Cuento de inmigrantes 2

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DE ALLÍ VENGO SEGUNDA PARTE



A partir de entonces los cuatro se encontraron cada día en algún lugar del barco. Y los ojos verdes de María comenzaron a ser lo único que Santiago pensaba antes de dormir. Y ella miraba la luna desde su ventana redonda y suspiraba tanto que su hermano se había dado cuenta de que estaba enamorada. Una tarde Santiago se animó y le pidió a María que lo acompañara a ver la puesta de sol en la cubierta. Ella se puso roja y casi dice que “no” de los nervios, Pero dijo “si” moviendo la cabeza, deseando que Ton no estuviera mirándolos. Mientras el sol desaparecía en el mar, Santiago se sentó muy cerca de María. Luego tomó aire y haciéndose el distraído entrelazó la mano de su amiga con la suya.


Santiago pensó: “Cuando el sol no se vea más, le doy un beso”. Al mismo tiempo María decía: “Si Santiago no me da un beso, se lo doy yo y me voy corriendo”. Cuando el sol se ocultó bajo las olas, Santiago y María se miraron. Él acercó su rostro y cerró los ojos. Ella no, todo el tiempo miró las oscurísimas y largas pestañas de su amigo. Aún cuando sintió el calorcito de los labios de Santiago sobre los suyos. Aún cuando escuchó el sonido apagado y dulce que hizo el primer beso al terminarse y transformarse en el segundo. Todos los días siguientes a “ese” atardecer desearon que el viaje no terminara nunca. Y la mañana que arribaron a Buenos Aires, hubo una neblina intensa en los ojos de Santiago y María.


Sabían que iba a ser difícil encontrarse nuevamente en un país tan grande como Argentina. Santiago y José irían a una ciudad llamada Mar del Plata, donde un viejo amigo de sus padres los esperaba con un trabajo en el puerto. María y Ton ya tenían una casa en Buenos Aires. Esos besos serían un recuerdo secreto que los uniría para siempre. Y ambos juraron por su sangre amarse hasta la muerte. Ya habían pasado ocho años en Argentina. Ahora María tenía diecinueve y de la niña flacucha y “puro ojos” sólo quedaba el verde esmeralda de sus pupilas. Eso fue lo que Santiago reconoció en la bella mujer que atendía la panadería en su barrio.


Santiago, ese mismo día, esperó a que María terminase de trabajar de trabajar. Y mientras caminaban le contó que acababa de abrir su propio negocio a solo cuatro cuadras de la panadería. Había vuelto a Buenos Aires buscándola, pero aún así no terminaba de creer que hubiera sido tan fácil encontrarla. “¿Seguro que sos mi María?” – le preguntaba entre risas. “Claro, Santiago, ¿no te das cuenta de que soy yo?” – le contestaba ella emocionada. Mientras se daban otra vez un primer beso, María y Santiago supieron que nunca se habían separado del todo. Que ese amor por el que juraron en su infancia, sería el alimento de la sangre de sus hijos. Una nueva sangre. Sangre argentina. Paula Bombara



FIN


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