Cuento recreado en los años ‘50 de la ciudad de Asunción
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n el Puerto, como la mañana de cada sábado había tumulto. Esto no respondía a la llegada de una nueva embarcación sino al simple motivo de que era sábado. Carlo Caruso, con la mirada atónita fijaba sus sentidos en ese villorrio que lo recibía fulgurante. Casas coloniales antiguas y mucha gente.
El barco, como de costumbre traía además de tripulación, productos que hacen a un comercio aún perezoso para la avanzada edad nacional. Carlo, no sabía eso, no manejaba datos. A él, lo movía el arte. Oriundo de Brescia, el italiano fue abandonado a su suerte por la vida cuando se trató de fortunas.
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Un cuento recreado en los años ‘50 de la ciudad de Asunción
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En su país conoció e inició relación con el arte, y miembro de una amplia comunidad cultural se destacó en la pintura como legado del abuelo. Llevaba sus cuadros a las placitas a la admiración de peatones y vivía con lo justo. La curiosidad y osadía lo trasladaron hasta América, a donde llegaba a principio de los 50. Manejando algo de castellano, pidió y almorzó pollo con arroz, para después iniciar la aventura laboral. Esa tarea no fue fácil y a los pocos días, el poco dinero ahorrado para el viaje que brindó buenos pasares al principio, comenzó a mermar al mismo tiempo que el trabajo o al menos sus ofrecimientos no tenían buenos resultados. Llamaba la atención de Carlo, la poca recepción de sus obras, cuando los comentarios que motivaran su viaje habían sido otros, en la ahora lejana Europa. Le habían anunciado público interesado, pero este no se manifestaba o al menos estaba trabajosamente ausente. Sin alternativa, inició la desesperada búsqueda del oficio rentable que por lo menos lo permita comer algo a diario. Una noche de abril cuando el otoño comenzaba a tomar las calles asuncenas, no quedó otra que buscar refugios un poco más modestos. Ya dejó atrás el hotel
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que sirvió de hogar, por lo que tuvo que tomar el consejo dado por unos cuantos y llegó a la antigua Recova. Frente a ese largo corredor había almorzado sueños poco tiempo antes. Ahora el edificio que fuera uno de los primeros en recibir sus pasos a la llegada, era base de sus movimientos. Ahí, una mañana conoció a Paulo, italiano como él y que a semejanza suya llegó en busca de mejores opciones de vida. En su idioma natal hablaron por horas y con el tiempo se harían colegas. Resultó ser que Paulo era arquitecto. Inspirado por la historia de un tal Alejandro Ravizza, que tiempo antes estuvo en la ciudad, este llegó animoso de trasladar las nuevas tendencias europeas a la capital paraguaya. Sin embargo, similar a la suerte del compañero, este, tampoco encontró acogida a sus buenos deseos. En esa charla, fue grande la sorpresa de Carlo, al enterarse donde fue a parar. Ahí abrió los ojos y quedó sin palabras. Expresión facial del caos y la frustración, la tristeza. Ahí, lo que le resultaba extraño antes, ahora se volvía aún más desesperante. Al dejar Italia, Carlo, había pretendido llegar a Buenos Aires, pero confusiones en el embarque lo arribaron en Asunción, sin entender ni saber cómo tal cosa había sucedido.
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Ahora todo tenía un poco más de sentido. Ahora debía y con más premura conseguir algún trabajo que haga llegar el pan a su boca. El amenazo de los días de lluvia eran más fuertes. Nunca se sintió tan solo, y esta experiencia superaba hasta el último suceso trágico que en el mundo lo dejara huérfano. Carlo, se había hecho de un pequeño colchón de una plaza, que, protegido por un mosquitero entre blanco y marrón polvo, era su consuelo en el suelo frío de la Recova. Con algo de vergüenza, al ser consultado decía llamarse Carlo Monte. Ahí, así como él, dormían otros sin hogar y todas las mañanas una vez que el alba comenzaba a quebrar, se levantaban a trabajar. Las constantes conversaciones con Paulo, permitieron la llegada a un buen puerto para los deseos de Carlo. Este, que también tuvo que hacer a un lado su vocación, le ofreció y enseñó el oficio de ser zapatero. Esa noble labor pasó a constituir fuente de nuevos sueños para el pintor. Asunción en el día era generosa con el clima y permitía el apogeo de buenos momentos para la numerosa colectividad. Sin embargo, cuando entraba la noche, el frío penetraba como negras pesadillas en los blancos poros de Carlo y también de los demás hombres que en el pasillo del viejo edificio dormían.
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Coincidían aquellos extranjeros, que felizmente sus juventudes fueron bien invertidas en sus tierras. Ahora superando los cuarenta y acariciando los cincuenta, sin distracciones ellos se disponían a únicamente a trabajar. Los comerciantes, por un lado, los innovadores por otro, un improvisado zapatero con ellos. Asunción no era la ciudad de altos edificios como Buenos Aires, como informaron a Carlo. Sin embargo, tenía algo de afable, algo de encanto en sus calles coloniales y la hospitalidad de sus hijos siempre bien dispuestos a ayudar. Carlo, de camisa a cuadros, canas encrespadas, trabajó así por cinco años, sin haberse quejado un solo día de ello. Un domingo grisáceo como los de su terruño en temporada, decidió salir de la habitualidad y como hacía antes en Italia, fue hasta una cercana plaza a exhibir sus pinturas muy empolvadas para entonces. Las colocó estratégicamente y se sentó a ver qué pasaba. Espero paciente, solo con su terere en jarra. Un aire de optimismo y satisfacción paseaba las ondulaciones de su rostro cuando los paraguayos se acercaban a admirar paisajes italianos recreados en los cuadros. Ellos preguntaban y Carlo los contestaba. Se
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sorprendían al saber que el zapatero que dormía en la Recova era dueño de tan excelso talento. Finalizada la aventura fue a contar anécdotas sentado en su colchón con mosquitero, compañeros de cuarto en aquel pasillo largo colonial sonreían a su ritmo escuchándolo. El lunes todos trabajaban de nuevo y ya no había desespero en el rostro de ninguno, a menos por un momento. La mañana que llegó luego de unas horas, trajo en la zapatería a un compueblano. Este, después de exponer los problemas de su calzado, fue hasta Carlo. Felicitó su talento, sus pinturas dignas de mejores espacios. Carlo y Paulo, como no era costumbre, se dieron un fuerte abrazo que celebraba el hecho. El próximo domingo en un hotel, Carlo exhibiría pinturas y hasta podría venderlas.
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