Desierto bordado MARINA CURCI
Desierto bordado MARINA CURCI
Artifariti 2016 Un sueĂąo, un viaje, una obra.
“Con el objeto de fomentar la promoción y divulgación de la producción cultural local, la Secretaría de Cultura y Educación del Municipio de Lanús acompaña a la artista lanusense Marina Curci mediante el desarrollo de la presente publicación. La artista, integrante del equipo de trabajo del Museo de Arte Contemporáneo del Sur, ha sido la única argentina seleccionada para el desarrollo de un proyecto e intercambio cultural en ARTifariti 2016. Representa una gran satisfacción y orgullo para el Municipio apoyar a los artistas de nuestra comunidad, su producción cultural original y la divulgación de temáticas sociales de interés mundial abordados desde un ámbito de integración y visualización mediante el arte y la cultura. Lic. Thelma Paula Vivoni Secretaria de Cultura y Educación Municipalidad de Lanús
Julio-agosto de 2016 Presenté un proyecto en ARTifariti 2016 Encuentros Internacionales de Arte y Derechos Humanos del Sahara Occidental. ARTifariti 2016 se denominó “Después del Futuro - لبقتسملادعب- After the Future”. Se realizaría en la Wilaya de Bojador, Campamentos de Población Refugiada Saharauis, en Tindouf, Argelia, entre los días 29 de octubre y 12 de noviembre. www.artifariti.org - www.afterthefuture.care El proyecto: A.BORDAR EL FUTURO “Abordar” en su acepción de aproximarse a algo para reconocerlo y “a bordar” aludiendo a la acción de bordar. A.BORDAR EL FUTURO surge de un hecho histórico: la construcción del Muro de la Vergüenza, que divide al Sahara Occidental. Es una muralla de adobe de 2720 km sembrada de minas. Es una herida viva que daña la cultura, la historia y la territorialidad de la sociedad saharaui. Trabajar el Muro colectivamente como símbolo de un conflicto activo, instaurando una acción reflexiva, creando lazos entre el territorio dividido del Sahara Occidental y todos los lugares desde donde se colaborará. Homologar la extensión del muro en otro material: el hilo. Los 2720 km de longitud de la
Tapa: Melfa Verde Agua Teñida por el colectivo de artistas Saharauis “Luchadoras por nuestros sueños”. 150 x 400 cm. Bordado colectivo. Wilaya de Bojador. Campamentos de población refugiada Saharauis. 2016 Página anterior: Diarios manuscritos
muralla se equipararán con 2720 km de hilo. Los hilos llegarán a través de una convocatoria y se utilizarán para bordar sobre melfas (tradicional vestido femenino saharaui) imágenes que representen y reflexionen sobre el paisaje que rodea a la población saharaui. El hilo une las historias, dentro y fuera del Sahara, a un lado y al otro del Muro de la Vergüenza. Es un tejido infinito: una conexión concreta a través del material y una conexión simbólica y transformadora a través del bordado. De las plantas: • nos alimentamos • nos curamos • nos hablan de la tierra • de los elementos • del clima • nos protegen • nos dan color • crean historias • crean imágenes • son símbolo de los lugares • nos muestran caminos, son guías • podemos llevarlas y multiplicarlas con sus semillas • en todas partes del mundo hay vegetación
Septiembre-octubre de 2016
Tres etapas: 1. Llegada del hilo. Convocatoria para donar hilo. Para recibir los hilos había una casilla de correo en Argentina y un lugar en España. O coordinar conmigo. 2. Camino a la wilaya de Bojador. Luego del período de convocatoria, juntar los hilos y viajar con ellos a Bojador. 3. A.BORDAR. Conocernos. Pintar el paisaje. Armar un bordado colectivo sobre las melfas, con la participación de todo el que quiera. De distintas formas, toda la gente a mi alrededor (familia, amigos, amigos de amigos de amigos, alumnos, etc.) se compenetró con interés y solidaridad. El hilo fue un modo de acercar. Se creaba un tejido “virtual”, que comenzaba a visualizarse con esta acción a través de un objeto concreto: LOS HILOS. En el Desierto el hilo uniría de forma simbólica a las personas.
La vida pasa, instante a instante, en el transcurrir cotidiano, en el mundo-persona de cada ser… con sus 24 horas. Cada acto mueve algo del mundo de alguien. La convocatoria comenzó de boca en boca, con un volante, por medios virtuales. Llegaron hilos de distintas épocas, historias de bordados, historias de bordadoras. Llegó mucho hilo. Más de cien personas donaron. Llegué a juntar, en dos meses, aproximadamente 400 kilómetros. En mi mochila entraron 100 kilómetros. Se producía un trabajo dual: juntar para hacer lo proyectado y dejar abierto el camino para que fluyera lo que fuese a suceder. Sabía que todo sería otra cosa. Se acercaba el momento del viaje. Se cerraba la primera etapa. Reflexiono. Siento una conexión profunda con los espacios de naturaleza extrema, con espacios áridos, de grandes extensiones de un elemento, sea agua como en Antártida, piedras en una montaña, plantas en un bosque, arena en el desierto. Esto me lleva más atrás, a los encuentros con el mar cuando era pequeña. De repente descubro que en ese espacio que recorría de niña se reúne la esencia de los dos lugares más extremos que conocí: Antártida y el Desierto. Agua y arena, sur y norte, frío y calor. Dos continentes, dos horizontes, extensiones infinitas. Crucé dos océanos: uno con agua, el Océano Atlántico, y otro sin, el desierto que fue mar y lo vi grabado en sus piedras.
Madrid Argel
Tifariti
Buenos Aires
Tinduf Bojador
23 al 29 de octubre El 23 de octubre de 2016 salí de Buenos Aires. El 24, llegué a Madrid. Allí me recibió y hospedó Marcela, que me hizo sentir como en casa y me ayudó con los detalles finales para el viaje. Visité Museos. Mirar una pintura. Es la huella imborrable, secreta, enigmática de múltiples e intrincados pensamientos de un ser. En los lenguajes del color, la forma y el dibujo se encuentra latente el pensamiento. La pintura abre un diálogo en cada uno que mira. Ante una pintura uno está frente a un espacio de otro tiempo. La pintura tiene atrapados en su seno movimientos que se sueltan y toman vida con el recorrido de cada mirada. En la pintura late un secreto, habita el silencio que construye el sonido en los otros. La primera parte del proyecto en el Sahara era pintar el lugar. 29 de octubre. Día completo de viaje. Salida desde Barajas, Madrid. A las 13 hs. Llegar a Argelia fue un camino de aeropuertos, controles varios, migraciones y muchas horas de espera. Todo fue pasando en grupo: una nueva historia para cada uno. En este momento del viaje algo comenzaba a mutar, como los reptiles que cambian la piel. Había una forma de mí que se quedaba y otra que comenzaba la vida de una nueva piel. Era vital el ejercicio de vaciarse de referencias conocidas y hacer un lugar claro, abierto, para lo nuevo que va a habitar y que estará para siempre. Me atravesaba un profundo diálogo interno.
Ala, acuarela sobre papel, 10 x 10 cm, 2016
30 de octubre Pasadas las dos de la mañana aterrizamos en Tindouf. Estábamos a minutos de la Wilaya de Bojador. Retiramos todos los bolsos y salimos al otro lado, al desierto por el que andaríamos. En ese momento la noche escondía el paisaje bajo su velo. Nos esperaba un micro enorme y una fila infinita de camionetas todo terreno. La mayoría subía al micro, pero en verdad no sabía dónde había que ir. Un rato después subí a la camioneta que nos indicaron. Lo veía todo caótico. Siento que así es cuando uno ve por primera vez.
Luego de esperar que todo se organizara, que todos estuviéramos en algún vehículo para ser trasladados a Bojador, comenzó el camino a los Campamentos de Población Refugiada Saharaui. No se veía nada en la noche cerrada. Eran alrededor de las cinco de la mañana. En una hora se cumplirían veinticuatro horas de viaje. Comenzamos a adentrarnos en la noche. Al principio el terreno era pedregoso, luego pasamos a un tramo de asfalto de unos veinticinco minutos. Quería ver en la oscuridad, quería ver esa oscuridad. A poco la camioneta pasó a otro terreno muy irregular.
¡Llegamos a Bojador! A pesar de haber planeado tantas cosas, no se sabe qué está por comenzar. Las calles, desparejas, de tierra o de piedra, eran en subida o en bajada. No veía el paisaje, pero sentía su diagrama en el cuerpo por el traqueteo de la camioneta. Era una traza irregular. La mayoría de las casas eran rectangulares. Se organizaba a qué casa de familia iría cada grupo de tres o cuatro personas. Las casas se ubican por el nombre de la mujer de la familia. A nuestro grupo (Estefanía, Nacho, Carlos y Yo) le tocó la casa de Jadeya Beyun. Estaba agotada. Me hipnotizaba ver como hablaban en hassanía. Llegamos a la casa de Jadeya, que nos recibió con inmenso afecto. Recuerdo su abrazo cálido y cuidadoso. La entrada de la casa tenía árboles y un pequeño sector con pasto. Al entrar: ¡la luz! Lo primero es sentir descanso al reconocer un espacio familiar. Fue reparador ver el interior
de la casa, luminoso, con alfombras de bellos colores, y sentir una inmensa hospitalidad. Las salas son rectangulares y todo el piso está cubierto con alfombras de colores, una suerte de colchones en todo el perímetro y almohadones para apoyarse. Las habitaciones se llaman biut, cuyo singular es beit. El dormitorio se llama beit argad. El salón igual o albait lakbir, que sería habitación grande, con unas mesas bajas, de unos sesenta centímetros, que se usan para comer y luego se retiran. Para entrar a las biut (habitaciones) hay que sacarse los zapatos. El suelo está unos veinte centímetros más abajo que el nivel de la entrada. Nos reuníamos todos en la albait lakbir
Detrás de la Escuela Saharaui de Artes
(habitación grande), de colores naranjas, que sería el lugar de encuentro habitual. Jadeya, al instante, comenzó la ceremonia del té. Envuelta en su melfa violeta/azul con dibujos blancos, trajo los implementos necesarios: la gran bandeja, el brasero con los carbones encendidos, las teteras, los pequeños vasos de vidrio y el bol de azúcar. Sus movimientos eran ágiles, sueltos, seguros. Prepararon el primero de los muchos tés que tomaría los días que estaría en el desierto. Nos contaron acerca de esta ceremonia de encuentro, de los tiempos del desierto, de lo esencial de la reunión y de lo tradicional del té, que se toman tres: El primero AMARGO, como la vida. El segundo DULCE, como el amor.
El tercero SUAVE, como la muerte. Estaba como en un ensueño, sentada en almohadones al nivel del suelo, cuando llegó el primer té. Fue delicioso. El sentido del gusto abrió nuevos caminos, dejando huellas que a veces parecían remarcar un sendero que ya estaba dentro. Armamos las camas. Caí rendida. Nos levantamos a las diez de la mañana. Ansiaba salir a ver el paisaje con luz. Era un espléndido día de sol. Todo era luz bajo un cielo azul cobalto intenso. Había una loma a la izquierda y a la derecha se veían otras casas iguales a la que habitaba. Cambiaban los tamaños, los colores de puertas y ventanas. Cada casa tiene su jaima, una carpa de lona que es el hogar tradicional saharaui, y un corral con cabras.
El paisaje se armaba con este entrelazado de casas rectangulares de adobe, jaimas de tela, corrales, conteiners y restos de autos y máquinas. Pero estos restos de máquinas, de algún modo, se conjugaban con el espacio, la arena y la piedra. Por el ritmo en el que se ubicaban, eran como entidades dormidas. Daban cuenta de un hecho: mojón, escultura, organizador de espacio, contrapunto. Era raro, parecían personajes, con algo como animal. Fuimos a la Escuela Saharaui de Arte. Jose (Jose Iglesias Gª-Arenal), uno de los curadores del encuentro, me dio una valija plateada para que pueda transportar más cómodamente los cien kilómetros de hilos que traje en la mochila.
La Escuela sería el punto de reunión durante el encuentro. Cada diálogo se traducía a tres idiomas: hassanía, español e inglés. Había que ser paciente para que todos nos fuéramos entendiendo. Fuimos a almorzar. Todos los momentos en que organizamos el día se fueron sucediendo ese 30 de octubre: desayunar, almorzar, cenar, dormir. El primer almuerzo fue carne de camello con arroz y ensalada. Saqué los hilos de la mochila. Ese acto visualizaba un tejido invisible: el tejido de los vínculos y las relaciones, el tejido que arman las energías que cada uno mueve con su hacer.
El bordado haría visible otra parte de ese tejido sobre la Melfa. Era un recorrido incierto, no tenía idea de qué sucedería. Lo primero que me pasó con el proyecto fue darme cuenta de que nada de cómo lo había pensado tenía sentido. Pensar que se armarían rondas de bordado con todo el mundo, como si todos esperaran lo mismo, era absolutamente ridículo. En esto se me hizo muy presente el hecho de que siempre partimos de nosotros y no del otro. Es así hasta que conocemos. Tenía que correr lo pensado, conocer y luego volver a pensar. Tenía que desmantelar todo lo que había construido y preguntarme: ¿qué voy a hacer?
Atardecer. 1er día, acuarela sobre papel, 10 x 20 cm, 2016
Entrar en esa realidad, en la que habita una situación no querida. Un lugar de donde se quiere salir. Lo primero: conocer. Había armado el equipo de pintura con mi valijita azul y llevé a la escuela la valija con los cien kilómetros de hilo. Atardecía. Salí a dar una vuelta alrededor de la escuela. Las casas eran del color de la arena que modelaba el horizonte. Había una casa, un cubo, que me llamó la atención. Se destacaba por su blancura y por una palabra en español: “Tienda”. El sol caía. El blanco de la tienda reproducía los colores cálidos del atardecer. Era el lugar de refracción de los tonos amarillos, naranjas,
rosados, naranja-rojo, hasta ese verde anterior a que el sol baje por la línea del horizonte. Del verde, en un segundo, comienza a avanzar la oscuridad, la sombra del mundo, hasta que todo el paisaje se hace un plano oscuro. En ese momento se comienza a ver, no de frente, sino con el costado de los ojos. Decidí hacer una pintura. ¿En papel cuadrado de 20 x 20 cm o en los papeles acordeón de cuadrados de 10 x 10? Elegí el papel acordeón para pintar las casas, cosa que no hago habitualmente. Casi siempre pinto la naturaleza, libre de la intervención humana. Sellaba en el papel la marca de un principio. Entraba en el desierto.
31 de octubre El segundo día en el desierto el tiempo se diluyó. Ya no había horas sino sol y noche. Las vivencias que se sucedían hacían que el tiempo se desarmara por completo. De repente se vuelve una entidad de la cual nos alejamos y quedamos suspendidos. Un día se hace una vida. Se planeaba un viaje a Tifariti, en los territorios liberados del Sahara Occidental. Me puse en busca de las melfas. En la Escuela se vendían unas teñidas por una cooperativa de artistas mujeres saharauis, llamada “Luchadoras por nuestros sueños”. La conformaban Fatma Bahia, Jadiyeto Blal, Rafia Embarek, Nena Bahia y Warda Belio. Eran melfas con estampados que hablaban del desierto. Había distintos tipos de telas: una más rígida, que era para melfas que se usan en fiestas o casamientos y otras, más sedosas y livianas, para todos los días. Compré cuatro melfas: una verde agua, de fiesta, otra azul celeste con blanco y tierra, de fiesta, una verde turquesa con naranja y otra verde esmeralda.
Me puse la melfa azul-celeste, de un cobalto claro con grandes círculos de Batik en blanco y tierra. Carmen me ayudó a anudarla para armar el vestido. Se pliega una porción de tela del largo del brazo, se hacen dos nudos y el resto de tela te envuelve. No hay costuras. Salí a buscar vegetación para pintar. En el desierto siempre hace calor cuando está el sol. La melfa es una gran protección. Volví a escudriñar el horizonte que ayer había pintado. Veía matas verdes. Anduve unos minutos y, de repente, vi una planta distinta, con pequeñas flores amarillas y blanco transparente, de forma tubular. Me senté en la arena a pintarla. Para mí es importante pintar del natural. Es un modo de descubrir. Recorrer con la mirada, luego llevarlo al papel, traduciendo lo que veo con el lenguaje de la pintura. Una forma de “ver”, un modo de hacer aparecer eso otro que entró por los ojos, el olfato, el oído, el tacto y sale al papel con los movimientos de la mano y el pincel que va dejando huellas que hacen aparecer un
reflejo de lo otro. Una huella que arma un signo, es el lenguaje de la forma, el color, la línea. La pintura es lo vivido. A lo representado en el papel lo construye toda la experiencia física. Desplegué mi equipo. ¿Qué formato usaría para estas flores? Comencé otro formato: cuadrado, me remitía a lo circular, a un constante devenir. Me ubiqué del lado de la planta donde daba la sombra. La sombra de mí en el papel me molestaba y de ese lado me gustaba la forma de la planta. La planta era muy grande para dibujarla entera. No me alcanzaría el tiempo. Dibujé una rama, la flor, hojas sueltas y la sombra. La sombra daba cuenta del sol, se posaba sobre la arena, era una parte del color de la arena. Mientras pintaba se acercó alguien a conversar. Le pregunté si conocía el nombre de la planta: -De ésta no pero, un momento, buscaré a alguien que puede saber. Regresó con Ahmed, el señor que conducía la camioneta. Sólo hacía un día que nos conocíamos, pero habíamos hecho un buen vínculo. Él tampoco sabía el nombre. Estábamos los tres reunidos en torno a la pequeña planta. Ambos, en un gesto de cuidado, comenzaron a sacarle los restos de marca humana que tenía enredados entre sus ramas: papeles, plásticos, hilos, pelos de cabras. En la limpieza, la flor aún seguía en su lugar. Ahmed era un soldado; había estado en los tiempos de la guerra con Marruecos. Con los españoles, en el Sahara, aprendió el castellano. Él me enseñó algunas palabras en hassanía. Me contó que reconocía los colores de la arena en el desierto. Según el color podía determinar en qué lugar estaba. Conocer el cielo, las estrellas para orientarse. Recuerdo que esa segunda
noche regresábamos a la casa y me dijo señalando una estrella: -Bajo esa estrella está la casa de Jadeya. Si vas hacia ella derecho, encuentras la casa. La Hamada argelina es un desierto de arena y piedra de los más áridos e inhóspitos. En ese lugar se establecieron los Campamentos de Población Refugiada Saharaui. El ser humano hizo habitable un espacio por la fuerza. Comenzaba el recorrido por la Wilaya. Terminé la pintura a tiempo, hacía calor. Caminamos hacia lo que era un gran predio, una gran plaza seca rodeada de construcciones: escuela, talleres, un hospital, un gran galpón para organizar reuniones o “Espectáculos” (allí se haría la muestra del final de Artifariti 2016) y el Centro de Interpretación de Museos de la República Árabe Saharaui Democrática. Regresamos a las casas a almorzar. Siempre, al llegar, se compartían momentos de té y diálogos. Mientras acomodaba mi equipo de pintura charlamos con Fatma (hija de Jadeya). Le conté que quería pintar la vegetación del Sahara. En ese suelo había escasa vegetación. Esto llevó a conversar sobre la situación de su pueblo. Recordó los inicios del campamento de refugiados, tiempos que fueron durísimos. No había nada: ni casas, ni comida, ni refugio posible. Las mujeres armaron casas con sus melfas. Fatma es joven, de fuertes convicciones. Volvimos a las plantas. En los campos podría ver algunas plantas entre las piedras y la arena, propias de la Hamada, y también algunos
árboles, huertos, plantados y cultivados por los saharauis. El papá de Fatma había plantado en el frente de la casa, árboles resistentes al calor, que requieren poca agua. También tenían plantado un poco de pasto y unos arbustos de flores rosas: Laurel de Flor. Comenzó a recordar plantas. En el desierto todo es de utilidad. La vegetación es muy importante, cada planta tiene una propiedad. El exilio, el largo tiempo de distancia de su tierra, hacía que estas cosas tendieran a diluirse. Pero hay algo muy importante del pueblo Saharaui: su fe, su paciencia, su unión, su resistencia. Hablar de las plantas nos llevó a raíces profundas. Comenzó a nombrar las especies que recordaba y yo las anoté en la libreta turquesa: • Eskaf : Arbusto. Le da gusto salado a la carne. Los camellos lo comen. • Etil: Arbusto. Cortan palitos para limpiarse los dientes. • Talja: Árbol esencial del Sahara. Sus hojas son buenas para el estómago. • Elke: Rama de la Talja. • Camshe: Arbusto. • Umrakba: Alimento (Ümreckbe) básico para los camellos. • Tagia: Planta pequeña. Para el estómago. Luego del diálogo preparamos la sala para cenar. El viaje a Tifariti, territorios liberados del Sahara Occidental, era un hecho. Se cumplían 25 años del alto el fuego.
Kickxia aegyptiaca y Lezl, acuarela sobre papel, 20 x 20 cm, Wilaya de Bojador, 2016
1 de noviembre Quería pintar el paisaje de la Hamada, una vista amplia de Bojador. Para ver el paisaje tenía que ir sobre una loma. Rodeé la casa y fui hacia la izquierda, que era la loma más cercana. En ese recorrido pude contemplar minuciosamente el suelo, las piedras y la arena. Ver de cerca el rosa anaranjado de la arena. La vista era infinita, imponente. Las casas son de ladrillos hechos con arena, todo el paisaje es del color de la arena. Suele haber tormentas donde todo se para y se sumerge en nubes de arena: el Siroco. Recorrí la loma observando el horizonte. Se veía una amplia vista de Bojador. Los 360° tenían algo similar y algo muy distinto. Para un lado se veía a gran distancia. En esa dirección, en la línea del horizonte, la atmósfera armaba una superposición de colores. El arcoíris acostado entre la tierra y el cielo: del naranja-rosa de la arena, pasando por finas líneas de distintos matices rosados, hasta un amplio tono amarillento que separa el cielo de la tierra. De ese amarillo se va a los azules. Por las sombras oscuras, en la distancia, se percibía el relieve del terreno y las infinitas lomas que surcan la Hamada. Me llamó la atención, a lo lejos, sobre otra ondulación, un grupo de niños jugando. El sol era fuerte, hacía calor, pero había una agradable brisa. Decidí el ángulo que tenía lo que nunca pinto (casas, personas) y lo que siempre hago (el horizonte lejano, la distancia). Me senté. Acomodé la posición hasta ver los elementos pensados, ya que cuando se cambia el punto de vista al sentarse, se achica el espacio entre el observador y el horizonte en la lejanía. El suelo tenía piedras de distintos tamaños. Busqué un lugar lo más cómodo posible. Decidí el encuadre. Trabajaría con el papel rectangular del block, de 18 x 26cm. Quería pintar el paisaje
un poco más grande. No dibujaría con lápiz sino con pincel, para ir a la atmosfera de color directo. En la composición concentrar la distancia, los cubos y triángulos de casas y jaimas, decenas de niños, ese instante. Primero, ajustar las proporciones entre esos elementos, luego el color de cada uno. ¿Qué proporción de cielo y tierra? Las posibilidades: si quería una gran extensión de horizonte (para eso pintaba en los alargados) tenía que componer en rectángulo. Esto implicaba ajustar si era más cielo o más tierra. Decidí más cielo, atrapar una porción de cielo de la Hamada. En ese acto de pintar, centímetro a centímetro, la infinita planicie, la arena, lo que veo, se transforma la materia -agua y pigmentoen un reflejo de lo que nos rodea. Terminé el paisaje. Realicé otro, más rápido, de la casa de Jadeya y los árboles. Hacía horas que pintaba bajo el sol. En ese tiempo que contemplaba Bojador desde lo alto, observando el paisaje árido, inhóspito, durísimo, pensé: sin los campamentos eso sería sólo un paisaje de arena, piedras y algunos cúmulos de vegetación arbustiva y suculentas. Me estremeció imaginar lo que habría sido llegar hasta allí a pie, luego de cientos de kilómetros sin nada, con una guerra en la espalda. Parte del pueblo saharaui está allí hace más de cuarenta años… todo está muy mal. Esta nueva jornada de pintura me había ayudado a reconectarme con lo que pensé a miles de kilómetros, a volver a encontrar un camino. Almorzamos y descansamos un poco. Junto con Fatma y Estefanía decidimos ir a la escuela a pie, atravesando la loma desde donde había pintado. Pasamos corrales con cabras curiosísimas. El mercado estaba a mitad de camino entre la casa
Vista de Bojador. Hamada. Mรกs cielo, acuarela sobre papel, 18 x 26 cm, 2016
La Jaima de Jadeya, acuarela sobre papel, 18 x 26 cm, 2016
y la escuela. Eran casas semejantes a todas, pero linderas unas con otras. Para saber que eran negocios había que andar por esa calle y entrar en las casas abiertas. Algunas que tenían frente de vidrio se distinguían como negocios. Llegamos a la Escuela. Busqué la valija con los cien kilómetros de hilo. Daría comienzo al bordado. Fui a la Jaima armada para el encuentro, que era un espacio grande. Bordaría la melfa verde agua con círculos en batik blanco. Era la melfa que tenía el color de las primeras vegetaciones que vi. Las mujeres se envuelven con esta tela, como si se vistieran con el viento. La melfa colorea la Hamada. Bordaría fuera de los círculos. El motivo sería la vegetación. Las plantas en el desierto son vitales para la subsistencia. ¿Con qué hilo comenzar? Comenzaría con el dorado. Varios homenajes. Saqué un carretel de hilo dorado de cinco mil metros, de una
hebra muy fina y delicada. Se acercó una mujer Saharaui de ojos negros enormes, chispeantes, y mirada profunda. Vestía una melfa de tonos oscuros con arabescos y flores. Se agachó, comenzó a hablarme en hassanía. Con el hilo dorado como puente, cada una acercó su universo para hacer sólo uno. Aventuramos un lenguaje de palabras y señas. Recuerdo nítidamente sus ojos, redondos, negros, fuertes; era todo ojos. En un instante se destejían muros, bordaba vínculos. Luego de hacer un recorrido con el hilo por todo el perímetro de la jaima regresó a donde estaba. Se agachó al lado mío y me devolvió el hilo. Le dije que esperara: enhebré una aguja, se la mostré, le mostré la melfa. Estaba por comenzar a bordar pero ella suavemente me tomó la mano. Decía algo, buscaba la forma de comunicarse. Se paró, volvió a acuclillarse, tomó un extremo de su melfa y me la mostró.
Yo mostraba la melfa verde, y la aguja, pero cuando estaba por hacer la puntada ella tomaba mi mano. Volvió a tomar el extremo de su melfa, me la mostró y rasgó unos diez centímetros. De repente, sentí que estábamos solas sobre un océano oscuro, no había nada ni nadie. Estábamos dialogando. Me mostraba el rasgado. Sentí que lo tenía que reparar. Tomé la aguja enhebrada con el hilo dorado, comencé a unir las dos partes, a cerrar el desgarro lo mejor que podía. Uní las partes. Corté el hilo, ella me abrazó, me dio un beso y se fue. Quedé paralizada unos instantes, regresando de aquel océano. Acto seguido, enhebré una aguja con el hilo dorado y comencé a bordar en el centro de la melfa verde agua, líneas como tronquitos, como vegetación, como venas, como raíces. La melfa fue el lugar de comunicación. Había comenzado: A.BORDAR EL FUTURO. Tenía todas las partes de lo pensado en camino. Armé un equipo de bordar más pequeño, con hilos, agujas y tijeras, para tenerlo a mano y ya pensando en llevarlo a Tifariti. Se había confirmado que el viaje se haría. Había oscurecido y bajó la temperatura. Las artistas de las melfas comenzaron a contar el proyecto, cómo hacían los estampados, que las telas blancas vienen de Mauritania. El proceso de teñido es minucioso, largo según la cantidad de colores que se usen en una composición. Los dibujos en batik eran representaciones simbólicas de la vida, la cultura saharaui: el desierto en su estructura de cielo y tierra, los colores del desierto, la bandera de la República Árabe Saharaui Democrática. Los Círculos representaban el sol. A partir de esa charla supe que los círculos de la melfa verde-agua simbolizaban el sol. Terminaba el tercer día en Bojador.
2 de noviembre La mañana transcurrió con tranquilidad. Desayunamos y comenzamos a organizar el viaje a otra Wilaya: El Aaiun, a una hora de camino por la hamada desde Bojador. Varios estábamos interesados en conocer temas relacionados con la vegetación e iríamos a visitar a una persona que hacía medicinas con plantas del Sahara. Partimos a El Aaiun. Mientras dialogábamos, entre saltos y saltos, de repente comenzamos a alejarnos de las casas y se inició el recorrido por la hamada. Es algo hipnótico contemplar el horizonte, entrar en esa línea a la que no llegaremos. El terreno era pedregoso, irregular, por lo que era imposible dibujar, hacer una línea de la cual tuviera dominio para direccionar en
mi pequeña libreta de 11 x 7 cm. También era complejo observar fuera y mirar el papel, diría casi inútil. Saltábamos como pulgas dentro del cubículo de la camioneta. Igual intenté dibujar. De repente me di cuenta de lo obstinado y frustrante de la decisión. Al instante surgió algo. Pensé en los electrocardiogramas: gráficos que registran los movimientos del corazón. Entonces, en vez de dibujar observando, dibujaba con el movimiento, registrando las ondulaciones del terreno con el lápiz sobre el papel: sismos gráficos. El viaje duró aproximadamente una hora. El horizonte era plano, hacía calor, el sol pegaba fuerte. A veces se veían grupos de matas verdes, como las suculentas que vi en Bojador. Entramos a El Aaiun. La wilaya tenía las mismas características de casas y jaimas que Bojador. Continuamos hacia la casa de Mohadme Barec, que tenía una “Clínica Saharaui de Plantas y Hierbas Medicinales”. La casa tenía problemas en su estructura. Se notaban los estragos que hacen las lluvias que, entre otra cosas, provocaron la destrucción total de la clínica de plantas, donde hacía las medicinas.
Mohadme nos vino a recibir con gran amabilidad. Nos invitó a pasar a su casa, donde nos recibió con su mujer y un niño de unos dos años. Él sólo hablaba hassanía y el conductor nos ayudaba con la traducción. Pero Mohadme ponía gran pasión y cuidado en lo que contaba y mostraba, por lo que había cosas que se entendían desde la construcción que hacía con gestos. Nos invitó a sentarnos en su beit (sala). Su mujer comenzó a hacer él te saharaui. Espolvoreaba en las brasas unas hierbas como incienso, que esparcían un aroma dulce, envolvente: el Lubjor. Mohadme nos llevó a otra sala donde tenía guardadas, en grandes cajas de plástico, las hierbas secas con las que hacía los ungüentos, jarabes y potajes. Nos contaba para qué era cada una: dolores musculares, riñones, próstata, vista, gripes y resfríos, dolor de muelas, dolor de cabeza. Esta tarea era un legado familiar.
Se transmitía de generación en generación. A él le enseñó su padre. Le preocupaba que se perdiera. Mohadme nació en la ciudad de El Aaiun, en la zona ocupada, en 1977. La recolección de plantas la realiza luego de alguna lluvia. Si alguien le informa que en determinada zona llovió, parte hacia allí solo y con una jaima para armar en el lugar. Puede pasar aproximadamente veinte días recolectando plantas. Era minucioso y ordenado. Había como veinte cajas con vegetales secos, pero llegamos a ver sólo tres. Una tenía piedras rojas, suaves, como tizas naturales color rojo indio. Se usaban para tratar infecciones en los ojos y para pintar el parpado inferior, de modo que el sol del desierto no lastime la vista. Nos mostró su taller, ahora destruido por las lluvias. Todo el interior era polvo, escombros…
Desolador. Pero a él se lo veía con una bella sonrisa. Dejamos El Aaiun. En el viaje de regreso dialogábamos sobre lo vivido, las historias, lo que cada uno tiene en su trayecto, que nos llevó hasta allí, a confluir en ese lugar en el mundo. Francois dijo una frase que, de algún modo, resumía lo que dialogábamos: “La esfera cuyo centro está en todos lados y su circunferencia no se encuentra en ningún lugar”. El regreso se nos pasó más rápido. Estaban en marcha los preparativos para el viaje a Tifariti. Organicé lo que llevaría: equipos de pintura, cámara de fotos, bordado y ropa. La salida se postergaba un día, salíamos el 4 de noviembre.
3 de noviembre Documenté fotográficamente restos de maquinaria que se distribuían en el paisaje: motores, carcasas de autos, camiones, conteiners, restos de máquinas. Recuerdo: “cuando era pequeña, en el fondo de la casa de mi abuela materna había un galpón con un banco de carpintero (como en el que hoy estoy escribiendo), herramientas colgadas y un mueble con cajones llenos de tornillos, tuercas y muchas pequeñas piezas. Me encantaba ir a hurgar entre esos cajones y encontrar la pieza más distinta”. Ese día coordinamos con Estefanía y Ahmed salir a pintar y recorrer Bojador. Fuimos hacia el lado opuesto de la loma donde había pintado el día anterior. De este lado me llamaron la atención unas cúpulas. Eran otra forma de casa. Estefanía decidió recorrer. Volví a pintar en formato rectangular. Esta vez más tierra que cielo. Seguía sumergiéndome en la atmósfera del desierto, de la Wilaya de Bojador. La casa, el corral, el más allá con casas
en el horizonte, las cúpulas… más arena… seguir absorbiendo su tono, su luz, su materia, que con la pintura transformaba en agua de color que dejaría una marca en el papel, como restos de un río seco. Nuevas horas de pintura. Como siempre, cerrar un trabajo es un punto de tensiones. No hay respuesta, nos arriesgamos cada vez. Había viento, me gustaba que la arena se mezclara con la acuarela y quedara en la pintura como parte de la imagen: el “átomo” de ese horizonte. El sol pegaba duro. Guardé todo rápidamente y fui hacia la jaima desde donde vi a Estefanía. Contentísima me incorporó al grupo, realizaron una nueva ronda de té para mí. Eran una madre y sus dos hijas. Les mostré la acuarela que había realizado. Una de las mujeres dijo: “¡es mi casa!”. Nos la quería mostrar. Cuando llegamos a la puerta un bubiyer se posó en la cornisa de la casa. Es el pájaro de buena suerte.
Bojador. Casas, corral, arena y horizonte, acuarela sobre papel, 18 x 26 cm, 2016
Preparando el lugar donde sentarnos para pintar
De a poco nos fuimos entendiendo: Vuelvan a la hora del té. Regresamos a casa. Se estaba preparando todo para el almuerzo. Por la tarde salí a pintar. Seguir retratando vegetación. Hoja por hoja, flor por flor, voy armando un bosque, una antropología desde la vegetación. Dibujé una hoja de los árboles que estaban plantados delante de la casa de Jadeya. Eran una especie de conífera, de hojas escuamiformes, un: Lezl. La agregué a la composición de la hoja cuadrada donde había pintado la pequeña planta con flores amarillas (imagen pp. 31 de octubre). Un diálogo de distancias. Recorrí las hojas. Intenté observar cómo sus pequeñísimas escamas vegetales se superponían creando las hojas, que eran como palitos y éstas el universo árbol. Se hizo la hora de salir. Le avisamos a Fatma que iríamos a tomar el té a la casa que visitamos por la mañana. Llegamos a la casa de Amma Lesvip. Nos recibió cálidamente. El interior de la casa era similar a la de Jadeya. Pasamos a una sala decorada con alfombras rojas. Nos hizo señas de que esperáramos allí cómodamente. Mientras, comenzó a preparar el té en otra sala. Pasó con el brasero y, a los pocos minutos, nos vino a buscar para pasar a la beit (habitación) decorada con alfombras y almohadones en negro, gris y blanco: un lugar
muy bello. Dialogamos con señas, dibujos, algunas palabras en castellano y poquísimas en hassanía. Al rato llegó su hija de unos nueve años. Nos saludó con una sonrisa inmensa y un fuerte abrazo. Trajo perfume y nos puso un poco a cada una, un modo afectuoso de expresar la bienvenida. Me enseñó a escribir algunos números y las vocales. Se hacía tarde, había que preparar todo para el viaje a Tifariti. Fatma nos fue a buscar y con la ayuda de su traducción charlamos todas juntas, con más fluidez. Nos despedimos. Armamos las mochilas. Nos habían aconsejado llevar abrigo, porque en Tifariti haría más frío. Empaqué la melfa para bordar, la bolsa con una selección de hilos, ropa como para dos días, medicamentos, toallas, linternas, colchón auto-inflable, equipo de pintura y cámara de fotos.
4 de noviembre Nos levantamos a las 5:30 h. Estaba fresco. Antes de partir de la casa, Jadeya fue a buscar el azucarero. Nos deseó buen viaje y nos dio a cada uno un puñado de azúcar en la mano. Había que comerlo. Es una ceremonia que realiza cada vez que alguien viaja, para que tenga un buen viaje y un buen regreso. Subimos a la camioneta, ella la rodeó tirando azúcar y partimos. A las 7:00 h teníamos que estar todos reunidos en la Escuela Saharaui de Arte. Éramos unas sesenta personas y viajaríamos en trece camionetas todo terreno. Se comenzaron a escuchar bocinas. Todos a las camionetas, partimos a Tifariti. Se armó una caravana. A las 8:00 h salíamos de Bojador. Recorreríamos aproximadamente trescientos kilómetros en el desierto (la Bedia en hassanía) y demoraríamos unas siete horas. Llegamos al puesto de frontera con Argelia a las 9:53 h. Allí se terminaba el asfalto y todo rastro de construcción humana. Entrábamos en el Desierto del Sahara Occidental, con su color particular naranja-rozado. Al entrar en el desierto, de repente, lo que nos rodeaba se abrió. El asfalto es una marca, una línea. Era como un papel en blanco donde había que hacer el dibujo. No había referencia de camino o ruta. No las veía. De a poco fui viendo. Ellos sabían el camino y la dirección en esos 360º de horizonte. Hay huellas: neumáticos, marcas de ruedas en la arena, lugares de encuentro. Comenzaron a aparecer las taljas, solas o en grupo. Es el árbol emblemático del Sahara Occidental. Por momentos el horizonte se hacía sólo arena. Desde los 360º de horizonte de arena fuimos hacia un lugar de arbustos, árboles, plantas y piedras. Me encontré con bellas
plantas. Una de grandes hojas carnosas con forma de corazón me dio ganas de tomar una hoja. Cuando la corte brotó del tronquito una savia blanca e inmediatamente recordé algo que había comentado Ahmed en la camioneta: hay una planta de savia blancuzca que no es bueno tocarla y llevarse eso a los ojos. Hay animales que se frotan contra ella para irritar al adversario. Corrí a la camioneta a limpiarme con alcohol. ¡Qué manía la de juntar cosas! Cada vez que parábamos, todo el mundo bajaba de las camionetas. Se repetía el ritual de las bocinas, era el aviso de partida. Al poco rato paramos en otro lugar con árboles, plantas y formaciones rocosas, de piedras redondas con la superficie completamente escamada. Había erosiones de formas ahuecadas, cóncavas y convexas. Se veían los signos de los extremos: las altísimas temperaturas en el día y las bajas por la noche quiebran y escaman la roca. Paramos a almorzar y descansar. Quería pintar alguna flor. Me acerqué a una mata. Eran miles de finas ramas con flores pequeñas, atrompetadas, color malva. Me senté como pude entre ramas y arena, saqué el equipo velozmente y logré pintar la flor antes de que sonaran las bocinas. Se armó nuevamente la caravana y seguimos viaje. Estaba nublado. Pasamos por un poblado: Bir Lahlou, capital de los territorios liberados. No vi gente. Recuerdo que “Bir Lahlou” significaba algo así como: “pozo de agua”. Las camionetas zigzagueaban en ese paisaje para no tirarse polvo unas a otras. Los sentidos, en conjunto, absorbían el entorno. Conformaba la idea de un nuevo lugar. La vista incorporaba imágenes descifrando formas y colores. El oído viajaba entre los ruidos de la
camioneta, los diálogos en hassanía y castellano. El tacto, lo quinestésico, todo el cuerpo estaba implicado percibiendo el terreno. El olfato descifraba la arena y el gusto esperaba el próximo té. Me llamaban la atención unas plantas secas, como manos cerradas. Una ramificación enroscada sobre sí misma, casi del color de la arena. Pude ver de cerca ese enjambre de ramas. Es: Lkamcha que significa “garra”. Esta forma de replegarse de la planta es para proteger sus semillas y mantenerse indefinidamente en el ambiente seco del desierto, hasta que llegan las lluvias que abrirán las ramas, dispersarán las semillas y así germinaran nuevas plantas en el ciclo continuo de la especie. Lo mismo, lo diferente, lo que se repite, lo que a nada es igual. Es lo mismo, mantiene lo constante. La vida se multiplica infinitamente. De repente a lo lejos, en línea, caminando sobre el borde de la tierra, descubrí a los emblemáticos camellos. Una nueva imagen. En ese momento se detuvo la caravana. Miraba atónita la línea de puntitos moviéndose desarticuladamente sobre el horizonte. Seguimos. Rodábamos por el Sahara Occidental. Viajaba en dos sentidos: en la tierra
por un desierto y en mí por otro. El sol caía rápidamente, se oyó: - ¡Llegamos! Aparecieron a lo lejos unas construcciones semi-destruidas con otras nuevas agregadas en los huecos sanos. Restos de la historia, tiempos de guerra y tiempos del Alto el Fuego. Fuimos hacia unas casas a lo alto de una loma. Eran tres construcciones rodeando un espacio amplio, donde había armadas dos grandes jaimas preparadas para nosotros, como espacios de reunión. Nos recibió el Frente Polisario, se habían congregado allí especialmente por nuestra visita. Se repartieron las salas que había en las dependencias. Entramos en una. Como toda casa saharaui estaba acondicionada con bellas y gruesas alfombras de intensos colores y colchones con almohadas alrededor. Estábamos en Tifariti, un lugar marcado por la guerra, con señales de la guerra. En la entrada se encontraban los restos de un avión marroquí derribado, a lo lejos un tanque de guerra con su cañón petrificado en el tiempo. Era de noche, nos fuimos trasladando de casa en casa, charlando. Antes de dormir un bubisher visitó nuestra habitación.
Tifariti, Laarad y Lghardag (Flor malva), acuarela sobre papel, 20 x 20 cm, Sahara Occidental, 2016
5 de noviembre
Viajamos a visitar el Macizo de Erqueyez, donde se conservan numerosas pinturas rupestres. Mucho verdor; el verde del desierto tiende a un verde con tierras. Las plantas son casi todas de hojas minúsculas, apretadas, color verde cobalto. Andábamos sobre cuencas secas. Con las lluvias aparecen los ríos. Lo veríamos todo. El sol caía vertical. Llegamos a un paredón largo de rocas erosionadas. Todo era redondeado con grandes huecos. Los extremos climáticos, la erosión del viento, el agua y el sol se sentían en sus formas. Erqueyez es una elevación rocosa de aproximadamente seiscientos metros sobre el nivel del mar, de unos 14 km de longitud norte-sur y entre 1 y 1,5 km este-oeste. Bajamos a recorrer el macizo. Los conductores llevaron las camionetas bajo las taljas. Pronto me encontré con una flor blanca acampanada, con largos y delgados pétalos, como una estrella: la amayiy. Fuimos a uno de los espacios en balcón cubierto, reparado. Vi las primeras pinturas. La gran mayoría era de un color rojizo como la piedra. Resistían los siglos de vientos, arena, sol y agua. Estas pinturas datan de diez mil años antes de nuestra era. Había dibujos de manos, pájaros y figuras humanas. La primera reacción fue mirar el paisaje. Quien haya hecho esto ¿de qué estaba rodeado? ¿cómo era ese lugar? No puedo saber eso; pero puedo intuir que esa terraza era similar hace diez mil años. Seguramente el paisaje era distinto, si había tantos animales como en las pinturas: jirafas, gacelas, pájaros y otras estilizaciones. ¿Cómo comenzó el dibujo en el mundo? No lo sé, pero pude sentirme conectada a través del tiempo con ese acto esencial e imaginar a alguien dibujando la roca para él y/o para otros.
Había dibujos de grupos de personas. De repente se me cruzó la imagen de ese ser dibujando, atravesando el tiempo con su pensamiento, imaginando compartir con otros eso que veía y sentía. Entre esos otros estuve yo. Fui trepando. Había muchas plantas y flores, blancas, violetas, amarillas, rojizas y verdes. Recorriendo terrazas, huecos, rocas gigantes, partidas, agujereadas como esponjas, fuimos a uno de los puntos más altos para contemplar el horizonte. Una vista imponente de la inmensidad. La atmósfera, a la distancia, se veía de colores tierras rojizas, anaranjados y violetas. Desde la altura se veían los ríos secos; la vegetación marcaba las cuencas sin agua. Comencé el regreso andando entre taljas, arbustos, piedras, flores de Amayiy. Llegué a la camioneta. Nos esperaban bajo las Taljas con la comida y la tetera humeante sobre la arena. Almorzamos. Fui a buscar una flor de amayiy para pintar. La retraté de frente para estudiar
Amayiy en Erqueyez, acuarela sobre papel, 20 x 20 cm, 2016
sus estambres y el hueco de su corola. El cielo se cubría cada vez más de nubes; se veían avanzar posibles lluvias. Dejamos Erqueyez. En Tifariti pasé por las jaimas a compartir unos tés. Dialogué con Bachir. Hablamos de la poesía, para los saharauis, una forma de vivir el desierto. También habló de la
fortaleza, resistencia y paciencia de su pueblo. Hablaba tranquilo. Dijo que la poesía moriría. Profundizamos. Quería decir que la forma de poesía que había en el desierto, ya no es lo que era, que todo cambiaba eso: los autos, el celular, la guerra, la separación del pueblo. La poesía ya no tiene el sentido que tenía. Comenzaría una nueva poesía.
6 de noviembre
Una mañana con nubes y fresca. Me llamaba la atención una planta con hojas escamadas, superpuestas, que forman como ramas, de flores diminutas de color rosado transparente: el Laarad. Encontré una mata frente a la casa, la pinté en la hoja cuadrada donde estaba la flor malva (pintura pp. 4 de noviembre). Dibujé con pincel unas ramitas de esas plantas y una vista del paisaje que las contenía. Comenzó otra estructura de composición: lo pequeño y la inmensidad. Dos escalas convivían sobre un cuadrado de 20 x 20 cm. El campamento se despertó. Fuimos caminando a visitar unas dependencias: el museo, la escuela nómade y un hospital. Parte de ello se conservó como estaba luego del último bombardeo marroquí. Entre los restos de escombros, en un sector que quedaba en pie, se había armado una despensa. Vendía galletitas, latas de atún, té, papeles de cocina, agua y gaseosas. El lugar tenía un cartel que decía “THE END”. Restos de otro Artifariti. El hospital tenía todo lo necesario, pero no funcionaba. Sólo en una de las salas, en la entrada, un médico saharaui, atendía a los que llegaban con dolencias. El museo mostraba objetos de la cultura saharaui: mapas, obras de otros Artifaritis, documentación sobre la zona. También había restos de piezas líticas, caracoles y piedras con fósiles vegetales que daban cuenta del pasado marino del desierto. Las nubes habían tapado todo el cielo. Comenzábamos a oír truenos. Apuramos el paso, nos demorábamos entre diálogos y mirar el suelo, donde veíamos restos de la guerra. Los truenos sonaban más cerca. Comenzaron a caer gotas, cada vez más seguidas. Llegamos al
campamento justo a tiempo. Comenzó a llover fuerte. Corrí a mi cuarto. Estaban Estefanía, María, Ahmed, Carlos y Fares. Llovía fuerte y con viento. Era un buen momento para crear un espacio-tiempo para bordar. Saqué el bordado. Se entusiasmaron María y Estefanía. Desplegué la melfa, los hilos y cada uno comenzó a bordar. Para arrancar sugería inspirarse en la vegetación o en lo que quisieran. Mostraba un punto sencillo, el “cadena”, pero también podían proponer otras cosas.
Las dependencias en Tifariti. Delante de la casa donde dormíamos.
Fui aprendiendo a soltar el trabajo… fue muy importante. Seguía lloviendo. El bordado marca un tiempo distinto, un lugar de comunicación. La tela, el hilo, el abecedario de un lenguaje. Todo comenzó a estar húmedo, caía una lluvia torrencial. La inmensidad se tapó con una pared de agua, una veladura. Se veía que la lluvia abarcaba grandes extensiones. Pudimos trasladarnos al salón comedor. Se había dispuesto todo para la charla con el
general Sidi, del frente Polisario. Una reunión de bienvenida a la que se sumaba el diálogo sobre las lluvias inesperadas. Las lluvias cambiaban el plan de regreso. Ya no saldríamos al otro día, había que esperar noticias de cómo estaba el suelo del desierto para poder atravesarlo... y esperar que no siguieran las lluvias. Luego de la charla, el espacio se preparó para el almuerzo. Ese día hubo papas fritas, que se terminaron en segundos, certificado que la papa frita es un alimento deseado internacionalmente.
Volvimos a la jaima, cayó nuevamente una fuerte lluvia, las nubes en lo alto pasaban veloces. Seguí el bordado: una síntesis de la flor de Amayiy. Seguía lloviendo, ya no fuerte. En la habitación oscura era difícil bordar. La electricidad se daba a partir de las 19:00 h. Volví a la jaima para ver qué pasaba. De repente paro la lluvia, y el cielo fue un espectáculo de nubes negras, blancas, rosas, grises, de formas arremolinadas, con capas de nubes superpuestas, cúmulos inmensos rodando por el cielo a
distintas velocidades con matices turquesas y verdes. Comenzó a salir el sol. Así como vino la lluvia comenzó a retirarse. Tumultuosa y tronando en las alturas se fue, despidiéndose con un magnífico arcoíris. La lluvia se fue. El paisaje era grandioso. Eran las horas de la tarde, el sol caía rasante, anaranjándolo todo. El agua creaba nuevas formas en la tierra. Aparecieron ríos de grandes caudales en las cuencas que hasta hacía pocas horas habíamos recorrido caminando. Impresionaba la aparición de estos ríos, que armaban como venas brillantes en la planicie reflejando el sol dorado. El desierto mostraba su cara vital al
descubierto. Se abría el paisaje como una flor. Desde una de las lomas contemplé ese despliegue grandioso. De regreso compartimos un té en nuestra sala y seguimos bordando. La noche se puso fría. El cielo se colmó de estrellas, como si las gotas de lluvia hubiesen rebotado en la arena transformándose en luz y salpicando el azul profundo de la noche. En los espacios infinitos, el cielo parece caer por los costados como si pudiéramos llegar a tocarlo o saltar y entrar en él. Otro día en el desierto.
Melfa Verde Agua Fragmento. Flor de amayiy
7 de noviembre
Salí a pintar la distancia, a grabarla con todos los sentidos, a buscar los movimientos en el papel de ese lugar. Es el cumple de Eduardo; no tenía conexión telefónica desde hacía tres días. Me senté frente a la construcción, en una roca. Era una zona alta, que me permitía tener una vista panorámica. Pinté esa extensión en uno de los papeles desplegables. Luz de la mañana. Tifariti luego de grandes lluvias. Pinceladas que dejan en una superficie, la forma, el tono pensado frente a esa visión. El color ingresa por un hueco negro de menos de 5mm. para ser procesado y dejar una conclusión subjetiva en un pequeño cuadrado de papel, para llevar en la mano la inmensidad. No se sabía cuándo podríamos atravesar el desierto para regresar a Bojador. Fui a hacer otra vista del paisaje, de otra parte del horizonte, en el mismo desplegable. Caminé hasta el tanque de guerra que estaba en medio del paisaje. Un tanque que se detuvo ahí y ahí quedó. Es extraño ver objetos de guerra en espacios de
conflicto, en el espacio donde atacó, donde recorrió para dañar. Son objetos que remiten a algo malo. Había quedado en su recorrido de guerra. Estaba oxidado, el movimiento humano que lo habitó era como que aún vibraba en el metal. El tanque es guerra, el conflicto sigue aún. Andando entre las elevaciones, la tierra anaranjada, de piedras a veces tan oscuras como negras. Negras-rojizas, negras-azules, plantas, arbustos, pastos, escarabajos. Andando seguía encontrando vestigios de la guerra. En muchos lugares del terreno había huecos, antiguas trincheras. Seguí caminando por Tifariti, recorriendo como el viento, tratando de absorber las inmensidades. Ya era pasado el mediodía. Me senté en otra roca, contemplando el horizonte del lado opuesto al que pinté por la mañana. El terreno tenía menos desnivel, en la lejanía se veían formaciones elevadas, como sierras. El sol siempre es fuerte. Por más viento fresco que corra es bueno estar todo tapado. A esa altura
entendía la vestimenta del desierto: amplias telas, el turbante algo esencial. Pinté aquel horizonte en el mismo desplegable que el de la mañana, continuando la línea, con otra luz, otras sombras, otro tiempo, otro yo. Terminada la acuarela, agarré el bordado para armar un nuevo encuentro. Fui a una de las jaimas. El día estaba hermoso, el sol brillaba sobre la tierra húmeda. Se sentía la vibración del desierto brotando. La fuerza de las “semillas” comenzaba la multiplicación de sus células, abriendo nuevas vidas vegetales por todos lados. Pensé en Mohadme Barec, si habría salido a buscar plantas. Transcribo lo escrito aquel día en el pequeño cuadernito turquesa: “Libro que lee Jose en la tarde del 7 de noviembre, La Zancada Del Deyar, a las 16:05 h dentro de la jaima con un hermoso día de sol y nubes. Luego de un día con lluvias torrenciales, hay un sol caliente pero con un viento fresco. El cielo no está despejado, está cargado de nubes. Son nueve en la jaima:
Tifariti después de la lluvia, acuarela sobre papel. 10 x 48 cm, 2016
Nacho, Jose, Charo, Juan, Coco, Cesar, Javier y Suleiman”. Me quedé escuchando a Jose. La puerta de la jaima, abierta completamente para que entrara el sol, daba a la inmensidad del paisaje. La luz inundaba el espacio creando un clima cálido y de cobijo. Estaba un poco adormilada entre el sol y la historia en la voz de Jose, pero salí a la superficie de mí, desplegué el bordado e invité a bordar. Quien primero aceptó, con mucho gusto, fue Jesús Palomino. Le mostré como hacer el punto cadena y comenzó su bordado en azul y dorado. Pronto llegaron nuevas personas, Pablo con voluntad se puso a bordar, entró Bachir, sonrió y se recostó en los almohadones a descansar. Se sumó Suleiman con entusiasmo. Suleiman quería bordar una palabra en árabe, pero se dio cuenta de que era complejo. Eligió un hilo grueso verde oscuro. Mirando el diseño comenzado vio que se parecía a la imagen del pájaro elegida para Artifariti 2016. Cambió el
rumbo e hizo el pájaro del diseño que identificaba el encuentro. Estábamos en la jaima, distendidos sobre la alfombra, con la melfa extendida y todos bordando alrededor. Sentí que cerraba un nuevo círculo. El dibujo que imaginé en junio (pp. julio-agosto de 2016) se completaba. En ese instante el grupo de bordadores era: Jesús, Pablo, Suleiman y yo. Tres continentes, tres países, tres mundos, tres paisajes en un punto de la tierra dialogando con hilo. Bordé uniendo diseños. Cuando los últimos rayos del sol dejaron de acompañarnos concluimos lo planeado por cada uno, una danza coordinada. Se reflexionaba sobre lo que estábamos viviendo. Ya era de noche, estaba fresco. El tiempo oscuro lo abarcaba todo. Me dormí.
8 de noviembre
Cumple de mi padre y aún sin comunicarme. Terminado el tiempo del desayuno, comenzó a correr la noticia: era posible que emprendiéramos el regreso esa mañana. De repente se escuchó decir a viva voz: A prepararse. A preparar todo. ¡Regresamos a Bojador! Armamos los bolsos. Nos reunimos todos frente a las jaimas. Nos despedimos de la gente del Frente Polisario. El general Sidi nos dirigió a todos unas breves palabras de despedida. Nos deseó buen viaje y nos agradeció por haber ido hasta allí. Cargamos las camionetas, que esperaban en fila. Siempre se viajaba en la misma. Comenzó el clásico sonar de bocinas. Nos despedimos de Tifariti, del Sahara Occidental, con el deseo de que pronto todos los saharauis puedan estar allí en su tierra. Estábamos inmensamente agradecidos por lo vivido, la hospitalidad y la expresión del desierto con su lluvia. Se ordenó la caravana, comenzamos el regreso. En el cuaderno de dibujos anoté algo: “Martes 8/11. La vuelta. Regresamos a Bojador
10:30 h. Regreso por las arenas, arenas inciertas por la lluvia.” Veo los dibujos y, por el tipo de línea, puedo sentir el terreno. También veo nuevamente el horizonte. Un dibujo me transporta al paisaje donde lo realicé. Iríamos hasta una parte del Muro de la Vergüenza. Anduvimos horas. La arena tenía muchos sectores anegados. Los conductores sabían ver muy bien el terreno. Se buscaba el mejor lugar para pasar. Era una gran hazaña atravesar un lugar de arenas mojadas. Comenzaron a quedarse camionetas, se recogían pastos secos para poner en las ruedas, se empujaba y salían. Estábamos metidos en el tiempo del desierto. El horizonte se sucedía infinitamente. De repente andábamos en un terreno extraño de piedras planas perfectamente colocadas sobre la arena. Paramos y bajamos todos a recorrer. Al mirar de cerca las piedras descubrí que había caracoles y vegetaciones marinas petrificados en su superficie. Estaba en el fondo de un mar. Esa tierra había sido un fondo marino. Pensé en la serie que había pintado en 2015: Abismo,
imaginando el fondo del mar, donde nunca podría habitar. Seguimos viaje. Otra camioneta se quedó enterrada. Repetimos el operativo para liberarla. Salió. Felicidad, festejos, tés en las esperas. En los momentos que bajábamos y recorríamos un poco, en el terreno se podían ver los brotes nuevos, plantitas que nacían por todos lados. El sol comenzaba a caer. En el desierto se empezaban a ver espejismos, como los que se ven en la ruta. En la lejanía en los sectores de piedras oscuras se veían como mares. Lo que fue mar parecía mostrarnos su pasado. En un momento que andábamos en el horizonte pleno y con esos espejismos, a esa hora que el sol cada vez se acerca más al horizonte, allí, en
algún lugar de Sahara Occidental, me fundí en el espacio de la planicie infinita. Nuevamente en un punto de 360º planos paramos todos para un descanso y unos tés. Sol cálido, viento fresco. En esa parada algunas camionetas se alejaron, desaparecieron en el horizonte. Iban a algún lugar que conocían; para mí era como una desmaterialización. Regresaron. Sonaron las bocinas, todos trepamos a nuestros vehículos y seguimos viaje. Estábamos bastante rodeados de arena mojada. No pudimos llegar al sector de muro al que pensábamos ir. Se hacían muchos kilómetros buscando arena seca. Era la hora de los últimos rayos de sol iluminando la tierra, un atardecer grandioso. Ver caer el sol en el
horizonte de la planicie es sentir el movimiento de rotación terrestre, lo cual produce cierto vértigo. Hoy no se llegaba a Bojador. El Frente Polisario preparó rápidamente las instalaciones del Sector 5 para hospedarnos. Hacia allí fuimos. Estábamos cerca. Nos recibió el comandante y nos dio la bienvenida. La hospitalidad es característica del pueblo saharaui. Nos dieron sus espacios para que descansara todo el grupo. Nos distribuimos por todas las habitaciones, ocupándolo todo: camas, piso, todo completo. En la noche intentamos comunicarnos con el “más allá”, con las vidas de cada uno. En la oscuridad éramos como luciérnagas rodeando una antena.
9 de noviembre Un día fresco, espléndido, de sol. Se armó la caravana y retomamos viaje hacia Bojador. Buscábamos el mejor camino. El día estaba despejado, la visibilidad era inmensa. Andábamos entre pequeñas elevaciones, lejanas dunas, terrenos planos. El desierto seguía mojado. Se recorría mucho para buscar zonas secas. Seguimos atascándonos. Paramos varias veces por empantanamientos. Era increíble pero, apenas paraba la caravana, en segundos, varios conductores ya habían bajado de las camionetas, encendían un pequeño fuego, sacaban la tetera, los vasos y se preparaba té. En una de las paradas jugamos un rato al tinenti, en su versión saharaui, que es un poco distinta.
Comenzaba a caer el sol. Nos enfrentamos a un gran espacio de arenas mojadas; se veía el tono más oscuro por el agua. Anduvimos un tiempo rodeando el agua para encontrar el mejor lugar para pasar. Todas las camionetas se pusieron con la trompa frente a esa franja mojada. Se veía la arena oscura, como chocolate espeso. Bajaron a observar de cerca el terreno, nos subimos a las camionetas y cruzamos surfeando el barro de arena. Habíamos pasado el tramo más duro. El sol se perdió detrás de la tierra, avanzó la noche. Las camionetas eran ojos de fuego en la oscuridad. En la noche el desierto estaba escondido. Como a las 22:00 h llegamos al puesto de frontera de Argelia. Los trámites demoraron
bastante. Volvimos al asfalto. Me despedí con añoranza del horizonte del Sahara Occidental, que me dejó su reflejo y un lugar infinito. Pasadas las 23:00 hs. llegamos a la Wilaya de Bojador. Las camionetas llevaron a cada uno a su casa. Jadeya y Fatma nos esperaban con alegría y con la cena caliente. Ya era 10 de noviembre, nuestra ante última noche. La jaima de Jadeya era nuestra casa. Caí rendida.
10 de noviembre
Sharon y Lahsan
Se terminaba Artifariti 2016. Ultimo día para seguir el trabajo pensado. Amanecimos descansados. Disfrutamos compartiendo el desayuno: tés e historias del viaje desde la mirada de cada uno. Día de bordado. Recorría de a poco toda la melfa. En la escuela, extendí la melfa verde agua y los hilos sobre una mesa. Invité al que quisiera a compartir un momento con el bordado, dejando su historia, transformando muros.
La primera que se acercó fue Sharon, entusiasmadísima. Recordó tiempos de bordado en México con su abuela. Hizo el dibujo de un paisaje de Tifariti. Luego se acercó Lahsan Lebsir, artista saharaui. Eligió el color violeta y el naranja para bordar. Minuciosamente bordó sobre uno de los círculos blancos (el sol) de la melfa. Souad siguió los contornos de algunos círculos, con colores fuertes, usando distintos
Lkoria y Souda
puntos de bordado. Todos usábamos el hilo grueso, colores fuertes. María Alcaide hizo nuditos rosas. Aquella mujer que había iniciado el bordado con el hilo dorado, había tomado mi aguja y estaba bordando nuevos puntos. Vestía una bellísima melfa blanca. Era pura luz. Luego pude saber su nombre gracias a Liha Abderrahman, que me ayudó a comunicarme en hassanía con ella. Su nombre era Lkoria Mohamad.
Lkoria hizo líneas en punto cadena con el hilo multicolor y se fue. Antes, como siempre, saludó con gran cariño. Me gustaba que Lkoria apareciera cuando el bordado se desplegaba. Era el lugar de encuentro. Ya se estaba terminando el tiempo de ese instante. Un sueño en medio de un andar. Un viaje. Una nueva realidad. Estar del otro lado de algo. Lo que se piensa en contrapunto con lo que se vive.
Llegábamos al día planeado para el regreso. Me inquietaba algo: ¿Qué hacer con todo el hilo que tenía allí? Todo recién comenzaba. Con Jose planeamos dejarlo estacionado entre dos continentes, pensar, rearmar nuevos caminos. Ahora, terminaría esa acción, luego vería el paso siguiente. Comencé a preparar la mochila. Jamás las cosas entran igual que como las armé. Primero, porque siempre sumo algo y, segundo, porque creo que con el tiempo se inflan. Regresamos a la escuela y, como siempre, regresó Lkoria, vestida con otra melfa, de colores oscuros. Miró la valija de hilos, me señaló uno verde oscuro, le enhebré una aguja y comenzó a bordar algo en uno de los círculos blancos. Bordó la cabeza de un camello. Lkoria dejaba parte de la naturaleza de la tierra Saharaui. Sin hablar ni una palabra nos entendimos todo, desde esa tela de 1,50 x 4 metros. El sol bajaba, fuimos a seguir bordando afuera con Sharon. Se sumó Alexander Romey y eligió el color naranja. Se acercó una chica que había llegado de otra Wilaya para ver Artifariti y dejó sus puntadas con un hilo rosa grueso. Fue una tarde cálida, con un cielo limpísimo, azul cobalto. Cuando no se pudo ver más, guardé todo y nos reunimos en la jaima. Ya era de noche. De repente se puso frío, me envolví en mi trabajo. Última noche en Bojador. Necesitaba acomodar mis emociones, lo intensamente vivido. Todo lo concentrado en esos días de repente se terminaba. Sentía como un tornado adentro. Dejé preparados los trabajos que llevaría para la muestra del final de Artifariti 2016. Cenamos todos juntos.
11 de noviembre Último día en Bojador. La próxima noche ya no dormiría en el desierto. Fui temprano a la escuela. Bordé un rato. De repente, sentí que ya estaba. Lo que había hecho, todo lo sucedido, había sido lo que pude hacer. Todas las partes de lo pensado se realizaron. Cerré el trabajo. Di una vuelta por los alrededores. Nos trasladamos al salón donde se haría la muestra. Era un espacio inmenso, con techo de chapa, como un tinglado. Estaba en la plaza de Bojador, un espacio central de doscientos metros de diámetro con las construcciones alrededor: escuela, hospital, galpón, talleres, Museo de Artesanía. Dejé mis trabajos: la melfa verde agua, cuatro acuarelas, un desplegable y el bordado azul (pp. Septiembre-octubre de 2016), realizado en Argentina, en junio, como muestra. Estarían
juntas las dos piezas de bordado, distintas, pero sobre todo dos universos: un antes y un después, como capas de eras geológicas. Como siempre acomodé mil veces la mochila. En el almuerzo se preparó cuscús en un plato enorme, como de 70 centímetros de diámetro, con verduras asadas y carne de camello. El plato era de madera barnizada con bellos dibujos. Se puso en el centro de la mesa y cada uno elegía un lugar desde donde comer. Del momento que regresamos al salón en adelante todo fue a otro ritmo. No se sabía bien qué pasos se seguían. La melfa flameaba al lado de las pinturas, con las sutiles puntadas de varias manos. Kilómetros de distancias para realizar esa acción imaginada, desentrañada y vivida. Experimentaba una extraña sensación de vacío.
Deambulé por la plaza. Comenzó a llegar mucha gente. Me pareció que fue uno de los momentos en que se acercó más gente de la Wilaya. El día corría, las horas pasaban con otro tiempo. Se planeaba que a las 23:00 h saldríamos de las casas. Había música. El gran salón se llenó de gente, nos saludábamos, intercambiábamos datos. Hubo discursos, se apagaron las luces y vimos en imágenes (presentaciones de proyectos fotográficos y fílmicos) fragmentos de todo lo vivido desde distintos ojos. Era de noche, las horas pasaban cada vez más rápido. Se cerró Artifariti 2016 - Después del Futuro. Las camionetas esperaban afuera para llevarnos a las casas, para cenar con las familias y compartir un tiempo con ellas. A las 23:00 h
teníamos que reunirnos en la escuela para comenzar el largo viaje de regreso. Un momento de extrañar y sentir los vínculos que se habían creado en sólo doce días. De estar compartiendo un té relajador se pasó a una corrida. Llegó el instante de comenzar largos recorridos de espacio, tiempo y emociones. Dejamos la casa de Jadeya, un nuevo lugar en mi mundo. Aún quedaban horas y horas de viaje. Nos reunimos en la escuela. Se vivía algo similar a la llegada, pero todo distinto. Andar sobre los pasos se hace un poco con inercia. Comenzaba otra etapa. Estaba el micro gigante que nos buscó el día que llegamos y las camionetas. Subí al micro. Se terminaba algo que fue el impulso para comenzar a mover todo un nuevo
engranaje: no era un final sino el principio de nuevos caminos. El viaje fue larguísimo, tanto como el de la llegada a Bojador. Tinduf, aeropuertos, controles, horas y horas. Amanecimos en Argel. Hacía veinticuatro horas que estábamos cerrando el encuentro. Pero el largo viaje nos hizo ir de a poco regresando a la cotidianeidad de cada uno. Aún estaba muy lejos de casa. Tenía tiempo de amortiguar lo vivido. Finalmente llegó la hora de embarcar para cruzar a otro continente. Volar a Madrid, sería
el punto y aparte de esta larga oración. Varios se quedaban ese día en Madrid. Estefanía se llevó mi campera como forma de sellar el encuentro de la noche. La perspectiva de este encuentro nos aliviaba las emociones. Llegué a lo de Marcela, donde me esperaban como en casa. Me desplomé. Con Estefanía, Carlos, Nacho y amigos de cada uno cerramos el viaje en un hermoso diálogo con brindis, en un viejísimo bodegón de Madrid.
Llegué al final de mi diario hoy, 28 de junio de 2017. Los ciclos comienzan y terminan todo el tiempo. Hoy termina un escrito que sigue el impulso, que estará en un nuevo encuentro, una muestra en Argentina, en el MACSur: Melfas. Línea orgánica. Un nuevo camino de Después del Futuro del curador Jose Iglesias Gª Arenal. En Lanús, Buenos Aires, Argentina, comenzaré otro bordado colectivo, una nueva melfa: Tierra. Otro bordado ya comenzó como intercambio con artistas de México, la pieza: Tequio. En palabras de Christopher Pérez, artista mexicano: “Mediante el tequio el trabajo se vuelve en un esfuerzo colectivo que genera bienestar común. Lo que estás haciendo tiene gran carga de bienestar emocional. Permite a través de la plástica plasmar identidades e historias, materializa el sentimiento”.
Es como una semilla que echa raíces, tejiendo su historia en dos sentidos: en la planta que está sobre la tierra y debajo, con sus raíces. Tejiendo en la superficie bosques, estepas, selvas y, en la tierra, un dibujo infinito que no vemos, que se une o aleja según las especies, el entorno, las circunstancias. En un ciclo sinfín seguirán las semillas, los brotes, las raíces, los tejidos, los bordados... Hoy en Lanús cierro un tiempo que ya pasó. Lo abrí escribiendo y volvió a ser otro espacio. Se abrió Tequio y llega Melfas. Línea orgánica a Argentina y Tierra. Me gustaría que este libro sea una semilla, un impulso que no pare, por la libertad como base de la condición del ser humano Continuará... Marina Curci, septiembre de 2017
En el Sahara Occidental
CREDITOS Fotografía de obras: Karina Della Vecchia Foto de artista (pp. 7 de noviembre): Nadjib Bouznad Corrección: Diego Castro Diseño gráfico: Estudio Marius Riveiro Villar Impresión: Talleres Trama AGRADECIMIENTOS Jadeya Beyun y su familia, por los días en Bojador. Karina Della Vecchia, por acompañar cada milímetro de este libro. Olga Correa, por las sugerencias acertadas siempre. Estefanía, por tu gran corazón. Jose Iglesias Gª Arenal y ARTifariti por creer en A.BORDAR EL FUTURO y seguirlo. A mi familia, pilar fundamental.
www.marinacurci.com.ar
Curci, Marina Andrea Desierto bordado / Marina Andrea Curci; fotografías de Marina Andrea Curci; ilustrado por Marina Andrea Curci. - 1a ed ilustrada. - Lanús: Marina Andrea Curci, 2017. 64 p.: il.; 21 x 17 cm. ISBN 978-987-42-5867-0 1. Diario de Viajes. I. Curci, Marina Andrea, fot. II. Curci, Marina Andrea, ilus. III. Título. CDD 910.4
Buenos Aires, octubre de 2017