20mil Leguas de Viaje Submarino

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Camino a las Veinte mil leguas de viaje submarino


Camino a las Veinte mil leguas de viaje submarino

Alejandro Spiegel y Sergio Saposnic ILUSTRACIONES

MatĂ­as Bervejillo


Índice

Un mounstruo en los mares. 8 La invitación. 12 Comienza la cacería. 16 La persecución. 20 El primer encuentro. 26 El combate. 30 Conociendo el narval. 36 El capitán Nemo. 41 Presentaciones. 44 El Nautilus. 48 Paseo por el mar de Coral. 56 Un accidente. 62 Nedo y Nemo. 72 Tesoros. 82 Signo Editorial SA de CV . Blvd. Manuel Ávila Camacho 1994 / 703 San Lucas Tepetlacalco, CP 54055, México Teléfono: 53 98 14 97 club@lectores.com www.clublectores.com

La Atlántida. 87

ISBN :

El Maleström. 92

968 5938 17 2

Al Polo Sur. 92 Tentáculos. 98 Al norte. 100

© 2004, Signo Editorial SA de CV

FUENTES CONSULTADAS Realización gráfica: MONOCROMO

Libros. 109 Sitios de Internet. 110

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Acerca del texto de Camino a las veinte mil leguas que te presentamos El texto que estás a punto de leer surge del análisis y la selección de historias del original de Julio Verne y su posterior reedición. Hemos elegido los fragmentos y las aventuras que te permitan comprender y compartir:

• un texto ‘de anticipación’: cuando se escribió, los submarinos –como el Nautilus– no existían y, por lo tanto, el autor nunca vio lo que nos hace ver a través de sus palabras.

• la mezcla de curiosidad, atracción y espanto por ‘algo’ desconocido que misteriosamente aparece y desaparece en el fondo de los mares. Si lo piensas, al menos parte de lo que aquí se cuenta tiene parentesco con lo que surge cada vez que alguien avista algo parecido a una nave que se pierde en el fondo del espacio. Quizás allí radica parte de la magia que tiene este libro: combina ciencia (¿ficción?) con personas reales que reaccionan escencialmente como humanos.

Mientras hacíamos nuestro trabajo, quedaron muchas otras historias y muchos otros detalles que no incluimos. Es decir, si esto que vas a leer te gusta y entusiasma, hay una buena noticia: en el original encontrarás más, mucho más. Las ilustraciones también te acompañarán en el viaje submarino. Nos proponemos que al observarlas puedas imaginar lo que los protagonistas vieron en su travesía. Por ello, intentamos que este libro sea también una escotilla imaginaria –y sólo tuya– hacia el escenario de las aventuras que aquí se cuentan.

• la pasión de los científicos por investigar, por conocer, a pesar de los peligros que deban correr para lograrlo. • las maravillas del mundo submarino. • la genial combinación que hace Verne entre el argumento de la historia y la cantidad de datos científicos que la ilustran.

Finalmente, en la sección «Fuentes consultadas» hallarás las citas de los libros y de los sitios de internet que utilizamos para escribir esta obra. Alejandro y Sergio andamiodeideas@hotmail.com

Introducción

Cuando decidimos escribir este libro, pensamos en ofrecerte un puente, un camino cómodo y amigable que te entusiasme a salir hacia otras lecturas, a seguir leyendo más allá de estas páginas. Obviamente, uno de los destinos, el primero, es Veinte mil leguas de viaje submarino, el clásico de Julio Verne. Pero hay otros, muchos otros posibles puertos de llegada, como los textos que hemos incluido junto con el relato que hoy te contamos. A medida que leíamos el maravilloso relato de Verne fuimos relacionando sus historias con otras que ya conocíamos. Las palabras de este viejo relato nos hacían recordar otras lecturas, nos llamaban la atención y nos llevaban a asociarlas, a traerlas a nuestra memoria. Y no fue casual. Cada vez que uno habla, lee o escribe, se inspira, toma impulso, a partir de lo que ya leyó o escuchó. Por ello, todo lo que conocemos es algo así como una plataforma de lanzamiento desde la que siempre partimos. A propósito: Hay muchos que sostienen que la lectura puede pensarse también como una forma de escritura. Sí, al leer un texto y vincularlo con otros construimos uno nuevo dentro de nosotros, propio y único, que surge a partir de la navegación por las asociaciones que armamos y que es diferente a cualquier otro, al de cualquier otra persona. En las páginas siguientes desplegaremos todos estos textos que resurgieron en nuestra memoria desde la lectura que hicimos de Veinte mil leguas de viaje submarino. Probablemente alguno te resulte conocido; incluso has leído varios de ellos quizás, pero seguramente encontrarás otros que querrás leer. Es más, seguramente, como decíamos antes, tú mismo sumarás algunos otros, con las historias que evoques a partir de las frases de Camino a las veinte mil leguas de viaje submarino.


CAPÍTULO I

Un monstruo en los mares

T

odo había empezado mucho antes de A dos mil leguas de allí, el Helvetia y el recibir aquella carta. Más aún: lo más Shannon, cuando navegaban por la zona del notable no fue la invitación que ella traía, Atlántico comprendida entre Europa y Estasino que estuviera firmada por dos Unidos, calcularon la longiel mismísimo ministro de Matud mínima del mamífero en más «Y Dios había dispuesto que un gran pez se tragara rina. Por lo demás, obviamende trescientos cincuenta pies. a Jonás». te, yo sabía lo que estaba ocuEstos sucesivos informes La Biblia, Libro de Jonás, 2.1 rriendo: impactaron profundamente en Los rumores agitaban a las poblaciones de los puertos y sobreexcitaban a los habitantes del interior de los continentes. Negociantes, armadores, capitanes de barco de Europa y Norteamérica, oficiales de la marina de guerra de todos los países y, tras ellos, los gobiernos de los diferentes Estados de los dos continentes manifestaron la mayor preocupación por el suceso: varios barcos se habían encontrado en sus derroteros con «una cosa enorme», infinitamente más grande y más rápida que una ballena, y con un objeto largo, fosforescente en ocasiones. El Governor Higginson lo había encontrado y su capitán pudo ver dos columnas de agua de 150 pies proyectadas por el inexplicable objeto. Pocos días más tarde fue avistado por el Cristóbal Colón en aguas del Pacífico. Por consiguiente, el extraordinario cetáceo podía trasladarse con velocidad sorprendente.

la opinión pública mundial. En todas partes, en las grandes ciudades, el monstruo se puso de moda. Fue tema de canciones en los cafés, de broma en los periódicos y de representación en los teatros. La prensa halló en él la ocasión para practicar el ingenio y el sensacionalismo. En sus páginas, pobres de noticias, se vio reaparecer a todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible Moby Dick de las regiones hiperbóreas, hasta el desmesurado Kraken, cuyos


tentáculos pueden abrazar un buque de quinientas toneladas y llevárselo a los abismos del océano. Incluso se reprodujeron noticias de tiempos antiguos, como las opiniones de Aristóteles y de Plinio que admitían la existencia de tales monstruos. Sin embargo, tan misteriosamente como había surgido, desapareció por varios meses. El tema parecía enterrado hasta que el Moravian, cuando navegaba de la noche, chocó por estribor con una roca no señalada en ningún mapa de los parajes que recorría. Al examinar el buque se observó que una parte de la quilla había quedado destrozada. Tal vez este hecho habría pasado al olvido si no se hubiera reproducido en idénticas condiciones, tres semanas después, cuando el Scotia navegaba con mar bonancible y brisa favorable. En el momento que los paSurgió de la embarcación un breve silbido; era el dardo sajeros se hallaban merendando lanzado por Queequeg. en el gran salón, se produjo un Sobrevino entonces el choque; la lancha pareció dar fuerte choque a babor. Pero el de proa sobre una roca; la Scotia no había dado el golpe, vela saltó y se vino abajo: brotó muy cerca un chorro sino que lo había recibido, y de súbito de vapor ardiente, un instrumento perforante. mientras que algo parecido a un terremoto nos cogía por

tro centímetros de espesor; además, se había retirado por sí mismo mediante un movimiento de retracción verdaderamente inexplicable. Tan impresionante fue este último hecho, que apasionó nuevamente a la opinión pública. Desde ese momento, en efecto, todos los accidentes marítimos sin causa conocida se atribuyeron al monstruo, y el fantástico animal cargó –justa o injustamente– con la responsabilidad de todos los naufragios.

Una vez puesto el Scotia en el didebajo. Toda la tripulación quedó medio sofocada, al que seco, los ingenieros procediecaer, revuelta entre la espuma ron a examinar su casco. Sin podel remolino, que formaba una sola cosa con la ballena y der dar crédito a sus ojos vieron el arpón; mas como éste no que a dos metros y medio por dehiciera más que rozarla, la bajo de la línea de flotación se ballena pudo escapar. abría una desgarradura regular en Moby Dick, H. Melville forma de triángulo isósceles. La perforación de la plancha era perCada día se consideraban más fectamente nítida. Era evidente, pues, que el peligrosos los viajes entre los diversos coninstrumento perforador que la había producitinentes, y era urgente que, de una vez y a do tenía una fuerza prodigiosa, como lo atesticualquier precio, se desembarazaran los guaba la horadación de una plancha de cuamares del formidable cetáceo. ■


CAPÍTULO II

La invitación Sr. Aronnax Profesor del Museo de París Fifth Avenue Hotel Nueva York Muy señor nuestro: Si desea usted unirse a la expedición del Abraham Lincoln, el gobierno de Estados Unidos vería con agrado que Francia estuviese representada por usted en esta empresa. El comandante Farragut tiene un camarote a su disposición. Muy cordialmente le saluda J. B. Hobson Secretario de la Marina.

Y

o había llegado a Nueva York cargado de preciosas colecciones, después de pasar seis meses en Nebraska, adonde había ido de expedición enviado por el gobierno francés, dada mi condición de profesor del Museo de Historia Natural de París. Mientras esperaba el momento de partir hacia Europa, me ocupaba en clasificar las riquezas mineralógicas, botánicas y zoológicas que había recogido durante mi viaje. Fue entonces cuando se produjo el incidente del Scotia.

El problema estaba más candente que nunca y el misterio me intrigaba. Sólo quedaban dos soluciones posibles, que congregaban a dos bandos bien diferenciados: por una parte, los que creían en un monstruo de fuerza colosal y, por otra, los que hablaban de un barco ‘submarino’ de gran potencia motriz. Ante la imposibilidad de formarme una opinión, oscilaba de un extremo a otro. Sin embargo, yo había publicado en Francia una obra titulada Los misterios de los grandes fondos submarinos, que había tenido excelente acogida en el mundo científico. Ese libro hacía de mí un especialista en la materia. Solicitaron mi opinión en varias ocasiones, y me encerré en una absoluta negativa mientras pude rechazar la realidad del hecho. Pero pronto, acorralado, me vi obligado a explicar categóricamente mi punto de vista. Fui conminado por el New York Herald a formular una opinión. No pude callar por más tiempo, y hablé. A continuación presento un extracto del muy denso artículo que publiqué en el número del 30 de abril: «Así pues –decía yo–, tras haber examinado una por una las diversas hipótesis posibles, es necesario admitir la existencia de un animal marino de extraordinaria potencia.


«Las grandes profundidades del océano un unicornio marino de dimensiones colonos son totalmente desconocidas. ¿Qué hay sales, armado no ya con una alabarda, sino en esos lejanos abismos? ¿Qué seres los con un verdadero espolón, como las fragahabitan? ¿Qué seres pueden tas acorazadas. vivir a doce o quince millas por Alude Procopio en su «Así podría explicarse este fehistoria que siendo prefecto debajo de la superficie de las nómeno inexplicable; a menos de Constantinopla en el aguas? ¿Cómo son los organisvecino Helesponto fue que no haya nada, a pesar de mos de esos animales? Apenas cazado un gran monstruo lo que se ha entrevisto, visto, marino que había estado puede conjeturarse. sentido y notado, lo que tamdestruyendo barcos en aquellas aguas durante más «La solución del problema que bién es posible». de cincuenta años. No se me ha sido sometido puede repuede dudar así como así de Estas últimas palabras eran una un hecho fundamentalmente vestir la forma del dilema: o cobardía de mi parte, pero yo dehistórico de este género, ni conocemos todas las variedahay razón alguna para bía cubrir hasta cierto punto mi des de seres que pueblan ponerlo en cuarentena. No dignidad de profesor y protegerse indica la clase precisa de nuestro planeta o no las conomonstruo en cuestión, pero me del ridículo evitando hacer reír cemos. Si no las conocemos topuesto que destruía barcos, a los estadunidenses, que cuany teniendo en cuenta otras das, si la Naturaleza tiene aún razones, tuvo que ser una do ríen lo hacen con ganas. Con secretos para nosotros en ballena, y me inclino esas palabras me creaba una esresueltamente a pensar ictiología, nada más aceptable capatoria, pero, en el fondo, yo adque fuera un cachalote. que admitir la existencia de mitía la existencia del ‘monstruo’. Moby Dick, H. Melville peces o de cetáceos, de especies o incluso de géneros nueLas acaloradas polémicas susvos, de una organización esencialmente citadas por mi artículo le dieron una gran adaptada a los grandes fondos. repercusión. El espíritu humano es muy proclive a las «Si, por el contrario, conocemos todas las grandiosas concepciones de seres sobrenaespecies vivas, habrá que buscar necesaturales. Y el mar es precisamente su mejor riamente al animal en cuestión entre los sevehículo, el único medio en que pueden prores marinos ya catalogados, y en este caso ducirse y desarrollarse esos gigantes, ante yo me inclinaría a admitir la existencia de los cuales los animales terrestres mayores, un narval gigantesco. elefantes o rinocerontes, son unos enanos. «En efecto, el narval está armado con una Las masas líquidas transportan las mayoespecie de espada de marfil; una alabarda, res especies conocidas de los mamíferos, y según la expresión de algunos naturalistas. quizá ocultan moluscos de tamaños incomSe trata de un diente que tiene la dureza del parables y crustáceos terroríficos, como poacero. Se han hallado algunos de estos diendrían ser langostas de cien metros o cantes clavados en el cuerpo de las ballenas a grejos de doscientas toneladas. ¿Por qué no? las que el narval ataca siempre con eficacia. Antiguamente, los animales terrestres, contemporáneos de las épocas geológicas, los «En consecuencia, y hasta disponer de más cuadrúpedos, los reptiles, los pájaros, alcanamplias informaciones, yo me inclino por

zaban proporciones gigantescas. El Creador los había lanzado a un molde colosal que el tiempo ha ido reduciendo poco a poco. ¿Por qué el mar, en sus ignoradas profundidades, no habría podido conservar esas grandes muestras de la vida de otra edad, las últimas variedades de aquellas especies titánicas, cuyos años son siglos y sus siglos milenios? Habiéndose pronunciado ya la opinión pública, Estados Unidos fue el primer país que decidió tomar medidas prácticas. En Nueva York se hiTambién a ti te daré un cieron preparativos para emprudente consejo, por si te decidieras a seguirlo: prender una expedición a fin Prepara la mejor de perseguir al narval. embarcación que hallares, con veinte remeros Una fragata muy rápida, la (...)También tú, amigo, ya Abraham Lincoln, fue equique veo que eres gallardo y de elevada estatura, sé pada para hacerse a la mar fuerte para que los lo antes posible, al mando venideros te elogien. Y yo me voy hacia la velera nave del comandante Farragut. y los amigos, que ya deben de estar cansados de El 3 de julio se notificó que esperarme. Cuida de hacer un vapor de la línea de San cuanto te dije y acuérdate de Francisco a Shangai había mis consejos. vuelto a ver al animal tres La Odisea (Canto 1, 252), Homero semanas antes, en los mares del norte del Pacífico. No se concedieron ni veinticuatro horas de plazo al comandante Farragut que, por otra parte, estaba ansioso por partir. Tres horas antes de que el Abraham Lincoln zarpara del muelle de Brooklyn, recibí la carta que me invitaba a la expedición. ■


CAPÍTULO III

Comienza la cacería

T

res segundos después de haber leído la carta del secretario de la Marina, había comprendido mi verdadera vocación. El único fin de mi vida era cazar a ese monstruo inquietante y liberar de él al mundo. –¡Conseil! –grité impaciente.

–En persona. Bienvenido a bordo, señor profesor. Tiene preparado su camarote. Tres hurras sucesivos brotaron de quinientas mil gargantas. Millares de pañuelos se agitaron en el aire sobre la compacta masa humana y saludaron al Abraham Lincoln.

Conseil era mi ayudante, un abnegado muA las ocho de la noche, tras haber dejachacho que me acompañaba en todos mis do al noroeste el faro de Fire Island, la viajes, por quien sentía yo mufragata surcaba ya a todo vacho cariño y al que él correspor las oscuras aguas del At–¡Aquí os tenemos! – pondía sobradamente. lántico. exclamó al vernos–. Esta –¿Me llamaba el señor?

noche ha llegado el doctor a Londres. ¡Bravo! La tripulación está completa.

El comandante Farragut era un buen marino, digno de la –Sí, muchacho. Prepara mis cofragata que le había sido con–¡Oh, señor! –dije yo sas y prepárate. Partimos denentonces–, ¿cuándo fiada. No permitía que la existro de dos horas. zarparemos? tencia del cetáceo fuera dis–¿Cuándo? ¡Mañana salimos! –Como el señor guste –responcutida a bordo, porque no teLa isla del tesoro, dió tranquilamente. nía la menor duda sobre la R. L. Stevenson –No hay un momento que permisma. Estaba tan seguro de der. Mete en mi baúl todos mis su existencia como de que liutensilios de viaje, trajes, camisas, calcetiberaría a los mares del animal. Lo había nes, lo más que puedas, y ¡date prisa! jurado.

–¿El señor Pierre Aronnax? –me preguntó. –El mismo –respondí–, ¿comandante Farragut?

Los oficiales de a bordo compartían la opinión de su jefe. Había que oírles hablar, discutir, disputar, calcular las posibilidades de un encuentro y verles observar la vasta extensión del océano. Más


de uno se imponía una guardia voluntaria, que en otras circunstancias hubiera maldecido.

cuados para la pesca del gigantesco cetáceo. Pero tenía algo mejor aún, a Ned Land, el rey de los arponeros. Era un canadiense con una habilidad «Un día me llamó aparte manual poco común, que no tepara prometerme que me daría una moneda de plata nía igual en su peligroso ofide cuatro peniques el cio. Poseía las cualidades de la primero de cada mes sólo con que mantuviera el ojo destreza y de la sangre fría, de bien abierto y le advirtiera de la audacia y de la astucia en la llegada de un ‘marinero grado superlativo. con una sola pierna’».

En efecto, la tripulación estaba impaciente por encontrar al unicornio, y vigilaba el mar con escrupulosa atención. Por otra parte, Farragut había prometido dos mil dólares a quien, fuese La isla del tesoro, grumete o marinero, contraEra un hombre de estatura R. L. Stevenson maestre u oficial, avistara elevada y de complexión roprimero al animal. No hay busta. Por su ojo y por su braque decir cómo se ejercitaban los ojos a zo, valía igual que toda la tripulación. Tebordo del Abraham Lincoln. nía un aspecto grave, a veces violento y poco comunicativo, salvo conmigo. ■ El comandante Farragut había equipado cuidadosamente su navío con los medios ade-


CAPÍTULO IV

La persecución

P

rimero recorrimos la costa oriental de América del Sur y entramos al Pacífico a través de las peligrosas aguas del Cabo de Hornos. Allí navegamos por meses sin basarnos más que en conjeturas respecto del paradero del monstruo. La tripulación se impacientaba y crecía el desaliento. Mientras tanto, Ned se había aficionado a hablar conmigo. A mí me gustaba mucho oírle el relato de sus aventuras en los mares polares. Por otra parte, Ned no creía en el unicornio, y era el único a bordo que no compartía la convicción general. Un día, habiendo pasado ya el trópico de Capricornio, cuando la fragata se hallaba a la altura del Cabo Blanco, treinta millas a sotavento de las costas de la Patagonia, llevé naturalmente la conversación al punto que me interesaba: –¿Tiene usted razones particulares para mostrarse tan incrédulo? El arponero me miró durante algunos instantes antes de responder; se golpeó la frente con la mano, según gesto que le era habitual; cerró los ojos como para recogerse y dijo al fin: –Quizá, señor Aronnax, he perseguido a muchos cetáceos, he arponeado un buen número de ellos, he matado a muchos, pero

por potentes y bien armados que estuviesen, ni sus colas ni sus defensas hubieran podido abrir las planchas metálicas de un barco. –Escuche, Ned: Si un animal como ese habita las profundidades del océano, tiene que poseer necesariamente un organismo cuya solidez desafíe a toda comparación. Además, hace falta una fuerza incalculable para mantenerse en las capas profundas y resistir su presión. Algunas cifras se lo probarán fácilmente. –¡Oh, las cifras! –replicó Ned–. Se hace lo que se quiere con las cifras. –En los negocios, sí, Ned, pero no en matemáticas. Escuche: cuando usted se sumerge, Ned, cada que desciende treinta y dos pies su cuerpo soporta una presión igual a la de la atmósfera. De ello se deduce que a trescientos veinte pies esa presión será de diez atmósferas, de cien atmósferas a tres mil doscientos pies, y de mil atmósferas, a treinta y dos mil pies; es decir, a unas dos leguas y media. Eso que equivale a decir que si usted pudiera alcanzar esa profundidad en el océano, cada centímetro cuadrado de la superficie de su cuerpo sufriría una presión de mil kilogramos. ¿Y sabe usted, mi buen Ned, cuántos centímetros cuadrados de superficie tiene usted?


–Lo ignoro por completo, señor Aronnax. –Unos diecisiete mil, aproximadamente. –¿Tantos? ¿De veras? –Y como en realidad la presión atmosférica es un poco superior al peso de un kilogramo por centímetro cuadrado, sus diecisiete mil centímetros cuadrados están soportando ahora una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos. –¿Sin que yo me dé cuenta? –Sin que se dé cuenta. Si tal presión no le aplasta es porque el aire penetra en el interior de su cuerpo con presión igual. De ahí que haya equilibrio perfecto entre las presiones interior y exterior, que se neutralizan y le permiten soportarla sin esfuerzo. Pero en el agua es otra cosa.

–Sí, lo comprendo –respondió Ned, que se mostraba más atento–. Porque el agua me rodea y no me penetra. –Exactamente, Ned. Así pues, a treinta y dos pies por debajo de la superficie del mar habría sobre usted una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos; a trescientos veinte pies, diez veces esa presión, y a treinta y dos mil pies, mil veces esa presión, o sea, diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilogramos. En una palabra, quedaría usted planchado. Land estaba verdaderamente asombrado. –Pues bien, mi buen Ned, si hay vertebrados de varios centenares de metros de longitud y de un volumen proporcional que se mantienen a semejantes profundidades, con una superficie de millones de centímetros cuadrados, calcule la presión

que resisten en miles de millones de kilo–Pero si no existen, testarudo arponero, gramos. Calcule usted cuál debe ser la re¿cómo se explica usted el accidente que le sistencia de su armazón ósea ocurrió al Scotia? y la potencia de su organismo El marino americano no se –Pues porque... –dijo Ned, tiengañaba; el mar de la para resistir a tales presiones. tubeando. Malasia hasta entonces Ahora piense en los desastres tranquilo como un espejo, –¡Continúe! comenzaba a inquietarse, que puede producir una masa encrespándose en ondas su –Pues, ¡porque... eso no es semejante lanzada con la vesuperficie, como si fuese verdad! sacudido por una locidad de un expreso contra conmoción submarina; un el casco de un buque. ente oscuro acerado –Sí... En efecto... Tal vez –respondió el canadiense, turbado por esas cifras, pero sin querer rendirse.

comenzaba a extenderse por el vasto mar, y ello, indudablemente, preocupaba a un experimentado marinero como era el maestro Hill.

En todos esos días, ¡cuántas veces compartí la emoción del estado mayor y de la tripulación cuando se avistaba alguna ballena! En un instante se Sandokán, el tigre de la –Pues bien, ¿le he convencido? Malasia, E. Salgari poblaba el puente de la fragata y las escotillas vomitaban un –Me ha convencido de una torrente de marineros y oficiales. Entonces, cosa, señor naturalista, y es de que si tales el Abraham Lincoln modificaba su rumbo animales existen en el fondo de los mares para perseguir al animal señalado, que redeben necesariamente ser tan fuertes como sultaba ser una simple ballena o un vulgar dice usted.


cachalote que pronto desaparecían entre un concierto de imprecaciones. Era evidente que íbamos a ciegas. Pero, ¿cómo podríamos proceder de otro modo? Cierto que nuestras probabilidades eran muy limitadas. Pese a todo, nadie a bordo dudaba del éxito todavía, y no había un marinero dispuesto a apostar contra la próxima aparición del narval. El 20 de julio atravesamos el Trópico de Capricornio a 1050 de longitud, y el 27 del mismo mes, el ecuador, por el meridiano 110. La fragata tomó entonces una más decidida dirección al oeste, hacia los mares centrales del Pacífico. Durante tres meses, tres meses de los que cada día duraba un siglo, el Abraham Lincoln surcó todos los mares septentrionales del Pacífico, corriendo tras de las ballenas señaladas, haciendo bruscos cambios de rumbo, virando súbitamente de uno a otro bordo,

parando repentinamente sus máquinas, forzando o reduciendo el vapor alternativamente, con riesgo de desnivelar su maquinaria, y sin dejar un punto inexplorado desde las costas de Japón hasta las de América. ¡Y nada! ¡Nada más que la inmensidad de las olas desiertas! Nada que se asemejara a un narval gigantesco, ni a un islote submarino, ni a un resto de naufragio, ni a un escollo fugaz ni a nada sobrenatural. Y se produjo la previsible reacción frente a tanto entusiasmo baldío: el desánimo se apoderó de todos y abrió una brecha a la incredulidad. Después de un razonable periodo de obstinación, el comandante Farragut, al igual que Colón en otro tiempo, pidió tres días de paciencia. Si en ese plazo no aparecía el monstruo, el timonel daría tres vueltas de rueda y enfilaría rumbo a los mares de Europa.

Tal promesa fue hecha el 2 de noviembre, y bía poner rumbo al sureste y abandonar dereanimó de inmediato a la tripulación. De finitivamente las regiones septentrionales nuevo se apuntaron los cataledel Pacífico. jos al horizonte con ansiedad Así llegaron al tenebroso La fragata se hallaba entonces barco de Garfio; el Jolly febril.Transcurrieron los dos a 31º 15' de latitud norte y 136º Roger estaba anclado en la primeros días. El Abraham 42' de longitud este. bahía, rodeado de una niebla Lincoln navegaba lentamente. fantasmal. Era un barco Las tierras de Japón distaban antiguo y medio Se emplearon todos los medios desvencijado: los mástiles menos de doscientas millas a soposibles para llamar la atención torcidos, el casco tavento. Yo me hallaba cerca de enmohecido, las velas o para acabar con la apatía del parchadas. la proa, apoyado en la batayola animal, en el supuesto de que Peter Pan, J. Barrie de estribor. A mi lado, Conseil se hallara en aquellos parajes. miraba el horizonte. Se echaron al mar, a la rastra, enormes trozos de tocino que sólo satisfiLa tripulación, encaramada en los obenques, cieron a los tiburones. Se echaron al agua escrutaba el horizonte que iba reduciéndose y varios botes para explorar por todas direcoscureciéndose poco a poco. Los oficiales esciones, en un amplio radio de acción. cudriñaban la creciente oscuridad con sus catalejos de noche.De pronto, en medio del siEl 5 de noviembre, a medio día, expiraba lencio, se oyó una voz, la de Ned Land, que el plazo de rigor. Tras fijar la posición, el gritaba:–¡Hey! ¡Ahí está la cosa, a sotavento!. ■ comandante Farragut, fiel a su promesa, de-


CAPÍTULO V

El primer encuentro

A

l oír el grito, toda la tripulación se precipitó hacia el arponero.

–¡A la vía el timón! ¡Máquina avante! –gritó el comandante Farragut.

Se había dado la orden de parar, y la fragata ya sólo se desplazaba por su propia inercia. Mi corazón latía hasta romperse.

Ejecutadas estas órdenes, la fragata se alejó rápidamente del foco luminoso. Digo mal, quiso alejarse, pues la bestia sobrenatural se le acercó con una velocidad dos veces mayor que la suya.

Tan profunda era ya la oscuridad que yo me preguntaba cómo ha–¿Que podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, bía podido verlo el canadiense. Jadeábamos, sumidos en el siestamos más seguros aquí Pero Ned Land no se había equique en cualquier bote que lencio y la inmovilidad. El anivocado, y todos pudimos adverpudiera llevarnos a la costa. mal se nos acercaba con faciliEl monstruo es tan grande tir el objeto que su mano indidad; incluso dio luego una como un destructor, y casi caba. A estribor, el mar parecía tan rápido. vuelta completa alrededor de la estar iluminado por debajo. La La Sirena, R. Bradbury fragata. luz describía sobre el mar un inmenso óvalo muy alargado, en Después se alejó unas dos o tres cuyo centro se condensaba un foco ardiente. millas y dejó una estela fosforescente. –¡Se mueve hacia adelante y hacia atrás! – advirtió alguien–. ¡Viene directo hacia nosotros! Un grito unánime surgió de la fragata. –¡Silencio! –ordenó el comandante Farragut–. ¡Caña a barlovento, toda! ¡Máquina atrás! El Abraham Lincoln, abatiendo a babor, describió un semicírculo.

De repente, desde los oscuros límites del horizonte a los que había ido a buscar impulso, el monstruo se lanzó hacia el Abraham Lincoln con una impresionante rapidez, pero se detuvo bruscamente y se apagó. Luego reapareció al otro lado del navío, ya fuera por haber dado la vuelta en torno al mismo o por haber pasado por debajo de su casco. En cualquier momento podía producirse una colisión de nefastos efectos para nosotros.


Las maniobras de la fragata me sorprendiecuada, se ‘apagó’ como una luciérnaga. ron. En vez de atacar, huía. El barco que ¿Habría huido? Cabía más temer que espehabía venido a perseguir al monstruo era rar que así hubiera sido. El comandante perseguido. Pregunté la razón de esa inverFarragut, Ned Land y yo estábamos en ese sión de papeles, y el comandante Farragut, momento en la toldilla, escrutando ávidacuyo rostro, que solía ser tan mente las profundas tinieblas. impasible, reflejaba entonces un –Ned Land, ¿ha oído usted a El monstruo nadó asombro infinito, me dijo: lentamente y con una gran menudo el rugido de las balle–Señor Aronnax, ignoro cómo es el extraño ser con que tengo que enfrentarme, y no quiero poner en peligro imprudentemente a mi fragata en medio de esta oscuridad. Además, ¿cómo atacar a lo desconocido?, ¿cómo defenderse? Esperemos la luz del día, y entonces los papeles cambiarán.

y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.

nas? –preguntó el comandante. –Muchas veces, señor; pero nunca el de una ballena cuyo hallazgo me diera dos mil dólares de ganancia.

Permanecimos alertas hasta el alba, cuando se iniciaron los preparativos de combate. Se dispusieron los aparejos de Toda la tripulación permaneció pesca a lo largo de las bordas. La Sirena, R. Bradbury de pie durante la noche. Nadie El segundo de a bordo hizo carpensó en dormir. Al no poder gar las piezas que lanzan un arcompetir en velocidad, el Abraham Lincoln pón a una milla de distancia y las que dishabía moderado su marcha. Por su parte, el paran balas explosivas cuyas heridas son narval, imitando a la fragata, se dejaba mortales hasta para los más poderosos animecer por las olas y parecía decidido a no males. abandonar el escenario de la lucha. Mientras tanto, Ned Land se había limitaSin embargo, hacia medianoche desapareció o, por emplear una expresión más ade-

do a afilar el arpón, que en sus manos se convertía en arma terrible. ■


CAPÍTULO VI

El combate

–¡E

sa cosa, por babor, atrás!

Un largo cuerpo negruzco emergía de las aguas. Su cola, violentamente agitada, producía un amplio remolino. Ví cómo aquel ser fenomenal lanzaba dos chorros de agua y de vapor por sus espiráculos hasta unos cuarenta metros de altura. Eso me permitió concluir definitivamente que pertenecía a los vertebrados... Yo no dudaba de que llegaría a completar mi clasificación; pero las enérgicas órdenes del comandante Farragut hicieron regresar mi atención a cubierta. Impelido hacia adelante por su potente hélice, el Abraham Lincoln se dirigió frontalmente hacia el animal. Éste lo dejó aproximarse, indiferente, hasta medio cable de distancia, tras lo cual se alejó sin prisa, limitándose a mantener su distancia, sin tomarse la molestia de sumergirse. La persecución se prolongó así durante tres cuartos de hora, aproximadamente. Era evidente que con esa marcha la fragata no lo alcanzaría nunca. El comandante Farragut se mesaba con rabia su frondosa barba. –¡Ned Land! –gritó. El canadiense acudió a la orden.

–¿Qué hacer entonces? –Forzar las máquinas, si es posible. Si usted me lo permite, yo voy a instalarme en los barbiquejos del bauprés y, si conseguimos acercarnos, lo arponearé. –De acuerdo, Ned, hágalo –respondió el comandante Farragut. Durante una hora más, la fragata se mantuvo a toda su velocidad, sin conseguir ganarle al animal, lo que era particularmente humillante para uno de los más rápidos navíos de la marina estadunidense. –¿Ha llegado usted al máximo de presión? –preguntó el comandante al ingeniero. –Sí, señor –respondió el ingeniero. –Pues auméntela al doble. –Conseil –dije a mi buen sirviente, que se hallaba a mi lado–, ¿te das cuenta de que muy probablemente vamos a saltar por los aires? Debo confesar que, por mi excitación, no me importaba correr ese riesgo. ¡Qué persecución! No, me es imposible describir la emoción que hacía vibrar todo mi ser. Ned Land se mantenía en su puesto, preparado para lanzar su arpón.


En varias ocasiones, el animal se dejó De repente, Ned Land desplegó violentaaproximar, pero en el momento que se dismente el brazo y lanzó el arpón. Oí el choponía a lanzarlo, el cetáceo se alejaba. En que sonoro del arma, que parecía haber alguna ocasión se permitió ingolpeado un cuerpo duro. cluso ridiculizar a la fragata, imSurgió de la embarcación un La claridad eléctrica se apagó súpulsada al máximo de velocidad breve silbido; era el dardo bitamente. Dos enormes trombas lanzado por Queequeg. por sus máquinas, dando alguSobrevino entonces el de agua se abatieron sobre el na que otra vuelta en torno suyo, choque; la lancha pareció puente de la fragata, corrieron dar de proa sobre una roca; lo que arrancó un grito de furor como un torrente de la proa a la la vela saltó y se vino abajo: de todos nosotros. brotó muy cerca un chorro popa, y derribaron a los hombres. súbito de vapor ardiente, El comandante Farragut se deSe produjo un choque espantoso mientras que algo parecido a cidió entonces por métodos más un terremoto nos cogía por y, lanzado por encima de la batadebajo. Toda la tripulación directos. yola, sin tiempo para agarrarme, quedó medio sofocada, al caer, revuelta entre la fui despedido al mar. –¡Contramaestre, artilleros a la espuma del remolino que batería de proa! ¡Quinientos formaba una sola cosa con La zambullida no me hizo perla ballena y el arpón; mas dólares a quien sea capaz de der la cabeza, y dos vigorosos como éste no hiciera más atravesar a esa bestia infernal! que rozarla, la ballena pudo movimientos de pies me devolescapar. vieron a la superficie. ¿Se haUn viejo artillero de barba caMoby Dick , H. Melville bría dado cuenta la tripulación nosa se acercó a la pieza, la side mi desaparición? Entreví tuó en posición y la apuntó duuna masa negra que desaparecía hacia el rante largo tiempo. La fuerte detonación fue este y cuyas luces de posición se iban desseguida casi inmediatamente de los hurras vaneciendo en la lejanía. Era la fragata. Me de la tripulación. El obús había dado en el sentí perdido. blanco, pero tras golpear al animal se había deslizado por su superficie redondeada –¡Socorro! ¡Socorro! –grité, mientras nadaba y se había perdido en el mar a unas dos desesperadamente hacia el Abraham Lincoln, millas. obstruido por mis ropas que, pegadas a mi

–¡Ah!, ¡no es posible! –exclamó, rabioso, el viejo artillero–. ¡Ese maldito está blindado con planchas de seis pulgadas! El narval parecía inmóvil. ¿Tal vez, vencido por la fatiga, dormía, entregado a la ondulación de las olas? La fragata se acercó silenciosamente, paró sus máquinas a unos dos cables del animal y continuó avanzando por inercia. Todo mundo a bordo contenía la respiración. Estábamos tan sólo a unos cien pies del foco ardiente, cuyo resplandor aumentaba deslumbrantemente.

cuerpo por el agua, paralizaban mis movimientos. Me iba abajo... Me ahogaba. –¡Socorro! Fue el último grito que exhalé. Mi boca se llenó de agua. Me debatía, succionado por el abismo. De pronto me sentí asido por una mano vigorosa que me devolvió violentamente a la superficie: –Si el señor fuera tan amable de apoyarse en mi hombro, nadaría con más facilidad.


Mi mano se sujetó del brazo de mi fiel Conseil.

a partir de ese momento nuestra sobrevivencia pesó exclusivamente sobre él. –¡Tú! ¡Eres tú! Pronto oí jadear al pobre muchacho. Su –Yo mismo –respondió–, a las órdenes del respiración se tornó corta y rápida, y eso señor. me hizo comprender que ya no podría resistir mucho más No sabré describir el tropel –¿Y la fragata? de ideas que se presentaron tiempo. a mi imaginación cuando fui –La hélice y el timón han sido precipitado al fondo del mar. –¡Déjame! ¡Déjame! –le dije. Aunque era muy buen destrozados por el diente del nadador, el agua me cortó la –¿Abandonar al señor? ¡Nunmonstruo. Es la única avería, respiración. ca! creo yo, que ha sufrido el Robinson Crusoe, D. Defoe Abraham Lincoln. Pero desgraLa luna apareció en aquel mociadamente para nosotros es mento. La superficie del mar viuna avería que impide gobernarlo. bró bajo sus rayos. La bienhechora luz reanimó nuestras fuerzas. –Entonces estamos perdidos. Nadé con más vigor, pero nuestra situación era terrible. Hacia la una de la mañana me sentía ya totalmente extenuado, con los miembros rígidos por el efecto de unos violentos calambres. Conseil tuvo que sostenerme, y

–¡Socorro! –gritó Conseil. Pude levantar la cabeza y observar el horizonte. Suspendidos por un instante nuestros movimientos, escuchamos. Quizá fuera uno de esos zumbidos que en el oído produce la

sangre congestionada, pero me pareció que –¡Ned! –exclamé. un grito había respondido al de –En persona, señor, el mismo Pronto cesó el soplo violento Conseil. que va corriendo tras de la redel Céfiro, que causaba la tempestad, y de repente –¿Has oído? –murmuré. compensa ganada –respondió sobrevino el Noto, que me el canadiense. –¡Sí! ¡Sí! afligió el ánimo con llevarme nuevo hacia la perniciosa Conseil lanzó al aire otra llama- de –¿También le precipitó al mar Caribdis. Toda la noche da desesperada. anduve a merced de las olas, y el choque de la fragata? al salir el sol llegue al escollo Ya no había duda. ¡Una voz hu- de Escila y a la horrenda –Sí, señor profesor, pero más mana estaba respondiendo a la Caribdis (...) Me agarré como afortunado que usted, pude pamurciélago, sin que nuestra! ¿Era la voz de algún in- un rarme casi inmediatamente sopudiera afirmar los pies en fortunado perdido en medio del parte alguna ni tampoco bre un islote flotante. océano, la de otra víctima del encaramarme en el árbol. –¿Un islote? choque sufrido por el navío? ¿O La Odisea (canto 12), Homero –O, por decirlo con más proesa voz provenía de un bote de piedad, sobre su narval gigantesco. ■ la fragata y nos llamaba en la oscuridad?

A la débil luz de la luna que descendía por el horizonte vi una figura que no era la de Conseil y que reconocí enseguida.


CAPÍTULO VII

Conociendo el narval

–E

xplíquese, Ned. –Ahora comprendo por qué mi arpón no lo hirió y se arruinó con su piel. –¿Por qué, Ned? –Porque esta bestia, señor profesor, está hecha de acero.

–Así es, señor Aronnax. Se deja mecer por las olas, sin ningún otro movimiento. ¿Qué seres vivían en ese extraño barco?

Me disponía a examinar atentamente la superficie del aparato, cuando, de repente, se produjo en su interior un ruido de herrajes y se abrió una planme he sentido nunca tan Miré hacia abajo. La superficie –No seguro de mí... ¡Ahora sé que cha por la que aparecieron ocho negra sobre la que estábamos apo- no hay nada que pueda hombres enmascarados y muy yados estaba hecha de planchas herirme! –pensó Superman fornidos. Con gran presteza y Superman, J. Siegel, metálicas lisas y remachadas. aprovechándose de nuestra deJ. Shuster Ya no había duda. El animal, el bilidad y aturdimiento, nos inmonstruo, el fenómeno natural que había trodujeron en su formidable máquina. intrigado al mundo y excitado y extraviado Nuestro rapto fue tan brutal y rápidamente la imaginación de los marinos de ambos heejecutado que no nos dio tiempo ni para misferios, era un portento aún más asomquejarnos. broso, creado por la mano del hombre. Me recorrió un escalofrío. ¿Con quién ten–¡El monstruo es un barco submarino! –exdríamos que arreglárnoslas? Cuando se ceclamé. rró la escotilla me envolvió una profunda –Entonces, ¡estamos salvados! –dijo oscuridad. Mis ojos, aún llenos de la luz Conseil. exterior, no pudieron distinguir cosa algu–No estoy tan seguro –respondió el na. Sentí el contacto de mis pies descalzos arponero–; hace ya tres horas que estoy aquí con los peldaños de una escalera de hierro. sin que su tripulación haya dado todavía Agarrándose con fuerza, Ned Land y Conseil señales de vida. me seguían. Al pie de la escalera se abrió –¿Y él ha permanecido inmóvil durante todo una puerta que se cerró inmediatamente este tiempo? atrás de nosotros con estrépito.


Estábamos solos. ¿Dónde? No podía decirlo, ni siquiera imaginarlo. Todo estaba absolutamente oscuro.

idioma sonoro, armonioso, flexible, cuyas vocales parecían sometidas a muy variada acentuación.

Kammamuri fue agarrado En ese momento, Ned Land dio El otro respondió con un movicon violencia por dos rienda suelta a su indignación. miento de cabeza y añadió dos robustos marineros y obligado a descender por la o tres palabras absolutamente –¡Por los mil diablos! –exclamaescotilla de proa, cuya incomprensibles para nosotros. puerta se cerró ba–. A estas personas no les falviolentamente sobre su De nuevo los ojos del jefe se pota más que ser antropófagos, y cabeza. saron en mí y su mirada pareno me sorprendería que lo fueSandokán, el pirata de la cía interrogarme directamente. ran. Pero declaro que no les será Malasia, E. Salgari. tan fácil atraparme. Nos traía ropas, chaquetas y pantalones, hechas con un tejido cuya natu–Tranquilícese, amigo Ned, cálmese –dijo raleza no pude reconocer. Me apresuré a poplácidamente Conseil–. No se sulfure annerme esas prendas y mis compañeros me tes de tiempo. Todavía no estamos en la imitaron. parrilla. –En la parrilla, no –replicó el canadiense–; Mientras tanto, otro hombre había dispuespero sí en el horno, eso es seguro. Esto está to la mesa, sobre cuyo mantel había colobastante negro. Afortunadamente, conservo cado simétricamente platos con frente de mi cuchillo y veo lo suficiente como para plata y tres cubiertos. servirme de él. Al primero de estos bandi–¡Vaya! Esto comienza a ponerse interesante dos que me ponga la mano encima... –dijo Conseil. Ya casi había transcurrido media hora sin –¡Bah! –respondió el rencoroso arponero–, cambio alguno de la situación cuando nues¿qué diablos quiere usted que se coma tro calabozo se iluminó repentinamente. aquí? Hígado de tortuga, filete de tiburón o Pronto se oyó un ruido de cerrojos; la puercarne de perro marino... ta se abrió y aparecieron dos hombres. –Ya veremos –dijo Conseil. Los dos desconocidos usaban boinas de piel Nos sentamos a la mesa. Decididamente, de nutria marina y estaban calzados con boestábamos tratando con gente civilizada. tas de piel de foca; vestían trajes de un tejiEntre los platos que nos sirvieron reconocí do muy particular que dejaban al cuerpo gran diversos pescados delicadamente cocinalibertad de movimientos. Uno de ellos era dos, pero hubo otros excelentes que no pude de pequeña estatura y de músculos vigoroidentificar. sos, ancho de hombros y robusto de comCada utensilio, cuchara, tenedor, cuchiplexión. El otro, más alto –evidentemente el llo y plato, tenía escrito «MOBILIS N IN jefe a bordo– nos examinaba con extremada MOBILE» (‘¡Móvil en el elemento móatención, sin pronunciar palabra. Luego se vil!’) Esta divisa se aplicaba con exactivolvió hacia su compañero y habló con él en tud a este aparato submarino. La letra N un lenguaje que no pude reconocer. Era un

era sin duda la inicial del nombre del enigmático personaje que estaba al mando del submarino. Ned y Conseil no hacían tantas reflexiones; devoraban, y yo no tardé en imitarles. Ya estaba tranquilizado sobre nuestra suerte, y me parecía evidente que nuestros anfitriones no querían dejarnos morir de inanición. Todo tiene un fin en este bajo mundo, hasta el hambre de quienes han permanecido sin comer durante quince horas. Satisfecho nuestro apetito, se dejó sentir imperiosamente la necesidad de dormir. –Me parece que no me vendría mal un sueñito –dijo Conseil.

solubles, se acumulaban demasiados pensamientos, y un tropel de imágenes mantenía mis párpados entreabiertos. ¿Dónde estábamos? ¿Qué exEra de noche. En la vasta sala silenciosa, tenuemente traño poder nos gobernaba? alumbrada por unas luces Sentía, o más bien creía sentir, ocultas en los muros que el aparato se hundía en las transparentes, los cuatro terrestres, sentados capas más profundas del mar, alrededor de una mesa de y me asaltaban violentas pesamadera, conversaban en voz baja, con los rostros juntos y dillas. En esas misteriosas repálidos. Hombres y mujeres giones entreveía todo un munyacían desordenadamente por el suelo. En los rincones do de animales desconocidos oscuros había leves de los que el barco submarino estremecimientos: hombres era un congénere, como ellos o mujeres solitarios que movían las manos. Cada vivo, moviente y formidable... media hora, uno de los Mi cerebro se fue calmando; mi terrestres intentaba abrir la puerta de plata. imaginación se fundió en una –No hay nada que hacer. vaga somnolencia, y pronto caí Estamos encerrados. en un triste sueño. ■ Los hombres de la Tierra, R. Bradbury

–Yo ya estoy durmiendo –respondió Ned. Por mi parte, cedí con menos facilidad a la imperiosa necesidad de dormir. En mi cerebro, acosado por numerosas cuestiones in-


CAPÍTULO VIII

El Capitán Nemo

C

uando desperté, me sentí con el ceDe repente, me sentí refrescado por una rebro despejado y las ideas claras, corriente de aire puro y perfumado de emay reexaminé atentamente nuestra celda de naciones salinas. Era la brisa del mar, muros de metal. Nada indicavivificante y cargada de yodo. Edmundo Dantés –repuso el ba un próximo cambio de nuesEvidentemente, el barco, el comisario–, en nombre de la tra situación, y me pregunté semonstruo de acero, acababa de ley, daos por preso. riamente si nuestro destino sesubir a la superficie del océa–¿Preso yo? –dijo Edmundo, ría vivir indefinidamente en ese no para respirar, al modo de las cuyo rostro se cubrió de una leve palidez–. ¿Preso yo?, calabozo. ballenas. pero ¿por qué?

Me hallaba concentrado en esa –Lo ignoro, caballero. Ya lo Esa perspectiva me pareció tansabréis en el primer observación cuando Ned y to más penosa cuanto que, si interrogatorio a que seréis Conseil se despertaron casi al bien mi cerebro se veía libre de sometido. mismo tiempo. las obsesiones de la víspera, El Conde de Montecristo, A. Dumas sentía una singular opresión en –¿Ha dormido bien el señor? – el pecho. Aunque la cabina fuepreguntó Conseil con su acosse bastante amplia, era evidente que habíatumbrada cortesía. mos consumido gran parte del oxígeno que –Magníficamente –respondí–. ¿Y usted, contenía. Ned?


–¡Si estos piratas (y digo piratas por respe–Se lo prometo, señor profesor –responto y por no contrariarlo) se figuran que van dió Ned Land con tono poco tranquilizaa guardarme en esta jaula en la que me ahodor–. Ni una palabra violenta saldrá de mi go, sin oír mis imprecaciones, se equivoboca, ni un gesto brutal me traicionará, can. Profesor, ¿cree usted que aunque el servicio de la mesa nos tendrán por mucho tiempo no se cumpla con la regulari–Solo quería que la gente en esta jaula de hierro? dad deseable. supiera lo que hice... lo que el gobierno trataba de

–A decir verdad, sé tanto como mantener en secreto. (...) –Tengo su palabra, Ned. ¿Se da cuenta de la usted, amigo Land. Supongo que importancia de eso? Cuando el azar nos ha hecho conocer un Confesaré que no veía ningún el gobierno me puso en la lista negra, estaba roto. secreto. Si este secreto es más modo de salir de una celda de Entonces recibí una oferta... importante que la vida de tres acero tan herméticamente ceSuperman , J. Siegel, hombres, creo que nuestra exisrrada. Y si como parecía proJ. Shuster tencia se halla gravemente combable, el extraño comandante prometida. En caso contrario, de ese barco tenía un secreto este monstruo nos devolverá en la primera que preservar, cabía abrigar pocas esperanocasión al mundo habitado por nuestros sezas de que nos dejara movernos libremente mejantes. a bordo. La incógnita estribaba en saber si nos eliminaría o si nos lanzaría a algún rin–Hay que hacer algo. cón de la Tierra. –¿Qué, señor Land? No me atrevía a calcular la duración de –Escaparnos. nuestro abandono, de nuestro aislamiento –Escaparse de una prisión terrestre es difíen el fondo de aquella celda. ¿Cómo sería cil; pero hacerlo de una prisión submarina el comandante de la nave? Me lo imaginame parece absolutamente imposible. ba fuera de la humanidad, inaccesible a todo sentimiento de piedad, un implacable ene–¡Vamos, amigo Ned! –dijo Conseil–, ¿qué migo de sus semejantes, a los que debía va a responder a la objeción del profesor? profesar un odio imperecedero. –Pues es preciso que nos apoderemos de este barco. Mientras tanto, podía oír poco a poco el hervor de las imprecaciones de Ned en el fon–Eso es imposible. do de su garganta, y veía cómo sus gestos Más valía admitir la proposición del iban tornándose amenazadores. Andaba, arponero que discutirla. Por ello me limité daba vueltas como una fiera enjaulada y pedirle: golpeaba con pies y manos las paredes de la celda. Mientras tanto, pasaba el tiempo –Dejemos que las circunstancias manden, y el hambre nos aguijoneaba cruelmente. señor Land, y entonces veremos. Pero hasConseil permanecía tranquilo, en tanto que ta entonces, no haga nada que nos comproNed Land, atormentado por las contracciometa aún más.

nes de su estómago, se encolerizaba cada vez más. En aquel momento, oímos el ruido de unos pasos resonando por las losas metálicas, al que pronto siguió el de un corrimiento de cerrojos. Se abrió la puerta y apareció el marinero. Antes de que pudiera hacer un movimiento para impedírselo, el canadiense se precipitó sobre el desgraciado, lo derribó y lo mantuvo agarrado por la garganta. El marinero se asfixiaba bajo las poderosas manos de Ned Land. Me disponía a ayudar a Conseil, que trataba de retirar las manos del arponero de su víctima medio asfixiada, cuando, súbitamente, me paralicé al escuchar estas palabras pronunciadas en francés: –Cálmese, señor Land, y usted, señor profesor, tenga la amabilidad de escucharme. ■


CAPÍTULO IX

Presentaciones

E

ra el comandante de a bordo.

Al oír sus palabras, Ned Land se incorporó rápidamente. A una señal de su jefe, el marinero, casi estrangulado, salió, tambaleándose. Conseil, vivamente interesado pese a su habitual impasibilidad, y yo, estupefacto, esperábamos en silencio el desenlace de la escena.

¿Rebotaron involuntariamente en mi navío los obuses de sus cañones? ¿Fue involuntariamente como nos arponeó el señor Land?

–Señor, sin duda usted ignora las discusiones que ha suscitado en América y en Europa. El Abraham Lincoln creía ir en pos de un poderoso monstruo marino del que había que librar al La libertad, Sancho, es uno océano a toda costa. de los mas preciosos dones El comandante, cruzado de braque a los hombres dieron Un esbozo de sonrisa se dibuzos, nos observaba con una prolos Cielos; con ella no pueden igualarse los jó en los labios del comandanfunda atención. tesoros que encierra la te, quien añadió, en tono más tierra ni el mar encubre; Luego de unos instantes de sisuave: por la libertad, así como lencio que ninguno de nosotros por la honra, se puede y –Señor Aronnax, ¿osaría usted osó romper, dijo con voz tran- debe aventurar la vida, y, por el contrario, el asegurar que su fragata no huquila y penetrante: cautiverio es el mayor mal biera perseguido y cañoneado puede venir a los –Señores, quería conocerles que hombres. a un barco submarino igual primero y reflexionar después. que a un monstruo? El ingenioso hidalgo Don Las más enojosas circunstan- Quijote de la Mancha, Y siguió: cias los han puesto en presen- M. de Cervantes Saavedra cia de un hombre que ha roto –Comprenderá usted, pues, sesus relaciones con la humanidad. Han veñor, que tengo derecho a tratarles como enenido ustedes a perturbar mi existencia... migos. –Involuntariamente –dije. –¿Involuntariamente? –contestó el desconocido, elevando la voz–. ¿Puede afirmarse que el Abraham Lincoln me persiguió involuntariamente por todos los mares?

No respondí, y con razón. ¿Para qué discutir semejante proposición, cuando la fuerza puede destruir los mejores argumentos? –Lo he dudado mucho. Me hubiera bastado con ponerlos de nuevo en la plataforma de


este navío que les sirvió de refugio, sumergirme y olvidar su existencia.

–No, señor. Esto se llama clemencia. Han venido a descubrir un secreto que ningún hombre en el mundo debe conocer; el secre–Pero usted es un hombre civilizado. to de toda mi existencia. Aun así, déjeme de–Señor profesor –replicó vivamente el cocirle, señor profesor, que no lamentará usted mandante–, yo no soy lo que usted llama el tiempo que pase aquí a bordo. Va a viajar un hombre civilizado. No obedezco las reusted por el país de las maravillas. El asomglas de la sociedad, y le conbro y la estupefacción serán su mino a que no las invoque nunestado de ánimo habitual de aquí El mar. La mar. El mar. ¡Sólo la mar! ca ante mí. en adelante. No se cansará fá¿Por qué me trajiste, padre, cilmente del espectáculo incea la ciudad? Lo había dicho en un tono enérsantemente ofrecido a sus ojos. ¿Por qué me desenterraste gico y cortante. Un destello de del mar? Voy a volver a ver, en una nueva cólera y desdén se había encenEn sueños, la marejada vuelta al mundo submarino (que, dido en los ojos del desconocime tira del corazón. ¿quién sabe?, quizá sea la últiSe lo quisiera llevar. do. Yo le miraba con espanto llema), todo lo que he podido estuPadre, ¿por qué me trajiste no de interés. acá? diar en los fondos marinos tanEl mar, la mar, R. Alberti Después de un largo silencio, tas veces recorridos, y usted será el comandante volvió a hablar. mi compañero de estudios. –Permanecerán ustedes a bordo, puesto que la fatalidad los ha traído aquí.

No puedo negar que las palabras del comandante me causaron gran impresión.

–¿Ha dicho usted que seremos libres a bordo?

–Una última pregunta –dije en el momento que ese ser inexplicable parecía querer retirarse.

–Totalmente. La libertad de ir y venir, de ver, de observar todo lo que pasa aquí –salvo en algunas circunstancias excepcionales–; la libertad, en una palabra, de que gozamos aquí mis compañeros y yo. –Perdón, señor –proseguí–; pero esa libertad no difiere de la que tiene todo prisionero de recorrer su celda, y no puede bastarnos. –Jamás daré yo mi palabra –intervino Ned Land– de que no trataré de escaparme. –Yo no le pido su palabra, señor Land –respondió fríamente el comandante. –Señor –dije, encolerizado a mi pesar–, abusa usted de su situación. Esto se llama crueldad.

–Dígame, señor profesor. –¿Con qué nombre debo llamarle? –Señor –respondió el comandante–, yo no soy para ustedes más que el capitán Nemo, y sus compañeros y usted no son para mí más que los pasajeros del Nautilus. El capitán Nemo llamó y apareció un marinero. Le dio unas órdenes en esa extraña lengua que yo no podía reconocer. Luego, volviéndose hacia el canadiense y Conseil, dijo: –Les espera el almuerzo en su camarote. ■


CAPÍTULO X

El Nautilus

–T

engan la amabilidad de seguir a –¿Todos estos alieste hombre –invitó el capitán. mentos son hechos –Nada me gustaría más –dijo el arponero con productos del mientras salía de la celda en que permamar? necíamos desde hacía más de –Sí, señor treinta horas. profesor. El Una vez en el mar ya no me asustaba nada. El mar era mar provee a –Y ahora, señor Aronnax, ahora el único remedio para todas mis netodos mis males. nuestro almuerzo está dispuescesidades. Unas La línea de sombra, to. Permítame que le guíe. veces echo mis reJ. Conrad des a la rastra y las Entré en un comedor decoraretiro siempre a punto de romperdo y amueblado con un gusto severo. En se, y otras me voy de caza en busca sus dos extremos se elevaban altos apade las piezas que viven en mis bosques radores en los que brillaban cerámicas, submarinos. porcelanas y cristalerías de precio inestimable. Miré al capitán Nemo con cierto asombro, –Siéntese y coma, que debe estar muriéndose de hambre. Los guisados estaban muy buenos, eran de un gusto muy particular; había algunos cuya naturaleza y procedencia me eran totalmente desconocidas. El capitán Nemo debió adivinar mis pensamientos, pues respondió a las preguntas que deseaba formularle. –La mayor parte de estos alimentos le son desconocidos. Sin embargo, puede comerlos sin temor, pues son sanos y muy nutritivos.

mientras él continuaba su monólogo: –El mar, señor Aronnax, no sólo me alimenta, sino que también me viste. Esas telas que le cubren a usted están tejidas con los bisos de ciertas conchas bivalvas, teñidas con la púrpura de los antiguos y matizadas con los colores violetas que extraigo de las aplisias del Mediterráneo. Los perfumes que hallará usted en el tocador de su camarote son producto de la destilación de plantas marinas. Su colchón está hecho con la zostera más suave del océano. Su pluma será una barba córnea de ballena, y usará tinta


secretada por la jibia o el calamar. Todo me viene ahora del mar, como todo volverá a él algún día. –Ama usted el mar, capitán.

Una treintena de cuadros de grandes maestros adornaban las paredes cubiertas por tapices con dibujos severos. Pude ver allí telas valiosísimas. –Tú tienes el señorío de los

árboles, ¿está bien?, pero si tocas tierra con el pie, una sola vez, pierdes todo tu reino y te conviertes en el último de los esclavos. ¿Has entendido? Si se rompe una rama y caes, ¡todo está perdido!

Entré en el camarote del capitán. Una cama de hierro, una mesa de trabajo y una cómoda de tocador componían todo el mobiliario, reducido a lo estrictamente necesario.

El estado de estupefacción que me había augurado el comandante del Nautilus comenzaba ya a apoderarse de mi ánimo.

A partir de ese momento, el capitán me explicó con detalle cuál era la utilidad de cada instrumento y cuál era la fuente de energía del Nautilus.

Además de las obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban –¡Nunca en mi vida me he caído de un árbol! un lugar muy importante: plan–Bien; pero si caes, si llegas tas, conchas y otros productos del a caerte, te convertirás en océano. Debían ser los hallazgos ceniza y el viento te llevará. personales del capitán Nemo. En El barón rampante, I. Calvino elegantes vitrinas fijadas con armaduras de cobre se hallaban, convenientemente clasificados y etiquetados, Luego salió de la habitación y yo lo seguí. los más preciosos productos del mar que huPor una doble puerta situada al fondo de la biera podido nunca contemplar un naturalispieza entré en una sala de dimensiones seta. Se comprenderá mi alegría de profesor. mejantes a las del comedor. Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro guar–Ni un solo mar del globo ha escapado a mi daban gran número de libros encuadernabúsqueda. dos con uniformidad. –Capitán, si agoto mi capacidad de admi–Capitán Nemo –dije a mi anfitrión, que ración ante estas colecciones, ¿qué me queacababa de sentarse en un diván–, he aquí dará para el barco que las transporta? En una biblioteca que honraría a más de un los muros de este salón veo colgados inspalacio de los continentes. Hay aquí por lo trumentos cuyo uso me es desconocido. menos... ¿Puedo saber..? –Doce mil volúmenes, señor Aronnax. Son –Señor Aronnax, ya le dije que sería usted los únicos lazos que me ligan a la tierra. libre a bordo y, consecuentemente, ninguPero el mundo se acabó para mí el día que na parte del Nautilus le está prohibida. mi Nautilus se sumergió por vez primera Puede usted visitarlo detenidamente, y es bajo las aguas. Aquel día compré mis últipara mí un placer ser su anfitrión. mos libros y mis últimos periódicos, y desLuego me condujo hacia una habitación elede entonces quiero creer que la humanidad gantemente amueblada, con cama y tocador. ha dejado de pensar y de escribir.

Seguí al capitán Nemo a lo largo de los corredores y llegamos al centro del navío. Allí

–¡Sí! ¡Lo amo! ¡El mar es todo! Solamente ahí está la independencia. ¡Ahí no reconozco dueño ni señor! ¡Ahí soy libre! El capitán Nemo calló súbitamente, en medio del entusiasmo que le desbordaba. ¿Se había dejado llevar más allá de su habitual reserva? ¿Habría hablado demasiado? Muy agitado, se paseó durante algunos instantes.

En ese momento, el capitán Nemo abrió una puerta y entré a un salón inmenso y espléndidamente iluminado.

–Este es su camarote; es contiguo al mío – me dijo, al tiempo que abría una puerta–. Y el mío da al salón del que acabamos de salir.


había una especie de pozo que se abría entre dos paredes. Una escalera de hierro, fijada a la pared, conducía a su extremo superior. Pregunté al capitán Nemo cuál era su uso. –Conduce al bote –respondió–. Una excelente embarcación, ligera e insumergible, que nos sirve para pasearnos y para pescar. Tras haber pasado el hueco de la escalera que conducía a la plataforma, vi un camarote de unos dos metros de longitud donde Conseil y Ned Land se hallaban todavía comiendo con visible apetito y satisfacción. Atrás de la cocina se hallaba el dormitorio de la tripulación, en una pieza de cinco metros de longitud. Pero la puerta estaba cerrada y no pude ver su interior, lo que me habría dado una indicación sobre el número de hombres requerido por el Nautilus para su manejo. –Capitán Nemo, ¿cómo hace usted para alcanzar las grandes profundidades?, ¿cómo hace para subir a la superficie del océano? Y, por último, ¿cómo puede mantenerse en el lugar que le convenga? ¿No soy indiscreto al formularle tales preguntas? –De ningún modo, señor profesor –me respondió el capitán, luego de una ligera vaci-

lación–, ya que nunca saldrá usted de este barco submarino. Venga usted al salón, que es nuestro verdadero gabinete de trabajo, y allí sabrá todo lo que debe conocer sobre el Nautilus. Un instante después nos hallábamos sentados en un diván del salón, con un cigarro en la boca. El capitán me mostró un dibujo con el plano, las divisiones y el alzado del Nautilus. –¡Ah!, comandante –exclamé con convicción–, su Nautilus es verdaderamente maravilloso. –Sí, señor profesor– respondió con auténtica emoción el capitán Nemo–, y para mí es como un órgano de mi propio cuerpo. Transfigurado por el ardor de su mirada y la pasión de sus gestos, el capitán Nemo había dicho esto con una elocuencia irresistible. –¿Usted es ingeniero, capitán Nemo? –Sí, señor profesor. –Pero, ¿cómo pudo construir en secreto este admirable Nautilus? –Cada una de sus piezas, señor Aronnax, me ha llegado de un punto diferente del Globo, con diversos nombres de destinatario.


–Pero hubo que montar y ajustar estas piezas separadas –dije. –Para ello, señor profesor, establecí mis talleres en un islote desierto, en pleno océano. Allí, mis obreros, es decir, mis bravos compañeros, a los que he instruido y formado, y yo, acabamos nuestro Nautilus. Luego, una vez terminada la operación, el fuego destruyó toda huella de nuestro paso por el islote, al que habría hecho desaparecer si hubiera podido. Miré con fijeza al extraño personaje que así me hablaba. ¿Abusaba acaso de mi credulidad? El futuro habría de decírmelo. El capitán Nemo se despidió y me dejó solo, absorto en mis pensamientos, que se centraban exclusivamente en el comandante del Nautilus. ¿Quién o qué había podido provocar ese odio que profesaba a la humanidad, ese odio que buscaba tal vez terribles venganzas? ¿Era uno de esos sabios desconocidos, uno de esos genios víctimas del desprecio y de la humillación? El azar me había llevado a bordo de su barco, y había puesto mi vida entre sus manos. Me había

acogido fría pero hospitalariamente. Pero aún no había estrechado la mano que yo le tendía ni me había ofrecido la suya. Permanecí durante una hora sumido en tales reflexiones, procurando esclarecer aquel misterio de tanto interés para mí.

No había acabado Ned Land de hablar cuando súbitamente se apagaron todas las luces.

Ned Land y Conseil aparecieron en la puerta del salón y se quedaron petrificados a la vista de las maravillas acumuladas ante sus ojos.

Nos habíamos quedado mudos e inmóviles, sin saber qué sorpresa, agradable o desagradable, nos esperaba. De pronto, vimos el mar a través de dos placas de cristal. A cada lado había una ventana abierta hacia aquellos abismos inexplorados.

–Señor Aronnax –me preguntó Ned Land, obsesionado con su idea–, ¿puede decirme cuántos hombres hay a bordo? ¿Diez, veinte, cincuenta, cien?

Maravillados, con los codos apoyados en los vidrios, permanecíamos callados, en un silencio que expresaba elocuentemente nuestra estupefacción.

–No puedo decírselo, Ned. Pero, créame, por el momento debe abandonar la idea de apoderarse del Nautilus o de huir de él. Son muchos los que aceptarían de buen grado nuestra situación, aunque sólo fuese por contemplar estas maravillas. Así que manténgase tranquilo, y tratemos de ver lo que pasa en torno de nosotros.

Conseil rompió el silencio, diciendo:

–¿Ver? –dijo el arponero–. ¡Pero si no se ve nada! ¡Si no puede verse nada en esta prisión de acero!

–¿Quería usted ver, Ned?, pues bien, ¡vea! Así seguimos por un rato largo hasta que, al cerrarse los paneles de acero e iluminarse el salón, desapareció la encantadora visión. Durante un rato permanecí arrobado en esa visión, hasta que mi mirada se fijó en los instrumentos colgados de las paredes. La brújula mostraba la dirección norte-noreste. ■


CAPÍTULO XI

na en sus bosques de la isla Crespo. Espera que nada impida al señor profesor participar en la expedición, a la que se invita también a sus compañeros. El comandante del Nautilus: Capitán NEMO.

Paseo por el mar de Coral

M

e desperté el 16 de noviembre despuntos del horizonte con extremada atenpués de haber dormido durante ción. Acabado su examen, se acercó a la doce horas. Salí de mi camaroescotilla y dijo: «Nautron respoc te hacia el gran salón para co- Alzó sus manos y sus ojos lorni virch». al cielo, con admiración, menzar mi día de estudio de los Ignoro lo que pueda significar; y gritó en voz aguda, pero tesoros contenidos en las vitri- clara: «Hekinah degul». Los sin embargo, recuerdo la exprenas, y de los herbarios que ofre- demás repitieron las mismas sión con exactitud por haberla palabras varias veces, más cían a mi examen las más ra- yo no comprendí lo que oído muchas veces en condiciosignificaban. ras plantas marinas. nes idénticas. Luego, el segun-

Luego, la expansión de aire fres- Viajes de Gulliver, J. Swift do descendió a bordo. Pensé co por el interior del Nautilus que el Nautilus iba a reanudar me reveló que habíamos emergido a la susu navegación submarina y descendí a mi perficie del océano para renovar la provicamarote. sión de oxígeno. Me dirigí a la escalerilla Al regresar con Ned y Conseil, hallé sobre central y subí a la plataforma. Allí enconla mesa una carta que decía lo siguiente: tré al segundo del capitán escrutando –sin Señor profesor Aronnax: darse cuenta de mi presencia– todos los El capitán Nemo tiene el honor de invitar al profesor Aronnax a una partida de caza que tendrá lugar mañana por la maña-

–¡Una cacería! –exclamó Ned. –Y en sus bosques de la isla Crespo –añadió Conseil. –Así que va a tierra este hombre –dijo Ned Land–. Pues bien, hay que aceptar la invitación. Una vez en tierra firme, veremos qué podemos hacer. Por otra parte, no nos vendrá mal comer un poco de carne fresca. Consulté el planisferio y a los 32º 40' de latitud norte y 167º 50' de longitud oeste hallé un islote que fue descubierto en 1801 por el capitán Crespo y al que los antiguos mapas españoles denominaban Roca de la Plata. A la mañana siguiente me vestí rápidamente y fui al gran salón. Allí estaba el capitán Nemo, esperándome. Me condujo hacia la parte posterior del Nautilus. Al pasar frente al camarote de Ned y Conseil los llamé para que nos siguieran. Llegamos a una cabina, situada cerca de la sala de máquinas, en la que debíamos prepararnos para la salida. Ya con los trajes y con todo el equipamiento, y después de unos minutos de espera, oí un fuerte silbido, al tiempo que sentí que el frío llenaba mi cuerpo desde los pies hasta

el pecho. Evidentemente, desde el interior del barco, mediante una válvula, se había dado entrada en él al agua exterior que nos invadía y que pronto llenó la cámara en que nos hallábamos. Una segunda puerta hecha en uno de los lados del Nautilus se abrió entonces y dio paso a una difusa claridad. Un instante después, nuestros pies pisaban el fondo del mar. De repente, se dibujaron ante nuestros ojos algunas formas casi diluidas en la lejanía. Eran unas magníficas rocas tapizadas de las más bellas muestras de zoófitos. Pero lo que más llamó mi atención fue un efecto especial en el medio donde nos hallábamos. Eran en ese momento las diez de la mañana. Los rayos del sol tocaban la superficie de las aguas en un


ángulo bastante oblicuo, y al contacto de su luz descompuesta por la refracción, como a través de un prisma, flores, rocas, plantas, conchas y pólipos se teñían en sus bordes de los siete colores del espectro. El entrelazamiento de colores era una maravilla, una fiesta para los ojos, un verdadero calidoscopio de verde, de amarillo, de naranja, de violeta, de añil, azul.... en fin, toda la paleta de un furioso colorista. Ante tan espléndido espectáculo, Ned y Conseil se habían detenido como yo. Evidentemente, en presencia de esas muestras de zoófitos y moluscos, el buen muchacho se dedicaba, como de costumbre, al placer de la clasificación. En el suelo abundaban pólipos y equinodermos. Los isinos variados; las cornularias que viven en el aislamiento; racimos de oculinas vírgenes; las fungias erizadas en forma de hongos; las anémonas, adheridas por su disco muscular, semejaban un tapiz de flores esmaltado de porpites adornadas con su gorguera de tentáculos azulados, de estrellas de mar que constelaban la arena y de asterofitos verrugosos. Sentía un verdadero pesar al tener que aplastar bajo mis pies los brillantes especímenes de moluscos que por millares sembraban el suelo. Pero había que seguir andando y continuamos hacia adelante, mientras por encima de nuestras cabezas bogaban tropeles de fisalias con sus tentáculos azules flotando detrás como una estela y pelagias noctilucas que, en la oscuridad, habrían sembrado nuestro camino de resplandores fosforescentes.

Entreví todas esas maravillas en el espacio de un cuarto de milla, casi sin detenerme y siguiendo al capitán Nemo que, de vez en cuando, me hacía alguna que otra señal. Hacía aproximadamente hora y media que habíamos salido del Nautilus. Ya casi era mediodía, a juzgar por lo perpendicular de los rayos solares, que ya no se refractaban. La magia de los colores fue desapareciendo poco a poco, y los matices de la esmeralda y del zafiro se borraron de nuestro firmamento. Caminábamos a un paso regular que resonaba sobre el suelo con gran intensidad. Los menores ruidos se transmitían con una rapidez a la que no está acostumbrado el oído en tierra. En efecto, el agua es para el sonido mejor vehículo que el aire, y se propaga en ella con una velocidad cuatro veces mayor. Cuando llegamos a una profundidad de trescientos pies, veíamos aún, pero débilmente, los rayos del sol. Su intensa luz había había sido sustituida por un crepúsculo rojizo, a medio término entre el día y la noche. Sin embargo, aún veíamos lo suficiente como para no necesitar nuestras linternas. El capitán Nemo se detuvo, esperó a que lo alcanzara y entonces me mostró con el dedo unas masas negras que se destacaban en la oscuridad a corta distancia. «Es el bosque de la isla de Crespo», pensé. Y no me equivocaba. Habíamos llegado por fin a ese bosque, uno de los más bellos entre los inmensos dominios del capitán Nemo. Él lo consideraba como suyo y se atribuía sobre él los mismos

derechos que tenían los primeros hombres en Casi a la una, con gran satisfacción para los primeros días del mundo. ¿Y quién humí, el capitán Nemo dio la señal de alto, y biera podido disputarle la posesión de esa parnos tendimos bajo un haz de alarias cuyos cela submarina? ¿Había acaso un pionero más largos y delgados filoides se erguían como audaz que pudiera ir allí, hacha en mano, a flechas. Acerqué mi gruesa cabeza de codesmontar aquellas sombrías espesuras? bre a la de Conseil y vi que sus ojos briGrandes plantas arborescentes formaban el llaban de contento y que, en señal de sabosque, y tan pronto como penetramos en él tisfacción, se agitaba en su escafandra del me sorprendió la singular disposición de sus modo más cómico del mundo. Mientras ramajes: ninguna de las hierbas que tapizatanto, el canadiense alternaba entre miban el suelo, ninguna de las ramas que erizararlo y mirarme buscando alguna explicaban los arbustos se curvaba ni se extendía en ción a las absurdas gesticulaciones de mi un plano horizontal. Todas subían asistente. hacia la superficie del océano. No Aquella caza era una Apoyado por su linterna, el cadiversión que no había ni un filamento, ni una pitán Nemo continuó adentránaumentaba nuestras planta, por delgados que fuesen, dose en la oscura profundidad provisiones; sentía haber que no se mantuvieran rectos, perdido tres cargas de del bosque cuyos arbustos iban pólvora y plomo por un como varillas de hierro. Permahaciéndose más escasos. Obanimal que no podía necían inmóviles, y cuando yo las servirnos de nada. servé que la vida vegetal desapartaba con la mano, las planRobinson Crusoe, aparecía con más rapidez que D. Defoe tas recuperaban inmediatamenla animal. Mientras proseguíate su posición anterior. mos la marcha, pensaba yo que El suelo del bosque estaba lleno de filosas piedras difíciles de evitar. Observé que todas esas plantas estaban desprovistas de raíces, independientes al cuerpo sólido – arena, conchas, caparazones de moluscos o piedras– que las soportan; el principio de su existencia está en el agua que las sostiene y las alimenta. En lugar de hojas, la mayoría de ellas tenían unas tiras de aspectos caprichosos, circunscritas a una restringida gama de colores: rosa, carmín, verdes claro y olivo, rojo oscuro y marrón.

la luz de nuestros aparatos Ruhmkorff necesariamente debía atraer a algunos de los habitantes de esos oscuros fondos. Pero aunque muchos se acercaron, lo hicieron a una distancia lamentable para un cazador. Varias veces vi al capitán Nemo detenerse y apuntar con su fusil para, luego de algunos instantes de observación, desistir de tirar y reanudar la marcha. La maravillosa excursión concluyó hacia las cuatro, al toparnos con un muro de soberbios peñascos aglomerados en bloques gi-


gantescos, una masa imponente que se irguió ante nosotros. Era un enorme acantilado de granito con grutas oscuras, pero que no tenía ninguna rampa. Eran los cantiles de la isla Crespo. Era la tierra. El capitán Nemo se detuvo e indicó que nos detuviéramos. Aunque hubiera tenido muchos deseos de franquear aquella muralla, tuve que pararme. Ahí terminaban los dominios del capitán Nemo, que él no quería sobrepasar. Más allá comenzaba la porción del Globo que se había jurado no volver a pisar. Al frente de su pequeña tropa, el capitán Nemo comenzó el retorno, marchando sin vacilación, a diez metros de profundidad, en medio de una nube de pececillos de todas las especies. En aquel momento, vi al capitán apuntar su arma hacia algo que se movía entre la vegetación. Salió el tiro, que produjo un débil silbido, y una magnífica nutria cayó fulminada a algunos pasos. El compañero del capitán Nemo se echó la pieza al hombro, y proseguimos la marcha. Durante una hora, tuvimos ante nosotros una llanura de arena que a menudo ascendía a menos de dos metros de la superficie. En-

tonces veía nuestra imagen, nítidamente reflejada, dibujarse en sentido invertido y, por encima de nosotros, aparecía una comitiva idéntica que reproducía nuestros movimientos y nuestros gestos con toda fidelidad, con la diferencia de que marchaba con la cabeza hacia abajo y los pies hacia arriba.

De pronto, el capitán se volvió bruscamente hacia mí y me echó al suelo con su brazo vigoroso. Noté que su compañero hacía lo mismo con Conseil y no supe qué pensar ante este brusco ataque, pero me tranquilicé inmediatamente al ver que el capitán se echaba a mi lado y permanecía inmóvil.

Otro efecto notable era el causado por el paso de espesas nubes que se formaban y se desvanecían rápidamente. Pero, al reflexionar en ello, comprendí que las supuestas nubes sólo eran efecto del espesor variable de las olas de fondo, cuyas crestas se deshacían en espuma y agitaban las aguas. No escapaba a mi percepción ni el rápido paso por la superficie del mar de la sombra de las aves que volaban sobre nuestras cabezas. Seguimos caminando durante unas dos horas, y cuando ya no podía más por el cansancio, distinguí a una media milla una vaga luz que rompía la oscuridad de las aguas. Era el fanal del Nautilus. Antes de veinte minutos deberíamos hallarnos a bordo, pero yo no contaba con que nuestra llegada al Nautilus iba a verse ligeramente retrasada por un encuentro inesperado.

Me hallaba, pues, tendido sobre el suelo y precisamente al abrigo de una masa de sargazos, cuando al levantar la cabeza vi pasar unos cuerpos enormes que despedían resplandores fosforescentes. Se me heló la sangre en las venas al reconocer la amenaza de unas formidables tintoreras, terribles tiburones de cola enorme, de ojos fríos y vidriosos, que destilan una materia fosfo-

rescente por agujeros abiertos cerca del hocico. ¡Monstruosos animales que trituran a un hombre entero entre sus mandíbulas de hierro! No sé si Conseil se ocupaba en clasificarlos, pero, por mi parte, yo observaba su vientre plateado y sus fauces formidables erizadas de dientes desde un punto de vista poco científico y, en todo caso, más como víctima que como naturalista. Afortunadamente, estos voraces animales ven mal. Pasaron sin advertir nuestra presencia, casi rozándonos con sus aletas parduscas. Gracias a eso, escapamos de milagro a un peligro más grande, sin duda, que el del encuentro con un tigre en plena selva. ■


CAPÍTULO XII

Un accidente

S

ubí a la plataforma en el momento que el segundo del Nautilus pronunciaba su enigmática frase cotidiana. Se me ocurrió entonces que esa frase debía referirse al estado del mar o que su significado podía ser «Nada a la vista». Y en efecto, el océano estaba desierto. Ni una sola vela en el horizonte. El mar absorbía los colores del prisma, con excepción del azul, los reflejaba en todas direcciones y cobraba un admirable tono de añil. Sobre las olas se dibujaban con regularidad anchas rayas de muaré. Entretanto, una veintena de marineros del Nautilus, todos de vigorosa y bien constituida complexión, habían subido a la plataforma para retirar las redes dejadas a la lastra durante la noche. Evidentemente, aquellos marineros eran de nacionalidades diferentes y se comunicaban mediante aquel extraño idioma cuyo origen me era hermético. El rumbo general del Nautilus era sureste y se mantenía entre cien y ciento cincuenta metros de profundidad. El 26 de noviembre, a las tres de la mañana, el Nautilus cruzó el Trópico de Cáncer a 172º de longitud.

–¿Quiere venir un instante el señor? –¿Qué pasa, Conseil? –Mire. Me levanté y me acerqué al cristal. Iluminada por la luz eléctrica, una enorme masa negruzca, inmóvil, se mantenía suspendida en medio de las aguas. –¡Un navío! –exclamé. –Sí –respondió el canadiense–; un barco que se fue a pique. Ned Land no se equivocaba. El Nautilus dio una vuelta en torno al navío sumergido, y al pasar ante su popa pude leer su nombre: Florida, Sunderland. Ese terrible espectáculo inauguraba la serie de catástrofes marítimas que el Nautilus debía encontrar en su derrotero. Desde su incursión en mares más frecuentados, a menudo veíamos restos de naufragios que se pudrían entre dos aguas y, más profundamente, cañones, obuses, anclas, cadenas y otros mil objetos de hierro carcomidos. El Nautilus llegó el 11 de diciembre a las inmediaciones de las islas coralígenas. Una


elevación lenta pero continua, provocada por el trabajo los pólipos, las unirá algún día entre sí. Luego, esta nueva isla se soldará a su vez con los archipiélagos vecinos, y un quinto continente se extenderá desde Nueva Zelanda y Nueva Caledonia hasta las Marquesas.

–Nunca, Conseil.

–No sé qué decirle al señor. Es cierto que estamos viendo cosas muy curiosas, y que, desde hace dos meses, no hemos tenido tiempo de aburrirnos. La última maravilla es siempre la mejor, y si esta progresión se mantiene, no sé hasta dónde iremos a parar. A mí me parece que nunca volveremos a encontrar una ocasión semejante.

cuando, súbitamente, un choque me derribó. El Nautilus acababa de tocar en un escollo, y quedó inmovilizado después de bascular ligeramente a babor. No parecía haber sufrido ninguna avería, pero, si no podía abrirse o irse a pique, sí corría el riesgo de permanecer para siempre aprisionado en esos escollos.

Dos días después de haber navegado por el mar del Coral, el 4 de enero, avistamos las costas de la Papuasia. En esa ocasión, el capitán Nemo tomó todas las precauciones posibles para dirigirse al Océano Índico a través del Estrecho de Torres, el El día que le comenté esta teoría al capitán más peligroso del mundo, por el que eviNemo, me respondió fríamente: tan pasar hasta los más audaces navegantes. Flotando a flor –No son nuevos continentes lo Aturdido por el choque del de agua, el Nautilus avanzaba volvía en mí para que necesita la Tierra, sino nue- agua encontrarme encajado entre el a una marcha moderada. Su vos hombres. codaste y el gobernalle. Me hélice batía lentamente las puse de pie con gran dificultad Tras haber pasado el Trópico de y, mirando en torno presa de aguas, como la cola de un ceCapricornio por el meridiano vértigo, se me ocurrió que táceo. habíamos chocado contra los ciento treinta y cinco, el arrecifes… Tan terrible e Sin embargo, el mar se agitaba Nautilus se dirigió hacia el oes- inimaginable era el remolino furiosamente en torno a nosoformaban las montañas te-noroeste, para remontar toda que de agua y espuma en que tros. estábamos sumidos. Un la zona intertropical. momento después oí la voz de –El mar está muy mal –dijo El 1º de enero, a primera hora un viejo sueco que se había Ned Land. con nosotros en el de la mañana, Conseil se reunió embarcado momento que el buque se –Detestable, en efecto –le resconmigo en la plataforma. hacía a la mar. Lo llamé con pondí–, y más aún para un bartodas mis fuerzas y vino –Permítame el señor que le de- tambaleándose. No tardamos co como el Nautilus. en descubrir que éramos los see un buen año. únicos sobrevivientes de la –Este condenado capitán debe catástrofe. –¡Cómo no, Conseil! Te agradezestar muy seguro –dijo el caManuscrito hallado en una co, pero ¿qué entiendes por un nadiense– para meterse por botella, E. A. Poe «buen año», en nuestras circunsaquí, entre estas barreras de tancias? ¿Es el año del fin a nuesarrecifes que, sólo con rozarlo, tro cautiverio o el año que verá continuar este pueden romper su casco en mil pedazos. extraño viaje? Navegábamos a unas dos millas de la isla,


Pues bien, mucho me sorprendería que nuestro complaciente satélite no levantara suficientemente estas masas de agua. Dicho esto, el capitán Nemo, seguido de su segundo, se introdujo al Nautilus. –¿Y bien, señor? –me preguntó Ned Land, que se había acercado a mí después de que el capitán se fue. –Amigo Ned, que vamos a esperar tranquilamente la marea del día 9, ya que, al parecer, la luna será la encargada de ponernos a flote. –¿Así de sencillo? En tales términos me planteaba yo la situación, cuando el capitán, frío y tranquilo, tan dueño de sí como siempre, sin manifestar la más mínima emoción o contrariedad, se acercó a mí. –¿Un accidente? –le pregunté. –No; un incidente –me respondió. –Pero un incidente que puede obligarlo a ser nuevamente un habitante de esa tierra de la que huye.

–Así de sencillo.

–Puede usted creerme, señor, si le digo que este cacharro de hierro no volverá a navegar por el mar ni bajo el mar. Ya sólo vale para venderlo como Pensaba en El marinero chatarra. Creo que ha llegado renegado, un libro que leí en Bogotá, hace dos años. Ésa el momento de prescindir de la es la historia de un marinero compañía del capitán Nemo. que durante la guerra, después de que el barco chocó contra una mina, logró nadar hasta una isla cercana. Allí permanece 24 horas, alimentándose de frutas silvestres, hasta cuando lo descubren los caníbales, lo echan en una olla de agua hirviendo y lo cuecen vivo.

–Amigo Ned –respondí–, yo tengo más confianza que usted en el Nautilus. En cuanto a su consejo de darnos a la fuga, me parecería oportuno si el Nautilus no consigue salir a flote, lo que, para mí, sería muy grave.

El capitán Nemo me miró de modo singular e hizo un gesto Relato de un náufrago, de negación, claramente exG. García Márquez presivo de su convicción de –Pero, ¿no podríamos al menos que nada le obligaría nunca a poner pie en tierra? –dijo Ned regresar a tierra. Luego, me dijo: Land–. Ahí tenemos una isla. En esa isla hay árboles. Y bajo esos árboles hay animales te–Señor Aronnax, las mareas no son fuertes rrestres, portadores de chuletas y filetes, en en el Pacífico, pero aquí hay una diferencia los que yo hincaría el diente muy gustosamente. de un metro entre los niveles de las mareas altas y bajas. Hoy estamos a 4 de enero, y dentro de cinco días tendremos luna llena.

–En esto tiene razón el amigo Ned –dijo Conseil–, y yo soy de su opinión. ¿No po-

dría obtener autorización del capitán Nemo para que se nos trasladase a tierra, aunque sea para no perder la costumbre de pisar las partes sólidas de nuestro planeta? Con gran sorpresa para mí, el capitán Nemo concedió el permiso con toda facilidad, sin exigirme siquiera la promesa de que retornaríamos a bordo. Cierto es que una huida a través de las tierras de Nueva Guinea era demasiado peligrosa. Más valía ser prisionero a bordo del Nautilus que caer entre las manos de los pobladores de la Papuasia. A las ocho de la mañana siguiente nos embarcamos en nuestras hachas, armados con fusiles. Conseil y yo remábamos vigorosamente, en tanto que Ned Land manejaba el timón en los estrechos pasos que dejaban los rompientes. El canadiense no podía contener su alegría. Era un prisionero escapado de su cárcel, y no parecía pensar que tenía que volver a ella.


Eran las seis de la tarde cuando llegamos al Nautilus con la canoa repleta de provisiones; fui a mi camarote y hallé la cena servida. Al día siguiente, la canoa estaba en el mismo lugar donde la habíamos dejado. Resolvimos volver a la isla. Ned Land siguió la costa hacia el oeste. Hacia el mediodía, y cuando ya el hambre empezaba a aguijonearnos, Conseil –ante la sorpresa de todos– mató dos pájaros de un tiro y aseguró el almuerzo. –Y ahora, Ned, ¿qué es lo que falta? –¡Carne! –exclamaba–. ¡Vamos a comer carne, y qué carne! Lo que sea –prosiguió Ned Land–. Cualquier animal de cuatro patas sin plumas o de dos patas con plumas recibirá el saludo de mi fusil. –He aquí que el señor Land vuelve a excitarse. –No pido más de media hora para ofrecerle un plato a mi manera. Al llegar, Ned pisó el suelo como en un acto de posesión. Luego, cortó algunos cocos, los abrió, bebimos su agua y comimos su corteza blanda con tal satisfacción que parecía expresar una protesta contra la dieta del Nautilus. –¡Exquisito! –decía Conseil. Sin embargo, Ned no quedaba satisfecho: –Todos estos vegetales no completan una comida. Son el postre. Pero ¿y la sopa?, ¿y el guisado? –Es cierto –dije–. Ned nos había prometido unas chuletas, que empiezan a parecerme muy problemáticas.

–Una pieza de cuatro patas, señor Aronnax. Estas palomas no son más que un entremés para abrir boca. No estaré contento hasta que haya matado un animal con chuletas. Afortunadamente, hacia las dos, Ned Land pudo cazar un magnífico cerdo salvaje. El canadiense extrajo media docena de chuletas destinadas a asegurarnos una buena parrillada para la cena. El ahora alegre Ned se proponía regresar al día siguiente a esta isla encantada que quería despoblar de todos sus cuadrúpedos comestibles. Pero no contaba con lo que iba a sobrevenir. La cena fue excelente. Dos palomas torcazas completaron el extraordinario menú. La fécula de sagú, frutos del árbol del pan, unos mangos, media docena de piñas y un poco de licor fermentado de coco nos alegraron el ánimo. –¿Y si no regresáramos esta noche al Nautilus? –dijo Conseil. –¿Y si no volviéramos nunca más? –añadió Ned Land.

Apenas había acabado de formular su proposición el arponero cuando una piedra cayó a nuestros pies. –Una piedra no cae del cielo –dijo Conseil–, a menos que sea un aerolito.

–¡Ah! ¡Es usted, señor profesor! ¿Qué tal su cacería? ¿Les fue bien? –Sí, capitán, pero, desgraciadamente, hemos atraído a una tropa de salvajes cuya vecindad me parece inquietante.

Una segunda piedra, perfectamente redon–¡Salvajes! –dijo el capitán Nemo, en un deada, que arrancó de la mano de Conseil tono un poco irónico–. ¿Y le asombra, seun sabroso muslo de paloma, dio aún más ñor profesor, haber encontrado salvajes al peso a la observación que acaponer pie en tierra? ¿Y dónde baba de hacer. no hay salvajes? Y estos que Emprendí el 16 de julio el mismo camino, y habiendo usted llama salvajes, ¿son peoNos incorporamos los tres, y toavanzado un poco más que res que los otros? la víspera vi que el arroyo y mando nuestros fusiles nos dispusimos a repeler todo ataque. –¿Son monos? –preguntó Ned Land. –Casi –respondió Conseil–. Son salvajes. –A la canoa –dije, al tiempo que me dirigía a la orilla.

las praderas no se extendían por aquel lado, y que la campiña empezaba a estar poblada de árboles. Encontré en abundancia diferentes especies de frutos, especialmente melones y grandes cepas entrelazadas con los árboles, de los cuales pendían muy hermosos y maduros racimos.

–Pero, capitán... –Tranquilícese profesor; no hay por qué preocuparse. –Pero estos indígenas son muy numerosos. –¿Cuantos ha contado? –Tal vez un centenar.

Robinson Crusoe, D. Defoe Los salvajes se aproximaron, –Señor Aronnax –respondió el sin correr, pero haciéndonos capitán Nemo, cuyos dedos se demostraciones sumamente hostiles, bajo habían posado nuevamente sobre el teclala forma de una lluvia de piedras y de do del órgano–, aunque todos los indígenas flechas. de la Papuasia se reunieran en esta playa, nada tendría que temer de sus ataques al Apenas tardamos dos minutos en llegar a Nautilus. la canoa. No nos habíamos alejado mucho

todavía cuando los salvajes, aullando y gesticulando, se metieron en el agua hasta la cintura. Veinte minutos más tarde subíamos a bordo. Las escotillas estaban abiertas. Luego de amarrar la canoa, entramos en el Nautilus. El capitán Nemo estaba tocando el órgano, sumido en un éxtasis musical. –Capitán.

Los dedos del capitán corrieron de nuevo por el teclado del instrumento, y observé que sólo golpeaba las teclas negras, lo que daba a sus melodías un color típicamente escocés. Pronto olvidó mi presencia y se sumió en una ensoñación que no traté de disipar. Transcurrió la noche sin novedad. La sola vista del monstruo encallado en la bahía debía atemorizar a los papúes, porque las


escotillas, que habían permanecido abiertas, les ofrecían un fácil acceso a su interior.

–Se puede ser antropófago y buena persona –respondió Conseil–, como se puede ser glotón y honrado...

El 8 de enero, a las seis de la mañana, subí a la plataforma.

–Bien, Conseil, te concedo que son honrados antropófagos, y que devoran honradamente a sus prisioneros. Sin embargo, como no me apetece nada ser devorado, ni siquiera honradamente, prefiero mantenerme alerta, ya que el comandante del Nautilus no parece tomar ninguna precaución.

A través de las brumas matinales, que iban disipándose, la isla mostró sus playas primero y sus cimas después. Los indígenas continuaban allí, más numerosos que en la víspera. Aprovechándose de la marea baja, algunos habían avanzado sobre las crestas de los arrecifes hasta menos de dos cables del Nautilus. Tenían la frente ancha y alta, la nariz gruesa y los dientes muy blancos. El color rojo con que teñían su cabellera lanosa contrastaba con sus cuerpos negros y relucientes. Iban casi desnudos; de los lóbulos de sus orejas, cortadas y dilatadas, pendían huesos ensartados. Casi todos estaban armados con arcos, flechas y escudos, y a la espalda, en una especie de red, llevaban las piedras redondeadas que con tanta destreza lanzan con sus hondas. Aquel día la canoa no se movió, con gran pesar para Ned Land que no pudo completar sus provisiones. El hábil canadiense empleó su tiempo en la preparación de las carnes y las féculas que había llevado de la isla Gueboroar. Cuando las crestas de los arrecifes comenzaron a desaparecer bajo las aguas de la marea ascendente, los salvajes volvieron a la playa, donde su número iba acrecentándose. –¿Y esos salvajes? –me preguntó Conseil–. No me parecen muy feroces. –¿No? Sin embargo, son antropófagos, muchacho.

Y ahora, a trabajar. Durante dos horas, activamente, intentamos pescar, pero no obtuvimos ninguna pieza rara, hasta que, de repente, grité entusiasmado. –¿Qué le ocurre al señor? –preguntó Conseil, muy sorprendido. –Esta concha –le dije al entregarle el objeto de mi entusiasmo. Conseil y yo estábamos absortos en la contemplación del tesoro con que esperaba enriquecer el museo, cuando una maldita piedra rompió el precioso objeto en la mano de Conseil. Mientras yo lanzaba otro grito, esta vez de desesperación, Conseil se precipitó hacia su fusil. Quise impedirle que disparara; pero no pude, y su tiro destrozó el brazalete de amuletos que pendía del brazo del indígena. La situación había cambiado desde hacía algunos instantes, sin que nos hubiéramos dado cuenta. Una veintena de piraguas se hallaban ahora cerca del Nautilus. En aquel momento, una lluvia de flechas se abatió sobre él. –Hay que avisar al capitán Nemo –dije–, y me arriesgué a llamar a la puerta del camarote del capitán.

–Pase. –¿Le molesto? –dije, por cortesía. –Sí, señor Aronnax, pero supongo que tiene usted serias razones para venir a verme, ¿no? –Muy serias. Las piraguas de los indígenas nos tienen rodeados, y dentro de unos minutos nos veremos asaltados por varios centenares de salvajes. –¡Ah! –dijo el capitán Nemo, con la mayor calma–; ¿han venido con sus piraguas? –Sí, señor. –Pues bien… Basta con cerrar las escotillas. –Precisamente, y es lo que venía a decirle. –Nada más fácil –dijo el capitán Nemo, al tiempo que, pulsando un timbre eléctrico, transmitía una orden a la tripulación. –Ya está –me dijo después de algunos instantes–. La canoa está en su sitio y las escotillas cerradas. –Capitán; pero subsiste un peligro. –¿Cuál? –Mañana, a la misma hora, habrá que reabrir las escotillas para renovar el aire del Nautilus.

–Y supone usted que van a subir a bordo. –Estoy seguro. –Pues bien, que suban. No veo ninguna razón para impedirles que lo hagan. En el fondo, no quiero que mi visita a la isla Gueboroar cueste la vida a uno solo de estos desgraciados. Me disponía a retirarme, pero insistí: –Pero el Nautilus está encallado... –El Nautilus no ha encallado –me respondió fríamente el capitán Nemo–. Mañana, en el día y a la hora señalada, la marea lo elevará suavemente y reemprenderá su navegación a través de los mares. El capitán Nemo se inclinó ligeramente, en señal de despedida. Salí y volví a mi camarote, donde hallé a Conseil, que deseaba conocer el resultado de mi conversación con el capitán. –Ten confianza en él y vete a dormir. Y así fue: al atardecer del día siguiente, ya liberado el Nautilus de la isla de Gueboroar, estábamos a la espera de las nuevas aventuras a que nos conduciría el capitán Nemo. ■


CAPÍTULO XIII

Ned y Nemo

N

ed Land no había renunciado a la esperanza de recobrar su libertad. Seguro aprovecharía la primera ocasión que se le presentase. Sin duda, yo lo acompañaría; sin embargo, sabía que no iba a poder llevarme los misterios que el capitán Nemo nos había revelado en el Nautilus.

La lectura de los libros de la biblioteca y la redacción de mis memorias ocupaban todo mi tiempo sin dejarme ni un momento de cansancio o de aburrimiento.

Estábamos surcando las aguas del Océano Índico, esa llanura líquida de quinientos cincuenta millones de hectáreas, cuya transparencia es tan grande que quien se asoma a su superficie siente vértigo.

–No, Ned. No –le respondí tajantemente–. El Nautilus se está acercando a los continentes habitados. Vuelve a Europa, deje usted que nos lleve allí. Una vez que lleguemos, veremos lo que podemos hacer... Por

Durante algunos días vimos gran cantidad de aves acuáticas, palmípedas y gaviotas. Algunas de ellas terminaron en la cocina, ¿Debía odiar o admirar a este hombre? donde nos ofrecieron una aceptable varia¿Víctima o verdugo? ción a los menús marinos que Inmediatamente, Vázquez y constituían nuestro régimen. Para ser franco, antes de abanMoriz, a quienes acababa de llamar, salieron de su anexo donarle para siempre yo queEl Nautilus navegaba hacia la y fueron a unirse con él en el ría terminar la vuelta al mundo punta de la península india. terraplén. Todos convinieron bajo los mares; quería ver lo en que había que cazarlo. Si lo conseguían, podrían que ningún hombre había visto –Tierras civilizadas –me dijo variar agradablemente el todavía. Sentía que faltaba la aquel día Ned Land–, mejores menú cotidiano. mejor parte, tan impresionante que las de esas islas de la El faro del fin del mundo, Julio Verne como lo que ya conocía, aun Papuasia donde encuentra uno cuando debiera pagar con mi más salvajes que venados. En vida esta insaciable necesidad de aprender. esas tierras de India, señor profesor, hay carreteras, ferrocarriles, ciudades inglesas, Sin embargo, sabía que el Nautilus se francesas y asiáticas. ¿No cree usted que aproximaba a costas habitadas, y que sería ha llegado el momento de despedirnos del cruel sacrificar a mis compañeros a mi pacapitán Nemo? sión por lo desconocido.


otra parte, no creo que el capitán Nemo nos permitiera ir a tierra de caza como aquella vez que encallamos. Hacia las siete de la tarde, el Nautilus se ubicó en medio de un mar blanquecino que parecía de leche. Conseil no podía dar crédito a sus ojos y me interrogó sobre las causas del singular fenómeno.

–¿Tiburones? –Debo confesarle, capitán, que todavía no estoy muy familiarizado con esta clase de peces. Cualquiera que sea invitado a cazar tiburones en su elemento natural solicitaría un tiempo de reflexión antes de aceptar la invitación. Me pasé la mano por la frente para secarme unas gotas de sudor frío.

–Es lo que se llama un mar de leche –le respondí–, una vasta extensión de olas blancas que puede verDesde que empezaron los se frecuentemente en las costrabajos, no se había visto ningún animal cerca de la tas de Amboine y en estos pabahía de Elgor. El segundo rajes. del Santa Fe, conocido como –¿Pero cuál es la causa de este singular efecto? Porque yo no creo que el agua se haya transformado en leche.

Nemrod, había intentado varias veces cazarlo. Sus intentos fueron inútiles a pesar de haberse internado entre cinco y seis millas.

Y, además, me era difícil digerir la naturalidad con que el capitán me había hecho esa deplorable invitación. «Bueno –pensé–, de todos modos, Conseil no querrá venir, lo que me dispensará de acompañar al capitán».

El faro del fin del mundo, Julio Verne

–Claro que no. Esta blancura que tanto te sorprende es debida a la presencia de miríadas de infusorios, una especie de gusanillos luminosos...

En aquel momento entraron Conseil y el canadiense. Venían tranquilos e incluso alegres. No sabían lo que les esperaba.

El capitán Nemo nos interrumpió.

–Oiga –me dijo Ned Land–, su capitán Nemo (que el diablo se lleve) acaba de hacernos una amable invitación.

–Estamos acercándonos a la isla de Ceilán –dijo–, una tierra célebre por sus pesquerías de perlas. ¿Le gustaría visitar una de esas pesquerías, señor Aronnax? –Naturalmente que sí, capitán. El capitán dijo algo a su segundo, y pronto el Nautilus se sumergió nuevamente. –Bien, señor profesor, usted y sus compañeros visitarán el banco de Manaar, y si por casualidad encontramos allí algún pescador madrugador, lo veremos operar. –De acuerdo, capitán. –A propósito, señor Aronnax, espero que no tenga usted miedo a los tiburones.

–¡Ah!, entonces ya saben lo que...

brillo, de una materia nacarada, que ellas llevan en los dedos, en el cuello o en las orejas; para el químico es una mezcla de fosfato y de carbonato cálcico con un poco de gelatina y, por último, para el naturalista es una simple secreción enfermiza del órgano que produce el nácar en algunos bivalvos. –¿Puede haber varias perlas en una misma ostra? –Sí, hay algunas madreperlas que son un verdadero joyero. Se ha hablado de un ejemplar que contenía, aunque yo me permito dudarlo, nada menos que ciento cincuenta tiburones. –¿Ciento cincuenta tiburones? –exclamó Ned Land. –¿Dije tiburones? Quería decir perlas. Tiburones... no tendría sentido. –¿Podría decirnos el señor cuánto dinero produce la explotación de los bancos de madreperlas? –Si nos atenemos al libro de Sirr –respondí–, las pesquerías de Ceilán están arrendadas por una suma anual de tres millones de escualos.

–El comandante del Nautilus –dijo Conseil– nos ha invitado a visitar mañana las magníficas pesquerías de Ceilán.

–De francos –dijo Conseil.

–¿No les ha dicho nada más?

–Se ha hablado de algunas perlas célebres cotizadas a muy altos precios –dijo Conseil.

Antes de que comenzara a explicarles, preguntó el canadiense: –¿Qué es exactamente una perla? –Amigo Ned, para el poeta la perla es una lágrima del mar; para los orientales es una gota de rocío solidificada; para las damas es una joya de forma oblonga, de diáfano

–Sí, de francos…

–Yo he oído contar –dijo el canadiense– que hubo una dama de la antigüedad que bebía perlas con vinagre. –Cleopatra –dijo Conseil. –Siento no haberme casado con esa señora – dijo el canadiense.

–¡Ned Land, esposo de Cleopatra! –exclamó Conseil. –Pero, volviendo a las perlas de muy alto valor –dije–, no creo que jamás soberano alguno haya poseído una superior a la del capitán Nemo. –Ésta –dijo Conseil al tiempo que mostraba una magnífica perla en la vitrina. –Estoy seguro de no equivocarme al asignarle como mínimo un valor de dos millones de... –De francos –dijo con entusiasmo Conseil. –Sí –dije–, dos millones de francos, sin que le haya costado seguramente más trabajo que recogerla. –¿Quién nos dice que no podamos mañana encontrar otra de tanto valor? –dijo Ned Land. –¡Bah! –exclamó Conseil. –¿Y por qué no? –¿Para qué nos servirían esos millones a bordo del Nautilus? –A bordo, para nada –dijo Ned Land–; pero, afuera... –¡Oh! ¡Afuera de aquí! –exclamó Conseil moviendo la cabeza. –Ned Land tiene razón –dije–, y si volvemos alguna vez a Europa o a América con una perla millonaria, tendremos algo que dará gran autenticidad y al mismo tiempo alto precio al relato de nuestras aventuras. –Ya lo creo –dijo el canadiense. Pero Conseil, atraído siempre por el lado instructivo de las cosas, preguntó: –¿Es peligrosa la pesca de perlas?


–No –respondí enfático-, sobre todo, si se toman ciertas precauciones. –¿Qué puede arriesgarse en ese oficio? ¿Tragar unas cuantas bocanadas de agua salada? –dijo Ned Land. –¿No tiene usted miedo de los tiburones? –¿Yo? ¿Miedo yo, un arponero profesional? Mi oficio es burlarme de ellos. –¿Sabe usted, profesor? Los tiburones tienen un defecto, y es que necesitan ponerse panza arriba para clavarle los dientes, y mientras tanto... Daba escalofríos la forma con que Ned Land decía eso de «clavarle los dientes». Apenas pude dormir aquella noche. Los escualos atravesaban mis sueños. Me parecía tan justa como injusta a la vez esa etimología que dice que el término francés requin, ‘tiburón’, procede de la palabra requiem (música para difuntos). A las cuatro de la mañana me despertó el mozo que el capitán Nemo había puesto especialmente a mi servicio. Me levanté rápidamente, me vestí y pasé al salón, donde ya se hallaba el capitán Nemo. –¿Está usted dispuesto, señor Aronnax? –Lo estoy, capitán.

–Entonces, sígame. –¿Y mis compañeros? –Nos están esperando ya. –¿No vamos a ponernos las escafandras? –Todavía no. No he acercado el Nautilus a la costa, y estamos bastante lejos del banco de Manaar. Pero he hecho preparar la canoa que nos conducirá al punto preciso de desembarco para evitar un largo trayecto. Nos equiparemos con los trajes de buzo en el momento de dar comienzo a esta exploración submarina. Cinco marineros nos esperaban en la canoa adosada a un lado del Nautilus. Allí, bajo las oscuras aguas, se extendía el banco de madreperlas sobre más de veinte millas de longitud. Un marinero se puso al timón, mientras los otros cuatro tomaban los remos.

Íbamos silenciosos. ¿En qué pensaba el capitán Nemo? Tal vez en esa tierra hacia la que se aproximaba y que debía parecerle excesivamente cercana, lo contrario que al canadiense, para quien debía estar excesivamente lejana. Conseil iba como un simple curioso. El capitán Nemo se puso de pie y observó el mar. A una señal suya, se echó el ancla. –Ya hemos llegado, señor Aronnax –dijo el capitán Nemo–. En esta cerrada bahía, dentro de un mes se reunirán muchos barcos de pescadores y los buceadores se sumergirán audazmente para hacer su rudo trabajo. No respondí, y sin dejar de mirar aquellas aguas sospechosas, comencé a ponerme mi pesado traje marino, ayudado por los marineros. Me quedaba por hacer una última pregunta al capitán Nemo.

–¿Y nuestras armas? ¿Los fusiles? –¿Para qué? ¿No atacan los montañeses al oso con un puñal? ¿No es más seguro el acero que el plomo? He aquí un buen cuchillo. Póngaselo en su cinturón y partamos. Miré a mis compañeros y los vi armados como nosotros. Sólo que, además, Ned Land esgrimía un enorme arpón que había depositado en la canoa antes de abandonar el Nautilus. Luego, siguiendo el ejemplo del capitán, me dejé poner la pesada esfera de cobre sobre la cabeza. Nuestros depósitos de aire entraron inmediatamente en actividad. Un instante después, los marineros nos desembarcaron uno tras otro, y tocamos fondo metro y medio abajo, sobre una arena compacta. El capitán Nemo nos hizo señal de seguirle y por una suave pendiente desaparecimos bajo el agua. A nuestro paso, como una bandada de gaviotas en una laguna, levantaban el ‘vuelo’ unos curiosos peces del género de los monópteros, sin otra aleta que la de la cola. Reconocí al javanés, verdadera serpiente de unos ocho decímetros de longitud, de vientre azuloso, al que se le confundiría fácilmente con el congrio, de no ser por las rayas doradas que tiene a los lados.


De repente se abrió ante nosotros una vasta gruta formada en un pintoresco conglomerado de rocas tapizadas de flora submarina. ¿Por qué razón nuestro incomprensible guía nos llevaba al fondo de aquella cripta submarina? Pronto iba a saberlo. Después de bajar una pendiente bastante pronunciada llegamos al fondo de una especie de pozo circular. Allí se detuvo el capitán Nemo y apuntó algo con la mano. Lo indicado era una ostra de dimensión extraordinaria, una tridacna gigantesca. Me acerqué a aquel molusco fenomenal. El capitán Nemo conocía evidentemente la existencia de la ostra. No era la primera vez que la visitaba. Yo pensé que al conducirnos a ese lugar quería mostrarnos simplemente una curiosidad natural. Me equivocaba. El capitán Nemo tenía interés particular por comprobar el estado actual de la tridacna. Las dos valvas del molusco estaban entreabiertas. El capitán se aproximó e introdujo su puñal entre las conchas para impedir que se cerraran; luego, con la mano, levantó la túnica membranosa con franjas en los bordes que formaban el manto del animal. Entre los pliegues foliáceos vi una perla libre, del tamaño de un coco. Su forma globular, su perfecta limpidez, su admirable oriente hacían de ella una joya de precio inestimable. Llevado por la curiosidad, extendí la mano para cogerla, para sopesarla, para palparla. Pero el capitán Nemo me contuvo con un gesto negativo, y retirando su cuchillo con un rápido gesto dejó que las valvas se cerraran súbitamente. Comprendí entonces que el designio del capitán Nemo al dejar la perla era permi-

tirle que aumentara su tamaño. Cada año, la secreción del molusco añadía nuevas capas concéntricas. Sólo el capitán Nemo conocía la gruta en la que ‘maduraba’ ese admirable fruto de la naturaleza. La visita a la opulenta ostra había terminado. El capitán Nemo salió de la gruta y tras él ascendimos al banco de madreperlas, en medio de la claridad del agua no turbada aún por el trabajo de los buceadores. Apenas habrían pasado diez minutos, cuando el capitán Nemo se detuvo súbitamente. Miré atentamente y vi a unos cinco metros de distancia una sombra que descendía hacia el fondo. La inquietante idea de los tiburones volvió a pasar por mi mente. Pero me equivocaba, era un indio que venía a la rebusca antes de la cosecha. El hombre se sumergía y ascendía sucesivamente. Una piedra entre los pies atada a su bote por una cuerda constituía todo su equipamiento técnico para descender más rápidamente al fondo del mar. Una vez llegado al fondo, a unos cinco metros de profundidad, se precipitaba, de rodillas, a recoger todas las madreperlas que podía y a llenar su bolsa. El buceador no podía vernos. Por otra parte, ¿cómo hubiera podido sospechar ese pobre indio que unos hombres estaban allí, bajo el agua espiando sus movimientos sin perder un detalle de su pesca? No recogía más de una decena de madreperlas a cada inmersión. Yo lo observaba con profunda atención. Realizaba sus maniobras con gran regularidad desde media hora antes, cuando, de repente, vi que hizo un gesto de espanto, se levantó y tomó impulso para subir a la superficie.

La sombra gigantesca que apareció por encima del buceador me hizo comprender su espanto. Era la de un tiburón de gran envergadura que avanzaba diagonalmente, con la mirada encendida y las mandíbulas abiertas. Me sentí sobrecogido de horror, incapaz de todo movimiento. El voraz animal se lanzó hacia el indio, quien se echó a un lado y pudo evitar la mordedura del tiburón pero no su coletazo, que lo golpeó en el pecho y lo derribó al suelo. Apenas había durado unos segundos la terrible escena. El tiburón se revolvió y se disponía a partir al indio en dos, cuando sentí al capitán Nemo erguirse a mi lado, puñal en mano, dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo con él. En el momento que iba a despedazar al desgraciado pescador, el escualo advirtió la presencia de su adversario y fue directo hacia él.


Aún estoy viendo la postura del capitán Nemo. Replegado en sí mismo, esperaba con extraordinaria sangre fría la acometida del formidable escualo. Cuando éste se precipitó contra él, el capitán se echó a un lado con una prodigiosa agilidad, evitó el choque y le hundió su puñal en el vientre. Pero con ese golpe no acabó, sino que comenzó el combate. Un combate terrible. El tiburón había rugido, si se puede decir así. La sangre salía a borbotones de su herida. El mar se tiñó de rojo y no vi nada más a través de ese líquido opaco. Nada más hasta que, en el momento en que se aclaró algo el agua, hallamos al audaz capitán agarrado a una de las aletas del animal, luchando cuerpo a cuerpo, asestándole una serie de puñaladas al vientre, pero sin poder darle el golpe definitivo, en pleno corazón. Yo hubiera querido socorrer al capitán, pero el espanto me anclaba al suelo. Miraba despavorido y vi caer al capitán, derribado por la fuerza inmensa de aquella masa. Las mandíbulas del tiburón se abrieron desmesuradamente como una guillotina, y en ellas hubiera acabado el capitán si, rápido como el rayo, Ned Land, arpón en mano, no hubiera golpeado con él al tiburón. El agua se ahogó en una masa de sangre agitada con indescriptible furor por los movimientos del escualo. Ned Land no había fallado el golpe. Eran los estertores del monstruo. Golpeado en el corazón, se debatía en unos espasmos espantosos que convulsionaban el agua con violencia tal que Conseil cayó al suelo. Mientras tanto, Ned Land ayudaba a incorporarse al capitán, que estaba ileso. El ca-

pitán Nemo se dirigió inmediatamente hacia el indio, cortó la cuerda que lo ataba a la piedra, lo tomó en sus brazos y de un vigoroso golpe de talón ascendió a la superficie del mar, seguido de nosotros tres. En algunos instantes, milagrosamente salvados, alcanzamos la barca del pescador. Afortunadamente, vi como poco a poco iba reanimándose bajo las vigorosas fricciones de Conseil y del capitán. El hombre abrió los ojos. ¡Cuán grande debió ser su sorpresa, incluso su espanto, al ver las cuatro cabezas de cobre que se inclinaban sobre él! ¿Y qué pudo pensar cuando el capitán Nemo le puso en la mano un saquito de perlas que había sacado de un bolsillo de su traje? El pobre indio de Ceilán aceptó con una mano temblorosa la magnífica limosna del hombre de las aguas. Sus ojos desencajados indicaban que no sabían a qué seres sobrehumanos debía a la vez la fortuna y la vida. A una señal del capitán, nos sumergimos nuevamente. Una vez embarcados, nos desembarazamos de nuestras escafandras con la ayuda de los marineros. Las primeras palabras del capitán Nemo fueron para el canadiense. –Gracias, señor Land. –Es mi desquite, capitán –respondió Ned Land. Un asomo de sonrisa afloró a los labios del capitán. Eso fue todo. –Al Nautilus –ordenó. ■


CAPÍTULO XIV

Tesoros

N

avegamos a través del mar Arábigo y nos disponíamos a entrar en el mar

Rojo. –Estos tres meses pasaron rápido, ¿no le parece, señor Land? Ned respondió con un gruñido. Con el único e incumplido objetivo de escapar, seguramente para él los tres meses habrían sido una eternidad. –Amigo Ned, tiene usted razón, no podemos contar con la buena voluntad del capitán Nemo, ya que guardar su secreto implica mantenernos prisioneros. Así es que acuerdo con usted que aprovechemos la primera ocasión para huir del Nautilus. –Bien, señor Aronnax; eso es hablar razonablemente. El Nautilus entró al Mediterráneo y se dirigía a toda velocidad a Creta. Poco tiempo antes de embarcarme en el Abraham Lincoln, la población de la isla acababa de sublevarse contra el despotismo turco. Ignoraba qué había acontecido con esa insurrección. Encontré al capitán en su estudio. Contrariamente a sus costumbres, al verme llegar ordenó abrir las dos portillas del salón

y yendo de una a otra observó atentamente el mar. ¿Con qué fin? Era algo que yo no podía adivinar. Me puse a observar los peces que pasaban ante mis ojos, cuando súbitamente apareció un hombre en medio de las aguas, un hombre con una bolsa de cuero en su cintura. No era un cuerpo abandonado en el mar; era un hombre vivo que nadaba vigorosamente. El hombre apareció y desapareció varias veces. Ascendía para respirar en la superficie y buceaba nuevamente. Me volví hacia el capitán Nemo, emocionado: –¡Un hombre! ¡Un náufrago! ¡Hay que salvarlo a toda costa! El capitán no me respondió y se acercó al cristal. El hombre se había aproximado también y, con la cara pegada al cristal, nos miraba. Estupefacto, vi que el capitán Nemo le hacía una señal. El buceador le respondió con un gesto de la mano, ascendió inmediatamente a la superficie y ya no volvió más. El capitán Nemo se dirigió hacia un mueble situado a la izquierda del salón. Al lado del mueble había un cofre de hierro cuya


tapa tenía una placa de cobre con la inicial del Nautilus grabada, así como su divisa: Mobilis in mobile.

Todo eso agregaba más misterio alrededor del capitán Nemo.

En apenas cuarenta y ocho horas ya habíaSin preocuparse de mi presencia, el capimos atravesado el Mediterráneo y estábatán abrió el mueble, une especie de caja mos del otro lado del Estrecho de Gibralfuerte que contenía gran número de lingotes tar. Fue evidente que ese mar, cercado por de oro. ¿De dónde procedían esos lingotes todas partes por la tierra firme de la que que representaban una fortuna enorme? huía, no agradaba al capitán Nemo. Sus ¿Dónde había obtenido ese oro el capitán y aguas y sus brisas debían traerle muchos qué iba a hacer con él? recuerdos, y tal vez pesadumbres. En el Mediterráneo no teY un momento después, El capitán Nemo tomó uno a uno nía esa libertad de marcha y esa confirmando mi los lingotes y los colocó cuidapensamiento, surgieron en independencia de maniobras torno a mí numerosas cajas dosamente en el cofre de hierro que le daban los océanos, y su de la mercancía con que el hasta llenarlo por completo. Yo destructor había sido Nautilus debía sentirse incócalculé que eran más de mil kicargado en Mobile. modo entre las costas demasialogramos de oro; es decir, en Relato de un náufrago, do cercanas de África y de EuG. García Márquez unos cinco millones de francos. ropa. Por otro lado, ¿desconfiaUna vez que hubo cerrado el ba el capitán de nosotros? Lo cofre, el capitán Nemo escribió sobre su cierto es que, además de la extraordinaria tapa unas palabras y tocó un timbre. Poco velocidad, el submarino permaneció casi después aparecieron cuatro hombres que, toda la travesía en inmersión. con esfuerzo, se llevaron el cofre. Pude oír Obvio es decir que Ned Land, muy a su que izaban el cofre hacia la canoa. Poco despesar, debió renunciar momentáneamente pués escuché pasos sobre la plataforma y a sus proyectos de escape. supuse que estaban botando la canoa al mar. El Nautilus rompía las aguas del Atlántico Se oyó el ruido del bote al chocar con un con el espolón, después de haber recorrido lado del Nautilus, luego sobrevino el silencerca de diez mil leguas en tres meses y cio. Dos horas más tarde, ya en mi camaromedio, distancia superior a la de los grante, escuché que volvían a encajar la embardes círculos de la Tierra. cación en su lugar. Era obvio que los lingotes eran para el buzo de Creta. ¿Era ¿Adónde íbamos ahora y qué es lo que nos posible que el capitán estuviera ayudando reservaba el futuro? a financiar una rebelión? Pero, ¿por qué Al salir del Estrecho de Gibraltar, el haría tal cosa? Nautilus se había adentrado en alta mar. Al día siguiente, conté a Conseil y al canaSu retorno a la superficie del mar nos dediense los acontecimientos de aquella novolvió nuestros diarios paseos por la plache que tanto excitaban mi curiosidad. taforma. Al regresar de uno de ellos re–Pero ¿de dónde saca esos millones? –precorrí el salón y llegué cerca de la puerta guntó Ned Land. que lo comunicaba con el camarote del

capitán. Vi con sorpresa que la puerta –¡Ah!, señor profesor, lo estaba buscando. estaba entreabierta. Retrocedí instinti¿Conoce usted la historia de España? vamente. Si el capitán Nemo se hallaba –Poco y mal –respondí. en su camarote podía verme. Pero como –Hacia fines de 1702 –comenzó a relatarno oí ningún ruido me acerqué. El camame con solemnidad– España esperaba con rote estaba vacío. Llamaron mi atención ansiedad un rico convoy proveniente de unos retratos colgados en la pared que América, escoltado por una flota de veintino había observado durante mi primera trés navíos bajo el mando del almirante visita. Retratos de hombres históricos Cháteau-Renault. El convoy debía ir a cuya existencia no ha sido más que una Cádiz, pero el almirante, conopermanente y abnegada encedor de que la flota inglesa trega a un gran ideal: Llevaba varias anotaciones de fecha más reciente y en surcaba esos parajes, decidió Kosciusko, el héroe caído al particular se distinguían tres dirigirlo a un puerto de Frangrito de «Finis Poloniae»; cruces en tinta rojiza: dos cia. Tal decisión suscitó la opoBotzaris, el Leónidas de la al norte de la isla, otra al suroeste y, junto a esta sición de los marinos españoGrecia moderna; O’Connell, última, con tinta del mismo les, que deseaban dirigirse a un el defensor de Irlanda; Wascolor y letra muy cuidada que contrastaba con los garabatos puerto de su país, y que propuhington, el fundador de la trazados por el capitán en su sieron ir a la Bahía de Vigo, al Unión Americana; Manin, el cuadernillo, se leía: «Aquí, parte principal del tesoro». noroeste de España, que no se patriota italiano; Lincoln, hallaba bloqueada. Desgraciaasesinado a tiros por un esLa Isla del tesoro, R. Stevenson damente, esta bahía forma una clavista y, por último, el márrada abierta y sin defensa. Era tir de la liberación de la raza necesario apresurarse a descargar los negra, John Brown. ¿Qué lazo existía engaleones antes de que pudieran llegar las tre aquellas almas heroicas y la del capiflotas enemigas, y hubiera alcanzado el tán Nemo? ¿Develaba tal vez aquella cotiempo para el desembarque de no haber lección de retratos el misterio de su exisestallado una miserable cuestión de rivalitencia? ¿Era tal vez el capitán Nemo un dades. ¿Va siguiendo usted el encadenacampeón de los pueblos oprimidos, un limiento de los hechos? berador de las razas esclavas? ¿Había participado en las últimas conmociones –Perfectamente –respondí, sin saber aún políticas y sociales del siglo? ¿Había sido con qué motivos me estaba dando esa lectal vez uno de los héroes de la terrible ción de historia. guerra estadunidense? –Continúo, pues. He aquí lo que ocurrió. Sonaron las ocho en el reloj, y el primer Los comerciantes de Cádiz tenían el privigolpe sobre el timbre me arrancó de mis legio de ser los destinatarios de todas las pensamientos. Me sobresalté y me precipimercancías procedentes de las Indias occité fuera del camarote. dentales. Desembarcar los lingotes de los galeones en el puerto de Vigo era ir contra En aquel momento, el capitán Nemo entró su derecho. Por ello, se quejaron en Maal gran salón. Al verme, me dijo:


drid y obtuvieron que el convoy permaneComprendí entonces que nos hallábamos en ciera embargado en la rada de Vigo hasta el escenario de la batalla del 22 de octubre que se hubieran alejado las flotas enemide 1702, y que aquél era el lugar donde se gas. Pero mientras se tomaba esa decisión, habían hundido los galeones fletados por el la flota inglesa hacía su aparición en la gobierno español. El capitán Nemo obtenía Bahía de Vigo. Pese a su inferioridad materecursos para cubrir sus necesidades y carrial, el almirante de Cháteaugaba con aquellos millones al –¡Pronto! ¡Venid todos! Renault luchó valientemente. Nautilus en ese lugar. Para él, ¡He descubierto el tesoro Pero cuando vio que las riquepara él solo, América había de los piratas! zas del convoy iban a caer enentregado sus metales precioBajo las cortinas y los tre las manos del enemigo, insos. Él era el heredero directo harapos de las chozas hubo bufidos, carraspeos, cendió y hundió los galeones, y único de aquellos tesoros imprecaciones, y luego que se sumergieron con sus inarrancados a los Incas y a los exclamaciones de asombro, preguntas: –¿Oro?, ¿plata? mensos tesoros. vencidos por Hernán Cortés. El barón rampante,

El capitán Nemo pareció haI. Calvino ber concluido su relato que, lo confieso, yo no veía por qué podía interesarme. –¿Y bien? –le pregunté. –Pues bien, señor Aronnax, estamos en la Bahía de Vigo, y sólo de usted depende que pueda conocer sus secretos.

El capitán se levantó y me rogó que lo siguiera. Le obedecí. El salón estaba oscuro, pero a través de los cristales transparentes refulgía el mar. Se veía neta, claramente el fondo arenoso. Hombres de la tripulación equipados con escafandras se ocupaban de inspeccionar toneles medio podridos, cofres despedazados en medio de restos ennegrecidos. De las cajas y de los barriles se escapaban lingotes de oro y plata, cascadas de piastras y de joyas. El fondo estaba sembrado de esos tesoros. Cargados del precioso botín, los hombres regresaban al Nautilus, depositaban en él su carga y volvían a emprender aquella inagotable pesca de oro y de plata.

–¿Podía usted imaginar, señor profesor, que el mar contuviera tantas riquezas? –preguntó, sonriente, el capitán Nemo–. No tengo más que recoger lo que han perdido los hombres, y no sólo en esta Bahía de Vigo, sino también en los múltiples escenarios de naufragios registrados en mis mapas de los fondos submarinos. ¿Comprende ahora por qué puedo disponer de miles de millones? Lo miré sin saber qué responder. –¿Acaso cree que es para mí por lo que me tomo el trabajo de recoger de estos tesoros? ¿Quién le ha dicho que no haga yo buen uso de ellos? ¿Cree usted que yo ignoro que existen seres que sufren, razas oprimidas, miserables por aliviar, víctimas por vengar? ¿No comprende que..? El capitán Nemo se contuvo; tal vez lamentaba haber hablado demasiado. Pero yo había comprendido. ■


CAPÍTULO XV

La Atlántida

N

inguna tierra a la vista. Nada más que el mar inmenso. Algunas velas en el horizonte, de los barcos que van a buscar hasta el Cabo San Roque los vientos favorables para bordear el Cabo de Buena Esperanza. Por la noche, hacia las once, recibí la inesperada visita del capitán Nemo, quien me dijo:

–Señor Aronnax, voy a proponerle una curiosa excursión. –Le escucho, capitán. –Hasta ahora no ha visitado usted los fondos submarinos más que de día y bajo la claridad del sol. ¿Le gustaría verlos en una noche oscura? –Naturalmente, capitán.

–El paseo será duro, se lo advierto. Habrá con los bastones, pero nuestra que caminar durante largo tiempo y escalar marcha era lenta, pues con freuna montaña. Los caminos no cuencia se nos hunestán en muy buen estado. dían los pies en el A orillas del seco mar fango entre algas y marciano se alzaba un pueblo –Lo que me dice, capitán, reblanco, silencioso y desierto. piedras lisas. dobla mi curiosidad. Estoy No había nadie en las calles. Unas luces solitarias Luego de media dispuesto a seguirle. brillaban todo el día en los hora de marcha el edificios. Las puertas de las Evidentemente, era una invitiendas estaban abiertas de suelo se hizo rocotación a una expedición de par en par, como si la gente so. Las medusas, hubiera salido rápidamente dos. Iría sin mis compañeros. los crustáceos sin cerrar con llave. En pocos instantes estuvimos microscópicos, Crónicas marcianas equipados, con los depósitos (Diciembre de 2005...), las pennátulas R. Bradbury de aire a nuestras espaldas. lo iluminaban Era casi medianoche, pero el ligeramente capitán Nemo me mostró a lo lejos un punto con sus fosforescencias. rojizo, una especie de resplandor que brillaLa rojiza claridad que ba a unas dos millas del Nautilus y que nos nos guiaba iba aumeniluminaba lo suficiente para avanzar hacia allí. tando y aclaraba el El fondo llano ascendía insensiblemente. Íbamos a largas zancadas, ayudándonos

horizonte. Me intrigaba poderosamente la


presencia de ese foco bajo las aguas. ¿Acaso iba a encontrar, bajo esas capas profundas, a compañeros, amigos del capitán Nemo? ¿Hallaría yo allí una colonia de exiliados que, cansados de las miserias de la tierra, habían buscado y hallado la independencia en lo más profundo del océano?

nar sus patas con un estrépito de chatarra, titánicos cangrejos apuntados como cañones sobre sus cureñas, y pulpos espantosos entrelazando sus tentáculos como un matorral vivo de serpientes.

¿Qué mundo exorbitante era ese que yo no conocía aún? ¿A qué orden pertenecían esos El capitán Nemo avanzaba sin vacilación. articulados a los que las rocas daban un seConocía la oscura ruta. No cabía duda de que gundo caparazón? ¿Dónde había hallado la la había recorrido a menudo y que no temía naturaleza el secreto de su existencia perderse. Yo le seguía con una vegetativa, y desde cuántos siconfianza inquebrantable. Me glos venían viviendo así en las Esa noche se había parecía ser uno de los genios del últimas capas del océano? levantado sobre los cementerios de Marte mar y, al verlo andar ante mí, adPero no podía yo detenerme. una de las polvorientas miraba su alta estatura que se retormentas marcianas, Familiarizado con esos terribles y había barrido las antiguas cortaba en negro sobre el fondo animales, el capitán Nemo los ciudades, y había arrancado luminoso del horizonte. las paredes de material ignoraba. Habíamos llegado a plástico del más reciente

¡Qué espectáculo tan indescripuna primera meseta, en la que pueblo norteamericano, un pueblo abandonado y tible! ¡Cómo decir el aspecto de me esperaban otras sorpresas. casi sepultado por la arena. esos árboles y de esas rocas en La de unas ruinas pintorescas Crónicas marcianas (Abril ese medio líquido, el de sus fonque traicionaban la mano del de 2026...), R. Bradbury dos tenebrosos y el de sus cihombre y no la del Creador. mas coloreadas de tonos rojizos Eran vastas aglomeraciones de bajo la claridad que difundía la potencia repiedras entre las que se distinguían vagas verberante de las aguas! formas de castillos, de templos revestidos de un mundo de zoófitos en flor a los que Bien sé que no podré ser verosímil con este en vez de hiedra las algas y los fucos revesrelato de excursión bajo el agua. Yo soy el tían con un espeso manto vegetal. historiador de las cosas de apariencia imposible, que sin embargo son reales, incontestables. No he soñado. He visto y sentido. La sangre me asaltaba a torrentes el corazón cuando veía una antena enorme cerrarme la ruta o cuando alguna pinza espantosa se cerraba ruidosamente en la sombra de las cavidades. Millares de puntos luminosos acribillaban las tinieblas. Eran los ojos de crustáceos gigantescos, agazapados en sus guaridas, de enormes bogavantes erguidos como alabarderos haciendo reso-

Pero, ¿qué era esta porción del mundo sumergida por los cataclismos? ¿Quién había dispuesto esas losas y esas piedras como dólmenes de los tiempos antehistóricos? ¿Dónde estaba, adónde me había llevado la fantasía del capitán Nemo? Allí, bajo mis ojos, abismada y en ruinas, aparecía una ciudad destruida, con sus tejados derruidos, sus templos abatidos, sus arcos dislocados, sus columnas desplegadas en el fondo del mar.

En esas ruinas se adivinaban aún las sólisos se inscribían sobre los que habían dado das proporciones de una especie de arquilos contemporáneos del primer hombre. Mis tectura toscana. Más lejos, se veían los respesadas suelas aplastaban los esqueletos de tos de un gigantesco acueducto; en otro lulos animales de los tiempos fabulosos, a los gar, la achatada elevación de una acrópolis, que esos árboles, ahora mineralizados, cucon las formas flotantes de un brían con su sombra. Partenón; allá, los vestigios de –Miren, chicos. Una ciudad El capitán Nemo permanecía muerta. un malecón que en otro tiempo inmóvil, como petrificado por Los chicos abrieron debió abrigar en el puerto situaun éxtasis mudo. ¿Era ése el enormemente los ojos, llenos do a orillas de un océano delugar al que ese hombre extrade fervor. La ciudad muerta saparecido a los barcos mercanyacía ante ellos, adormilada en ño que rechazaba la vida moun cálido silencio, como en un tes y los trirremes de guerra; derna acudía a sumergirse en verano creado artificialmente más allá, largos alineamientos por algún marciano hacedor los recuerdos de la historia y a de climas(...) Eran unas pocas de murallas derruidas, anchas revivir la vida antigua? piedras rosadas, dormidas calles desiertas, toda una sobre unas dunas; unas Permanecimos allí durante una columnas caídas, un templo Pompeya hundida bajo las solitario y, más allá, la arena hora entera, contemplando la aguas, que el capitán Nemo reotra vez. Nada más. Un vasta llanura bajo el resplansucitaba a mi mirada. desierto blanco a lo largo dor de la lava que a veces codel canal, y encima un ¿Dónde estaba? Quería saberdesierto azul. braba una sorprendente intenlo a toda costa. Crónicas marcianas (Octubre sidad. Las ebulliciones interiode 2026...), R. Bradbury El capitán Nemo vino hacia mí res comunicaban rápidos estrey, recogiendo un trozo de piemecimientos a la corteza de la dra pizarrosa, se dirigió a una roca de bamontaña. Profundos ruidos, netamente salto negro y en ella trazó esta única palatransmitidos por el medio líquido. También bra: ATLÁNTIDA. apareció la luna a través de la masa de las aguas y lanzó algunos pálidos rayos sobre ¡Qué relámpago atravesó mi mente! ¡La el continente sumergido. No fue más que Atlántida! ¡La Atlántida de Platón! Ese conun breve resplandor, pero de un efecto matinente negado por quienes decían que su ravilloso, indescriptible. desaparición era un relato legendario, lo teEl capitán se incorporó, dirigió una últinía yo ante mis ojos, con el irrecusable tesma mirada a la inmensa llanura, y luego timonio de la catástrofe. Ésa era, pues, la me hizo un gesto con la mano invitándome desaparecida región ¡¡que existía!! Tales a seguirle. eran los recuerdos históricos que la inscripción del capitán Nemo había despertado en Descendimos rápidamente la montaña. Una mí. Así, pues, conducido por el más extravez pasado el bosque mineral, vi el fanal ño destino, estaba yo pisando una de las del Nautilus que brillaba como una estremontañas de aquel continente. Mi mano lla. Cuando las primeras luces del alba blantocaba ruinas mil veces seculares y contemqueaban la superficie del océano, ya nos poráneas de las épocas geológicas. Mis pahallábamos de regreso a bordo. ■


CAPÍTULO XVI

Al Polo Sur

A

la mañana siguiente desperté agotado, pero feliz. Si lográbamos escaparnos, me sería difícil convencer al mundo científico de la existencia de la Atlántida, pero poco me importaba. ¡Yo había estado allí! Y aún nos esperaban maravillas casi inenarrables: una mañana nos encontramos flotando en un lago submarino. Sí, una inmensa cueva a cientos de metros de profundidad. Era un volcán apagado al que ha-

bíamos ingresado por un túnel submarino. Allí había un gran lago de forma circular rodeado de paredes rocosas que se unían en un techo abovedado. Al salir de allí nos dirigimos hacia el sur. Aún recuerdo bien el malhumor de Ned cuando nos alejábamos de las costas hacia las cuales hubiéramos podido escapar. Cuando el capitán comenzó a usar el submarino para abrirse camino en los hielos flotantes tuve la certeza que no podríamos avanzar

mucho más, que en algún momento nos enSin embargo, todavía nos faltaba salir de contraríamos con una montaña de hielo inese bosque de hielo. Y no fue fácil: en una franqueable, pero el capitán Nemo volvió a ocasión el Nautilus encalló y tuvimos que sorprenderme: estaba decidido a llegar hasbajar todos con picos y empezar a ayudarlo ta el Polo Sur y nada lo detendría. a desembarazarse de semejante obstáculo. –Tendremos que viajar bajo los hielos el Apenas pudo navegar libremente, tomamos tiempo que sea necesario. una velocidad mayor a la que nunca habíaMe lo dijo y yo dudé que saliéramos alguna mos viajado y nos dirigimos hacia el norte, vez de allí; temí que nos asfixiásemos, que navegando cerca de la costa. A través de fuera nuestro fin. En varias ocasiones, el los cristales del salón vi largas lianas y fucos Nautilus intentó romper y atragigantescos, esos varecs (tipo de vesar la gruesa capa de hielo que alga) de los que el mar libre del La palabra caverna nos separaba de la superficie y Polo contenía algunos especíevidentemente no expresa bien mi pensamiento para que nos mantenía prisioneros en menes; con sus filamentos visdescribir este inmenso el mar helado. Cuando por fin cosos y lisos, medían hasta tresespacio; pero los vocablos del lenguaje humano no son logramos salir, el capitán hizo cientos metros de longitud; son suficientes para los que se sus cálculos y anunció. verdaderos cables, más gruesos aventuran en los abismos del globo. que el pulgar, muy resistentes, –Señor profesor, como le dije, y sirven a menudo de amarras Viaje al centro de la Tierra, estamos en el Polo Sur. J. Verne para los navíos. Otras hierbas conocidas con el nombre de En ese momento fuimos hasta velp, de hojas de cuatro pies de largo, pegalos hielos más cercanos, clavó un mástil e das a las concreciones coralígenas, tapizaizó una bandera negra bordada con una ban los fondos y servían de nido y de alienorme N dorada. mento a miríadas de crustáceos y de moluscos, cangrejos y sepias. Allí, las focas y las nutrias se daban espléndidos banquetes, mezclando la carne de pescado con legumbres del mar, según la costumbre inglesa. El Nautilus iba con extrema rapidez. A la caída del día se hallaba cerca de las islas Malvinas, cuyas ásperas cumbres pude ver al día siguiente.


Navegando alternativamente en superficie y en inmersión, el Nautilus dejó atrás el ancho estuario formado por la desembocadura del Río de la Plata. Habíamos recorrido ya dieciséis mil leguas desde nuestro embarque en los mares de Japón. Hacia las once de la mañana de aquel día cruzamos el Trópico de Capricornio por el meridiano 37 y pasamos a lo largo del Cabo Frío. Para decepción de Ned Land, al capitán Nemo no parecía gustarle la vecindad de las costas habitadas de Brasil, pues marchaba con velocidad vertiginosa. En aquellas aguas tan ricas de vida, el Nautilus aumentó sus reservas de víveres aquel día con una pesca singularmente realizada. La barredera apresó en sus mallas cierto número de equenesis, peces cuya cabeza termina en una placa ovalada con rebordes carnosos. El 16 de abril avistamos la isla Martinica y la isla Guadalupe, que está a unas treinta millas. Vi por un instante sus elevados picos. El canadiense, que esperaba poder realizar en el golfo sus proyectos de evasión, ya fuese poniendo pie en tierra o en uno de los numerosos barcos que enlazan las islas, se sintió enormemente frustrado. La huida habría sido fácil allí si Ned Land hubiera logrado apoderarse del bote sin que se diera cuenta el capitán, pero en pleno océano había que renunciar a la idea. El canadiense, Conseil y yo mantuvimos una larga conversación al respecto. Llevábamos ya seis meses como prisioneros a bordo del Nautilus. Ya habíamos recorrido diecisiete

mil leguas y no había razón, como decía Ned Land, para que eso continuara indefinidamente. Me hizo entonces una proposición inesperada, la de ppreguntar categóricamente al capitán Nemo: ¿piensa retenernos indefinidamente abordo? La sola idea de efectuar esa gestión, que, además, yo consideraba inútil de antemano, me repugnaba. No había nada que esperar del comandante del Nautilus; debíamos contar exclusivamente con nosotros mismos. Por otra parte, desde hacía algún tiempo, ese hombre se había tornado más sombrío, más retraído, menos sociable. Parecía evitarme. Ya sólo me lo encontraba muy raras veces. Antes se complacía en explicarme las maravillas submarinas; ahora me abandonaba a mis estudios y no venía al salón. ¿Qué cambio se había producido en él? ¿Por qué causa? Yo no tenía nada que reprocharme. ¿Tal vez se le hacía insoportable nuestra presencia a bordo? Pero, aunque así fuera, no cabía esperar de él que nos devolviera la libertad. Eran como las once cuando Ned Land atrajo mi atención sobre un formidable hormigueo que se producía a través de las grandes algas.

–Kra... cuentos chinos querrá decir –le interrumpió el canadiense, irónicamente. –Krakens –prosiguió Conseil, acabando su frase sin preocuparse de la broma de su compañero. –¿Y quién diablos ha creído en ellos? –dijo el canadiense. –Mucha gente, Ned. –No han de ser los pescadores. Los sabios, tal vez. –Perdón, Ned. Pescadores y sabios.

–¿Y cuál era su longitud? –preguntó el canadiense.

¡Sí! ¡Son dientes cuyas puntas han quedado impresas en el duro metal ¡Las mandíbulas que guarnezcan deben poseer una fuerza prodigiosa! ¿Será un monstruo perteneciente a alguna especie extinguida que se agita en las profundidades del mar, más voraz que el tiburón y más terrible que la ballena? No puedo apartar mi mirada de esta barra medio roída.

Viaje al centro de la Tierra,

–Pues yo –dijo Conseil en un J. Verne tono de absoluta seriedad– me acuerdo perfectamente de haber visto una gran embarcación arrastrada al fondo del mar por los brazos de un cefalópodo.

–¿No medía unos seis metros? –dijo Conseil, que, apostado ante el cristal, examinaba de nuevo las anfractuosidades del acantilado submarino. –Precisamente –respondí. –¿No tenía la cabeza –prosiguió Conseil– coronada por ocho tentáculos que se agitaban en el agua como una nidada de serpientes? –Precisamente.

–¿Los ojos eran enormes? –Sí, Conseil.

–¿Usted vio eso?

–¿Y no era su boca un verdadero pico de loro, pero un pico formidable?

–Sí, Ned.

–En efecto, Conseil.

–¿Con sus propios ojos?

–Pues bien, créame el señor, si no es el calamar de Bouguer éste es, al menos, uno de sus hermanos.

–Con mis propios ojos. –¿Y dónde, por favor? –En Saint-Malo –afirmó imperturbablemente Conseil.

–Son verdaderas cavernas de pulpos –dije– y no me extrañaría ver a algunos de esos monstruos.

–¡Ah! ¿En el puerto? –preguntó Ned Land irónicamente.

–¿Qué? ¿Calamares? ¿Simples calamares, de la clase de los cefalópodos? –dijo Conseil–. Me gustaría mucho ver cara a cara a uno de esos pulpos de los que tanto he oído hablar y que pueden llevarse a los barcos hasta el fondo del abismo. A esas bestias les llaman kra...

–¡En una iglesia!

–No, en una iglesia. –Sí, amigo Ned. Era un cuadro que representaba al pulpo en cuestión. –¡Ah! ¡Vaya! –exclamó Ned Land, rompiendo a reír–. El señor Conseil me estaba tomando el pelo.

Miré a Conseil, mientras Ned Land se precipitaba hacia el cristal. –¡Qué espantoso animal! –exclamó. Miré a mi vez, y no pude reprimir un gesto de repulsión. Ante mis ojos se agitaba un monstruo horrible, digno de figurar en las leyendas teratológicas. Era un calamar de colosales dimensiones, de ocho metros de largo, que marchaba hacia atrás con gran rapidez, en dirección al Nautilus. Tenía unos enormes ojos fijos de tonos glaucos. Sus ocho brazos, o por mejor dicho sus ocho pies, implantados en la cabeza, lo que les ha valido a estos animales


el nombre de cefalópodos, medían el doble que el cuerpo y se retorcían como la cabellera de las Furias. Se veían claramente las doscientas cincuenta ventosas dispuestas sobre la faz interna de los tentáculos en forma de cápsulas semiesféricas. De vez en cuando el animal aplicaba sus ventosas al cristal del salón haciendo vacío en él. La boca del monstruo –un pico córneo como el de un loro– se abría y cerraba verticalmente. Su lengua, también de sustancia córnea armada con varias hileras de agudos dientes, salía agitada de esa verdadera cizalla. ¡Qué fantasía de la naturaleza: un pico de pájaro en un molusco! Su cuerpo, fusiforme e hinchado en su parte media, formaba una masa carnosa que debía pesar de veinte a veinticinco mil kilos. Su color inconstante, que cambiaba con extrema rapidez según la irritación del animal, pasaba sucesivamente del gris lívido al marrón rojizo. ¿Qué era lo que irritaba al molusco? Sin duda alguna, la sola presencia del Nautilus, más formidable que él, porque no lo podían apresar sus brazos succionantes ni sus mandíbulas. Y, sin embargo, ¡qué monstruos estos pulpos, qué vitalidad les ha dado el Creador, qué vigor el de sus movimientos gracias a los tres corazones que poseen! El azar nos había puesto en presencia de ese calamar y no quise perder la ocasión de estudiar detenidamente ese espécimen de los cefalópodos. Conseguí dominar el horror que me inspiraba su aspecto y comencé a dibujarlo. –Bueno –dijo Ned–, pues si no es éste, tal vez lo sea uno de ésos. En efecto, otros pulpos aparecían a estribor. Conté siete. Hacían cortejo al Nautilus. Oíamos los ruidos que producían sus picos sobre

el casco. Estábamos servidos. Continué mi trabajo. Los monstruos se mantenían a nuestro lado con tal obstinación que parecían inmóviles, a tal punto que hubiera podido calcarlos sobre el cristal. Nuestra marcha era, además, muy moderada. De repente, el Nautilus se detuvo, al tiempo que un choque estremecía toda su armazón. –¿Hemos tocado? –pregunté. –Si, así es –respondió el canadiense–, ya nos hemos zafado porque flotamos. El Nautilus flotaba, pero no marchaba. Las paletas de su hélice no batían el agua. Un minuto después, el capitán Nemo y su segundo entraban en el salón. Hacía bastante tiempo que no lo veía. Sin hablarnos, sin vernos tal vez, se dirigió al cristal, miró a los pulpos y dijo unas palabras a su segundo. Éste salió inmediatamente. Poco después se taparon los cristales y el techo se iluminó. ■


CAPÍTULO XVII

Tentáculos

–V

amos a combatirlos cuerpo a cuerpo.

Creí no haber oído bien y miré al capitán. –¿Cuerpo a cuerpo? –Sí, señor. La hélice está parada. Uno de estos calamares ha bloqueado las aspas.

El capitán Nemo se precipitó contra el pulpo que tenía prisionero al marino del Nautilus, y de un hachazo le cortó un tentáculo. Entonces, el animal lanzó un líquido negruzco, y nos cegó. Cuando se disipó la nube de tinta, el calamar había desaparecido y con él mi infortunado compatriota.

De un hachazo, el capitán Nemo cortó el formidable tentáculo, que cayó retorciéndose por los peldaños.

Con una rabia incontenible nos lanzamos contra los monstruos que habían invadido la plataforma del Nautilus. ¿Cómo describir aquella batalla? Rodábamos en medio de aquellos montones de serpientes que nos azotaban entre oleadas de sangre y de tinta negra. El arpón de Ned Land se hundía a cada golpe en los ojos glaucos de los calamares y los reventaba. De pronto, mi audaz compañero fue súbitamente derribado por los tentáculos de un monstruo. El formidable pico se abrió sobre Ned Land pero, en ese momento, el hacha del capitán desapareció entre las dos enormes mandíbulas.

De pronto, otros dos tentáculos cayeron sobre el marino colocado ante el capitán Nemo y se lo llevaron con violencia irresistible.

–Me debía a mí mismo este desquite –dijo el capitán Nemo al canadiense que se inclinó sin responderle.

–¡Socorro! ¡Socorro!, gritaba en francés.

Poco después, los monstruos desaparecieron bajo el agua.

–¿Y qué va usted a hacer? –Subir a la superficie y acabar con ellos a hachazos. –Y a arponazos, señor –dijo el canadiense–, si no rehúsa usted mi ayuda. Apenas se abrió la escotilla, un enorme tentáculo se introdujo como una serpiente por la abertura mientras otros veinte se agitaban por encima.

Durante toda mi vida resonará en mí esa llamada desgarradora. Mientras tanto, todos luchábamos con rabia contra otros monstruos que se encaramaban por los flancos del Nautilus. Un fuerte olor a almizcle apestaba la atmósfera.

Todavía llevo en mi mente aquella imagen del capitán Nemo: rojo de sangre, inmóvil, mirando el mar que se había tragado a uno de sus compañeros, y con gruesas lágrimas en sus mejillas. ■


CAPÍTULO XVIII

Al norte

E

l capitán Nemo retornó a su camarola evasión, con posibilidades de éxito. En efecte, y durante bastante tiempo no volto, las costas habitadas ofrecían fáciles acceví a verlo. Sin embargo, podía hacerme una sos en todas partes. Además, podíamos espeidea de su tristeza. El Nautilus ya no serar ser recogidos por algunos de los numeroguía ninguna dirección determinada; iba, sos vapores que surcaban incesantemente venía y flotaba como un cadáver a merced aquellos parajes. Pero una circunstancia adde las olas. La hélice estaba ya liberada, versa contrariaba absolutamente los proyecpero apenas se servía de ella. tos del canadiense. El tiempo era Navegaba al azar. Parecía no muy malo. Nos aproximábamos Debían llevar al día el «libro poder librarse del escenario de a parajes en los que las tormendel faro» y anotar en él todos los incidentes que su última lucha, ese mar que tas son frecuentes, a esa patria pudieran sobrevenir, como había devorado a uno de los de las trombas y de los ciclones, el paso de los barcos de vela o a vapor, su nacionalidad y suyos. engendrados precisamente por la su nombre, cuando pudieran Corriente del Golfo. verlo, así como el número, Diez días transcurrieron así, hasta que el Nautilus reemprendió su marcha al norte.

la altura de las mareas, la dirección y fuerza del viento, los cambios de tiempo, la duración de las lluvias, la frecuencia de las tempestades, los altibajos barométricos, el estado de la temperatura y otros fenómenos…

–Señor –me dijo Ned aquel día–, esto debe terminar. Voy a hablarle francamente. Su Nemo se aparta de tierra y sube hacia el norte. Le digo a usted que ya tengo bastante con el Polo Sur y que no le seguiré al Polo Norte.

Seguimos entonces la Corriente del Golfo: corre libremente por el Atlántico y sus aguas no se mezclan con las oceánicas. El faro del fin del mundo, Es un río salado, más salado J. Verne que el mar que lo rodea; el invariable volumen de sus aguas –Pero, Ned, ¿qué podemos haes mayor que el de todos los ríos del Globo. cer en estos momentos? Por ese río oceánico navegaba entonces el Nautilus, rumbo a la aventura. Toda vigilancia parecía haber cesado a bordo. En tales condiciones, debo convenir que podía intentarse

–Hay que hablar con el capitán. Mire, señor, creo que voy a terminar tirándome al mar. No me quedaré aquí. No aguanto más, me asfixio aquí.


El canadiense había llegado evidentemenpodido realizar. Lo guardaré en una caja herte al límite de la paciencia. Su vigorosa mética, a prueba de agua. El último hombre naturaleza no podía acomodarse a tan proque quede en el Nautilus la arrojará al mar. longado aprisionamiento. Casi –¿Y por qué no me lo entrega siete meses habían pasado sin –¿Dónde ha estado usted a mí y permite que nos vayametido todo este tiempo, que tuviésemos noticia de la mos? Así no se perderán secrecapitán? tierra. Además, el aislamiento tos tan importantes como los –¿Eh..? ¿Qué podría del capitán Nemo, su cambio que usted seguramente está contestar a eso? «Me alejé, de humor, sobre todo desde el huyendo del mal tiempo» – contando... tendría que decir. –Tiene combate con los pulpos, su taque haber sido un infierno – –¡Nunca! –exclamó el capitán citurnidad, me hacían ver las contestarían ellos. con visible disgusto–. Ya se lo cosas de modo diferente y ya –No sé –tendría que dije hace mucho tiempo, usteresponderles porque lo no sentía el entusiasmo de los esquivé y, en consecuencia, des se quedarán aquí para siemprimeros tiempos. no pude verlo. pre. –Y bien, señor, ¿qué dice us–¿Me comprende bien, –Entonces, tenemos derecho a mister Jukes? Me he pasado ted? –añadió Ned Land al ver toda la tarde pensando escapar... que yo no respondía. en esto. –Es un derecho que nadie les Tifón, J. Conrad –Bueno, Ned, ¿lo que usted ha negado... ¡Inténtelo! quiere es que pregunte al capitán Nemo cuáles son sus intenciones para con nosotros? ¿Es eso? –Sí, señor. –Y eso, ¿aunque ya nos las haya dado a conocer? –Sí. Por última vez, quiero saber a qué atenerme. Si usted quiere, hable sólo por mí, en mi nombre únicamente. –El caso es que lo encuentro muy raramente. Parece evitarme. –Razón de más para ir a verlo. –Mu bien; lo interrogaré, Ned. Fui a buscar al capitán Nemo y lo encontré en su camarote. Debo decir que mi interrupción no le gustó. –Estoy escribiendo todos los detalles de mi vida y de todos los descubrimientos que he

Era inútil seguir discutiendo. Ned estaba dispuesto a escapar esa misma noche, pero la tormenta era insoportable. En medio del rugir de los vientos, las olas gigantescas y los relámpagos, el capitán subió a cubierta e inmediatamente ordenó que el submarino se sumergiera. Debajo del agua no había rastros de la tempestad. La mala noticia fue que nos estábamos alejando de la costa, atravesando el Atlántico. ¿Iba el capitán Nemo a aproximarse a las islas británicas? No. Con gran sorpresa para mí, descendió hacia el sur y se dirigió hacia los mares europeos. Al bordear la isla de la Esmeralda vi por un instante el Cabo Clear y el faro de Fastenet que ilumina a los millares de navíos que salen de Glasgow o de Liverpool.

Una importante cuestión se debatía en mi mente. ¿Osaría el Nautilus adentrarse en el Canal de la Mancha? Ned Land, que había reaparecido desde que nos hallamos en la proximidad de la tierra, no cesaba de interrogarme. ¿Qué podía yo responderle? El capitán Nemo continuaba siendo invisible. Tras haber dejado entrever al canadiense las orillas de América, ¿iba a mostrarme las costas de Francia? El Nautilus continuaba descendiendo hacia el sur. Parecía estar buscando un lugar de difícil localización. A mediodía, el capitán Nemo subió en persona a fijar la posición. No me dirigió la palabra. Me pareció más sombrío que nunca. ¿Qué era lo que podía entristecerlo así? ¿Era la proximidad de las costas de Europa? ¿Algún recuerdo de su abandonado país? ¿Qué sentía? ¿Pesar o remordimientos? Durante mucho tiempo, estas interrogantes me acosaron. Tuve el presentimiento de que el azar no tardaría en traicionar los secretos del capitán. De pronto, nos sorprendió un estampido. –¿Qué fue eso? –le pregunté a Ned. –Un cañonazo –me respondió señalando nerviosamente. Un buque de guerra avanzaba a toda velocidad hacia nosotros. –Es una nave de guerra –gruñó el canadiense–; espero que hunda el maldito Nautilus. –¡Deben creer que somos el monstruo marino! –exclamó Conseil.

Ned le hizo señas al buque de guerra que se aproximaba a todo vapor. –¡Necio! ¿Quiere convertirse en la próxima víctima del Nautilus? –exclamó el capitán y se volvió hacia la nave misteriosa–. ¡Maldita nación! ¡Yo los conozco... Ya verán! Entonces, el capitán desplegó su bandera. En ese momento, un cañonazo rebotó en el casco y se perdió en el mar. –¡Voy a hundir esa nave! ¡Descendamos! –Usted no lo dirá en serio... ¡No hará eso! –¡No se atreva a juzgarme! ¡Yo soy la ley y el juez! ¡Allí está el opresor! –señalaba al barco que se venía encima– ¡Por él he perdido todo lo que amaba: esposa, hijos, padre y madre! ¡Todo lo que odio está allí! El submarino empezó a sumergirse y aceleró su marcha, se alejó y esperó unos instantes. De pronto, arrancó a toda velocidad y oímos un impacto tremendo. El Nautilus rechinó cuando atravesó al buque como si éste fuera de papel. Vi un espectáculo horrible, pero no pude dejar de observarlo: decenas de cuerpos se ahogaban mientras trataban de salvarse. No iba a contener mi propia furia y fui inmediatamente al camarote del capitán. A través de la puerta entreabierta lo vi de rodillas, sollozando mientras miraba el retrato que sostenía entre sus manos. Ya no me importaba escuchar sus razones ¡Me había convertido en cómplice de su horrible venganza!. ■


CAPÍTULO XIX

El Maelström

S

eguimos camino al norte a toda velocidad. ¿Quién podría decir hasta dónde nos llevó el Nautilus por las aguas del Atlántico septentrional? Siempre a una velocidad extraordinaria y siempre entre las brumas hiperbóreas. El tiempo se había parado en los relojes de a bordo. Como en las comarcas polares, parecía que el día y la noche no seguían ya su curso regular. Calculo –aunque tal vez me equivoque– que la aventurera carrera del Nautilus se prolongó durante quince o veinte días, y no sé lo que hubiera durado de no haberse producido la catástrofe con la que terminó

este viaje. Del capitán Nemo no se tenía ni noticia. De su segundo, tampoco. Ni un hombre de la tripulación se hizo visible un solo instante. El Nautilus navegaba casi continuamente en inmersión, y cuando subía a la superficie a renovar el aire las escotillas se abrían y cerraban rápida y automáticamente.

–Esta noche huiremos de aquí. Esta mañana he visto entre la bruma una costa a unas veinte millas al este. Además, la tripulación sigue tan deprimida como el capitán. No tendremos problemas para apoderarnos del bote; por otra parte, en estos últimos días he estado acumulando algunas provisiones que seguramente nos servirán.

Yo mismo estaba invadido por ese estado de ánimo: a partir de aquel naufragio, mis noches estuvieron habitadas por tremendas pesadillas. Hasta que una fue interrumpida por el susurro de Ned:

–Estoy listo –dije con seguridad–.¿Qué tierras son ésas? –Lo ignoro, pero sean las que fueren nos refugiaremos en ellas. El mar está movido y el viento es fuerte, pero no me asusta

atravesar esa distancia en el bote del Nautilus. Mientras Ned y Conseil terminaban de preparase y de subir al bote, decidí dar una última mirada al Nautilus. De lejos oí los acordes tristes del órgano del capitán. No pude contenerme y, aunque era peligroso, fui a ver esa maravillosa biblioteca por última vez. Temía y deseaba a la vez encontrar al capitán Nemo. Quería y no quería verlo. ¿Qué podría decirle? ¿Podía yo ocultarle el involuntario horror que me inspiraba? No. Más valía no hallarse cara a


cara con él. Más valía olvidarlo. Y sin embargo...

siguiendo el corredor superior, fui hasta el bote.

–¡Vámonos! ¡Vámonos! –grité. Lancé una última mirada a todas las maravillas de la naturaleza y del arte acumuladas –Al instante –respondió el canadiense, y allí, a la inigualable colección condenada a comenzó a desatornillar las tuercas que nos perecer en el fondo del mar. Quise fijarla en retenían aún al barco submarino. mi memoria, en una impresión suprema. Mientras estaba en esa tarea, escuchamos Permanecí así una hora, pasando revista a gritos en el interior del submarino. ¿Qué los tesoros resplandecientes en sus vitrinas. ocurría? ¿Se habían dado cuenta de nuesLuego volví a mi camarote, y me vestí con el tra fuga? Sentí que Ned Land ponía un putraje marino. Mentalmente pasé revista a toda ñal en mi mano. mi existencia a bordo del Nautilus, a todos los incidentes, felices o ingratos, que la ha–Sí –murmuré–, sabremos morir. bían atravesado desde mi desEl canadiense se había deteaparición del Abraham Kircher y otros imaginan que nido en su trabajo. De repenLincoln... Todos estos acontecien el centro del canal del te, una palabra, veinte veces Maelström hay un abismo mientos pasaron ante mis ojos que penetra en el globo repetida, una palabra terrible, como esos decorados de fondo terrestre y que vuelve a salir me reveló la causa de la agien alguna región remota que se ven en el teatro. El catación que se propagaba a bor(una de las hipótesis pitán Nemo se engrandecía desnombra concretamente el do del Nautilus. La tripulaGolfo de Botnia). mesuradamente en ese medio ción no estaba preocupada por extraño. Su figura se agigantaba Un descenso al Maelstrom, nosotros. E. A. Poe hasta tomar proporciones sobrehumanas. Me latía con fuerza –¡El Maelström! ¡El Maelström! el corazón, sin que me fuera posible conte–gritaban una y otra vez. ner sus pulsaciones. Ciertamente, mi agita¿Nos hallábamos, pues, en esos peligrosos ción, mi perturbación me hubieran traicioparajes de la costa noruega? ¿Iba a caer el nado a los ojos del capitán Nemo. ¿Qué esNautilus en ese abismo, en el momento que taría haciendo él en ese momento? Puse atennuestro bote iba a desprenderse de él? Las ción hacia la puerta de su camarote y oí sus aguas se precipitaban con una irresistible pasos. Estaba allí. No se había acostado. A violencia y formaban ese torbellino del que cada movimiento, me parecía que iba a surjamás ha podido salir un navío. Olas monsgir ante mí y preguntarme por qué quería truosas corrían desde todos los puntos del huir. Sentía un temor incesante reforzado por horizonte y formaban ese abismo tan justami imaginación. Justo en ese momento, pude mente denominado ‘el ombligo del océano’, oír a Nemo sollozar mientras decía: cuyo poder de atracción se extiende hasta –¡Oh Dios, basta! ¡Basta! quince kilómetros de distancia. Allí no solaAterrorizado, me precipité a la biblioteca, mente los barcos son aspirados; también las llegué a la escalera central, la subí y luego, ballenas y hasta los osos blancos de las re-


giones boreales. Allí es donde el Nautilus – llino del Maelström, cómo Ned Land, involuntaria o voluntariamente tal vez– haConseil y yo salimos del abismo. bía sido llevado por su capitán. Girábamos a Cuando desperté estaba en la cabaña de un una velocidad vertiginosa en una espiral cuyo pescador de las islas Lofoden que nos haradio disminuía cada vez más. Estábamos esbía rescatado. Mis dos compañeros, sanos pantados, viviendo en el horror llevado a sus y salvos, estaban junto a mí y nos estrechaúltimos límites, con la circulación sanguímos en un interminable abrazo. nea en suspenso y los nervios aniquilados, empapados en un sudor frío como el de la ¿Qué habría ocurrido con el Nautilus? agonía. ¡Qué mugidos, repetidos por el eco a Mientras esperábamos el buque que nos llevarias millas! ¡Qué estrépito el varía de regreso, no podía dede las olas al destrozarse en las jar de pensar en él y en el capiAún me resisto a creer lo que nos contó aquella filosas rocas del fondo, allí dontán Nemo: ¿Habrá logrado esnoche. Sé que pensaba, con de los cuerpos más duros se capar del Maelström y seguipoca ilusión, en el futuro de rompen! ¡Qué situación la nuesría con su venganza? ¿Algún la humanidad y que veía en el crecimiento de la tra, espantosamente sacudidos! día conoceremos su diario? civilización una acumulación El Nautilus se defendía como un insensata que se Por mi parte, espero que haya derrumbaría sobre nosotros ser humano. Sus músculos de podido salvar a su Nautilus y mismos. Si es así, conviene acero crujían. A veces se levanvivir como si no lo fuera. que aquel científico y exploraPara mí, el futuro es una taba, y nosotros con él. dor haya cambiado de parecer.

Fuentes consultadas

–¡Hay que resistir..! –gritó Ned Land.

Calvino, I., El barón rampante, Compañía General Fabril Editora, Buenos Aires.

gran interrogante, oscurecido a ratos por el recuerdo del Viajero. Pero aún guardo conmigo dos flores blancas, marchitas. Son testimonio de que habrá gratitud y ternura en el corazón humano, cuando la inteligencia y la fuerza se hayan extinguido.

¡Ojalá pueda el odio apaciguarse en su feroz corazón!¡Que la contemplación de tantas maravillas le apague el espíritu de venganza!

No pudo terminar la frase. De pronto se oyó un fuerte chasquido. Desprendidas totalmente las tuercas, el bote salió lanEs, pues, aquí, donde reviso zado como la piedra de una el relato de estas aventuras. La máquina del tiempo, H. G. Wells honda hacia el torbellino. FuiY digo que es exacto. Ni un mos despedidos y volamos por solo hecho ha sido omitido o el aire. Evidentemente, mi cabeza golpeó exagerado. No es otra cosa que la fiel nacontra algo y perdí el conocimiento. rración de esta inverosímil expedición por veinte mil leguas de viaje submarino. ¿Qué ocurrió después aquella noche? Me es imposible decirlo. Realmente no se cómo el bote pudo escapar del formidable torbe-

¿Se me creerá? No lo sé. Poco importa, después de todo. ■

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