Cuentos de terror

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Cuentos de terror


La leyenda de laguna de El Cajas Si algún día viajas a Ecuador quizá puedas dirigirte al sur del país. Allí, en plena cordillera de los Andes, hay un hermoso parque nacional que tiene una impresionante laguna de aguas cristalinas, famosa por su enorme belleza. Se la conoce como la laguna de El Cajas. Según parece, antiguamente esta laguna no existía. Los mayores del lugar todavía recuerdan que, donde ahora hay agua, existía una finca enorme que pertenecía a un rico caballero. Dentro de la finca había una magnífica casa donde vivía con su familia rodeado de lujos y comodidades. El resto del terreno era un gran campo de cultivo en el que trabajaban docenas de campesinos que estaban a sus órdenes. Cuentan que una calurosa tarde de verano una pareja de ancianos pasó por delante de la casa del ricachón. La viejecita caminaba con la ayuda de un bastón de madera y él llevaba un cántaro vacío en su mano derecha. – ¡Querida, mira qué mansión! Vamos a llamar a la puerta a ver si pueden ayudarnos. Ya estamos demasiado mayores para hacer todo el camino de un tirón ¡Debemos reponer fuerzas o nunca llegaremos a la ciudad! La familia estaba merendando cuando escuchó el sonido del picaporte. Casi nunca pasaba nadie por allí, así que padres e hijos se levantaron de la mesa y fueron a ver quién tocaba a la puerta. Cuando la abrieron se encontraron con un hombre y una mujer muy mayores y de aspecto humilde. El anciano se adelantó un paso, se quitó el sombrero por cortesía, y se dirigió con dulzura al padre de familia. – ¡Buenas tardes! Mi esposa y yo venimos caminando desde muy lejos atravesando las montañas. Estamos sedientos y agotados ¿Serían tan amables de acogernos en su hogar para poder descansar y rellenar nuestro cántaro de agua? El dueño de la finca, con voz muy desagradable, dijo a la sirvienta:


– ¡Echa a estos dos de nuestras tierras y si es necesario suelta a los perros! ¡No quiero intrusos merodeando por mis propiedades! Su esposa y sus tres hijos tampoco sintieron compasión por la pareja. Muy altivos y sin decir ni una palabra, dieron media vuelta, entraron en la casa, y el padre cerró la puerta a cal y canto. Tan sólo la sirvienta se quedó afuera mirando sus caritas apenadas. – No se preocupen, señores. Vengan conmigo que yo les daré cobijo por esta noche. A escondidas les llevó al granero para que al menos pudieran dormir sobre un lecho de heno mullido y caliente durante unas horas. Después salió con cautela y al ratito regresó con algo de comida y agua fresca. – Aquí tienen pan, queso y algo de carne asada. Lo siento pero es todo lo que he podido conseguir. La anciana se emocionó. – ¡Ay, muchas gracias por todo! ¡Eres un ángel! – No, señora, es lo menos que puedo hacer. Ahora debo irme o me echarán de menos en la casa. A medianoche vendré a ver qué tal se encuentran. La muchacha dejó al matrimonio acomodado y regresó a sus quehaceres domésticos. La luna llena ya estaba altísima en el cielo cuando se escabulló de nuevo para preguntarles si necesitaban algo más. Sigilosamente, entró en el establo. – ¿Qué tal se encuentran? ¿Se sienten cómodos? ¿Puedo ofrecerles alguna otra cosa? La anciana respondió con una sonrisa. – Gracias a tu valentía y generosidad hemos podido comer y descansar un buen rato. No necesitamos nada más. El viejecito también le sonrió y se mostró muy agradecido. – Has sido muy amable, muchacha, muchas gracias. De repente, su cara se tornó muy seria.


– Ahora escucha atentamente lo que te voy a decir: debes huir porque antes del amanecer va a ocurrir una desgracia como castigo a esta familia déspota y cruel. Coge tus cosas y búscate otro lugar para vivir ¡Venga, date prisa! – ¿Cómo dice?… – ¡No hay tiempo para explicaciones! ¡Confía en mí y sal de aquí lo antes posible! La chica no dijo nada más y se largó corriendo del establo. Entró en la casa sin hacer ruido, metió en la maleta sus pocas pertenencias, y salió por la parte de atrás tan rápido como fue capaz. Mientras, los ancianos salieron de granero, retomaron su camino y también se alejaron de allí para siempre. Faltaban unos minutos para el amanecer cuando unos extraños sonidos despertaron al dueño de la casa y al resto de su familia. Los pájaros chillaban, los caballos relinchaban como locos y las vacas mugían como si se avecinara el fin del mundo. El padre saltó de la cama y gritó: – ¡¿Pero qué escándalo es éste?! ¡¿Qué demonios pasa con los animales?! Todavía no había comprendido nada cuando, a través del ventanal, vio una enorme masa de agua que surgía de la nada y empezaba a inundar su casa. Invadido por el pánico apremió a su familia: – ¡Vamos, vamos! ¡Salgamos de aquí o moriremos ahogados! No tuvieron tiempo ni de vestirse. Los cinco salieron huyendo hacia la montaña bajo la luz de la pálida luna y sin mirar hacia atrás ni para coger impulso. Corrieron durante dos horas hasta que por fin llegaron a un alto donde pudieron pararse a observar lo que había sucedido y… ¡La visión fue desoladora! Todo lo que tenían, su magnífica casa y sus campos de cultivo, habían desaparecido bajo las aguas. No tuvieron más remedio que seguir su camino e irse lejos, muy lejos, para intentar rehacer su vida. La historia dice que lograron sobrevivir pero que jamás volvieron a ser ricos. Nunca llegaron a saberlo, pero se habían quedado sin nada por culpa de su mal corazón.


Según la leyenda esas aguas desbordadas que engulleron la finca se calmaron y formaron la bella laguna que hoy todos conocemos como la laguna de El Cajas.

Las tres cabras Había una vez tres cabras macho de la misma familia: una pequeña e inexperta cabritilla, su padre de mediana edad y mediano tamaño, y el abuelo que era una cabra grande y muy lista que lo sabía todo.

Las tres cabras se querían mucho, se protegían, y siempre iban de aquí para allá en grupo, muy juntitas para no perderse por el monte y defenderse en caso de apuros. Un día, a primera hora de la mañana, salieron a comer hierba al mismo lugar de siempre, pero cuando llegaron al prado descubrieron que el pasto fresco había desaparecido. Husmearon a fondo el terreno pero nada… ¡No había ni una sola brizna de hierba verde y crujiente que llevarse a la boca! El abuelo miró al horizonte pensativo. Su familia necesitaba comer y como jefe del clan tenía que encontrar una solución al grave problema. Un par de minutos después, dio con ella: no quedaba más remedio que atravesar el puente de piedra sobre el río para llegar a las colinas que estaban al otro lado de la orilla. – ¡Tenemos que intentarlo! Jamás he estado allí, ni siquiera cuando era un chaval, pero recuerdo muy bien las historias que contaban mis antepasados sobre lo abundante y riquísima que es la hierba en ese lugar. Si el abuelo pensaba que era lo mejor, no había más que decir. Sin rechistar, las dos cabras le siguieron hasta al puente. Desgraciadamente, ninguna se imaginaba que estaba custodiado por un horrible y malvado trol que no dejaba pasar a nadie. La más pequeña y alocada estaba ansiosa y quiso ser la primera en cruzar. Cuando había recorrido casi la mitad, apareció ante ella el espantoso monstruo ¡La pobre se dio un susto que a punto estuvo de caerse al río!


– ¡¿A dónde crees que vas?! – Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer. – ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte ahora mismo de un bocado! A la cabrita le temblaba hasta el hocico, pero fue capaz de improvisar algo ocurrente para que el trol no la atacara. – ¡Señor, espere un momento! Soy demasiado pequeña para saciar su apetito y no le serviré de mucho. Detrás de mí viene una cabra que es bastante más grande que yo ¡Le aseguro que si me deja pasar y aguarda unos segundos, podrá comprobarlo! El ogro tenía tanta hambre que pensó que no podía perder la oportunidad de darse un banquete mejor. – ¡Está bien, cruza! ¡Ya veremos si me dices la verdad! La cabrita siguió su camino y se puso a salvo. Mientras tanto su padre, la cabra mediana, llegó al puente. Comenzó a cruzarlo tranquilamente pero a mitad de trayecto el trol apareció ante sus narices. – ¡¿A dónde crees que vas?! – Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer. – ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte ahora mismo de un bocado! La cabra mediana, paralizada por el miedo, intentó hablar pausadamente para que el monstruo no notara su nerviosismo. – Sé que estás deseando zamparme, pero si me dejas cruzar verás que detrás de mí viene una cabra mucho más grande que yo ¡Créeme cuando te digo que merece la pena esperar! El trol estaba empezando a perder la paciencia.


– ¡Está bien! ¿Por qué comerte a ti cuando puedo llenarme la tripa con una cabra el doble de grande que tú? Espero que sea cierto lo que dices ¡Pasa antes de que me arrepienta! La cabra mediana aceleró el paso sin echar la vista atrás y alcanzó la otra orilla. La cabra mayor cruzaba el puente con ese garbo y seguridad que dan los años cuando, a medio camino, le asaltó el trol. Por la cara de pocos amigos que tenía parecía dispuesto a capturarla para saciar su apetito. – ¡¿A dónde crees que vas?! – Voy al otro lado del río en busca de hierba fresca para comer. – ¡De eso nada, monada! ¡Este puente es mío! ¡Yo también estoy muerto de hambre, así que pienso devorarte ahora mismo de un bocado! ¡Esta vez el trol no sabía con quien se la estaba jugando! La cabra, valiente como ninguna, se estiró, infló el pecho y con voz profunda le dijo: – ¿Me estás amenazando? ¡No me hagas reír! ¡Tú eres el que debe tener miedo de mí! El trol sonrió con chulería y le replicó en tono burlón: – Sé que no vas a comerme, cabra estúpida, porque vosotras las cabras sólo tragáis hierba a todas horas ¡Menudo asco! ¡Debéis tener los dientes verdes de tanto mascar clorofila! La cabra se enfureció. Apretando las mandíbulas de la rabia que le entró, miró fijamente a los ojos saltones del trol y le gritó: – ¡No, no voy a comerte, pero sí voy a mandarte muy lejos de aquí para que dejes de molestar! Antes de que pudiera reaccionar, saltó sobre él y le pisoteó con sus finas pero fuertes patas. Después, lo levantó con los cuernos y lo lanzo al aire. El trol salió disparado como un dardo, cayó al agua, y como no sabía nadar la corriente se lo llevó a tierras lejanas para siempre. El abuelo cabra se quedó mirando al infinito hasta asegurarse de que desaparecía de su vista. Después, muy digno, se atusó las barbas y continuó con paso firme sobre el puente.


Al reencontrarse con su hijo y su nieto, los tres se abrazaron. Se habían salvado gracias al ingenio y a la complicidad que existía entre ellos. Muy felices, se fueron canturreando y dando saltitos hacia las verdes colinas para atiborrarse de la hierba deliciosa que las cubría.

El ogro rojo Erase una vez un ogro rojo que vivía apartado en una enorme cabaña roja en la ladera de una montaña, muy cerquita de una aldea. Tenía un tamaño gigantesco e infundía tanto miedo a todo el mundo, que nadie quería tener trato con él. La gente de la comarca pensaba que era un ser maligno y una amenaza constante, sobre todo para los niños. ¡Qué equivocados estaban! El ogro era un pedazo de pan y estaba deseando tener amigos, pero no encontraba la manera de demostrarlo: en cuanto salía al exterior, todos los habitantes del pueblo empezaban a chillar y huían para refugiarse en sus casas. Al final, al pobre no le quedaba más remedio que quedarse encerrado en su cabaña, triste, aburrido y sin más compañía que su propia sombra. Pasó el tiempo y el gigante ya no pudo aguantar más tanta soledad. Le dio muchas vueltas al asunto y se le ocurrió poner un cartel en la puerta de su casa en el que se podía leer: NO ME TENGÁIS MIEDO. NO SOY PELIGROSO. La idea era muy buena, pero en cuanto puso un pie afuera para colgarlo en el picaporte, unos chiquillos le vieron y echaron a correr ladera abajo aterrorizados. Desesperado, rompió el cartel, se metió en la cama y comenzó a llorar amargamente. – ¡Qué infeliz soy! ¡Yo solo quiero tener amigos y hacer una vida normal! ¿Por qué me juzgan por mi aspecto y no quieren conocerme?… En la habitación había una ventana enorme, como correspondía a un ogro de su tamaño. Un ogro azul que pasaba casualmente por allí, escuchó unos


gemidos y unos llantos tan tristes, que se le partió el corazón. ventana estaba abierta, se asomó.

Como la

– ¿Qué te pasa, amigo? – Pues que estoy muy apenado. No encuentro la manera de que la gente deje de tenerme miedo ¡Yo sólo quiero ser amigo de todo el mundo! Me encantaría poder pasear por el pueblo como los demás, tener con quien ir a pescar, jugar al escondite… – Bueno, bueno, no te preocupes, yo te ayudaré. El ogro rojo se enjugó las lágrimas y una tímida sonrisa se dibujó en su cara. – ¿Ah, sí?… ¿Y cómo lo harás? – ¡A ver qué te parece el plan!: yo me acercaré al pueblo y me pondré a vociferar. Lógicamente, pensarán que voy a atacarles. Cuando todos empiecen a correr, tú aparecerás como si fueras el gran salvador. Fingiremos una pelea y me pegarás para que piensen que yo soy un ogro malo y tú un ogro bueno que quiere defenderles. – ¡Pero yo no quiero pegarte! ¡No, no, ni hablar! – ¡Tú tranquilo y haz lo que te digo! ¡Será puro teatro y verás cómo funciona! El ogro rojo no estaba muy convencido de hacerlo, pero el ogro azul insistió tanto que al final, aceptó. Así pues, tal y como habían hablado, el ogro azul bajó al pueblo y se plantó en la calle principal poniendo cara de malas pulgas, levantando los brazos y dando unos gritos que ponían los pelos de punta hasta a los calvos. La gente echó a correr despavorida por las callejuelas buscando un escondite donde ponerse a salvo. El ogro rojo, siguiendo la farsa, descendió por la montaña a toda velocidad y se enfrentó a su nuevo amigo. La riña era de mentira, pero nadie lo sabía. – ¡Maldito ogro azul! ¿Cómo te atreves a atacar a esta buena gente? ¡Voy a darte una paliza que no olvidarás! Y tratando de no hacerle daño, empezó a pegarle en la espalda y a darle patadas en los tobillos. Quedó claro que los dos eran muy buenos actores,


porque los hombres y mujeres del pueblo picaron el anzuelo. Los que presenciaron la pelea desde sus refugios, se quedaron pasmados y se tragaron que el ogro rojo había venido para protegerles. – ¡Vete de aquí, maldito ogro azul, y no vuelvas nunca más o tendrás que vértelas conmigo otra vez! ¡Canalla, que eres un canalla! El ogro azul le guiñó un ojo y comenzó a suplicar: – ¡No me pegues más, por favor! ¡Me voy de aquí y te juro que no volveré! Se levantó, puso cara de dolor y escapó a pasos agigantados sin mirar atrás. Segundos después, la plaza se llenó y todos empezaron a aplaudir y a vitorear al ogro rojo, que se convirtió en un héroe. A partir de ese día, fue considerado un ciudadano ejemplar y admitido como uno más de la comunidad. ¡Su día a día no podía ser más genial! Conversaba alegremente con los dueños de las tiendas, jugaba a las cartas con los hombres del pueblo, se divertía contando cuentos a los niños… Estaba claro que tanto los adultos como los chiquillos le querían y respetaban profundamente. Era muy feliz, no cabía duda, pero por las noches, cuando se tumbaba en la cama y reinaba el silencio, se acordaba del ogro azul, que tanto se había sacrificado por él. – ¡Ay, querido amigo, qué será de ti! ¿Por dónde andarás? Gracias a tu ayuda ahora tengo una vida maravillosa y todos me quieren, pero ni siquiera pude darte las gracias. El ogro rojo no se quitaba ese pensamiento de la cabeza; sentía que tenía una deuda con aquel desconocido que un día decidió echarle una mano desinteresadamente, así que una tarde, preparó un petate con comida y salió de viaje dispuesto a encontrarle. Durante horas subió montañas y atravesó valles oteando el horizonte, hasta que divisó a lo lejos una cabaña muy parecida a la suya pero pintada de color añil. – ¡Esa debe ser su casa! ¡Iré a echar un vistazo!


Dio unas cuantas zancadas y alcanzó la entrada, pero enseguida se dio cuenta de que la casa estaba abandonada. En la puerta, una nota escrita con tinta china y una letra superlativa, decía: Querido amigo ogro rojo: Sabía que algún día vendrías a darme las gracias por la ayuda que te presté. Te lo agradezco muchísimo. Ya no vivo aquí, pero tranquilo que estoy muy bien. Me fui porque si alguien nos viera juntos volverían a tenerte miedo, así que lo mejor es que, por tu bien, yo me aleje de ti ¡Recuerda que todos piensan que soy un ogro malísimo! Sigue con tu nueva vida que yo buscaré mi felicidad en otras tierras. Suerte y hasta siempre. Tú amigo que te quiere y no te olvida: El ogro azul. El ogro rojo se quedó sin palabras. Por primera vez en muchos años la emoción le desbordó y comprendió el verdadero significado de la amistad. El ogro azul se había comportado de manera generosa, demostrando que siempre hay seres buenos en este planeta en quienes podemos confiar. Con los ojos llenos de lágrimas, regresó por donde había venido. Continuó siendo muy dichoso, pero jamás olvidó que debía su felicidad al bondadoso ogro azul que tanto había hecho por él.

El monstruo del lago

Érase una vez una preciosa muchacha llamada Untombina, hija del rey de una tribu africana. A unos kilómetros de su hogar había un lago muy famoso en toda la comarca porque en él se escondía un terrible monstruo que, según se contaba, devoraba a todo aquel que merodeaba por allí. Nadie, ni de día ni de noche, osaba acercarse a muchos metros a la redonda de ese lugar. Untombina, en cambio, valiente y curiosa por


naturaleza, estaba deseando conocer el aspecto de ese monstruo que tanto miedo daba a la gente. Un año llegó el otoño y con él tantas lluvias, que toda la región se inundó. Muchos hogares se vinieron abajo y los cultivos fueron devorados por las aguas. La joven Untombina pensó que quizá el monstruo tendría una solución a tanta desgracia y pidió permiso a sus padres para ir a hablar con él. Aterrorizados, no sólo se negaron, sino que le prohibieron terminantemente que se alejara de la casa. Pero no hubo manera; Utombina, además de valiente, era terca y decidida, así que reunió a todas las chicas del pueblo y juntas partieron en busca del monstruo. La hija del rey dirigió la comitiva a paso rápido, y justo cuando el sol estaba más alto en el cielo, el grupo de muchachas llegó al lago. En apariencia todo estaba muy tranquilo y el lugar les parecía encantador. Se respiraba aire puro y el agua transparente dejaba ver el fondo de piedras y arena blanca. La caminata había sido dura y el calor intenso, así que nada les apetecía más que darse un buen chapuzón. Entre risas, se quitaron la ropa, las sandalias y las joyas, y se tiraron de cabeza. Durante un buen rato, nadaron, bucearon y jugaron a salpicarse unas a otras. Tan entretenidas estaban que no se dieron cuenta de que el monstruo, sigilosamente, se había acercado a la orilla por otro lado y les había robado todas sus pertenencias. Cuando la primera de las muchachas salió del agua para vestirse, no encontró su ropa y avisó a todas las demás de lo que había sucedido. Asutadísimas comenzaron a gritar y a preguntarse qué podían hacer ¡No podían volver desnudas al pueblo! Se acercaron al lago y, en fila, comenzaron a llamar al monstruo. Entre llantos, le rogaron que les devolviera la ropa. Todas menos Utombina, que como hija del rey, se negaba a humillarse y a suplicar nada de nada. El monstruo escuchó las peticiones y, asomando la cabeza, comenzó a escupir prendas, anillos y pulseras, que las chicas recogieron rápidamente. Devolvió todo lo que había robado excepto las cosas de la orgullosa Utombina. Las chicas querían volver, pero ella seguía negándose a implorar y se quedó inmóvil, en la orilla, mirando al lago. Su actitud consiguió enfadar al monstruo que, en un arrebato de ira, salió inesperadamente del lago y de un bocado se la tragó. Todas las jovencitas volvieron a chillar presas del pánico y corrieron al pueblo para contar al rey lo que había sucedido. Destrozado por la pena, decidió actuar: reclutó a su ejército y lo envió al lago para acabar con el horrible ser que se había comido a su niña. Cuando los soldados llegaron armados hasta los dientes, el monstruo se dio cuenta de sus intenciones y se enfureció todavía más. A manotazos, empezó a


atrapar hombres de dos en dos y a comérselos sin darles tiempo a huir. Uno delgaducho y muy hábil se zafó de sus garras, pero el monstruo le persiguió sin descanso hasta que, casualmente, llegó a la casa del rey. Para entonces, de tanto comer, su cuerpo se había transformado en una bola descomunal que parecía a punto de explotar. El monarca, muy hábil con el manejo de las armas, sospechó que su hija y los soldados todavía podrían estar vivos dentro de la enorme barriga, y sin dudarlo ni un segundo, comenzó a disparar flechas a su ombligo. Le hizo tantos agujeros que parecía un colador. Por el más grande, fueron saliendo uno a uno todos los hombres que habían sido engullidos por la fiera. La última en aparecer ante sus ojos, sana y salva, fue su preciosa hija. El malvado monstruo dejó de respirar y todos agradecieron a Utombina su valentía. Gracias a su orgullo y tozudez, habían conseguido acabar con él para siempre.


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