Los Mariot. VIII Creadores

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VIII Creadores

De la primera vez que Tomás pasó un verano con María sólo le quedaba un recuerdo; una escena oscura, sin ningún decorado, sin ninguna cara, solo una voz, la voz de María. “Tú serás el cuco y yo seré la cuca”. ¿A qué estarían jugando? Tampoco recordaba el momento en que esa voz salió de una cara, el momento en que esa cara se le quedó en la memoria. ─ Tenía unos ojos grandes, negros, muy negros ─le dijo a Max─. Y muy serios. Era muy seria. ─ Se ve en la foto que tienes en el despacho. Sí, tenía una foto, una foto de estudio. María en medio de sus padres. Sus padres posaban mirando a la cámara; estaban acostumbrados a posar. María, de pie sobre el banco en el que sus padres estaban sentados, con los brazos extendidos, apoyados sobre el cuello de los dos, miraba a la cámara con expresión de disgusto o de perplejidad. Debía tener unos cuatro o cinco años, pero con esa expresión adulta de los niños sin infancia. ─ Pero a mi me parecía divertida ─Tomás sonrió─. Contaba cosas increíbles. Algunas las había vivido de verdad. Otras, se las inventaba. ─ ¿Cómo sabías que se las inventaba? ─ Porque me lo decía ella misma. Decía que con la imaginación uno podía vivir lo que quisiera donde quisiera. Y así aprendió Tomás a leer, a viajar, a relacionarse con personas que nunca conocería personalmente. ─ A mi me decía lo mismo. ─ Sí, y a ella se lo decía su madre. María admiraba la imaginación de su madre. Pero come, si no comes, no te cuento. ─ ¿Escribía?


─¿Tu abuela? No. Solo imaginaba, creaba sus mundos y luego contaba lo imaginado, a veces como si fuera verdad. ─ Entonces, mentía. ─ Se engañaba. ─ ¿Y la mama? ─ Tu madre, no. Si decía una mentira, sabía que era una mentira. A veces se quejaba de no poderse engañar. ─ No lo entiendo. ─ A tu abuela el autoengaño le sirvió para sobrevivir a la guerra, a una adolescencia espantosa, a la muerte de un hijo. La incapacidad de engañarse obligó a tu madre a sufrir las circunstancias que le tocaron en suerte sin paliativos. ─ Era infeliz. ─ No según el concepto que tenía de la felicidad. ─ Ya lo sé. Vivir satisfecho con uno mismo. Pero eso es teórico, tío. La felicidad es un sentimiento. Creo que se engañaba, y si no se engañaba, mentía diciendo que era feliz. ─ Es un juicio tuyo. ─ Ya. Y si era feliz, ¿me puedes decir por qué se fue? Tomás fijó los ojos en los ojos de Max. ¿Tendría la misma duda sobre la muerte de su madre? ¿Convenía hablar del tema? ─ Qué tontería. Nadie es eterno ─respondió volviendo los ojos al plato, su atención a cortar la carne─. Nadie puede evitar ese momento cuando llega. Tu madre, desde luego, lo hubiera postergado todo lo posible. ─¿Estas seguro? Tomás soltó el cuchillo. El ruido contra el plato le sobresaltó. Le sobresaltó el silencio, la idea del silencio. Había silencios muy malos, silencios que podían hacer mucho daño. ─ Vale ─se enfrentó a Max─. Alguien te ha metido en la cabeza lo del suicidio.


─ Contrató el catering en el hotel, un día antes. ─ ¿Puso fecha? ─ No. Dijo que quería dejarlo arreglado para cuando fuera, por si acaso. ─ ¿Y tú no sabes que tu madre tenía siempre el por si acaso en la punta de la lengua, que cuando se le ocurría que podía pasar algo malo lo decía para que no pasara? Era una superstición. ─ Es cierto, pero demasiada casualidad que al día siguiente o esa misma noche, ¿no? Tomás cogió la bandeja de tomates, se sirvió un poco en el plato para la ensalada, picó un dado de queso. Necesitaba tiempo para pensar, para montar una respuesta. ─ ¿No te parece demasiada casualidad? –Max insistió. No podía seguir dando vueltas. Soltó el tenedor y miró fijamente.

a Max

─Ni se te ocurra dudar. Ni se te ocurra. No le hagas eso a tu madre. No le puedes hacer eso. Si fue casualidad, pues lo sería. ─ ¿Y qué otra cosa podría ser? ─ Tu abuelo presentía la muerte de la gente. A lo mejor, tu madre. Max le interrumpió. ─ Yo no creo en esas cosas, tío. ─ Porque no quieres. Creer es un acto de la voluntad. Lo que no puedes negar son los hechos. Escúchame. Los ojos de Tomás se fueron a la pared; el pensamiento a donde María pudiera escucharle. ¿Cómo articular?, le preguntó. Tenía que poder articular lo que tenía en la mente. Volvió a mirar a Max a los ojos. ─ Tú sabes que tu madre creía en Dios. ─ Sí. ─ Y creía que Dios había creado al hombre por amor. ─ No, no hablábamos de Dios.


─ Pues ahora te lo digo yo. Tu madre creía que Dios nos había creado por amor, un amor incomprensible para el ser humano, un amor infinito que no somos capaces de concebir. ─ Los hechos objetivos que demuestran que eso no es posible sí que son infinitos. ─ Escúchame. No digo que Dios exista ni que nos creara por amor. No estamos discutiendo eso. Digo que tu madre lo creía, lo creía con tanta firmeza como creía en su existencia. ¿Me sigues? ─ Sí. ─ Y creía que por ser de la estirpe de Dios estamos todos destinados a ser creadores. ─Eso lo escribió en un libro. ─ Sí pero no sólo lo escribió, lo creía a pie juntillas. Y creía que el hombre. como Dios, solo podía crear por amor. ¿Entiendes? ─Sí. ─ Y creía a pie juntillas que si alguien podía atisbar el misterio del amor, era imposible que no amara. ─No sé a dónde quieres ir a parar. Max empezó a cortarse el primer trozo de carne. No quería discursos. ─Tu madre amaba, amaba este mundo, amaba la vida, amaba hasta los seres menos estimables. Toda conducta tenía para ella una excusa. Perdonar era encontrar una justificación, decía. Max se impacientó. ─Eso lo sé, tío, lo escribió ─ No puede haber culpables porque no hay inocentes, dijo en un verso. Bonito. ─Bonito y cierto, pero no es eso de lo que estamos hablando. Tu madre amaba a todo ser vivo, por convicción y por sentimiento. Y si amaba a todo ser vivo, cuanto más amaría a los más próximos, como tú, como yo. ¿Verdaderamente crees que tu madre habría sido capaz de causarte un dolor que te durara toda la vida? Max se quedó en silencio, jugando con el tenedor y los cubitos de queso. Tomás interpretó ese silencio como una esperanza. A lo mejor


había dado en el clavo. La respuesta era indiscutible. Se animó a llevarse un pedazo de carne a la boca. Ahora tenía que dar impresión de normalidad, de que no había más que hablar sobre el asunto. ─ ¿Y si perdió el juicio? Los psiquiatras dicen. ─ Unos psiquiatras dicen una cosa y otros, otra. La psiquiatría es una paraciencia porque busca en el cerebro lo que está en el alma. Pero no estamos hablando de eso. Hablé con tu madre el día antes de mi caída. Estaba perfectamente cuerda. Iba para tu casa cuando me caí. Si hubiera llegado, hubiera encontrado el cuerpo yo, no Daniela. ─ ¿Y por qué ibas a casa por la mañana y tan temprano? Daniela la encontró a las 10. ¿Por qué? También se lo preguntó aquella mañana cuando sintió un impulso incontenible de ir a Casa Fassman. ─ No lo sé. Tenía que ir. No lo sabemos todo, Max. Casi no sabemos nada. ¿Fuiste tú?, preguntó Tomás a María. ¿Me llamaste tú? ─ Y el día antes, ¿fuiste por la tarde? ─ No, ella vino aquí. ─ ¿Te contó lo del hotel? ─ No. ─ La mama te lo contaba todo. ─ Ya, pero si me lo hubiera dicho, me habría preocupado. Ella tenía que saber que me habría preocupado. Es lo que te dije, Max. Tu madre era incapaz de hacer daño a nadie a conciencia. Max se quedó mirando su plato. ─ Eso es verdad. Tomás tuvo que controlar un suspiro de alivio. Vaya la que has armado con el puñetero catering, le dijo a María. Y encima me pasas el marrón a mi. ¿A quién se le ocurre montar una fiesta para celebrar su funeral? La memoria le proporcionó algunos nombres. ─Ya ─respondió como si se lo hubiera dicho ella─. Y tú no podías quedarte atrás.


─ ¿Qué? No era ella, era Max al que tenía delante. ─ Nada, perdona. Los viejos que vivimos solos hablamos solos. A veces hasta por la calle. La gente cree que estamos gagá. ¿Y qué? ─ Leí en un artículo que los que hablan solos suelen ser genios. ─ Ya. Otro tipo de majaras. No sé si será por genial o por viejo, el caso es que hablo solo o con Agapito. Con Agapito es mejor porque no me contesta. Max empezó a comer y siguió comiendo como si de repente se hubiera dado cuenta de que tenía un hambre de días. El silencio del comedor le recordó a Tomás otras comidas en silencio, cuando solo estaban María y la abuela. La abuela le sonreía cuando sus ojos se encontraban y seguía comiendo sin decir nada. Era una sonrisa contagiosa porque pedía ser devuelta. María miraba la Última Cena de plata que reinaba en una pared, como si todavía pudiera ofrecerle algo por descubrir después de haberla escudriñado mil veces; la hornacina con la virgen y los candelabros; el aparador cubierto con un mantel bordado por la abuela; las baldosas del suelo; las baldosas con dibujo que cubrían media pared; la araña del techo. Los ojos de María nunca se quedaban quietos. Un día se lo dijo. ─No dejas de mover los ojos. Ni cuando miras fijo. ─Se llama nistagmo ─dijo María sin darle ninguna importancia. ─¿Quién? ─Lo de los ojos. Nistagmo. Es algo del cerebro. Dice el papa que me viene de cuando me operaron el oído. ─No lo sabía. Parece. ─A ver. ─Como si quisieras verlo todo. ─Menos mal. Un viejo me dijo en casa de mi madre que eso delataba que era muy apasionada. A mi me pareció estúpido ─rio. Tomás rio con ella y no dijo nada, pero pensó que el viejo tenía razón. El movimiento constante de los ojos y las piernas, que casi


nunca se le quedaban quietas, parecía señal de una agitación interior, tal vez la agitación de las pasiones. ─Tienes un ciclotrón por dentro ─le dijo una tarde, cuando empezó a leer un libro de Saul Bellow que María había traducido y que se acababa de publicar. ─Estás leyendo el libro. Pues, la verdad, yo no veo al protagonista tan agitado como Bellow le quiere presentar, como con un ciclotrón por dentro. Qué va. La verdad es que después de traducirlo se me borró de la memoria, todo menos el título. Son más los que mueren de desamor. Me impresionó. La novela me dejó fría. Los personajes me parecieron vulgares, incapaces de amar y menos de morirse de desamor. Sólo se me quedó el título. Son más los que mueren de desamor, se repitió Tomás recordando otra conversación con María cuando eran jóvenes. ─ Siempre miras la casa con extrañeza, como si la vieras por primera vez ─le dijo. ─Todas las casas me son extrañas ─dijo María sin dramatismo, con la naturalidad con que se comunica un hecho. ─¿La de tu madre en Puerto Rico? ─Es del marido. ─¿Y la de tu padre en Barcelona? ─Es de su mujer. Las casas donde pasaba todo el curso escolar tenían que parecerle extrañas por fuerza; eran internados. Tomás no comprendió en aquel momento la sensación de extrañeza de María en las casas de sus padres. A él la casa no le parecía extraña. Era de los abuelos y los abuelos eran sus padres y por eso sentía la casa como suya. Le parecía extraño el nombre de su madre en su carnet de identidad, Enaya, y su segundo apellido, Handal. Enaya Handal era alguien que vivía o había vivido en Tánger porque en Tánger había nacido él y de Tánger le había traído su padre para dejarle con los abuelos. Tomás sabía desde pequeño que no debía preguntar por su madre porque a la abuela se le ponía la cara triste, y por su padre tampoco por el mismo motivo. El padre aparecía en Casa Mariot todos los veranos y pasaba un mes. Era un hombre simpático que enseguida le inspiraba


confianza. Una vez, a los quince años, pensó que tenía derecho a saber algo de su madre y decidió preguntárselo a su padre cuando viniera a pasar las vacaciones. Pero ese año su padre llegó en un ataúd. Son más los que mueren de desamor, le repitió la memoria. ¿Su padre? ¿María? Pero María era amada. La amaba su hijo, la amaba él. ¿Sería que cierto tipo de amores no contaban? Un hijo, un hermano del alma tal vez no podían llenar cierto vacío. Reparó en Max. Se había comido todo lo comestible sin chistar y ahora dormía con la cabeza caída, la barbilla en el pecho. ─Max ─le llamó en voz baja. Max se despertó con un respingo. ─¿Eh? Café. Tomás sonrió como sonreía a los niños. ─ ¿A esta hora? Ni hablar. No dormiría. ─Entonces Duermebien. ¿Tienes Duermebien? ─ Tengo un té sin teína, no sé la marca. ─Vale. Ya miro. Recojo y te lo llevo a la sala. ─No recojas. Ya recogerá Lidia mañana. Y si quieres no lo tomamos aquí. ─No. A la mama le gusta tomar el café en la sala. Cierto. Ella que en su casa merendaba, cenaba y tomaba lo que fuera en su escritorio, le gustaba utilizar todas las dependencias de Casa Mariot. Esta casa es un mundo, Tomás, le dijo un día. A él le tomó un cierto tiempo entenderlo, aunque tal vez nunca lo llegó a entender del todo.


De la cocina le llegó el maullido de Tomasito. Otro que se había despertado, seguro que con hambre. Agapito estaba en la puerta del comedor, otra vez indeciso, sin saber si debía dejarle solo. ─Vamos, Pito ─le dijo─. Ahora toca la sala del abuelo. Como cuando ella estaba aquí. ─Perdona ─ le dijo a María en voz alta─. No me lo vuelvas a decir. Ya sé que estás aquí.


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