hubiese querido ir a posta. Imposible. Jamás le hubiera hecho algo así, no ya a él, al hijo. Seguramente, él nunca le había importado tanto a María como María le importaba a él. Pero a su hijo, jamás le hubiera abandonado. Jamás. Suponerle a María un egoísmo tan brutal era el peor insulto. Lo habría sido en vida. Ahora, lo sería a su memoria. Imposible. María consideraba al suicidio el acto más extremo de inmoralidad porque era el golpe más brutal que podía darse a los que se quedaban. El suicidio solo se podía justificar moralmente en caso de enfermedad irreversible o de que una enfermedad mental impidiese razonar. No juzgaba a Pizarnik. No se podía juzgar a nadie por tomar una decisión así porque nadie podía penetrar en la piel del otro. Pero los suicidas le producían rechazo, una aversión superior al pronunciamiento de una sentencia injusta. ¿Por qué? ¿No sería por miedo? ¿A sentirse arrastrada? Se sentó en la terraza del café, serio, tieso, haciendo un esfuerzo para que no se le notara ni en la cara ni en el cuerpo la conmoción que le estaban causando sus preguntas. Agapito se fue a la puerta del café amagando entrar. Tomás le soltó un “eps”. Agapito volvió a su lado y volvió a la puerta. Estaba nervioso. Nervioso no, hambriento, le corrigió la memoria. El pobre infeliz no había comido nada desde el desayuno. ─¿Se puede comer algo a esta hora? ─preguntó al camarero. Se podía comer una mini hamburguesa. Pidió dos y una copa de tinto. Llamó a Agapito, le hizo acostarse a su lado y le sujetó por el collar para que no se fuera otra vez. Menos mal que no maullaba. ¿Habría comido Tomasito? Empezó a saludar con cabeza pasando por la acera. Entre deambulaban por la fachada del antes habían adornado el hotel
y holas a los conocidos que iban una distracción y otra, sus ojos café. Ahí estaban las dos sirenas que de la Plaza Mayor. Era para sonreír
que en aquel pueblo de alta montaña se hubieran convertido en símbolos dos criaturas de delirios marinos. Marino se llamaba el paseo del río. Pero pobres sirenas. En su traslado del hotel al café habían sufrido algún desperfecto y ahora exhibían la cutrez de una restauración chapucera. De ellas, ya no llamaban la atención ni las tetas. ¿Quién las iba a mirar cuando en revistas, vídeos, películas y redes, jóvenes y viejos podían satisfacer sus instintos voyeristas o lo que fuera que les impulsaba a contemplar la desnudez ajena en toda su triste vulgaridad? Pero siempre resultaba menos penoso mirar las caras con rasgos pallareses de esas sirenas y las caras con rasgos pallarses de los viandantes que mirar a la puerta del café y recordarlo por dentro y sentir la pena de ver en lo que se había convertido. Era un gran salón, ahora partido por la mitad para dejarle el resto a unos apartamentos, y con decoración al último grito de Barcelona. Era un gran salón rodeado en un piso superior por unos palcos que miraban a las mesas de abajo, llenas de casi todo el pueblo en Fiesta Mayor. Era un palco donde se sentaban todos los Mariot existentes y hacia donde todos los chicos de abajo y de los lados miraban porque María era siempre la estrella venida del extranjero que a todos llamaba la atención, y no solo por eso. Era guapa, más que guapa. Sin ser una belleza, tenía en lo ojos, en las cejas, en los gestos de su cara algo que costaba entender, definir. A él le había costado muchos años y mucha atención. Y aún después de tanto tiempo, no podía encontrar las palabras precisas. La palabra la encontró ella. Para ella, la palabra sí tenía un significado que expresaba con toda precisión lo que ella consideraba su tragedia personal. “Es la lucidez, Tomás. Ver, ver demasiado con una luz que hiere”. Era eso, su lucidez. Era que sus ojos lo veían todo y todo lo que veían los ojos de su cuerpo lo veían los ojos de su mente y lo procesaban y lo juzgaban con un razonamiento implacable. “El mundo se pudre, Tomás. La gente se está pudriendo sin darse cuenta. La están pudriendo”. María estaba perdiendo la esperanza. ¿La habría perdido del todo? Como Zweig y su mujer. Pero no podía ser. Estaba el hijo. Y estaba él. Por poco que le importara, le quería. Decía que le quería, y la sinceridad era tan sagrada para ella que estaba por encima de cualquier prevención social. ─Eh, Tomás, ¿cómo va? El vozarrón grave, ronco, le sobresaltó. ─Coño. No te vi pasar
─Estaba adentro. ¿Cómo va? ─Va. ─Fatal, fatal. Hacía tiempo que Xavier soltaba la palabra fatal con bis alargando las aes finales como si quisiera dar a su juicio la solemnidad de una sentencia inapelable. María soltaba el diagnóstico; “El mundo se pudre”, y Xavier soltaba la causa, fatal, todo fatal, todo en manos de un Destino que ya no iba a arrepentirse de acabar con la humanidad. Xavier se sentó en la silla de enfrente sin pedir permiso. ─¿Qué dices? ¿Qué iba a decir? Apenas hacía una semana que María se había ido. ¿Qué iba a decir? Le enfadó que Xavier no la mencionara. Había sido alumno suyo y María creaba con sus alumnos un vínculo a perpetuidad, sobre todo con los adultos. Le contaban sus cosas. Aún después de que Xavier dejara las clases, María le prestaba sus oídos cada vez que se encontraban y él tenía ganas de hablar. Y ahora, ni una mención ni una condolencia, nada. ─¿Qué voy decir? –preguntó mirándole fijamente, sombrío. ─Fatal, fatal ─repitió Xavier con los ojos perdidos por algún horizonte. Tomás se dio cuenta de que Xavier ya no estaba allí. Durante años parecía tolerar el vino bastante bien. Pero hacía un tiempo que todo su cuerpo desprendía olor a alcohol destilado. Querría acelerar el final, tal vez. Suicidio pasivo, decía María cuando hablaban de él. Y ella no dejaba de fumar. ¿Suicidio pasivo también? ─Dicen que María se suicidó ─le espetó para no darle tiempo a fabricar una respuesta─. ¿Sabes algo? ─Son malos. Todo está podrido. ─Sí. Eso decía ella. ¿Sabes cómo murió? Xavier le miró a los ojos como si tratara de concentrarse. ─La mujer que le limpiaba la casa la encontró por la mañana en la cama, vestida. ─Sí, me lo dijo Josefa. ¿No sabes nada más?
─La costellada. No veas la que montó. Como cuando enterraron las cenizas de su padre. María era mucha María. Fue medio pueblo. Yo no fui. Están podridos. Todos. Todo está podrido. Llegó el camarero con la bandeja y Xavier se levantó. Xavier se levantaba y se marchaba tan de repente como llegaba. ─ Siempre me daba dos besitos ─dijo─. Yo le decía, besitos, y ella me los daba. Chasqueó la lengua y echó a andar. Tomás le vio alejarse a paso normal. Su cuerpo robusto, acostumbrado a caminar de la mañana a la noche, no delataba nada raro por detrás. Por delante, su cara tenía ya quistes y manchas sanguinolentas, estragos del alcohol. También había sido alumno de Tomás, de pequeño, uno de sus primeros alumnos en el colegio. Inteligencia superior al resto, curiosidad intelectual. Para algunos, buena suerte en la lotería genética, decía María; para otros, la perdición. Era evidente que no podría sacarle nada, si es que algo sabía. Tomás se comió la mini hamburguesa en tres bocados. Agapito se la zampó de uno solo. Tomás miró al perro con pena y sentimiento de culpa. Volvió a llamar al camarero. Otra mini hamburguesa y un café solo. Estaba cansado de saludar con la cabeza y con holas, cansado de estar sentado, pero no podía dejar al pobre Agapito así. ─ Es solo una tapa, Pito. Por la noche cenamos bien. Y lo mejor de la cena era que ya estaba hecha. Siguió con la vista a una pareja que entró en el café, ahora poco más ancho que un pasillo, con mesas y sillas de algún plástico, con cuadros abstractos en las paredes. Entonces era un gran salón rodeado de palcos. Los chicos de abajo miraban al palco donde estaban sentados los Mariot, miraban a María, algunos con descaro. El tío Pep se lo decía, mira cómo te miran, con una sonrisa de orgullo. María respondía con un mohín de desagrado. No le gustaba ninguno. Y a él le gustaba que no le gustaran. Tenía miedo de perderla. Fue por eso que nunca quiso bailar ni con ella ni con ninguna en su presencia. María bailaba de todo a la perfección, con un sentido del ritmo que muy pocos tenían en esos parajes. A él le daba vergüenza no ser capaz de seguir el ritmo; le daba miedo desilusionarla. Por eso se sentaba en las gradas a mirarla mientras bailaba con otro bajo las
luces y las banderas de colores, y una vez, por un instante, sintió una felicidad tan intensa que deseó intensamente que el mundo se acabara allí en ese momento. Porque aunque no era él quien le ceñía la cintura y no era su cuello el que sentía sus dedos, Tomás sabía que, al terminar el baile, ella volvería a sentarse a su lado y con él volvería a la casa que era la casa de los dos, y con él amanecería. Porque aunque no era él quien sentía el cuerpo en carne y hueso de María bailando junto al suyo, era él quien la abrazaba en cuerpo y alma en su imaginación. Tomás sonrió recordando ese momento de felicidad perfecta y el deseo de morirse para no perderla. Querría el amor ser cielo, mar, montaña, para no saber nada del tiempo ni del miedo. No sabe que es amor porque sí sabe. Los versos del último libro de María le sonaron en la imaginación como si se los hubiera leído ella. ─ Vamos a dar una vuelta, Pito. Luego a casa, te lo prometo. Pagó y se dirigió a la derecha para cruzar la carretera. No tenía ningunas ganas de seguir por las terrazas saludando a conocidos, controlando a Agapito con eps cada vez que aparecía un perro. Cruzó la carretera, siguió hasta el paseo del río. ─ Vamos hasta el final del pueblo y después a casa ─le dijo al perro. Bajaba el río henchido por las nieves y las lluvias. Verde María. Una tarde se puso a pintar en el estudio de pintura de su padre y estuvo horas combinando colores hasta conseguir el verde sucio del río tras un aguacero. El color no le gustó a nadie más que a Tomás y a ella. ─¿Por qué solo pintas cuando tu padre te insiste? ─le preguntó. ─ Porque no sé dibujar ─le contestó María. ─ Tu padre tampoco. Los dos rieron la maldad que no era un chiste. El tío Pep pintaba para desatascar su mente, decía, pero con el dibujo hacía trampas y jugaba muy mal con el color. Tomás se vio sonriendo a las montañas que cerraban el valle muy a lo lejos. El dolor punzante se le había licuado en el alma, se le había vuelto melancolía. A María le gustaba esa palabra, líquida, eufónica. Predicaba un tristeza suave, sin estridencias, hasta con algo de dulzura, decía.
Al llegar a pocos metros del final del pueblo, se detuvo. Apoyó los brazos en la baranda del río y miró a la montaña donde estaba la casa de María, sin miedo. Y se le hizo por dentro un silencio sepulcral. En el estudio de María había luz. ¿A esa hora? Daniela, no. ¿Quién? No podía ser Max. Lidia dijo que se había ido como alma que lleva el demonio después del funeral de su madre. Dijo que decía, como loco, yo no me puedo quedar aquí, y que un amigo se lo llevó a Barcelona porque no podía conducir. Miró tras él. ¿Cruzar a Les Brases y preguntarle a Lourdes si sabía quién? ¿Cómo iba a saberlo? Volvió a mirar. No alucinaba. Había luz. Estuvo unos minutos intentando pensar, pero sin conseguirlo. Ni siquiera era de noche. ¿Para qué luz? ¿Y si era uno de esos turistas despistados que siempre aparecían por ahí? ¿Y si se había metido en la casa? Las cosas de María estaban intactas. En el estudio estaba su ordenador, sus libros, todos sus escritos. ─ Vamos, Agapito. Eps. Cuidado Cogió la cadena del perro y cruzó con él la carretera esquivando los coches que subían y bajaban. Abrió la puerta del restaurante sin soltar a Agapito. Preguntó por Lourdes a una camarera que estaba fregando el suelo. Lourdes estaba en su piso. Le pidió a la camarera que le dejara utilizar el teléfono. ─ ¿Dónde puedo atar a Agapito? Hay mucho coche. ─ Entre con él, señor Tomás. No hay nadie. ─ ¿Sabe el teléfono de los mossos d’esquadra? ─ Llame al 112 Llamó al 112. Se le habían detenido todos los órganos del cuerpo, como si le hubieran criogenizado de golpe. Así se había quedado cuando Lidia le dijo, don Tomás, una mala noticia, la señora María falleció. La señora María no falleció, no podía fallecer, no iba fallecer mientras él viviera, mientras viviera Max, mientras siguieran vivas sus cosas, cosas que ningún extraño tenía derecho a tocar.