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Mario López Guerrero ERNESTO VALBUENA en…
EL INCREÍBLE CASO DE POR QUÉ LOS DEMÁS NO ME ENTIENDEN SI YO LO TENGO TAN CLARO
Ediciones MLG
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CAPÍTULO 2 DÍAS DE ROSAS “El hábito es como un cable; nos vamos enredando en él cada día hasta que no nos podemos desatar.” HORACE MANN
Hoy tenía que haber sido un día normal. Ir hasta la escuela de baile de la señora Ramires, esperar a que apareciera un hombre con abrigo gris y una rosa en las manos y problema acabado. Pero no, la realidad siempre es más extraña que la ficción. Allí estaba yo sentado en la barra de la cafetería Derby con mi café y el periódico delante de mí. Ayer tenía un caso que resolver y hoy tenía a mi cliente en la portada del periódico. ¿Cliente? Ya no era mi cliente. Es frío decirlo, pero acababa de perder un cliente de un día para otro y no estaban los tiempos como para perder clientes. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora? ¿Ir hasta la escuela de baile? ¿Para qué? ¿A quién le interesaría saber que un fan le regalaba rosas a la señora 5
Ramires? ¿Debería ir al hotel Manhattan? Al final, resolví hacer lo que tenía que hacer. Tomarme el café con dos de sacarina. Aparecí en la oficina y Marian me estaba esperando con el periódico en la mano. - ¿Qué es esto? – preguntó antes de decirme buenos días. - Un periódico – acerté a decir. - Una mujer viene a verte, te dice que le están regalando rosas y se suicida ¿alguna explicación? Por una extraña razón, Marian creía que todos teníamos su energía por las mañanas. Ella siempre llegaba bien despierta, con fuerzas y con ganas de hablar. A mí, en cambio, me ocurría todo lo contrario. Le miré a los ojos y me dirigí a mi despacho. - ¿Sabes lo que creo? – preguntó Marian sin mucha intención de esperar por mi respuesta – Creo que las rosas no se las enviaba el mago. Ayer pensé que sí, pero hoy es diferente… Las palabras de Marian resonaban en mi cabeza. No estaba para escucharla. Estaba a punto de empezar a contarme todo lo que se le había ocurrido, así que decidí intervenir. - Marian, he tenido una noche dura – mentí. - Es decir, que quieres que me calle. Creo que Marian me conocía muy bien. - Está bien. Me callo. Cuando quieras hablar, hablamos, pero deberías pensar en qué vamos a hacer ahora con este asunto. 6
Con la vuelta al silencio, me senté en mi silla y encendí el ordenador. Mientras arrancaba, mi cabeza se preguntaba por qué Marian hablaba tanto por las mañanas y se lo pregunté: - Marian, verás. No he tenido una mala noche, pero es que por las mañanas me cuesta escucharte. Necesito mi tiempo. - Ya lo sé. - ¿Lo sabes? Entonces, ¿por qué te pones a hablar conmigo como si quisiera oírte? - Porque yo necesito hablar. Se cruzaron nuestras miradas como si estuviera a punto de comenzar un combate. Evidentemente, ganaría ella porque tenía más energía que yo, así que lo mejor era no combatir. - ¿Tú necesitas hablar? - Sí, no me puedo estar callada. - Sí, eso ya lo sé. Quizás deberías ir a ver a un especialista y contarle ese problema – creo que no fue una buena frase por la cara de Marian. - ¿Problema? Disculpa, yo no tengo un problema. Y ahí es cuando sonó el timbre de la oficina. Marian abrió la puerta y saludó a un señor alto de abrigo gris. Se quitó el sombrero y preguntó por el señor Valbuena. Cuando entró, pude verle mejor. Llevaba gafas, una corbata roja y unos zapatos bastante mojados. Supuse que habría pisado el charco que hay delante del portal. Las aceras de la ciudad están hechas un 7
desastre y el ayuntamiento no las arregla. Aquí lo único que funciona es el servicio de limpieza, eso sí. La limpieza de esta ciudad no tiene igual. Saludé al hombre que acababa de llegar. Sus primeras palabras fueron: - Eva Ramires. Las mías: - Siéntese, por favor. La conversación no se alargó mucho en el tiempo. Resultó ser un empleado del mago Echeverri que estaba visitando a las últimas personas con las que había hablado la bailarina antes de su terrible final. En todo momento habló de accidente y no dijo que fuera un suicidio. Quería saber a qué había venido la señora Ramires el día anterior, pero preferí ocultarle la verdad. No me daba confianza. Así que mencioné que ella estaba preocupada por pequeños robos que estaban sucediendo en su escuela de baile. Nada más. Él intuyó que no era verdad lo que decía, pero que tampoco iba a conseguir más información. Se fue por donde vino, despidiéndose amablemente, pero me dejó con una extraña sensación en el cuerpo. Sobre todo por sus últimas palabras: - Ándese con cuidado. Miré a Marian que estaba archivando cartas. Se detuvo, me mantuvo la mirada y dijo: - Ahora, ya quieres hablar. Es como si ella nunca bajara la guardia. Siempre estaba dispuesta a asestarme un golpe con sus 8
palabras. Teníamos una relación especial. Quizás algún día hagan un libro sobre nosotros. Pero nuevamente llamaron a la puerta. Esta vez se trataba de una señora mayor. Rondaba los setenta años y su voz se mezclaba con su tos. A veces, sólo tosía y otras veces se quedaba mirando a la ventana sin decir nada y al rato, seguía con su historia. Mira que es rara la gente cuando habla. En vez de decir las cosas, cada uno tiene montada su propia parafernalia. El caso es que la señora nos contaba maravillas de su hija, Elisa Santos. Había sido la primera de su clase. Muy lista y muy guapa. Y muy deportista también. La número uno. Parecía que la señora era su abuela en vez de su madre. Pues bien, Elisa Santos había muerto el año pasado. - Mire, señor Valbuena. Yo dudo de la policía de esta ciudad. A mi hija la mataron. La policía detuvo a su marido, pero yo no creo que haya sido él. - ¿Tiene algún motivo para dudar? - Estuve casada treinta años con un inspector, sé muy bien lo que digo. Resumiendo. Elisa Santos se había convertido en una gran jugadora de baloncesto. Días antes de la final de nuestro distrito la habían encontrado muerta en el polideportivo. Vestida con la camiseta de entrenamiento y estrangulada por el cuello con un fular rojo. Y un detalle curioso: una rosa roja en la escena del crimen. Se acusó a su marido de asesinato 9
y éste acabó entre rejas. La señora no tenía mucho más que contar y cada cierto tiempo aludía a una falta de memoria para recordar detalles, pero estaba segura de que no se había llegado a la verdad con la muerte de su hija. Para mí, había un detalle que hacía su muerte más interesante: la rosa roja. Nos dio el nombre del fiscal y del abogado que llevaron el caso y nos pidió que habláramos con ellos. Y lo que más me gustó, su última frase: - Pagaré bien. El día había empezado con un cadáver que nos había hecho perder un caso y al rato, otro cadáver que nos había traído un caso al despacho. Desde luego, no hay quien entienda la vida. Y si la vida no se entiende, cómo vamos a entender a las personas. Antes de salir a hablar con el fiscal y el abogado, me senté con Marian. - Verás, Marian. Tenemos que hablar para entendernos. - Pero ese es el problema, que si hablamos, no nos entendemos. - Pero tenemos que hablar. - Pero tenemos que entendernos. Evidentemente, salí del despacho sin hablar y sin entendernos. Algún día conseguiremos entendernos. O no. ¿Quién sabe? La vida es muy complicada… y las personas, también. Me dirigí primero a hablar con el fiscal y que me 10
contara su versión de los hechos. Al parecer, quien encontró el cuerpo sin vida de Elisa Santos fue su compañera de equipo, Raquel. Elisa siempre se quedaba en la pista una hora más que sus compañeras para mejorar su puntería. Se ponía en la línea de tiro libre y hacía cien tiros. Una vez escuchó que un tal Dražen Petrović hacía lo mismo, pero tenía que meter los cien seguidos o volvía a empezar. La destreza de Elisa no era tanta y tenía que volver a casa, así que se conformaba con tirar los cien. Raquel la había encontrado en el centro de la pista estrangulada. Cuando llegó la policía, la interrogaron. En el pabellón sólo estaban las jugadoras del equipo, el entrenador y dos personas más de la limpieza. Mientras estaban preguntándole apareció el entrenador, Roberto, que a su vez, era el esposo de Elisa. Llegó corriendo y llorando al enterarse de lo ocurrido. Pidió ver el cuerpo de su mujer y forcejeó con la policía. Entonces, fue cuando Raquel acusó a Roberto de la muerte de su compañera. Dijo que su marido y a la vez entrenador, quería matar a Elisa. Que estaban a punto de divorciarse y que lo había hecho para quedarse con las propiedades de Elisa. Al parecer, Elisa y su madre eran de una familia con bastantes herencias. Roberto acusó a su vez a Raquel de haber influido en ella y de haberla llevado de cena con sus amigos para provocar su divorcio. El resto del equipo miraba a lo lejos la situación y los dos de la limpieza tenían cara de 11
que la noche iba a ser muy larga y llegarían tarde a su casa. Uno llevaba gafas y una carpeta; el otro una fregona y un cubo de agua. La discusión entre Raquel y Roberto había llegado a los insultos aquella noche y la policía tuvo que apartarlos e interrogarlos por separado. Hablaron con el resto del equipo y la conclusión a la que llegaron es que Roberto le exigía mucho a Elisa en el campo y que últimamente, le levantaba mucho más la voz. Las cosas no iban bien en el matrimonio. ¿Por qué quería matar Roberto a Elisa? Por su riqueza. ¿Por qué ahora? Porque Elisa se iba a divorciar en breve. ¿Cómo lo había hecho? Estrangulándola con un fular rojo. La versión del abogado era bastante parecida. Raquel estaba llorando la muerte de su compañera. Llegó Roberto y se empezaron a incriminar entre ellos. Raquel no la podía haber matado porque se encontraba en el vestuario con el resto del equipo. Y su marido, al tener un vestuario propio, no tenía a nadie que pudiera justificar que no estaba en la pista cuando sucedió el asesinato. Además, el fular rojo con el que fue ahogada era de ella y Elisa no salía a entrenar con el fular, así que la única persona que podía tener el fular de Elisa era su marido. En fin, todos habían llegado a la misma conclusión: el asesino había sido Roberto, el marido y entrenador. ¿Por qué la madre de Elisa pensaba otra cosa? Aquí empezaban las dudas. 12
Esa misma tarde fui a ver a la madre de Elisa y le pregunté sobre su hija, su matrimonio y el fular rojo. Ella era consciente de que no pasaban por un buen momento, pero ya les había pasado más veces. Y sí, el fular rojo era típico en ella. Lo solía llevar siempre, menos en los partidos y en los entrenamientos, claro. Había una cosa de la que nadie hablaba, como si hubiera desaparecido o no fuera importante: la rosa roja. Intenté ponerme en contacto con Raquel, pero su móvil no daba señal. Llegaron las diez de la noche y me dije a mí mismo que el caso de Elisa tendría que esperar hasta mañana. Tenía información, pero algo no cuadraba. No sabía lo qué, pero era tarde para seguir pensando. Me fui al bar de Lola. Me pedí un whisky con dos piedras de hielo y me quedé mirando a la ventana y viendo cómo llovía. - ¿Lo mismo que ayer? – preguntó desde detrás de la barra la sobrina de Lola. - Lo mismo que todos los días. - ¿Por qué no toma otra cosa? - Bueno, ya estoy acostumbrado. - Pero puede probar otros licores o un café o un cola-cao. Yo tengo una amiga que siempre se pide un cola-cao ¿No le apetece uno? Estuve a punto de pedir otra cosa por probar algo diferente, pero no, fui fiel a mis principios. La sobrina de Lola me puso el vaso de whisky, pero 13
sólo con una piedra de hielo. - Aquí falta algo. - Sí. Y viendo que ella no se movía, insistí: - He pedido dos piedras de hielo. - ¡Desde luego, qué mala es la costumbre! – dijo poniéndome la piedra que faltaba - ¡Ahí la tienes! Pero no es bueno estar tan apegado a las costumbres. Un día no habrá whisky o hielo y a ver qué hace usted. Y con estas palabras se despidió y dejó sola a Lola en el bar. ¿Es mala la costumbre? ¿Qué pasaría si abandono una costumbre? ¿Somos gentes de costumbres? ¿Y si hacemos todo por costumbre? Es decir, ¿y si creemos que estamos haciendo lo que queremos y no es verdad? ¿Y si nuestras costumbres nos dominan? Pensaba todo esto viendo el vaso de whisky y sin haber bebido todavía. La verdad es que hay algo de cierto. Somos animales de costumbres. Hacemos algo por costumbre y no se nos quita. Es más, la defendemos como si nuestra vida dependiera de ella. La costumbre. Y pasa con todo. Incluida nuestra forma de comunicarnos. Nos comunicamos siempre de la misma forma ¿Por qué? Ya había salido el enanito lógico que tengo en la cabeza. Por algo será. Supongo que como pasa con todas las costumbres. Algo te sale bien una vez y lo sigues 14
haciendo siempre de la misma forma. Lo que sale bien, no se toca. ¿Será eso? Somos animales de costumbres con lo que nos sale bien. ¿Y con lo que nos sale mal? Pues lo mismo. Hacemos lo mismo. Hacemos lo que en otras ocasiones sale bien. En este momento era el vaso el que me miraba a mí. ¡Ahí está la clave! Yo hago lo que, por costumbre, me da buen resultado. No siempre consigo lo que quiero, pero la mayoría de las veces, sí. Y Marian o la señora que tose al tiempo que habla, no son raras, hacen lo que, por costumbre, les da resultado a ellas. Las raras son las costumbres, no las personas. Cada uno se ha acostumbrado a ser de una manera, a actuar de una manera y a comunicarse de una manera. Lo raro es que nos comuniquemos, creo. Es decir, no sólo es que los demás no piensen igual que yo, es que cada uno se ha montado su parafernalia para comunicarse. Pero no lo hacen para destacar o para que yo me enfade, cada uno lo hace porque es su costumbre y le da resultado. Decisión: cambiar mis costumbres a la hora de comunicarme. Resultado: ya se verá. Miré de nuevo al vaso de whisky y ya se me había pasado la sed. Me despedí de Lola y del vaso de whisky que me miraba con ojos tristes por no haber seguido el ritual de cada noche. Otra noche más, cerré los ojos y el sueño se apoderó 15
de mí. Hay costumbres que no son necesarias cambiar. A la mañana siguiente me desperté. Me duché. Comencé a afeitarme y lo vi claro. Caso resuelto. Ya sabía quién había sido el asesino de Elisa Santos.
CONTINUARÁ…
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