Belle Époque

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DE LA BELLE ÉPOQUE

A LA

MODERNIDAD


DE LA BELLE ÉPOQUE

A LA

MODERNIDAD

FRANCISCO DA ANTONIO A Luis Antonio Amos Valero, con amor. De sus abuelos Francisco y Lissette


ANTONIO HERRERA TORO Boceto para alegoría, 1906 Óleo sobre tela 45 ø cm

La Belle-Époque no fue un estilo de arte ni una tendencia arquitectónica o literaria, cuanto una suerte de festiva quimera anti-victoriana de la sociedad europea en proceso de indetenible crecimiento y expansión capitalista, suerte de capítulo de transición entre la última década del decimonono y la primera del siglo XX con sus peculiares refinamientos, tintes nostálgicos y decadentes en medio de una atmósfera que, en virtud de su chispeante efervescencia, no tardó en extenderse a los sectores de las clases medias y de la pequeña burguesía ascensional cuyas coloridas manifestaciones sociales eternizaron algunos relevantes pintores vinculados a la marejada impresionista en las oleadas que caracterizaron la vida parisina en esos radiantes años: la plástica de Toulouse-Lautrec, las poéticas simbolistas, el Theatre de la Renaissance, Sarah Bernhardt, el Art Noveau, el arte del cartel transfigurado sorpresivamente por Alfons Mucha y la propagación internacional de los modernismos. También nuestros académicos experimentaron, a su manera, el clima generado por los fenómenos del momento y cuya influencia se tradujo en sofisticadas composiciones fundamentadas en temas más o menos cotidianos: las simbologías patrióticas, el devenir de las edades, los paisajes idílicos poblados de sílfides y de lagos cruzados por el paso de los cisnes, los ciclos del tiempo y el ritmo estacional del verano, otoño, invierno y primavera pintados en los frágiles biombos de boudoir, asuntos en los cuales sobresalieron Arturo Michelena y, en particular, Antonio Herrera Toro quien, en el Boceto para una alegoría asume la imagen de una semi-desnuda diosa y tres amorcillos que sorprenden en virtud del audaz y asertivo posicionamiento de las figuras ejecutadas en base a un esquema piramidal tan riguroso como grácil. Reclinadas sobre sonrosadas nubes

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ANTONIO HERRERA TORO Retrato de dama, 1904 Óleo sobre tela 70 x 100 cm

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al centro del círculo, la figura de la diosa parece levitar con laxitud e inocente sensualidad, levantando sobre sí un gran bouquet de flores y en su derecha un ánfora de bronce mientras las sedas de su clámide son llevadas por la brisa. Pintor del desnudo femenino, el más prolífero y completo de la Venezuela de entre siglos, pocas veces alcanzó Herrera Toro un ámbito de tal percepción espacial como en este breve apunte ejecutado al correr de la imaginación. Uno de los vehículos de mayor popularización de imágenes que por esos tiempos cruzaron los caminos del mundo, más profusamente que la fotografía, fue la miríada de tarjetas postales litografiadas, troqueladas, policromadas, que daban cuenta de ciudades, monumentos, calles, parques, jardines, avenidas, edificios, zoológicos, ríos, montañas, bosques, museos, puertos, balnearios, medios de transporte, personajes… y también las destinadas a las conmemoraciones domésticas: matrimonios, nacimientos, cumpleaños, galanteos románticos y salutaciones como este Retrato de dama pintado y dedicado por Herrera Toro en oportunidad de las bodas del arquitecto Alejandro Chataing el 7 de julio de 1904 y a quien su amigo el artista envía como obsequio el retrato de la inminente desposada: Mi querido amigo Ud. sabe que de estar en mi mano, le ofrecería hoy, en vez de esta humilde tarjeta postal, obra digna de Timantes o de Apeles. Que la felicidad no se ausente jamás del hogar que hoy forman ustedes, son los sinceros deseos del más inútil de sus amigos. A. Herrera Toro


ARTURO MICHELENA Yunta de bueyes, 1897 Óleo sobre tela 71 x 51,3 cm

Herrera asume el retrato de la novia orlada por un gran disco de difusas gamas. El vestido de tonos grisáceos y gargantilla terminada en lazo, le imprime una cierta severidad de matrona que contrasta con el rostro de sonrosadas carnaciones y finas veladuras enmarcando, con discreta altivez, el oscuro tocado. Es un retrato de busto cuyo inconcluso diseño se integra al ramillete de rosas en torno al cual aletean dos mariposas. Obra de fresca y fina ejecución a modo de una postal doblada en el extremo superior, no escapa al juego de un cordial y elegante divertimento entre dos caballeros vinculados por una larga amistad. Excepto el gran retrato ecuestre del General Joaquín Crespo, las decoraciones de Arturo Michelena para el Palacio de Miraflores fueron ejecutadas dentro del más riguroso espíritu fin-de-siglo, totalmente ajeno, por ejemplo, a la vigorosa estampa de los dos bueyes pintados por el joven maestro valenciano en 1897. A su regreso definitivo a Venezuela, Michelena debió experimentar un sensible cambio de percepción respecto a la luz y al color de nuestro paisaje, que ahora devenía para él una revelación según lo confirman las numerosas telas, acuarelas y dibujos realizados en San Bernardino, en Antímano, en Los Teques y en Petare, de cuya hacienda La Urbina procede esta estupenda Yunta de bueyes que nos miran con persistente curiosidad. La composición se desarrolla sobre tres bandas horizontales: el terreno donde revolotean dos pajaritos negros; inmediatamente después, una franja de verdes tras las cornamentas de los animales y por último, una estrecha banda atmosférica. Hermanadas por el cepo atado a sus cuernos, las reses avanzan bajo el sol meridiano destacando la estructura muscular del primer buey ejecutado con densas pinceladas y cuyos volúmenes resaltan sobre el negro del otro astado.

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EMILIO BOGGIO Usine en Auvers, 1912 Óleo sobre tela 61 x 45 cm

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Una incontestable sensación de fuerza y vigor se desprende de esta poderosa pareja, entes protagónicos de esta animada égloga rural. Fechada el 20 de noviembre de 1912, la Usine en Auvers de Emilio Boggio deviene el reverso de la moneda respecto a Michelena: a la incandescencia de la luz meridiana, Boggio nos brinda una estampa otoñal donde el sol es un pálido disco envuelto por la bruma y el humo de la alta chimenea se eleva perezosamente hasta borrarse en la distancia. Boggio pinta aquí, como en casi toda su obra en Auvers, desde la ribera izquierda del río y la enmarañada y alta vegetación filtra un lampo de amarillo de cadmio que se repite en la orilla opuesta sobre los muros de la factoría que con rojizas notas animan el centro del rectángulo y establecen la distancia entre nosotros y la infinitud atmosférica. Tal como corresponde a la mirada impresionista, ningún elemento aparece sometido al rigor de la línea como observamos en Michelena, ni nada aparece descrito como exigiría la transcripción naturalista: es, en última instancia, una impresión del paisaje y no su representación filológica. El pincel no detalla ni las hojas de los árboles, ni las tejas de las casas, ni las ondas de las aguas por cuanto todo queda referido al correr de la pincelada, a la sensualidad de la materia, al ritmo de la ejecución y a la impresión del instante, como todo, efímero. Boggio procedía de la experiencia simbolista y, pese a que ya Picasso había pintado Las señoritas de Avignon y el cubismo comenzaba un culto para sus primeros catecúmenos, su indagación era tan legítima como las de aquéllos que exploraban en las esferas del modernismo tanto en Viena como en Múnich, o en Barcelona de España donde a la sazón estudiaban Armando Reverón y Rafael Monasterios cuyas experiencias, de retorno a Venezuela, apuntalaron los pasos


MARCELO VIDAL OROZCO Marina, c. 1918 Óleo sobre madera 22 x 27 cm

de los más jóvenes, los de Pablo Wenceslao Hernández, Abdón Pinto, Marcelo Vidal Orozco de quien reproducimos aquí un paisaje de brevísimo formato, una Marina de sutiles acordes azules que se pulverizan en el espacio marítimo acentuándose en las rocas y en los árboles del primer plano. A partir de allí se extienden las arenas de la playa hasta las rosadas casitas tras las cuales se empina la mole azul-violácea de la cordillera que desciende hacia nuestra izquierda delineando la bahía. La quebrada, pintada por Pedro Ángel González en 1925 desde las alturas del norte caraqueño, más que la expresión de una vivencia extraña, confirma la persistencia de los modernismos que teñían de languidez o de misteriosa seducción tanto la Dama en la fuente de Monasterios, como las majas azules de Reverón. Pedro Ángel llegó a Caracas desde Margarita el 18 de abril de 1916, inscribiéndose de inmediato en la Escuela de Artes Plásticas que funcionaba, por entonces, en el historiado edificio de la Academia de Bellas Artes en la esquina de Santa Capilla. Las clases de la Academia –le confesó Pedro Ángel al poeta Armando Romero– eran prácticas, no teóricas. Había un gran salón [para] clases de canto, conciertos, clases de música y se hacían exposiciones. Como no existían museos, allí estaban la Carlota Corday de Arturo Michelena, la Pentesilea estaba al fondo. La Primera y Última Comunión de Rojas y varias más. En esa época quedaba mucho de romanticismo en la Academia y había siempre un ambiente romántico; los poetas vestían muy especialmente con unas corbatas grandes y,

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PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ Paisaje de Anauco, 1944 Óleo sobre tela 46 x 56 cm

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ Paisaje de El Paraíso, 1951 Óleo sobre tela 65 x 81 cm

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algunos de los pintores también. El profesor de paisaje era Pedro Zerpa. Siempre pintaba el atardecer. Recuerdo alguno de sus cuadros; uno se llamaba Paz, un paisaje del Ávila en la tarde, pintado desde la sabana de San José. Otro consistía en unos jabillos y detrás se ocultaba el sol; se llamaba Ocaso. Otros eran sobre el Guaire y uno se titulaba La Lágrima del Guaire. Esos eran los títulos que le ponía Zerpa a sus cuadros.(1)

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Pedro Ángel González habla de sí mismo. Monte Ávila Editores, pp. 16 -17. Editorial Arte. Caracas, 1981

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Pedro Ángel González. Ibídem. p. 21

A propósito de su obra, conviene tomar en cuenta la escala de valores asumida por Pedro Ángel respecto a la figura humana, casi totalmente ausente como asunto protagónico de lo suyo. Y si bien sus comentarios aluden tan sólo al desnudo, es evidente que su escaso interés por ello determinó el rumbo de su devoción por el paisaje. Yo pinté mucho el desnudo, pero lo que hice siempre fueron ‘academias’: nunca he hecho cuadros con un desnudo. La academia lo que enseña son normas, reglas a seguir; por lo tanto, lo que sale de eso es una ‘academia’, no una obra de arte.(2) En consecuencia, los paisajes aquí reunidos sólo intentan representar de modo somero, un resumen de la ruta transitada por el artista. En el Paisaje del Anauco de 1944 constatamos un deliberado acercamiento a las faldas del Ávila: a nuestra izquierda ancla el tallo de un frondoso mango y la sombra que se extiende a los terrosos desniveles del primer plano que interrumpe la tupida arboleda donde comienzan los repechos de la cordillera. Es una estampa demostrativa de cómo la luz modela las formas y modifica el color imprimiéndoles una sensación de tersas calidades que van de los verdes a las tierras de siena y amarillo sabiamente macerados con rosas, azules y violeta


PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ El cerro desde La Urbina, 1969 Óleo sobre tela 65 x 80 cm

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ El árbol frente al Ávila, 1970 Óleo sobre tela 54 x 65,5 cm

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en una cadencia pastoral que en su Paisaje de El Paraíso ejecutado siete años más tarde, en 1951, deviene una cuasi-monocromática sinfonía en verdes dado el esmerilamiento atmosférico de nuestros veranos. La riqueza del Ávila –valgan estas otras palabras de Pedro Ángel para interpretar la exacta proposición de su mirada–, consiste en la posición en que está con respecto al sol, porque si el sol de la tarde le pegara de frente y el de la mañana por detrás, no tendría el interés que tiene en diagonal. Y aunque la parte alta sigue siendo arquitectónica, ya no vemos la estructura de abajo. Allí apreciábamos los pajonales, la yerba capín-melao que era muy frecuente. Hoy esta característica se ha perdido; ya no tiene ese atractivo porque ha perdido esa estructura que daba la definición de los volúmenes. Yo lo veo de una manera distinta a Cabré: el secreto que yo tengo es que he visto que la yerba es como terciopelo, que no tiene color definido; no es rosado, no es verde, no es morado, pero de pronto saltamos de un verde a violeta, a naranja y de naranja a azul.(3)

Antes de la pérdida definitiva de esa estructura, Pedro Ángel asumió la imagen de El cerro desde La Urbina, un óleo fechado en 1969, cuando aún la campiña petareña ofrecía la ingenua y bucólica belleza anterior al avasallante crecimiento urbano que cubrió de concreto armado calles, avenidas y edificaciones comerciales y multifamiliares la pródiga llanada del viejo cañamelar, así como un año más tarde captó con el Árbol frente al Ávila, la ininterrumpida prolifera-

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Pedro Ángel González. Ibídem. pp. 63-64


MANUEL CABRÉ Paisaje de Carrizal, 1947 Óleo sobre tela 66 x 113 cm

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ción de favelas trepando con igual entusiasmo las colinas y serranías de los mariches que, impulsadas como por una fuerza huracanada, convirtieron a Petare en el barrio marginal más intrincado y extenso de toda Latinoamérica. En 1947 Manuel Cabré pintó desde las alturas de la carretera hacia Los Teques dos paisajes excepcionales que vimos ese mismo año en su exposición celebrada en el edificio Planchart, sito en la esquina de Puente Mohedano, un recodo de la ciudad aún por entonces limpio y acogedor, contiguo al Parque de Los Caobos. Reproducidos en sepia en el catálogo que circuló en aquella oportunidad, esas telas eran Mar de montañas y el Paisaje de Carrizal aquí reproducido y en los cuales, antes que diseñar sobre la línea del horizonte según el tradicional formato de sus Ávilas, Cabré asume el plano pictórico por debajo de dicha línea obligándonos a recorrer con la mirada de un extremo a otro y de abajo hacia lo alto, la magnificencia del espacio en ciento-treinta-grados, desplegado en su totalidad.

Diccionario Biográfico de las Artes Visuales en Venezuela. Tomo I, pp. 242-243. Fundación Galería de Arte Nacional. Gráficas Lauki C.A. Caracas, 2005

Cabré es un naturalista –apunta certeramente Calzadilla–, no en relación con la realidad sino con el sentimiento objetivo de su experiencia visual de la realidad. Para él la naturaleza es un móvil más que un objeto tomado al pie de la letra. En sus paisajes él trata de configurar un orden paralelo a la naturaleza y en esa medida obliga al espectador no a reconocer en su obra un fragmento recortado del paisaje, tal como podía verse a través de una ventana, sino a enfrentarse a su capacidad inventiva del espacio.(4)


FEDERICO BRANDT Hortensias y claveles, c. 1918 Óleo sobre tela 47 x 48 cm

FEDERICO BRANDT Cesta de rosas, c. 1918 Óleo sobre tela 47 x 48 cm

Federico Brandt, según creemos, es uno de los pintores fundamentales del siglo XX venezolano, pese a haber quedado siempre como al margen de la crítica, salvo el magnífico ensayo de Juan Calzadilla publicado por el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes en 1972, en edición de Ernesto Armitano diseñada por Álvaro Sotillo. Representado apenas por una media docena de obras en nuestros museos y, aunque no siempre, con una que otra pieza en las salas de nuestros galeristas, Brandt ha permanecido al solícito cuido familiar y del coleccionismo privado, condenado, por amor, a una verdadera y en cierto modo monástica clausura. Las Flores en canasta catalogadas y fechadas por Calzadilla como del año 1900, conservan un cierto aire Belle Époque y, en consecuencia, una relativa semblanza de postal romántica que en Hortencias y claveles datadas en 1918, fecha quizá adelantada, adquieren una estructura compositiva y unos valores de ejecución que alcanzan en su Cesta de rosas un nivel de expresividad cuya pincelada corre a la par de la sensualidad matérica de la empastadura que, sobreponiéndose a la representación naturalista, ya no es la imagen aparencial del conjunto más o menos individualizada de las florecillas del ramo, cuanto la riqueza cromática de cada rosa cuyos pétalos son la apasionada impronta del gesto y de cada pétalo convertido en un agitado torbellino de rosas, amarillos de cadmio, blanco de zinc, azules cerúleos, naranjas y verdes viridian macerados. Brandt demostró, en un ambiente negado a la investigación –afirma su biógrafo–, que la realidad es el punto de partida de la obra, no su fin. Sabía que la magia de la pintura se encuentra donde el cuadro

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RAFAEL MONASTERIOS Calle Cantiguara, 1939 Óleo sobre tela 71 x 85 cm

RAFAEL MONASTERIOS Aledaños de Barquisimeto, 1957 Óleo sobre tela 50 x 59 cm

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termina por ser el mismo, es decir, otra realidad; de allí el porqué rechazó el estilo realista dentro del cual hizo sus ensayos iniciales. Un artista de esta naturaleza siempre necesitará encontrarse a sí mismo antes de poder realizar su obra. Pintar es deshacer la trayectoria tanto como reconstruirla a partir de la negación. Toda la obra de Brandt parece apuntar no hacia la realidad sino hacia el lenguaje, que es al mismo tiempo la de la pintura. Como Cézanne, Brandt comprendió al pasado y, partiendo de éste, alcanzó a ser un artista moderno.(5)

Juan Calzadilla. Federico Brandt. p. 63. Gráficas Edición de Arte, C.A.. Caracas, 1972

Rafael Monasterios llegó a Caracas –al decir del común– con un fusil a la bandolera, aventado desde las tierras larenses en una de nuestras últimas guerras civiles. Años más tarde, como estudiante de arte en Barcelona de España se vinculó en las protestas obreras que le costaron la vuelta a Venezuela, integrándose a las filas de quienes, insurrectos contra las autoridades de la Academia de Bellas Artes fundaron, en 1912, el Círculo de Bellas Artes instalándose en el foyer de un semi-abandonado teatro caraqueño convertido, a partir de allí, en taller de trabajo con modelo femenino, salón de exposiciones y centro de tertulias para Manuel Cabré, Antonio Edmundo Monsanto, Pablo Wenceslao Hernández, Abdón Pinto, Próspero Martínez, Federico Brandt y tantos otros cuya obra como pintores cubrió en términos de excelencia el primer medio siglo de la pasada centuria. Ese personaje de tan aguerridos antecedentes resultó ser un artista cuya obra plástica devino, al correr de los años, en una poética de la más lírica y casi ingenua expresión del paisaje nacional según lo evidencia el diseño de la Calle


RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZ Placita de Macarao, 1958 Óleo sobre tela 63 x 76 cm

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Cantiguara, ejecutado en 1939, cuya discreta perspectiva lineal es, al honesto equilibrio de su arquitectura, lo que la sencillez de las formas es a la frescura y transparencia del color que adquiere, en Aledaños de Barquisimeto, de 1957, una aparente simplicidad de ejecución, tal la peculiar destreza con la cual Monasterios alcanzó la expresividad de la síntesis. Con igual sencillez y humildad, el quehacer de Rafael Ramón González –entrañable profesor en la vieja Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas– se cumplió como un regocijado y solidario registro de pueblos, paisajes y lugares del país como esta Placita de Macarao, fechada en 1958. Nativo de Araure, en el estado Portuguesa, casi podría decirse que Rafael Ramón González recorrió a pie, como cualquier jornalero, una buena parte del occidente llanero hasta Caracas certificando con sus pinceles la fisonomía de un país aún semi-rural. Sus trabajos no poseen la objetividad de Pedro Ángel González o Manuel Cabré –leemos en el Diccionario Biográfico de las Artes Visuales en Venezuela–, pero sí una mayor variedad de temas; esta diversidad no se ve limitada al paisaje, sino que incluye, además, figuras, escenas, alegorías y motivos de carácter local tratados siempre con una técnica espontánea, que se emparenta con el arte popular. El tema social tampoco le resultó ajeno y puede decirse que, a diferencia de los paisajistas de la Escuela de Caracas, es el pintor de su generación de mayor raíz popular.(6) 6

Diccionario Biográfico de las Artes Visuales en Venezuela. Ibídem, p. 546


PEDRO CENTENO VALLENILLA Sinfonía avileña, 1939 Óleo sobre tela 100 x 118 cm

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Los últimos cuatro años de la estada de Pedro Centeno Vallenilla en Roma fueron particularmente prolíferos, tanto en número de dibujos como en unas cuantas telas de magnífica factura como su San Sebastián de 1936 y La diosa de las flores y las mariposas, La guitarra negra y La copla llanera, todas ellas de 1937 y, del año siguiente, El goajiro, en la colección del Museo Arturo Michelena de Caracas. El 16 de septiembre de 1939 Pedro desembarcó en Nueva York «con las decoraciones murales para la nueva Embajada de Venezuela en Massachusetts Avenue» en Washington. De ese mismo año es esta Sinfonía avileña cuyo fondo paisajístico guarda relación con El goajiro. Las cinco figuras de la composición, una mulata, dos negros, y dos criollos ocupan un espacio presidido por un robusto girasol de larguísimo tallo que, a modo de columna central, divide la composición en dos secciones sin alterar ni el espacio atmosférico ni los volúmenes de la cordillera. El estudio anatómico de las figuras deviene tan recio, como la densidad del empaste cromático y, como en la mayoría de sus obras con grupos humanos, el regusto por la representación de objetos y de frutas propios de sus naturalezas inmóviles –como gustaba llamar a las tradicionales naturalezas muertas–, vasijas de barro, sombreros de cogollo, coloridas telas, grandes cestas de frutas y, en este caso, un racimo de cambures topochos. En 1928, verifiquémoslo con el testimonio, del crítico Alberto Neppi quien señalaba en Il Lavoro d’Italia en oportunidad de la I Exposición de Artistas Latinoamericanos residentes en Italia: Pero verdaderamente no conservamos de esos pintores un recuerdo firme como el de Pedro Centeno, artista de amplios recursos y claroscurista


PEDRO CENTENO VALLENILLA La mesa mística, s/f Óleo sobre madera 80 x 60 cm

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eficacísimo merecedor, bajo ciertos aspectos, de ser aproximado al español Sorolla. El cuadro de la Maya (mulata broncínea que se yergue en un gesto de gracia tropical) es la más perfecta de Centeno; pero aquella La de los claveles rojos, la negra reída con sus ojos y dientes de esmalte, bien que ejecutada sobre un fondo azul celeste sin aire, posee una fuerza de evocación aun más fogosa y enérgica; en fin, en el vasto grupo de la Sinfonía tropical donde el joven pintor se complace en hacer caprichosas combinaciones de tipos indígenas y europeos, con lujo ostentoso de detalles (grandes orquídeas, una opulenta piña roja, un racimo de bananos), evocando así las producciones del Casorati, corre una linfa nativa de creador sano y alegre.(7)

Sorolla, Casorati, por encima de sus exegetas sociales y diplomáticos –Pedro Centeno era miembro relevante de la Embajada de Venezuela– la crítica romana comenzaba a distinguir en él y desde bien temprano, la factura de un pintor de muy seguro y firme destino que, al correr de las décadas alcanzaría el esplendor de unas obras como esta inusitada mesa mística inmersa en un cierto ámbito de sacralidad que triunfa sobre las tinieblas, nimbando con un halo de traslúcidos efectos los panes de la cesta, los peces y el vino en una suerte de insólito servicio cuyos presentes parecen levitar al gesto de esta mujer ¿virgen, santa, devota? tras cuyos paños se presiente el cálido palpitar de la sangre. «Algún día se verá que Pedro Centeno Vallenilla –escribí en 1991 en oportunidad de su gran retrospectiva en el Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber– fue uno de nuestros más grandes y versátiles ‘bodegonistas’». Cristóbal

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Francisco Da Antonio. Pedro Centeno Vallenilla. pp. 26-28. Coedición Armitano Editores C.A. Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber. Caracas, 1991


CÉSAR RENGIFO La noche de los girasoles, 1978 Óleo sobre tela 120 x 100 cm

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Rojas, Federico Brandt y Marcos Castillo serían sus ilustres antecesores, como Pedro León Castro, aunque más joven, su análogo contemporáneo. Pero mientras todos aquéllos desarrollaron sus motivos –naturalezas muertas, bodegones y flores, donde habría que añadir a Carlos Rivero Sanavria y a Luis Alfredo López Méndez– a nivel o muy ligeramente por debajo de la línea de horizonte, como vemos los cuerpos dispuestos en La mesa mística, la mirada de León Castro se dirige al piso donde anclan, como atraídos por la fuerza de la gravedad, todos los objetos y las cosas. Contradiciendo la levedad de las piezas que en Centeno parecen levitar, en La vieja tinaja de León Castro, por ejemplo, el jarro con flores y el botín de mangos parecen rotar en torno a la bella y robusta tinaja que gira también, inmóvil, como el agua en su interior. César Rengifo, como Héctor Poleo, José Fernández Díaz, Gabriel Bracho, Armando Barrios y el propio León Castro, integró la primera hornada de egresados de la Escuela de Artes Plásticas, luego de la reforma de 1936. Con predominio de un plano marrón, Rengifo desarrolla el tema de dos niños en estado de abandono que se abrigan entre sí delante de una ruinosa pared: es La noche de los girasoles pintada en 1978, en ese período de transición de su obra cuando su paleta se fue aclarando y adquiriendo resonancias de mayor frescura cromática, sin renunciar al dibujo aparentemente arcaico ni a los volúmenes sometidos al plano, ni a un tipo de figuración reminiscente del muralismo de Diego Rivera, cuya obra conoció desde los días de su rápida escolaridad académica antes de marchar al exterior. En cualesquiera de los casos, no es fácil pasar por alto las curiosas coincidencias entre sus girasoles y la lejana «Sinfonía avileña» de Centeno Vallenilla reunidas aquí.


ALBERTO EGEA LÓPEZ Paisaje del litoral, s-f Óleo sobre tela 30 x 37 cm

TOMÁS GOLDING Naiguatá, 1939 Óleo sobre tela 54 x 60 cm

Hacia fines de los años treinta, la obra de algunos de los artistas de la Escuela de Caracas –según bautizó el poeta Enrique Planchart a los sucesores inmediatos del Círculo de Bellas Artes– fueron tiñendo de amarillo de cromo y anaranjado las luces del paisaje, a modo de una radicalización de las temperaturas meridianas y del vespertino sol de los venados, enrojeciendo con bermellón los sombreados rincones y los accidentes del terreno. El Paisaje del litoral de Alberto Egea López, pese a su breve formato, es una buena prueba de ello. Sólo que a medida que el ojo se detiene y observa con atención, comienza a identificar los detalles de las casas, los personajes, la salud de la vegetación, la riqueza de los acordes, la serenidad marina y las casi imperceptibles gamas de las nubecillas. Esta vista de Naiguatá (1939) corresponde a uno de los momentos más felices en la trayectoria de Tomás Golding. Obra de una rica movilidad visual donde las pencas de las tunas parecen láminas en acción y el sol culebrea por entre los cardones correteando sobre los desniveles del terreno y las palizadas hasta encender de oros y amarillo los frentes de las casas, el pintor opone a la reverberación de estos fuegos el brumoso y húmedo verdor de la montaña, el gaseoso desplazamiento de las nubes y los lamparones azules del cielo litoral. Dos mujeres avanzan hacia nosotros con sus bártulos en la cabeza mientras, al fondo, dos vecinas conversan a la sombra de un cobertizo. Casi podría pensarse que se trata de una versión del expresionismo en términos parroquiales, tal la expresividad de las formas, la certeza de la pincelada, la temperatura del color y la síntesis de las imágenes. Golding no sólo fue un consumado maestro del paisaje, sino también un incansable pesquisador de lugares y parajes que le llevaron de la costa litoral a San Juan de Los Morros y a los llanos, a Petare y a las montañas donde sus

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CARLOS OTERO La balandra, s/f Óleo sobre madera 25 x 20 cm

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pinceles nos legaron, incluso, las devastaciones provocadas por los fuegos calcinantes de los piromaníacos y quizá también, por algunos veranos. En cierta oportunidad Marta Traba, para sorpresa de muchos, expresó que le gustaba la pintura de Carlos Otero. Otero fue un artista de muy versátiles intereses: en la Galería de Arte Nacional se conservan obras tan diversas como La sopa de refugiados de Reims o el baile del tango en algún salón parisino, pintadas en los años de la primera Gran Guerra. Fue también un pintor de lugares, rincones y paisanos de la Francia interiorana y aquí, entre nosotros, de retratos, de niñas, de calles, pueblos, iglesias, mercados populares y numerosos desnudos a la manera de pequeñas «academias domésticas». La balandra es un brevísimo apunte de apenas 25 x 20 centímetros, pintado muy probablemente hacia fines de la década del veinte, tal el atuendo de los personajes, el tipo de la nave y la gama de difusos azules transparentados por las cortas pinceladas, la frescura de los tonos y la graciosa movilidad de los elementos; la balandra, los personajes en el embarcadero, la arboleda en el distante horizonte y la dispersión de las nubes llevadas por la brisa. Luis Alfredo López Méndez, por su parte, fue uno de los objetivos preferenciales contra el cual se dirigieron desde París los más certeros y fulminantes dardos de la disidencia juvenil de los años 1950. Sólo que además de pintor, Luis Alfredo fue también diplomático, parlamentario, ameno cronista radial, articulista de la prensa escrita, viajero, coleccionista y un hombre de fino humor a quien ninguna crítica hizo mella. Pero además de paisajes –el blanco preferido de sus cuestionadores– fue un excelente pintor de flores y, en particular, un consumado y prolífero maestro del desnudo femenino que va, desde un remoto


BRAULIO SALAZAR Muchachas en el bosque, s/f Gouache y pastel sobre papel 48 x 35 cm

LUÍS ALFREDO LÓPEZ MÉNDEZ Desnudo adolescente, 1976 Óleo sobre tela 76 x 66 cm

busto de Rosa Amelia Montiel, la primera modelo del Círculo de Bellas Artes, hasta aquéllos que realizó al final de su cuasi-longeva existencia. En este Desnudo adolescente Luis Alfredo asume, a manera de una síntesis o resumen general de su trayectoria, no sólo la presencia de su joven y bella modelo bañada por la luz que perfila su desnuda anatomía, el húmedo paisaje interior del vivero y finalmente, los colgantes helechos, las plantas y maceteros de variopintas flores, símil de cuanto fueron sus elegantes piezas de salón. En 1948, Braulio Salazar y Pedro León Castro partieron con destino a París permaneciendo en dicha ciudad hasta el fin del otoño, para luego trasladarse a Venecia y volver a Venezuela al final del invierno, periplo que consolidó una amistad para toda la vida. Ya para entonces Braulio Salazar era visto por la sociedad valenciana como un talento continuador de las glorias de Antonio Herrera Toro y de Arturo Michelena, sus ilustres coterráneos. Estas Muchachas en el bosque debieron ser pintadas hacia los años 1960, en el cruce de las tendencias realistas de su obra anterior donde el color permanece sometido al diseño lineal y la apertura que generaron la Nueva Figuración y el Informalismo. Son figuras, reminiscentes de los realismos que se emparentan por el diseño con los mexicanos y, por la robustez de las formas, con León Castro. No obstante, la imagen es de una autenticidad incontestable y aparece resuelta con base a una técnica de finas veladuras y delicadas armonías cromáticas, propias del inicio de la madurez estilística del gran valenciano. En 1997 se abrió en el Museo Arturo Michelena de esta capital, la exposición de Domingo Lucca-Un fotógrafo del Club Daguerre, una obra «reducida a poco más de un centenar de brevísimas estampas –casi miniaturas–, reunidas

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ARMANDO REVERÓN Retrato de Domingo Lucca, s/f Temple y óleo sobre tela 66,5 x 49 cm

HÉCTOR POLEO Mujer andina, 1955 Gouache y grafito sobre papel 37 x 27 cm

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por el fotógrafo a modo de álbum familiar que devienen, a primera vista, simple recuento de anécdotas domésticas tras las cuales toma cuerpo un discurso que alude a un tiempo de nuestra historia, a una instancia del acontecer social y a una proposición estética» realizada por Lucca entre 1895 y 1935, fecha esta última de su desaparición a los 58 años de edad. Domingo Lucca fue, por cierto, quien compró el primer cuadro vendido por Manuel Cabré en los días fundacionales del Círculo de Bellas Artes y además de fotógrafo, miembro del Club Daguerre de Carúpano, aficionado al dibujo, amigo de pintores y próspero y acreditado comerciante, viajero en asuntos de comercio y de actualización profesional en Europa. Debió ser hacia 1933, en los mismos días que Armando Reverón pintó el retrato de Dama con gargantilla blanca, catalogada por Calzadilla con el N.° 195 en la colección de Ernesto Armitano, cuando Lucca fue también retratado por Reverón en la tela que reproducimos, ambas ejecutadas al óleo y otros pigmentos sobre telas de buena factura y de poco usual intensidad cromática: abuelo paterno del poeta Rafael Arráiz Lucca, don Domingo es visto de tres cuartos a su izquierda, delgados anteojos y una semi-capa azul, tez rosada de casi imperceptibles, aunque reconocibles rasgos personales, este retrato, un legítimo Reverón de la época blanca pintado a todo color a modo de una manifestación celebratorial. Es evidente que Armando Barrios no hubiese logrado las soluciones plásticas alcanzadas en obras como esta de la joven dormida al extremo superior de la mesa sin previo tránsito por la abstracción geométrica. Incluso, si omitiéramos los rasgos fisonómicos del rostro en la franja superior de esta Composición XXX, de inmediato lo asociaríamos con el gran mural cerámico realizado por Barrios para


ARMANDO BARRIOS Composición XXX, 1959 Tempera al huevo 70 x 50 cm

el Edificio-Museo de la Plaza del Rectorado de nuestra Ciudad Universitaria. El facetamiento de los planos ovoidales y las curvaturas lineales valoran, por contraste, el gran cono blanco del mantel en cuya base un pequeño limón sobre el óvalo azul del plato y la esbelta cerámica dispuesta verticalmente a nuestra derecha, anclan con firmeza la geometría espacial del conjunto. Pintada en Roma en 1959, Barrios recurrió a la técnica tradicional de diluir los pigmentos en la clara de huevo, recurso de los maestros medievales en obras que han probado su permanencia sobre las viejas tablas de los retablos eclesiales. Este feliz retorno a los orígenes artesanales del occidente latino –tal como ocurrió con Héctor Poleo en esos mismos días–, estableció el punto de partida para la definición estilística que conformaría, en lo sucesivo, la huella personal de Armando Barrios como pintor. De un extremo a otro de la mitad del siglo XX, la pintura venezolana recorrió un largo camino que, a partir de 1948 con la fundación del Taller Libre de Arte y posterior irrupción de los abstraccionismos se desplegó en términos universales. En consecuencia, el presente ensayo no es más que el escueto resumen de uno de los tantos capítulos de esa larga historia que las bellas e irrepetibles imágenes aquí reproducidas nos invitaron a hilar. Caracas, febrero 17, 2013

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LISTA DE OBRAS 22

1.

5.

10.

ANTONIO HERRERA TORO Boceto para alegoría, 1906 Óleo sobre tela 45 ø cm

MARCELO VIDAL OROZCO Marina, c. 1918 Óleo sobre madera 22 x 27 cm

2.

6.

11.

ANTONIO HERRERA TORO Retrato de dama, 1904 Óleo sobre tela 70 x 100 cm

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ Paisaje de Anauco, 1944 Óleo sobre tela 46 x 56 cm

3.

7.

12.

ARTURO MICHELENA Yunta de bueyes, 1897 Óleo sobre tela 71 x 51,3 cm

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ Paisaje de El Paraíso, 1951 Óleo sobre tela 65 x 81 cm

4.

8.

13.

9.

14.

EMILIO BOGGIO Usine en Auvers, 1912 Óleo sobre tela 61 x 45 cm

PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ El cerro desde La Urbina, 1969 Óleo sobre tela 65 x 80 cm PEDRO ÁNGEL GONZÁLEZ El árbol frente al Ávila, 1970 Óleo sobre tela 54 x 65,5 cm

MANUEL CABRÉ Paisaje de Carrizal, 1947 Óleo sobre tela 66 x 113 cm FEDERICO BRANDT Hortensias y claveles, c. 1918 Óleo sobre tela 47 x 48 cm FEDERICO BRANDT Cesta de rosas, c. 1918 Óleo sobre tela 47 x 48 cm RAFAEL MONASTERIOS Calle Cantiguara, 1939 Óleo sobre tela 71 x 85 cm RAFAEL MONASTERIOS Aledaños de Barquisimeto, 1957 Óleo sobre tela 50 x 59 cm


15.

20.

24.

16.

21.

25.

17.

22.

26.

18.

23.

RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZ Placita de Macarao, 1958 Óleo sobre tela 63 x 76 cm PEDRO CENTENO VALLENILLA Sinfonía avileña, 1939 Óleo sobre tela 100 x 118 cm PEDRO CENTENO VALLENILLA La mesa mística, s/f Óleo sobre madera 80 x 60 cm CÉSAR RENGIFO La noche de los girasoles, 1978 Óleo sobre tela 120 x 100 cm 19.

ALBERTO EGEA LÓPEZ Paisaje del litoral, s/f Óleo sobre tela 30 x 37 cm

TOMAS GOLDING Naiguatá, 1939 Óleo sobre tela 54 x 60 cm CARLOS OTERO La balandra, s/f Óleo sobre madera 25 x 20 cm LUÍS ALFREDO LÓPEZ MÉNDEZ Desnudo adolescente, 1976 Óleo sobre tela 76 x 66 cm BRAULIO SALAZAR Muchachas en el bosque, s/f Gouache y pastel sobre papel 48 x 35 cm

ARMANDO REVERÓN Retrato de Domingo Lucca, s/f Temple y óleo sobre tela 66,5 x 49 cm ARMANDO BARRIOS Composición XXX, 1959 Tempera al huevo 70 x 50 cm HÉCTOR POLEO Mujer andina, 1955 Gouache y grafito sobre papel 37 x 27 cm

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CARACAS • VALENCIA

GALERÍA DE ARTE ASCASO Año 23 Catálogo N.° 84

DE LA BELLE ÉPOQUE A LA MODERNIDAD Marzo-mayo 2013 Sala 2 CURADURÍA, MUSEOGRAFÍA Y TEXTOS

Francisco Da Antonio FOTOGRAFÍA

Renato Donzelli Anaxímenes Vera pp. 14, 15, 21 DISEÑO GRÁFICO

Zilah Rojas PREPRENSA E IMPRESIÓN

Editorial Arte

Antonio J. Ascaso R. DIRECTOR

Limari Ramírez de Ascaso SUBDIRECTORA

Antonio Ascaso Fondón ASESOR

Jorge E. Harb M. ASISTENTE

Aurea R. Sánchez C. CONTADOR PÚBLICO

Elsa Pericchi DIRECCIÓN EJECUTIVA

Carmen Adelina Pinto ASESORÍA DE COMUNICACIÓN

Juana del Rosario Cabrera Thairis Blanco ASISTENTE ADMINISTRATIVO

©Galería de Arte Ascaso

Rosangel Murillo

HECHO EL DEPÓSITO DE LEY

DOCUMENTACIÓN Y REGISTRO

Depósito legal: lf2562013700563 Tiraje: 1.000 ejemplares Impreso en Caracas Venezuela, 2013

CARACAS Avenida Orinoco, entre calles Mucuchíes y Monterrey Urbanización Las Mercedes Caracas, 1060, Venezuela Teléfono: (58-212) 993.6862 Telefax: (58-212) 993.5301 galeriascaso@gmail.com VALENCIA Calle Uslar, casa N.° 92-36 Urbanización Trigal Centro Valencia, Venezuela Teléfono: (58-241) 843.6144 Celular: 0414-413.3791 galeriavalencia@gmail.com MIAMI 2441 NW 2nd Ave. Miami, FL. 33127, USA Phone: (305) 571.9410 | 571.9411 Cell phone: (305) 788.5333 ascasogallery@gmail.com

Mariele Araujo ASISTENTE DE MERCADEO

Ninoska Nava

www.galeriadearteascaso.com www.ascasogallery.com

RECEPCIÓN

Roldán Lugo José Cádiz Adriana Solipa Eugenio Bossio SERVICIOS GENERALES

HORARIO Lunes a viernes 9:00 am a 1:00 pm 2:00 a 6:00 pm Sábados y domingos 11:00 am a 3:00 pm


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