Quién mea mas lejos

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QuiÊn mea mas lejos‌ Surrealistas por defecto

Herman Bustos P.


Es mañana de Navidad. Los niños salen a mostrar sus juguetes. ¿Juguetes? No. Tablets, celulares, video juegos, notebooks y cuanto aparato tenga apariencia de tecnología. Sus pequeños y ávidos ojos están fijos en la pantalla. No juegan entre ellos. Juegan solos, y miran la imagen digital, posesionados, como si el mundo se fuera a acabar, si por un segundo se distraen mirando al niño que está al lado. Sus bocas cerradas y en silencio, sólo se escucha el sonido tan especial de la tecnología. Hipnotizados. Lejanos. Distantes. Satisfechos y plenos. Quieren tener lo máximo que ofrecen las tiendas comerciales y mejor si es superior al vecinito que, en ese momento, ya no es su amigo del alma, es su competidor. Hay que tener más que él. Me acordé de una película que vi en la tele “Semilla de maldad”. ¿Qué irá a ser de ellos cuando sean grandes? ¿Irán a ser felices? ¿O su felicidad será tener cosas? Descubrirán un día que el deseo es un monstruo interminable?¿Que después que tienen algo siempre van a querer más? ¿Niñitos deseantes?. El deseo no es más que la máxima dimensión de las apetencias humanas, sin mayor trascendencia o distinción que la de todo aquello que reclama la atención y que se construye mediante su deseo, no por el mero cúmulo de sus necesidades e instintos primarios, sino a través del deseo que es el deseo del otro al que imita o debe reflejar . Niñitos deseantes ahora, jóvenes deseantes pronto y adultos deseantes en el futuro. Todos entremezclados y enrarecidos. El anhelo no cumplido de lo infinito llenando sus vidas vacías y con una ansiedad creciente siempre incapaz de cumplirse. Por debajo del niño consumidor, fomentado por padres consumidores, él vive una vida fácil donde lo único que lo motiva son unos feroces demonios deseantes que están estimulando constantemente la máxima insatisfacción, en un cuento de nunca acabar. Todos, perdidos y confundidos entre el tener o el ser. Mirando el horizonte, con la vista perdida y vidriosa. Sobre eso reflexionaba mientras estaba sentado en la puerta de mi casa. Yo había sido un niño como ellos. Pensaba que la felicidad era tener y tener. Y tuve. ¿Y después qué? Hasta que un día me di cuenta y pensé ¿Para qué sirve todo esto que tengo? Y lo definí en una palabra: nada. He vivido una vida que no era vida. Entre más cosas tenía más problemas y preocupaciones llenaban mi existencia. He recorrido un largo camino en la vida. Ahora vivo en una casita pequeña. Es un condominio clase media de casas pequeñas, pero cómodas. Yo le llamo “el cité”, aunque a mis vecinos no les gusta mucho que lo diga


de esa manera. Les baja el nivel, según ellos. Mientras recojo el diario que me tiran cada mañana veo que está un poco sucio y con marcas de ruedas. Obviamente, mis vecinos, siempre tan educados, mientras abren el portón para salir no lo recogen y lo dejan a un lado, sino que pasan por arriba. Son los mismos que gritan a los niños los fines de semana y los que ni siquiera saben la hora en que ellos salen del colegio. Por suerte, la empleada de la casa si lo sabe. Estoy separado. Ella vive con nuestros hijos y yo los veo cada dos semanas. Los dos estábamos demasiados ocupados para ser personas que viven juntas. Formo parte de la alta estadística de familias con casas separadas y con problemas legales de tuición y mantención. Me dejó porque yo no le prestaba mucha atención, según ella. Ahora duermo en una cama sencilla y cómoda. Tengo pocas camisas y menos ropa. Una oficina de dos por dos en mi casa. Unos pocos platos que utilizo para las ensaladas y platos principales para cuando tenga invitados a comer en mi pequeño comedor. No tengo aparatos electrónicos, sólo una tele antigua y muchos libros. ¿Auto? ¿Para qué? Tengo bicicleta y mi mayor preocupación es no pinchar las ruedas. Incluso, ya sé cómo parcharlas. Cuando me levanto en la mañana, muy temprano, respiro el aire fresco de la naturaleza y comienzo a hacer lo que me gusta en mi trabajo, porque ya no es una obligación y eso me permite realizarlo con gusto y agrado lo que, además, significa que todos los días son iguales. Sin diferencias entre semana o fines de semana o con horarios que cumplir. Recuerdo, sin nostalgia, que poseía una casa gigantesca llena de cosas: artículos electrónicos, autos, electrodomésticos y miles de artefactos caros. Cosas que terminaron dirigiendo mi vida, o una buena parte de ésta; aquellas que consumía terminaron consumiéndome. Mirando esos niños deseantes y consumidores pienso que vivimos en un mundo de cosas, en demasía, de multitiendas y oportunidades de compra en línea las 24 horas del día. Las personas pueden inundarse de productos y lo hacen. Una vida surrealista y fantasiosa. Pero no es fácil pasar de tener a ser. Para mí, se requirieron muchos años para deshacerme de todas esas cosas no esenciales que había coleccionado y ahora vivo una vida más rica, mejor, más satisfactoria y con menos. Compré una casa de cuatro pisos de 800 metros cuadrados en el sector de moda y, en una locura consumista, compré un sofá modular nuevo, una


tonelada de artefactos, toda la tecnología que existía y, por ejemplo, un reproductor de CD para cinco discos, digno de un audiófilo. Y, por supuesto, un BMW negro con motor turbo. Con arranque a control remoto y computadores por todos lados. Después que mi esposa me dejó, vivía solo en una casa de cinco dormitorios y dos baños. Tenía un auto moderno, grande y del año, además de un jeep para trasladar mis equipos para hacer deporte al aire libre. En mi clóset había 20 tenidas de trabajo, incluidos pantalones de sastre, camisas de vestir de marca, más de 30 pares de zapatos y corbatas de seda italiana. Una pantalla de plasma, un equipo de audio profesional, una colección de más de 1.000 cedés y devedés. También un sillón de cuero italiano, un bar con muchas botellas en medio del living, lindos muebles, elementos decorativos y una gran colección de cactus. Tenía muchas cosas. Tanto que en un minuto la pieza chica y la bodega se empezaron a llenar con ropa, tres bicicletas, cuatro tablas de windsurf, cuatro baterías musicales, 10 guitarras, más de un amplificador y cientos de revistas a las que estaba suscrito y nunca alcanzaba a leer. Me empezó a faltar espacio físico y me di cuenta de que no era funcional... simplemente, sin siquiera cuestionarme cuál era su real aporte. De profesión, Ingeniero Civil de una prestigiosa universidad y luego MBA en el extranjero. Trabajé durante 15 años, y durante los últimos cuatro estuve a cargo de una gerencia de una multinacional. Me despertaba a las seis de la mañana para tomar desayuno y ducharme. Salía a las 6:50 hacia mi trabajo. Trabajaba de 8 de la mañana hasta… ya ni me acuerdo de mi horario de salida. Luego iba al gimnasio cerca del trabajo, para evitar la congestión de regreso a la casa. A las nueve y media llegaba de vuelta a ver un poco de televisión, comer algo y, luego, dormir para comenzar al día siguiente la misma rutina. Los fines de semana viajaba generalmente fuera de la ciudad, practicaba deportes al aire libre o simplemente hacía turismo campestre, alojando en hoteles cómodos y comiendo en restaurantes. Iba al cine y a recitales con frecuencia. También viajaba al extranjero dos o tres veces al año, por trabajo o placer, privilegiando destinos en Europa y Estados Unidos, e incluso China. Trabajaba muchísimo y no tenía tiempo para terminar de adquirir todo lo que creía necesitar. Mi éxito y las cosas que éste compró cambiaron rápidamente mi vida. Pronto quedé como atontado ante todo esto. El nuevo teléfono digital no me emocionaba ni me satisfacía. No pasó mucho tiempo


antes de que empezara a preguntarme por qué mi vida teóricamente superior no se sentía mejor y por qué me sentía con más ansiedad que antes. Mi nueva vida de soltero se complicó innecesariamente. Había que cortar el césped de mi inmenso jardín, hacer arreglos dignos de la casa que tenía, aspirar el piso todos los días, entenderme con las personas con las que convivía, tenía que asegurar el auto, lavarlo, cargarlo de combustible, etc., y tenía que proponer proyectos y seguir trabajando. ¿En quién me había convertido? Mi casa y mis cosas eran mis nuevos empleadores en un empleo para el que no había postulado. Ni siquiera podía estacionar el auto en el garaje porque estaba atestado de cosas compradas y no usadas. Mucho de lo que se consume ni siquiera encuentra un lugar en las cajas. Casi la mitad de los alimentos que compraba iban a parar a la basura. Soy afortunado, obviamente; a no todo el mundo le llega algo caído del cielo. Pero no soy el único cuya vida estaba obstruida con un exceso de cosas. Por lo visto, nuestras casas super grandes no proporcionan el espacio suficiente para todas nuestras pertenencias, como lo deja en evidencia la naciente industria del almacenaje. Mi afición por las cosas afectó casi cada aspecto de mi vida. Y leo en un diario, con preocupación, que el enorme consumo de las personas tiene consecuencias globales, medioambientales y sociales. La temperatura promedio de la tierra ha excedido el promedio correspondiente al siglo veinte. Según lo que vi en un informe reciente, el aumento de la temperatura, como también la acidificación de los océanos, el derretimiento de los glaciares y de los hielos del Mar Ártico son provocados principalmente por la actividad humana. Yo era parte de ese desastre silencioso y en mi ignorancia no me daba cuenta. Los expertos creen que el consumismo y todo lo que éste implica, desde la extracción de recursos hasta la eliminación de desechos pasando por la manufactura, juegan un gran rol en llevar a nuestro planeta hasta el borde del colapso. Muchos de los productos que compramos dependen de mano de obra extranjera barata, a menudo bajo explotación y de regulaciones ambientales débiles. ¿Todo este consumo interminable produce una felicidad mensurablemente mayor? Dicen que aunque la actividad de consumo ha aumentado considerablemente desde los años cincuenta 1950, los niveles de felicidad se han mantenido fijos. La actual escalada de consumo desenfrenado es un comportamiento antisocial aberrante. Situaciones mostradas por los medios


de comunicación, especialmente la televisión, activan una ilógica mentalidad de consumo, todas las personas muestran el mismo tipo de patrones problemáticos en el bienestar, lo que incluye un afecto negativo y una desconexión social. En mi ignorancia yo no sabía que los artefactos que estaba coleccionando fueran parte de un plan conductual antisocial o aberrante. Pero yo estaba afanado en mis labores y ciego con el mundo que me rodeaba. A menudo, los objetos materiales ocupan espacio mental como también físico. Después de dar un giro completo a mi existencia mi vida nunca más volvió a ser la misma. Vivo con lo mínimo y viajo con pocas cosas. Tengo más tiempo para mí y para los demás. Yo no cambiaría ni un segundo mi vida de ahora por nada que haya tenido. Ahora me siento libre y no echo de menos el auto ni los artefactos, ni la gran casa; me saqué un peso de encima como si hubiera abandonado un empleo en el que no tenía ninguna oportunidad de progresar. Es más fácil vivir de acuerdo con mis medios y limitar mi huella medioambiental. Tengo menos, y disfruto más. Mi espacio es pequeño. Mi vida es grandiosa. Ahora sé que la mejor cosa en la vida no son las cosas, para nada, y que las relaciones, las experiencias y el trabajo significativo son los elementos básicos de una vida feliz. Me gustan las cosas materiales tanto como a cualquiera pero mis experiencias demuestran que después de un cierto punto, los objetos materiales tienen la tendencia a desplazar las necesidades emocionales en vez de apoyarlas, que es para eso que se crearon. No se imaginan la cantidad de mis amigos que se compró un auto de lujo y que hoy no puede pagarlo. Son muchísimos los que hoy están en cobranza judicial por el vehículo que compraron en cuotas. No todo lo que brilla es oro, es lo primero que se me ocurre. Cuántos pretenciosos, que hoy vemos en las calles, “tirando pinta” en un Lexus, un Audi, un Mini o un BMW, apenas pueden pagar la patente de ese juguete o derechamente no son capaces de pagar la mantención. Algo que no estuvo en sus primeros cálculos, cuando sólo pensaron en la cuota mensual pero no agregaron los gastos variables ni los otros gastos fijos en su locura aspiracional. Peor aún. Están pagando caro, muy caro, por una tontería que se llama imagen, eso de impresionar a la gente para que los crean exitoso, en vez de invertir en uno mismo, en ser persona. ¿Desde cuándo ser exitoso tiene relación con las marcas que uno usa? Muchos miles ¿o millones? están derrochando tanta plata en imagen, en status, en la forma, con todo el stress y problemas que implica vivir de la apariencia, mientras nos


olvidamos de ahorrar, de invertir en vez de gastar, de prepararnos para las “vacas flacas” que siempre, inexorablemente, vuelven. Yo, como tantos, estábamos enfermos de la imagen y ahora entiendo que es tan patético, que ya ni siquiera un auto medianamente caro sirve para impresionar porque hay muchos. Cada vez más. Entonces llegan los Aston Martin y los Maserati para poder subir un peldaño más en la escala del “mira lo bien que me va,”. O sea, siempre hay algo más arriba, un grado más en la competencia por mostrar” quién la tiene más grande”. Así estamos, en plena competencia de quién “mea más lejos”. Una mezcla de infantilismo con inseguridad galopante. Un tsunami de arribismo cuyo resultado en el futuro es incierto, pero que hoy significa que el énfasis está puesto en las “monedas” y no en la calidad de vida, en el “la hice” y no en el “me siento bien”, en las cosas y no en la cultura. Algo que ayude contra la prepotencia y a la nula conciencia cívica que se ve día a día. Y, sin duda, contribuye a aumentar la sensación de desigualdad y de que “el chancho está mal pelado”. Supe darme cuenta y detenerme a tiempo. ¿Cómo fue que ocurrió? Ni yo mismo lo sé. Solo sé que pasó. Usted que lee esto. Piense. Mírese en el espejo. Y vea si está pensando en su futuro y en el de su familia o está mucho más preocupado de que le miren la “joyita en el taco”. Póngale número y cabeza fría a sus decisiones. Piense que las crisis son cíclicas, es decir, van y vienen. Y actúe. A su gusto. Cada uno sabe dónde le aprieta el zapato. Ahora que lo veo desde afuera, como un espectador sentado en la vereda, que mira lo que pasa por su lado, observo que todos están obsesionados a niveles alarmantes con el éxito. Un concepto que nos seduce, nos cautiva y para muchos, para demasiados, se transforma en la única razón de su vida. Queremos conseguir todo rápido, ojalá sin escalas. Convencidos de que ser exitoso es tener plata y punto. Por eso vemos una sociedad desesperada por consumir lo que sea, pues es la manera más corta y fácil de decir “la hice de nuevo”. Los exitosos agradecen su éxito porque así la gente tiene tiempo para apreciar sus logros y hasta pueden presenciarlo en directo. Los exitosos no pierden el tiempo, porque el tiempo es oro. O sea, no tienen tiempo, menos para su familia. Lo dice uno que lo vivió y lo sabe. Un filósofo de vereda, como yo. Los exitosos se pavonean frente a sus amigos exitosos de que el contador les encontró una manera aún más eficiente de evadir impuestos. Los exitosos presionan en los colegios de sus hijos para que el colegio se


cambie a los barrios donde viven los exitosos. Los exitosos evitan bajar de sus vecindarios y sienten cierta comezón cuando tienen que “excursionar” por lugares raros, donde viven los pobres. Los exitosos entienden ganar como sinónimo de que alguien pierda, porque así se sienten más superpoderosos, más especiales, más vivos. Los exitosos son nombres habituales de la cobranza judicial. Tengo amigos así, o ¿ex amigos? que ya casi no los veo, porque ellos viven en el Olimpo y yo estoy abajo, lo que sería algo así como un “pobre huevón nadie”. Pero hay un problema, saber si vivir en el Olimpo es lo que entendemos por éxito. Ser exitoso es más simple, se entiende por el cumplimiento de nuestras metas y nuestros sueños. ¿Es posible que pongamos en la misma línea conceptos como anhelos, logros y misión de vida con plata, dinero y “monedas”? Suena horrible. Y sí, lo asumo, esta es ciertamente una apreciación moral, pues nace de la preocupación que me genera a mí y a muchas otras personas que se dieron cuenta de la manera en que vivimos. Si nuestro sueño como sociedad es “hacerla”, solamente darle con “el palo al gato”, meter el gol sin importar lo que pase con mis compañeros y menos con el equipo contrario, algo no está bien. Creo, que así jamás podremos dar un salto como sociedad desarrollada. ¿Por qué? Porque los países verdaderamente exitosos son aquellos donde el crecimiento económico va en paralelo con la cultura, con la igualdad en el acceso a la buena salud y educación, con un sistema de vivienda, urbanismo y transporte público que genere ciudades limpias, humanas y respetuosas. Con personas que tienen calidad de vida. No es novedad ni extraño que la “tele” sea nuestro gran referente y que muchos aspiren a ser como los protagonistas de los “realities”, o sea, atléticos, vacíos, tontos, vulgares y famosos. “Farandulandia”, aunque sea por tres minutos. Da lo mismo, fueron exitosos. La hicieron. Se compraron el auto rojo “taquilla”. Aunque después no lo puedan seguir pagando. Aunque pronto nadie se acuerde de ellos, les venga una depresión post fama y tomen pastillas para vivir en la insoportable levedad de la indiferencia. Porque el éxito mal entendido da para comer, un rato, pero es pan para hoy y mucha hambre para mañana. Hay fervor, ansiedad, compulsión, síntomas parecidos al de un adicto. Y, claro, lo más simple y fácil es decir que somos una sociedad de mierda, consumista a niveles absurdos, materialista y sin otro sueño que el de endeudarse. ¿Pero qué le vamos a hacer? Así es la vida moderna, dirá alguno, sin consciencia de nada. El consumo iguala, empareja, disminuye brechas. O sea, mientras consumo, siento que por un rato somos todos


iguales y, ya fuera de la tienda, al ponerme la remera del cocodrilo, la camisa del polero o las zapatillas del puma, siento que esta sociedad discriminadora me abre al menos una ventana si aprendo a uniformarme siguiendo el manual. Lo que puede criticarse como arribista también puede entenderse como mecanismo de sobrevivencia. Lo que le molesta al consumista clasista, que hace rato tiene status y “cara de culo”, es ver cómo avanza al ejército aspiracional encima de sus playas o montañas con nieve y está cada vez más cerca de sus barrios. Para ellos es un mal síntoma. Que el “avance” sea a base de plasmas, refrigeradores y ropa de marca, claro que les molesta. Usan su tarjeta de crédito para consumir y sentirse más integrados. Mientras el “siútico” ladra, todos desenfundan su plástico y pide todas las cuotas posibles “para tener lo que hay que tener”. Muy poco de cultura y casi nada de conciencia cívica o responsabilidad social. Parece más fácil en la ficción que en la realidad. El truco es cómo aprender a vivir con menos y mejor. Cuando me di cuenta, lo único que quería era renunciar a todo e irme lejos. Un auto del año y un jeep. Viajes. Una pieza y una bodega llena de lo que ya no cabía en el departamento. Un sueldo ocho veces superior al promedio. Consumista total. Ese fui yo, recuerdo esa vida, pero no la añoro. A los 37 años decidí renunciar a mi trabajo y planifiqué irme a vivir lejos. Así comenzó mi nueva vida. Gano una cifra que podría ser considerada irrisoria entre mis amigos ingenieros, y que si la comparo con lo que ganaba antes es al menos ocho veces menor. Vivo en una casa arrendada con un amigo, en el “cité” mencionado. Duermo en una cama prestada de una plaza. Mis libros, un computador, una bicicleta, un vehículo chico que, a veces, uso para trabajar, ropa informal y suficiente para una semana sin repetirse, son mi único capital. Me traje mi sillón, la colección de cactus, mis vasos, cedés, instrumentos musicales, unos muebles diseñados y fabricados por mí y, en general, cosas que tienen un valor sentimental. Ahora pienso que comprar en exceso es derrochar. Que ocupa espacio y no me aporta valor. Desde que llegué acá no me he comprada ropa. Nunca. A no ser calzoncillos y calcetines. El resto es lo mismo que me traje hace cinco años. De hecho, todavía tengo ropa guardada y cuando me falta saco de ahí. Me alejé del lugar común de la vida de quienes ejercen mi profesión en las grandes ciudades y lo reemplacé por una vida simple, sin lujos en el sentido común de la expresión. No tengo rutina ni horarios. Mi agenda es


de corto plazo, dos meses máximo, Tengo muchos conocidos y unos cuantos buenos amigos, que en su mayoría son del colegio, con valores arraigados, respeto, solidaridad, compromiso, confianza y no transables. Por el contrario, los que me rodean son impulsivos, materialistas, exigentes impacientes. Llenan malls, restaurantes y cines porque buscan recompensas ficticias a través de lo que compran. Sienten que el consumo incluso los relaja. Las carencias emocionales las compensan con adquisiciones. Así es el nuevo consumidor. Un personaje al que todos critican y le endosan las malas prácticas de la modernidad. Ese que aparece los fines de semana por los malls y si no, por las páginas de internet con el único propósito de comprar. El que casi se comporta como un fan de su marca preferida y acampa la noche anterior a la inauguración de H&M como hicieron 500 personas. O es parte de las 1.500 personas que esperaron por horas fuera de la tienda electrónica de PC Factory. Es decir, ese es usted. Y también su tía, su vecina, su hijo, su mamá y su amigo. Porque, aunque muchos toman palco para describir los excesos ajenos, son demasiado pocos los que se sustraen a esta fiebre compradora. De hecho, sin usted, su tía, su vecina, su hijo, su mamá y su amigo, no se tendrían los números de ventas que se tienen hoy. ¿Y cómo es usted? Los especialistas y el mismo mercado lo han estado tratando de definir para entenderlo y venderle mejor y más, lo que sea que quieran venderle. Y ya tienen su perfil de cliente promedio: cree que no tiene tiempo para nada, reclama cada vez más por lo que le parece pertinente, es individualista y materialista, algo impulsivo, siente una permanente necesidad de recompensa y sus límites de compra son algo más que difusos. Esta fichado. Es deseante compulsivo. Sentirse estresado o muy estresado y que no tiene tiempo libre lo lleva en un proceso de búsqueda de actividades para bajar ese nivel de tensión. A mayores índices de estrés, las personas buscan más actividades para disminuirlo, y el consumo es una de las actividades que se ven como relajantes y placenteras. Aparte de comer y llenar restaurantes y locales de comida rápida, lo que se manifiesta en los altos índices de obesidad en casi todos. Me sorprende de que al llegar a un restaurante haya más de media hora de espera, que los estacionamientos estén llenos y ver a los padres con los niños de paseo en el mall. Cada uno con un celular pegado a la oreja o mirando el aparato por si alguien se comunica. La incomunicación de la comunicación. Es como si se viera todo eso de lejos. Pero no, lo que pasa es que no se dan cuenta de que también están ahí, al igual que el resto, para consumir.


Somos parte de una sociedad materialista. Algo que está estrictamente relacionado con el individualismo. O sea, tenemos menos vida de barrio, somos más desconfiados que antes, menos empáticos y menos centrados en la familia y en nosotros. En ese escenario, la brecha entre lo que somos y lo que queremos ser la acortamos a través de las compras. Es lo que en sicología se llama “brecha de identidad”. Y esa brecha es la que promueve la compra impulsiva, la acción que racionalmente no podemos explicar por qué la hacemos y que nos lleva a comprar sin necesitar. ¿Un ejemplo clásico? El padre culposo que no tiene tiempo de estar con sus hijos y a modo de compensación les compra lo que quieren. Ese deseo de comprar y tener, muchas veces lo justificamos con un argumento que nos parece infalible. Decimos que es “un regalo”, “un regaloneo” o “un premio”, todos sinónimos que apuntan a lo mismo: reconocer que acostumbra a comprarse algo para darse un gusto. Tendemos a vivir el consumo como una autorrecompensa por el esfuerzo realizado. En paralelo, otros tipos de autorrecompensas se están relativizando, como el prestigio de la profesión o el reconocimiento de los pares. A partir de la ecuación culpa, estrés y menos tiempo, se genera un aumento en el consumo de experiencias de adquisición para rentabilizar el tiempo. Por eso, ha subido tanto la venta de pasajes para viajes al extranjero. Con la capacidad adquisitiva para hacerlo, un viaje es un…“merecido descanso”. Creemos que lo merecemos, pero también estamos diseñados para la obtención de estas recompensas. El cerebro busca gratificaciones todo el tiempo. A veces cuando estamos más tristes, el valor de la recompensa en el cerebro es más alto. El cerebro valora la recompensa inmediata. Las personas interpretan el mundo desde un espacio simbólico creado por ellos. Construyen un “yo ideal”. Cuando compra desarrolla un proceso mental en que no está comprando cualquiera, sino un vehículo para llegar a ese “sujeto” que tanto busca. Desde el simbolismo es alguien “deseante” más que “necesitado”. Su consumo satisface expectativas conscientes e inconscientes por sobre las necesidades. El deseo se fundamenta en las carencias intrínsecas de autosuficiencia como seres humanos y en las aspiraciones a la completitud y al poder. Este deseo es satisfecho solo cuando un sujeto y un objeto se vinculan exitosamente. Los productos o su marca dan la posibilidad simbólica e ilusoria de concretar esa imagen de sujeto ideal. Para mí, ahora, convivir entre las personas es algo natural y necesario, y sucede en forma armoniosa día a día. Amanecer en un lugar rodeado de naturaleza es una maravilla que me llena de energía y me motiva a vivir y


disfrutar de cada día. Un sábado o domingo es muy similar a un día cualquiera dentro de la semana. Así vivo. Y no fue que no me gustaran las cosas que acumulé, sólo que las tenía en exceso. Porque, claro, tenía las condiciones y podía hacerlo. Si volviera a vivir alguna vez lo que viví, probablemente tendría las mismas cosas, pero en mucho menor cantidad. Lo suficiente. Nada justifica tener por tener, solo vale lo que uno es. Ahora soy y no lo cambio por nada. El tiempo no se compra.

Santiago de Chile. 2014



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