VII Perros verdes
Cuando el coche de los mossos d’esquadra se alejó rumbo a la casa de María, Tomás se quedó en la puerta del restaurante apretando los dientes. Tenía que haber ido con ellos. Tenía que saber quién se había atrevido a entrar, si había robado algo. Los mossos tenían que haberle llevado, pero tenían prohibidísimo llevar a un perro, dijeron. Y el que mandaba añadió, encima, que los perros tenían pulgas. ¿Era necesario decir eso? No podía dejar a Agapito atado a la puerta del restaurante arriesgándose a que se soltara o a que alguien se lo llevara. No podía dejarle suelto porque con toda seguridad seguiría al coche por el medio de la carretera y eso tampoco lo permitían los mossos porque una ordenanza prohibía que los perros fueran sueltos. Legalismos por todas partes y una absoluta falta de empatía, una absoluta incapacidad para tomar en cuenta las circunstancias individuales, individuo a individuo. “El mundo se está deshumanizando”, decía él. “Siempre ha habido muy pocos seres humanos”, decía María. Tenía que ver quién se había metido en la casa, quién había tocado sus cosas, si faltaba algo. Pero imposible caminar a su paso dos
kilómetros y llegar a tiempo. Imposible correr. Los mossos se limitarían a sacar a quien fuera y se marcharían. ¿Y si fuera un okupa y no hubiera forma de sacarlo? Estaba pasando en Barcelona. Volvió a entrar en el restaurante. La furia se le había subido a los ojos. Pidió a la camarera que llamara a Lourdes. Es una urgencia, le dijo. La camarera ya sabía que era una urgencia y ya tenía cara de susto, y asustada le salió la voz cuando le dijo a Lourdes que bajara, que al señor Tomás le pasaba una urgencia. Lourdes bajó enseguida y en seguida accedió a llevarle a la casa de María con Agapito en su coche. Tomás y Agapito cruzaron la carretera corriendo. El coche de Lourdes estaba justo enfrente del restaurante, en el arcén que se acababa de ensanchar para hacer un aparcamiento. Lourdes se había hecho cargo de la prisa porque llegó y subió al coche y apretó el botón de abrir las puertas y encendió el motor casi al mismo tiempo. El coche salió marcha atrás y enfiló hacia el centro del pueblo. La camarera salió del restaurante blandiendo el bastón de Tomás. Tomás la vio, pero no le hizo caso. Acababa de reparar en las cejas caídas de Lourdes y en la crispación de su cara. Él no era el único en el mundo que sufría, pensó, y el pensamiento le alivió la indignación. Lourdes no hablaba. Su cejas mostraban la preocupación y la tristeza de dolores recientes que la hacían comprender y compartir. Llevaba el coche a una velocidad desaconsejable y no la redujo cuando entró
por el camino de cabras, ignorando las piedras. Tomás se lo agradeció en silencio, pero no se atrevió a decir nada. Estaba oscureciendo. Las luces del pueblo empezaban a encenderse. A María le gustaba el camino de noche. Las luces al otro lado parecían delimitar otra realidad, una realidad paralela. Una realidad que no era la suya, aunque le importaba, pero no era la suya, decía. Lourdes dejó el coche en la glorieta del torrente, bajo la entrada al jardín. La patrulla de los mossos había subido hasta la casa. ─ No contestan ─dijo el mosso que esperaba mientras el otro aporreaba la puerta. ─ Hay luz en el despacho ─volvió a decirles Tomás que ya se lo había dicho en el restaurante. ¿No pensaban ni dar la vuelta a la casa? Agapito corrió hacia el pasillo de la izquierda entre la casa y el bancal de los ciruelos. Tomás le siguió a paso rápido. Los mossos siguieron a los dos. Y allí, en la tercera ventana, apareció la luz. Uno de los mossos se subió a una piedra de las que sobresalían en la pared. ─ Hay alguien ─anunció y golpeó el cristal de la ventana. Tomás hubiera roto la ventana a golpes, le hubiera roto a golpes la cara al que estaba allí. El mosso bajó de un salto. ─ Es un hombre. Me ha hecho señas de que va a abrir.
El otro mosso se llevó la mano a la pistola y el compañero le imitó. Volvieron a la puerta. Ya estaba abierta. ─ Es Max ─anunció Lourdes. Agapito llegó antes y se le tiró encima. Max se tiró al suelo, se abrazó al cuello del perro y en él enterró la cara sin mirar a nadie. ─ Es mi sobrino, bueno, mi primo ─dijo Tomás─. El dueño de la casa. Lo siento. Me dijeron que estaba en Barcelona. Los mossos dijeron algo y Tomás contestó que gracias. Lourdes preguntó si necesitaban algo más. Tomás se agachó buscando la cara de Max. ─ ¿Tienes el coche? ─le preguntó. ─ En el garaje. Tomás se incorporó, le dijo a Lourdes que ya no necesitaban nada más, que muchas gracias y, dejándose llevar por el impulso, la abrazó. Lourdes aceptó el abrazo, miró a Max con una profunda tristeza, su propia tristeza. Por un instante, Tomás olvidó su dolor recordando el dolor de esa mujer, admirando su entereza, agradeciendo su empatía. Acababa de perder al que amaba, como él. Huérfanos para los restos, se dijo. Y se volvió hacia el niño que se aferraba al perro. Un hombre, había dicho el mosso. Un hombre, decía la partida de nacimiento. Pero un huérfano es siempre un niño, como él, como María.
─ Max. Max no respondió. Acariciaba el lomo del perro compulsivamente tapándose la cara con su cuello. ─ Creí que estabas en Barcelona. ¿Por qué no me dijiste nada? ─ Sí, hombre ─gritó Max sin mirarle─. ¿Para que la palmaras tú también? Joder, joder, joder. Tomás se sentó en el suelo ayudándose con las manos. Un recuerdo le sacó una sonrisa. Max era muy pequeño, unos ocho años, cuando le dijo a su madre que no sabía qué hacer porque los niños del colegio decían palabrotas y si él no decía palabrotas iba a ser diferente a los demás, pero en casa no podía decir palabrotas porque le reñían. María le dio uno de sus discursillos explicándole que había que adaptarse al ambiente siempre que fuera posible por lo que lo más aconsejable era que soltase palabrotas con sus compañeros, aunque sin ofender a nadie, y que en casa no las soltara para evitar problemas. Y un día ella misma empezó a soltar palabrotas. Se le habían puesto las cosas muy difíciles, y la memoria la ayudó recordándole que su padre recomendaba decir palabrotas para liberar la tensión. Tomás metió los dedos entre el pelo de Max y empezó a acariciarle la cabeza como Max estaba acariciando a Agapito. Entonces se dio
cuenta de que a Max le temblaba el cuerpo. Estaba llorando sin hacer ruido. ─ Joder, joder, joder –dijo Tomás, bajito. Al cabo de un rato, empezó a sentir frío en los brazos. ─ Está refrescando, macho. ¿Y si cerramos la puerta? Max dejó al perro, se levantó y cerró la puerta. Se quedó mirando a Tomás desde su altura como si no supiera qué hacer. Tomás, de rodillas, estiró un brazo pidiendo ayuda. Max reaccionó y le ayudó a levantarse. ─ No te vayas ─le dijo, casi gritando. Tomás vio en la penumbra de la habitación la cara pétrea del padre de María. Pómulos salientes, nariz recta, ojos hundidos bajo los arcos de las cejas. Pero eran los ojos de Max, muy abiertos, y los labios de Max, entreabiertos para aspirar el aire que parecía faltarle. Agapito le rascó una pierna pidiendo más caricias. Max empezó a rascarle la cabeza sin mirarle, mirándole a él con los ojos desorbitados, suplicantes. ─No te vayas ─insistió. ─Creo que lo mejor es que nos vayamos los dos, a mi casa. ─No sé. Max enfiló por el pasillo hacia el despacho. Tomás le siguió.
─ No sé. No sé dónde está. ¿Dónde está, tío? “Max habla suponiéndole facultades telepáticas al que le escucha”, decía María, y a veces tenía razón. Pero en ese momento no hacía ninguna falta que Max dijera a quién se refería. ─ Estará donde tú estés ─dijo sintiendo que era ella la que le había dado la respuesta. ─Y donde mejor vas a estar es en casa. No he comido. Agapito tampoco. ¿Tú has comido? ─¿Eh? No. Ella siempre estaba encima con lo mismo. ¿Has comido? Tomás sonrió. Tan fuera de lo normal en todo y como madre, una gallina clueca, como todas, como casi todas. Echó un vistazo al despacho sin entrar. Sus libros, su escritorio con carpetas abiertas. Estaba allí, pero no se quedaría allí. María iba a estar, sin duda, donde estuviera su hijo. ¿Y dónde iba a estar mejor que en Casa Mariot? ─ Pues vamos a casa a cenar. Venga. Max no está bien, le dijo a María por si podía oírle mientras conducía con los ojos de par en par intentando adivinar el filo del camino a la derecha para no acabar en el río. Max no podía conducir. Temblaba, no estaba llorando, pero temblaba. A ver si acabamos locos, se dijo. ─¿Tú crees? ─preguntó Max. ─¿El qué?
Max no contestó. Preguntaba, pero no quería respuestas. ─Las cenizas están en el jardín de casa. ─Pero no creerás que el alma de tu madre se va a quedar donde estén las cenizas de su cuerpo. ─No sé. Yo no creo. Pero no sé. ¿Para qué tanto entierro y tanta historia, entonces? Si hubieras visto. Una pasada, cantaron y todo. ─¿Por qué volviste? Te llevó un amigo a Barcelona, ¿no? ─No podía dejarla sola. Yo no creo, no sé. Pero por si acaso, yo que sé. Tomás le dejó hablar. Hablaba sin parar, pisándose los pensamientos, dejándolos a medias. Max no está bien, le dijo Tomás a María por si podía escucharle. Ya me dirás qué hago. Ya me dirás qué hago, abuela, dijo por dentro cuando las luces del coche iluminaron la roca de Casa Mariot. Se detuvo ante el portón de la entrada a la casa. ─Baja. Voy a dejar el coche en el garaje. ─Voy contigo. Tomás le miró. Max tenía los ojos muy abiertos, como los abre el terror.
─¿Tienes miedo? ─No lo sé. ─¿A qué tienes miedo? ─No lo sé. Tomás volvió a arrancar el coche. Un maullido lastimero le hizo sonreír. ─Tomasito no se ha ido de juerga hoy. Tiene hambre. Tampoco ha comido. Dejó el coche delante del portón que se abría al pasillo derecho del jardín, al antiguo pajar, a las antiguas conejeras, al antiguo gallinero, a la antigua cochera hoy convertida en garaje. Todo con fecha de caducidad, se dijo, hasta su inteligencia, cediendo al uso de clichés modernos. ─Si no te importa que duerma a la intemperie, dejo el coche aquí. ─Que se joda. Agapito saltó sobre el gato sin tocarlo. Tomasito no le hizo ni caso. Era hora de pedir la comida que no le habían dado a su hora. Max le cogió en brazos y fue hasta el portón de la casa. Agapito les siguió, saltando para que bajara el gato o tal vez por el deseo imposible de que le cogieran en brazos a él.
Tomás abrió el portón y dejó pasar a los tres. Se volvió a mirar a la roca. Ya me dirás que hago, abuela, dijo por dentro. Y la abuela o lo que fuera le respondió devolviéndole a la memoria la tarde en que se sintió abandonado en un planeta en el que no había absolutamente nadie. Sin la abuela, la única madre que había conocido, el mundo entero y su vida misma ya no tenían sentido, pensó entonces, tantos años atrás. Pero había vivido, había seguido viviendo todos esos años, entre disgusto y disgusto, como todos. Por eso, lo primero que tenía que hacer era la cena. A saber cuánto tiempo llevaba Max sin comer. Y después de cenar, seguir viviendo; dejar que Max fuera descubriendo un día tras otro cómo seguir viviendo; seguir viviendo él mismo ya sin nada que descubrir; seguir viviendo porque sí, aunque sólo fuera por imperativo moral. Cuando llegó a la cocina, Max ya le estaba echando su tarrina al gato. Tomás fue a sacar del horno la comida que Lidia le había dejado. Max le apartó. ─Ves al despacho. Siéntate. Te aviso cuando esté. ─Hay comida en el horno. ─Ya lo hago yo. Tú, siéntate, ya te aviso. Más le valía salir de la cocina y meterse en el despacho. Max empezó a correr del horno a la nevera, de la nevera a la mesa, a los armarios sacando comida, ollas, sartenes, platos como si se le hubiera
desatado por dentro una tormenta de hiperactividad. Hasta Agapito había desaparecido huyendo del vendaval. Tomás encontró al perro en el pasillo, echado. Agapito le miró con cara de desconcierto. ─Más vale que nos pongamos a cubierto, Pito. El perro siguió a Tomás y fue a acostarse en la butaca de lectura en cuanto se abrió la puerta del despacho. A veces se subía mientras Tomás estaba trabajando en el escritorio, si Tomasito no le había quitado el sitio antes. Pero se quedaba sólo unos minutos. En la butaca tenía que estar incómodo porque no se podía estirar. Tomás se quedó mirándole desde la puerta. Agapito había puesto la cabeza sobre un brazo de la butaca y levantaba los ojos hacia él. Parecía preguntarle qué pasa, ¿es grave? Grave tenía que ser para que todo se hubiera desordenado desde por la mañana. En esa casa se vivía bien haciendo cada cual lo que le daba la gana, comiendo a las mismas horas cada día, oyendo los mismos sonidos. Por la mañana cantaban los mismos pájaros y solo se oía la voz de Lidia peleando con el gato o dando instrucciones a Tomás. Por la tarde solo se oía música hasta que se hacía de noche y se cerraban las puertas y se subía a la habitación y en la habitación empezaban a sonar las voces de la radio. Pero hoy, nada era igual a todos los días. De la cocina llegaban ruidos de cacharros como si se hubiera colado en la casa un regimiento de cocineros locos.
─No estamos solos, Agapito ─le dijo al perro y la constatación le conmovió. No es que me dé miedo no estar solo, se dijo Tomás. Max siempre había sido un hijo. ¿Pero quién quiere vivir con un hijo hecho y derecho? Sí, tenía miedo, como Max, y como Max, no podía decirse miedo de qué. ¿Miedo de que la vida no volviera a ser como antes, de encontrarse con una vida nueva que tendría que aprender a vivir? A los setenta años. ¿Se podía aprender algo a los setenta años? María había empezado a estudiar francés y alemán a los sesenta y cinco. Pero aprender a vivir no era lo mismo. A vivir y a convivir. ¿A convivir? ¿Pero quién le había dicho que tendría que convivir con Max? Se lo había llevado esa noche porque el chico estaba mal. Pero eso no significaba que fuera a quedarse. Tenía su trabajo, su vida en Barcelona. ─¿Qué haces en la puerta? ¿Por qué no entras? La voz de Max le sobresaltó. Hablaba a gritos. No pudo contestarle enseguida porque no tenía respuesta. ¿Por qué no entraba? Se inventó una. ─Por si podía ayudarte. ─Que no. Que te sientes a hacer tus cosas. Voy a poner la mesa. Max ya se alejaba hacia el comedor. ─No hace falta. Podemos comer en la cocina.
─A la mama no le gusta. Cierto. A María no le gustaba comer en la cocina y a él tampoco. “No le gusta”. Max lo había dicho en presente. ¿Un despiste natural o negación de la realidad? No estaba la cosa para elucubraciones psicológicas. Ya se vería. Miró su escritorio. ¿Sentarse a hacer sus cosas? Hoy no había hecho nada. Hoy no tenía nada que hacer. Otra vez el miedo. “El día que no tenga nada que hacer será que me he resignado a esperar el final”, le dijo María, no hacía mucho. María no podía vivir sin trabajar, trabajaba de la mañana a la noche. Cuando no estaba escribiendo, estaba pensando en lo que tenía que escribir; cuando leía, leía para escribir; a lo mejor también estaba pensando en lo que escribiría mientras hablaban. “Tengo que aprovechar el tiempo. No sé cuánto me puede quedar”. ¿Un presentimiento? ¿Le habrían diagnosticado una enfermedad y no se lo había dicho a nadie? ¿Un cáncer terminal? ¿Principio de Alzheimer, como su madre? Entonces, a lo mejor sí, el suicidio, la muerte digna, había firmado hacía tiempo después de leer un artículo. Tomás huyó despavorido hacia el comedor. Max estaba poniendo la mesa. ─Venga, déjame, ya la pongo yo. No estoy para ponerme a hacer nada.
─Vale. Vino, pon vino, a la mama no le gusta la mesa sin vino. Max desapareció otra vez camino de la cocina. Agapito se quedó paralizado en la puerta del comedor sin saber a cual de los dos seguir. ─Ves ─le dijo al perro─. Ves con el nene. El nene tenía bigote y perilla. Pero de pronto el tiempo había dejado de importar. “El tiempo es una entelequia, Tomás. Un invento, como los números. La necesidad de ordenar el caos, de engañar el pánico al caos”. Tomás quitó el mantel de diario que Max había puesto. Lo dobló y volvió a meterlo en el aparador. Abrió otro cajón y sacó el mantel blanco bordado, las copas y la vajilla de las grandes ocasiones. Max llegó con una bandeja grande llena de bandejas de loza; la comida que había hecho Lidia, dos tortillas, los chuletones de carne magra que era la carne preferida de su madre, tomates con dados de queso, su ensalada preferida también. ─Jo. Parece navidad ─exclamó al ver la mesa. ─Pues será navidad. ¿Qué más da? El tiempo lo creó el hombre, ¿por qué no va a poder el hombre hacer con él lo que quiera? ─Eso lo dice la mama.
─Y tiene razón. Además, ahora que me acuerdo, hoy es mi cumpleaños. Mira por donde, una fiesta. Max fue a abrazarle. Paró en seco, como si los brazos de Tomás desprendieran corriente. ─¿Tú ya estás bien? ─Claro que estoy bien. Sólo fue una fractura de la clavícula. Ora vez los ojos de Max dilatados por el terror; terror a la muerte, a la muerte de los demás; a ese vacío de la soledad absoluta que se siente cuando uno cobra conciencia de que está solo. Tomás le abrazó con fuerza. Max devolvió el abrazo y fue a su silla con tal ímpetu que casi la derriba. ─Venga, a cenar ─dijo Tomás─. Aquí hay más de uno que se está muriendo de hambre. Cuatro chuletones. Él no se comía dos ni en sueños, menos por la noche. Cogió un chuletón y se lo puso a Agapito en el suelo. Siempre se sentía culpable por ensuciarle el suelo a Lidia, pero el sentimiento le aparecía después de haberlo ensuciado. ─¿Y Tomasito? ─Subió a la habitación después de comer. ─Ya vendrá en cuanto le lleguen los olores. ─Tío, me ha dado algo raro.
─¿Qué? ─No te rías. Ganas de rezar, ¿puedes creer? ─¿Qué tiene de raro? ─Yo no creo. ─Bueno, tu madre tampoco creía que Dios fuera providente y aún así le daba las gracias por todo lo que tenía. Decía algo parecido a lo del tiempo. Si Dios nos creó incapaces de concebirle, ¿por qué no podemos hacernos de Él la idea que queramos? Si te apetece rezar, reza. ─No me acuerdo bien. Era algo así como, nosotros que tenemos y podemos, te damos gracias, Señor. ─Sí, era lo que le decía tu madre desde que era joven. Me dijo que se lo habían enseñado en América. De pequeña, repetía el rezo de las tías. ─¿Cómo era de pequeña, tío? ¿Cómo era? ─Como tú, un perro verde. Y como yo ─respondió sonriendo. ─¿Somos muy raros, verdad? ─Depende de quién nos juzgue.